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Lecturas


LA COCINA resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas; en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar al cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y… ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: “La cena de don Quijote.” Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto nos revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua debajo de los puentes. “Pajaritos de centro de cara.” Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tiene un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. “Bigos a la rumana.” Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el mínimo sentido de la realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente.


Abro el compartimiento del refrigerador que anuncia “carnes” y extraigo un paquete irreconocible bajo su capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar. Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja.

Y no es sólo el exceso de lógica el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar.


Del mismo color teníamos la espalda, mi marido y yo, después de las orgiásticas asoleadas en las playas de Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas” y se volvió a callar. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos.

Lo mejor (para mis quemaduras, al menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos —no muy sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir— el nylon de mi camisón de desposada resbalaba en un fraudulento esfuerzo por parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a consumar su significado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora están vencidos por la fatiga.


Unos párpados que se cierran y he aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sin otro desenlace que el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del acantilado al suicidio.


Pero es mentira. Yo no soy el sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que está a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen.

Yo también soy una conciencia que puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo… La carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y ahora me resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que…


No nacimos juntos. Nuestro encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo. Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cineclub; tropezamos en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió nuestra perpleja y, hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de las buenas intenciones, manifestación de propósitos “serios”. Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento.


Así que permanezco inmóvil, respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la muerte.

Bajo el breve diluvio de pimienta la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias. Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama yo permanezco sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave, definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo.


Y bien, acepto mientras nos encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose), es verdad que en el contacto o colisión con él he sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y sé, no sentía y siento, no era y soy.


Habrá que dejarla reposar así. Hasta que ascienda a la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido calcular bien y de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por pereza, no soy carnívora. Él, por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean en torno mío va a acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un platillo tan anodino como la carne asada.

Gracias, murmuro, mientras me limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa transparente, por la aceituna sumergida. Gracias por haberme abierto la jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar en el interior del templo, exaltada por la música del órgano. Gracias por…


¿Cuánto tiempo se tomará para estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado porque hay que ponerla al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero que no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto.


¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí como el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico, y su rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando. No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me petrifica en un gesto estatuario.


¿Acechas mi tránsito a la fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus aventuras. No será indispensable —gracias a mi temperamento— que me cebes, que me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de nombres ajenos, de fechas memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees.


Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa.


Esta carne tiene una dureza y una consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. De esos que se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los campesinos descongelan y sazonan para la comida. En el aburridísimo documental que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y yo tengo a mi disposición un plazo de…


¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío.


Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policiaca con ese ánimo frágil de los convalecientes.


¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador “que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue”. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro.

Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náusea.


El aceite está empezando a hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea y salta y me quema. Así voy a quemarme yo en los apretados infiernos por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Pero, niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la penitencia, las perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido frecuentándolas me sujetarían ahora a un interrogatorio. Las casadas para cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse. Imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes, transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras entonces no te reconocerías, Casanova!


Dejo caer la carne sobre la plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo creyendo que es demasiado grande.


Y no es que me hayas defraudado. Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos, aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá en la pantalla la palabra “fin”.

¿Qué pasa? La carne se está encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito.


Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja blanca en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni al heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento en Nueva York, París o Londres. Sus affaires ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano al través de los grandes ventanales de su estudio.


Ah, el color de la carne es ahora mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza. Pero lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser suficiente para los dos? La estoy viendo muy pequeña.


Si ahora mismo me arreglara, estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con automóvil y todo. Maduro. Retirado. El único que a estas horas puede darse el lujo de andar de cacería.

¿Qué rayos pasa? Esta maldita carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle dado vuelta! Quemada de un lado. Menos mal que tiene dos.


Señorita, si usted me permitiera… ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso… Entonces no debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante. Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio. Sig-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido, que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme.


¿Y ahora qué? A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería de comportarse con conducta. Se enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé dónde puede seguir sacando tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón. Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación a comer fuera.


Es una posibilidad. Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada yacería, oculto, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría mucho de no mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco irresponsable, con proclividades a la frivolidad pero no como una tarada. Ésta es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después consecuente con ella, aunque sea inexacta.


Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme? Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en la etapa de no agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus propias experiencias. Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y… ja, ja, ja. ¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa, digo, en una cocinera fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda suelta a sus instintos maternales y echó a perder con sus mimos…

No, no le va a hacer la menor gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones.

Pero no es verdad, no es verdad. Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora.


Recapitulemos. Aparece, primero el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente expuesto al fuego, se consume hasta que no queden ni rastros de él. Y el trozo de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe.

¿Entonces? Mi marido también da la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco, cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y bruscamente se convierte en recuerdo y… Ah, no, no voy a caer en esa trampa: la del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada. Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la carne.

La carne no ha dejado de existir. Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que ha dado el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome, determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro.

Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada, hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia, las reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo.


Si asumo la otra actitud, si soy el caso típico, la femineidad que solicita indulgencia para sus errores, la balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que, en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios sino para asentir, y lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de sus caprichos. La receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ella confirmará mi certidumbre.


Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una rara avis. De mí se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo?


Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la locura.

Nuestra convivencia no podrá ser más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aun conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo le plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la Decisión Definitiva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo…

FIN


  • Autor: Rosario Castellanos

  • Título: Lección de cocina

  • Publicado en: Álbum de familia (1971)

 
 
 

Venían ya. Había imaginado muchas veces los pasos, distantes y livianos y después densos y próximos, reteniéndose algo en los últimos metros como una última vacilación. La puerta se abrió sin que hubiera oído el familiar chirrido de la llave; tan atento estaba esperando el instante de incorporarse y enfrentar a sus verdugos.

La frase se construyó en su conciencia antes de que los labios del alcaide la modularan. Cuántas veces había sospechado que solamente una cosa podía ser dicha en ese instante, una simple y clara cosa que todo lo contenía. La escuchó:

—Es la hora, Remi.

La presión en los brazos era firme pero sin maligna dureza. Se sintió llevado como de paseo por el corredor, miró desinteresado algunas siluetas que se prendían a las rejas y cobraban de pronto una importancia inmensa y tan terriblemente inútil, sola importancia de ser siluetas vivas que aún se moverían por mucho tiempo. La cámara mayor, nunca vista antes (pero Remi la conocía en su imaginación y era exactamente como la había pensado), una escalera sin apoyos porque con él ascendía el apoyo lateral de los carceleros, y arriba, arriba…

Sintió el redondo dogal, lo soltaron bruscamente, se quedó un instante solo y como libre en un gran silencio lleno de nada. Entonces quiso adelantarse a lo que iba a suceder, como siempre y desde chico adelantarse al hecho por vía de reflexión; meditó en el instante fulmíneo las posibilidades sensoriales que lo galvanizarían un segundo después cuando soltaran la escotilla. Caer en un gran pozo negro o solamente la asfixia lenta y atroz o algo que no lo satisfacía plenamente como construcción mental; algo defectivo, insuficiente, algo…

Hastiado, retiró del cuello la mano con la cual había fingido la soga jabonada; otra comedia estúpida, otra siesta perdida por culpa de su imaginación enferma. Se enderezó en la cama buscando los cigarrillos por el solo hecho de hacer alguna cosa; todavía le quedaba en la boca el sabor del último. Encendió el fósforo, se puso a mirarlo hasta casi quemarse los dedos; la llama le bailaba en los ojos. Después se estudió vanamente en el espejo del lavabo. Tiempo de bañarse, hablarle a Morella por teléfono y citarla en casa de la señora Belkis. Otra siesta perdida; la idea lo atormentaba como un mosquito, la apartó con esfuerzo. ¿Por qué no acababa el tiempo de barrer esos resabios de infancia, la tendencia a figurarse personaje heroico y forjar en la modorra de febrero largos acaeceres donde la muerte lo esperaba al pie de una ciudad amurallada o en lo más alto de un patíbulo? De niño: pirata, guerrero galo, Sandokan, concibiendo el amor como una empresa en la que sólo la muerte constituía trofeo satisfactorio. La adolescencia, suponerse herido y sacrificado —¡revoluciones de la siesta, derrotas admirables donde algún amigo dilecto ganaba la vida a cambio de la suya!—, capaz siempre de entrar en la sombra por el escotillón elegante de alguna frase postrera que le fascinaba construir, recordar, tener lista… Esquemas ya establecidos: a) la revolución donde Hilario lo enfrentaba desde la trinchera opuesta. Etapas: toma de la trinchera, acorralamiento de Hilario, encuentro en clima de destrucción, sacrificio al darle su uniforme y dejarlo marchar, balazo suicida para cubrir las apariencias, b) Salvataje de Morella (casi siempre impreciso); lecho de agonía —intervención quirúrgica inútil— y Morella tomándole las manos y llorando; frase magnífica de despedida, beso de Morella en su frente sudorosa, c) Muerte ante el pueblo rodeando el cadalso; víctima ilustre, por regicidio o alta traición, Sir Walter Raleigh, Alvaro de Luna, etc. Palabras finales (el redoblar de los tambores apagó la voz de Luis XVI), el verdugo frente a él, sonrisa magnífica de desprecio (Carlos I), pavor del público vuelto a la admiración frente a semejante heroísmo.

De un ensueño así acababa de tornar —sentado en el borde de la cama se seguía mirando en el espejo, resentido— como si no tuviera ya treinta y cinco años, como si no fuera idiota conservar esas adherencias de infancia, como si no hiciera demasiado calor para imaginar semejantes trances. Variante de esa siesta: ejecución en privado, en alguna cárcel londinense donde cuelgan sin muchos testigos. Sórdido final, pero digno de paladearse despacio; miró el reloj y eran la cuatro y diez. Otra tarde perdida…

¿Por qué no charlar con Morella? Discó el número, sintiendo que le quedaba aún el mal gusto de las siestas y eso que no había dormido, solamente imaginado la muerte como tantas veces de chico. Cuando descolgaron el tubo del otro lado, a Remi le pareció que el «Haló!» no lo decía Morella sino una voz de hombre y que había un sofocado cuchicheo al contestar él: «¿Morella?», y después su voz fresca y aguda, con el saludo de siempre sólo que algo menos espontáneo precisamente porque a Remi le llegaba con una espontaneidad desconocida.

De la calle Greene a lo de Morella diez cuadras justas. Con un auto dos minutos. ¿Pero no le había dicho él: «Te veré a las ocho en lo de la señora Belkis»? Cuando llegó, casi tirándose del taxi, eran las cuatro y cuarto. Entró a la carrera por el living, trepó al primer piso, se detuvo ante la puerta de caoba (la de la derecha viniendo de la escalera), la abrió sin llamar. Oyó el grito de Morella antes de verla. Estaban Morella y el teniente Dawson, pero solamente Morella gritó al ver el revólver. A Remi le pareció como si el grito fuera suyo, alarido quebrándose de golpe en su garganta contraída.

El cuerpo cesaba de temblar. La mano del ejecutor buscó el pulso en los tobillos. Ya se iban los testigos.

FIN

[1939]

  • Autor: Julio Cortázar

  • Título: Profunda siesta de Remi

  • Publicado en: Cuentos completos (1994)

 
 
 

Por cuarta vez en cuatro años se enfrentaban al dilema de qué regalo de cumpleaños llevar a un joven de juicio incurablemente perturbado. No tenía deseos. Para él, los objetos manufacturados por el hombre eran o bien colmenas del mal, vibrantes de maléfica actividad que sólo él era capaz de advertir, o vulgares consuelos sin utilidad alguna en el mundo de abstracción total en el que residía. Tras eliminar una serie de artículos que hubieran podido ofenderle o asustarle (cualquier cosa que se pareciera a un aparato, por ejemplo, la consideraba tabú), sus padres eligieron una fruslería delicada e inocente: una cesta con diez mermeladas diferentes en diez jarritas asimismo diferentes.


Cuando nació, llevaban ya casados un buen número de años; habían transcurrido veinte años desde entonces, y ahora eran ya bastante maduros. Con todo, ella había puesto todo cuidado en arreglarse su pelo cano. Llevaba siempre vestidos baratos, negros. A diferencia de otras mujeres de su edad (como la señora Sol, su vecina de al lado, cuyo rostro era una pura pintura rosa y malva, siempre protegido por un sombrero que era un racimo de flores silvestres), ella presentaba a la exigente luz de primavera un cutis blanco y completamente natural y un rostro absolutamente desnudo. Su marido, que en su país de origen había sido un hombre de negocios bastante próspero, dependía ahora por completo de su hermano Isaac, un verdadero americano desde hacía cuarenta años. Lo veían muy poco y le habían bautizado con el apodo de El Príncipe.


Aquel viernes por la tarde todo resultó mal. Hubo un fallo en la corriente eléctrica del metro entre dos estaciones, y durante un cuarto de hora todo lo que oyeron los viajeros fue el sumiso latido de sus corazones y el crujido de las hojas de periódico. Luego, tuvieron que esperar mucho tiempo al autobús que debía conducirles en la segunda etapa de su trayecto, y cuando por fin llegó, estaba atestado de escolares ruidosos. Llovía a cántaros por el camino pardo que hubieron de recorrer hasta llegar a la puerta del sanatorio. Al llegar allí, tuvieron que esperar de nuevo; y finalmente, quien apareció ante su vista, en lugar de su hijo, como era costumbre, arrastrando lentamente los pies (con su pobre cara toda cubierta de acné, mal afeitado, taciturno y confuso) fue una enfermera que ya conocían y por la que no sentían simpatía alguna, quien les explicó finalmente con todo lujo de detalles que su hijo había intentado quitarse de nuevo la vida. Ya se encontraba bien, dijo, pero una visita podía confundirle. El lugar tenía tan poco personal, las cosas se extraviaban o se traspapelaban tan fácilmente, que decidieron no dejar su regalo en la oficina sino llevárselo para traerlo consigo en la próxima visita.

Ella esperó a que su marido abriera el paraguas, y luego lo cogió del brazo. Él no dejaba de aclararse la garganta de un modo particularmente sonoro, como tenía costumbre cuando estaba especialmente disgustado. Llegaron al abrigo de la parada del autobús al otro lado de la calle y cerró el paraguas. Unos metros más lejos, bajo un árbol que goteaba lluvia y se mecía al viento, había un diminuto pájaro medio muerto que se debatía sin plumas e indefenso en un charco tratando de alzar el vuelo.


Durante el largo trayecto hasta la estación del metro, no intercambiaron palabra; y cada vez que contemplaba las manos ya viejas de su marido (las venas hinchadas, la piel con manchas pardas), cerradas y crispadas en torno al mango del paraguas, ella sentía la presión creciente de las lágrimas. Miró en torno suyo tratando de fijar su pensamiento en algo y, al hacerlo, sintió una especie de sobresalto, una mezcla de compasión y asombro, al darse cuenta de que uno de los pasajeros, una joven de cabello oscuro con las uñas de los pies pintadas de rojo sucio, lloraba en el hombro de una mujer mayor. ¿A quién se parecía aquella mujer? Se parecía a Rebeca Borisovna, cuya hija se había casado con uno de los Soloveichiks —en Minsk, hacía muchos años.

La última vez que lo había intentado, su método había sido, en palabras del médico, una obra maestra de inventiva e ingenio; lo habría conseguido de no ser por otro paciente envidioso que pensó que estaba aprendiendo a volar —e impidió que lo hiciera. Lo que realmente quería hacer era abrir un agujero en su mundo y escapar.


El sistema de sus delirios había sido objeto de un artículo muy elaborado en una revista científica, pero ya mucho antes, ella y su marido habían descifrado por sí mismos el mecanismo de su locura. «Manía referencial», la había llamado Herman Brink. En aquellos casos tan poco frecuentes, el paciente se imagina que todo lo que ocurre a su alrededor constituye una referencia velada a su personalidad y a su existencia. Excluye de su conspiración a las personas de carne y hueso, porque se considera mucho más inteligente que el resto de los hombres. La naturaleza fenoménica oscurece su paso allá por dondequiera que vaya. Las nubes del cielo que le observan en todo momento transmiten, por medio de una serie de signos lentos, mensajes con información increíblemente detallada concerniente a su persona. Cuando cae la noche, los árboles que gesticulan en la oscuridad discuten sus pensamientos más íntimos, por medio de un lenguaje manual. Las piedras, las manchas y también los rayos de sol forman esquemas y cuadros que representan de un modo obsesionante y espantoso mensajes que él debe interceptar. Todo es una cifra y él constituye el tema de todo. Algunos de los espías son observadores imparciales, como las superficies de cristal y las aguas inmóviles; otros, como los abrigos de los escaparates, son testigos interesados, prestos a lincharle; y hay otros (como el agua corriente, las tormentas) que están histéricos casi hasta la locura y tienen una opinión distorsionada de su persona y malinterpretan sus actos de forma grotesca. No puede bajar la guardia y debe dedicar cada minuto y cada módulo de su vida a descifrar las ondas de las cosas. El propio aire que respira está contabilizado y cifrado. ¡Si el interés que provoca estuviera tan sólo limitado a su entorno inmediato! Pero lamentablemente no es así. Con la distancia, los torrentes del escándalo salvaje aumentan de volumen y volubilidad. Las siluetas de sus corpúsculos sanguíneos, magnificadas miles de veces, vuelan por encima de vastas llanuras; y más lejos todavía, unas montañas inmensas de una solidez y de una altura intolerables contabilizan en términos de granito y de abetos crujientes la verdad última de su ser.


2.

Cuando emergieron del trueno y del aire pestilente del metro, los últimos residuos del día se mezclaban ya con las luces callejeras. Ella quería comprar un poco de pescado para cenar, por lo que le entregó la cesta con las mermeladas y le dijo que se fuera a casa. Él subió andando hasta el rellano del tercer piso y al llegar allí se acordó de que en algún momento del día le había dado las llaves a su mujer.

Se sentó en silencio en las escaleras y también en silencio se puso en pie cuando unos diez minutos más tarde llegó ella, subiendo penosamente los escalones, sonriendo débilmente, moviendo la cabeza regañándose a sí misma por su estupidez. Entraron en su humilde piso de dos habitaciones y él se dirigió al punto hasta el espejo. Estirándose las comisuras de la boca con los pulgares, con una mueca horrible como una máscara, se quitó la dentadura postiza ya inevitable e inexorablemente incómoda, y se tragó los colmillos de saliva que le conectaban con ella. Se puso a leer su periódico ruso mientras ella ponía la mesa. Sin dejar de leer se comió aquellas vituallas descoloridas que no necesitaban de dientes ni muelas. Ella conocía de memoria sus manías y guardaba silencio.

Cuando se hubo ido a la cama, ella permaneció en el cuarto de estar con su baraja de cartas gastadas y sus viejos álbumes. Al otro lado del estrecho patio donde la lluvia golpeaba en la oscuridad contra unos cubos de basura llenos de golpes y muescas, las ventanas estaban débilmente iluminadas y en una de ellas se veía a un hombre con pantalones negros y los brazos desnudos levantados, tumbado boca arriba en una cama sucia y sin hacer. Bajó la persiana y se puso a contemplar las fotografías. Cuando era todavía un niño de pecho parecía más sorprendido que el resto de los niños. Una niñera alemana que habían tenido en Leipzig y su novio se deslizaron de entre uno de los pliegues del álbum. Minsk, la Revolución, Leipzig, Berlín, Leipzig, la fachada inclinada de una casa muy desenfocada. Con cuatro años, en un parque, vergonzoso, testarudo, con el ceño fruncido, apartando la vista de una ardilla como lo hacía con cualquier cosa o persona que le resultara extraña. La tía Rosa, una anciana angulosa, de ojos alocados, nerviosa e inquieta, que había vivido en un mundo trémulo de malas noticias, bancarrotas, accidentes de ferrocarril, tumores cancerígenos, hasta que los alemanes la enviaron a la muerte, junto con toda la gente de la que se había preocupado. Seis años, entonces dibujaba unos pájaros maravillosos con manos y pies humanos, y padecía de insomnio como si fuera ya un hombre. Su primo, ahora un jugador de ajedrez famoso. Y de nuevo él, cuando tenía unos ocho años, y ya era difícil de entender, temeroso del papel de la pared del pasillo, temeroso de cierto dibujo de un libro que mostraba sencillamente un paisaje idílico con rocas sobre una colina y la rueda de un viejo carro que colgaba de la rama de un árbol sin hojas. A la edad de diez años: el año que abandonaron Europa. La vergüenza, la piedad, las humillantes dificultades, los niños, feos, malos, atrasados con los que compartía aquella escuela especial. Y luego llegó una época en su vida, que coincidió con una larga convalecencia después de una neumonía, cuando aquellas fobias suyas, que sus padres se habían empeñado en considerar meras excentricidades de un niño prodigiosamente dotado, se intensificaron de alguna manera hasta convertirse en una densa maraña de ilusiones interconectadas lógicamente, que le hicieron totalmente inaccesible a las mentes normales.


Esto, y mucho más, ella lo aceptaba, porque, después de todo, vivir no era sino la aceptación de la pérdida de una alegría tras otra, en su caso ni siquiera se trataba de alegrías, meras posibilidades de progreso. Pensó en las infinitas olas de dolor que por una u otra razón habían tenido que soportar ella y su marido; en los gigantes invisibles que herían a su niño de maneras inimaginables; en la cantidad incalculable de ternura que había en el mundo; en el destino de aquella ternura, la cual, o bien es aplastada, o desperdiciada, o transformada en locura; en niños abandonados hablándose a sí mismos en esquinas sucias; en bellos juncos que no pueden esconderse al labrador y que tienen que observar indefensos, sin poder hacer nada, cómo la sombra de su figura encorvada no deja sino flores marchitas a su paso, conforme va avanzando aquella oscuridad monstruosa.


3.

Era más de medianoche cuando, desde el cuarto de estar, oyó los gemidos de su marido; luego, entró tambaleándose, cubriéndose la bata con el viejo abrigo de cuello de astracán que le gustaba mucho más que el bonito albornoz azul que tenía.

—No puedo dormir —exclamó.

—¿Por qué? —le preguntó ella—. ¿Cómo es que no duermes? Estabas tan cansado.

—No me puedo dormir porque me estoy muriendo —dijo y se tumbó en el sofá.

—¿Te duele el estómago? ¿Quieres que llame al doctor Solov?

—No quiero ningún médico, nada de médicos —gimió—. ¡Al diablo con los médicos! Tenemos que sacarlo de allí a toda prisa. De otra manera seremos responsables de lo que le pase. ¡Responsables! —repitió y se acomodó en el sillón medio sentado, con los dos pies en el suelo, golpeándose la cabeza con el puño cerrado.

—Está bien —dijo ella tranquila—, mañana por la mañana lo traeremos a casa.

—Me gustaría tomar un poco de té —dijo su marido, y se retiró al cuarto de baño.

Agachándose con dificultad, ella recogió algunas cartas y una o dos fotografías que se habían deslizado del sofá al suelo: la jota de corazones, el nueve de picas, el as de picas, Elsa y su bestia amada…

Él volvió de buen humor y dijo a plena voz:

—Ya lo he organizado todo. Lo pondremos en nuestro dormitorio. Nosotros pasaremos por turnos media noche con él, y la otra media en este sofá. Por turnos. Traeremos al doctor para que lo vea dos veces por semana, cuando menos. No importa lo que diga El Príncipe. Además, no tendrá mucho que decir porque este arreglo le saldrá más barato.

Sonó el teléfono. Era una hora rara para que sonara el teléfono. Se le había caído la zapatilla izquierda y trató de alcanzarla con el talón y el dedo, ahí, de pie en medio de la habitación, mientras miraba a su mujer con expresión infantil y también desdentada. Como ella hablaba mejor el inglés que su marido, era ella la que contestaba las llamadas.

—¿Podría hablar con Charlie? —dijo la vocecilla inexpresiva de una chica.

—¿Qué número ha marcado? No. Se ha equivocado de número.

Con dulzura dejó el auricular en su posición inicial. Se llevó la mano a su corazón cansado.

—Me ha asustado —dijo.

Él esbozó una rápida sonrisa e inmediatamente volvió a su monólogo excitado. Lo irían a buscar tan pronto como se hiciera de día. Tendrían que guardar los cuchillos en un armario con llave. Incluso en sus peores momentos no constituía peligro alguno para la gente.

El teléfono volvió a sonar por segunda vez. La misma voz joven, inexpresiva y un poco angustiada preguntó por Charlie.

—Tiene el número equivocado. Creo que se confunde y marca la letra O en lugar del cero.

Se sentaron a tomar su inesperado té nocturno y festivo. El regalo de cumpleaños seguía sobre la mesa. Él sorbía el té con ruido; el rostro, ruborizado; de vez en cuando impartía un movimiento circular a su vaso alzado para que el azúcar se disolviera mejor. A un lado de la calva, allí donde tenía una gran marca de nacimiento se destacaba llamativa una vena hinchada y, aunque se había afeitado aquella mañana, en su barbilla se observaba una cerda plateada. Mientras ella le servía otro vaso de té, él se puso las gafas y volvió a examinar con placer las jarritas de luminoso color amarillo, verde, rojo. Sus torpes labios húmedos repetían los nombres de sus elocuentes etiquetas: albaricoque, uva, ciruelas claudias, membrillo. Había llegado a la manzana cuando volvió a sonar el teléfono.


FIN

  • Autor: Vladimir Nabokov

  • Título: Signos y símbolos

  • Título Original: Signs and Symbols

  • Publicado en: The New Yorker, 15 de Mayo de 1948

  • Traducción: María Lozano

 
 
 
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