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Lecturas


Al cerrar los ojos percibí el olor del viento. Un airecillo de mayo con turgencias afrutadas. Ahí estaba la piel, y la pulpa, blanda y jugosa, y las semillas. La fruta reventó en el aire y las semillas, convertidas en una nube de blandos perdigones, dieron contra mi brazo desnudo. Atrás, sólo dejaron un dolor tenue.

—¿Qué hora es? —me preguntó mi primo. Como yo le llevaba casi veinte centímetros de estatura, me hablaba con el rostro alzado hacia mí.

Eché una ojeada al reloj de pulsera.

—Las diez y veinte.

—¿Va bien ese reloj? —me preguntó mi primo.

—Yo diría que sí.

Mi primo me tiró de la muñeca y observó el reloj. Sus dedos eran finos y suaves, más fuertes de lo que cabía esperar.

—Oye, ¿es caro?

—No, qué va. Es una baratija —contesté echándole otro vistazo a la esfera.

No hubo respuesta.

Al mirar a mi primo descubrí que me observaba con una expresión de desconcierto. Aquellos dientes blancos que le asomaban entre los labios parecían huesos atrofiados.

Es una baratija —repetí articulando bien cada sílaba y mirándolo a la cara—. Es una baratija, pero funciona muy bien.

Él asintió en silencio.

Mi primo es sordo de la oreja derecha. Justo al empezar primaria, una pelota de béisbol le dio en la oreja y su oído se resintió. Pero esto apenas supone un impedimento a la hora de llevar a cabo sus quehaceres diarios. Va a una escuela normal, su vida se desarrolla con normalidad. En clase, a fin de poder orientar hacia el profesor la oreja izquierda, se sienta siempre en el extremo derecho de la primera fila. No saca malas notas. Por lo que respecta a los ruidos ambientales, hay épocas en que los oye bastante bien y otras en las que no. Alternativamente, como el flujo y el reflujo de la marea. Y, muy de vez en cuando, a razón de una vez cada seis meses aproximadamente, pierde casi por completo la audición de ambos oídos. Como si el silencio de la oreja derecha se hiciera más profundo y acabara sofocando los sonidos de la oreja izquierda. Cuando esto sucede, como es lógico, deja de poder llevar una vida normal e incluso tiene que faltar durante un tiempo a clase. Por qué le ocurre semejante cosa no lo saben ni los médicos. Es un caso sin precedentes. Sin tratamiento posible.

—Que un reloj sea caro no quiere decir que sea bueno —dijo mi primo como si intentara convencerse a sí mismo—. El que yo tenía antes era bastante caro, pero funcionaba fatal. Me lo compraron al empezar secundaria, pero al año lo perdí y desde entonces no llevo. Como no han vuelto a comprarme otro…

—Pues debe de ser complicado apañárselas sin reloj, ¿no?

—¿Qué? —repuso mi primo.

—¿No es complicado eso de no llevar reloj? —repetí mirándolo a la cara.

—No tanto —contestó moviendo la cabeza en un ademán negativo—. Yo no vivo solo en medio de la montaña. La hora se la puedo preguntar a cualquiera.

—Sí, claro —dije.

Y volvimos a enmudecer durante unos instantes.

Era consciente de que debería ser un poco más amable con él, hablarle de esto y de lo otro. Intentar disipar el nerviosismo que sentía antes de llegar al hospital. Pero habían transcurrido cinco años desde que nos vimos por última vez. Durante esos cinco años, mi primo había pasado de los nueve a los catorce años, y yo, de los veinte a los veinticinco. Y ese lapso de tiempo había levantado entre nosotros una barrera opaca imposible de atravesar. Me esforzaba en pronunciar las palabras oportunas, pero éstas se negaban a acudir a mis labios. Y a cada balbuceo, a cada omisión, mi primo me miraba con expresión apurada. Con la oreja izquierda ligeramente vuelta hacia mí.

—¿Qué hora es? —me preguntó mi primo.

—Las diez y veintinueve —le contesté.

El autobús llegó a las diez y treinta y dos minutos.

El autobús era mucho más moderno que los de mi época de instituto. El cristal de la ventanilla del conductor era grande; parecía un enorme bombardero desprovisto de alas. Y estaba más lleno de lo que esperaba. No tanto como para que hubiese gente de pie en el pasillo, pero lo suficiente para que no pudiéramos sentarnos juntos. Así que optamos por permanecer de pie ante la salida posterior. De todas formas, el trayecto no era demasiado largo. Lo que yo no lograba explicarme era por qué había tanta gente a aquella hora. El autobús iniciaba su trayecto en una estación de los ferrocarriles privados, recorría una urbanización de la zona alta y volvía a la estación: a lo largo del camino no había ningún lugar de interés turístico ni ninguna institución. Había algunos colegios y, a la hora de ir a la escuela, el autobús estaba siempre lleno, pero a mediodía no tendría por qué estarlo tanto.

Mi primo se agarró con una mano a la barra y yo, a la correa que colgaba del techo. El autobús brillaba, parecía recién salido de fábrica. Los metales relucían, sin una nube que los empañara, tan limpios que podías ver tu cara reflejada en su superficie. El tapizado de los asientos era tupido, y las señales de orgullo y optimismo características de las máquinas nuevas, eran evidentes, incluso, en cada uno de los pequeños tornillos.

Que el autobús fuera nuevo y que estuviese más lleno de lo que yo suponía me desconcertó. Tal vez hubiese cambiado de trayecto sin que yo lo supiera. Recorrí el interior del vehículo con ojos atentos, miré hacia fuera. Pero allí sólo encontré la apacible zona residencial de costumbre.

—Vamos bien con este autobús, ¿verdad? —me preguntó mi primo con inquietud. Tal vez le preocupara la expresión de desconcierto que asomaba a mi rostro desde que habíamos montado en el autobús.

—Sí, tranquilo —le dije, a medias para convencerme a mí mismo—. No hay equivocación posible. Es la única línea que pasa por aquí.

—Antes cogías este autobús para ir al colegio, ¿verdad? —me preguntó mi primo.

—Sí.

—¿Y a ti te gustaba la escuela?

—No mucho —le dije con franqueza—. Pero allí veía a mis amigos, e ir a clase tampoco era tan duro que digamos.

Mi primo reflexionó sobre lo que le había dicho.

—Y a esos amigos, ¿los ves todavía?

—No, ya hace mucho que no he vuelto a verlos —respondí eligiendo las palabras con cuidado.

—¿Y por qué? ¿Por qué no os veis?

—Porque vivimos muy lejos. —No era cierto, pero tampoco tenía otra explicación que darle.

Cerca de mí estaba sentado un grupo de ancianos. Habría unos quince en total. A ellos se debía, en realidad, que el autobús estuviera tan lleno. Los ancianos estaban todos muy morenos. Lucían un bronceado uniforme hasta en el cogote. Y todos, sin excepción, estaban delgados. La mayoría de los hombres vestía camisa gruesa de montaña, la mayoría de las mujeres, una blusa sencilla sin adornos. Sobre sus rodillas descansaban mochilas pequeñas, de esas que se llevan a las pequeñas excursiones a la montaña. Todos los ancianos presentaban un aspecto sorprendentemente parecido. Como si alguien hubiera sacado un cajón de muestras clasificado al detalle y lo hubiera traído tal cual. Pensándolo bien, era muy extraño. Rutas para ir a la montaña, a lo largo de aquella línea, no había ninguna. ¿Adónde diablos se dirigían? Agarrado a la correa, intenté dilucidarlo, pero no se me ocurrió ninguna explicación.

—¿Crees que esta vez me harán daño? —me preguntó mi primo.

—Pues no lo sé —dije—. Apenas he oído nada sobre el tratamiento.

—¿Y tú? ¿Has ido alguna vez al otorrino?

Sacudí la cabeza en ademán negativo. Ahora que lo pensaba, no había ido jamás, ni siquiera una sola vez en toda mi vida.

—¿Las otras veces te ha dolido mucho? —le pregunté.

—No, no tanto —contestó mi primo poniendo cara hosca—. No es que no me haya dolido nada, algunas veces me ha dolido algo. Pero no se puede decir que me hayan hecho un daño horroroso.

—Pues, entonces, esta vez irá igual. Por lo que dice tu madre, no parece que el tratamiento vaya a variar gran cosa.

—Pero si me hacen lo mismo de siempre, esta vez tampoco me curaré, ¿no?

—Vete a saber. A veces las cosas pasan así, por las buenas.

—¿Como si se descorchara una botella de repente? —dijo mi primo.

Le eché una rápida ojeada, pero en su rostro no advertí la menor sombra de sarcasmo.

—Con un médico distinto, todo es diferente y quizás un cambio en el tratamiento, por pequeño que sea, pueda tener una gran importancia. No debes desanimarte tan fácilmente.

—Yo no estoy desanimado —replicó mi primo.

—¿Harto, entonces?

—Pues sí, la verdad —suspiró—. Lo peor es el miedo. Lo más horrible, lo que más miedo me da, no es el dolor en sí, es imaginar el daño que pueden llegar a hacerme. ¿Me entiendes?

—Creo que sí —le respondí.

Aquella primavera me habían sucedido muchas cosas. Debido a una serie de circunstancias había dejado la pequeña agencia de publicidad de Tokio donde había trabajado los últimos dos años. Por esas mismas fechas, había roto con la chica con la que había estado saliendo desde la universidad. Un mes más tarde, mi abuela moría de cáncer de intestino y yo regresaba a esta ciudad, después de cinco años de ausencia, cargado sólo con una pequeña bolsa, para asistir a los funerales. Mi habitación seguía tal como yo la había dejado. En las estanterías se alineaban los libros que yo había leído, allí estaba la cama donde yo había dormido y el pupitre que había usado, los viejos discos que había escuchado. En aquella habitación todo estaba reseco, perdidos el color y el aroma que habían poseído en el pasado. Sólo el tiempo permanecía inalterado, de una manera casi prodigiosa.

Pensaba tomarme unos dos o tres días de descanso tras los funerales y, luego, regresar a Tokio. Tenía contactos y quería ver si se concretaban en un nuevo empleo. También quería mudarme, empezar de nuevo en un decorado distinto. Pero conforme pasaba el tiempo se me hacía más difícil ponerme en pie. No. Hablando con propiedad, aunque me esforzara en moverme, era incapaz de hacerlo. Encerrado en mi habitación, escuchaba mis viejos discos, releía las novelas que había leído mucho tiempo atrás, a veces arrancaba los hierbajos del jardín. No veía a nadie, no hablaba con nadie excepto con los miembros de mi familia.

Un día vino mi tía y me dijo que mi primo iba a iniciar un tratamiento en un nuevo hospital y que si podía acompañarlo. En realidad tenía que haber sido ella quien lo acompañara, pero le había surgido, según me explicó, un compromiso inexcusable. El hospital estaba cerca de mi antiguo instituto y yo conocía bien la zona, además, no tenía nada que hacer aquel día, así que no había ninguna razón para negarme. Mi tía me tendió un sobre con dinero diciendo que luego nos fuéramos a almorzar los dos juntos.

El motivo por el cual mi primo cambiaba de hospital era porque el tratamiento que recibía en el anterior no había surtido efecto. Peor aún, los periodos en que empeoraba eran cada vez más frecuentes. Cuando mi tía se quejó, el médico apuntó que las causas no pertenecían al ámbito de la medicina, que debían de hallarse en el entorno familiar, y ambos se enzarzaron en una pelea. Hablando con franqueza, nadie esperaba que el cambio de hospital propiciara una súbita mejoría en las condiciones auditivas de mi primo. Nadie lo formulaba en voz alta, claro está, pero lo cierto es que todo el mundo había perdido ya la esperanza de que se recuperara.

Mi primo y yo vivíamos cerca, pero, llevándonos como nos llevábamos más de diez años, jamás habíamos mantenido una relación muy estrecha. En las reuniones familiares, yo me limitaba a sacarlo a pasear o a jugar con él. A pesar de ello, los parientes empezaron a asociarnos el uno al otro. Empezaron a creer que él sentía un cariño especial por mí y que yo sentía, a mi vez, una debilidad especial hacia él. Durante mucho tiempo no entendí la razón. Pero, en aquel momento, al mirarlo con la cabeza un poco ladeada y la oreja izquierda vuelta hacia mí, me sentí extrañamente conmovido. Como el rumor de la lluvia oído largo tiempo atrás, aquella postura envarada caló en mi corazón. Y creí adivinar por qué nuestros parientes se empeñaban en asociarnos el uno al otro.

Cuando el autobús hubo efectuado siete u ocho paradas, mi primo volvió a alzar inquieto los ojos hacia mí.

—¿Falta mucho todavía?

—Sí, tranquilo. El hospital es muy grande, es imposible que nos pasemos de largo.

Yo miraba distraídamente cómo el aire que entraba por las ventanillas hacía ondear con dulzura la visera de los sombreros y los pañuelos anudados al cuello de los ancianos. ¿Quién diablos era aquella gente? ¿Y adónde diablos iba?

—Oye, ¿vas a trabajar en la empresa de mi padre? —me preguntó mi primo.

Lo miré sorprendido. Su padre, es decir, mi tío, poseía una imprenta bastante grande en Kobe. Pero yo jamás había contemplado la posibilidad de trabajar en ella. Tampoco me habían hecho ninguna propuesta en ese sentido.

—A mí nadie me ha dicho nada —dije—. ¿Por qué?

Mi primo enrojeció.

—Se me ha ocurrido, así, sin más —respondió—. Pero a mí me gustaría. Así te quedarías aquí. Y todo el mundo estaría contento.

La voz pregrabada anunció por los altavoces la siguiente parada de autobús, pero nadie apretó el botón solicitándola. Tampoco se veía a nadie en la calle esperando.

—Es que tengo cosas que hacer en Tokio —dije.

Mi primo asintió en silencio.

«En realidad, no tengo nada que hacer en ninguna parte. Pero el último lugar donde puedo estar es aquí».

Conforme el autobús fue subiendo la cuesta de la montaña, las hileras de edificios se hicieron más escasas. El tupido ramaje de los árboles arrojaba una densa sombra sobre la calzada. Empezaron a aparecer casas de estilo extranjero, de paredes pintadas y vallas bajas. El aire era fresco. Cada vez que el autobús tomaba una curva, el mar aparecía bajo nuestros ojos para desaparecer a continuación. Mi primo y yo fuimos siguiendo con la mirada el paisaje hasta llegar al hospital.

Mi primo me dijo que la visita sería larga y que no me necesitaba, que lo esperara en alguna parte. Tras dirigir un breve saludo al médico, salí de la sala de consulta y me dirigí a la cafetería. Aquella mañana apenas había desayunado y tenía el estómago vacío, pero en el menú no encontré nada que me despertara el apetito. Al final, pedí sólo un café.

Era un día laborable por la mañana y en el comedor, aparte de mí, únicamente había una familia. El que debía de ser el padre era un hombre cuarentón, con un pijama a rayas azul marino y unas zapatillas de plástico. La madre y las dos niñas pequeñas, gemelas, estaban de visita. Las dos gemelas vestían idénticos vestidos blancos y ambas estaban inclinadas sobre la mesa con cara muy seria tomándose un zumo de naranja. Las heridas o la enfermedad del padre no parecían ser graves y en el rostro de todos, tanto en el de los padres como en el de las hijas, se reflejaba el aburrimiento.

Al otro lado de la ventana se extendía el césped. El sistema de aspersión giraba ruidosamente esparciendo sobre la hierba gotas de blancos destellos. Dos pájaros de largas colas y chillido estridente cruzaron el césped en línea recta para desaparecer, al instante, de mi campo visual. En un extremo de la extensión de hierba había unas canchas de tenis, sin redes, y no se veía un alma en ellas. Más allá de las pistas había unas hileras de olmos y, a través de las ramas, se divisaba el mar. Aquí y allá, pequeñas olas centelleaban al sol de principios de verano. El viento que soplaba a través de los árboles hacía oscilar las hojas verdes de los olmos y desviaba levemente la regular aspersión del sistema de riego.

Tuve la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en algún otro lugar. Un amplio cuadro de césped, dos gemelas tomando zumo de naranja, unos pájaros de larga cola que volaban a alguna parte, el mar asomando tras unas pistas de tenis sin red… Pero se trataba de una ilusión. Era una sensación terriblemente vívida e intensa, pero yo sabía que no era más que una ilusión. Era la primera vez que pisaba aquel hospital.

Apoyé los dos pies en la silla de delante, respiré hondo y cerré los ojos. En la oscuridad vi una masa blanca. Se dilataba y contraía en silencio como un microorganismo bajo la lente del microscopio. Mutaba y se multiplicaba, se dispersaba y volvía a agruparse.

Hacía ochos años que había ido a aquel hospital. Un pequeño hospital junto al mar. Por las ventanas de la cafetería sólo se veían unos laureles. El edificio era viejo y olía siempre a lluvia. Habían operado del pecho a la novia de un amigo mío y habíamos ido a visitarla los dos. Eran las vacaciones estivales del segundo año de instituto.

No fue una intervención quirúrgica importante. Sólo le corrigieron la posición de una costilla que, de nacimiento, ella tenía ligeramente desplazada hacia dentro. Tampoco se trató de una operación de urgencia, sino de una de esas operaciones ineludibles que, ya que tienes que hacértela un día u otro, te la quitas de encima en cuanto puedes. La intervención en sí fue muy breve, pero después tuvo que hacer reposo, así que permaneció hospitalizada unos diez días. Nosotros dos fuimos a verla al hospital montados en una Yamaha 125 c.c. A la ida condujo él, a la vuelta, yo. Me había pedido que lo acompañara. «No quiero ir solo al hospital», me dijo.

Mi amigo se pasó por la confitería que había enfrente de la estación y compró unos bombones. Yo me agarraba con una mano a su cinturón mientras, con la otra, asía la caja de los bombones. Aquel día hacía calor y nuestras camisas se empaparon enseguida de sudor para, acto seguido, secarse al viento. Mientras conducía, mi amigo cantaba una cancioncita estúpida a voz en cuello. Aún recuerdo el olor de su sudor. Aquel amigo murió poco después.

La novia llevaba un pijama azul y, sobre los hombros, una fina bata que le llegaba hasta las rodillas. En la cafetería nos sentamos los tres a una mesa, nos fumamos unos Short Hope, bebimos Coca-Cola y comimos helados. Ella tenía mucho apetito y se tomó dos donuts espolvoreados con azúcar y un cacao con toneladas de nata. Ni siquiera después de zamparse todo eso pareció satisfecha.

—Aquí en el hospital te pondrás como una cerdita —dijo mi amigo, atónito.

—Bueno, ¿y qué? Estoy convaleciente, ¿no? —replicó ella secándose con una servilleta las yemas de los dedos, impregnadas de la grasa de los donuts.

Mientras ellos hablaban, yo contemplaba los laureles al otro lado de la ventana. Los arbustos eran tan grandes y tupidos que parecían un bosque. Se oía el rumor de las olas. La barandilla de la ventana estaba oxidada por el aire húmedo del mar. El ventilador que colgaba del techo, una auténtica pieza de anticuario, removía el aire caliente de la estancia. La cafetería olía a hospital. Incluso la comida y la bebida, como de común acuerdo, estaban impregnadas de ese olor. El pijama de la chica tenía dos bolsillos en el pecho. En uno llevaba un pequeño bolígrafo dorado. Cuando se inclinaba hacia delante, tras el escote de pico se veía un pecho liso y blanco al que no le había dado la luz del sol.

Mis recuerdos se detenían en este punto. Intenté recordar qué sucedió a continuación. Me tomé una Coca-Cola, contemplé los laureles, le vi el pecho y, ¿qué ocurrió después? Me removí sobre la silla de plástico y, con la mejilla apoyada en el cuenco de la mano, hurgué en los estratos más profundos de mi memoria. Como si intentara extraer un tapón clavando la punta del cuchillo en el corcho.

Yo aparté la mirada e intenté imaginar cómo los médicos le rasgaban la carne del pecho, cómo introducían los dedos enfundados en guantes de plástico, cómo le corregían la posición del hueso. Me pareció terriblemente irreal. Igual que una metáfora.

Sí. Luego hablamos de sexo. Fue mi amigo quien lo hizo. ¿Qué dijo? Posiblemente contó alguna anécdota referida a mí. Algún ligue frustrado o algo por el estilo. Sí, creo que se trataba de eso. Nada del otro mundo, en realidad. Pero lo exageró tanto que ella acabó riéndose a carcajadas. Incluso yo me reí. Mi amigo era muy bueno contando historias.

—No me hagas reír —dijo la novia con una mueca de dolor—. Al reír me duele el pecho.

—¿Dónde? —le preguntó mi amigo.

Ella se apretó, por encima del pijama, un punto en la parte interior del seno izquierdo, justo donde debía encontrarse el corazón. Mi amigo bromeó sobre ello y la novia volvió a reírse.

Miro mi reloj de pulsera. Son las once y cuarenta y cinco minutos y mi primo aún no ha regresado. Como se acerca la hora del almuerzo, el comedor ha empezado a llenarse. Una mezcla de sonidos diversos y de voces envuelve la estancia como si fuera una nube de humo. Regreso a mis recuerdos. Pienso en el pequeño bolígrafo dorado que la novia de mi amigo llevaba en el bolsillo del pecho.

… Sí. Con ese bolígrafo ella garabateó algo en una servilleta de papel. Hizo un dibujo. Pero el papel de la servilleta era demasiado blando y la punta del bolígrafo no se deslizaba bien por su superficie. Con todo, la novia de mi amigo dibujó una colina. En la cima había una casita. Dentro de la casita había una mujer durmiendo. Alrededor de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran éstos los que le provocaban el sueño.

—¿Y qué diablos son los sauces ciegos? —preguntó mi amigo.

—Pues esos árboles de ahí.

—Jamás he oído hablar de ellos.

—Es que me los he inventado yo —sonrió ella—. Los sauces ciegos tienen un polen muy fuerte, y cuando unas pequeñas moscas portadoras de ese polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda dormida.

La novia de mi amigo cogió una servilleta de papel y dibujó un sauce ciego. Era un árbol de tamaño similar a la azalea. Tenía flores, pero éstas estaban rodeadas de gruesas hojas verdes. Las hojas recordaban un ramillete de colas de lagartija. Los sauces ciegos no se parecían en absoluto a los sauces de verdad.

—¿Tienes tabaco? —me preguntó mi amigo. Le arrojé por encima de la mesa un paquete de Short Hope y una caja de cerillas empapados de sudor.

—Los sauces ciegos parecen pequeños, pero sus raíces son terriblemente profundas —explicó ella—. De hecho, cuando llegan a determinada edad, los sauces ciegos dejan de crecer hacia arriba y empiezan a extenderse hacia abajo. Como si se nutrieran de las tinieblas.

—Entonces, las moscas transportan el polen, penetran en el oído de una mujer y la duermen, ¿no? —dijo mi amigo mientras intentaba trabajosamente encender un cigarrillo con una cerilla húmeda—. ¿Y qué hacen luego esas moscas?

—Se quedan dentro del cuerpo de la mujer y van comiéndose su carne, claro —explicó ella.

—¡Ñam! ¡Ñam! —dijo mi amigo.

Sí. Aquel verano, ella estaba escribiendo un largo poema sobre los sauces ciegos y nos explicó de qué iba. Eran sus únicos deberes de verano. Se inventó una historia basada en un sueño que había tenido una noche y tardó una semana en escribir, en la cama, una larga poesía. Mi amigo dijo que la quería leer, pero ella se negó aduciendo que todavía no había perfilado los detalles y, a cambio, hizo un dibujo y nos explicó el contenido de la poesía.

Un joven subió a la colina para salvar a la mujer dormida por el polen de los sauces ciegos.

—Ése soy yo. Seguro —intervino mi amigo.

Ella sacudió la cabeza.

—No, no eres tú.

—¿Y tú, eso, puedes saberlo? —preguntó mi amigo.

—Sí —dijo ella con la cara muy seria—. No sé cómo, pero lo sé. ¿Te sienta mal?

—Pues, claro. ¡Tú dirás! —dijo mi amigo, medio en broma, frunciendo el entrecejo.

El joven iba subiendo despacio la colina y abriéndose paso entre los frondosos sauces ciegos. A decir verdad, era la primera persona que subía la colina desde que los sauces ciegos se habían adueñado de ella. Con la gorra encasquetada hasta la cejas, el joven avanzaba ahuyentando con una mano las moscas que pululaban a su alrededor. Para ver a la joven dormida. Para despertarla de su largo y profundo sueño.

—Pero, allá en lo alto de la colina, las moscas ya habían devorado el cuerpo de la mujer, ¿verdad? —dijo mi amigo.

—En cierto sentido —respondió ella.

—Eso de que, en cierto sentido, su cuerpo haya sido devorado por las moscas debe de significar que, en cierto sentido, ésta es una historia triste. Seguro —dijo mi amigo.

—Pues, tal vez —dijo ella tras reflexionar unos instantes—. ¿Qué te parece a ti? —me preguntó.

—Pues que suena, en efecto, a historia triste —respondí.

Mi primo volvió a las doce y veinte minutos. Tenía la mirada perdida y llevaba una bolsa con medicamentos en la mano. Plantado en la entrada de la cafetería, tardó mucho tiempo en localizar mi mesa. Sus pasos eran rígidos, como si le costara mantener el equilibrio. Al tomar asiento frente a mí, aspiró una profunda bocanada de aire, como si hubiera estado tan ocupado que se le hubiese olvidado respirar.

—¿Cómo ha ido? —le pregunté.

—¡Uf! —suspiró mi primo. Aguardé unos instantes a que empezara a hablar, pero no dijo nada.

—¿Tienes hambre? —le pregunté.

Mi primo asintió en silencio.

—¿Tomamos algo aquí, entonces? ¿O cogemos el autobús y vamos a comer a la ciudad? ¿Qué prefieres?

Mi primo recorrió el interior del local con mirada dubitativa y dijo:

—Aquí mismo está bien.

Compré los tiquets y pedí el almuerzo para dos. Hasta que nos trajeron la comida, mi primo estuvo contemplando en silencio el paisaje al otro lado de la ventana. El mar, la hilera de robles, los aspersores: la misma vista, en definitiva, que había estado contemplando yo hacía unos instantes.

En la mesa contigua, un matrimonio de mediana edad, muy atildado, comía unos sándwiches y hablaba de un conocido suyo ingresado por cáncer. De que si cinco años atrás le habían prohibido fumar pero que, al parecer, ya entonces era demasiado tarde, de que si al levantarse escupía sangre, cosas por el estilo. La mujer preguntaba y el marido respondía. El marido le explicó que, en cierto sentido, el cáncer era el reflejo de la vida de quien lo padecía.

Nuestro almuerzo consistió en hamburguesas y pescado blanco frito. Ensalada y pan. Comimos el uno frente al otro, en silencio. Mientras tanto, el matrimonio siguió hablando con pasión de la génesis del cáncer. Por qué se había extendido tanto en los últimos tiempos, por qué no había sido posible conseguir un medicamento eficaz, cosas por el estilo.

—En todas partes, igual —dijo mi primo con voz carente de inflexión contemplándose las dos manos—. Siempre te preguntan las mismas cosas, todos te hacen las mismas pruebas.

Estábamos delante del hospital, sentados en un banco esperando el autobús. Sobre nuestras cabezas, el viento mecía de vez en cuando las hojas de los árboles.

—¿Y hay veces en que pierdes el oído por completo? —le pregunté a mi primo.

—Sí —respondió él—. Y no oigo nada.

—¿Y qué se siente en esos momentos?

Mi primo se quedó reflexionando con la cabeza ladeada.

—De pronto, va y no oyes nada. Pero tardas mucho tiempo en darte cuenta. No oyes ningún sonido. Como si estuvieras en el fondo del mar con tapones en los oídos. Eso continúa durante un tiempo. Mientras, no oyes nada, pero no se trata sólo del oído. No oír es sólo una parte de todo eso.

—¿Es desagradable?

Mi primo hizo un breve y categórico gesto negativo con la cabeza.

—No sé por qué, pero no. Tiene inconvenientes, eso sí. No poder oír nada.

Intenté hacerme una idea. Pero ninguna imagen acudió a mi cabeza.

—¿Has visto Fuerte Apache de John Ford? —me preguntó mi primo.

—Sí, la vi hace mucho tiempo —respondí.

—El otro día la pusieron en la televisión. Es muy interesante.

—Sí, sí que lo es —asentí.

—Al principio de la película sale un general recién destinado al fuerte. A este general sale a recibirlo un capitán veterano, que es John Wayne. El general no conoce todavía la situación en la que se encuentra el Oeste. Y en los alrededores del fuerte los indios se han rebelado.

Mi primo se sacó del bolsillo un pañuelo blanco doblado y se secó las comisuras de los labios.

—Al llegar al fuerte, el general se dirige a John Wayne y le dice: «De camino hacia aquí he visto a algunos indios». Entonces, John Wayne, con rostro impasible, le responde: «No hay de qué preocuparse, mi general. Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí». No recuerdo las palabras exactas, pero era algo por el estilo. ¿Entiendes lo que quiere decir?

No recordaba que en Fuerte Apache existiera tal diálogo. Me daba la impresión de que era un poco demasiado abstruso para tratarse de una película de John Ford. Pero hacía ya mucho tiempo que la había visto.

—Pues querrá decir que lo que cualquiera puede ver no tiene gran importancia. Vaya, eso me parece.

Mi primo frunció el entrecejo.

—Tampoco acabo de entenderlo yo, pero cada vez que alguien me compadece por lo del oído, no sé por qué, pero me acuerdo de estas palabras: «Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí».

Me reí.

—¿Es raro? —me preguntó mi primo.

—Sí, lo es —dije. Mi primo también se rió. Hacía tiempo que no lo veía reír.

Tras dejar pasar unos instantes, mi primo dijo como si me confiara algo:

—Oye, ¿puedes mirarme el oído?

—¿Mirarte el oído? —le pregunté con una ligera sorpresa.

—Basta con que lo mires desde fuera.

—Sí, claro. Pero ¿por qué quieres que lo haga?

—Pues, no sé —contestó mi primo sonrojándose—. Es que me gustaría que miraras qué aspecto tiene.

—Vale —dije—. Ahora mismo te lo miro.

Mi primo se sentó dándome la espalda y encaró hacia mí la oreja derecha. Tenía la oreja muy bien formada. En sí, era de pequeño tamaño, pero la carne del lóbulo aparecía abultada como una magdalena recién horneada. Se trataba de la primera vez que le inspeccionaba la oreja a alguien. Observándola con atención pude constatar que, en comparación con otros órganos del cuerpo humano, la oreja es, desde el punto de vista morfológico, un gran enigma. Presenta, en algunos puntos, pliegues y vueltas hasta lo irrazonable, en otros, protuberancias y depresiones. Posiblemente haya ido adoptando esta curiosa forma en el transcurso de la evolución con el objeto de captar mejor los sonidos, y retenerlos. Rodeado de paredes deformes, parece un único agujero negro que se abre como si fuera la entrada de una gruta misteriosa.

Pensé en las minúsculas moscas del poema de la novia de mi amigo, anidando en los oídos. Penetraban en su cálido y oscuro interior transportando un dulce polen adherido a sus seis patitas, mordisqueaban la rosada y suave carne, sorbían su jugo, ponían sus pequeños huevos en el cerebro. Pero no logré verlas. Ni oír el zumbido de sus alas.

—Ya está bien —dije yo.

Mi primo se dio la vuelta, cambió de posición sobre el banco.

—¿Qué? ¿Qué tal? ¿Ha habido algún cambio?

—Por lo que he podido ver desde fuera no ha cambiado nada.

—¿Tampoco hay ningún indicio, por pequeño que sea?

—Pues, no. Está de lo más normal.

Mi primo pareció decepcionado. Tal vez había pronunciado las palabras equivocadas.

—¿Te han hecho daño durante la visita? —le pregunté.

—No mucho. Como siempre. Todos te hurgan en el mismo lugar. Deben de haberlo desgastado ya. Ni siquiera me da la impresión de que la oreja sea mía.

—¡El veintiocho! —dijo poco después mi primo volviéndose hacia mí—. El veintiocho nos va bien, ¿verdad?

Yo me había pasado todo el tiempo pensando en otra cosa. Cuando le oí y alcé la mirada, vi cómo el autobús tomaba la curva de la cuesta disminuyendo la velocidad. No se trataba del autobús moderno de antes sino de aquel modelo antiguo al que yo estaba acostumbrado. Al frente, colgaba el número 28. Me dispuse a levantarme. Pero fui incapaz de moverme. Los brazos y las piernas, como si estuviera en medio de una fuerte corriente, no me obedecían.

Entonces me acordé de la caja de bombones que llevamos aquella tarde de verano al hospital. Cuando la novia de mi amigo abrió la caja, no quedaba ni rastro de la docena de pequeños bombones, convertidos en una masa pegajosa adherida a los papeles separadores y a la tapa. A mitad de camino hacia el hospital, mi amigo y yo habíamos detenido la motocicleta en la playa. Nos habíamos tendido en la arena a charlar. Dejamos la caja de bombones bajo el ardiente sol de agosto. Y, debido a nuestra negligencia, a nuestra arrogancia, los dulces se habían estropeado, habían perdido su forma, se habían echado a perder. Aquel día, nosotros deberíamos haber sentido algo al respecto. Alguien, uno de los dos, debería haber dicho algo con sentido, aunque no fuera mucho, sobre aquello. Pero lo cierto es que aquella tarde, nosotros no sentimos nada, intercambiamos algunas bromas estúpidas y nos separamos. Nada más. Y dejamos atrás la colina donde proliferaban los sauces ciegos.

Mi primo me agarró del brazo con fuerza.

—¿Estás bien? —preguntó.

Volví en mí, me puse de pie. Esta vez pude levantarme sin dificultad. Pude volver a sentir en la piel aquella preciosa brisa de mayo. Luego permanecí durante unos segundos en un extraño lugar envuelto en tinieblas. En un lugar donde no existía lo visible y sí existía lo invisible. Unos instantes después, el autobús 28 real se detenía ante nuestros ojos y abría sus puertas reales. Y nosotros pasábamos a su interior y nos dirigíamos a otra parte.

Apoyé una mano en el hombro de mi primo.

—Estoy bien —le dije.

FIN

  • Autor: Haruki Murakami

  • Título: Sauce ciego, mujer dormida

  • Título Original: Mekurayanagi to nemuru onna

  • Publicado en: Bungakukai, 1983

  • Traducción: Lourdes Porta Fuentes

 
 
 

Actualizado: 24 may




Soledad nació de la muerte de su madre; ya Leopardi cantó que es riesgo de muerte el nacimiento,

nasce l’uomo a faticaed e rischio di morte il nascimento


riesgo de muerte para el que nace, riesgo de muerte para quien le da el ser.


La pobre Amparo, la madre de Soledad, había llevado en sus cinco años de casada una vida penumbrosa y calladamente trágica. Su marido era impenetrable y parecía insensible. No sabía la pobre cómo se había casado; se encontró ligada por matrimonio a aquel hombre como quien despierta de un sueño. Su vida toda de soltera se perdía en una lejanía brumosa, y cuando pensaba en ella se acordaba de sí misma, de la que fue antes de casarse, como de una persona extraña. No podía saber si su marido la quería o la detestaba. Se detenía en casa no más que para comer y dormir, para todo lo animal de la vida; trabajaba fuera, hablaba fuera, se distraía fuera. Jamás dirigió a su pobre mujer una palabra más alta o más agria que otra; jamás la contrarió en nada. Guando ella, la pobre Amparo, le preguntaba algo, consultaba su parecer, obtenía de él invariablemente la misma respuesta: «¡Bueno, sí, déjame en paz: como tú quieras!» Y este insistente «¡como tú quieras!» llegaba al corazón de la pobre Amparo, un corazón enfermo, como un agudo puñal. «¡Como tú quieras! —pensaba la pobre—; es decir, que mi voluntad no merece ni siquiera ser contradicha». Y luego el «¡déjame en paz!», ese terrible ¡déjame en paz! que amarga tantos hogares. En el de Amparo, en el que debía ser hogar de Amparo, esa terrible y agorera paz lo entenebrecía todo.

Al año de casada tuvo Amparo un hijo; pero en el triste desamparo de su hogar ceniciento ansiaba una hija. «¡Un hijo! —pensaba— ¡Un hombre! ¡Los hombres siempre tienen que hacer fuera de casa!». Y así, cuando volvió a quedar encinta, no soñaba sino en la hija. Y habría de llamarse Soledad. La pobre cayó en cama gravemente enferma. Su corazón desfallecía por momentos. Comprendió que no vivía sino para dar a luz su hija, hasta ponerla en el hogar tenebroso. Llamó a su marido y dijo: «Mira, Pedro, si, como espero, es hija, le pondrás por nombre Soledad, ¿eh?». «Bueno, bien — respondió él—, tiempo habrá de pensar en ello», y pensaba que aquel día, con aquello del parto, iba a perder su partida de dominó. «Es que yo me muero, Pedro, es que no voy a poder resistir esto», añadió. «¡Aprensiones!», replicó él. «Sea —contestó Amparo—; pero si sale niña, le llamaréis Soledad, ¿eh?». «¡Bueno, sí, déjame en paz; como tú quieras!», concluyó él.

Y le dejó en paz para siempre. Después de haber dado a luz a su hija sólo tuvo tiempo para percatarse de que era niña. Y sus últimas palabras fueron: «¿Soledad, eh, Pedro? ¡Soledad!».

El hombre quedó suspenso y se habría anonadado si fuera él algo. ¡Viudo, a su edad, y con dos hijos pequeños! ¿Quién le cuidaría ahora la casa? ¿Quién se los criaría? Porque hasta que la niña se hiciese mayorcita y pudiera encargarse de las llaves y el gobierno… ¡Y cómo volver a casarse! No, no volvería a hacerlo. Ya sabía lo que era estar casado, ¡si lo hubiese sabido antes! Eso no le resolvía nada. No, decididamente no; no volvería a casarse.

Hizo que llevasen a Soledad a un pueblo, a criarla fuera de casa. No quería molestias de niños e impertinencias de nodrizas. Harto tenía con el otro, con Pedrín, el niño de tres años ya.

Soledad apenas se acordaba de los primeros años de su infancia. Allá, en la lejanía, sus últimos recuerdos eran los de aquel hogar hosco y ceniciento y aquel padre hermético, aquel hombre que comía junto a ella en la mesa y a quien veía un momento al levantarse y otro momento al ir a acostarse. Y aquellos besos litúrgicos, forzados. La única compañía le era Pedrín, su hermano. Pero Pedrín jugaba con ella en el más estricto sentido, es decir, que no jugaba en compañía de ella, sino que jugaba con ella como se juega con una muñeca. Ella, Soledad, Solita, era su juguete. Y era, como hombre que había de ser, un bruto. Como eran sus puños más fuertes, quería tener siempre razón. «Vosotras, las mujeres, no servís para nada. ¡Los que mandan son los hombres!», le dijo una vez.

Era Soledad una naturaleza exquisitamente receptiva, un genio de sensibilidad. Se da con frecuencia en las mujeres este genio de la receptividad, que, como nada produce, se extingue sin que nadie lo haya conocido. Al principio acudió Soledad llorosa y herida en lo más vivo a su padre, a la esfinge, demandando justicia; pero el inflexible varón le contestaba secamente: «¡Bueno, bien, déjame en paz! ¡Daos un beso y cuidado con que esto se repita!». Así creía arreglarlo, quitándose de encima la molestia. Y acabó ello porque Soledad no volvió a quejarse a su padre de las brutalidades de su hermano, y lo soportó todo en silencio, dejando a aquél en paz y evitándose los fraternales besos de humillación.

Fue espesándose y entenebreciéndose la tristeza cenicienta de su hogar. Sólo descansaba en el colegio, en el que le metió su padre como medio pensionista para quitársela así más tiempo de encima. Allí, en el colegio, supo que sus compañeras todas tenían o había tenido madre. Y un día, a la hora de cenar, se atrevió a molestar a su padre preguntándole: «Di, papá, ¿he tenido yo madre?». «¡Vaya una pregunta —respondió el hombre—, todos hemos tenido madre; ¿por qué lo preguntas?». «¿Y dónde está mi madre, papá?». «Se murió cuando tú naciste». ¡Ay, qué pena!», prorrumpió Soledad. Y entonces el padre rompió por un momento su salvaje taciturnidad, le dijo cómo su madre se había llamado Amparo y le enseñó un retrato de la difunta. «¡Qué guapa era!», exclamó la niña. Y el padre añadió: «¡Sí, pero no tanto como tú!». En esta exclamación, que se le escapó, iba el fondo de una de sus petulancias; creía que el ser su hija más guapa que la madre se lo debía a él. «Y tú, Pedrín —dijo Soledad a su hermano, animada por aquel fugitivo rescoldillo de hogar—, ¿te acuerdas tú de ella?». «¿Y cómo me he de acordar si cuando murió no tenía yo más que tres años!». «Pues yo en tu caso me acordaría», fue la respuesta de la niña. «¡Claro, las mujeres sois más listas!», exclamó el hombrecillo en ciernes. «No, pero sabemos recordar mejor». «Bueno, bueno, no digas tonterías y déjame en paz». Y se acabó el coloquio de aquella noche memorable en que Soledad supo que había tenido madre.

Y tanto dio en pensar en ella, que casi la recordó. Pobló su soledad con ensueños maternales.

Fueron corriendo los años, todos iguales, todos cenicientos y tristes en aquel hogar apagado. El padre no envejecía ni podía envejecer. A las mismas horas hacía todos los días las mismas cosas, con una regularidad mecánica. Y el hermano empezó a disiparse, a dar que hablar en el pueblo. Hasta que desapareció de él; Soledad no supo adónde. Quedaron padre e hija solos, solos y separados; viviendo, es decir, comiendo y durmiendo bajo el mismo techo.

Por fin pareció que un día se le abriera el cielo a Soledad. Un gallardo mozo, que desde hacía algún tiempo la devoraba con los ojos cuando la veía en la calle, se dirigió a ella solicitando ser admitido a prueba como novio. La pobre Soledad vio que se le abría la vida, y aunque con unos ciertos presentimientos que en vano quería rechazar de sí, lo admitió. Y fue como una primavera.

Empezó Soledad a vivir, empezó más bien a nacer. Descubriósele el sentido de muchas cosas que hasta entonces no lo tuvieran para ella; empezó a entender mucho que oyó a sus maestras y a sus compañeras de colegio, mucho que había leído. Todo parecía cantar dentro de ella. Pero a la vez descubrió toda la horrura de su hogar, y si no hubiera sido por la imagen, siempre en ella presente, de su novio, se habría arrecido allí junto a aquel hombre granítico.

Fué un verdadero deslumbramiento aquel noviazgo para la pobre Soledad. Y el padre parecía no haberse enterado de nada o no querer enterarse: ni la más leve alusión de su parte. Si al salir de casa cruzaba con el novio de su hija que se acercaba a la reja, a las horas de sabroso coloquio, hacía como que no se enteraba. La pobre Soledad tuvo más de una vez intención de insinuar algo a su padre en la mesa, a la hora de cenar; pero las palabras se le cuajaban en la boca antes de salir. Y calló, siguió callando.

Empezó Soledad a leer en libros que le traía su novio; empezó, gracias a él, a conocer el mundo. Y aquel joven no parecía hombre. Era cariñoso, alegre, abierto, irónico y hasta la contradecía a las veces. De su padre, del padre de ella, no le habló nunca.

Fue la iniciación en la vida y fue el sueño del hogar. Soledad empezó, en efecto, a soñar lo que sería un hogar, a entrever lo que eran los hogares, los verdaderos hogares de sus compañeras que lo tenían. Y este conocimiento, este sentimiento más bien, acreció en ella el horror a la madriguera en que vivía.

Y de repente, un día, cuando menos lo esperaba, vino el hundimiento. Su novio, que hacía un mes estaba ausente, le escribió una larga carta muy llena de expresiones de cariño, muy alambicadas, muy tortuosas, en que a vuelta de mil protestas de afecto le decía que aquellas sus relaciones no podían continuar. Y acababa con esta frase terrible: «Acaso llegue algún día otro que te pueda hacer feliz mejor que yo». Soledad sintió un tenebroso frío que le envolvía el alma y toda la brutalidad, toda la indecible brutalidad del hombre, es decir, del varón, del macho. Pero se contuvo devorando en silencio y con ojos enjutos su humillación y su dolor. No quería aparecer débil ante su padre, ante la esfinge.

¿Por qué? ¿Por qué la había dejado su novio? ¿Es que se había cansado de ella? ¿Por qué? ¿Es que puede un hombre cansarse de amar? ¿Cabe cansarse de amar? No, no; es que nunca la había querido. Y ella, la pobre Soledad, sedienta de amor desde que naciera, comprendió que no la había querido nunca aquel otro hombre. Y se hundió en sí misma, refugiándose en el culto a su madre, en el culto a la Virgen. Y no lloró porque su dolor no era de lágrimas; era un dolor seco y ardiente.

Una noche, a la hora de cenar, la esfinge paternal abrió la boca para decir: «¿Qué? ¡Según parece se ha acabado ya eso!» Y Soledad sintió como si le atravesasen el corazón con una espada de hielo. Se levantó de la mesa, se fue a su cuarto, y exclamando «¡Madre mía!», cayó en un espasmo convulsivo. Y desde entonces el mundo le supo a vacío.

Y pasaron dos años y una mañana se encontraron muerto en su cama al padre, a don Pedro. El corazón se le había parado. Y su hija, sola ahora en el mundo, no le lloró.

Quedó sola Soledad, enteramente sola. Y para que su soledad fuese mayor vendió cuantas fincas le dejó su padre, realizó una modestísima fortunilla, y se fue a vivir lejos, muy lejos, donde nadie la conociera y donde ella a nadie conociera.

Y esta es esa Soledad, hoy ya casi anciana, esa mujercita sencilla y noble que veis todas las tardes ir a tomar el sol a orillas del río, esa mujercita misteriosa de la que no se sabe ni de dónde vino ni de dónde es. Esa es la solitaria caritativa que en silencio remedia las necesidades ajenas que conoce y puede remediar; esa es la buena mujer a la que alguna vez se le escapa uno de esos dichos amargos, delatores del desconsuelo encallecido.

Nadie sabía su historia y se llegó a propagar la leyenda de una terrible tragedia en ella. Pero, como veis, no hay en su vida tragedia alguna representable, sino a lo más esta tragedia vulgar, vulgarísima, irrepresentable, callada, que tantas vidas humanas destroza: la tragedia de la soledad.

Sólo se recuerda que hace unos años vino en busca de Soledad un hombre avejentado, de prematura decrepitud, encorvado como bajo el peso del vicio, y a los pocos días de llegar murió en casa de la mujercita. «¡Era mi hermano!» Es lo único que a esta se le oyó.

Y ahora, ¿comprendéis lo que es la soledad en un alma de mujer, y de mujer sedienta de cariño y hambrienta de hogar? El hombre tiene en nuestras sociedades campos en que distraer su soledad; pero una mujer que no quiere encerrarse en un convento, ¿qué ha de hacer solitaria entre nosotros?

Esa pobre mujercita, a la que veis vagar a orillas del río, sin fin ni objeto, ha sentido toda la enorme brutalidad del egoísmo animal del hombre. ¿Qué piensa? ¿Para qué vive? ¿Qué lejana esperanza la mantiene?

He trabado relación, no digo amistad, con Soledad y he procurado sonsacarle su sentimiento total de la vida y del destino, lo que alguien llamaría su filosofía. Hasta hoy poco o nada he conseguido; mas espero conseguirlo. Todo lo que he logrado es saber su historia, la que os acabo de contar. Fuera de esto no le oído sino reflexiones llenas de buen sentido, pero de un buen sentido frío y al parecer rastrero. Es mujer de extraordinaria cultura de libros porque ha leído mucho y de una gran clarividencia. Pero lo que es sobre todo es extremadamente sensible a las groserías y brutalidades de toda clase. Vive así, solitaria y retraída, por no sufrir los empellones de la brutalidad humana.

De nosotros, los hombres, tiene una singular idea. Cuando le he sacado la conversación al respecto de los hombres, se ha limitado a exclamar: «¡Pobrecillos!». Parece que nos compadece como quien compadeciera a un cangrejo. Me ha prometido hablarme alguna vez de los hombres y del magno, del máximo, del supremo problema de la relación entre hombre y mujer. «No de la relación sexual —me dijo —, ¿eh?, entienda usted bien, no de eso, sino de la relación general entre hombre y mujer; lo mismo que sean madre e hijo, hija y padre, hermana y hermano, amiga y amigo, respectivamente, como que sean marido y mujer, novio y novia o amantes; lo importante, lo capital, es la relación general, es cómo ha de sentir un hombre a una mujer, sea su madre, su hija, su hermana, su mujer o su querida, y cómo ha de sentir una mujer a un hombre, sea su padre, su hijo, su hermano, su marido o su amante». Y espero el día en que Soledad me hable de esto.

Una vez hablé con ella de esa profusión de libros eróticos con que ahora nos inundan, porque con la buena Soledad se puede hablar de todo cuidando de no herirla. Cuando le saqué esa conversación me miró inquisitivamente con sus grandes ojos claros, ojos eternamente juveniles, y con una sombra de sonrisa sobre su boca me preguntó: «Diga usted. ¡Usted comerá! ¿No es así?». «¡Claro que como!», respondí, sorprendido por la pregunta. «Pues bien, si a usted, que come, le sorprendiera leyendo un libro de cocina y pudiese yo mandar, le enviaría a la cocina a fregar las cacerolas». Y no dijo más.

FIN


  • Autor: Miguel de Unamuno

  • Título: Soledad

  • Publicado en: El espejo de la muerte (1913)

 
 
 

Actualizado: 24 may


A nadie le importó cuando encontraron su pieza desierta. La dueña dijo: «El de la 13 ha desaparecido». Siguieron comiendo. Un pensionista volcó el arroz sobre su armadura. Mientras limpiaba, un mozo aprovechó para comentar: «Yo sabía que el tal Octavio iba a desaparecer: por eso no me preocupaba de asearle la pieza». Siguieron comiendo.

Octavio, en la Universidad, fue mal considerado por faltar a los cursos de Alquimia y Lanza; el profesorado llegó a despreciarlo; el Abad le negó el ingreso al Centro de Investigaciones Fonéticas y no merecía ser rechazado; era un buen estudiante aunque no de las materias que interesaban a los otros.

Había creado una teoría: «La Voz no surge de las cuerdas vocales ni del aire que las remece. Existe sin que nadie la produzca. Sólo que está prisionera en los músculos de la garganta y depende de la voluntad». «Quiero libertarla. Hacer que salga por cualquier parte del cuerpo: por un ojo, por una mano. Conseguido esto, independizarla de mi voluntad. Entonces sonará cuando y por donde ella quiera. Yo la oiré».

Abandonó la ciudad universitaria y arrendó un cuarto en una pensión. Como no se asomaba al corredor, llegaron a olvidarlo. El mozo no lo atendía. Su cama se pobló de parásitos y tuvo que acostumbrarse a las privaciones: podía permanecer semanas masticando pan duro y bebiendo agua. Ni siquiera necesitaba dormir; afiebrado, velaba trabajando según sus métodos.

Después de mucho, cuando, como las ratas a un barco derruido, los bichos iban abandonándolo por no tener qué succionar en su piel seca, encontró lo que buscaba. Al roer aquella noche el pan y herirse con la corteza, emitió una exclamación que salió por una pierna. Enloqueció de júbilo, escapó desnudo a la calle. A nadie le importó. Siguieron comiendo.

Octavio, en cueros, no podía ir lejos. Los cubos de madera del pavimento se hinchaban absorbiendo lluvia. Las llaves colgadas ante el gremio de los maestros cerrajeros sonaban removidas por el viento del mar; al mismo tiempo se balanceaban los avisos neón de las bebidas gaseosas. Detrás de los vitrales las hijas, junto al teléfono, tocaban el laúd y lejos, las flores de los naranjos enanos perfumaban el aire revuelto de los extramuros mientras Octavio seguía, con los pies descalzos, caminando sin rumbo y hablando por todas partes de su cuerpo, incluyendo las secretas.

Pronto, la baja temperatura lo volteó. Cayó ante una puerta carcomida. Lo oyó maese Brumstein.

Maese Brumstein fabricaba a mano sus botines. En seguida los vendía a plazos. Nadie le pagaba más de la mitad del precio estipulado. Cuando iba a cobrar el saldo, se negaban, objetando que el calzado era de mala calidad. Si el zapatero insistía, le daban una botella de aguardiente y lo echaban a palos. El anciano regresaba a la zapatería; llorando, tragaba el alcohol y, ebrio, llamaba a su dios, Zipelbrúm, muñeco de madera con voz humana que un día iba a llegar para darle la felicidad.

Entonaba sus salmos cuando sintió golpear contra la puerta. «¿Quién interrumpe mi oración a esta hora? ¡Iré a ver!». Vio a Octavio tendido. Sintió estremecimientos, comezón de ojos, zumbar de oídos. Con la lengua seca dijo: «¡Llegó Zipelbrúm!»… Octavio tenía la piel tan endurecida que fácilmente se le podía confundir con madera.

Maese Brumstein entró al desmayado, buscó un martillo, y clavó a Octavio en la pared, encendió tres velas delante de él y esperó.

Octavio al despertar creyó que soñaba. Se encontró clavado en una pieza obscura repleta de botellas vacías, trozos de cuero y hormas de yeso; con un viejo ebrio, de rodillas, que lloraba golpeándose el pecho con un zapato a medio hacer.

—¿Quién eres? —preguntó.

—¡Tiene voz humana! ¡Habla sin mover la boca: es de madera! Zipelbrúm: yo sabía que alguna vez ibas a venir para traerme la felicidad.

—¿Qué felicidad esperas de mí?

—¡Qué me paguen las deudas!. . . ¿Será eso? Si me las pagan tendré dinero. Si uno tiene dinero es pernicioso embriagarse. Vendrá el burgomaestre y me dará un sermón: vendrá un policía y me impondrá multas; vendrán los vecinos a pedirme que entre al club de los maestros abstemios; me harán la vida imposible y ya no podré beber ni cantar mis salmos… Cierto es que no hay necesidad de salmos pidiendo que vengas porque estás aquí. ¿Qué voy a cantar ahora? Esa era mi felicidad. Tú me tienes que decir cuál será la nueva.

—No sé qué pueda ser la felicidad para ti estando yo en tu pieza.

—¡O me dices o te golpeo! —dijo maese Brumstein, sacando un látigo.

—¡Créeme, no sé —contestó Octavio asustado.

—¡Zipelbrúm lo sabe todo! —gritó el viejo y comenzó a azotarlo. Vapuleaba con tanta furia que Octavio empezó a quejarse a través de todos sus poros. Estos lamentos enardecieron más al zapatero, quien, bebiendo aguardiente y dando latigazos, amenazaba continuar golpeando durante horas.

¡Ahora tengo qué hacer cuando bebo:Azoto a mi señor Zipelbrúm!

Este nuevo canto no era místico sino sensual.

Algo pasó en Octavio. Exhausto, había dejado de gritar y, sin embargo, la voz le sonaba a través de las vísceras.

—¡Gracias, maese Brumstein! ¡La Voz se ha liberado de mi voluntad!

El zapatero estaba perplejo. Empezó a buscar. Al cabo de un tiempo se acercó al cuerpo de Octavio y apoyó una oreja. Sonrió. «El canto tiene que ser para mí».

Tomó un cuchillo y hundiéndolo en el cuerpo de su dios, lo fue abriendo. Octavio quiso pedir: «Ahora que lo he logrado, no me la quites», pero no tenía voz para decirlo. Ella vibraba libre, como un animal joven.

Abandonó el cadáver de su antiguo amo, recorrió el cuarto para después salir por la ventana y perderse hacia lo lejos.

Maese Brumstein la oyó alejarse. Bebió un último trago, desclavó los restos, los arrastró al fondo de la casa y trepándose por el cerco, dejó caer el cuerpo abierto en el patio de su vecino. Siete grandes perros se acercaron.

Maese Brumstein, mientras se disponía a dormir, exclamó:

—¡No era Zipelbrúm!

FIN


  • Autor: Alejandro Jodorowsky

  • Título: Zipelbrúm

  • Aparece en: Cuentos de la generación del 50 (1959)

 
 
 
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