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Lecturas

Actualizado: 24 may


Éxtasis

Katherine Mansfield



A pesar de sus treinta años, Bertha Young disfrutaba aún de instantes como éste en que quería correr en vez de caminar, bailar dando saltitos arriba y abajo en la acera, lanzar un aro, tirar algo al aire y volver a tomarlo o quedarse quieta y reírse de… nada, sencillamente de nada.

¿Qué puede hacer una cuando se tienen treinta años y, al doblar la esquina de tu propia calle, de pronto te quedas traspuesta por una sensación de éxtasis, ¡de absoluto éxtasis!, como si de pronto te hubieras tragado un trozo de ese último sol radiante de la tarde y éste te ardiera en el pecho, proyectando una llovizna de chispas en cada partícula, en cada uno de los dedos de las manos y de los pies…?

Cielos, ¿es que no hay modo de que puedas expresarlo sin estar ebria o fuera de tus cabales? ¡Necia civilización! ¿Para qué nos darán un cuerpo si tenemos que encerrarlo en un estuche como a un Stradivarius?

«No, esto del Stradivarius no es precisamente lo que quiero decir», pensó mientras corría escaleras arriba, rebuscaba las llaves dentro del bolso (las había olvidado, como siempre) y hacía ruido en el buzón.

—No es lo que quiero decir, porque… Gracias, Mary —entró en el vestíbulo.

—¿Ha vuelto la niñera?

—Sí, señora.

—¿Y ha llegado la fruta?

—Sí, señora. Ya ha llegado todo.

—¿Quieres por favor subir la fruta al comedor? Yo la prepararé antes de subir.

Había tinieblas y hacía mucho frío en el comedor. Pero aun así, Bertha se quitó el abrigo; no podía soportar ni un segundo más aquel broche asfixiante. El aire frío le tocó los brazos.

Pero en su pecho seguía ese rincón de destello radiante…, aquella llovizna de chispas proyectadas hacia afuera. Casi resultaba insoportable. Casi no se atrevía a respirar por miedo a avivarla y en cambio respiraba hondo, cada vez más hondo. Casi no se atrevía a mirar en el frío espejo…, pero miró y eso la convirtió de nuevo en mujer, una mujer radiante, con labios sonrientes y temblorosos, con grandes ojos oscuros y un aire de estar escuchando, de estar esperando que algo…, que algo maravilloso pasara…, algo que sabía que pasaría con toda seguridad.

Mary puso la fruta en una bandeja junto con un cuenco de cristal y un plato azul, muy bonito, con un lustre muy raro por encima, como si lo hubieran metido en leche.

—¿Quiere que encienda la luz, señora?

—No, gracias. Aún puedo ver muy bien.

Había mandarinas y manzanas de color rosa fresa. Unas cuantas peras amarillas, suaves como la seda, uvas blancas cubiertas de una pátina de plata y un gran racimo de uvas negras. Estas últimas las había comprado para que hicieran juego con la alfombra nueva del comedor. Sí, sonaba algo estrafalario y absurdo, pero era la verdadera razón por la que las había comprado. En la tienda había pensado: «Tengo que comprar algunas negras para que la alfombra destaque sobre la mesa». Y en aquel momento le había parecido de mucho sentido común.

Cuando hubo terminado de colocarlas y hubo construido dos pirámides con esas formas redondas y relucientes, se apartó unos pasos de la mesa, para captar el efecto…, y la verdad es que quedaba de lo más curioso. Porque la mesa oscura parecía fundirse con la luz de las tinieblas y con el cuenco azul y quedar flotando en el aire. Era…, claro que en su actual estado de ánimo, era increíblemente maravilloso. … Se empezó a reír.

—No, ni hablar. Me estoy poniendo histérica —y recogió el bolso, tomó el abrigo y subió corriendo escaleras arriba al cuarto del bebé.

La niñera estaba sentada en una mesita baja dándole la cena a la Pequeña B después del baño. El bebé llevaba puesto un camisoncito de franela blanco y una chaquetita de lana azul y llevaba el fino pelito negro peinado hacia arriba en una crestita muy graciosa. Levantó los ojitos cuando vio a su madre y empezó a dar saltos.

—Venga, cielito, cómetelo todo como una niña buena —dijo la niñera, con los labios apretados de una forma que Bertha conocía bien y que significaba que una vez más había entrado en la habitación en mal momento.

—¿Se ha portado bien, Nanny?

—Ha sido una delicia toda la tarde —susurró Nanny—. Fuimos al parque y yo me senté en una silla y la saqué del cochecito; se acercó un perro muy grande y me puso la cabeza en la rodilla; ella le agarró la oreja y le dio un tirón. ¡Dios santo, tenía usted que haberla visto!

Bertha deseaba preguntar si no era muy peligroso dejarla que le agarrase la oreja a un perro desconocido. Pero no se atrevió. Se quedó mirándolas con las manos caídas a los lados, como la niña pobre delante de la niña rica con muñeca.

El bebé volvió a levantar los ojos para mirarla, se quedó con la mirada fija en ella y después puso una sonrisa tan linda que Bertha no pudo evitar llorar.

—Nanny, Nanny, déjeme que termine yo de darle la cena mientras usted recoge las cosas del baño.

—Bueno, señora, no es bueno que cambie de brazos mientras come —dijo Nanny sin dejar de susurrar—. Eso la pone nerviosa; es muy probable que la haga enfadar.

Qué absurdo era todo. ¿Para qué tener una niñita si hay que guardarla, no ya en un estuche como a un Stradivarius, pero en los brazos de otra mujer?

—¡Lo siento, tengo que hacerlo! —dijo.

Muy ofendida, Nanny se la puso en los brazos.

—Ahora, no la excite después de comer. Sabe que usted lo hace, señora. ¡Y luego me hace pasar un mal rato!

¡Santo cielo! Nanny salió del cuarto con las toallas del baño.

—Bueno, ahora eres toda mía, mi joyita —dijo Bertha, y la niña se acurrucó contra ella.

Comía que era una maravilla, abriendo mucho la boca para la cuchara y zarandeando las manos. Unas veces no soltaba la cuchara, y otras, justo cuando Bertha la había llenado, la tiraba por los aires de un manotazo.

Cuando el puré se terminó, Bertha se volvió hacia la chimenea.

—Eres bonita… ¡eres muy bonita! —dijo besando a su bebé tan calentita—. Te tengo cariño. Me gustas.

Y de hecho de qué manera adoraría a Pequeña B (el cuello cuando lo doblaba hacia delante, sus exquisitos dedos del pie reluciendo transparentes a la luz del fuego) que le sobrevino de nuevo la sensación de éxtasis absoluto y de nuevo no supo cómo sacarla afuera, qué hacer con ella.

—Quieren que se ponga al teléfono —dijo Nanny, regresando victoriosa y tomando a su Pequeña B.

Voló escaleras abajo. Era Harry.

—Ah. ¿Eres tú, Ber? Oye. Voy a llegar tarde. Tomaré un taxi e iré para allá lo antes que pueda, pero haz que retrasen la cena diez minutos, ¿quieres?, ¿de acuerdo?

—Sí, perfecto. ¡Ah, Harry!

—¿Sí?

¿Qué tenía que decir? No tenía nada que decir. Sólo deseaba hablar con él un momento. No podía gritar de manera absurda: «¡Qué día maravilloso!».

—¿Me querías decir algo? —dijo deprisa la vocecita.

—Nada. Entendu —dijo Bertha, y colgó el auricular, pensando en lo rematadamente necia que era esta civilización.

Tenían invitados a cenar. El señor Norman Knight y su esposa, una pareja de gran renombre, él a punto de abrir un teatro y ella terriblemente interesada en la decoración de interiores, un hombre joven, Eddie Warren, que acababa de publicar un librito de poemas y al que todo el mundo quería invitar a cenar, y un «descubrimiento» de Bertha llamada Pearl Fulton. Lo que hacía la señorita Fulton, Bertha no lo sabía. Se habían conocido en el club y Bertha se había fascinado con ella, como se fascinaba siempre con mujeres guapas con un halo de misterio.

El morbo fue que aunque habían salido juntas y habían quedado muchas veces y en realidad habían hablado, Bertha no había logrado aún captarla. Hasta cierto punto, la señorita Fulton era misteriosamente, maravillosamente franca, pero el cierto punto había pasado y ella no había logrado ir más allá.

¿Habría algo más allá? Harry dijo: «No». Se inclinó a tacharla más bien de aburrida y «fría como todas las rubias con un toque, quizás, de anemia cerebral». Pero Bertha no estaba de acuerdo con él; aún no, de ninguna forma.

—No, ese modo que tiene de sentarse con la cabeza un poco ladeada, y sonriendo, esconde algo, Harry, y tengo que averiguar qué es ese algo.

—Lo más probable es que esconda un buen estómago —había respondido Harry.

No dejaba de adelantarse a Bertha con respuestas de este tipo… «Un hígado helado, preciosa» o «simples gases» o «puede que esté enferma del riñón»… Por alguna extraña razón, a Bertha le gustaba esto, y casi lo admiraba muchísimo en él.

Entró en el salón y encendió el fuego; después, recogiendo uno por uno los cojines que Mary había colocado con tanto cuidado, los volvió a lanzar sobre las sillas y los sofás. Aquello marcaba la diferencia: la estancia recobró la vida en un santiamén. Cuando estaba a punto de lanzar el último se sorprendió a sí misma abrazándolo de repente, apasionadamente, apasionadamente. Pero aquello no apagó la llama en su pecho. ¡Todo lo contrario!

Los ventanales abiertos del salón daban a un balcón desde el que se divisaba el jardín. Al final de todo, contra el muro, había un peral alto y esbelto en pletórica floración; se erigía con absoluta perfección, tan plácido contra el cielo de verde jade. Bertha no pudo evitar percibir, incluso desde esta distancia, que no tenía ni un solo brote ni pétalo marchito. Debajo, en los arriates del jardín, los tulipanes rojos y amarillos, colmados de flores, parecían apoyarse en el crepúsculo. Un gato gris, arrastrando la panza, cruzaba el césped deslizándose, y uno negro, su sombra, le seguía el rastro. Mirarlos, tan absortos y tan veloces, le produjo a Bertha un curioso escalofrío.

—¡Qué cosa más horripilante son los gatos! —balbuceó, se apartó de la ventana y empezó a andar de un lado a otro…

Qué fuerte olían los junquillos en la sala cargada. ¿Demasiado fuerte? Oh, no. Y así, como si hubiera sido vencida, se lanzó a un sillón y se apretó los ojos con las manos.

—¡Soy demasiado feliz, demasiado feliz! —murmuró.

Y le pareció ver en sus párpados el precioso peral con sus flores abiertas de par en par como un símbolo de su propia vida.

En realidad, en realidad, lo tenía todo. Harry y ella seguían tan enamorados como siempre, y continuaban juntos magníficamente bien y realmente eran buenos compañeros. Tenían un bebé adorable. No tenían que preocuparse por el dinero. Tenían esta casa ultracómoda con jardín. Y amigos, amigos modernos, emocionantes, escritores, pintores, poetas o personas interesadas por los problemas sociales: justo la clase de amigos que ellos deseaban. Y también había libros, y había música, y ella había descubierto un sastrecillo maravilloso y se iban al extranjero en verano y la nueva cocinera hacía las tortillas más exquisitas…

—Qué absurda soy. ¡Absurda! —se incorporó; pero se sintió algo mareada, algo ebria. Debía ser primavera.

Sí, era primavera. En ese mismo instante estaba tan cansada que no podía arrastrarse escaleras arriba para vestirse.

Un vestido blanco, un collar de cuentas de jade, zapatos y medias verdes. No era de repente. Había pensado en este conjunto horas antes de detenerse ante la ventana del salón.

Los pétalos le restallaron levemente al entrar en el vestíbulo. Besó a la señora de Norman Knight, que se estaba quitando el más divertido de los abrigos naranja con una procesión de monos negros que daba la vuelta al dobladillo y subía hasta las solapas.

—¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué será tan aburrida la clase media!… ¡tan absolutamente carente de sentido del humor! Querida, estoy aquí sólo de chiripa, de chiripa, y Norman es la chiripa protectora. Porque mis queridos monitos levantaron tal revuelo en el tren que éste se convirtió en un solo hombre que no hacía más que comerme con los ojos. No se reían, no lo encontraban divertido, lo cual me hubiera encantado. No, sólo se quedaban mirando y me traspasaban de arriba abajo con la mirada.

—Pero lo máximo —dijo Norman, ajustándose en el ojo un gran monóculo con la montura de concha de tortuga—, no te importará que te cuente esto, Cara, ¿no? —(En casa y entre amigos se llamaban entre ellos Cara y Jeta)—. El colmo fue cuando ella, que ya estaba más que harta, se volvió hacia la mujer que tenía al lado y le dijo: «¿No ha visto usted nunca un mono?».

—¡Vaya que sí! —la señora de Norman Knight se unió a la risa—. ¿No fue también aquello el colmo de los colmos?

Y una cosa más divertida todavía era que ahora que no tenía el abrigo puesto era igualita que un mono muy inteligente que hasta había confeccionado aquel vestido de seda amarilla a partir de restos de cáscara de banana. Y sus pendientes de ámbar parecían pequeños maníes colgando.

—Va a hacer un otoño triste, muy triste —dijo Jeta parándose delante del cochecito de Pequeña B—. Cuando un cochecito entra en el vestíbulo… —y dejó en el aire el resto del dicho.

Sonó el timbre. Era Eddie Warren, flaco y pálido como de costumbre y en estado de extrema ansiedad.

—¿Es ésta la casa, o no lo es? —suplicó.

—Pues creo que sí… espero que sí —dijo Bertha vivaracha.

—He tenido una experiencia tan espantosa con un taxista; era de lo más siniestro. No conseguí hacer que parara. Mientras más le tocaba y más le avisaba, más rápido iba. Y aquel adefesio de cabeza achatada, abrazado a aquel volante diminuto.

Se estremeció y se quitó una larguísima bufanda de seda blanca. Bertha se percató de que sus calcetines eran blancos también, ¡qué rico!

—¡Pero qué espanto! —exclamó ella.

—Y tanto que lo fue —dijo Eddie siguiéndola hasta el comedor—. Ya me vi recorriendo la Eternidad en un taxi intemporal.

Conocía a los señores de Norman Knight. De hecho, estaba a punto de componer una obra de teatro para N. K. cuando lograra terminar el proyecto de teatro.

—Y bien, Warren, ¿cómo va la obra? —dijo Norman Knight dejando caer el monóculo y dándole su tiempo al ojo para subir a la superficie antes de volver a comprimirlo tras la lente.

Y la señora de Norman Knight:

—Ah, señor Warren, ¡qué calcetines tan alegres!

—Cuánto me alegro de que le gusten —dijo él mirándose los pies—. Parece que se han vuelto mucho más blancos desde que salió la luna —y volvió su joven rostro, flaco y afligido, hacia Bertha.

—Es que hay luna, ¿sabe?

Ella quiso gritar: «¡Sin duda alguna… y tan a menudo, tan a menudo!».

La verdad es que era una persona de lo más atractiva. Y también lo era Cara, acurrucada ante el fuego con sus pieles de banana; y también Jeta lo era, fumándose un cigarrillo y diciendo mientras tiraba la ceniza: «¿Por qué se demora el esposo?».

—Ahí está, ya.

La puerta de la calle se abrió y se cerró con un ¡pam! Harry gritó: «Hola, gente. Bajo en cinco minutos». Y lo oyeron subir corriendo las escaleras. Bertha no pudo evitar sonreír; sabía que a él le gustaba hacer las cosas a toda máquina. Después de todo, ¿qué importaban cinco minutos más? Pero él se convencía a sí mismo de que importaban más que nada en el mundo. Y luego haría una entrada triunfal en el comedor con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora.

Harry tenía tantas ansias de vivir. Cielos, cuánto apreciaba ella eso en él. Y su pasión por luchar, por hallar en todo lo que se le pusiera por delante una prueba más de su poder y de su bravura…, también eso lo entendía. Incluso cuando lo hacía parecer, en alguna ocasión, algo ridículo quizás a ojos de otros que no lo conocían bien… porque había momentos en los que se precipitaba a la batalla donde no había batalla. Ella conversó y rió y se olvidó por completo, hasta que entró él tal y como ella lo había imaginado, de que Pearl Fulton aún no había aparecido.

—Me pregunto si la señorita Fulton se habrá olvidado.

—Supongo —dijo Harry—. ¿Está al teléfono?

—¡Ah! Acaba de llegar un taxi —y Bertha sonrió con ese airecillo de dueña que siempre adoptaba mientras sus descubrimientos femeninos eran nuevos y misteriosos—. Pearl vive en los taxis.

—Si es así acabará hecha una vaca —dijo Harry con frialdad, llamando a cenar con la campanilla—. Grave peligro para las rubias.

—Harry, no, por favor —le advirtió Bertha mirándolo con una risotada.

Otro momentito de nada pasó mientras esperaban, riendo y charlando, un pelín demasiado a sus anchas, un pelín demasiado inconscientes. Y entonces entró la señorita Fulton, toda de plata, con una redecilla plateada recogiéndole el pelo rubio claro, sonriendo, con la cabeza un poco ladeada.

—¿Llego tarde?

—No, en absoluto —dijo Bertha—. Pasa —y la tomó del brazo y entraron en el comedor.

¿Qué había en aquel roce de aquel brazo frío que avivara y avivara, hasta empezar a encender aquella llama del éxtasis con la que Bertha no sabía qué hacer?

La señorita Fulton no la miró; aunque de todos modos raramente miraba a las personas cara a cara. Los pesados párpados le reposaban sobre los ojos y esa extraña media sonrisa iba y venía a sus labios como si viviera más de escuchar que de mirar. Pero Bertha supo enseguida, como si se hubieran cruzado la más prolongada e íntima mirada, como si se hubieran dicho una a otra «¿tú también?», que Pearl Fulton estaba sintiendo exactamente lo mismo que ella mientras removía la preciosa sopa roja en el plato gris.

¿Y los demás? Cara y Jeta, Eddie y Harry, con sus cucharas entrando y saliendo de la sopa, secándose los labios con sus servilletas, desmigando el pan, jugueteando con los tenedores y los vasos y charlando.

—La conocí en el Show de Alpha; qué criatura más rara. No sólo se había cortado el pelo, sino que parecía como si se hubiera seccionado más que un buen trozo de brazos y piernas con las tijeras, y del cuello y también de su pobre naricita.

—¿No está de lo más liée con Michael Oat?

—¿El tipo que escribió Amor con dientes postizos?

—Quiere escribir una obra de teatro para mí. Sólo un acto. Sólo un hombre. Decide suicidarse. Da todas las razones por las que debería hacerlo y por las que no. Y justo cuando ya se ha decidido por hacerlo o por no hacerlo…, telón. La idea no está nada mal.

—¿Cómo lo va a llamar? ¿Dolor de estómago?

—Creo haber visto alguna vez la misma idea en una revistita francesa, totalmente desconocida en Inglaterra.

No, no la conocían. Eran encantadores, encantadores, y ella adoraba tenerlos allí, sentados a su mesa, y adoraba ofrecerles comida y vino deliciosos. ¡De hecho, deseaba decirle lo exquisitos que eran, y qué grupo más estético formaban, cómo se hacían destacar entre sí y cómo le recordaban una obra de Chéjov!

Harry estaba disfrutando de su cena. Formaba parte de su, bueno, no exactamente de su naturaleza, y desde luego no de su talante, de su lo que quiera que fuese, hablar de las comidas y vanagloriarse de su «mórbida pasión por la carne blanca de la langosta» y por «el verde de los helados de pistacho, verdes y fríos como los párpados de las bailarinas egipcias».

Cuando la miró y dijo: «Bertha, es un souflée absolutamente admirable», ella casi se echó a llorar como una niña de la emoción.

Ah, ¿por qué se sentía tan tierna con todo el mundo esta noche? Todo era bueno, todo estaba bien. Todo lo que iba pasando parecía volver a llenar su rebosante copa de éxtasis.

Y sin embargo, en el fondo de su mente seguía el peral. Ahora estaría plateado, a la luz de la luna de mi pobrecillo Eddie, plateado como la señorita Fulton, sentada allí dándole vueltas a una mandarina con aquellos dedos delgados tan pálidos que parecían irradiar luz.

Lo que sencillamente no lograba entender, lo que era milagroso, era de qué manera había podido adivinar su estado de ánimo con tanta precisión y de forma tan instantánea. Porque ni por un momento dudó de si podía estarse equivocando, y aun así, ¿en qué se basaba?, en nada de nada.

«Creo que esto ocurre muy, muy rara vez entre mujeres. Y nunca entre hombres», pensó Bertha. «Aunque quizá me dé alguna señal mientras preparo el café en el salón».

Lo que quería decir con aquello no lo sabía, y lo que ocurriría después de aquello… no podía imaginárselo.

Mientras pensaba todo esto se veía a sí misma charlando y riéndose. Tenía que hablar para sofocar su deseo de reír.

«O río o me muero».

Aunque al percatarse de la insignificante costumbre tan simpática de meterse algo dentro del escote, como si también allí guardara un puñadito de maní en secreto, Bertha se tuvo que enterrar las uñas en las palmas de las manos para no extralimitarse riéndose.

Por fin se le pasó. Y:

—Ven a ver mi cafetera nueva —dijo Bertha.

—Sólo tenemos una cafetera nueva cada quince días —dijo Harry. Cara la tomó esta vez del brazo; la señorita Fulton ladeó la cabeza y las siguió.

El fuego en el salón se había reducido a un rojo y chisporroteante «nido de polluelos de ave fénix», dijo Cara.

—No enciendas la luz todavía. Es tan hermoso —y volvió a acurrucarse junto al fuego. Siempre tenía frío… «sin su chaquetita de franela roja, claro», pensó Bertha.

En ese momento, la señorita Fulton dio la señal.

—¿Tiene usted jardín? —dijo la voz fría y aletargada.

Aquello fue tan exquisito por su parte que todo lo que Bertha pudo hacer fue obedecer. Atravesó la habitación, separó las cortinas y abrió aquellas ventanas tan altas.

—¡Ahí está! —exhaló.

Y las dos mujeres se quedaron de pie una junto a la otra mirando el esbelto árbol florecido. A pesar de estar tan quieto, parecía, como la llama de una vela, erguirse, despuntar, temblar en el aire luminoso, hacerse más y más alto mientras ellas observaban hasta tocar casi el borde de la redonda luna de plata.

¿Cuánto tiempo estuvieron allí? Las dos, atrapadas como quien dice en aquel círculo de luz divina, entendiéndose perfectamente entre sí, criaturas de otro mundo, y preguntándose qué hacían en éste con todo ese tesoro extasiado que les ardía en el pecho y que caía de sus cabellos y de sus manos en forma de flores de plata.

¿Para siempre… sólo un instante? Y había murmurado la señorita Fulton: «Sí. Exactamente eso». ¿O lo había soñado Bertha?

Entonces encendieron la luz y Cara hizo el café y Harry dijo:

—Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi niña. Nunca la veo. No sentiré el más mínimo interés por ella hasta que tenga un amante —y Jeta apartó el ojo del invernadero del jardín por un instante y lo volvió a poner bajo la lente y Eddie Warren se terminó el café y soltó la taza con una cara de angustia como si en el fondo hubiera visto la araña.

—Lo que quiero es ofrecerles un espectáculo a los jóvenes. Yo creo que Londres sencillamente está atiborrado de obras noveles, aun sin escribir. Lo que quiero decirles es: «Aquí tienen el teatro. Abran fuego».

—No sé si sabrás, querida, que voy a decorar una habitación para los Jacob Nathans. Ah, cuánto me tienta hacer un diseño de pescado frito, como los respaldos de los sillones en forma de sartenes y las cortinas de preciosas papas fritas bordadas.

—El problema con nuestros jóvenes escritores es que son todavía demasiado románticos. Uno no puede hacerse a la mar sin marearse y pedir una palangana. En fin, ¿por qué no tendrán la valentía de usar palanganas?

—Un poema espantoso sobre una muchacha que fue violada por un pordiosero sin nariz en un bosquecillo…

La señorita Fulton se hundió en el sillón más bajo y más hondo y Harry repartió cigarrillos.

Por el modo en que se quedó parado delante de ella agitando la caja plateada y diciendo con brusquedad: «¿Egipcio? ¿Turco? ¿De Virginia? Están todos mezclados», Bertha se dio cuenta de que Pearl no sólo lo aburría; realmente le desagradaba. Y decidió, por el modo en que la señorita Fulton dijo: «No gracias, no fumaré», que también ella sentía lo mismo hacia él, y se sintió herida.

«Cielos, Harry, que no te desagrade. Estás completamente equivocado con ella. Es maravillosa, maravillosa. Y además, cómo puedes sentir algo tan distinto por alguien que significa tantísimo para mí. Intentaré contarte esta noche cuando estemos en la cama lo que ha ocurrido. Lo que ella y yo hemos compartido».

Al oírse esas palabras algo extraño y casi aterrador hizo diana en la mente de Bertha. Y este algo ciego y sonriente le dijo muy bajito: «Pronto se irá toda esta gente. La casa quedará tranquila, muy tranquila. Se apagarán las luces. Y tú y él estarán juntos, solos en la habitación oscura, en la cálida cama…».

Se levantó de un salto de la silla y corrió al piano.

—¡Qué pena que no toque nadie! —exclamó—. ¡Qué pena que no toque nadie!

Por primera vez en su vida, Bertha Young deseaba a su marido.

Sí, lo había amado, había estado enamorada de él, claro, de otra manera, la que fuera, pero exactamente de esta manera, no. Y lo mismo, había visto con claridad que él era diferente. Lo habían hablado tan a menudo. Le había preocupado tantísimo al principio descubrir que era tan frígida, pero pasado un tiempo aquello parecía no importar. Eran tan sinceros el uno con el otro, tan buenos compañeros. Eso era lo mejor de ser modernos.

Aunque ahora… ¡Ardorosamente! ¡Ardorosamente! ¡La palabra dolía en su ardoroso cuerpo! ¿Era a esto a lo que aquel sentimiento de éxtasis la había estado conduciendo? Pero de pronto, de pronto…

—Querida —dijo la señora de Norman Knight—, ya conoces nuestra lacra. Somos víctimas de los horarios y de los trenes. Vivimos en Hampstead. Ha sido maravilloso.

—Los acompañaré al vestíbulo —dijo Bertha—. Me ha encantado tenerlos aquí. Pero no deben perder el último tren. ¿No sería horrible?

—¿Tomas un whisky, Knight, antes de irte? —preguntó Harry.

—No, gracias, amigo mío.

Bertha le dio la mano con un buen apretón por aquello.

—Buenas noches, adiós —gritó desde el último escalón de arriba, sintiendo que aquel yo secreto se libraba de ellos para siempre.

Cuando volvió a entrar en el salón, los demás se estaban marchando.

—… Entonces puedes venir parte del recorrido en mi taxi.

—Le agradezco tanto no tener que enfrentarme a otro recorrido yo solo después de mi espantosa experiencia.

—Pueden conseguir un taxi en la parada que está justo al final de la calle. No tendrán que caminar más de algunas yardas.

—Eso me tranquiliza. Iré a ponerme mi abrigo.

La señorita Fulton se fue hacia el vestíbulo y Bertha la estaba siguiendo cuando Harry casi la tiró al adelantarla.

—Permítame que la ayude.

Bertha vio que se sentía arrepentido de su rudeza; lo dejó pasar. Qué maravilla de hombre era en algunas cosas: ¡tan impulsivo!, ¡tan sencillo!

Y los dejaron a Eddie y a ella junto al fuego de la chimenea.

—Me pregunto si has visto el nuevo poema de Bilks titulado «Table d’Hôte» —dijo Eddie con voz suave—. Es tan maravilloso. En la última antología. ¿Tienes un ejemplar? Me gustaría tanto enseñártelo. Empieza con un verso increíblemente hermoso: «¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?».

—Sí —dijo Bertha. Y se fue sigilosamente a una mesa frente a la puerta del salón y Eddie se deslizó sigilosamente tras ella. Ella tomó el librito y se lo dio; no habían hecho el menor ruido.

Mientras él buscaba el poema, ella volvió la cabeza hacia el vestíbulo. Y vio… Harry estaba con el abrigo de la señorita Fulton en sus brazos y la señorita Fulton dándole la espalda y cabizbaja. Tiró el abrigo, le puso las manos en los hombros y la giró hacia él violentamente. Sus labios dijeron: «Te adoro», y la señorita Fulton le puso sus dedos de claro de luna en las mejillas y le sonrió con su sonrisa aletargada. Las aletas de la nariz de Harry temblaban; los labios se le encogieron en una horrible sonrisa al musitarle: «Mañana», y la señorita Fulton dijo con los párpados: «Sí».

—Aquí está —dijo Eddie—. «¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?». Es tan profundamente verdadero, ¿no te parece? La sopa de tomate es tan espantosamente eterna.

—Si lo prefieres —dijo la voz de Harry, muy alto, desde el vestíbulo—, puedo pedir que venga un taxi hasta la puerta.

—No, no. No es necesario —dijo la señorita Fulton y fue hasta donde estaba Bertha y le tendió sus delgados dedos.

—Adiós. Muchísimas gracias.

—Adiós —dijo Bertha.

La señorita Fulton le sostuvo la mano un momento más.

—¡Su precioso peral! —murmuró.

Y después se había ido, con Eddie detrás, como el gato negro que sigue al gato gris.

—Yo cerraré todo —dijo Harry, con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora.

«¡Su precioso peral, peral, peral!», Bertha sencillamente corrió a las ventanas altas.

—Ah, ¿qué va a pasar ahora? —exclamó.

Pero el peral estaba tan hermoso como siempre y tan repleto de flores e igual de quieto.

FIN


  • Autor: Katherine Mansfield

  • Título: Éxtasis

  • Título Original: Bliss

  • Publicado en: English Review, agosto de 1918

  • Traducción: Juana Teresa Guerra de la Torre

 
 
 

Actualizado: 24 may


Hija de sangre

Octavia E. Butler



Mi última noche de niñez comenzó con una visita a casa. La hermana de T’Gatoi nos había regalado dos huevos estériles. T’Gatoi les dio uno a mi madre, mi hermano y mis hermanas. Insistió en que el otro me lo tomara yo entero. No importaba. Seguía habiendo suficiente para que todos nos sintiéramos bien. Casi todos. Mi madre no quiso tomar. Sentada, vigilaba mientras todos los demás nos dejábamos ir y soñábamos sin ella. Sobre todo me vigilaba a mí.

Yo estaba tumbado contra la parte inferior de T’Gatoi, larga y aterciopelada, sorbiendo mi huevo a cada rato, preguntándome por qué mi madre se negaba a sí misma aquel placer totalmente inofensivo. Tendría menos canas si se lo permitiera de vez en cuando. Los huevos prolongaban la vida, el vigor. Mi padre, que nunca rechazó un huevo en su vida, vivió casi dos veces más de lo que le habría correspondido. Y, hacia el final de su vida, cuando debería haber estado aflojando el ritmo, se casó con mi madre y tuvo cuatro hijos.

Pero mi madre parecía conforme con envejecer antes de lo debido. Vi cómo apartaba la vista cuando varias de las extremidades de T’Gatoi me aproximaron hacia sí con firmeza. A T’Gatoi le gustaba nuestro calor corporal y lo aprovechaba siempre que podía. Cuando era pequeño y pasaba más tiempo en casa, mi madre solía intentar explicarme cómo comportarme con T’Gatoi, cómo ser respetuoso y siempre obediente porque T’Gatoi era la funcionara del gobierno tlic a cargo de la Reserva y, por lo tanto, el miembro más importante de su especie en contacto directo con los terranos. Mi madre decía que era un honor que una persona semejante hubiera elegido entrar en la familia. Cuando más formal y seria se ponía mi madre era cuando mentía.

No tenía ni idea de por qué estaba mintiendo, ni sobre qué. Claro que era un honor tener a T’Gatoi en la familia, pero poco tenía de novedad. Mi madre era amiga de T’Gatoi de toda la vida, y a T’Gatoi no le interesaba que nos mostrásemos honrados por su presencia en una casa que consideraba su segundo hogar. Siempre entraba sin más, se subía a uno de sus sofás especiales y me llamaba para que fuera a hacerla entrar en calor. Era imposible ser formal con ella, tumbado contra su cuerpo y oyéndola quejarse, como de costumbre, de que estaba demasiado flaco.

—Estás mejor —dijo esta vez, explorándome con seis o siete de sus extremidades—. Estás ganando peso por fin. La delgadez es peligrosa.

La exploración cambió sutilmente y pasó a ser una serie de caricias.

—Sigue estando demasiado delgado —dijo mi madre con aspereza.

T’Gatoi levantó la cabeza y más o menos un metro de su cuerpo, como si estuviera incorporándose en el sofá. Miró a mi madre y ella, la cara avejentada y surcada de arrugas, apartó la mirada.

—Lien, me gustaría que te tomases lo que queda del huevo de Gan.

—Los huevos son para los niños —dijo mi madre.

—Son para la familia. Tómatelo, por favor.

Obediente, pero de mala gana, mi madre me cogió el huevo de las manos y se lo llevó a la boca. Solo quedaban unas pocas gotas dentro de la cáscara elástica, ya algo contraída, pero al final las sorbió, se las tragó y, al cabo de unos instantes, se le empezaron a suavizar algunas de las líneas de tensión de la cara.

—Qué rico —dijo en voz baja—. A veces se me olvida lo bueno que está.

—Deberías tomar más —dijo T’Gatoi—. ¿Por qué tienes tanta prisa por ser vieja?

Mi madre no dijo nada.

—Me gusta poder venir aquí —continuó T’Gatoi—. Este lugar es un refugio gracias a ti, y sin embargo tú te niegas a cuidarte.

A T’Gatoi la estaban acosando en el exterior. Su pueblo quería que hubiera más de nosotros disponibles. Solo ella y su facción política se interponían entre nosotros y las hordas que no entendían por qué había una Reserva, por qué a los terranos no se nos podía cortejar, pagar o reclutar, disponibles, de un modo u otro, para quienes nos solicitasen. O sí que lo entendían, pero, en su desesperación, les daba igual. T’Gatoi nos repartía entre los desesperados y nos vendía a los ricos y poderosos a cambio de apoyo político. Así pues, éramos artículos de primera necesidad, símbolos de estatus. Y un pueblo independiente. T’Gatoi supervisaba la unión de las familias, poniendo fin así a los últimos vestigios del anterior sistema que dividía a familias terranas para acomodarse a las necesidades de las tlics impacientes. Yo había vivido fuera con ella. Había notado el ansia desesperada en la manera en que algunas personas me miraban. Daba un poco de miedo saber que solo ella se interponía entre nosotros y esa desesperación capaz de tragársenos con total facilidad. Mi madre a veces la miraba y me decía: «Cuida de ella». Y entonces yo me acordaba de que ella también había estado fuera, que lo había visto.

T’Gatoi empujó con cuatro de sus extremidades para alejarme de ella y ponerme en el suelo.

—Ve, Gan —dijo—. Siéntate allí con tus hermanas y disfruta de no estar sobrio. Te has tomado casi todo el huevo tú. Lien, ven a darme calor.

Mi madre vaciló por alguna razón que no supe adivinar. Uno de mis recuerdos más tempranos es el de mi madre estirada junto a T’Gatoi, hablando de cosas que yo no entendía, levantándome del suelo y riendo mientras me sentaba sobre uno de los segmentos de T’Gatoi. En aquel entonces comía bastantes huevos. Me preguntaba cuándo había dejado de hacerlo y por qué.

Ahora estaba tumbada, apretada contra T’Gatoi, y toda la fila izquierda de extremidades se cerraba sobre ella, rodeándola sin apretar, pero bien sujeta. Siempre me había resultado cómodo tumbarme así, pero, salvo a mi hermana mayor, a nadie más de la familia le gustaba. Decían que les hacía sentir enjaulados.

Esa era la idea: enjaularla. Cuando lo hubo hecho, T’Gatoi movió ligeramente la cola y habló.

—No has tomado suficiente huevo, Lien. Deberías haberlo cogido cuando te lo pasaron. Ahora te hace mucha falta.

T’Gatoi movió la cola otra vez, como un látigo, tan rápido que yo no lo habría visto si no hubiera estado esperando, atento, a que lo hiciera. El aguijón extrajo una sola gota de sangre de la pierna desnuda de mi madre.

Mi madre dio un grito, probablemente de sorpresa. No duele cuando pican. Después suspiró y vi que su cuerpo se relajaba. Buscó con languidez una postura más cómoda dentro de la jaula de las extremidades de T’Gatoi.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó con voz adormilada.

—No podía seguir mirando cómo sufrías.

Mi madre logró encoger un poco los hombros en un gesto de indiferencia.

—Mañana —respondió.

—Sí. Mañana reanudarás tu sufrimiento, si no hay más remedio. Pero, ahora, al menos un rato, quédate aquí tumbada y dame calor y deja que te ponga las cosas un poco más fáciles.

—Que sepas que todavía es mío —dijo mi madre de repente—. No me lo pueden comprar a cambio de nada.

Sobria no se habría permitido hacer referencia a semejantes asuntos.

—Nada —convino T’Gatoi, siguiéndole la corriente.

—¿Te creías que lo vendería a cambio de huevos? ¿De vivir más? ¿A mi propio hijo?

—A cambio de cualquier cosa, no —respondió T’Gatoi, acariciando los hombros de mi madre, jugando con su pelo largo y encanecido.

Me habría gustado tocar a mi madre entonces, haber compartido ese momento con ella. Me habría cogido la mano si la hubiera tocado en ese momento. Liberada por el huevo y el aguijón, habría sonreído y tal vez dicho cosas que llevaba mucho tiempo guardadas. Pero al día siguiente habría recordado todo aquello como una humillación. No quería ser parte de un recuerdo humillante. Era mejor quedarme quieto y saber que me quería bajo todo ese deber y ese orgullo y ese dolor.

—Xuan Hoa, quítale los zapatos —dijo T’Gatoi—. En un ratito la volveré a picar y podrá dormir.

Mi hermana mayor obedeció, bamboleándose al ponerse en pie, como borracha. Después, se sentó junto a mí y me cogió la mano. Siempre habíamos estado muy unidos.

Mi madre apoyó el cogote contra el segmento ventral de T’Gatoi y desde aquel ángulo imposible intentó levantar la vista y mirarla a la cara, amplia y redonda.

—¿Vas a picarme otra vez?

—Sí, Lien.

—Así no me despertaré hasta mañana al mediodía.

—Mejor. Te hace falta. ¿Hace cuánto que no duermes?

Mi madre produjo un sonido de fastidio.

—Debería haberte pisado cuando todavía eras pequeña —dijo entre dientes.

Era una vieja broma entre ellas. Habían crecido juntas, más o menos, aunque nunca en la vida de mi madre había sido T’Gatoi lo bastante pequeña para que un pie terrano la pudiese pisar. Casi triplicaba los años que tenía ahora mi madre, y aun así seguiría siendo joven cuando mi madre muriese de vieja. Pero las dos se habían conocido cuando T’Gatoi estaba entrando en un periodo de rápido desarrollo, una especie de adolescencia tlic. Mi madre no era más que una niña entonces, pero durante un tiempo crecieron a la misma velocidad y no tenían ninguna amistad mejor que la que había entre ellas.

T’Gatoi incluso había presentado a mi madre al hombre que sería mi padre. Mis padres, que se agradaban mutuamente a pesar de la diferencia de edad, se casaron cuando T’Gatoi entró a formar parte del negocio de su familia: la política. T’Gatoi y mi madre se veían menos entonces. Pero en algún momento, antes de nacer mi hermana mayor, mi madre le prometió a T’Gatoi uno de sus hijos. Tendría que entregarnos a alguno de nosotros, y prefería dárselo a T’Gatoi antes que a una desconocida.

Pasaron los años. T’Gatoi viajaba y ampliaba su influencia. La Reserva fue suya para cuando volvió a casa de mi madre a recoger lo que probablemente veía como su justa recompensa por trabajar tan duramente. A mi hermana mayor T’Gatoi le gustó al instante y quiso ser la elegida, pero mi madre estaba embarazada de mí y a punto de salir de cuentas, y a T’Gatoi le gustaba la idea de elegir a un bebé, observarlo y participar en todas las fases de su desarrollo. Me han contado que T’Gatoi me enjauló dentro de sus numerosas extremidades apenas tres minutos después de nacer. Unos días más tarde me dieron a probar un huevo por primera vez. Esto es lo que les cuento a los terranos cuando me preguntan si alguna vez me dio miedo T’Gatoi. Y se lo cuento a las tlics cuando T’Gatoi les propone a un niño terrano pequeño y ellas, ansiosas e ignorantes, exigen un adolescente. Hasta mi hermano, que por algún motivo al hacerse mayor había terminado temiendo a las tlics y desconfiando de ellas, probablemente habría podido incorporarse sin mucha complicación a alguna de sus familias, si lo hubieran adoptado lo bastante temprano. A veces creo que, por su bien, deberían haberlo hecho. Lo miré, tendido en el suelo en medio de la estancia con los ojos abiertos y desenfocados, en pleno sueño del huevo. No importaba lo que opinase de las tlics: de eso siempre exigía su parte.

—Lien, ¿puedes ponerte de pie? —preguntó T’Gatoi de repente.

—¿De pie? —repitió mi madre—. Creía que iba a dormir.

—Luego. Suena a que algo va mal fuera —la jaula se deshizo abruptamente.

—¿Qué?

—¡Lien, levanta!

Mi madre reconoció su tono y se levantó justo a tiempo para evitar que T’Gatoi la tirase al suelo. T’Gatoi catapultó sus tres metros de cuerpo del sofá hacia la puerta, y salió a toda velocidad. Tenía huesos: costillas, una larga columna vertebral, un cráneo y cuatro grupos de articulaciones óseas por segmento. Pero cuando se movía así, retorciéndose, lanzándose en caídas controladas en las que aterrizaba corriendo, no solo parecía no tener huesos, sino ser acuática, algo que nadase por el aire como si fuese agua. Me encantaba verla moverse.

Dejé a mi hermana y salí por la puerta tras T’Gatoi, aunque me flaqueaban un poco las piernas. Habría sido mejor quedarme sentado, soñando, y aún mejor haberme buscado a una chica y compartido un sueño despierto con ella. Cuando las tlics aún nos veían como poco más que animales grandes y útiles de sangre caliente, nos cercaban a varios, varones y hembras, y no nos daban más que huevos para comer. Así tenían garantizado que saldría otra generación de los nuestros, por mucho que nosotros nos intentásemos resistir. Tuvimos suerte de que aquello no durase mucho. Unas pocas generaciones más de aquello y sí que habríamos terminado siendo poco más que animales grandes y útiles.

—Mantén la puerta abierta, Gan —dijo T’Gatoi—. Y dile a la familia que no se acerque.

—¿Qué es? —pregunté.

—Un n’tlic.

Retrocedí hasta dar contra la puerta.

—¿Aquí? ¿Él solo?

—Intentaba llegar hasta una cabina, supongo.

T’Gatoi pasó a mi lado con el hombre a cuestas, inconsciente, doblado como un abrigo sobre algunas de sus extremidades. Parecía joven —de la edad de mi hermano, tal vez— y estaba más delgado de lo recomendable. Lo que T’Gatoi habría descrito como peligrosamente delgado.

—Gan, ve a la cabina —dijo entonces. Dejó al hombre en el suelo y empezó a desvestirlo. Yo no me moví.

Al cabo de un momento, levantó la cabeza y me miró. Su quietud repentina era señal de una profunda impaciencia.

—Manda a Qui —le dije—. Yo me quedo aquí. Quizás pueda ayudar.

T’Gatoi dejó que las extremidades se le volvieran a mover; levantó al hombre y le quitó la camisa por la cabeza.

—No querrás ver esto —respondió—. Va a ser duro. No puedo ayudar a este hombre como lo haría su tlic.

—Ya lo sé. Pero manda a Qui. No querrá ayudar aquí. Por lo menos, yo estoy dispuesto.

T’Gatoi miró a mi hermano mayor, más grande, más fuerte y, desde luego, más capaz de ayudarla. Se había incorporado y no se despegaba de la pared, sin quitarle ojo al hombre que estaba en el suelo con un miedo y repulsión manifiestos. Hasta T’Gatoi veía que no le serviría de nada.

—¡Ve, Qui! —exclamó.

Él no discutió. Se levantó, se tambaleó un poco y luego, despejado por el miedo, recobró el equilibrio.

—Este hombre se llama Bram Lomas —le dijo, leyéndole el brazalete. Yo me toqué el mío con los dedos en solidaridad—. Necesita a T’Khotgif Teh. ¿Me has oído?

—Bram Lomas, T’Khotgif Teh —contestó mi hermano—. Ya voy.

Evitó a Lomas al pasar y salió corriendo por la puerta.

Lomas empezó a recobrar el sentido. Al principio solo gemía y se agarraba entre espasmos a un par de las extremidades de T’Gatoi. Mi hermana pequeña, al fin despierta de su sueño de huevo, se acercó para mirarlo hasta que mi madre tiró de ella y la alejó del hombre.

T’Gatoi lo descalzó y después le quitó los pantalones, todo ello al mismo tiempo que le ofrecía dos de sus extremidades para que se sujetara. Salvo por unas pocas extremidades situadas al final, todas tenían igual destreza.

—No quiero que me discutas esta vez, Gan —dijo.

Yo me enderecé.

—¿Qué hago?

—Sal y sacrifica a un animal que tenga al menos la mitad de tu tamaño.

—¿Sacrificarlo? Pero nunca he…

Me lanzó al otro lado de la habitación de un golpe. Su cola era un arma eficiente, tanto con el aguijón como sin él.

Me levanté, sintiéndome estúpido por haber ignorado su advertencia, y fui a la cocina. Quizá pudiera matar algo con un hacha. Mi madre criaba unos pocos animales terranos para comer y varios miles de los locales por su piel. T’Gatoi probablemente prefiriese uno local. Quizás un achti. Algunos eran del tamaño que buscaba, aunque tenían más o menos el triple de dientes que yo y una gran afición por utilizarlos. Mi madre, Hoa y Qui eran capaces de matarlos a cuchillo. Yo no había matado ni uno; nunca había sacrificado un animal. Había pasado la mayor parte del tiempo con T’Gatoi mientras mi hermano y mis hermanas aprendían a llevar el negocio familiar. T’Gatoi tenía razón. Debería haber sido yo quien fuera a la cabina. Al menos eso sabía hacerlo.

Fui hasta el armario esquinero donde mi madre guardaba las herramientas del jardín y las más grandes para la casa. Al fondo había una tubería que se llevaba el agua residual de la cocina, aunque ya no lo hacía. Mi padre la había desviado bajo tierra antes de nacer yo. Ahora la tubería se podía girar de modo que una mitad se deslizase alrededor de la otra y dentro se pudiera guardar un rifle. Esta no era nuestra única arma, pero sí era la más accesible. Tendría que utilizarlo para disparar a uno de los achti más grandes. Después, probablemente T’Gatoi lo confiscaría. Las armas de fuego eran ilegales en la Reserva. Hubo varios incidentes poco después de la fundación de la Reserva: terranos que dispararon a tlics o a n’tlics. Esto fue antes de que comenzase la unión de familias, antes de que todo el mundo tuviera un interés personal en mantener la paz. La última vez que alguien disparó a un tlic fue antes de nacer mi madre y yo, pero la ley seguía vigente; por nuestra protección, según nos decían. Se oían historias de familias terranas enteras a las que habían liquidado como represalia durante los asesinatos.

Salí adonde estaban las jaulas y disparé al achti más grande que encontré. Era un espléndido macho de cría y a mi madre no le haría ninguna gracia cuando me viera entrar con él. Pero era del tamaño adecuado y tenía prisa.

Me eché el cuerpo largo y tibio del achti al hombro —agradecido de que parte del peso que había ganado fuera músculo— y lo llevé a la cocina. Allí, devolví el arma a su escondrijo. Si T’Gatoi reparaba en las heridas del achti y exigía que le diera el arma, lo haría. Si no, mejor que se quedase donde mi padre habría querido.

Me di la vuelta para llevarle el achti, pero titubeé. Me quedé quieto unos segundos delante de la puerta cerrada, preguntándome por qué tenía miedo de repente. Sabía lo que iba a pasar. No lo había visto nunca, pero T’Gatoi me había enseñado diagramas y dibujos. Se había asegurado de que conociera la verdad en cuanto fui lo bastante mayor para comprenderla.

Y aun así no quería entrar en aquella habitación. Perdí algo de tiempo eligiendo un cuchillo de la caja de madera tallada en la que los guardaba mi madre. T’Gatoi podría querer uno, me dije, para el pellejo duro y peludo del achti.

—¡Gan! —gritó T’Gatoi, apremiando con voz áspera.

Tragué saliva. Quién habría imaginado que un solo movimiento de los pies pudiera ser tan difícil. Me di cuenta de que estaba temblando. Aquello me avergonzó. La vergüenza me empujó al otro lado de la puerta.

Dejé el achti en el suelo, cerca de T’Gatoi, y vi que Lomas estaba inconsciente otra vez. Estábamos solos en la habitación, ella, Lomas y yo. T’Gatoi probablemente hubiera enviado a mi madre y mis hermanas a otra habitación para que no tuvieran que mirar. Las envidiaba.

Pero mi madre volvió a entrar en la habitación al mismo tiempo que T’Gatoi agarraba el achti. Ignorando el cuchillo que yo le ofrecía, extendió las garras de varias de sus extremidades y rajó al achti de la garganta al ano. Me miró con penetrantes ojos amarillos.

—Agarra a este hombre de los hombros, Gan.

Yo miré a Lomas presa del pánico, comprendiendo entonces que no quería tocarlo, mucho menos sujetarlo. Esto no iba a ser como disparar a un animal. Ni tan rápido, ni tan clemente ni, esperaba, tan definitivo, pero no había nada en lo que tuviese menos ganas de participar.

Mi madre se acercó.

—Gan, sujétale el lado derecho —dijo—. Yo sujeto el izquierdo.

Si volviese en sí, Lomas la tiraría al suelo sin darse cuenta de que lo había hecho. Mi madre era muy pequeña. A menudo se preguntaba en voz alta cómo había producido, como ella decía, hijos tan «enormes».

—No pasa nada —le dije, agarrando a Lomas de los hombros—. Lo haré yo —mi madre no acababa de alejarse—. No te preocupes. No te avergonzaré. No tienes que quedarte a vigilar.

Me miró con aire vacilante y después me tocó la cara, una caricia inusual en ella. Por fin, volvió a su dormitorio.

T’Gatoi bajó la cabeza con alivio.

—Gracias, Gan —dijo con una cortesía más terrana que tlic—. Esa… siempre encuentra nuevas maneras de que la haga sufrir.

Lomas empezó a gemir y a proferir unos sonidos ahogados. Había tenido la esperanza de que se quedase inconsciente. T’Gatoi acercó su cara a la de él para que le prestase atención.

—Ya te he picado tanto como me atrevo, de momento —le dijo—. Cuando esto termine, te volveré a picar para que te duermas y te dejará de doler.

—Por favor —suplicó el hombre—, espera…

—Ya no hay tiempo, Bram. Te picaré en cuanto termine. Cuando T’Khotgif llegue te dará huevos para ayudar a la cicatrización. Pronto habrá terminado.

—¡T’Khotgif! —gritó el hombre, forcejeando contra mis manos.

—Pronto, Bram —T’Gatoi me miró de soslayo y colocó una garra contra el abdomen del hombre, un poco a la derecha del centro, justo debajo de la última costilla izquierda. Hubo un movimiento a la derecha: pulsaciones minúsculas, en apariencia aleatorias que se movían por su piel oscura, creando una concavidad aquí, una convexidad allá, una y otra vez, hasta que distinguí su ritmo interno y supe dónde sería la siguiente pulsación.

El cuerpo entero de Lomas se tensó bajo la garra de T’Gatoi, aunque no había hecho más que dejarla descansar contra él mientras le envolvía las piernas con la parte inferior de su cuerpo. Lomas podría zafarse de mí, pero no de ella. Lloraba desconsolado mientras T’Gatoi le ataba las manos con sus pantalones; luego tiró de ellas para ponérselas encima de la cabeza, de modo que yo pudiese arrodillarme entre ellas, sobre la tela, y mantenerlas sujetas. T’Gatoi hizo un rollo con la camisa de Lomas y se la dio para que la mordiera.

Y lo abrió.

Su cuerpo se convulsionó con el primer corte. Casi consiguió zafarse de mí. El sonido que hizo… Nunca había oído sonidos semejantes que provinieran de algo humano. T’Gatoi parecía no hacer caso mientras abría y profundizaba la herida, haciendo una pausa de vez en cuando para retirar la sangre a lametones. Los vasos sanguíneos de Lomas se contrajeron, reaccionando a la química de su saliva, y el sangrado aminoró.

Me sentía como si estuviera ayudándola a torturarlo, a consumirlo. Sabía que no tardaría en vomitar y no entendía por qué no lo había hecho ya. No iba a poder aguantar hasta que terminase.

T’Gatoi encontró la primera larva. Era gorda y de color rojo oscuro por la sangre de Lomas, por dentro y por fuera. Ya se había comido la cáscara, pero al parecer no había empezado con su huésped todavía. En esta fase se comería cualquier carne salvo la de su madre. Si nadie hubiera intervenido, habría seguido excretando los venenos que habían hecho enfermar a Lomas a la par que lo alertaban. En algún momento habría empezado a comer. Para cuando se hubiera abierto camino al exterior, comiéndose la carne de Lomas, este estaría muerto o moribundo, y sería incapaz de vengarse de la cosa que lo estaba matando. Siempre había un periodo de gracia desde el momento en el que el huésped caía enfermo hasta que las larvas se lo empezaban a comer.

T’Gatoi retiró la larva cuidadosamente y la miró retorcerse, ignorando de forma inexplicable los terribles gemidos del hombre.

Lomas perdió el sentido repentinamente.

—Bien —T’Gatoi bajó la vista para mirarlo—. Ojalá pudierais hacerlo a voluntad.

No sentía nada. Y lo que sostenía…

Sin miembros ni osamenta en esta etapa, mediría unos quince centímetros de largo y dos de ancho. Estaba ciega y viscosa por la sangre. Era como un gusano grande. T’Gatoi la metió en la barriga del achti y de inmediato la larva empezó a hurgar. Ahí se quedaría, comiendo, mientras quedase algo qué comer.

Explorando por entre la carne de Lomas, T’Gatoi encontró otras dos, una de ellas, más pequeña y vigorosa.

—¡Un macho! —dijo alegremente.

Ese moriría antes que yo. Completaría su metamorfosis y se tiraría a todo lo que se moviera antes incluso de que sus hermanas tuvieran extremidades. Fue el único que le puso ganas e intentó morder a T’Gatoi mientras esta lo colocaba dentro del achti.

Unos gusanos más pálidos asomaron en la carne de Lomas. Cerré los ojos. Era peor que tropezar con algo muerto, putrefacto y lleno de diminutas larvas de animal. Y mucho peor que cualquier dibujo o diagrama.

—Ah, hay más —dijo T’Gatoi, tirando de dos larvas largas y gruesas—. Puede que tengas que matar otro animal, Gan. Dentro de vosotros vive todo.

Toda la vida me habían dicho que esto era algo bueno y necesario que tlics y terranos hacíamos juntos: una especie de parto. Me lo había creído hasta ahora. Sabía que el parto era doloroso y sangriento, sí o sí. Pero esto era otra cosa, esto era peor. Y yo no estaba listo para verlo. Quizá nunca lo estaría. Y aun así no podía dejar de mirar. Cerrar los ojos no me sirvió de nada.

T’Gatoi encontró una larva aún comiéndose su cáscara. Lo que quedaba de ella aún estaba conectado a un vaso sanguíneo con su propio tubito o gancho o lo que fuera. Así era como se anclaban las larvas y así se alimentaban también. Solo tomaban sangre hasta que estaban listas para salir. Entonces se comían la cáscara de su huevo, elástica y dilatada. Después se comían a su huésped.

T’Gatoi arrancó la cáscara de un mordisco y limpió la sangre a lametazos. ¿Le gustaría el sabor? ¿Cuesta perder las costumbres de la infancia, o es que no se pierden nunca?

Todo el procedimiento estaba mal. Era algo ajeno. Nunca habría creído que nada relacionado con T’Gatoi pudiera parecérmelo.

—Una más, creo —dijo—. Puede que dos. Una gran familia. En estos tiempos, en un huésped animal nos habríamos conformado con encontrar vivas una o dos —me echó una ojeada—. Sal, Gan, y vacía tu estómago. Ve ahora que el hombre está inconsciente.

Salí tambaleándome y casi no llegué a tiempo. Justo delante de la puerta de entrada, al pie de un árbol, vomité hasta que no tuve nada más que sacar. Cuando por fin terminé me enderecé, tembloroso, con las lágrimas corriéndome por las mejillas. No sabía por qué lloraba, pero no podía parar. Me alejé más de la casa para que nadie me viera. Cada vez que cerraba los ojos veía gusanos rojos arrastrándose sobre una carne humana todavía más roja.

Un coche venía hacia la casa. Dado que los terranos teníamos prohibidos los vehículos motorizados salvo para algunos modelos de equipo agrícola, sabía que debía tratarse de la tlic de Lomas que venía con Qui y quizás con un médico terrano. Me enjugué la cara con la camisa y me esforcé por recobrar el control.

—Gan —gritó Qui, parando el coche—. ¿Qué ha pasado?

Salió con dificultad por la puerta del vehículo, diseñada para tlics, baja y redonda. Otro terrano salió del otro lado y se metió en la casa sin decirme nada. El médico. Con su ayuda y unos pocos huevos, Lomas quizá saldría de esta.

—¿T’Khotgif Teh? —pregunté.

La conductora tlic emergió a toda prisa del coche y se irguió ante mí hasta alcanzar la mitad de su altura. Era más pálida y pequeña que T’Gatoi, probablemente nacida del cuerpo de un animal. Los tlics nacidos de cuerpos terranos siempre eran más grandes y numerosos.

—Seis crías —le dije—. Puede que siete, todas vivas. Al menos un macho.

—¿Lomas? —inquirió bruscamente. Me cayó bien por preguntarlo y por el tono de preocupación de su voz. Lo último coherente que Lomas había dicho era su nombre.

—Está vivo —contesté.

Se apresuró hacia la casa sin decir otra palabra.

—Ha estado enferma —dijo mi hermano mientras la miraba marcharse—. Cuando llamé, oí gente diciéndole que no estaba lo bastante recuperada para salir, ni siquiera para esto.

Yo no dije nada. Ahora que le había mostrado cortesía a la tlic, no quería hablar con nadie más. Esperaba que Qui entrase en la casa, si no por otra cosa, al menos por curiosidad.

—Conque por fin sabes más de lo que querías, ¿eh?

Lo miré.

—No me mires así, como hace ella —dijo—. No eres ella. No eres más que propiedad suya.

Como ella. ¿Había aprendido hasta a imitar sus expresiones?

—¿Qué pasa, has echado la papilla? —husmeó el aire—. Así que ahora ya sabes lo que te espera.

Me alejé de él. Cuando éramos niños habíamos estado muy unidos. En casa él me dejaba seguirlo por todas partes y a veces T’Gatoi me dejaba traérmelo cuando me llevaba a la ciudad. Pero algo ocurrió cuando Qui alcanzó la adolescencia. Nunca supe el qué. Empezó a evitar a T’Gatoi. Luego a escaparse… hasta que se dio cuenta de que no había adonde ir. Ni en la Reserva, ni, desde luego, fuera de ella. Después de aquello se concentró en no quedarse sin su parte de cada huevo que entraba en la casa y en cuidar de mí de un modo que me hacía casi odiarlo: un modo que decía claramente que, mientras a mí no me pasase nada, él estaba a salvo de las tlics.

—En serio, ¿cómo ha sido? —insistió, yendo tras de mí.

—He matado un achti. Se lo han comido las crías.

—No has salido corriendo de casa a vomitar porque se hayan comido un achti.

—Nunca… había visto cómo rajan y abren a una persona —eso era verdad y suficiente información para él. De lo demás no podía hablar. No con él.

—Ah —dijo. Me miró como si quisiese decir algo más, pero guardó silencio.

Qui empezó a caminar sin dirección concreta, hacia la parte de atrás, donde las jaulas y los sembrados.

—¿Ha dicho algo? —preguntó Qui—. Lomas, digo.

¿Quién iba a ser si no?

—Ha dicho «T’Khotgif».

Qui se estremeció.

—Si me hubiera hecho eso a mí, sería la última persona a la que llamaría.

—La llamarías. Su aguijón te calmaría el dolor sin matar a las larvas que llevas dentro.

—¿Te crees que me importaría que se muriesen?

No. Claro que no. ¿Y a mí?

—¡Joder! —respiró hondo—. Ya he visto lo que hacen. ¿Te crees que esto que le ha pasado a Lomas es malo? Eso no ha sido nada.

No le llevé la contraria. Qui no sabía de lo que estaba hablando.

—Yo las he visto comerse a un hombre —continuó.

Me di la vuelta para encararme con él.

—¡Mentira!

—¡Las he visto comerse a un hombre! —hizo una pausa—. Fue cuando era pequeño. Estaba volviendo de casa de la familia Hartmund. A mitad de camino vi a un hombre y a una tlic y el hombre era n’tlic. Era un terreno ondulado. Pude esconderme y observar. La tlic no quería abrir al hombre porque no tenía nada que las larvas pudieran comer. El hombre no podía andar más y no había casas cerca. Estaba sufriendo tanto que le dijo que lo matase. Le suplicó que lo matase. Al final, ella lo mató. Le cortó la garganta. Un movimiento de la garra. Vi cómo las larvas se lo comían hasta salir y se volvían a meter sin dejar de comer.

Sus palabras me hicieron ver otra vez la carne de Lomas, atestada de parásitos.

—¿Por qué no me lo contaste? —susurré.

Me miró con sorpresa, como si hubiera olvidado que lo estaba escuchando.

—No sé.

—Empezaste a escaparte poco después de aquello, ¿verdad?

—Sí. Una estupidez. Escapar dentro de la Reserva. Escapar dentro de una jaula.

Negué con la cabeza y dije lo que debería haberle dicho hacía mucho tiempo.

—No te elegiría, Qui. No tienes por qué preocuparte.

—Lo haría… si te pasase algo a ti.

—No. Elegiría a Xuan Hoa. Hoa… lo desea.

No lo desearía si se hubiera quedado a mirar a Lomas.

—No eligen mujeres —dijo con desprecio.

—A veces, sí —lo miré—. De hecho, las prefieren. Deberías oírlas cuando hablan entre ellas. Dicen que las mujeres tienen más grasa corporal para proteger a las larvas. Pero normalmente toman a hombres para dejar a las mujeres libres y que tengan a sus propias crías.

—Para suministrarles la siguiente generación de animales huéspedes —dijo Qui, pasando del desdén a la amargura.

—¡No es solo por eso! —opuse. ¿O sí lo era?

—Si fuera a pasarme a mí, yo también querría creer que no es solo por eso.

—¡Pues no lo es! —me sentía como un niño. Era una discusión estúpida.

—¿Eso pensabas mientras T’Gatoi sacaba gusanos de las tripas de ese tipo?

—No es así como se supone que hay que hacer.

—Claro que sí. Lo que pasa es que tú no deberías haberlo visto. Y debería haberlo hecho su tlic. Podría haberle picado para dejarlo inconsciente y la operación no habría sido tan dolorosa. Pero lo habría abierto igual, le habría sacado las larvas y, si se hubiera dejado dentro aunque fuera solo una, esa larva lo habría envenenado y se lo habría comido desde las entrañas.

Recordé que una vez mi madre me dijo que le mostrara respeto a Qui porque era mi hermano mayor. Me alejé, odiándolo. A su manera, se estaba regodeando. Él estaba a salvo y yo no. Podría haberlo golpeado, pero no creí que pudiera soportarlo cuando se negase a devolverme el golpe, cuando me mirase con desprecio y lástima.

Y Qui no iba a permitir que me librara de él. De piernas más largas que las mías, me adelantó con facilidad y me hizo sentir como si yo lo estuviera persiguiendo a él.

—Lo siento —dijo.

Yo seguí mi camino a zancadas, harto y rabioso.

—Mira, probablemente lo tuyo no vaya tan mal. A T’Gatoi le gustas. Tendrá cuidado.

Me volví y eché a correr hacia la casa, casi como si huyera de él.

—¿Te lo ha hecho ya? —preguntó. No le costó seguirme el ritmo—. O sea, ya estás más o menos en edad de que te implanten. ¿Te ha…?

Lo golpeé. No sabía que iba a hacerlo, pero creo que fue con intención de matarlo. Si no hubiera sido más grande y más fuerte que yo, creo que lo habría conseguido.

Él intentó rechazarme, pero al final tuvo que defenderse. Solo me pegó un par de veces. Con eso fue de sobra. No recuerdo la caída, pero cuando recuperé la conciencia, ya no estaba. Quitármelo de encima compensó por el dolor.

Me levanté y caminé despacio hacia la casa. La parte de atrás no tenía luz. No había nadie en la cocina. Mi madre y mis hermanas estaban durmiendo en sus cuartos. O fingiendo que dormían.

Cuando llegué a la cocina oí voces, tlics y terranas en la habitación de al lado. No conseguí entender lo que estaban diciendo, ni quería entenderlo.

Me senté a la mesa de mi madre, esperando a que se hiciera el silencio. La mesa, lisa y deslucida, era pesada y de calidad. Mi padre se la había hecho a mi madre justo antes de morir. Recuerdo que yo pasaba el rato debajo mientras él trabajaba en ella. A mi padre no le importaba. Ahora yo estaba apoyado sobre ella, echándolo de menos. Podría haber hablado con él. Mi padre lo había hecho tres veces en su larga vida. Tres nidadas de huevos, tres veces abierto y cosido. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo podía haber alguien capaz de hacerlo?

Me levanté, saqué el rifle de su escondite y volví a sentarme con él. Le hacía falta una limpieza y un engrasado.

Lo único que hice fue cargarlo.

—¿Gan?

Producía un fino golpeteo al caminar sobre el suelo sin alfombra, una sucesión de clics que sonaban al posar una tras otra cada extremidad. Oleadas de clics.

Vino a la mesa, alzó la mitad frontal de su cuerpo y se subió a ella vertiginosamente. A veces se movía con tanta soltura que parecía fluir como el agua. Se enroscó hasta formar un montículo en medio de la mesa y me miró.

—Ha sido feo —dijo en voz baja—. No deberías haberlo visto. No tiene que ser así.

—Ya lo sé.

—T’Khotgif, ahora Ch’Khotgif, morirá de su enfermedad. No vivirá para criar a sus hijas. Pero su hermana se encargará de que no les falte de nada, ni a ellas ni a Bram Lomas.

Hermana estéril. Una hembra fértil en cada grupo. Una para continuar la línea familiar. Esa hermana le debía a Lomas más de lo que jamás podría pagarle.

—¿Entonces él va a vivir?

—Sí.

—Me preguntó si lo haría otra vez.

—Nadie le pediría que lo hiciera otra vez.

Miré a aquellos ojos amarillos, preguntándome cuánto veía y comprendía en ellos y cuánto eran solo imaginaciones mías.

—Nadie nos lo pide —dije—. Tú nunca me lo has pedido.

Movió la cabeza levemente.

—¿Qué te pasa en la cara?

—Nada. No tiene importancia.

Unos ojos humanos probablemente no se hubieran dado cuenta de la hinchazón en la oscuridad. La única luz provenía de una de las lunas, que brillaba al otro lado de una ventana al fondo de la habitación.

—¿Disparaste al achti con el rifle?

—Sí.

—¿Y piensas dispararme a mí con él?

La miré fijamente: su silueta se recortaba a la luz de la luna, un cuerpo ensortijado, grácil.

—¿A qué te sabe la sangre terrana?

Ella no dijo nada.

—¿Qué eres? —susurré—. ¿Qué somos para ti?

No se movió, luego apoyó la cabeza en su rosca más alta.

—Me conoces como nadie —dijo con voz dulce—. Eso debes decidirlo tú.

—Eso es lo que me ha pasado en la cara —le dije.

—¿Qué?

—Qui me provocó para que me decidiera. No salió muy bien —moví el arma un poco, subí el cañón y me lo puse en diagonal debajo de la barbilla—. Por lo menos fue una decisión que tomé yo.

—Como lo será esta.

—Pídemelo, Gatoi.

—¿El qué? ¿Las vidas de mis hijas?

Muy típico de ella decir algo así. Sabía cómo manipular a las personas, terranas y tlics. Pero esta vez, no.

—No quiero ser un animal huésped —dije—. Ni siquiera el tuyo.

Tardó un largo rato en contestar.

—Ya casi nunca usamos animales huéspedes —dijo—. Ya lo sabes.

—Nos usáis a nosotros.

—Así es. Os esperamos durante años y años y os enseñamos y unimos nuestras familias a las vuestras —se movió inquieta—. Sabes que no os vemos como animales.

La miré fijamente sin decir nada.

—Los animales que en su día utilizábamos habían empezado a matar casi todos nuestros huevos tras la implantación mucho antes de que llegaran tus ancestros —dijo en voz baja—. Ya sabes todo esto, Gan. Gracias a que llegó tu pueblo, estamos reaprendiendo lo que significa ser un pueblo sano y próspero. Y tus ancestros, huyendo de su planeta de origen, de su propia gente, que los habría matado o esclavizado… sobrevivieron gracias a nosotras. Nosotras los consideramos personas y les dimos la Reserva cuando aún intentaban matarnos como si fuéramos gusanos.

Al oír la palabra «gusanos», di un respingo. No pude evitarlo y ella no pudo evitar notarlo.

—Ya veo —dijo con voz queda—. ¿De verdad preferirías morir antes que tener a mis crías, Gan?

No respondí.

—¿Se lo pido a Xuan Hoa?

—¡Sí!

Hoa lo quería. Que la eligiera a ella, entonces. No había tenido que ver lo de Lomas. Sentiría orgullo; no terror.

T’Gatoi fluyó de la mesa al suelo. Aquello me sobresaltó casi en exceso.

—Esta noche dormiré en la habitación de Hoa —dijo—. Y en algún momento, hoy o mañana por la mañana, se lo diré.

Esto estaba yendo demasiado rápido. Mi hermana Hoa me había criado casi tanto como mi madre. Aún estaba muy unido a ella, no como con Qui. Podía querer a T’Gatoi para ella y no dejar de quererme a mí.

—¡Espera! ¡Gatoi!

Ella miró atrás, luego elevó del suelo casi la mitad de su longitud y se volvió para mirarme de frente.

—Estas son cosas de adultos, Gan. ¡Es mi vida, mi familia, de lo que estamos hablando!

—Pero es… mi hermana.

—He hecho lo que has exigido de mí. ¡Te lo he pedido!

—Pero…

—Será más fácil para Hoa. Siempre ha esperado llevar otras vidas dentro de ella.

Vidas humanas. Crías humanas que algún día beberían de sus pechos, no de sus venas.

Negué con la cabeza.

—No se lo hagas a ella, Gatoi —yo no era Qui. Aunque parecía que podía convertirme en él sin ningún esfuerzo. Podía escudarme tras Xuan Hoa. ¿Sería más fácil saber que había gusanos rojos creciendo dentro de su carne, en lugar de en la mía?

—No se lo hagas a Hoa —repetí.

Me miró fijamente, inmóvil.

Aparté la mirada. Luego volví a posarla en ella.

—Házmelo a mí.

Bajé el arma de mi garganta mientras ella se inclinaba hacia delante para cogerla.

—No —le dije.

—Es la ley —contestó.

—Déjasela a la familia. Puede que alguien la use algún día para salvarme la vida a mí.

Ella asió el cañón del rifle, pero yo no iba a soltarlo. Tiró de mí hasta alzarme por encima de ella.

—¡Déjala aquí! —repetí—. Si no somos tus animales, si estas son cosas de adultos, acepta el riesgo. Siempre hay un riesgo, Gatoi, cuando se trata con un compañero.

Claramente le costaba soltar el rifle. La recorrió un estremecimiento y soltó un bufido de angustia. Se me ocurrió pensar que tenía miedo. Era lo bastante mayor para haber visto lo que las armas podían hacerle a la gente. Ahora sus crías y esta arma estarían juntas en la misma casa. De las otras armas no sabía nada. En esta disputa, no importaban.

—Implantaré el primer huevo esta noche —dijo mientras yo guardaba el arma—. ¿Me has oído, Gan?

¿Por qué si no se me había dado un huevo entero a mí mientras al resto de la familia le tocaba compartir uno? ¿Por qué iba mi madre si no a mirarme todo el rato como si fuera a irme lejos de ella, a algún lugar donde ella no podía seguirme? ¿Creería T’Gatoi que no me había dado cuenta?

—Te he oído.

—¡Ya!

Dejé que me sacara de la cocina a empujones y caminé por delante de ella hacia mi habitación. La urgencia repentina de su voz sonaba auténtica.

—¡Se lo habrías hecho a Hoa esta misma noche! —la acusé.

—Debo hacérselo a alguien esta noche.

Me detuve a pesar de su urgencia y le corté el paso.

—¿Te da igual a quién?

Pasó junto a mí como una exhalación y se metió en mi cuarto. La encontré esperando en el sofá que compartíamos. No había nada en la habitación de Hoa que hubiera podido usar. A Hoa se lo habría hecho en el suelo. Ahora el mero hecho de pensar en ella haciéndoselo a Hoa me perturbaba de otro modo. De repente me enfadé.

Y sin embargo me quité la ropa y me tumbé a su lado. Sabía qué hacer, qué esperar. Me lo habían repetido toda la vida. Noté la sensación familiar del aguijón, narcótico, ligeramente agradable. Luego la exploración a tientas de su ovopositor. El pinchazo fue indoloro, fácil. Entró sin esfuerzo. T’Gatoi se onduló lentamente contra mí, con los músculos presionando el huevo para expulsarlo de su cuerpo e introducirlo en el mío. Me sujeté a un par de sus extremidades hasta que me acordé de Lomas agarrándola de esa manera. Entonces me solté, me moví sin querer y le hice daño. A ella se le escapó un gemido grave de dolor y esperé que sus extremidades me enjaularan de inmediato. Cuando no lo hicieron, volví a agarrarme a ella, sintiéndome extrañamente avergonzado.

—Lo siento —susurré.

Me frotó los hombros con cuatro de sus extremidades.

—¿Te importa? —le pregunté—. ¿Te importa que sea yo?

No contestó durante un rato. Finalmente:

—Eres tú quien ha estado tomando las decisiones hoy, Gan. Yo tomé la mía hace mucho.

—¿Habrías recurrido a Hoa?

—Sí. ¿Cómo podría dejar a mis hijas al cuidado de alguien que las odia?

—No era… odio.

—Ya sé lo que era.

—Tenía miedo.

Silencio.

—Todavía lo tengo —aquí, ahora, podía admitirlo delante de ella.

—Pero viniste a mí… para salvar a Hoa.

—Sí —apoyé la frente contra ella. Era terciopelo fresco, engañosamente mullido—. Y para tenerte solo para mí —añadí. Así era. No lo entendía, pero así era.

Ronroneó suavemente, satisfecha.

—No me podía creer que me hubiera equivocado tanto contigo —dijo—. Te elegí a ti. Creí que tú también habías llegado a elegirme a mí.

—Y lo hice, pero…

—Lomas.

—Sí.

—Nunca he conocido a un terrano que haya visto un parto y se lo haya tomado bien. Qui ha visto uno, ¿verdad?

—Sí.

—Deberíamos proteger a los terranos para que no los vean.

No me gustaba la idea. Y dudaba que fuera posible.

—No nos protejáis —contesté—. Enseñádnoslos. Cuando somos pequeños y más de una vez. Gatoi, ningún terrano ve jamás un parto que salga bien. Lo único que vemos son n’tlics: dolor y terror y, a veces, muerte.

Bajó la vista para mirarme.

—Es privado. Siempre ha sido algo privado.

Por su tono, no quise insistir. Por eso y porque sabía que, si cambiaba de idea, el primer ejemplo público tal vez sería yo. Pero había sembrado la idea en su mente. Era muy probable que germinase y, en algún momento, la pusiera a prueba.

—Tú no lo volverás a ver —dijo—. No quiero que pienses en dispararme nunca más.

La pequeña cantidad de fluido que entró con su huevo en mí me relajó completamente, igual que lo habría hecho un huevo estéril, de modo que podía recordar el rifle en mis manos y mis sensaciones de miedo y repulsión, de desesperación e ira. Podía recordar las sensaciones sin revivirlas. Podía hablar sobre ellas.

—No te habría disparado —dije—. A ti, no.

La habían sacado de la carne de mi padre cuando él tenía mi edad.

—Podrías haberlo hecho —insistió.

—A ti, no —se alzaba entre nosotros y su propia gente, protegiendo, entretejiéndonos.

—¿Te habrías destruido a ti mismo?

Me moví con cuidado, incómodo.

—Podría haberlo hecho. Casi lo hice. Así es como se escaparía Qui. Me pregunto si él lo sabe.

—¿Qué?

No respondí.

—Ahora vivirás.

—Sí —«Cuida de ella», solía decir mi madre. Sí.

—Soy joven y tengo buena salud —dijo—. No te dejaré como a Lomas; solo, n’tlic. Yo cuidaré de ti.

FIN


  • Autor: Octavia E. Butler

  • Título: Hija de sangre

  • Título Original: Bloodchild

  • Publicado en: Asimov’s Science Fiction Magazine, junio de 1984

  • Traducción: Arrate Hidalgo

 
 
 

El mejor amigo de un muchacho

Isaac Asimov



—Querida, ¿dónde está Jimmy? —preguntó el señor Anderson.

—Afuera, en el cráter —dijo la señora Anderson—. No te preocupes por él. Está con Robutt… ¿Ha llegado ya?

—Sí. Está pasando las pruebas en la estación de cohetes. Te juro que me ha costado mucho contenerme y no ir a verlo. No he visto ninguno desde que abandoné la Tierra hace ya quince años…, dejando aparte los de las películas, claro.

—Jimmy nunca ha visto ninguno —dijo la señora Anderson.

—Porque nació en la Luna y no puede visitar la Tierra. Por eso hice traer uno aquí. Creo que es el primero que viene a la Luna.

—Sí, su precio lo demuestra —dijo la señora Anderson lanzando un suave suspiro.

—Mantener a Robutt tampoco resulta barato, querida —dijo el señor Anderson.

Jimmy estaba en el cráter, tal y como había dicho su madre. En la Tierra le habrían considerado delgado, pero estaba bastante alto para sus diez años de edad. Sus brazos y sus piernas eran largos y ágiles. El traje espacial que llevaba hacía que pareciese más robusto y pesado, pero Jimmy sabía arreglárselas en la débil gravedad lunar como ningún terrestre podría hacerlo nunca. Cuando Jimmy tensaba las piernas y daba su salto de canguro su padre siempre acababa quedándose atrás.

El lado exterior del cráter iba bajando en dirección sur y la Tierra —que se hallaba bastante baja en el cielo meridional, el lugar donde estaba siempre vista desde Ciudad Lunar—, ya casi había entrado en la fase de llena, por lo que toda la ladera del cráter quedaba bañada por su claridad.

La pendiente no era muy empinada, y ni tan siquiera el peso del traje espacial podía impedir que Jimmy se moviera con gráciles saltos que le hacían flotar y creaban la impresión de que no había ninguna gravedad contra la que luchar.

—¡Vamos, Robutt! —gritó Jimmy.

Robutt le oyó a través de la radio, ladró y echó a correr detrás de él.

Jimmy era un experto, pero ni tan siquiera él podía competir con las cuatro patas y los tendones de Robutt, que además no necesitaba traje espacial. Robutt saltó por encima de la cabeza de Jimmy, dio una voltereta y terminó posándose casi debajo de sus pies.

—No hagas tonterías, Robutt, y quédate allí donde pueda verte —le ordenó Jimmy.

Robutt volvió a ladrar, ahora con el ladrido especial que significaba «Sí».

—No confío en ti, tunante —exclamó Jimmy.

Dio un último salto que lo llevó por encima del curvado borde superior de la pared del cráter y le hizo descender hacia la ladera inferior.

La Tierra se hundió detrás del borde de la pared del cráter, y la oscuridad cegadora y amistosa que eliminaba toda diferencia entre el suelo y el espacio envolvió a Jimmy. La única claridad visible era la emitida por las estrellas.

En realidad Jimmy no tenía permitido jugar en el lado oscuro de la pared del cráter. Los adultos decían que era peligroso, pero lo decían porque nunca habían estado allí. El suelo era liso y crujiente, y Jimmy conocía la situación exacta de cada una de las escasas piedras que había en él.

Y, además, ¿qué podía haber de peligroso en correr a través de la oscuridad cuando la silueta resplandeciente de Robutt le acompañaba ladrando y saltando a su alrededor? El radar de Robutt podía decirle dónde estaba y dónde estaba Jimmy aunque no hubiera luz.

Mientras Robutt estuviera con él para advertirle cuando se acercaba demasiado a una roca, saltar sobre él demostrándole lo mucho que le quería o gemir en voz baja y asustada cuando Jimmy se ocultaba detrás de una roca aunque Robutt supiera todo el rato dónde estaba Jimmy jamás podría sufrir ningún daño. En una ocasión Jimmy se acostó sobre el suelo, se puso muy rígido y fingió estar herido, y Robutt activó la alarma de la radio haciendo acudir a un grupo de rescate de Ciudad Lunar. El padre de Jimmy castigó la pequeña travesura con una buena reprimenda, y Jimmy nunca había vuelto a hacer algo semejante.

La voz de su padre le llegó por la frecuencia privada justo cuando estaba recordando aquello.

—Jimmy, vuelve a casa. Tengo que decirte algo.

Jimmy se había quitado el traje espacial y se había lavado concienzudamente después de entrar en casa; e incluso Robutt había sido meticulosamente rociado, lo cual le encantaba.

Robutt estaba inmóvil sobre sus cuatro patas con su pequeño cuerpo de no más de treinta centímetros de longitud estremeciéndose y lanzando algún que otro destello metálico, y su cabecita desprovista de boca con dos ojos enormes que parecían cuentas de cristal y la diminuta protuberancia donde se hallaba alojado el cerebro no dejó de lanzar débiles ladridos hasta que el señor Anderson abrió la boca.

—Tranquilo, Robutt —dijo el señor Anderson, y sonrió—. Bien, Jimmy, tenemos algo para ti. Ahora se encuentra en la estación de cohetes, pero mañana ya habrá pasado todas las pruebas y lo tendremos en casa. Creo que ya puedo decírtelo.

—¿Algo de la Tierra, papi?

—Es un perro de la Tierra, hijo, un perro de verdad…, un cachorro de terrier escocés para ser exactos. El primer perro de la Luna… Ya no necesitarás más a Robutt. No podemos tenerlos a los dos, ¿sabes? Se lo regalaremos a algún niño. —El señor Anderson parecía estar esperando a que Jimmy dijera algo, pero al ver que no abría la boca siguió hablando—. Ya sabes lo que es un perro, Jimmy. Es de verdad, está vivo… Robutt no es más que una imitación mecánica, una copia de robot.

Jimmy frunció el ceño.

—Robutt no es una imitación, papi. Es mi perro.

—No es un perro de verdad, Jimmy. Robutt tiene un cerebro positrónico muy sencillo y está hecho de acero y circuitos. No está vivo.

—Hace todo lo que yo quiero que haga, papi. Me entiende. Te aseguro que está vivo.

—No, hijo. Robutt no es más que una máquina. Está programado para que actúe de esa forma. Un perro es algo vivo. En cuanto tengas al perro ya no querrás a Robutt.

—El perro necesitará un traje espacial, ¿verdad?

—Sí, naturalmente, pero creo que será dinero bien invertido y muy pronto se habrá acostumbrado a él… Y cuando esté en la ciudad no lo necesitará, claro. Cuando lo tengamos en casa enseguida notarás la diferencia.

Jimmy miró a Robutt. El perro robot había empezado a lanzar unos gemidos muy débiles, como si estuviera asustado. Jimmy extendió los brazos hacia él y Robutt salvó la distancia que le separaba de ellos de un solo salto.

—¿Y qué diferencia hay entre Robutt y el perro? —preguntó Jimmy.

—Es difícil de explicar —dijo el señor Anderson—, pero lo comprenderás en cuanto lo veas. El perro te querrá de verdad, Jimmy. Robutt sólo está programado para actuar como si te quisiera, ¿en tiendes?

—Pero papi… No sabemos qué hay dentro del perro ni cuáles son sus sentimientos. Puede que también finja.

El señor Anderson frunció el ceño.

—Jimmy, te aseguro que en cuanto hayas experimentado el amor de una criatura viva notarás la diferencia.

Jimmy estrechó a Robutt en sus brazos. El niño también tenía el ceño fruncido, y la expresión desesperada de su rostro indicaba que no estaba dispuesto a cambiar de opinión.

—Pero si los dos se portan igual conmigo entonces tanto da que sea un perro de verdad o un perro robot —dijo Jimmy—. ¿Y lo que yo siento? Quiero a Robutt, y eso es lo que importa.

Y el pequeño robot, que nunca se había sentido abrazado con tanta fuerza en toda su existencia, lanzó una serie de ladridos estridentes…, ladridos de pura felicidad.

FIN

  • Autor: Isaac Asimov

  • Título: El mejor amigo de un muchacho

  • Título Original: Boys’ Life, marzo de 1975

  • Publicado en: The Complete Robot (1982)

  • Traducción: Domingo Santos

 
 
 
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