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Lecturas

Actualizado: 24 may



La mano

Guy de Maupassant


Todos rodeaban al señor Bermutier, juez de Instrucción, que refería el suceso misterioso de Saint-Cloud. Aquel inexplicable crimen, que había aterrado a París, no era comprendido por nadie.

El señor Bermutier, en pie, apoyado en la chimenea, hablaba, comentando las varias opiniones, aduciendo pruebas, pero sin deducir afirmación alguna.

Varias señoras habíanse levantado para oírle mejor, de más cerca, y clavaban los ojos en los afeitados labios del juez, aplicando al mismo tiempo el oído a sus graves palabras. Estremecíanse, vibraban ansiosas, con la insaciable y ávida curiosidad que nos hace apetecer emociones terroríficas y angustiosas.

Una de las que le rodeaban, más emocionada que las otras, dijo, aprovechando un silencio:

—Es inverosímil y espantoso. Parece realizado por una fuerza sobrenatural. Nunca sabremos lo que hubo.

El juez, dirigiéndose a ella, prosiguió:

—Es probable que nunca lo descubramos, pero no porque haya en el suceso nada sobrenatural. Es un crimen vulgarísimo, aunque hábilmente preparado y dispuesto de modo que no dejara huellas. Hay crímenes de otra especie, señora, en que se duda si pudo intervenir un poder misterioso y fantástico. Yo sumarié hace tiempo uno, que nos vimos obligados a dejar por falta de informes que pudieran aclararlo.

Varias señoras exclamaron a la vez, y tan rápidamente, que sus voces se confundieron en una sola voz:

—¡Cuéntelo! ¡Cuéntelo!

El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de Instrucción, y dijo:

—No imaginen ustedes que yo pude suponer un solo instante la existencia de algo sobrehumano en la singular aventura que voy a referirles. Creo nada más en las causas y leyes naturales. Por eso, en vez de la palabra «sobrenatural», para designar lo que se resiste a nuestra comprensión, emplearé la palabra «inexplicable». Las circunstancias que rodearon el suceso eran la causa principal del interés, del asombro que producían. Empezaré, y ustedes juzgarán:

Yo era entonces juez de Instrucción de Ajaccio, pequeña ciudad, limpia, blanca, recostada en la curva de un admirable golfo rodeado por altas montañas.

Lo que allí me daba mayor trabajo eran las vendettas, muchas de las cuales aparecían dramáticas, feroces o heroicas. Allí encontré los más extraños y hermosos motivos de venganza que se puedan imaginar; seculares odios, apaciguados un tiempo, jamás extinguidos: engaños terribles, asesinatos que tomaban el carácter de verdaderas degollinas o de acciones gloriosas. En dos años, apenas oí hablar de otra cosa que del valor de la sangre, de la terrible opinión que obligaba fieramente a vengar cualquier injuria sobre la persona que la infirió y sobre sus descendientes y allegados. Vi sacrificar a los abuelos, a los parientes lejanos, a los amigos de los ofensores; tenía la cabeza llena de tales historias.

Un día supe que un inglés acababa de instalarse, alquilándola por muchos años, en una elegante casita situada en lo más resguardado del golfo. Le acompañaba un criado francés, al cual, de paso en Marsella, tomó a su servicio.

Pronto fue una preocupación para la gente aquel extraño personaje que vivía solo y sin más ocupaciones que la caza y la pesca. No hablaba con nadie, no entraba siquiera en la ciudad, y cada mañana, ejercitábase tirando al blanco un par de horas, con pistola o carabina.

Comenzaron las habladurías y se hicieron muchos comentarios. Unos le suponían elevado personaje, huido por cuestiones políticas de su patria; otros afirmaban que se recogió allí después de cometer un crimen espantoso. Todos citaban detalles verdaderamente horribles.

Por mi carácter de juez instructor, me creí obligado a procurarme los antecedentes de aquel hombre; pero me fue imposible descubrir nada concreto.

Se hacía llamar John Rowell.

Yo le tenía muy vigilado; pero, en realidad, nunca supe que hiciera nada sospechoso.

Las murmuraciones continuaban, aumentando sin cesar, agigantándose; ya intervenía en ellas la ciudad entera. Me resolví a entablar amistades con el inglés; y para conseguirlo, salí de caza todos los días, frecuentando los alrededores de su propiedad.

Aguardé una ocasión favorable; y se presentó al cabo de algún tiempo en forma de perdiz, que tiré y maté en las propias barbas del misterioso personaje. Mi perro la cobró, y recogiéndola, me acerqué, rogando al dueño de la finca donde cayó la pieza que se dignase aceptarla y perdonar mi abuso.

John Rowell era un hombre alto y fornido, algo así como un hércules tranquilo y correcto, con las barbas y los cabellos rojos. No asomaba en sus modales la tirantez británica, y agradeció vivamente mi atención. Al cabo de un mes yo había conseguido hablar con Rowell cinco o seis veces.

Al fin, una tarde, al pasar frente a su puerta, lo vi a horcajadas en una silla de su jardín, fumando tranquilamente. Lo saludé y me invitó a entrar para que bebiéramos un vaso de cerveza. No me hice repetir la invitación.

Mostró en atenderme y servirme toda la cortesía inglesa; me habló con elogio de Francia, y me dijo que le agradaba mucho aquella tierra de Córcega y aquel golfo donde se había retirado.

Aproveché la ocasión para preguntarle con todas las precauciones convenientes, y como una fórmula discreta, noticias de su pasado y de sus proyectos.

Me contestó abiertamente, sin turbarse ni vacilar un momento, que había viajado mucho por África, por la India y por América, y añadió, riendo:

—He corrido muchas aventuras en todas partes.

Luego hablamos de asuntos de caza, y me dio curiosos detalles acerca de la del hipopótamo, de la del tigre, de la del elefante y hasta de la caza del gorila.

Yo dije:

—Son temibles todos esos animales.

Él sonriendo, contestó:

—El animal más terrible es el hombre.

Y soltó una risa franca y ruidosa, la risa inglesa, prosiguiendo:

—También he cazado al hombre.

Me habló de armas, invitándome a entrar para que viese las que allí tenía.

El salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada en oro. Grandes flores amarillas, diseminadas en el oscuro fondo, brillaban como si estuvieran encendidas.

Rowell me indicó:

—Son tejidos japoneses.

En el centro de una pared atrajo mi atención un objeto extraño; sobre un cuadro de terciopelo rojo destacábase una cosa negruzca. Me acerqué, y vi que aquello era una mano, una mano de hombre. No el esqueleto, sino toda la mano, con sus uñas amarillas, los músculos y los huesos partidos, la sangre seca. Parecía cortada con violencia, en redondo, con un hacha, más arriba del puño, el cual estaba sujeto con una enorme cadena, remachada, soldada, incrustada en el objeto que oprimía sujetándolo al muro con una fuerte argolla; todo ello pudiera esclavizar a un elefante.

Yo pregunté:

—¿Qué significa esto?

El inglés respondió tranquilamente:

—Fue mi enemigo mayor. La traje de América. La desprendí en seco, de un sablazo; le arranqué la piel con una piedra cortante y la tuve al sol ocho días. ¡Oh! Muy bien.

Toqué aquel despojo humano, que debió de pertenecer a un coloso. Las falanges de los dedos, desmesuradamente largos, estaban sostenidas por gruesos tendones. Era una mano espantosa, despellejada, y hacía suponer alguna venganza salvaje.

Dije:

—¿Sería muy forzudo su dueño?

El inglés pronunció suavemente:

—Sí; pero yo lo era más. Le sujeté con esa cadena.

Me pareció que bromeaba, y añadí:

—Ahora, la cadena ya es inútil; la mano sola no podría escaparse.

John Rowell dijo gravemente:

—Sí, ha querido escaparse. La cadena es necesaria.

Con una rápida mirada le observé, pensando: «¿Estará loco este hombre o será un bromista?»

Pero nada vi en su rostro impenetrable, tranquilo y bondadoso, que me sacara de mis dudas. Hablamos de otras cosas, examinando las escopetas.

Reparé en que, sobre distintos muebles, había tres revólveres cargados, lo cual indicaba claramente que vivía el inglés muy prevenido contra un ataque violento, que, sin duda, esperaba.

Varias veces lo visité. Luego, satisfecha mi curiosidad, suspendí mis visitas. Con el tiempo se habían acostumbrado todos a verlo, y nadie se preocupaba ya de hacerle objeto de conversaciones.

*

Pasó un año. A fines de noviembre, una mañana me dijeron, al despertarme, que habían asesinado a John Rowell durante la noche.

A la media hora entré, acompañado por el capitán de gendarmes y el comisario, en la casa donde residía el inglés. El criado, sumido en el mayor desconsuelo, lloraba junto a la puerta. Sospeché al pronto de aquel hombre; pero me convencí de su inocencia.

No fue posible hallar las huellas del culpable.

Al entrar en la sala vi a Rowell tendido en el suelo. Tenía el traje en desorden y una manga desgarrada, lo cual era prueba evidente de que hubo lucha.

El inglés había muerto estrangulado. Su rostro estaba denegrecido y abotagado, y su expresión era la de un espanto irresistible. Apretaba entre sus dientes un cuerpo extraño; su cuello, en el cual se marcaban cinco heridas, que parecían hechas con cinco clavos de hierro, estaba cubierto de sangre. Al llegar el médico, examinó detenidamente las huellas de la mano criminal y pronunció estas palabras misteriosas:

—Diríase que le ha estrangulado un esqueleto.

Sintiendo, al oírlas, que todo mi cuerpo sufría una conmoción, fijé los ojos en el sitio donde me sorprendió en otro tiempo ver una mano despellejada y seca.

No estaba ya; y la cadena, rota, colgaba de su argolla.

Inclinándome sobre el cadáver, observé que tenía en la boca un dedo de aquella mano desaparecida, cortado por la presión de los dientes en la segunda falange.

Abrimos el sumario. No se descubrió nada. Ninguna cerradura forzada, ninguna puerta, ninguna ventana que indicase un camino. Todo estaba en su estado normal.

En resumen, el criado no dijo más que lo siguiente:

—Hacía un mes que mi amo se mostraba intranquilo. Había recibido muchas cartas, que alpunto quemaba en la chimenea.

Frecuentemente, cogiendo un látigo, en un acceso de cólera, semejante a una furiosa locura, golpeaba la mano clavada en la pared, y desprendida, no se sabe cómo, a la hora del crimen.

Se acostaba muy tarde y cerraba la puerta con muchas precauciones. Tenía siempre un revólver al alcance de su mano. Con frecuencia, de noche, hablaba en voz alta, como si disputase con alguno.

En la noche del crimen, precisamente, no había hecho ningún ruido, pareciendo muy sosegado.

*

Al abrir las ventanas, por la mañana, fue cuando el criado vio a Rowell muerto.

No sospechaba de nadie.

Pusimos en movimiento la gendarmería, la policía y los tribunales de toda la isla; se hizo una información minuciosa. Nada se averiguó.

Pero una noche, a los tres meses de realizado el crimen, tuve una horrible pesadilla. Me pareció ver la mano, la espantosa mano, corriendo como un escorpión o como una araña a lo largo de los cortinajes y las paredes. Me desperté, me tranquilicé, y al dormirme de nuevo, el repugnante despojo me obsesionaba, corriendo por mi cuarto sirviéndose de sus dedos como de unas patas.

Al día siguiente me la llevaron, habiéndola encontrado en el cementerio sobre la tumba de John Rowell, de cuya familia y antecedentes nada se averiguó tampoco.

Las mujeres, pálidas y descompuestas, vibraban estremecidas. Una dijo, al enterarse de que la historia estaba terminada:

—Pero ¿no hay un desenlace, una explicación?

Y el juez, sonriendo con severidad, repuso:

—No quisiera yo, señoras mías, destruir con suposiciones el efecto que produce a ustedes la fantasía misteriosa del suceso. Yo, sencillamente, imagino que el hombre a quien pertenecía la mano clavada, no estando muerto, fue a recogerla, vengándose. ¿Cómo lo hizo? Eso ya no lo sé.

Una de las que le oían, murmuró:

—No es posible; alguien le hubiera visto.

Y el juez, sonriendo siempre, dijo:

—Ya sospechaba yo que no convencería mi solución.



  • Autor: Guy de Maupassant

  • Título: La mano

  • Título Original: La main

  • Publicado en: Le Gaulois, 23 de diciembre de 1883

  • Traducción: Luis Ruiz Contreras

 
 
 




El Monte de las Ánimas

Gustavo Adolfo Bécquer

(Leyenda soriana)


La Noche de Difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

—Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

—¡Tan pronto!

—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

—No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

—Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

—Hermosa prima —exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban—; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

—Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido —se apresuró a añadir el joven—. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte… Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía… ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar… ¿Lo quieres?

—No sé en el tuyo —contestó la hermosa—, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo… que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

—Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

—Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

—¿Por qué no? —exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro… Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió—: ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

—Sí.

—Pues… ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

—¡Se ha perdido!, ¿y dónde? —preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

—No sé, en el monte acaso.

—¡En el Monte de las Ánimas —murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial—; en el Monte de las Ánimas! —luego prosiguió con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche… esta noche. ¿A qué ocultártelo? Tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas… ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

—¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

—Adiós Beatriz, adiós… Hasta pronto.

—¡Alonso! ¡Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

—Será el viento —dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse.

Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

—¡Bah! —exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho—; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir…; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.


  • Autor: Gustavo Adolfo Bécquer

  • Título: El Monte de las Ánimas

  • Publicado en: El Contemporáneo, 7 de noviembre de 1861

 
 
 



Historia de Mariquita

Guadalupe Dueñas(Cuento completo)


Nunca supe por qué nos mudábamos de casa con tanta frecuencia. Siempre nuestra mayor preocupación era establecer a Mariquita. A mi madre la desazonaba tenerla en su pieza; ponerla en el comedor tampoco convenía; dejarla en el sótano suponía molestar los sentimientos de mi padre, y exhibirla en la sala era imposible. Las visitas nos habrían enloquecido a preguntas. Así que, invariablemente, después de pensarlo demasiado, la instalaban en nuestra habitación. Digo “nuestra” porque era de todas. Con Mariquita, allí dormíamos siete.

Mi papá siempre fue un hombre práctico; había viajado mucho y conocía los camarotes. En ellos se inspiró para idear aquel sistema de literas que economizaba espacio y facilitaba que cada una durmiera en su cama.

Como explico, lo importante era descubrir el lugar de Mariquita. En ocasiones quedaba debajo de una cama, otras en un rincón estratégico; pero la mayoría de las veces la localizábamos arriba del ropero.

Esta situación sólo nos interesaba a las dos mayores; las demás, aún pequeñas, no se preocupaban.

Para mí, disfrutar de su compañía me pareció muy divertido; pero mi hermana Carmelita vivió bajo el terror de esta existencia. Nunca entró sola a la pieza y estoy segura de que fue Mariquita quien la sostuvo tan amarilla; pues, aunque solamente la vio una ocasión, asegura que la perseguía por toda la casa.

Mariquita nació primero; fue nuestra hermana mayor. Yo la conocí cuando llevaba diez años en el agua y me dio mucho trabajo averiguar su historia.

Su pasado es corto, y muy triste: llegó una mañana con el pulso trémulo y antes de tiempo. Como nadie la esperaba, la cuna estaba fría y hubo que calentarla con botellas calientes; trajeron mantas y cuidaron que la pieza estuviera bien cerrada. Isabel, la que iba a ser su madrina en el bautizo, la vio como una almendra descolorida sobre el tul de sus almohadas. La sintió tan desvalida en aquel cañón de vidrios que sólo por ternura se la escondió en los brazos. Le pronosticó rizos rubios y ojos más azules que la flor del heliotropo. Pero la niña era tan sensible y delicada que empezó a morir.

Dicen que mi padre la bautizó rápidamente y que estuvo horas enteras frente a su cunita sin aceptar su muerte. Nadie pudo convencerlo de que debía enterrarla. Llevó su empeño insensato hasta esconderla en aquel pomo de chiles que yo descubrí un día en el ropero, el cual estaba protegido por un envase carmesí de forma tan extraña que el más indiferente se sentía obligado a preguntar de qué se trataba.

Recuerdo que por lo menos una vez al año papá reponía el líquido del pomo con nueva sustancia de su química exclusiva —imagino sería aguardiente con sosa cáustica—. Este trabajo lo efectuaba emocionado y quizá con el pensamiento de lo bien que estaríamos sus otras hijas en silenciosos frascos de cristal, fuera de tantos peligros como auguraba que encontraríamos en el mundo.

Claro está que el secreto lo guardábamos en familia. Fueron muy raras las personas que llegaron a descubrirlo y ninguna de éstas perduró en nuestra amistad. Al principio se llenaban de estupor, luego se movían llenas de recelo, por último desertaban haciendo comentarios poco agradables acerca de nuestras costumbres. La exclusión fue total cuando una de mis tías contó que mi papá tenía guardado en un estuche de seda el ombligo de una de sus hijas. Era cierto. Ahora yo lo conservo: es pequeño como un caballito de mar y no lo tiro porque a lo mejor me pertenece.

Pasó el tiempo, crecimos todas. Mis padres ya no estaban entre nosotras; pero seguíamos cambiándonos de casa, y empezó a agravarse el problema de la situación de Mariquita.

Alquilamos un señorial caserón en ruinas. Las grietas anunciaban la demolición. Para tapar las bocas que hacían gestos en los cuartos distribuimos pinturas y cuadros sin interesarnos las conveniencias estéticas. Cuando la rajadura era larga como un túnel la cubríamos con algún gobelino en donde las garzas, que nadaban en punto de cruz añil, hubieran podido excursionar por el hondo agujero. Si la grieta era como una cueva, le sobreponíamos un plato fino, un listón o dibujos de flores. Hubo problema con el socavón inferior de la sala; no decidíamos si cubrirlo con un jarrón Ming o decorarlo como oportuno nicho o plantarle un pirograbado japonés.

Un mustio corredor que se metía a los cuartos encuadraba la fuente de nuestro palacio. Con justo delirio de grandeza dimos una mano de polvo mármol al desahuciado cemento de la pila, que no quedó ni de pórfido ni de jaspe, sino de ruin y altisonante barro. En la parte de atrás, donde otros hubieran puesto gallinas, hicimos un jardín a la americana, con su pasto, su pérgola verde y gran variedad de enredaderas, rosales y cuanto nos permitiera desfogar nuestro complejo residencial.

La casa se veía muy alegre; pero así y todo había duendes. En los excepcionales minutos de silencio ocurrían derrumbes innecesarios, sorprendentes bailoteos de candiles y paredes o inocentes quebraderos de trastos y cristales. Las primeras veces revisábamos minuciosamente los cuartos, después nos fuimos acostumbrando y cuando se repetían estos dislates no hacíamos caso.

Las sirvientas inventaron que la culpable era la niña que escondíamos en el ropero: que en las noches su fantasma recorría el vecindario. Corría la voz y el compromiso de las explicaciones; como todas éramos solteras con bastante buena reputación se puso el caso muy difícil. Fueron tantas las habladurías que la única decente resultó ser la niña del bote a la que ni siquiera levantaron calumnias.

Para enterrarla se necesitaba un acta de defunción que ningún médico quiso extender. Mientras tanto la criatura, que llevaba tres años sin cambio de agua, se había sentado en el fondo del frasco definitivamente aburrida. El líquido amarillento le enturbiaba el paisaje.

Decidimos enterrarla en el jardín. Señalamos su tumba con una aureola de mastuerzos y una pequeña cruz como si se tratara de un canario.

Ahora hemos vuelto a mudarnos y no puedo olvidar el prado que encarcela su cuerpecito. Me preocupa saber si existe alguien que cuide el verde limbo donde habita y si en las tardes todavía la arrullan las palomas.

Cuando contemplo el entrañable estuche que la guardó veinte años, se me nubla el corazón de nostalgia como el de aquellos que conservan una jaula vacía; se me agolpan las tristezas que viví frente a su sueño; reconstruyo mi soledad y descubro que esta niña ligó mi infancia a su muda compañía.

FIN

  • Autor: Guadalupe Dueñas

  • Título: Historia de Mariquita

  • Publicado en: Tiene la noche un árbol (1958)

 
 
 
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