top of page

Lecturas


Todavía era temprano para desayunar esa mañana del día siguiente a mi llegada. Pero Sanders ya estaba en el balcón del comedor cuando llegué. Estaba solo, de pie en un rincón, contemplando las montañas y las brumas.

Fui hacia él mascullando un saludo. Ni siquiera me respondió.

—¿Hermoso, no es cierto? —dijo, sin volverse.

Y lo era.

Tan sólo unos metros bajo el nivel del balcón las brumas ondulaban, lanzando olas fantasmales que rompían contra las piedras de su castillo. Un espeso manto blanco se extendía hasta donde alcanzaba la vista, envolviéndolo todo. Podía verse la cima del Duende Rojo, al Norte; una roca escarlata que, como aguzada daga, hendía el cielo. Pero eso era todo. Las otras montañas se hallaban bajo el nivel de las brumas.

Estábamos sobre las brumas: Sanders había mandado construir su hotel en la cima de la montaña más alta de la cadena. Nos encontrábamos flotando solos en el arremolinado océano blanco, en un castillo volante en medio de un mar de nubes.

Un Castillo de las Nubes en verdad. Así llamó Sanders al lugar. Era fácil ver por qué.

—¿Siempre es así? —pregunté a Sanders, después de observar durante un rato.

—Cada vez que se ponen las brumas —replicó—, dirigiéndome una sonrisa melancólica.

Era un hombre gordo, de rostro rubicundo y talante jovial. No era de los que sonríen con melancolía. Ahora, sin embargo, es lo que hacía.

Señaló al Este, donde el sol del Planeta de los Fantasmas se elevaba sobre las brumas y convertía en un espectáculo naranja y carmesí el cielo del amanecer.

—El sol —dijo—. Cuando se eleva, el calor empuja las brumas de vuelta hacia los valles. Las obliga a abandonar las montañas que conquistaron durante la noche. Las brumas caen y uno por uno los picos reaparecen. Hacia mediodía la cadena entera es visible: kilómetros y kilómetros de montañas. No existe nada parecido ni en la Tierra, ni en ningún otro lugar.

Sonrió nuevamente, y me condujo a una de las mesas diseminadas por la terraza.

—Y cuando se pone el sol, es a la inversa. Debe ver la salida de las brumas esta noche —dijo.


Nos sentamos, y un atildado camarero-robot vino rodando a servirnos tan pronto como las sillas le señalaron nuestra presencia. Sanders no hizo caso.

—Es la guerra, sabe usted —continuó—, la guerra eterna entre el sol y las brumas. Y las brumas llevan las de ganar. Cuentan con los valles, los llanos y las costas. El sol sólo con algunas cimas. Y sólo durante el día.

Se volvió hacia el robot y ordenó café para ambos, para entretenernos hasta que llegaran los otros. Debía ser recién hecho, por supuesto. Sanders no toleraba ni el café instantáneo ni sucedáneos en su planeta.

—Parece que se encuentra a gusto aquí —dije, mientras esperábamos el café.

—¿Acaso hay algo aquí que no me deba gustar? —Sanders rió—. El Castillo de las Nubes lo tiene todo. Buena comida, pasatiempos, juego, y todo el confort del hogar.

Además del planeta. Cuento con lo mejor de ambos mundos, ¿no es así?

—Eso creo. Pero la mayoría de la gente no piensa igual. Nadie viene al Planeta de los Fantasmas por el juego, ni por la comida.

Sanders asintió.

—Pero sí vienen algunos cazadores, que acosan a los gatos monteses y a los demonios de la llanura. Y de vez en cuando alguno viene por las ruinas.

—Tal vez así sea —dije—, pero representan la excepción, no la regla. La mayoría de sus invitados están aquí por una única razón.

—Por supuesto —admitió, sonriendo—. Por los fantasmas.

—Los fantasmas —repetí—. Tiene usted muchos atractivos aquí, caza, pesca y montañismo. Pero no es eso lo que atrae a los turistas. Vienen por los fantasmas.

En ese momento llegó el café; dos tazas grandes y humeantes, acompañadas de un jarro de crema espesa. Un café muy fuerte, caliente, y bueno. Después de semanas de sucedáneos, en la nave espacial, ese café era un verdadero estimulante.

Sanders lo sorbió con cuidado, y sus ojos me estudiaron por encima de la taza. Luego la dejó sobre la mesa pensativo.

—Y también usted ha venido por los fantasmas —dijo.

—Claro. A mis lectores no les interesa el paisaje, aunque sea espectacular. Dubowski y sus hombres están aquí para descubrir los fantasmas, y yo para informar de la búsqueda.

Sanders iba a responder, pero no tuvo oportunidad. Una voz precisa y afilada irrumpió en escena.

—Si es que hay algún fantasma que descubrir —dijo la voz.

Nos volvimos hacia la puerta de entrada a la terraza. El doctor Charles Dubowski, jefe del equipo de investigación para el Planeta de los Fantasmas, estaba parado en el pasillo, bizqueando ante la luz. Se había librado de algún modo de la bandada de asistentes que solía llevar a remolque dondequiera que iba.

Dubowski se detuvo un momento, y luego se acercó a nuestra mesa, apartó una silla y se sentó. El robot-camarero rodó de nuevo hasta donde estábamos.

Sanders observó al delgado científico con indisimulado desagrado.

—¿Qué le hace pensar que allí no hay fantasmas, doctor? —preguntó, mirando hacia fuera.

Dubowski se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—Sólo pienso que no hay suficiente evidencia —dijo—. Pero no se preocupe, nunca dejo que mis sentimientos interfieran con mi trabajo. Voy tras la verdad como cualquiera.

De modo que llevaré a cabo una investigación imparcial. Si hay fantasmas, los encontraré.

—O ellos a usted —replicó Sanders, con tono grave—, lo que puede no resultarle demasiado agradable.

—Oh, vamos, Sanders —Dubowski rió—. No tiene que ponerse tan melodramático sólo porque viva en un castillo.

—No se ría, doctor. Los fantasmas ya han matado gente. ¿Lo sabía?

—No tenemos pruebas de ello —dijo Dubowski—. Ninguna. Ni siquiera las hay de la existencia de fantasmas. Pero ése es el motivo que nos trajo. Encontrar pruebas, en uno u otro sentido. Pero bueno, estoy hambriento…

Se dirigió al robot-camarero, que había permanecido todo el tiempo allí, zumbando impacientemente.

Dubowski y yo ordenamos bistec de gato montés y una bandeja de galletas calientes recién amasadas. Sanders aprovechó las provisiones traídas de la Tierra por nuestra nave la noche anterior, y pidió una buena ración de jamón y media docena de huevos.

La carne de gato montés tiene un sabor del que la carne de la Tierra carece desde hace siglos. A mí me gustó mucho, aunque Dubowski dejó buena parte de su bistec sin comer. Estaba muy ocupado hablando.

—No debería descartar la existencia de los fantasmas tan rápido —había dicho Sanders una vez que el robot se hubo marchado con la orden—. Hay evidencias. Muchas.

Se han dado veintidós muertes desde el descubrimiento de este planeta. Y hay docenas de testigos oculares de apariciones.

—Es cierto —dijo Dubowski—. Pero yo no le llamaría evidencia. ¿Muertes? Sí, pero la mayor parte simples desapariciones. Probablemente gente que se cayó de una montaña, o que fue devorada por alguna alimaña o algo así. Imposible encontrar sus cuerpos en la niebla. Más gente desaparece a diario en la Tierra, y no se saca ninguna conclusión de ello. Aquí, cada vez que alguien desaparece, la gente pretende que fueron los fantasmas.

Lo siento, pero para a mí no me basta.

—Se han encontrado cuerpos, doctor —dijo Sanders en voz baja—, horriblemente mutilados. Y no por caídas o por gatos monteses.

Era mi turno para intervenir.

—Sólo cuatro cuerpos fueron recuperados, que yo sepa —dije—. Me he documentado extensamente al respecto.

—De acuerdo —concedió Sanders frunciendo el ceño—. ¿Pero qué pasó con esos cuatros casos? Se cuenta con evidencia bastante concluyente, si quieren mi opinión…

En ese momento llegó la comida, pero Sanders prosiguió mientras comíamos.

—La primera aparición, por ejemplo, nunca fue explicada satisfactoriamente. Me refiero a la expedición de Gregor.

Asentí. Dave Gregor había pilotado la nave que descubrió el Planeta de los Fantasmas, casi setenta y cinco años atrás. Sondeó con sus sensores a través de las brumas e hizo descender la nave en las planicies costeras. Luego envió patrullas a explorar.

Cada patrulla la integraban dos hombres bien armados. Pero en un caso volvió sólo uno de ellos, en estado histérico. Él y su acompañante se habían separado en la niebla y de pronto escuchó un grito que le heló la sangre. Cuando encontró a su compañero, ya estaba muerto. Pero había algo sobre su cuerpo.

El superviviente describió al agresor como algo similar a un hombre, de ocho pies de altura, y, en cierto modo, incorpóreo. Sostuvo que cuando le disparó la ráfaga pasó a su través. Luego la criatura vaciló, y desapareció entre las brumas.

Gregor envió otras patrullas a capturarla. Recuperaron el cadáver, pero nada más. Era difícil encontrar dos veces el mismo sitio sin instrumental especial, y más aún una criatura como la descrita.

De modo que la historia nunca pudo confirmarse. Sin embargo, cuando Gregor volvió a la Tierra causó sensación. Se envió otra nave para llevar adelante una búsqueda más minuciosa. No encontraron nada. Pero uno de los equipos de patrulla desapareció sin dejar rastro.

Así nació y pronto empezó a crecer la leyenda de los fantasmas de las brumas. Otras naves arribaron al Planeta, y unos cuantos colonos vinieron y se fueron. Un día llegó Paul Sanders y construyó su castillo a fin de que la gente pudiera visitar con seguridad el misterioso mundo de los fantasmas.

Y hubo más muertes y desapariciones, y muchas personas afirmaron haber tenido fugaces visiones de fantasmas apareciendo entre las brumas. Más tarde, alguien encontró las ruinas, que no son hoy más que bloques de piedra derrumbados, pero que alguna vez fueron estructuras de algún tipo (moradas de fantasmas, decía la gente).

Creo que existían pruebas. Algunas difíciles de rebatir. Pero Dubowski negaba firmemente con la cabeza.

—El caso Gregor no prueba nada —dijo—. Usted sabe tan bien como yo que este planeta nunca ha sido explorado a fondo. En particular las planicies, donde descendió la nave de Gregor. Es probable que haya sido algún tipo de animal que mató a ese hombre.

Un animal raro, originario de esa zona.

—¿Y qué me dice de lo manifestado por su acompañante? —preguntó Sanders.

—Histeria, pura y simple.

—¿Y las otras observaciones? Las ha habido en cantidad impresionante, no todos los testigos eran histéricos.

—No prueban nada —dijo Dubowski, moviendo la cabeza—. En la Tierra hay mucha gente que dice haber visto fantasmas y platillos volantes. Aquí, con estas malditas brumas, los errores y las alucinaciones son aún más explicables.

Señaló a Sanders con el cuchillo con el que untaba de mantequilla una galleta.

—Son estas brumas las que todo lo confunden. El mito de los fantasmas habría desaparecido hace tiempo si no fuera por las brumas. Hasta ahora, nadie tuvo el equipo o el dinero para llevar a cabo una investigación en profundidad. Nosotros lo tenemos. Y la haremos. Probaremos la verdad de una vez por todas.

—Si no se hace matar antes —dijo Sanders haciendo una mueca—. Puede que a los fantasmas no les guste ser investigados.

—No lo entiendo, Sanders —dijo Dubowski—. Si está asustado por los fantasmas y tan convencido de que andan por ahí rondando, ¿por qué ha vivido aquí tanto tiempo?

—El castillo fue construido incluyendo medidas de seguridad —dijo Sanders—. El folleto que enviamos a nuestros eventuales clientes las describe. Aquí nadie se siente en peligro. Una cosa es cierta, y es que los fantasmas no salen de las brumas. Estamos a la luz la mayor parte del día. Claro que en los valles es otra historia.

—¡Eso son tonterías, supersticiones! Si tuviera que adivinar diría que sus fantasmas de las brumas no son nada más que espectros de la Tierra trasplantados. Fantasmas de la imaginación. Pero no quiero adivinar: pienso esperar hasta ver los resultados. Entonces veremos. Si son reales, no podrán ocultársenos.

Sanders me miró.

—¿Y usted qué piensa? ¿Está de acuerdo con él?

—Yo soy periodista —dije, con tacto—. Estoy aquí para relatar lo que suceda. Los fantasmas son famosos, interesan a mis lectores. De modo que no tengo opinión personal. O, al menos, ninguna que me interese propagar.

Sanders cayó en un silencio malhumorado, y atacó el jamón y los huevos con vigor renovado. Dubowski desempeñó su papel y desvió la conversación hacia los detalles de la investigación que estaba planeando. El resto de la comida fue un despliegue de afanosas descripciones acerca de trampas para fantasmas, rutas de exploración, robots-sondas y sensores. Yo escuchaba con atención y tomaba nota mental para un artículo sobre el tema.

Sanders también escuchaba atentamente. Pero por la cara que ponía se podía decir que distaba de estar satisfecho con lo que oía.

Ese día no hubo mucho más. Dubowski pasó su tiempo en la pista espacial, construida sobre una pequeña meseta al pie del castillo, supervisando el desembarque de los instrumentos. Yo escribí un artículo acerca de sus planes para la expedición, y lo irradié a la Tierra. Sanders atendía sus clientes, y hacía todo lo que debe hacer un director de hotel, según creo.

Volví a salir a la terraza al ocaso, para ver el ascenso de las brumas.

Era la guerra, como decía Sanders. En el ocaso de las brumas, había visto al sol salir victorioso en la primera de las batallas cotidianas. Pero ahora el conflicto se reanudaba.

Las brumas empezaban a arrastrarse de nuevo hacia las cumbres a medida que descendía la temperatura. Tenues zarcillos de color grisáceo se deslizaban silenciosamente desde los valles, enroscándose alrededor de los picos dentados de las montañas como garras espectrales. Luego las garras se hacían más gruesas y fuertes, y en un momento habían arrastrado las brumas tras ellas.

La noche se tragaba una tras otra las rígidas cimas esculpidas por el viento. El Duende Rojo, el gigante del Norte, era la última montaña que se desvanecía en el creciente océano blanco. Luego, las brumas empezaron a envolver la terraza y a rodear el propio castillo.

Volví al interior. Sanders estaba parado ahí, al borde mismo de la puerta. Me había estado observando.

—Tenía usted razón —le dije—. Es hermoso.

Asintió.

—Sabe, no creo que Dubowski se haya tomado el trabajo de mirar —dijo.

—Estará ocupado, me imagino.

Sanders, suspiró.

—Terriblemente ocupado. Vamos, le invito a una copa.

El bar del hotel estaba tranquilo y oscuro, el tipo de atmósfera que propicia una buena charla. Cuanto más conocía del castillo, más me gustaba su dueño. Nuestros gustos se acordaban notablemente.

Encontramos una mesa en el rincón más oscuro e íntimo de la sala, y ordenamos tragos de una lista que incluía licores de una docena de mundos. Y hablamos.

—No parece muy contento de tener a Dubowski por aquí —dije, después que trajeron las bebidas—. Pero ¿por qué? Gracias a él se llena su hotel.

Sanders levantó la vista de su vaso, y sonrió.

—Es cierto, es la temporada baja. Pero no me gusta lo que él pretende hacer.

—Y pretende asustarlo para que se vaya…

La sonrisa de Sanders desapareció de su rostro.

—¿Fue tan transparente?

Asentí, y Sanders suspiró.

—No pensé que fuera a dar resultado —dijo. Bebió pensativo y agregó—: Pero debía intentarlo.

—¿Por qué?

—Porque sí. Porque sí le dejo destruirá este mundo. Cuando él y gente como él hayan terminado su tarea, no quedará un solo misterio en el Universo.

—Él sólo trata de encontrar algunas respuestas. ¿Existen los fantasmas? ¿Qué pasa con las ruinas? ¿Quién construyó? ¿Nunca trató de averiguarlo, Sanders?

Sanders apuró su copa, miró a su alrededor y llamó al camarero para pedirle otra. Aquí no había robots. Sólo personal humano. Sanders cuidaba el ambiente.

—Por supuesto —dijo, cuando tuvo su copa—. Todo el mundo se ha planteado esas preguntas. Por eso la gente viene al Planeta de los Fantasmas, y a mi castillo. Cada tipo que aterriza aquí trae la secreta esperanza de toparse con los fantasmas, y responder a las preguntas por sí mismo. Y como no lo hace, se mete de cabeza en las brumas y vagabundea por los bosques durante algunos días, o algunas semanas, sin encontrar nada. Pero ¿qué importa? Puede volver y seguir buscando. El sueño sigue en pie, con el romance, el misterio. Y, quién sabe, tal vez en uno de los viajes alcanza a percibir un fantasma a la deriva a través de las brumas. O algo que se le parezca. De ese modo regresará contento a casa, porque habrá participado de la leyenda. Habrá rozado un trocito de creación a la que todavía gente como Dubowski no arrebataron su maravilla y fulgor.

Se calló, mirando taciturno su copa. Luego, tras una larga pausa, prosiguió:

—¡Dubowski! ¡Bah! Me saca de quicio. Viene aquí con su nave llena de lacayos, su subvención de millones y todos sus artilugios para perseguir fantasmas. Y los encontrará. Eso es lo que me preocupa. Es decir, probará que no existen, y si los encuentra resultarán ser alguna clase de subhombres o animales o algo por el estilo.

Apuró de nuevo el contenido de su copa, rabioso.

—Y lo echará todo a perder. Arruinarlo, ¿me oye? Responderá a las preguntas con sus artilugios, y no dejará nada para nadie. No es justo.

Estaba sentado, bebiendo tranquilamente mi trago, sin decir nada. Sanders pidió otro.

Un pensamiento tonto me daba vueltas por la cabeza. Al final tuve que decirlo en voz alta.

—Si Dubowski responde a todas las preguntas —dije—, no habrá ya motivo para venir aquí. Usted deberá cerrar. ¿No será por eso que está tan preocupado?

Sanders me dirigió una mirada airada, y por un segundo pensé que iba a pegarme. Pero no lo hizo.

—Creí que usted sería diferente. Observó la puesta de las brumas, y comprendió. Al menos eso es lo que pensé. Pero seguramente me equivoqué.

Meneó la cabeza hacia la puerta.

—Largo de aquí —dijo.

Me levanté.

—Como quiera —dije—. Lo siento, Sanders, pero mi trabajo es hacer preguntas molestas como ésa.

No me hizo caso y abandoné la mesa. Cuando llegué a la puerta, me volví para mirar hacia el rincón. Sanders tenía los ojos fijos en su copa y hablaba solo, en voz alta.

—Respuestas —dijo, como si se tratara de algo obsceno—. Respuestas. Siempre necesitan encontrar respuestas. Las preguntas son mucho mejor. ¿Por qué no dejarlos en paz?

Me fui, dejándolo solo. Solo con su copa.

Las semanas siguientes fueron febriles, para la expedición y para mí. Dubowski se ocupó de las cosas en profundidad, era preciso reconocerlo. Había planeado su asalto al Planeta de los Fantasmas con meticulosa precisión.

Primero se levantaron mapas. Debido a las brumas, los mapas que había del Planeta eran muy incompletos para los criterios modernos. De modo que Dubowski envió una flotilla entera de robots-sonda en vuelo rasante sobre las brumas para extraerles todos sus secretos, con sofisticados artefactos sensoriales. Con la información, que llegaba a raudales, se confeccionó una detallada topografía de la región.

Hecho esto, Dubowski y sus asistentes utilizaron los mapas para ubicar cada observación de fantasmas registrada desde la expedición de Gregor. Antes de dejar la Tierra se había compilado y analizado una considerable cantidad de datos acerca de las apariciones. El uso riguroso de la incomparable colección de testimonios de la biblioteca del castillo completó las lagunas que quedaban. Como se esperaba, las observaciones se referían por lo común a sitios en los valles cercanos al hotel, único lugar del planeta habitado de modo permanente por humanos.

Cuando se hubo completado el plan, Dubowski dispuso sus trampas para fantasmas, distribuyéndolas sobre todo en las áreas donde se habían observado fantasmas con mayor frecuencia. También colocó algunas en regiones distantes y aisladas, incluyendo las planicies costeras en donde la nave de Gregor efectuó el primer contacto.

Las trampas no eran verdaderas trampas, por supuesto. Eran pilares de duralium, desproporcionadamente bajos, equipados con prácticamente todos los artefactos sensores y registradores conocidos por la ciencia de la Tierra. Para las trampas, las brumas no contaban. Si algún desafortunado fantasma se acercaba a la zona de detección, no tendría modo de escapar a la misma.

Mientras tanto, los robots-sondas eran llamados para ser revisados y programados, y luego enviados de nuevo al aire. Conociendo la topografía en detalle, las sondas podían ser dirigidas a través de las brumas en vuelos de patrulla a bajo nivel sin miedo de chocar con una montaña oculta. El equipo sensor que llevaban las sondas no era, por supuesto, igual al de las trampas, pero las sondas tenían un radio de acción mucho mayor, y podían cubrir miles de kilómetros cuadrados por día.

Por último, cuando hubo desplegado las trampas para fantasmas y los robots-sondas estaban en el aire, Dubowski y sus hombres se dirigieron en persona a los bosques en brumas. Cada uno de ellos llevaba una pesada mochila con artefactos de detección y registro. Los equipos de búsqueda humanos tenían más movilidad que las trampas, y aparatos más sofisticados que las sondas. Cubrían una zona distinta cada día, revisándolo todo en detalle y concienzudamente.

Los acompañé en algunas de esas incursiones, cargado con una mochila. Obtuve algunos datos interesantes; aunque no encontramos nada. Mientras buscábamos, me enamoré de los bosques de brumas. La literatura turística se complace en llamarlos «los horribles bosques del Planeta encantado». Pero no son horribles. No, realmente. Hay en ellos una rara belleza, para quienes saben apreciarla.

Los árboles son delgados y muy altos, con corteza blanca y hojas de color gris pálido.

Pero los bosques no carecen de color. Hay un parásito, una especie de musgo colgante, que es muy común, y que cae de las ramas altas en cascadas de verde oscuro y escarlata. Y hay rocas, y parras, y arbustos bajos repletos de deformes frutos de color rojizo.

Pero, por supuesto, no hay sol. Las brumas lo cubren todo. Se arremolinan y resbalan sobre uno mientras camina, acarician con manos invisibles y se aferran a los pies.

De vez en cuando, las brumas juegan con uno. La mayoría de las veces se camina a través de una espesa niebla, incapaz de ver más allá de unos cuantos pasos en cualquier dirección, aún los zapatos perdidos en la alfombra de niebla. Sin embargo a veces las brumas se hacen más densas de improviso, y no se puede ver nada en absoluto. Choqué contra más de un árbol cuando esto sucedía.

En otras ocasiones las brumas, sin motivo aparente, retrocedían súbitamente y dejaban a uno solo en medio de un claro, como un bolsón dentro de una nube. Era entonces cuando podía apreciarse el bosque en toda su grotesca belleza: una visión fugaz y pasmosa del país de nunca jamás. Tales momentos eran contados y de breve duración, pero imborrables. Permanecen en la memoria.

En esas primeras semanas tuve poco tiempo para caminar por los bosques, salvo cuando me unía a las expediciones, para hacerme una idea de las mismas. Por lo general, estaba ocupado escribiendo. Escribí una serie de artículos acerca de la historia del planeta, adornada por el relato de las apariciones más famosas. Escribí crónicas con el perfil de los miembros más interesantes de la expedición. Dediqué una a Sanders y a los problemas que encontró y resolvió para construir el Castillo de las Nubes. Redacté notas científicas acerca de la poco conocida ecología del planeta, y fragmentos literarios acerca de los bosques y las montañas. Expuse algunas hipótesis acerca de las ruinas y, finalmente, escribí sobre la caza de los gatos monteses y sobre montañismo, y acerca de los enormes y peligrosos lagartos que habitaban algunas de las islas alejadas de la costa.

Y, por supuesto, escribí acerca de Dubowski y sus investigaciones. Sobre este tema, llené resmas de papel.

Poco a poco, la búsqueda empezó a convertirse en una rutina y comencé a agotar la miríada de temas que ofrecía el Planeta de los Fantasmas. Mi línea de trabajo empezó a declinar. Tuve más tiempo para mí.

Fue entonces que empecé a disfrutar del Planeta de los Fantasmas. Inicié paseos diarios a través de los bosques, alejándome un poco más cada día. Visité las ruinas, y volé al otro lado del planeta para ver personalmente a los lagartos de los pantanos y no por medio de la holovisión. Entablé amistad con un grupo de cazadores y cobré un gato montés. Acompañé a otro grupo a la costa oeste, donde casi morí entre las garras de un demonio de las planicies.

Y también volví a conversar con Sanders.

En todo este tiempo, Sanders había ignorado casi por completo a Dubowski, a mí y a cualquier individuo conectado con la caza de fantasmas. Se dirigía a nosotros de mala gana cuando se veía obligado, nos despachaba a la brevedad, y dedicaba todo su tiempo libre a los otros huéspedes.

Al principio, después de la forma como me había hablado aquella noche en el bar, me preocupaba lo que pudiera hacer. Lo veía asesinando a alguien en las brumas, tratando de hacerlo aparecer como obras de los fantasmas. O acaso saboteando las trampas.

Estaba seguro de que intentaría algo para asustar a Dubowski o impedir al menos el desarrollo de su investigación.

Supongo que esto se debía a ver mucha holovisión. Sanders no hizo nada de eso. Tan sólo estaba de mal humor, nos miraba con rencor cuando nos cruzábamos en los corredores, y nos brindaba cooperación a regañadientes cuando era necesario.

Al poco tiempo, pese a todo, empezó a recobrar su amabilidad. No hacia Dubowski y sus hombres, sino hacia mí.

Presumo que se debía a mis caminatas por el bosque. Dubowski nunca salía de las brumas a menos que estuviera obligado, y en esos casos, lo hacía con desgana y volvía cuanto antes. Sus hombres seguían su ejemplo. Yo era el único comodín de la baraja.

Pero es que yo en realidad no formaba parte del mismo mazo.

Sanders se había dado cuenta, por supuesto. No se le escapaba nada de cuanto acontecía en su castillo. Volvió a hablar conmigo, cortésmente. Un día, por fin, incluso me invitó de nuevo a tomar unos tragos.

Habían pasado dos meses del inicio de la expedición. El invierno avanzaba sobre el planeta y el castillo, y el aire se tornaba frío y vivificante. Dubowski y yo nos encontrábamos en el comedor, rezagándonos con el café tras otra excelente comida.

Sanders se sentó en una mesa contigua, hablando con unos turistas.

No recuerdo qué discutíamos con Dubowski. Fuera lo que fuese, Dubowski se interrumpió en cierto punto por un escalofrío.

—Empieza a hacer frío aquí fuera —se quejó—. ¿Por qué no entramos?

A Dubowski nunca le atrajo demasiado la terraza comedor.

No estuve de acuerdo.

—No se está tan mal —dije—. Además, se acerca el ocaso, una de las mejores horas del día.

Dubowski volvió a estremecerse, y se levantó.

—Como guste —dijo—. Pero yo me marcho. No tengo ganas de coger un resfriado sólo para que usted pueda contemplar otra puesta de brumas.

Echó a andar. Pero no había dado tres pasos cuando Sanders saltó de su asiento, gritando como una bestia herida.

—Puesta de brumas —vociferaba—. ¡Puesta de brumas!

Lanzó una larga e incoherente catarata de obscenidades. Nunca había visto a Sanders tan enojado, ni siquiera cuando me echó del bar la primera noche. Estaba allí, temblando literalmente de rabia, con el rostro enrojecido y sus gruesos puños abriéndose y cerrándose a los costados.

Me levanté de un salto, y me puse entre los dos. Dubowski me miró. Aparecía desconcertado y asustado.

—¿Qué…? —iba a decir.

—Váyase para adentro —le interrumpí—. Váyase a su cuarto. Váyase al salón. Váyase a algún sitio. Váyase a cualquier parte, pero váyase de aquí antes que lo maten.

—Pe… pero… ¿qué pasó? ¿Qué hice? No…

—La puesta de brumas es por la mañana —le dije—. Por la noche, a la caída del sol, es su salida. Y ahora váyase.

—¿Eso es todo? ¿Pero por qué se puso tan… tan…?

—¡VÁYASE!

Dubowski movió la cabeza, como dando a entender que aún no comprendía lo sucedido. Pero se fue.

Me volví hacia Sanders.

—Cálmese —le dije—. Cálmese.

Dejó de temblar, pero sus ojos todavía echaban chispas a espaldas de Dubowski.

—Puesta de brunas —murmuraba—. Hace dos meses que ese bastardo está aquí, y todavía no sabe la diferencia entre la salida y la puesta de las brumas.

—Nunca se molestó en mirar —dije—. Ese tipo de cosas no le interesan. Él se lo pierde. No hay motivo para que usted se enoje.

Me miró, frunciendo el ceño. Finalmente asintió.

—Sí —dijo—. Tal vez esté en lo cierto. —Suspiró—. Pero «puesta de brumas…»

Demonios.

Hubo un silencio, luego dijo:

—Necesito un trago. ¿Me acompaña?

Asentí.

Nos instalamos en el mismo rincón oscuro de la primera noche, en la que debía ser la mesa favorita de Sanders. Ya se había despachado tres tragos cuando yo iba por el primero. Tragos largos. Todo en el Castillo de las Nubes era en grande.

Esta vez no discutimos. Hablamos acerca de la puesta de las brumas, de los bosques, y de las ruinas. Mencionamos los fantasmas, y Sanders me contó con cariño las historias acerca de las apariciones. Las conocía todas, por supuesto, pero no tal como las contaba Sanders.

En cierto punto, mencioné que había nacido en Bradbury en el curso de unas vacaciones de mis padres en Marte. Sanders abrió los ojos, y pasamos la hora siguiente contando chistes acerca de los terrícolas. También los había escuchado antes, pero como estaba un poco alegre por las copas, me parecieron todos bastante graciosos.

Luego de esa noche, pasé más tiempo con Sanders que con cualquier otra persona en el hotel. Para entonces creía conocer el Planeta de los Fantasmas bastante bien, pero Sanders me demostró que estaba equivocado. Me mostró lugares escondidos en los bosques que desde entonces me obsesionan. Me llevó a una isla pantanosa donde los árboles son de un tipo desconocido y se mueven en forma horrible aunque no sople viento. Volamos al lejano Norte a otra cadena montañosa donde los picos son más altos y están cubiertos de hielo, y a una meseta en el Sur en donde las brumas se derraman eternamente sobre los bordes en una fantástica imitación de las cataratas.

Yo seguía escribiendo acerca de Dubowski y su cacería de fantasmas. Pero había poco de nuevo para escribir, de modo que pasaba la mayor parte de mi tiempo con Sanders. No me preocupaba demasiado mi producción. Mi serie acerca del Planeta de los Fantasmas había tenido una excelente acogida en la Tierra y en la mayoría de las colonias, de modo que pensé que podía estar tranquilo.

Pero no fue así.

Apenas llevaba unos tres meses en el planeta cuando mi agencia me irradió un mensaje. En algunos sistemas de allí, en un planeta llamado Nuevo Refugio, había estallado una guerra civil. Me pedían que informara sobre ella. De cualquier manera, no había novedades en el Planeta de los Fantasmas, decían, puesto que la expedición de Dubowski se mantendría allí un año más.

Pese a lo que me gustaba ese planeta, aproveché la oportunidad. Mis artículos comenzaban a perder actualidad y sentía la falta de ideas. Lo de Nuevo Refugio prometía ser algo gordo.

Así que me despedí de Sanders, de Dubowski y del Castillo de las Nubes, di un último paseo por los bosques de brumas, y saqué un pasaje para la próxima nave que pasara.

La guerra civil de Nuevo Refugio parecía unos fuegos artificiales. Pasé menos de un aburrido mes en el planeta. El lugar había sido colonizado por fanáticos religiosos, pero el culto original se había escindido, y ambas partes se acusaban mutuamente de herejía.

Todo muy sórdido. El planeta en sí tenía el encanto de un suburbio marciano.

Me desplacé lo más rápido que pude, saltando de planeta en planeta, de reportaje en reportaje. En seis meses, me encontraba de vuelta a la Tierra. Se aproximaban las elecciones, y me vi envuelto en la campaña electoral. Era lo que necesitaba. La campaña era animada, y había un millón de historias en donde escarbar.

Pero en todo este tiempo me mantuve al tanto de las pequeñas noticias que llegaban del Planeta de los Fantasmas. Al final, tal como lo esperaba, Dubowski anunció una conferencia de prensa. Como residente honorario del planeta, me asignaron la tarea informativa, y enfilé hacia allí en la nave estelar más rápida que conseguí.

Llegué una semana antes de la conferencia, antes que nadie. Irradié a Sanders antes de coger la nave, y éste me esperaba en el aeropuerto espacial. Nos trasladamos al salón comedor, y nos trajeron unas bebidas.

—¿Y bien? —le pregunté, después de las formalidades—. ¿Sabe usted qué va anunciar Dubowski?

Sanders tenía un aire taciturno.

—Lo puedo suponer —dijo—. Recuperó todos sus malditos artefactos hace un mes, y ha estado comparando los registros en una computadora. Hubo un par de observaciones desde que usted nos dejó. Dubowski se trasladó horas después de cada una, y revisó el área a fondo. Nada. Eso es lo que va a anunciar, según creo. Nada.

Sacudí la cabeza.

—¿Tan malo es? Gregor tampoco halló nada.

—No es lo mismo —dijo Sanders—. Gregor no procedió igual que Dubowski. A éste la gente le creerá, diga lo que diga.

Yo no estaba tan seguro, e iba a decírselo cuando llegó Dubowski. Alguien debía de haberle informado de mi llegada. Vino dando zancadas, sonriente, me miró y se sentó con nosotros.

Sanders lo estudió, y luego observó su vaso. Dubowski dirigió toda su atención sobre mí. Parecía estar satisfecho de sí mismo. Me preguntó qué estuve haciendo desde que me fui. Se lo conté, y mostró su conformidad.

Por fin me decidí a preguntarle por sus resultados.

—Sin comentarios —dijo—. Para eso convoqué una conferencia de prensa.

—Vamos —dije—, he dado cuenta de sus tareas durante meses, mientras todo el mundo ignoraba la expedición. Creo que podría darme un adelanto. ¿Qué consiguió?

Titubeó.

—Bueno, de acuerdo —dijo, con dudas aún—. Pero no le dé publicidad todavía. Puede irradiarlo unas horas antes de la conferencia. Así tendrá la primicia.

Asentí con la cabeza.

—¿Qué es lo que halló?

—Los fantasmas —dijo—. Tengo los fantasmas, en un lindo paquete con un lazo. No existen. He reunido suficiente evidencia para probarlo sin sombra de duda.

Sonrió abiertamente.

—¿Sólo porque usted no encontró nada? —respondí—. Tal vez se ocultaban. Si son inteligentes, tal vez sean lo bastante listos. O tal vez escapen a la capacidad de detección de sus sensores.

—Vamos —dijo Dubowski—. Usted no creerá eso. Nuestras trampas para fantasmas están dotadas de todas las clases de sensores con los que podíamos contar. Si los fantasmas existiesen, deberían quedar registrados en alguna parte. Pero no existen.

Teníamos las trampas preparadas en las áreas donde tres de las llamadas apariciones de Sanders tuvieron lugar. Nada. Absolutamente nada. Prueba concluyente que la gente se imaginaba ver cosas, no seres vivientes.

—¿Y qué me dice de las muertes y desapariciones? —pregunté—. ¿Qué pasó con la expedición de Gregor, y otros casos típicos?

Su sonrisa se hizo más amplia.

—No puedo refutar todas las muertes, claro está. Pero nuestra búsqueda dio como resultado el hallazgo de cuatro esqueletos.

Sacó la cuenta con los dedos.

—Dos murieron en un desmoronamiento, y uno tenía marcas de garra de alimaña en los huesos.

—¿Y el cuarto?

—Asesinado —dijo—. El cuerpo fue enterrado en una fosa poco profunda, evidentemente por manos humanas. Un aguacero de verano lo dejó al descubierto.

Constaba en los registros como desaparecido. Estoy seguro de poder hallar los otros cadáveres, si buscamos lo suficiente. Y veremos que todos murieron de muerte natural.

Sanders levantó los ojos del vaso. Había amargura en su mirada.

—Gregor —testarudo—. Gregor y los otros casos clásicos.

La sonrisa de Dubowski se tornó satisfecha.

—Ah, sí. Rastreamos el área con sumo cuidado. Mi teoría era cierta. Encontramos una tribu de monos en las inmediaciones. Unas bestias enormes, como mandriles gigantes, de sucia piel blanca. No muy lograda como especie: hallamos sólo una pequeña tribu, y se están extinguiendo. Pero seguramente es lo que vio el hombre de Gregor, exagerando su relato.

Hubo un silencio. Luego habló Sanders, pero su voz sonaba abatida.

—Sólo una pregunta —dijo, en voz baja—. ¿Por qué?

Esto cogió a Dubowski de sorpresa, y la sonrisa desapareció de su rostro.

—Usted nunca lo entendió, Sanders, ¿no es cierto? —dijo—. Fue al servicio de la verdad. Para liberar este planeta de la ignorancia y la superstición.

—¿Liberar al Planeta de los Fantasmas? —dijo Sanders—. ¿Estaba acaso oprimido?

—Sí —contestó Dubowski—. Oprimido por mitos estúpidos, por el miedo. Ahora quedará libre, y abierto. Ahora podremos descubrir la verdad de esas ruinas sin leyendas oscuras acerca de fantasmas semihumanos que enturbien los hechos. Podemos abrir este planeta a la colonización. La gente no temerá venir y trabajar la tierra. Vencimos el miedo.

—¿Colonias, aquí? —Sanders parecía divertido—. ¿Va a traer ventiladores gigantes para dispersar las brumas, o qué? Ya hubo colonos aquí, y se marcharon: la tierra no es buena. Con todas esas montañas, no se puede cultivar. Por lo menos, no en escala rentable. No hay manera de sacar beneficios de la agricultura en este planeta. Además, hay centenares de colonias planetarias que necesitan gente. ¿Tenía tanta necesidad de que hubiera otra? ¿El Planeta de los Fantasmas debe convertirse en otra Tierra?

Sanders sacudió la cabeza con tristeza, terminó su trago, y prosiguió:

—Es usted el que no entiende, doctor. No se engañe. Usted no ha liberado al Planeta de los Fantasmas. Lo ha destruido. Le ha robado los fantasmas, y ha dejado un planeta vacío.

Dubowski sacudió la cabeza.

—Creo que está equivocado. Se encontrarán maneras justas y provechosas para utilizar este planeta. Pero aún si estuviera en lo cierto, bueno, lo siento. Lo importante para el hombre es el conocimiento. La gente como usted ha tratado de frenar el progreso desde el comienzo de los tiempos. Pero fracasaron, como ha fracasado usted. El hombre necesita saber.

—Puede ser —dijo Sanders—: Pero ¿es lo único que necesita? No lo creo así. Creo que también necesita misterio, poesía y romanticismo. Creo que necesita algunas preguntas sin respuesta, para hacerlo meditar e interrogarse.

Dubowski se puso de pie de manera repentina, y frunció el ceño.

—Esta conversación es tan inútil como su filosofía, Sanders. No hay lugar en mi Universo para preguntas sin su correspondiente respuesta.

—Pues vive usted en un Universo muy monótono.

—Y usted, Sanders, vive en el hedor de su propia ignorancia. Encuentre una nueva superstición si la necesita, pero no trate de engañarme con sus cuentos y leyendas. No tengo tiempo para fantasmas. —Se dirigió a mí—. Lo veré en la conferencia de prensa —dijo.

Pegó media vuelta y salió del salón a zancadas.

Sanders lo miró marcharse en silencio, luego giró su silla para observar las montañas.

—Están saliendo las brumas —dijo.

Luego se demostró que Sanders también estaba equivocado acerca de las colonias.

De hecho se estableció una, aunque no tenía nada de que vanagloriarse: algunos viñedos, unas pocas fábricas, y algunos miles de personas, todo controlado por un par de grandes compañías.

Los cultivos comerciales resultaron poco rentables, con una excepción, una uva local, gorda y gris, cada grano del tamaño de un limón. El Planeta de los Fantasmas tiene un sólo producto de exportación: un vino blanco ahumado con un sabor dulce persistente.

Lo llaman vino de las brumas, por supuesto. Me he acostumbrado a él con los años. Su sabor me recuerda vagamente la puesta de las brumas, y me hace soñar. Aunque eso se deberá a mí, no al vino. La mayoría de la gente lo aprecia poco.

Sin embargo, a escala secundaria, es un producto lucrativo. De modo que el Planeta de los Fantasmas sigue siendo un punto de parada regular en las rutas espaciales. Por lo menos, para las naves de carga.

Los turistas tiempo ha que se fueron. Sanders tenía razón en este punto. Paisajes los pueden conseguir más cerca de su casa, y más baratos. Venían por los fantasmas.

Sanders también hace tiempo que se ha marchado. Era muy testarudo y tenía poco espíritu práctico como para invertir en el negocio de vinos cuando tuvo la oportunidad, de modo que se quedó en su castillo hasta el final. No sé qué pasó luego, cuando el hotel se quedó sin clientes.

El castillo en sí todavía está allí. Lo vi hace algunos años, cuando me detuve un día en mi ruta hacia Nuevo Refugio por un reportaje. Se está derrumbando. Su mantenimiento es demasiado costoso. En pocos años más, no se distinguirá de las otras ruinas antiguas.

Por lo demás, el Planeta no ha cambiado mucho. Las brumas siguen saliendo con la puesta del sol, y se ponen al amanecer. El Duende Rojo sigue bello y erguido contra la luz temprana de la mañana. Los bosques siguen en su sitio, y los gatos monteses siguen aullando.

Sólo faltan los fantasmas.

Sólo los fantasmas.

FIN

Bayonne, New JerseyJune, 1971


  • Autor: George R. R. Martin

  • Título: Las brumas se ponen por la mañana

  • Título Original: With Morning Comes Mistfall

  • Publicado en: Analog Science Fiction/Science Fact, mayo de 1973

  • Aparece en: A Song for Lya and Other Stories (1976)

  • Traducción: Marcelo A. Sánchez

 
 
 

El comandante prusiano conde de Falsberg acababa de leer la correspondencia del día, con el cuerpo embutido en un blando sillón y los pies apoyados en el mármol de la elegante chimenea, donde las espuelas, durante los tres meses que los alemanes ocupaban el palacio de Uville, habían trazado surcos, más pronunciados cada día.

Una taza de café humeaba sobre un velador de marquetería, manchado por los licores, quemado por los cigarros, señalado por el cortaplumas del invasor, quien, acabando de afilar un lápiz, a veces trazaba sobre el mueble caprichosas cifras o dibujos para entretener sus ocios.

Cuando el mayor hubo repasado todas las cartas y periódicos alemanes que su ordenanza le llevó aquel día, levantóse, y después de añadir al fuego cuatro enormes leños verdes, porque aquellos conquistadores talaban poco a poco el jardín para calentarse, acercóse a la ventana.

Llovía a torrentes: una lluvia normanda que parecía lanzada por una mano furiosa; una lluvia diagonal, espesa como una cortina de agua, formando una especie de muralla con rayas oblicuas; una lluvia ruidosa y violenta, que todo lo inundaba; una verdadera lluvia de los alrededores de Ruán, ese orinal de Francia.

El militar contempló bastante rato los paseos inundados, y a lo lejos el Andelle, que se hinchaba, desbordándose; y repicaba con las yemas de los dedos en los cristales, recordando un vals del Rin, cuando un ruido le obligó a volver la cabeza: entraba el capitán, barón de Kelweingstein, segundo jefe del destacamento.

El mayor era un gigante; ancho de espaldas, muy barbudo, y su inmensa figura solemne le daba cierto parecido a un pavo con la cola erizada; un pavo militar que llevara la cola en la barba. Tenía los ojos azules, fríos, bondadosos, y en una mejilla la cicatriz de un sablazo que recibió en la guerra de Austria; estaba reputado como buena persona y buen militar.

El capitán, bajito, coloradote, ventrudo, llevaba muy recortada su barba roja, casi fosforescente. La mella dejada por dos dientes perdidos en una noche de amorosa conquista, sin que se hubiese dado cuenta de cómo le ocurrió aquel percance, le hacían lanzar las palabras tan confusas que no siempre resultaba cosa fácil entenderle; era calvo de la coronilla solamente, de modo que parecía un tonsurado, un fraile, con su vellón de pelo rizado y resplandeciente, alrededor de un círculo de piel desnuda.

El comandante le tendió una mano, y llevándose a los labios con la otra la taza de café, lo sorbió de un trago—era la sexta que tomaba ya en el día—, mientras el capitán daba el parte del servicio; luego, se acercaron los dos a la ventana, conformes en que aquello no resultaba muy agradable. El mayor, hombre tranquilo, casado, se acomodaba a todo; pero el capitán, bullicioso, calavera, mujeriego, rabiaba de verse condenado a obligada castidad en aquel destacamento solitario. Sonaron dos golpecitos en la puerta, el comandante contestó, y un hombre, uno de los soldados autómatas, asomóse, anunciando con su presencia solamente que estaba servido el almuerzo.

En la sala se habían reunido ya tres oficiales subalternos: un teniente, Otto de Growting; dos alféreces, Fritz Scheunaubourg y el marqués Wilhem de Eyrik, un rubito fiero y brutal con la tropa, despiadado con los vencidos, violento como un arma de fuego. Desde su entrada en Francia sus camaradas le llamaron mademoiselle Fifí. Obedecía este apodo a la coquetería de su expresión, a su talle, que parecía ajustado con un corsé; a la palidez femenina de su rastro, donde apenas asomaba el bozo naciente, y también a la costumbre que adquirió para mostrar su desprecio soberano hacia las personas y las cosas, de usar a cada punto la locución francesa Phi, phi, donc, pronunciándola con una especie de silbido.

El comedor del castillo de Oville era una regia estancia, cuyos hermosos espejos, acribillados por las balas, y cuyos antiguos tapices, hechos jirones a sablazos, denunciaban los entretenimientos de mademoiselle Fifí en sus ratos de ocio.

Colgaban de las paredes tres retratos de familia: un guerrero acorazado, un cardenal y un magistrado, en cuyas bocas había puesto el atrabiliario mozo largas pipas de porcelana, después de pintar bigotes con un carbón al retrato de una noble señora.

Los oficiales almorzaban silenciosos en aquella habitación ensombrecida por el aguacero, triste, con su aspecto de derrota, con su pavimento de maderas finas emporcado como el suelo de una taberna.

A los postres, cuando empezaron a beber y a fumar, hablaron, como todos los días, de su aburrimiento invencible. Pasaban de mano en mano las botellas de coñac y de licores, y todos, arrellanados en sus asientos, iban tomando sorbos de alcohol sin apartar de los labios la pipa, siempre pintarrajeada como para seducir a hotentotes.

Cuando vaciaban sus copas, llenábanlas de nuevo con un gesto de resignada fatiga. Mademoiselle Fifí rompía con frecuencia la suya, y un soldado le presentaba otra. El humo del tabaco los envolvía; parecían sumidos en una embriaguez soñolienta, en esa borrachera triste de las gentes que no tienen nada que hacer.

Pero de pronto, el barón se irguió, y, sacudiendo su laxitud, gritaba:

— ¡Dios de Dios! No es posible continuar así. ¡Inventaremos alguna cosa para divertirnos!

A un tiempo, el teniente Otto y el alférez Fritz, dos alemanes de fisonomías eminentemente alemanas, pesadotas y graves, preguntaron:

—¿Qué, mi capitán?

Este reflexionó un momento antes de contestar:

—¿Qué? Organicemos una fiesta, si el comandante lo permite.

El mayor, apartando su pipa de la boca, dijo:

—¿Qué fiesta, capitán?

El barón, aproximándose a él añadió:

—Todo corre de mi cuenta, mi comandante. El sargento nos traerá mujeres de Ruán; yo sé adonde puede ir por ellas. Prepararemos una magnifica cena y no faltará nada para pasar una noche divertida.

El comandante Falsberg, encogiéndote de hombros y sonriendo, repuso:

—Amigo mío, está usted loco.

Pero todos los oficiales, en pie, rodeando a su jefe, le suplicaban:

—Consienta lo que disponga el capitán, mi comandante; consiéntalo, ¡vivimos tan tristes aquí!

Al cabo, el mayor accedió:

—Sea —dijo; y al punto el barón hizo llamar al sargento.

Era un viejo soldado que no había siquiera sonreído nunca, pero que obedecía fanáticamente las órdenes de sus jefes, de cualquier clase que las órdenes fueran.

Cuadrándose, con rostro impasible, recibió las instrucciones del barón; luego salió, y a los cinco minutos, un coche de Administración militar partía bajo la lluvia inclemente, al trote de cuatro caballos.

En seguida, un estremecimiento de satisfacción animó todos los semblantes; las posturas lánguidas irguiéronse y hubo conversaciones vivas.

Aun cuando la lluvia torrencial continuaba cayendo con furia, al mayor le parecía el cielo más claro; el teniente Otto afirmaba que la tormenta cedía. Mademoiselle Fifí mostrábase inquieto, levantándose y sentándose a cada instante. Sus ojos, claros y crueles, buscaban algo que destrozar. De pronto, fijándose en el retrato de la dama, el joven rubio sacó su revólver:

—Tú no verás lo que aquí suceda —exclamó.

Y apuntando cuidadosamente, puso dos balas en los ojos del retrato.

Luego añadió:

—¡Hagamos una mina!

Y, bruscamente, las conversaciones se interrumpieron, como si un suceso interesante se apoderara de todas las atenciones.

La mina era invención de mademoiselle Fifí, su manera de destruir, su entretenimiento favorito.

Al abandonar su palacio campestre, el conde Amoys de Uville, no pudo llevar consigo ni esconder nada, salvo la plata, que dejó oculta en el hueco de un muro. Como era muy rico y vivía con magnificencia, su gran salón, contiguo al comedor, era semejante a una galería de museo.

Las paredes estaban cubiertas de cuadros al óleo, acuarelas y dibujos de gran precio, mientras que sobre los muebles, en ménsulas y en elegantes vitrinas, mil preciosidades: figuras de Sajonia, estatuitas, ídolos chinos, marfiles antiguos, vasos de Venecia poblaban la estancia con abundante variedad.

Ya quedaba poco de todo aquello. No porque lo hubiesen robado: el mayor, conde de Falsberg, no lo hubiese consentido; pero mademoiselle Fifí de cuando en cuando preparaba una mina, y todos los oficiales, con tal diversión, espantaban el tedio durante cinco minutos.

El marquesito fue a buscar lo que necesitaba y volvió con una preciosa tetera de China, que llenó de pólvora; introduciendo por el pitorro una mecha, encendióla y fue a dejar la máquina infernal en el salón.

Al volver cerró la puerta. En pie, con el rostro risueño y con infantil curiosidad, aguardaban todos en silencio, y cuando la explosión hubo estallado, precipitáronse a la puerta.

Mademoiselle Fifí entró el primero, palmoteando con gozo delirante ante una Venus de barro cocido que se había quedado sin cabeza; todos cogían fragmentos de porcelana, examinando los destrozos nuevos, y el mayor contemplaba, sin perder su paternal expresión, los estragos hechos en la regia estancia por las minas de mademoiselle Fifí, que hacían añicos tantas obras de arte. Se adelantó a todos, diciendo bondadosamente:

—Ha salido muy bien esta vez.

Pero tal cantidad de humo de pólvora había entrado en el comedor, mezclándose con el humo del tabaco, que apenas era posible respirar. El comandante abrió la ventana, y todos los criados, que le habían seguido para beber la última copita de coñac, se acercaron.

El aire húmedo entró en la habitación, arrastrando una especie de agua menuda que roció las barbas, y un olor de inundación. Miraban los árboles próximos agobiados por la tormenta, el ancho valle cubierto de bruma y, a lo lejos, el campanario de la iglesia, como una punta gris, asomando entre las nubes blancas.

Desde la invasión, las campanas de la iglesia no habian sonado. Era la única resistencia que los dominadores encontraban allí: el campanario. El cura no se negaba a dar de comer y alojar a los prusianos; algunas veces hasta bebió una botella de cerveza o de burdeos en compañía del comandante del destacamento enemigo, que solía emplearle como pacífico mediador; no obstante, no había que pedirle ni una sola vibración de la campana: primero se dejaría fusilar. Así protestaba contra la invasión: con el silencio, única protesta propia de un sacerdote que profesa la piedad, y, en diez leguas a la redonda, todo el mundo alababa la firmeza de su actitud, el heroísmo del padre Chantavoine, que protestaba públicamente contra los invasores con el obstinado mutismo de la iglesia.

El pueblo entero, entusiasmado por aquella resistencia, estaba dispuesto a sostener hasta el fin a su párroco, arrostrándolo todo por él, considerando la tácita protesta como salvaguardia del honor nacional. Creíanse los campesinos de aquella comarca más beneméritos de la patria que Belfort y Estrasburgo; consideraban su ejemplo equivalente al denuedo mayor, y digno de la inmortalidad y, aparte de esto, todo se lo consentían a los prusianos vencedores.

El comandante y los oficiales reían de aquel tesón inofensivo, y como toda la comarca mostrábase humilde y servicial con ellos, toleraban sin esfuerzo aquel mudo patriotismo.

Solamente el marquesito Wilhem deseaba subir al campanario y tocar. Le desesperaba la condescendencia política de su jefe para con el párroco, y todos los días suplicaba al comandante que le dejase hacer «din-don-don» una vez siquiera, sólo un poquito, para divertirse un rato. Y suplicaba con insistencias felinas, con halagos femeninos, con dulzuras de querida hostigada por un deseo, pero el comandante no accedió nunca, y mademoiselle Fifí se consolaba preparando minas en el palacio de Uville.

Los cinco militares permanecieron junto a la ventana, silenciosos, durante algunos minutos, respirando la humedad. El teniente Fritz dijo al cabo, riendo:

—No está el tiempo muy a propósito para que salgan de paseo esas damas.

Cada uno se fue a sus obligaciones, y el capitán quedó encargado de los preparativos para la cena.

*

Al anochecer volvieron a reunirse, y les hizo mucha gracia verse todos acicalados y resplandecientes, como en los días de gala y revista; muy acepillados muy peinados, muy perfumados. Los cabellos del comandante parecían menos grises que por la mañana, y el capitán habíase afeitado, conservando solamente sus bigotes rojos, que parecían dos llamas bajo su nariz.

A pesar de la lluvia, dejaron abierta la ventana, y siempre había uno asomado para escuchar mejor. A las seis y diez minutos el barón anunció un lejano ruido. Todos se precipitaron: al fin vieron aparecer el coche con los cuatro caballos al galope, llenos de barro, sudorosos, humeantes.

Y se apearon cinco mujeres, cinco guapas mozas, elegidas cuidadosamente por un amigo del capitán, a quien el sargento había llevado la carta.

No se habían hecho rogar, seguras de ser bien pagadas, conociendo bastante a los prusianos, después de tres meses de trato continuo con los invasores y acostumbradas a todo.

—Son cosas del oficio —decíanse las unas a las otras en el coche, para contestar acaso a ciertos escrúpulos de con ciencia.

Entraron en el comedor iluminado, en el cual resaltaban, más lúgubres aún que de día, los miserables destrozos; y la mesa llena de manjares, de vajilla fina y cubiertos de plata, encontrados al fin en el agujero del muro donde los ocultó su dueño, daban a la estancia las apariencias de un escondrijo de salteadores que cenan después de un saqueo. El capitán, radiante de gozo, se apoderó de las mujeres como de algo que fuera suyo; las examinaba, las besaba, las olfateaba, las avaloraba conforme a los méritos que descubría; y cuando los jóvenes quisieron adjudicarse una hembra, se opuso con autoridad, ofreciéndose a distribuirlas equitativamente, según la categoría de cada cual, y que no padecieran los fueros de la ordenanza.

Luego, para evitar discusiones y para que no le acusaran de parcialidad, las puso en fila, ordenándolas por estaturas, y dirigiéndose a la más alta, dijo con voz de mando:

—¿Tu nombre?

La moza respondió:

—Pamela.

Y el capitán repuso:

—Número uno: la llamada Pamela se le adjudica al comandante.

Besó a la segunda, Blondina, para corroborar su pertenencia, y entregó al teniente Otto la gruesa Amanda; Eva, al alférez Fritz, y la más pequeña, Raquel, una morena muy joven, con ojos negros, una judía cuya nariz respingona confirmaba la raza, al más joven de los oficiales, al marquesito Wilhem de Eyrik.

Todas eran bonitas y carnosas; no se diferenciaban mucho sus facciones y nada su expresión, adquirida en las prácticas del amor cotidiano y en la existencia común de la casa pública.

Los tres jóvenes pretendieron retirarse al punto con sus hembras pretextando que iban a darles cepillos y jabón para limpiarse; pero el capitán se opuso prudentemente, afirmando que las mozas podían sentarse a la mesa como estaban, y si alguno subía con la suya, luego tendría la pretensión de cambiar, turnando las otras parejas. Su experiencia le aconsejó. Limitáronse todos a besuquearlas con afán, para entretener sus impaciencias.

De pronto, Raquel tosió fuertemente, ahogándose, arrojando humo por las narices. El marqués, acercándose a ella para darle un beso en los labios, habíale hecho tragar una bocanada de humo de tabaco. Ella no se disgustó ni dijo una palabra, mirando fijamente a su dueño, mientras brillaba la cólera en el fondo de sus ojos negros.

Sentáronse. Hasta el comandante se mostraba satisfecho. Colocado entre Pamela y Blondina, dijo al desdoblar la servilleta:

—El capitán ha tenido una idea feliz.

Los tenientes Otto y Fritz, atentos con las mozas como si las creyesen verdaderas damas, las intimidaron un poco; pero el barón de Kelweingstein, familiarizado con el vicio, lanzaba frases obscenas, radiantes, bajo su corona de cabellos rojos. Galanteaba en francés del Rin, y sus finezas tabernarias, como escupidas por el hueco de sus dientes rotos, llegaban a las mozas rociadas con saliva.

Ellas no entendían los discursos del capitán, y su inteligencia sólo se mostraba despierta cuando el barón vomitaba palabras lúbricas o frases crueles, deformadas por su acento. Entonces reían como locas, inclinándose bruscamente sobre sus vecinos, repitiendo las palabras más torpes y soeces, borrachas ya, recobrando sus costumbres de lupanar, besando a derecha e izquierda, pellizcando, gritando, bebiendo en todos los vasos, cantando coplas francesas y trozos de canciones alemanas, aprendidas en su roce constante con el enemigo.

Pronto los hombres, también embriagados por aquella carne fresca y femenina, que se mostraba impúdicamente a sus ojos y ofrecíase a sus manos, enloquecieron, gritaron, echaron al aire platos y copas, mientras a su espalda, soldados impasibles continuaban sirviendo la mesa.

Sólo el comandante guardó compostura.

Mademoiselle Fifí, sentando sobre sus rodillas a Raquel, procuraba exaltarse, ya besando sus cabellos negros y absorbiendo el dulce calor de su piel rosada y tibia, ya pellizcándola rabiosamente, haciéndola chillar, dominado por una ferocidad odiosa, por su instinto de destrucción. Con frecuencia también la oprimía entre sus brazos, como si quisiera fundirse con ella, y apoyaba largo tiempo sus labios en la boca fresca de la judía, besándola con ardor; pero de pronto la mordió con tanta rabia, que un hilo de sangre, corriendo por la barba de la moza, goteaba en su vestido.

Una vez más ella le miró frente a frente, lavándose la herida y murmurando:

—Esto se paga.

Él, riendo con una risa cruel, dijo:

—Lo pagaré.

Sirvieron los postres, descorcharon el champaña. El comandante se levantó y con la misma solemnidad que hubiera empleado para brindar por la emperatriz, brindó por las mozas. Y siguieron los brindis: galanterías de soldado y de tahúr, bromas obscenas, más brutales aún al ser expresadas en un idioma mal conocido.

Levantáronse uno tras otro, esforzándose por aparecer graciosos y divertidos, y las mujeres, del todo borrachas, con los ojos extraviados y las bocas pastosas, aplaudían a rabiar.

El capitán, queriendo imprimir a la orgia un carácter galante, alzó una vez más la copa, y se dispuso a brindar.

—Por nuestras victorias amorosas.

Entonces, el teniente Otto, especie de oso de la selva negra, se levantó, inflamado, saturado de bebida, y dominado bruscamente por el patriotismo alcohólico, gritó a su vez:

—Por nuestras victorias en Francia.

A pesar de su borrachera, las mujeres enmudecieron; sólo Raquel, agitada y violenta, exclamó:

—Conozco franceses en cuya presencia no repetirías lo que has dicho.

Pero el marquesito, que la tenía sentada sobre sus rodillas, riendo a carcajadas, muy alegre, repuso:

—¡Je, je, je! No he visto franceses desde que invadimos a Francia, porque al llegar nosotros… ¡huyen!

La moza, estremecida, le arrojó al rostro estas palabras:

—¡Mientes, cochino!

Durante un segundo el oficial fijó en ella sus ojos claros, como los fijaba en los objetos que solía destruir a tiros de revólver para entretenerse; luego, riendo, añadió:

—Vamos a ver, nena mía: ¿estaríamos nosotros aquí si ellos fueran valientes? —y animándose, prosiguió—: Somos los dueños; Francia es nuestra.

Raquel, levantándose bruscamente de las rodillas del oficial, sentóse de nuevo en la silla. El marquesito se puso en pie, y tendiendo su vaso hasta el centro de la mesa, dijo:

—¡Nuestra es Francia y nuestros los franceses; nuestros los bosques, los campos, las casas: todo es nuestro aquí!

Los otros, completamente borrachos, movidos por un repentino entusiasmo bélico y brutal, cogieron sus copas, vociferando:

—¡Viva Prusia! —y las vaciaron de un sorbo.

Las mozas no protestaron, enmudecidas y acobardadas. Raquel, impotente para contestar como hubiera querido, callóse también.

El marquesito apoyó en la cabeza de la judía una copa de champaña, y añadió:

—Para nosotros las mujeres de Francia.

Irguióse Raquel tan violentamente, que derramó el dorado líquido, bautizando su pelo negro. El cristal se hizo pedazos. Con los labios temblorosos, desafiaba la mirada del oficial, que seguía riendo, y con la voz ahogada por la cólera, balbució:

—¡Mentira! No son vuestras las mujeres de Francia.

El marquesito sentóse para reír más cómodamente, y, entre risas, pronunciaba, imitando el acento parisiense:

—¡Muy graciosa, muy graciosa! ¿Pues a qué viniste sino a eso, niña?

Raquel no entendió bien al pronto; pero cuando, ya repuesta de su turbación, pudo apreciar el valor de aquellas palabras, vociferó indignada, vehemente:

—¿Yo? Yo no soy una mujer, soy una prostituta, lo más que merecen los prusianos: una prostituta.

No había terminado la última palabra cuando la mano del marqués golpeó su rostro; y como le viese alzándola de nuevo contra ella, loca de rabia, cogió un cuchillo de punta que había sobre la mesa, y abalanzándose con rapidez, lo clavó en el cuello del oficial, atravesándole la garganta; él quedó vacilando, con una mirada terrible.

Todos lanzaron un rugido y se levantaron tumultuosamente; pero habiendo empujado su silla entre las piernas del teniente Otto, que dio una tremenda caída, Raquel pudo acercarse a la ventana, y saltando al jardín, se perdió bajo la lluvia, entre la sombra de la noche.

Mademoiselle Fifí agonizaba; murió en pocos minutos. Fritz y Otto querían vengarle asesinando a las mujeres, que se arrodillaban a sus pies. El mayor, con toda su autoridad, pudo apenas evitar una carnicería; hizo encerrar en un cuarto a las cuatro mozas; luego, como si dispusiera los soldados para un combate, organizó la caza de la fugitiva, seguro de recobrarla.

Cincuenta hombres fustigados por terribles amenazas, salieron a recorrer el jardín, y doscientos registraron los bosques y todas las casas del valle.

La mesa, de donde los ordenanzas retiraron todo el servicio, en un instante se había convertido en lecho mortuorio; y los cuatro militares, rígidos, ya serenos, permanecían en pie junto a las ventanas, con los ojos amenazadores, fijos en el oscuro misterio de la noche.

La lluvia torrencial seguía sin cesar; mezclábanse los murmullos del agua que cae y del agua que corre. De pronto, resonó un tiro, después otro, y durante cuatro horas oyéronse de cuando en cuando, próximas o lejanas, detonaciones, voces de aviso, palabras de contraseña.

Por la mañana, todos regresaron. Habían sido muertos dos soldados y heridos tres por sus propios camaradas, en el ardor de aquella cacería, en el espanto de aquella persecución nocturna.

Pero nadie había encontrado a Raquel.

Entonces aterrorizaron a todos los habitantes de los contornos, desmantelaron sus casas, recorrieron una y otra vez los mismos parajes. No fue posible hallar ni rastro de la judía.

Advertido el general, mandó echar tierra sobre aquel asunto para que no se propagara el mal ejemplo, y castigó al comandante, quien a su vez castigó a los oficiales. El general había dicho:

—No hacemos la guerra para divertirnos y entretenernos con mujeres públicas.

Y el conde de Falsberg, exasperado, resolvió hallar venganza en sus dominios.

Como necesitaba un pretexto para justificar sus tiranías, hizo llamar al cura y le ordenó que tocara la campana en el entierro del marqués de Eyrik.

Contra lo que sospechaba, el cura se mostró dócil, humilde, lleno de atenciones. Y cuando el cadáver de mademoiselle Fifí, conducido por soldados, precedido, seguido y rodeado por los soldados con las armas dispuestas para disparar al menor pretexto, salió del palacio de Uville camino del cementerio, la campana vibró; en su toque fúnebre notábase cierta expresión alegre, como si una mano amiga la estuviese acariciando.

Tocó al anochecer, y a la mañana siguiente, y todos los días; repiqueteó mucho. A veces, de noche, se la oía también, lanzando al aire sus vibraciones dulces, como muestra de alegría extraña, despertando sola, sin que nadie supiera por qué. Todos los campesinos la creyeron embrujada; nadie, exceptuando al cura y al sacristán, se acercó al campanario en lo sucesivo.

Y era que vivía una pobre moza debajo de la campana, en triste soledad, socorrida por el cuidado de los dos hombres.

Allí estuvo hasta que abandonaron el país las tropas alemanas. Luego, un día, pidió el cura la tartana del panadero, y la condujo hasta Ruán. Al despedirse de la moza, el sacerdote la besó; ella volvió a la casa pública de donde había salido, y cuya ama la creía muerta

Más adelante, un patriota sin prejuicios y amante de las honradas acciones la sacó de allí para premiar su noble brío. Y, al fin, encariñándose con su trato, se casó con ella, convirtiéndola en una señora que valió tanto como cualquiera otra

FIN

  • Autor: Guy de Maupassant

  • Título: Mademoiselle Fifí

  • Título Original: Mademoiselle Fifi

  • Publicado en: Gil Blas, 23 de marzo de 1882

 
 
 

Actualizado: 24 may


Allá en lo alto, coronando la cima herbosa de un montículo ondulado, cuyas laderas están tapizadas por los nudosos árboles de un bosque primordial, se alza la vetusta casona de mis ancestros. Desde hace siglos sus almenas han contemplado ceñudas los campos agrestes y salvajes que se extienden alrededor y que sirven de morada y fortaleza a la orgullosa edificación cuya honorable casta es aún más vieja que los muros cubiertos de musgo del propio castillo. Esos torreones antiguos, azotados por siglos de tempestades y corrompidos por el lento pero implacable paso del tiempo, constituyeron durante la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde sus pisoteados parapetos y empinadas almenas, barones, condes e incluso reyes han sido desafiados, sin que jamás llegaran a resonar en sus espaciosos salones las pisadas del invasor.

Pero todo ha cambiado desde aquellos años gloriosos. Una pobreza rayana en la mendicidad, unida a la soberbia de un apellido que impedía ganarse la vida en asuntos mercantiles, hizo que los vástagos de nuestra casta fueran incapaces de mantener sus propiedades en todo su esplendor; y las piedras desprendidas de los muros, la maleza que invadía los jardines, el foso seco y polvoriento, los patios de baldosas desgastadas, las torres medio derruidas carentes, como los suelos combados, de sus revestimientos de madera carcomidos por los gusanos, y los deslucidos tapices; todo ello parecía narrar una historia sombría acerca de pasadas grandezas. Con el devenir de los siglos, primero una, luego otra, las cuatro grandes torres fueron desmoronándose, hasta que al final tan sólo quedó una para albergar a los pocos y tristes descendientes de los antaño poderosos señores del condado.

Fue en una de las enormes y tenebrosas estancias de aquella torre que aún se mantenía erguida donde yo, Antoine, el último de los desdichados y malditos condes de C., vi por primera vez la luz del día, hace ahora noventa largos años. Dentro de esos muros, entre bosques tenebrosos y sombríos, rodeado de quebradas ásperas y grutas que se abrían en la falda de la colina, pasé los primeros años de mi atormentada existencia. Jamás conocí a mis progenitores. Mi padre había muerto a la edad de treinta y dos años, un mes antes de que yo naciera, debido a la caída de uno de los pedruscos que colgaban precariamente sobre los desolados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al dar a luz, mi cuidado y educación recayeron por completo en el único sirviente que quedaba, un hombre viejo y leal de considerable inteligencia que recuerdo que se llamaba Pierre[53]. Yo no era más que un chiquillo, y la ausencia de compañía que estos hechos trajeron consigo se vio aumentada por los extraños cuidados que mi vetusto guardián se tomaba para alejarme de los muchachos campesinos que moraban en las cabañas dispersas por las llanuras que se extendían a los pies de la colina. Por aquel entonces, Pierre siempre me decía que aquel trato discriminatorio se debía a mi noble cuna, que me situaba por encima de cualquier tipo de relación con los plebeyos. Ahora sé que su verdadero motivo era evitar que llegaran a mis oídos los cuentos de viejas que corrían acerca de la maldición de los de mi casta, murmuraciones que se contaban por las noches y que los simples aldeanos exageraban mientras cuchicheaban al resplandor del hogar que crepitaba en el interior de sus chozas.

Y así, en total soledad, obligado a buscar mis propias distracciones, pasaba las horas de mi niñez enfrascado en los viejos volúmenes que poblaban la biblioteca llena de sombras del castillo, y vagabundeaba sin rumbo ni propósito a través del bosque espectral y tenebroso que tapizaba la base de la colina. Tal vez a causa de tales compañeros, mi mente pronto se inundó de una extraña melancolía. Todos esos estudios y búsquedas que tenían que ver con lo oculto y oscuro de la naturaleza eran lo que más me llamaba la atención.

Poco se me permitió saber de mi linaje y, sin embargo, lo poco que pude descubrir por mis propios medios me sumía en una honda depresión. Quizá, en un principio, fuera debido a la manifiesta aversión de mi viejo preceptor a la hora de hablar de mis antepasados paternos lo que hizo que aumentaran esos miedos que siempre había sentido cada vez que se sacaba a colación la grandeza de mi casta; sin embargo, según fui madurando, pude recuperar ciertos fragmentos inconexos de conversaciones, que se escapaban sin voluntariedad alguna de entre los labios seniles que ya empezaban a traicionar a mi guardián, y que tenían algún tipo de relación con cierto acontecimiento que yo siempre había considerado insólito, pero que ahora adoptaba una significación espantosamente turbia. El hecho al que estoy aludiendo se refiere a la temprana edad en la que todos los condes de mi casta encontraban la muerte. Aunque siempre lo había considerado como algo consustancial a una familia poco longeva, más adelante me dio por meditar acerca de todas esas muertes prematuras. Y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que hablaba con frecuencia de una maldición secular que hacía que las vidas de mis antepasados no sobrepasaran la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo primer cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según afirmaba, había pasado de padre a hijo desde hacía muchas generaciones, y seguido al pie de la letra por cada depositario. Su contenido era de lo más inquietante y una lectura más detallada confirmó la gravedad de mis temores. Por aquel entonces, mi creencia en lo sobrenatural era firme y estaba muy arraigada, de otra manera habría desechado con burlas la increíble narración que se desplegaba ante mis ojos.

Los manuscritos me hicieron retroceder al siglo trece, cuando el viejo castillo que me servía de morada era una fortaleza temida e inexpugnable. Hablaban de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, un sujeto de no pocas habilidades, aunque apenas era más que un plebeyo; su nombre era Michel, aunque generalmente solían llamarle Mauvais, el Malvado, debido a su siniestra reputación. Había estudiado más de lo habitual para los de su clase, indagando en cosas como la Piedra Filosofal o el Elixir de la Eterna Juventud, y tenía una fama considerable en el conocimiento de los terribles secretos de la alquimia y la magia negra. Michel Mauvais tuvo un hijo llamado Charles, un joven tan eficiente en el manejo de las artes ocultas como él mismo, al cual solía conocérsele como Le Sorcier, o el Mago. Aquel par de sujetos, repudiados por las personas honestas, eran sospechosos de las prácticas más horrendas. Se rumoreaba que el viejo Michel había quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al Diablo, y también se señalaba a las puertas de aquellos dos en lo tocante a las incontables desapariciones de niños plebeyos de corta edad. Sin embargo, a pesar de la naturaleza oscura de ambos personajes, había cierta característica de humanidad entre ellos; el malvado viejo amaba a su retoño con furiosa intensidad, mientras que el joven sentía por su progenitor algo más que una simple devoción filial.

Una noche, el castillo sobre la colina se vio sumido en la más atroz de las confusiones ante la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el enardecido padre, invadió la morada de los brujos, sorprendiendo al viejo Michel Mauvais al cuidado de un enorme caldero que bullía con frenesí. Sin mediar causa justa, preso de una furia loca y embargado por la desesperación, el conde se abalanzó con ambas manos sobre el anciano mago y, cuando aflojó su abrazo mortal, éste había expirado. En ese mismo momento, los alegres sirvientes anunciaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia aislada y poco concurrida del enorme edificio, reconociendo demasiado tarde que la muerte del pobre Michel había sido en vano. Mientras el conde y sus acompañantes dejaban la mísera choza del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier apareció entre los árboles. La cháchara nerviosa de los criados más cercanos le puso al tanto de lo sucedido, aunque al principio no pareció darle importancia al destino de su progenitor. Luego, avanzando lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz queda pero espeluznante la maldición que desde entonces ha afligido a la casta de los C.:

«¡Que jamás un noble de tu estirpe asesinaalcance más edad de la que ahora tienes!»

exclamó, y, de repente, dando un salto hacia atrás, entre el bosque, sacó de su túnica una redoma que contenía un líquido incoloro, y se lo arrojó al rostro del asesino de su padre mientras desaparecía detrás de la negra cortina nocturna. El conde murió sin decir ni una palabra y fue sepultado al día siguiente, con poco más de treinta y dos años desde el día de su nacimiento. Jamás se encontró rastro del homicida, a pesar de que incansables grupos de campesinos registraron los bosques cercanos y los campos herbosos que rodeaban la colina.

Mas el tiempo y la ausencia de alguien que lo recordara diluyó de la memoria de la familia del conde todo lo concerniente a la maldición; así que cuando Godfrey, que inocentemente había causado la tragedia y era ahora el nuevo portador del título, murió atravesado por una flecha mientras cazaba, a la edad de treinta y dos años, nadie pensó en otra cosa que en la tristeza por tan desdichado suceso. Pero cuando, años después, el joven conde que le sucedía, cuyo nombre era Robert, fue hallado muerto en un prado de los alrededores sin motivo aparente, los campesinos empezaron a murmurar que su señor apenas acababa de celebrar su trigésimo segundo cumpleaños cuando la muerte lo había sorprendido prematuramente. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad; y así, durante siglos la ominosa lista seguía sin descanso: Henris, Roberts, Antones, Armands, arrebatados de vidas felices y virtuosas cuando apenas sobrepasaban la edad que tenía su desdichado ancestro al morir.

Que por entonces no me quedaban más de once años de vida parecía demostrado por las palabras que había leído. Mi vida, tan poco valorada hasta esos momentos, se hizo más y más preciada según avanzaban los días, y fui sumergiéndome progresivamente en los misterios de un mundo oculto de magia negra. En mi soledad, la ciencia moderna no me había influido y trabajaba como en la Edad Media, con el mismo empeño que el viejo Michel y el joven Charles se habían impuesto en el logro de la sabiduría demoníaca y alquímica. Y sin embargo, por mucho que leyera, no conseguía encontrar nada que aclarara la extraña maldición que pendía sobre los de mi casta. En ciertos momentos en los que regía con inusual lucidez, creía incluso poder encontrar explicación natural, culpando de las muertes tempranas de mis ancestros al infausto Charles Le Sorcier y a sus herederos; pero, tras descubrir, después de una meticulosa búsqueda, que no existía ningún descendiente conocido del alquimista, me vi obligado a retomar mis estudios ocultos y me esforcé de nuevo en pergeñar un encantamiento que liberara a mi linaje de su terrible carga. Al menos en una cosa me hallaba completamente decidido. Jamás me casaría, pues ya no existía ninguna otra rama activa de la familia, y de esta manera conmigo terminaría la maldición.

Cuando yo rozaba la treintena, el viejo Pierre fue reclamado por el más allá. Completamente solo le enterré bajo las piedras del patio por el que tanto le gustaba vagabundear en vida. De aquella forma fui dejado a mis solitarias meditaciones, la única criatura humana que ahora habitaba la enorme fortaleza, y en aquel aislamiento absoluto mi mente fue dejando de rebelarse en vano contra la maldición que pendía sobre mí, llegando casi a reconciliarse con el destino aciago que ya había golpeado a tantos de mis ancestros. Comencé a pasar la mayor parte del tiempo explorando las salas abandonadas y los ruinosos torreones del vetusto castillo, que los miedos juveniles me habían hecho evitar, y cuyos recintos, según me aseguró un día el viejo Pierre, no habían sido hollados por el pie humano desde hacía siglos. Muchos de los objetos que allí encontré eran de lo más sorprendentes y extraños. Mis ojos se posaron sobre antiguos muebles cubiertos por el polvo de las centurias y carcomidos por una larga exposición a la intemperie. Las telarañas brotaban con una profusión que jamás había contemplado antes, y unos murciélagos enormes agitaban sus alas esqueléticas y grotescas en el vacío de las desérticas tinieblas.

En cuanto a mi edad exacta, contando incluso los días y horas, llevaba el más cuidadoso balance, pues cada ir y venir del péndulo del majestuoso reloj de la biblioteca me hablaba claramente de mi existencia maldita. Por fin estuve cerca del plazo que durante tanto tiempo había esperado con aprensión. Puesto que la mayoría de mis antepasados habían perecido siempre un poco después de alcanzar la edad que el conde Henri tenía al morir, esperaba que en cualquier momento cayera sobre mí una muerte desconocida. No podía imaginar qué extraño final me tendría reservado el destino, pero al menos estaba dispuesto a que no me sorprendiera en una actitud temerosa o pasiva. Me apliqué con nuevas fuerzas al examen del viejo castillo y de todo lo que contenía.

El evento más importante de toda mi vida aconteció durante una de las excursiones de investigación más prolongadas que llevé a cabo en la zona desierta del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo creía el límite de mi estancia en este mundo, más allá de la cual no tenía ni la más mínima esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mayor parte de la mañana subiendo y bajando por las arruinadas escaleras de una de las torretas más devastadas y antiguas. Durante la tarde me dediqué a los niveles inferiores, descendiendo a lo que parecía ser una especie de mazmorra medieval o polvorín subterráneo de más reciente excavación. Mientras me deslizaba lentamente por el pasadizo abierto al pie de las escaleras, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto descubrí, a la luz de mi trémula antorcha, que un muro negro y rezumante de agua cortaba mi avance. Al darme la vuelta para retroceder sobre mis pasos, pose los ojos sobre una pequeña trampilla de la que sobresalía una argolla, justo debajo de mis pies. Me detuve y conseguí levantarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que manaban unos vapores perniciosos que hicieron chisporretear mi antorcha y me revelaron, bajo el oscilante resplandor, unos escalones de piedra. En cuanto la antorcha, con la que ahora apuntaba aquellas tinieblas repugnantes, volvió a arder con firmeza y libertad, acometí el descenso. Había muchísimos peldaños y conducían directamente a un angosto pasaje de piedra que yo supuse muy por debajo del nivel del castillo. Este pasadizo resultó ser de una gran longitud, y finalizaba en una inmensa puerta de roble, rezumante de humedad e inmune a todos mis esfuerzos por abrirla. Al cabo dejé de intentarlo, y me encaminaba de nuevo hacia las escaleras cuando, de repente, sufrí una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda soportar la mente humana. Sin previo aviso, escuché cómo la pesada puerta que ahora tenía a mi espalda rechinaba sobre sus herrumbrosos goznes. Mis sensaciones subsecuentes escapan de todo análisis. El verme en un lugar completamente abandonado, como yo creía que era aquel vetusto castillo, y descubrirme ahora ante la prueba de la existencia de un hombre o espíritu, provocaba en mi cerebro el espanto más terrible que uno pueda imaginar. Cuando por fin me di la vuelta y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron de salirse de sus órbitas ante lo que veían. Bajo la vetusta arcada gótica se erguía una figura humana. Se trataba de un hombre tocado con un solideo y envuelto en una larga túnica medieval de tonos oscuros. Sus exuberantes cabellos y su frondosa barba eran de un terrible color negro intenso y de una extraordinaria abundancia. Su frente resultaba más ancha de lo normal; sus mejillas, hundidas, estaban llenas de arrugas; y tenía unas manos largas, con forma de zarpa, retorcidas, de una palidez tan mortífera y marmórea como jamás había visto antes en un ser humano. Su figura, tan descarnada como la de un esqueleto, estaba asombrosamente cargada de hombros y apenas era distinguible entre los vastos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero sus ojos eran lo más extraño de todo el conjunto, un par de simas de una negrura abisal que mostraban una profunda expresión de sabiduría y un grado inhumano de malignidad. Los mantenía ahora fijos en mi persona, perforando mi alma con su odio, clavándome al lugar en el que permanecía erguido. Por fin, la figura habló con una voz sorda que hizo que me estremeciera a causa de su opaca vacuidad y de su latente malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era esa especie de latín corrompido que solía utilizar el vulgo durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis profundos conocimientos de los tratados escritos por viejos alquimistas y demonólogos. La aparición habló de la maldición que pendía sobre los de mi casta, anunció la proximidad de mi muerte, hizo hincapié en el crimen perpetrado por mi ancestro contra el viejo Michel Mauvais y se regodeó en la venganza de Charles Le Sorcier. Me dijo cómo había conseguido escapar Charles en medio de la noche y cómo había regresado años más tarde para matar al vástago Godfrey con una flecha cuando tenía casi la misma edad que su padre al cometer el crimen; y cómo había retornado en secreto al condado y se había establecido secretamente en el desolado antro subterráneo bajo cuya arcada se encontraba ahora el espantoso narrador; y cómo había sorprendido a Robert, el hijo de Godfrey, en los prados, obligándole a ingerir el veneno y haciendo que pereciera a los treinta y dos años de edad, manteniendo así la hedionda profecía de su vengativa maldición. En este punto, me dejó fantasear acerca del misterio más extraño de todos: cómo había conseguido mantenerse la maldición después de que Charles Le Sorcier muriera de acuerdo a las leyes naturales, ya que el hombre empezó a divagar sobre ciertos estudios alquímicos de honda sabiduría que ambos magos, padre e hijo, habían llevado a cabo, extendiéndose particularmente en las investigaciones de Charles Le Sorcier sobre un elixir que le otorgaría una vida y juventud eternas.

Por un instante, el entusiasmo pareció borrar de sus terribles ojos aquel odio que en un principio los hechizaba, pero enseguida volvieron a brillar con todo su maligno resplandor y, con un espeluznante sonido semejante al siseo de una serpiente, el extraño alzó una redoma de cristal con la evidente intención de terminar con mi vida de la misma manera que seiscientos años atrás habían hecho con mi antepasado. Llevado por un instinto de autodefensa, logré romper el hechizo que me mantenía inmóvil y arrojé la agonizante antorcha sobre la criatura que amenazaba mi existencia. Oí cómo se rompía la redoma inofensivamente contra las losas del pasadizo al mismo tiempo que se prendía la túnica de aquella extraña criatura, alumbrando la espantosa escena con un grotesco resplandor. El grito de terror y maligna impotencia que lanzó el malogrado asesino resultó ser una prueba demasiado terrible para mis nervios, ya muy perturbados por entonces, y me desplomé sobre el suelo húmedo completamente desmayado.

Todo estaba pavorosamente oscuro cuando al fin recobré el conocimiento y, tras recordar lo sucedido, me estremecí ante la idea de tener que soportar aún más; y, sin embargo, la curiosidad acabó imponiéndose. ¿Quién, me pregunté a mí mismo, era aquel malvado personaje, y cómo se había internado entre los muros del castillo? ¿Por qué motivo quería vengar la muerte del pobre Michel Mauvais, y cómo se había ido transmitiendo la maldición durante las largas centurias que habían transcurrido desde la época de Charles Le Sorcier? El pavor que me había acosado durante años desapareció de repente, pues estaba seguro de que el hombre al que había abatido era el portador de los peligros que conllevaban la maldición; y ahora que me sentía libre, ardía en deseos de saber aún más acerca de la siniestra criatura que había acosado durante siglos a los de mi casta, y convertido mi propia juventud en una pesadilla interminable. Dispuesto a seguir con mi investigación, hurgué en mis bolsillos en busca de yesca y pedernal, y prendí la antorcha de repuesto que había traído conmigo. Al principio, la renacida luz mostró la forma ennegrecida y desfigurada del misterioso intruso. Sus terribles ojos estaban ahora cerrados. Descompuesto por la escena, me di la vuelta y penetre en la estancia que se abría al otro lado de la arcada gótica. Encontré allí una especie de laboratorio propio de un alquimista. En una de las esquinas había una pila inmensa de un metal reluciente y amarillo que lanzaba unos destellos suntuosos bajo la luz de la tea. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a examinarlo, ya que me sentía extrañamente afectado por la experiencia que había padecido. Al fondo de la estancia se abría una oquedad que daba a uno de los muchos y agrestes barrancos que se extendían en la oscura ladera boscosa de la colina. Fascinado, aunque sabedor de cómo había conseguido acceder aquel hombre al interior del castillo, me dispuse a regresar. Intenté pasar sin dirigir la mirada hacia los restos del intruso, pero, al aproximarme, creí percibir un apagado sonido procedente del cuerpo, como si su vida aún no se hubiera extinguido del todo. Aterrorizado, me volví para examinar la figura carbonizada y reseca que yacía en el suelo. Y entonces, con brusquedad, aquellos terribles ojos, más negros aún que el rostro calcinado del que sobresalían, se abrieron de par en par con una expresión que me resultó imposible descifrar. Los labios agrietados intentaron articular unas palabras que no pude reconocer del todo. En un momento dado capté el nombre de Charles Le Sorcier, y más adelante creí reconocer las palabras «años» y «maldición» brotando de aquella boca retorcida. A pesar de todo, fui incapaz de encontrarle sentido a su desmadejada plática. Ante la evidencia de mi desconocimiento, esos ojos profundos como simas relampaguearon una vez más con toda su malevolencia hacia mi persona, hasta el punto de que, a pesar de ver a mi enemigo completamente vencido, no pude evitar un escalofrío.

Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, irguió su espantosa cabeza del húmedo y chorreante enlosado. Recuerdo que en esos momentos, mientras yo estaba petrificado por el terror, aquel ser consiguió recuperar el habla, y con su último aliento vociferó las palabras que, desde entonces, habrían de obsesionarme durante todos los días y noches de mi existencia.

—¡Necio! —aulló—. ¿Acaso no puedes adivinar mi secreto? ¿Acaso no tienes el suficiente cerebro para reconocer la Voluntad que durante seis largos siglos ha consumado la terrible maldición que pesa sobre tu casta? ¿No te he hablado ya del poderoso elixir de la eterna juventud? ¿No sabes aún quién descubrió el secreto de la alquimia? ¡Te lo diré! ¡Fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo, que he subsistido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PUES NO SOY OTRO QUE EL MISMO CHARLES LE SORCIER!

FIN

  • Autor: H. P. Lovecraft

  • Título: El alquimista

  • Título Original: The Alchemist

  • Publicado en: The United Amateur, November 1916

  • Traducción: José María Nebreda

 
 
 
bottom of page