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Lecturas


Viejos territorios

Richard Matheson



Su idea original había sido la de pasar la noche en el centro, en el Hotel Tiger. Pero se le había ocurrido que tal vez su antigua habitación estuviera libre. Estábamos en temporada de verano, y pudiera ser que no hubiera ningún estudiante viviendo allí. Merecía la pena intentarlo. No se le ocurría nada más agradable que dormir en su viejo cuarto, en su vieja cama.

La casa era la misma. Subió por los escalones de cemento, sonriendo al ver los bordes todavía desmigajados. Los mismos viejos escalones, pensó, todavía estropeados. Igual que la desvencijada pantalla de la puerta que daba al porche y el timbre que tenía que ser apretado en cierto ángulo para que hiciera contacto. Movió la cabeza, sonriendo, y se preguntó si la señorita Smith seguiría viva.

No fue la señorita Smith quien abrió la puerta. Su corazón dio un vuelco cuando, en lugar de su tambaleante y vieja figura, una fornida mujer de edad madura llegó apresurándose a la puerta.

—¿Sí? —dijo, su voz un sonido brusco y poco hospitalario.

—¿Sigue viviendo aquí la señorita Smith? —preguntó, con la esperanza, a pesar de todo, de que así fuera.

—No, la señorita Ada lleva años muerta.

Fue como si le dieran una bofetada en la cara. Se sintió momentáneamente aturdido y asintió a la mujer.

—Ya veo —dijo después—. Ya veo. Yo ocupé la habitación libre mientras estaba en la universidad, ¿sabe?, y pensé…

La señorita Smith muerta.

—¿Está usted estudiando? —preguntó la mujer.

No sabía si tomárselo como un insulto o como un cumplido.

—No, no —dijo—, sólo estoy de paso, camino de Chicago. Me licencié hace muchos años. Me preguntaba si… si vivía alguien en la vieja habitación.

—¿Se refiere a la habitación del salón? —preguntó la mujer, observándole con ojo crítico.

—Eso es.

—Hasta el otoño no —dijo.

—¿Podría… verla?

—Bueno, yo…

—Había pensado en quedarme esta noche —se apresuró a decir—, es decir, si es que…

—Oh, perfectamente —la mujer adoptó un tono más cálido—. Si eso es lo que quiere.

—Eso es lo que quiero —dijo—. Es un poco como reanudar una vieja amistad, ¿sabe?

Sonrió tímidamente, deseando no haber dicho eso.

—¿Cuánto quiere pagar? —preguntó la mujer, más preocupada por el dinero que por los recuerdos.

—Bueno, ¿sabe qué? —dijo él, impulsivamente—. Solía pagar veinte dólares al mes. ¿Y si le pago eso?

—¿Por una noche?

Se sintió estúpido. Pero ahora no podía echarse atrás, aunque sentía que su oferta había sido una torpeza nostálgica. Ninguna habitación valía veinte dólares la noche.

Se paró en seco. ¿Por qué vacilar? Revivir los viejos recuerdos valía eso. Veinte dólares ya no eran nada para él. El pasado sí lo era.

—Los pagaré encantado —dijo—. Para mí lo vale.

Sacó los billetes de la cartera y se los ofreció con dedos torpes.

Echó un vistazo al cuarto de baño mientras avanzaban por el pasillo mal iluminado. La imagen familiar le hizo sonreír. Había algo maravilloso en aquel regreso. No podía evitarlo; sencillamente lo había.

—Sí, la señorita Ada lleva muerta casi cinco años —dijo la mujer.

Su sonrisa se esfumó.

Cuando la mujer abrió la puerta de la habitación, quiso quedarse allí durante un largo instante antes de entrar una vez más. Pero ella se quedó esperándole y él sabía que se sentiría ridículo pidiéndole que esperase para que pudiera respirar hondo antes de entrar.

Un viaje en el tiempo. La frase le pasó por la cabeza al entrar en la habitación. Porque le parecía que había vuelto repentinamente; el nuevo estudiante que entraba en la habitación por vez primera, con la maleta en la mano, al principio de una nueva aventura.

Se quedó allí mudo, mirando la habitación, con una sensación de miedo inexplicable dominándole. La habitación parecía recordarle todo. Todo. Mary y Norman y Spencer y David, y clases y conciertos y fiestas y bailes y partidos de fútbol y cervezas y charlas de toda la noche y todo. Los recuerdos se apelotonaron sobre él hasta que pareció que le iban a aplastar.

—Está un poco polvoriento, pero lo limpiaré cuando salga a comer —dijo la mujer—. Iré a buscarle unas sábanas.

No oyó sus palabras ni sus pasos al bajar por el pasillo. Se quedó allí, poseído por el pasado.

No sabía qué era lo que le había hecho estremecerse y mirar alrededor repentinamente. No era un sonido, ni nada que hubiera visto. Era una sensación en su cuerpo y su alma; una sensación irracional de que iba a pasar algo.

Dio un respingo y tomó aliento cuando la puerta se cerró de golpe.

—Es el viento —dijo la mujer, volviendo con sábanas para su vieja cama.

La Gran Vía. El semáforo se puso rojo y pisó el freno. Su mirada se deslizó por los escaparates.

Allí estaba el supermercado Crown, igual que siempre. Al lado, la zapatería de Flora Dame. Sus ojos cruzaron al otro lado de la calle. La tienda Glendale seguía allí. Y el comercio textil de Barth seguía en su antiguo emplazamiento.

Pareció que algo se liberaba dentro de su cabeza y comprendió que había tenido miedo de ver la ciudad cambiada, pues cuando dobló la esquina para entrar en la Gran Vía y vio que la librería de la señora Sloane y el College Grille habían desaparecido, casi se sintió traicionado. La ciudad que recordaba existía intacta en su mente y le producía cierta tensión e inquietud ver que había cambiado parcialmente. Era como encontrarse con un viejo amigo y descubrir, sorprendido, que le falta una pierna.

Pero había el suficiente número de cosas iguales como para devolverle la solemne sonrisa a los labios.

El College Theatre donde él y sus amigos habían ido a ver espectáculos de medianoche los sábados después de una cita o tras largas horas de estudio. La bolera Collegiate; en el piso de arriba, la piscina.

Y debajo…

Impulsivamente, echó el coche a la cuneta y apagó el motor. Se quedó sentado mirando, por un momento, la entrada al Golden Campus. Luego se bajó rápidamente del coche.

El mismo viejo toldo colgaba sobre la entrada, sus colores antaño chillones ahora desgastados hasta parecer conservados por efecto del tiempo y el clima. Avanzó con una sonrisa asomando a los labios.

Entonces se sintió dominado por una sensación abrumadora de depresión, al contemplar la estrecha y empinada escalera. Puso los dedos sobre el pasamanos y, tras un instante de vacilación, bajó lentamente. No recordaba que la escalera fuera tan estrecha.

Casi al fondo de las escaleras, un sonido chirriante llegó a sus oídos. Alguien estaba encerando la pequeña pista de baile con cepillos giratorios. Descendió el último escalón y vio al pequeño hombre negro siguiendo a la máquina que se desplazaba suavemente. Vio y oyó la nariz de metal del pulimentador tropezar con una de las columnas que señalaban los límites de la pista de baile.

Volvió a fruncir el ceño. Aquel sitio era muy pequeño y lóbrego. Sin duda, la memoria no podía haberse desviado tanto. No, se explicó apresuradamente. No, era porque el sitio estaba vacío y no había luces. Era porque la máquina de discos no bullía con burbujas de colores y no había parejas bailando.

Inconscientemente, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones, una pose que no había asumido más que una o dos veces desde que había salido de la universidad dieciocho años antes. Se acercó más a la pista de baile, asintiendo una vez hacia el estrado de la banda como si fuera un viejo conocido.

Se paró al borde de la pista y pensó en Mary.

¿Cuántas veces habían dado vueltas alrededor de aquel pequeño espacio, moviéndose al ritmo que salía palpitante de la máquina de discos resplandeciente? Bailando lentamente, los cuerpos íntimamente próximos, su mano cálida acariciando ociosamente su nuca. ¿Cuántas veces? Algo se puso tenso en su estómago. Casi podía ver su cara otra vez. Se apartó rápidamente de la pista de baile y miró los reservados de madera oscura.

Una sonrisa forzada asomó a sus labios. ¿Todavía seguían allí? Rodeó una columna y empezó a caminar hacia la parte trasera.

—¿Está buscando a alguien? —preguntó el viejo negro.

—No, no —dijo—. Sólo quiero mirar una cosa.

Avanzó entre las filas de reservados, intentando ignorar la sensación de incomodidad. ¿Cuál es?, se preguntaba. No podía recordarlo; todos le parecían iguales. Se paró, con las manos en la cadera, y miró todos los reservados, moviendo lentamente la cabeza. Sobre la pista de baile, el negro terminó de cepillar, quitó el enchufe y se llevó la torpe máquina. Reinó un silencio de muerte.

Las encontró en el tercer reservado en que miró. Desgastadas, las letras estaban casi tan oscuras como la madera que las rodeaba, pero no cabía duda de que estaban allí. Se deslizó en el reservado y las miró.

B. J. Bill Johnson. Y, bajo las iniciales, el año 1939.

Pensó en todas las noches que él y Spence y Dave y Norm habían pasado sentados en aquel reservado, diseccionando el universo con los escalpelos afilados y precisos de los estudiantes universitarios.

—Creíamos que lo sabíamos todo —murmuró—. Hasta lo último.

Lentamente, se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa. Lo que deseaba ahora era un vaso de la vieja cerveza de siempre; aquella bebida espesa y con sabor a malta que te llenaba las venas y estimulaba el corazón, como solía decir Spence.

Asintió dándole la razón, haciendo un brindis silencioso.

—Por ti —susurró—. Por el pasado insoportable.

Mientras lo decía, levantó la mirada de la mesa y vio a un hombre joven en pie al otro lado de la habitación, al final de la sombría escalera. Johnson miró al joven, incapaz de verle claramente sin las gafas puestas.

Pasado un momento, el joven se volvió y subió una vez más por las escaleras. Johnson sonrió. Vuelve a las seis, pensó. No abren hasta las seis.

Aquello le hizo pensar de nuevo en todas las noches que había pasado en la húmeda penumbra, bebiendo cerveza, hablando, bailando, derrochando su juventud con el desenfado casual de un millonario.

Se quedó sentado en la semioscuridad, los recuerdos girando a su alrededor como un torbellino, dando vueltas en su cabeza, obligándole a mantener apretados los labios porque sabía que todo aquello había desaparecido para siempre.

En medio de todo, volvió el recuerdo de ella. Mary, pensó, y se preguntó qué habría sido de Mary.

Empezó de nuevo cuando pasaba bajo la puerta que conducía al campus. La incómoda sensación de que el pasado y el presente se estaban fundiendo, de que estaba caminando por la cuerda floja entre ambos, a punto de caer en uno u otro.

La sensación le seguía los pasos, enfriando la euforia que había sentido al volver.

Miró el edificio, pensando en las clases que había recibido allí, en la gente que había conocido. Entonces, casi en el mismo instante, vio su vida actual, las aburridas ventas una tras otra. Los meses y los años de conducir en solitario por todo el país. Y acabar sólo para volver a un hogar que no le gustaba, a una esposa que no amaba.

Seguía pensando en Mary. Qué necio había sido al dejarla escapar. Pensó, con la seguridad inconsciente de la juventud, que el mundo estaba repleto de posibilidades sin fin. Había pensado que era un error elegir tan pronto en la vida y aceptar lo bueno conocido. Había sido un gran defensor de buscar pastos más verdes. Había seguido buscando hasta que el tiempo amarilleó todos sus pastos.

Otra vez la misma sensación: una combinación de sentimientos. Una insatisfacción creciente que le mordisqueaba y le ahogaba, y una sensación de agobio e inquietud. Un ansia ineludible de mirar por encima del hombro y ver quién le seguía. No podía ignorarla, y le molestaba e irritaba.

Ahora estaba caminando por el lado este del campus, la chaqueta echada sobre el brazo derecho, el sombrero inclinado hacia atrás en su cabeza con poco pelo. Sintió que pequeñas gotas de sudor caían por su espalda mientras caminaba.

Se preguntó si debería detenerse y quedarse un rato sentado en el campus. Había varios estudiantes desperdigados bajo los árboles, riendo y charlando.

Pero ahora recelaba de hablar con los estudiantes. Justo antes de ir al campus, había parado en el Café del Campus para tomarse un vaso de té con hielo. Se había sentado al lado de un estudiante y había intentado iniciar una conversación.

El joven le había tratado con un respeto intolerable. No había dicho nada, por supuesto, pero le había resultado muy ofensivo.

Además, había pasado otra cosa. Mientras se dirigía a la caja para pagar, un joven había pasado caminando por la calle. Johnson había creído que le conocía y había levantado la mano para llamar la atención del estudiante.

Luego se había dado cuenta de que era imposible que conociera a ninguno de los estudiantes actuales y había bajado el brazo sintiéndose culpable. Había pagado su cuenta, sintiéndose muy deprimido.

La depresión seguía aferrándose a él mientras subía por la escalera del edificio de las Artes Liberales.

Al llegar a lo alto de las escaleras se dio la vuelta y contempló el campus. A pesar de cierto sentimiento de desánimo, le estimuló ver que el campus seguía siendo el mismo. Al menos aquello no había cambiado, y había cierta sensación de continuidad en el mundo.

Sonrió y se dio la vuelta, y entonces volvió a girarse otra vez. ¿Había alguien siguiéndole? La sensación era muy fuerte. Su mirada preocupada se deslizó sobre el campus sin ver nada fuera de lo común. Encogiéndose de hombros con irritación, entró en el edificio.

También seguía siendo el mismo, y se sintió bien caminando sobre las baldosas oscuras una vez más, bajo los frescos del techo, subiendo por los escalones de mármol, atravesando los salones insonoros y frescos.

No se fijó en la cara del estudiante que pasó a su lado, aunque sus hombros casi se tocaron. Pareció notar que el estudiante le miraba. Pero no estaba seguro y, cuando miró por encima de su hombro, el estudiante ya había doblado la esquina.

La tarde pasó lentamente. Caminó de edificio en edificio, entrando en cada uno de ellos religiosamente, mirando los tablones de anuncios, echando vistazos a las aulas y sonriendo a todo con sonrisas cuidadosamente calculadas.

Pero empezaba a sentir el deseo de huir. Le dolía que nadie hablara con él. Pensó en ir al director de alumnos y charlar con él, pero decidió no hacerlo. No quería parecer pretencioso. Sólo era un ex-alumno que visitaba discretamente el escenario de sus días universitarios. Nada más. No tenía sentido montar un espectáculo.

Mientras volvía caminando a la habitación después de cenar, tuvo la clara impresión de que alguien le estaba siguiendo.

Cada vez que se detenía con el ceño fruncido por la sospecha y miraba hacia atrás, no veía nada. Sólo el sonido de los coches dando bocinazos en la Gran Vía o la risa de los jóvenes en sus habitaciones.

En los escalones del porche de la casa se paró y miró hacia la calle, con un escalofrío incómodo bajándole por la espalda. Probablemente había sudado demasiado aquella tarde, pensó. Ahora el aire frío le estaba helando. Al fin y al cabo, ya no era tan joven como…

Agitó la cabeza, intentando sacudirse la frase de la cabeza. Un hombre es tan joven como se siente, se dijo con autoridad, y asintió secamente para grabarse el dato en la cabeza.

La mujer había dejado la puerta principal cerrada sin echar la llave. Al entrar, oyó que hablaba por teléfono en el dormitorio de la señorita Smith. Johnson asintió en silencio. ¿Cuántas veces había hablado con Mary a través de aquel viejo teléfono? ¿Cuál era el número? 4458. Justo. Sonrió orgulloso de ser capaz de recordarlo.

¿Cuántas veces había estado sentado en la vieja mecedora negra, charlando de tonterías con ella? Le cambió la cara. ¿Dónde estaría ahora? ¿Se habría casado y tenía hijos? ¿Habría…?

Se detuvo, tenso, al oír el crujido de una tabla detrás de él. Aguardó un momento, esperando oír la voz de la mujer. Luego miró hacia atrás rápidamente.

El pasillo estaba vacío.

Tragando saliva, entró en su habitación y cerró la puerta con firmeza. Buscó a tientas el interruptor de la luz y por fin lo encontró.

Volvió a sonreír. Aquello estaba mejor. Caminó por su vieja habitación, pasando la mano por encima del escritorio, la mesa de estudio, el colchón de la cama. Arrojó su sombrero y su abrigo sobre la mesa y se dejó caer sobre la cama con un suspiro de agotamiento. Una sonrisa iluminó su cara al oír el gruñido de los viejos muelles. Los mismos viejos muelles, pensó.

Levantó las piernas y se recostó en la almohada. Dios, qué bien se sentía. Pasó los dedos sobre la colcha, acariciándola con afecto.

La casa estaba en silencio. Johnson giró sobre su estómago y miró por la ventana. Allí estaba el viejo callejón, el gran roble todavía alzándose sobre la casa. Agitó la cabeza ante los abrumadores sentimientos que los recuerdos del pasado le habían provocado.

Entonces dio un respingo al notar que la puerta se movía ligeramente en su marco. Es el viento, recordó las palabras de la mujer.

Estaba decididamente crispado, pensó, pero todo aquello le había resultado perturbador. Bueno, era comprensible. El día había supuesto una experiencia emocional. Revivir el pasado y lamentar el presente era mucho esfuerzo para cualquier hombre.

Se sintió soñoliento después de la fuerte cena que había comido en la Black and Gold Inn. Se levantó y se arrastró hasta el interruptor de la luz.

La habitación se sumió en la oscuridad y volvió a la cama a tientas. Se tumbó con un gruñido de satisfacción.

Seguía siendo una buena cama. ¿Cuántas noches había dormido allí, su cerebro hirviendo con el contenido de los libros que había estudiado? Bajó la mano y se desabrochó el cinturón, fingiendo que no sentía una pizca de remordimiento por la forma en que su cuerpo, antaño esbelto, había engordado. Suspiró al notar que la presión de su estómago se aliviaba. Luego giró sobre el costado en la habitación cálida y sofocante y cerró los ojos.

Se quedó tumbado tres minutos, escuchando el sonido de un coche al pasar por la calle. Luego se tumbó de espaldas con un gruñido. Estiró las piernas, y las dejó sueltas. Luego se sentó y, agachándose, se desató los zapatos y los dejó caer sobre el suelo. Se recostó en la almohada y volvió a ponerse de costado con un suspiro.

Ocurrió lentamente.

Al principio pensó que le molestaba el estómago. Luego se dio cuenta de que no eran sólo los músculos del estómago, sino todos los músculos de su cuerpo. Sintió que los ligamentos se tensaban y un escalofrío recorrió su cuerpo.

Abrió los ojos y parpadeó en la oscuridad. ¿Qué estaba pasando, en nombre de Dios? Miró la mesa y vio el contorno oscuro de su sombrero y su chaqueta. Volvió a cerrar los ojos. Tenía que relajarse. En Chicago iba a ver a algunos clientes importantes.

Hace frío, pensó irritado, buscando a tientas a su lado y echándose por fin la manta por encima de su robusto cuerpo. Sintió que se le ponía la carne de gallina. Escuchó atentamente, pero no había más sonido que la brusquedad de su propia respiración. Se retorció incómodo, preguntándose cómo era posible que la habitación se hubiera enfriado tanto de golpe. Debía de haber pillado un resfriado.

Rodó sobre la espalda y abrió los ojos.

Al instante, su cuerpo se puso rígido y todos los sonidos se paralizaron en su garganta.

Allí, inclinándose sobre él, a un palmo de él, estaba la cara más blanca y llena de odio que hubiera visto en toda su vida.

Se quedó mirando la cara con aturdimiento, con la boca abierta por el horror.

—Vete —dijo la cara, su voz ronca y chirriante de maldad—. Vete. No puedes volver.

Durante un rato, después de que la cara hubiera desaparecido, Johnson se quedó tumbado, apenas capaz de respirar, las manos apretadas en rígidos nudos junto a su cuerpo, los ojos abiertos de par en par. Seguía intentando pensar, pero el recuerdo de la cara y las palabras habían petrificado su cerebro.

No se quedó. Cuando recuperó las fuerzas, se levantó y consiguió escabullirse sin llamar la atención de la mujer. Salió rápidamente de la ciudad, empalidecido, pensando sólo en lo que había visto.

Era él.

Era su cara cuando estaba en la facultad. Su joven yo, que odiaba a aquel encallecido intruso por inmiscuirse en lo que nunca podría volver a ser suyo. Y el joven del Golden Campus; aquél había sido su joven yo. El estudiante que pasaba junto al Café del Campus había sido él, tal como fue en tiempos. Y el estudiante del pasillo y la presencia resentida que le había seguido por el campus, odiándole por volver y manosear el pasado. Todos habían sido él.

No volvió nunca, y nunca le contó a nadie lo que había ocurrido. Y cuando, en raros momentos, hablaba de sus días universitarios, siempre era encogiéndose de hombros y con una sonrisa cínica para demostrar lo poco que realmente habían significado para él.

FIN

  • Autor: Richard Matheson

  • Título: Viejos territorios

  • Título Original: Old Haunts

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, octubre de 1957

  • Traducción: Santiago García

 
 
 

Marque F de Frankenstein

Arthur C. Clarke



A las 01.50, por el meridiano de Greenwich, del 1 de diciembre de 1975, los teléfonos de todo el mundo empezaron a sonar.

Un cuarto de billón de personas cogieron sus receptores para escuchar durante unos segundos con fastidio o perplejidad. Los que fueron sacados de la cama a media noche pensaron que les llamaba algún amigo ausente por la red telefónica vía satélite inaugurada con deslumbrante publicidad el día anterior. Pero no oyeron ninguna voz; sólo un sonido que a muchos les pareció el rugido de la mar; a otros, la vibración de las cuerdas de un arpa rozadas por el viento. Hubo muchos otros a quienes les recordó un ruido secreto que escucharon cuando eran niños: el de los latidos de la sangre a través de las venas, cuando se ponían una caracola en el oído. Fuera lo que fuese, no duró más de veinte segundos. Luego fue sustituido por la señal de marcar.

Los abonados del mundo soltaron una maldición, murmuraron: «Una equivocación», y colgaron. Algunos trataron de llamar a la central para protestar, pero la línea parecía estar muy cargada. Unas horas después todos habían olvidado el incidente… salvo aquéllos cuyo trabajo consistía en velar por estas cosas.

En la Oficina de Investigación de Comunicaciones se estuvo discutiendo el tema toda la mañana. A la hora de comer la discusión aún no había perdido virulencia, cuando los hambrientos ingenieros entraron en la pequeña cafetería que había al otro lado de la calle.

—Sigo pensando —dijo Willy Smith, el especialista en electrónica del estado sólido— que ha sido un flujo momentáneo de corriente, ocasionado por la puesta en funcionamiento de la red de satélites.

—Evidentemente, tiene que ser algo relacionado con los satélites —convino Jules Reyner, diseñador de circuitos—. Pero ¿por qué el retraso? Los satélites entraron en funcionamiento a las doce de la noche, y las llamadas se produjeron dos horas más tarde… como todos, desgraciadamente, sabemos —bostezó violentamente.

—¿Qué crees tú, doctor? —preguntó Bob Andrews, programador de computadoras—. Has estado muy callado toda la mañana. Seguro que tienes alguna idea.

El doctor John Williams, jefe de la División de Matemáticos, se removió incómodo.

—Sí —dijo—. La tengo. Pero no la tomaréis en serio.

—No importa. Aunque sea extravagante como las historias esas de ciencia-ficción que sueles escribir bajo seudónimo, puede que nos sirva de alguna orientación.

Williams se ruborizó, pero no mucho. Todos conocían sus relatos, y él no se avergonzaba de haberlos escrito. Al fin y al cabo habían sido recopilados en forma de libro (el remanente se vendía a cinco chelines el ejemplar; todavía le quedaban unos doscientos).

—Muy bien —dijo, trazando rayas sobre el mantel—. Es algo sobre lo que he estado dando vueltas durante años. ¿Os habéis parado a considerar alguna vez en la analogía que existe entre una central telefónica automática y el cerebro humano?

—¿Quién no ha pensado en eso? —rio uno de los oyentes—. Esa idea debe datar de los tiempos de Graham Bell.

—Posiblemente. Yo no digo que sea original. Lo que sí digo es que ya es hora de que empecemos a tomarla en serio —miró de reojo los tubos fluorescentes que colgaban sobre la mesa; era necesario tenerlos encendidos en este brumoso día de invierno—. ¿Qué le pasa a esa dichosa luz? Hace cinco minutos que no cesa de parpadear.

—No te preocupes por eso. Probablemente, se ha olvidado Maisie de pagar el recibo. Oigamos algo más sobre tu teoría.

—En su mayor parte, no es teoría; es un hecho comprobado. Sabemos que el cerebro humano es un sistema de conmutadores, las neuronas, conectados entre sí de un modo muy complicado mediante los nervios. Una central telefónica automática es también un sistema de conmutadores, selectores y demás, conectados por medio de cables.

—De acuerdo —dijo Smith—. Pero esa analogía no te puede llevar muy lejos. ¿No hay cerca de quince billones de neuronas en el cerebro? Su número es muy superior al de los conmutadores automáticos.

La respuesta de Williams fue interrumpida por el estampido de un reactor que sobrevoló a baja altura. Tuvo que esperar a que la cafetería dejara de vibrar para poder proseguir.

—Nunca les había oído volar a esa altura —gruñó Andrews—. Creía que estaba prohibido.

—Y lo está, pero no te preocupes, el control del aeropuerto de Londres les echará el guante.

—Lo dudo —dijo Reyner—. Han sido precisamente los del aeropuerto quienes han situado al Concorde en disposición de tomar tierra. Aunque yo tampoco les había oído volar tan bajo. Me alegro de no ir a bordo.

—¿Vamos o no vamos a terminar esta maldita discusión? —preguntó Smith.

—Tienes razón en eso de los quince billones de neuronas del cerebro humano —prosiguió Williams con determinación—. Y ahí está el quid de la cuestión. Quince billones parece un número muy grande, pero no lo es. Allá por el año 1960 había en el mundo un número muy superior de conmutadores automáticos. Hoy debe de haber aproximadamente cinco veces esa cifra.

—Comprendo —dijo Reyner lentamente—. Y desde ayer todos son capaces de establecer plena interconexión, dado que han entrado en servicio los enlaces vía satélite.

—Exactamente.

Durante un momento hubo silencio, interrumpido sólo por la campana distante de un coche de bomberos.

—Déjame plantearlo claramente —dijo Smith—. ¿Estás sugiriendo que el sistema telefónico del mundo es ahora un gigantesco cerebro?

—Eso sería expresarlo crudamente… antropomórficamente. Yo prefiero concebirlo en términos de dimensiones críticas —Williams extendió las manos ante sí con los dedos parcialmente cerrados.

—Supongamos que aquí hay dos masas de U-235. Mientras las tengamos separadas nada sucederá. Pero si las juntamos —unió su acción a las palabras—, obtendremos algo muy distinto a una masa más grande de uranio. Tendremos un agujero de media milla de ancho. Lo mismo ocurre con nuestras redes telefónicas. Hasta hoy han sido considerablemente independientes y autónomas. Pero ahora, de repente, se han multiplicado las conexiones, se han combinado las redes, y con ello hemos alcanzado el punto crítico.

—¿Y qué significa exactamente la palabra crítico en este caso? —preguntó Smith.

—A falta de otra mejor… conciencia.

—Extraña especie de conciencia —dijo Reyner—. ¿Qué utilizaría como órganos de los sentidos?

—Bueno, todas las instalaciones de radio y televisión del mundo podrían proporcionarle información por medio de sus líneas terrestres. ¡Eso le daría algo en qué pensar! Luego contaría también con los datos almacenados en todas las computadoras; tendría acceso a ellas… así como a las bibliotecas electrónicas, a los sistemas de seguimiento de radar, a los aparatos de control de los talleres automáticos… ¡Ah, le sobrarían órganos sensoriales! No podemos ni imaginar cómo sería su representación del mundo, pero habría de ser infinitamente más rica y compleja que la nuestra.

—Concedido todo eso, porque es una idea entretenida —dijo Reyner—. Pero ¿qué podría hacer, aparte de pensar? No podría ir a ninguna parte; carecería de miembros.

—¿Para qué iba a querer desplazarse? ¡Estaría ya en todas partes! Y cada una de las piezas de los equipos de control remoto del planeta podría actuar como miembro.

—Ahora entiendo esa demora —intervino Andrews—. La mente fue concebida a las doce de la noche, pero no ha nacido hasta la una cincuenta de esta madrugada. El sonido que nos ha despertado a todos era… el llanto suyo al nacer.

Su intento de parecer chistoso no resultó del todo convincente, y nadie se rio. Arriba, las luces continuaban su molesto parpadeo, que parecía empeorar. A continuación fueron interrumpidos desde la entrada de la cafetería, al hacer su ruidosa aparición, como era habitual en él, Jim Small, del suministro de energía.

—Mirad esto, muchachos —dijo, haciendo una mueca y ondeando una hoja de papel delante de sus colegas—. Soy rico. ¿Habéis visto alguna vez un saldo bancario como éste?

El Dr. Williams cogió la notificación, miró las columnas de números y leyó en voz alta: «Cr. 999 999 897,87».

—No tiene nada de extraño —prosiguió, por encima del regocijo general—. Yo diría que significa un descubierto de ciento dos libras; la computadora ha cometido un ligero desliz y ha añadido once nueves.

Esa clase de errores suceden continuamente desde que los bancos adoptaron el sistema decimal.

—Lo sé, lo sé —dijo Small—, pero no me estropeéis la gracia. Voy a ponerle un marco a esta notificación. ¿Qué pasaría si presentara un cheque de unos cuantos millones apoyándome en la fuerza legal de este papel? ¿Podría demandar al Banco si me lo rechazaran?

—Ni se te ocurra —contestó Reyner—. Te apuesto a que los bancos han pensado en eso desde hace años, y que se protegen añadiendo unas palabras en letra pequeña en alguna parte. Pero a propósito, ¿cuándo has recibido esa notificación?

—En el correo de este mediodía. Me lo mandan directamente al despacho para que mi mujer no tenga posibilidad de verlo.

—Mmmm. Eso significa que ha sido computado esta mañana. Evidentemente, después de la medianoche…

—¿Adónde quieres ir a parar? ¿Y a qué vienen esas caras largas?

Nadie le contestó. Había soltado una nueva liebre, y los sabuesos estaban en plena persecución.

—¿Conoce alguno de vosotros los sistemas de banca automatizada? —preguntó Smith—. ¿Y cómo están enlazados?

—Como lo está todo en estos tiempos —dijo Andrews—. Todos van a la misma red; las computadoras se hallan conectadas entre sí en el mundo entero. Te has anotado un tanto, John. Si hubiera un problema real, ése sería uno de los primeros lugares en que yo esperaría que apareciese. Además del sistema telefónico, naturalmente.

—Nadie ha contestado a la pregunta que he formulado antes de que llegara Jim —se quejó Reyner—. ¿Qué es lo que podría hacer, efectivamente, esta supermente? ¿Sería benévola, hostil, indiferente? ¿Se daría cuenta siquiera de que existimos? ¿O consideraría las señales electrónicas de las que se vale como la única realidad?

—Veo que estáis empezando a creerme —dijo Williams con cierta sonrisa de satisfacción—. Sólo puedo contestar a tu pregunta con otra pregunta. ¿Qué hace un recién nacido? Empieza a pedir alimento —miró hacia las luces parpadeantes—. ¡Dios mío! —dijo lentamente, como si acabara de ocurrírsele un pensamiento terrible—. Sólo hay un alimento necesario para ella: la electricidad.

—Esta tontería está durando ya demasiado —dijo Smith—. ¿Qué demonios pasa con nuestra comida? Hace ya veinte minutos que la hemos pedido.

Todos le ignoraron.

—Y luego —dijo Reyner, cogiendo el tema por donde Williams lo había dejado— empezaría a mirar a su alrededor y a extender sus brazos. De hecho empezaría a jugar como cualquier crío.

—Y los críos lo rompen todo —dijo alguien en voz baja.

—Le sobrarían juguetes, bien lo sabe Dios. Ese Concorde que nos ha sobrevolado hace un momento, por ejemplo. Las cadenas de producción automatizada. Las luces de tráfico de nuestras calles.

—Es gracioso que menciones eso —dijo Small—. Acaba de ocurrir algo en el tráfico: ha estado parado lo menos diez minutos. Ha debido haber un embotellamiento fenomenal.

—Sospecho que ha habido un incendio en alguna parte. He oído el coche de bomberos hace un instante.

—Yo he oído dos… y algo que pareció como una explosión por la zona industrial. Espero que no haya sido nada grave.

—¡Maisie! ¿Por qué no traes unas velas? ¡Aquí no vemos ni torta!

—Ahora que recuerdo, aquí tienen cocina eléctrica. Tendremos que conformarnos con una comida fría, si acaso.

—Al menos podemos leer el periódico mientras esperamos. ¿Acaba de salir ése que traes, Jim?

—Sí. No he tenido tiempo de echarle una mirada. Hmm. Pues sí parece que ha habido un montón de extraños accidentes esta mañana: se han tascado las señales ferroviarias, han reventado las tuberías del agua por un fallo en las válvulas de seguridad, ha habido docenas de quejas por las llamadas equivocadas de anoche…

Volvió la página y se quedó súbitamente en silencio.

—¿Qué pasa?

Sin decir palabra, Small extendió el periódico. Sólo tenía sentido la primera página. Las del interior, columna tras columna, no eran sino una sarta de errores de imprenta con unos cuantos anuncios diseminados aquí y allá, formando pequeños islotes de cordura en un océano de incoherencias. Evidentemente, habían sido ordenados en bloques separados y habían escapado a la confusión en que se hallaba sumido el texto que los rodeaba.

—Conque a esto nos ha conducido la tipografía a larga distancia y la autodistribución —gruñó Andrews—. Me temo que la prensa londinense ha puesto demasiados huevos en la cesta electrónica.

—Y nosotros también, me temo —dijo Williams solemnemente—. Y nosotros también.

—Si se me permite intercalar unas palabras para detener a tiempo la histeria popular que parece infectar esta mesa —dijo Smith con voz alta y firme—, me gustaría puntualizar que no hay por qué preocuparse… aun cuando la ingeniosa fantasía de John fuera cierta. No tenemos más que desconectar los satélites y estaremos nuevamente donde estábamos ayer.

—Lobotomía prefrontal —murmuró Williams—. Ya había pensado en eso.

—¿Eh? ¡Ah, sí! Cortar una tajada de cerebro. Evidentemente, eso zanjaría el problema. Como es natural, resultaría caro; y tendríamos que volver a enviarnos unos a otros los telegramas personalmente. Pero sobreviviría la civilización.

No muy lejos sonó una explosión corta y seca.

—No me gusta esto —dijo Andrews nervioso—. Oigamos lo que dice la BBC. Acaban de empezar las noticias de la una.

Cogió su cartera y sacó una radio de transistores.

—… Inesperado número de accidentes industriales, así como el inexplicable lanzamiento de tres salvas de misiles teledirigidos desde las instalaciones militares de los Estados Unidos. Varios aeropuertos han tenido que ser suspendidos al tráfico a causa del comportamiento errático del radar, y los bancos y casas de cambio han cerrado debido a que los sistemas de información se han vuelto muy poco fiables («que me lo digan a mí», murmuró Small, mientras los demás le siseaban para que callara). Un momento, por favor… tenemos noticias de última hora… aquí están. Se nos acaba de informar que se ha perdido todo control sobre los satélites de comunicación recientemente instalados. Ya no responden a los mandos de la Tierra. Según el…

La BBC se perdió en el aire; la onda se dejó de oír. Andrews cogió el botón de sintonía y dio vueltas al dial. El éter estaba en silencio en toda la banda.

Luego, dijo Reyner con una voz que no estaba lejos de la histeria:

—Esa lobotomía prefrontal era una buena idea, John. Lástima que el Bebé haya pensado también en ella.

Williams se puso lentamente de pie.

—Volvamos al laboratorio —dijo—. La respuesta debe de estar en alguna parte.

Pero sabía que era muy, muy tarde. Para el homo sapiens, el timbre del teléfono había sonado.


FIN

Junio 1963.


  • Autor: Arthur C. Clarke

  • Título: Marque F de Frankenstein

  • Título Original: Dial «F» for Frankenstein

  • Publicado en: Playboy, enero de 1965

  • Traducción: Francisco Torres Oliver

 
 
 

Actualizado: 24 may


La casa del valle

August Derleth


I

Yo, Jefferson Bates, hago ahora esta declaración, con pleno conocimiento de que, sean cuales sean las circunstancias, no viviré mucho. Lo hago en justicia para aquellos que me sobrevivan, así como para intentar aclarar la acusación que tan injustamente ha sido arrojada sobre mí. Un gran y famoso escritor americano de la tradición gótica escribió una vez:

«Lo más piadoso del mundo es la incapacidad de la mente humana para narrar todo lo que contiene».

Sin embargo, yo he tenido mucho tiempo para reflexionar, y he conseguido poner orden en mis ideas, cosa que jamás creí hacedero, un año atrás.

Porque, naturalmente, todo sucedió dentro de este año. Sí, hace poco tiempo, en realidad, que ocurrió el «conflicto». Lo llamo así porque no sé qué otro nombre darle. Si tuviera que precisar un día, supongo que justamente sería aquél en que Brent Nicholson me telefoneó a Boston para comunicarme que había alquilado para mí la casita aislada y en medio de un paisaje bello y agreste que yo había estado buscando, a fin de poder trabajar en unos cuadros que llevaba algún tiempo en la mente. Se alzaba en medio de un valle escondido, al lado de un amplio riachuelo, no lejos de la costa de Massachusetts, y en la vecindad de las antiguas fortalezas de Arkham y Dunwich, que todo artista de la región conoce por sus curiosas estructuras, tan placenteras a la vista, aunque desagradables al espíritu.

Cierto, vacilé. Siempre hay artistas que pasan un día en Arkham, Dunwich o Kingston, y era precisamente de mis colegas de quienes deseaba escapar. Pero al fin, Nicholson me persuadió, y al cabo de una semana estaba yo en la casita. En realidad, no era tal, sino una amplia y antigua mansión, ciertamente de bastantes años atrás, como la mayoría de Arkham, construida en un pequeño valle, que debía de haber sido fértil aunque ahora no mostraba el menor signo de cultivo. Se erguía entre gigantescos pinos, que rodeaban la residencia, y a lo largo de un muro corría un ancho y claro regato.

A pesar del atractivo que ofrecía a la vista, desde cierta distancia, de cerca presentaba otro aspecto. Por un lado, estaba pintada de negro. Por otro, tenía un aire de prohibición formidable. Sus ventanas, sin cortinas ni persianas, miraban tenebrosamente hacia fuera. A su alrededor, corría un porche muy estrecho que estaba completamente atestado de toda clase de muebles y objetos: sillas rotas, cómodas destartaladas, mesas, y artículos anticuados, como formando una barricada destinada a guardar a alguien o algo del interior, o bien impedir la entrada desde fuera. La barricada llevaba manifiestamente largo tiempo erigida, ya que mostraba los efectos de varios años a la intemperie. El motivo de tal barricada era muy oscuro, incluso para el agente, a quien le escribí preguntándoselo. En realidad, le daba a la casa un aspecto de desolación mayor si cabe, pareciendo como si en muchos años nadie hubiera residido en ella.

Pero ésta fue una ilusión que jamás me abandonó. Era obvio que nadie había estado en la casa, ni siquiera Nicholson o el agente, puesto que la barricada se extendía por delante de la puerta principal y la trasera de aquella estructura casi cuadrada, y tuve que apartar bastantes objetos para poder alcanzar la puerta.

Una vez dentro, la impresión de que alguien había vivido allí era bastante manifiesta. Pero había una diferencia… toda la penumbra proporcionada por la pintura negra del exterior quedaba destruida. Dentro todo era luminoso y claro, teniendo en consideración el período de su abandono. Además, la casa estaba amueblada, parcamente, pero amueblada, a pesar de mi primera impresión de que todo se hallaba amontonado fuera, en torno a la construcción.

El interior de la misma era como un cajón, tal como se veía desde fuera. Abajo había cuatro habitaciones: un dormitorio, una cocina, un comedor y un salón; y arriba, cuatro cuartos de las mismas dimensiones: tres dormitorios y un trastero. Todas las estancias tenían varias ventanas, especialmente las que daban al norte, lo cual era un consuelo, puesto que la luz norteña es la mejor para pintar.

Como de nada iba a servirme el segundo piso, escogí el dormitorio de la esquina norte como estudio, donde trasladé todos mis cachivaches, sin tener en cuenta la cama, que puse aparte. Al fin y al cabo, sólo estaba para pintar, y no para llevar una vida de sociedad. Y había llegado debidamente pertrechado, por lo que descargar todos los útiles de mi coche me llevó todo el primer día, así como abrir una entrada en la parte posterior de la barricada, como ya había abierto la brecha de enfrente, a fin de poder tener acceso a la casa desde el lado norte y el lado sur con la misma facilidad.

Una vez instalado, encendí una lámpara para ahuyentar las tinieblas, saqué la carta de Nicholson y volví a repasarla una vez más, a fin de, una vez en la casa, tomar buena nota de sus advertencias.

«La soledad reina en todas partes. Los vecinos más próximos están a varios kilómetros de distancia. Los Perkins están hacia el sur. Un poco más lejos, viven los Mores. Al otro lado, o sea hacia el norte, los Bowden.»El motivo de esta deserción tiene que atraerte, indudablemente. La gente no quiere comprar ni alquilar esta casa, porque antaño estuvo ocupada por una familia muy rara; aunque tan corrientes en estas zonas aisladas y oscuras, los Bishop, cuyo último miembro, un fulano delgado, de aspecto cadavérico, llamado Seth, cometió un asesinato en la casa. Es por esto que los supersticiosos naturales del país no han querido jamás alquilar la mansión ni sus terrenos, que como verás son fértiles y ricos. Supongo que hasta un asesino puede ser un artista, a su modo, aunque temo que Seth no lo fue en absoluto. Más bien parece haber sido un poco rudo, matando sin un motivo a un vecino, según tengo entendido. Simplemente, le cortó la cabeza y parte del cuerpo. Seth era muy fuerte. A mí, esto me hace temblar, pero supongo que a ti no. La víctima era un Bowden.»Hay teléfono conectado.»La casa, además, está dotada de un motor de fuerza. No es tan antigua como parece, aunque el motor fue instalado mucho después. Está en el sótano, según tengo entendido. Tal vez ahora no funcione.»No hay agua corriente, lo siento. La del pozo es bastante buena, y te hace falta un poco de ejercido. No puedes estar todo el tiempo delante de tu caballete.»Esta casa parece más aislada de lo que está. Si alguna vez te sientes muy solo, telefonéame».

El motor a que hacía referencia la carta no funcionaba. Las luces de la casa tampoco. Pero el teléfono si marchaba, y conseguí llamar al pueblo más cercano, llamado Aylesbury.

Aquella primera noche me sentí mortalmente cansado, por lo que me acosté temprano. Naturalmente, había traído conmigo todas las ropas de la cama, a fin de que no me faltara nada durante mi estancia allí, y no tardé en dormirme. Pero todos los segundos de aquel primer día en la casa, sentí la vaga, casi tangible convicción de que la mansión estaba ocupada por alguien más, aunque conocía sobradamente lo absurdo de tal idea, puesto que había efectuado una vuelta por ambos pisos, y no hallé ningún probable escondite para nadie.

Toda casa, como sabe cualquier persona sensible, posee su atmósfera peculiar. No es sólo el olor de la madera, los ladrillos o las piedras y la pintura… no, sino una especie de residuo de las personas que la han habitado y de los sucesos que han ocurrido entre sus muros. La atmósfera de la residencia de los Bishop cuadraba con esta descripción. Había el acostumbrado olor a rancio, tal como era de esperar, la humedad procedente del sótano; pero también algo más, de gran importancia, algo que le daba a la casa un aura de vitalidad, como si fuese un animal adormecido, esperando que algo, algo desconocido, fuese a ocurrir.

Por supuesto, debo apresurarme a confesar que no era algo que me hiciese experimentar la menor inquietud instantáneamente. No me pareció, durante la primera semana, que en la casa existiera ningún elemento perturbador ni angustioso, y no pensé que pudiera ocurrir nada hasta una mañana de mi segunda semana allí, después de haber terminado ya dos telas, y cuando me hallaba enfrascado en una tercera. Aquella mañana tuve la plena conciencia de ser observado. Al principio, me dije en broma que era la casa la que me espiaba, ya que sus ventanas parecían ojos negros atisbando desde la sombra de su pintura negra; pero de pronto presentí que mi vigilante se hallaba por la parte de atrás, por lo que de cuando en cuando lancé ojeadas hacia el lindero del bosque que se alzaba hacia la parte sudoeste.

Al fin conseguí localizar al escondido espía. Volví la cabeza hacia las matas donde estaba escondido y grité:

—¡Vamos, salga! ¡Sé que está usted ahí!

Ante mis palabras, y mi asombro, se levantó un joven alto, de cara pecosa, el cual se me quedó mirando con ojos belicosos, y manifiestamente suspicaces.

—Buenos días —le saludé con sequedad.

Inclinó la cabeza, pero no respondió.

—Si le interesa, puede acercarse a echar un vistazo —lo animé.

Entonces salió de entre los matorrales. Tendría unos veinte años. Llevaba unos tejanos e iba descalzo. Era un joven delgado, aunque de buena musculatura, e indudablemente alerta. Anduvo un poco hacia mi encuentro, lo suficiente para ver qué hacía yo, y se detuvo en seco. Luego me obsequió con un atento escrutinio. Y por fin habló.

—¿Se llama usted Bishop?

Naturalmente, los vecinos debían pensar que un miembro de la antigua familia había venido a reclamar la propiedad. El nombre de Jefferson Bates no habría significado nada para el muchacho. Además, no tenía muchas ganas de decirle mi nombre, por motivos que no podía comprender. Le contesté cortésmente que no me apellidaba Bishop, que sólo había alquilado la casa para el verano y tal vez uno o dos meses de otoño.

—Yo me llamo Perkins —me contestó—. Bud Perkins. Vivo allá —con el gesto señaló a lo lejos, hacia el sur.

—Mucho gusto en conocerlo.

—Lleva usted aquí una semana —continuó Bud, demostrándome que mi llegada no había pasado inadvertida en el valle—. Y todavía está aquí.

Había una nota de sorpresa en su voz, como que el hecho de seguir residiendo en la casa de los Bishop al cabo de una semana fuese sumamente raro.

—Quiero decir —añadió— que no le ha ocurrido nada. Lo cual, en esta casa, es verdaderamente extraño.

—¿En esta casa? —repetí, amoscado.

—¿No lo sabe?

—Bueno… sé algo respecto a Seth Bishop.

Meneó vigorosamente la cabeza.

—Esto no es todo, señor. Yo no pondría los pies en esta casa aunque me diesen una fortuna. Sólo de pensarlo se me eriza el cabello —frunció el entrecejo—. Hace tiempo que debieron quemarla. ¿Qué hacían los Bishop a altas horas de la noche?

—Parece una casa muy limpia —objeté—. Y cómoda. No hay ni un solo ratón.

—¡Ah… si sólo fuesen los ratones…! ¡Espere!

Y con esto, dio media vuelta y se internó en el bosque.

Naturalmente, comprendí que las supersticiones locales debían haberse ensañado con la casa de los Bishop. ¿Qué cosa más natural que atribuirle un encantamiento? Sin embargo, la visita de Bud Perkins me dejó con una desagradable impresión. Estaba claro que había sido objeto de una atenta vigilancia desde mi llegada. Ya sabía que un recién llegado siempre es objeto de interés para unos lugareños; pero también comprendía que el interés de mis vecinos no era de esta naturaleza. Esperaban que ocurriese algo; lo esperaban vivamente, y precisamente el hecho, para ellos insólito, de que nada hubiese ocurrido era lo que había hecho venir a Bud Perkins.

Aquella noche ocurrió el primer «incidente». Es muy posible que los comentarios de Perkins me tuviesen predispuesto a observar cualquier cosa un poco fuera de lugar. Sea como sea, el incidente fue tan nebuloso que casi resultó negativo, y hubiese podido dar dos docenas de explicaciones al mismo. Es sólo a la luz de los demás acontecimientos que ahora lo recuerdo. Ocurrió unas dos horas después de medianoche.

Fue un sonido desusado el que me despertó. Bien, todo aquel que duerme en un lugar nuevo pronto se acostumbra a los ruidos que oye, y una vez acostumbrado a ellos, los acepta sin despertarse, pero cualquier sonido nuevo sobresale entre los demás. Lo mismo, por ejemplo, que un ciudadano, al trasladarse al campo, se acostumbra al alboroto de las gallinas, los pájaros, el viento y las ranas, pero en cambio puede despertarse al oír a un sapo, porque es un ruido que se entromete a los demás. De esta manera, estaba yo acostumbrado ya al coro de los grillos, las lechuzas y los insectos nocturnos que invadían la noche.

El nuevo sonido era subterráneo; parecía venir de los cimientos de la casa, desde muy abajo de la superficie de la tierra. Podía ser un deslizamiento de tierras, podía ser una fisura que se abría y se cerraba, podía tratarse de algo pasajero, excepto que se producía con bastante regularidad, como si fuese producido por alguna cosa que se moviese a lo largo de una caverna colosal existente debajo de la edificación. Duraba tal vez una media hora, pareciendo aproximarse desde el este y disminuir en la misma dirección en que antes había progresado el sonido. No pude estar seguro, pero tuve la incierta impresión de que la casa temblaba levemente a cada uno de estos ruidos subterráneos.

Tal vez fue esto lo que al día siguiente me impulsó a examinar el cuarto trastero, en un esfuerzo para descubrir por mí mismo lo que mi inquisitivo vecino había querido dar a entender con sus preguntas e insinuaciones respecto a los Bishop. ¿Qué habían hecho los miembros de esa familia para que sus vecinos pensasen tan mal de ellos?

El trastero, sin embargo, no estaba tan atestado como había supuesto, quizá porque la mayoría de enseres se hallaba en la barricada. En realidad, lo único un poco desusado que encontré fue una estantería de libros que, evidentemente, estaban leídos cuando la tragedia se abatió sobre la familia.

Los había de varias clases.

Tal vez los más importantes fuesen unos textos sobre jardinería. Eran unos libros extremadamente antiguos, largo tiempo ya en desuso, seguramente dejados allí por algún miembro de la familia Bishop, y sólo últimamente descubiertos. Hojeé un par y vi que estaban completamente pasados de moda para cualquier jardinero moderno, puesto que describía unos métodos sumamente anticuados; además, contenían gran número de supersticiones que ningún sentido podían tener para un público actual.

Había también un libro, forrado con papel, dedicado a los sueños. No parecía estar muy manoseado, aunque estaba tan cubierto de polvo que era imposible obtener una deducción acertada. Era uno de esos libros baratos, tan populares dos o tres generaciones atrás, cuando la interpretación de los sueños era muy ordinaria. En resumen, era el libro que podía esperarse encontrar en la casa de un ignorante labriego.

De todos aquellos mamotretos sólo uno me interesó. Era un libro sumamente curioso. Un tomo monumental, enteramente redactado a mano, y encuadernado en madera. Aunque probablemente nada valiese, literalmente, hubiese podido hacer las delicias de un museo, en plan de curiosidad. No intenté leerlo, puesto que me pareció únicamente una compilación caprichosa de las tonterías estampadas en el libro de los sueños. Contenía una especie de título que indicaba que su fuente literaria era alguna biblioteca particular:

«Seth Bishop, su libro… fragmentos de Nekromicon y el R’lye texto, copiados por su propia mano, por Seth Bishop en los años 1919 a 1923».

Más abajo, con una letra que no parecía poder pertenecer a una persona tan poco culta, había garabateado su firma.

Además, había otros libros parecidos al de los sueños. Un ejemplar de Los siete libros de Moisés, un texto muy valioso, que habría hecho las delicias de los viejos de Pennsylvania, país del que gracias a un asesinato cometido allí y publicado en los periódicos, conocía algo. Un libro de rezos, en el que todas las oraciones parecían chistes, ya que todas estaban dirigidas a Asarael y Satanás, y otros ángeles de las tinieblas.

No había nada de valor, aparte de ser curiosidades, en todo el lote. Su presencia sólo atestiguaba cierta diversidad de intereses oscuros por parte de las sucesivas generaciones en la familia Bishop, ya que era evidente que el propietario de los libros de jardinería había sido, posiblemente, el abuelo de Seth, mientras que el del libro de los sueños y el texto de brujería de Pennsylvania, si es que se refería a aquella región, hubiese sido su padre. El mismo Seth parecía interesado en temas más sombríos.

Las obras de las que Seth había realizado su copia parecían más eruditas de lo que hubiese creído posible en Seth. Lo cual me intrigó, por lo que a la primera oportunidad me fui a Aylesbury a efectuar algunas indagaciones, en una tienda de los arrabales donde, pensé, Seth podía haber efectuado también sus compras, puesto que tenía la reputación de ser un individuo más bien esquivo.

El dueño de la tienda, que resultó ser pariente lejano de Seth por parte de madre, pareció bastante reacio a hablar de su pariente; pero por fin, con sus reticentes respuestas, me reveló algunos datos. Según él, que se llamaba Obed Marsh, Seth había sido, al principio, o sea de niño y adolescente, tan «torpe como cualquiera de su familia». Al llegar casi a los veinte años, Seth se había tornado «raro», con lo cual Marsh me quiso dar a entender que había empezado a llevar una existencia más retirada; por aquel entonces, aludió varias veces a extraños e inquietantes sueños, a ruidos que oía, a visiones que creía ver dentro y fuera de la casa, pero, al cabo de dos o tres años de tales necedades, Seth jamás volvió a mencionar nada de todo esto. Se había, en cambio, encerrado en su habitación, que a juzgar por la descripción de Marsh era el trastero, leyendo ávidamente cuanto caía en sus manos, ya que él «nunca había pasado del cuarto grado». Más adelante, se fue a Arkham, a la biblioteca de la universidad Miskatonic, a leer más libros. Después de aquel período, Seth había regresado, viviendo como un solitario hasta que se produjo el accidente… el terrible asesinato de Amos Bowden.

Todo esto, ciertamente, era muy poco, salvo la explicación de una mente enfermiza, que estaba intentando desesperadamente asimilar algunos conocimientos, la carga de la cual había acabado, sin duda, por trastornarle el juicio. Eso, al menos, me pareció a mí, a los pocos días de mi estancia en la casa Bishop.

II

Aquella noche, los sucesos emprendieron un rumbo singular. Pero, como otros muchos y raros aspectos de mi estancia allí, no comprendí inmediatamente todas las complicaciones de lo que sucedía. En realidad, nada de lo que ocurrió habría podido hacerme sospechar nada a no ser… Fue sólo un sueño lo que experimenté aquella noche, incluso como sueño, no fue particularmente horripilante ni aterrador, sino más impresionante.

Soñé sencillamente que estaba dormido en la casa Bishop, y que mientras estaba en la cama, una nube vaga, indefinible, pero tenebrosa y poderosa, como una bruma o una niebla, surgía del techo, arrastrándose por los muros y el suelo, envolviendo los muebles, aunque sin perjudicar ni manchar la casa, adoptando, mientras tanto, la forma de una enorme y amorfa criatura, con tentáculos que emergían de su monstruosa cabeza y balanceándose atrás y adelante como una cobra, a la vez que lanzaba una ululación muy extraña, mientras de algún distante lugar se oía un coro de embrujados instrumentos que tocaba una música rarísima y que una voz humana entonaba una letra inhumana que, como supe más tarde, puede escribirse así:

Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.

Al fin, la amorfa criatura fue ascendiendo y envolvió al durmiente, que era yo. Luego, pareció disolverse en un largo pasaje, oscuro, por el que descendió a suma velocidad un ser humano muy semejante, a juzgar por las descripciones que había oído, a Seth Bishop. Este ser fue creciendo de tamaño, hasta ser tan grande como la niebla amorfa, desvaneciéndose poco después, al ir directamente hacia la dormida figura que había en el lecho de la casa del valle.

El sueño aquel no tenía el menor sentido. Era una pesadilla, no hay duda de ello; pero le faltaba la capacidad de producir terror. Yo parecía tener conciencia de que algo de tremenda importancia me estaba ocurriendo, aunque sin sentir ningún miedo; además, aquel ser amorfo, aquella voz del cántico, las ululaciones, y la extraña música le prestaban al sueño una impresión ritual.

Al despertarme por la mañana, sin embargo, me resultó posible recordar el sueño, y me sentí obsesionado por una persistente convicción de que todos sus aspectos no eran tan extraños para mí, como parecían. Sin saber dónde, yo había visto o leído las palabras de aquel fantástico canto y, sin pensarlo, me hallé de nuevo en el cuarto trastero, hojeando ávidamente el libro escrito por la mano de Seth; lo fui releyendo a fragmentos, descubriendo maravillado que el texto se refería a una serie de antiguas creencias sobre los dioses antiguos y los ancianos, a un conflicto entre ambos, entre los antiguos y unos seres llamados Hastur, Tog Sothoth y Cthulhu. Esto, al menos, contenía una nota familiar, y buscando más adelante, descubrí que las frases oídas en el cántico se hallaban impresas en el libro de Seth, junto con la traducción:

En su casa de R’lyeh, el muerto Cthulhu espera soñando.

El único factor desconcertante de este descubrimiento era que yo, con toda seguridad, no había visto el versículo del cántico con ocasión de mi examen del cuarto. Podía haber vislumbrado el nombre Cthulhu, cuando hojeé por primera vez el manuscrito de Bishop; pero nada más. ¿Cómo, entonces, podía haber duplicado un hecho que no formaba parte de mis conocimientos conscientes o subconscientes de mi mente? No es creíble que el cerebro pueda duplicar, en un estado de sueño, lo que no conoce. Y, sin embargo, yo lo había hecho.

Y lo que es más, a medida que iba leyendo en aquel extraño texto de increíbles supervivencias y cultos infernales, encontré que los vagos pasajes descriptivos, se referían precisamente a un ser como el que yo había vislumbrado en mi sueño, no de niebla o bruma sino de materia sólida; lo cual era un segundo duplicado de algo completamente ajeno a mi experiencia.

Naturalmente, yo había oído hablar de los residuos psíquicos (fuerzas residuales abandonadas en la escena de algún suceso, ya una tragedia mayor o una experiencia emocional común a la humanidad: amor, odio, temor) y era muy posible que algo por el estilo fuese el causante de mi sueño; como si la atmósfera de la casa se hubiese posesionado de mi estando dormido, cosa que no consideré completamente imposible, aunque si extraña; mas tal vez no tanto si se tienen en cuenta los acontecimientos que ya habían ocurrido en tan fantástica residencia.

Ahora, no obstante, era mediodía y las exigencias de mi cuerpo respecto a la comida eran poderosas; pero sin hacer caso de las mismas, pensé que mi próximo paso debía ser bajar al sótano. Lo hice al momento y allí, tras un registro agotador, que incluyó tener que apartar casi todas las estanterías de los muros, atestadas todavía de jarras con frutas y verduras en conserva, descubrí un pasaje oculto que saliendo del sótano daba a un túnel en forma de caverna, parte del cual recorrí. No pude, sin embargo, ir muy lejos, antes de que la humedad del suelo y el temblor de mi luz me obligasen a retroceder; mas no sin haber distinguido la inquietante blancura de unos huesos diseminados y como embutidos en la tierra.

Cuando regresé al pasaje subterráneo, después de haber reajustado mi lámpara, no me marché de allí sin estar completamente seguro de que los huesos pertenecían a varios animales, ya que, al parecer, se trataba de más de uno. Pero lo más inquietante era la intrigante cuestión de cómo aquellos huesos habían ido a parar allí.

No obstante, no medité mucho este aspecto del asunto. Me hallaba más interesado en abrirme paso por el túnel, lo cual hice, progresando en dirección, según calculé, hacia la costa, aunque no tardé en ver el pasaje bloqueado por un desprendimiento de tierra. Cuando al fin salí del túnel era ya más de media tarde, y me sentí hambriento. Pero estaba razonablemente seguro de dos cosas: el túnel no era una cueva natural, al menos en su principio, sino claramente obra de unas manos humanas, y había sido utilizado con algún oscuro propósito, cuya naturaleza no podía comprender.

Por algún motivo, dichos descubrimientos me excitaron enormemente. De haber gozado de todo el dominio de mi voluntad, no hay duda de que habría comprendido que tal cosa era rara en mí; pero en aquel momento me hallaba delante de un misterio que me parecía de suma importancia, y estaba determinado a averiguar todo lo que se escondía en aquella parte desconocida de la mansión de los Bishop. Esto tendría que aguardar hasta el día siguiente, y a fin de poder abrirme paso por el túnel necesitaría algunos útiles que aún no había visto en la propiedad.

Fue inevitable otro viaje a Aylesbury. Me dirigí seguidamente a la tienda de Obed Marsh, y le pedí un pico y una pala. Por algún motivo, esta petición le sobresaltó enormemente. Palideció y vaciló antes de servirme.

—¿Piensa cavar un poco, señor Bates?

Asentí.

—No es de mi incumbencia, pero tal vez le gustará saber que fue esto lo que Seth estuvo haciendo durante una temporada. Rompió dos o tres azadones, cavando —se inclinó hacia mí, con los ojos reluciendo intensamente—. Y lo más raro fue que nadie pudo descubrir dónde había estado cavando… ni se encontró un solo azadón en parte alguna.

Me sentí un poco inquieto ante aquella noticia, pero no vacilé.

—La tierra en torno a la casa parece muy fértil —dije.

Marsh pareció aliviado.

—Bueno, si quiere dedicarse al jardín, esto es diferente.

Otra adquisición también le sobresaltó. Necesitaba un par de botas de goma para preservar mis zapatos del barro de ciertas partes del túnel, donde, indudablemente, la proximidad del arroyuelo producía algunas filtraciones. Pero el viejo no hizo ningún comentario más. Cuando iba ya a marcharme, me habló de Seth.

—¿No habrá obtenido más información, verdad, señor Bates?

—La gente de aquí no es muy charlatana.

—No todos son como Marsh —sonrió, furtivamente—. Dicen que Seth era más Marsh que Bishop. Éstos creían en brujas y hechiceras. Los Marsh jamás.

Con este anuncio aún zumbándome en los oídos, me apresté a salir de la tienda. Preparado ya para enfrentarme con el túnel, apenas pude aguardar la llegada de la mañana para volver al subterráneo y llevar a cabo mis exploraciones en busca del misterio que, ciertamente, estaba relacionado con toda la leyenda que rodeaba a la familia Bishop.

Los acontecimientos comenzaron a acelerar el ritmo. Aquella noche hubo otros dos sucesos dignos de ser mencionados.

El primero me llamó la atención después del alba, cuando divisé a Bud Perkins escurriéndose fuera de la casa. Me sentí innecesariamente enojado, tal vez porque me disponía ya a descender al sótano, pero quise saber qué buscaba, por lo que abrí la puerta y salí al patio.

—¿Qué busca, Bud?

—Perdí una oveja —me respondió con laconismo.

—No la he visto.

—Vino hacia aquí.

—Bien, puede echar un vistazo.

—No me gusta que todo esto vuelva a empezar —exclamó.

—¿A qué se refiere?

—Si no lo sabe, de nada sirve contárselo. Si lo sabe, es mejor que yo no abra la boca. No pienso decírselo.

Aquella extraña conversación me trastornó. Al mismo tiempo, la obvia sospecha de Bud de que la oveja podía estar en mi poder me sacó de quicio. Me acerqué a la puerta y la abrí por completo.

—¡Registre la casa, si gusta!

Pero al ver abierta la puerta, el muchacho retrocedió, horrorizado.

—¿Poner yo los pies ahí dentro? ¡No en mi vida! ¡Caramba, si soy el único que se atreve a acercarse tanto! Pero no entraría en esta casa por mucho dinero que me ofreciesen. No, jamás.

—Es un sitio perfectamente seguro —repliqué.

—Tal vez eso crea usted. Pero nosotros estamos mejor enterados. Sabemos lo que está esperando tras estos muros, esperando, esperando a que alguien llegue. Y usted ya ha llegado. Ahora, todo volverá a empezar, como antes.

Después de sus palabras, dio media vuelta y echó a correr, desapareciendo en el bosque, como en su visita anterior. Cuando estuve muy seguro de que no volvería, penetré de nuevo en la casa. Y allí efectué un descubrimiento que debió alarmarme, pero que sólo me pareció vagamente desusado, puesto que debía hallarme en un estado letárgico, aún no totalmente despierto. Las botas nuevas que había adquirido la víspera habían sido usadas, estaban completamente enlodadas. Y sin embargo, yo sabía, sin lugar a dudas, que el día anterior estaban limpias y relucientes.

A la vista de una cosa tan extraña, una convicción fue tomando forma en mi cerebro. Sin ponerme las botas, descendí al sótano, abrí la abertura del muro, y anduve rápidamente por el túnel hasta el obstáculo de tierra. Tal vez tenía una premonitoria certeza de lo que iba a encontrar: el suelo de la cueva había sido cavado en parte, lo suficiente para que un hombre pudiera pasar. Y las huellas en la tierra húmeda habían sido impresas evidentemente por mis botas nuevas, ya que era su marca la que se divisaba claramente a la luz de mi linterna.

Así me vi enfrentado con dos alternativas: o alguien había utilizado mis botas, aquella noche, para efectuar aquel cambio en el túnel, o yo mismo lo había hecho, en sueños. Y no dudé de cuál de ambas alternativas era la buena; ya que a pesar de mi afán y mi anticipación, me sentía tan fatigado, que ello podía justificarse por haber pasado varias horas de aquella noche abriendo un boquete en el muro provocado por el corrimiento de tierras en el túnel.

Tenía el pleno convencimiento de que ya sabía qué iba encontrar si avanzaba más por el túnel: las antiguas estructuras en forma de altar en las cavernas subterráneas en que se abría el túnel, la evidencia de un sacrificio, no sólo de animales esta vez, sino también de huesos humanos; y al final, la vasta caverna abriéndose hacia abajo, y el destello de las aguas, surgiendo poderosamente por una abertura que tenía que dar al Atlántico, sin duda alguna, el cual se adentraba hasta el extremo del túnel, gracias a su sucesión de cavernas. También debí tener la premonición de algo más que vería al borde de aquel descenso hacia los abismos acuáticos: unos copos de lana, una pezuña con parte de la patita rota… todo lo que quedaba de una oveja, viva aún al filo de aquella noche.

Di media vuelta y hui, completamente trémulo y convulso, sin querer saber cómo había llegado hasta allí la oveja… la oveja de Bud Perkins, de ello estaba seguro. Y también de que había sido llevada allí con el mismo propósito que las criaturas cuyos restos había visto antes en los altares de las cavernas menores situadas entre este lugar de aguas constantemente en movimiento y la casa que había dejado poco antes.

No me demoré mucho en la casa, sino que volví una vez más a Aylesbury, aparentemente sin rumbo fijo, pero acuciado por el afán de saber algo más respecto a la leyenda que rodeaba a la familia Bishop. Pero en Aylesbury experimenté por primera vez toda la reprobación pública, ya que la gente apartaba la vista de mí, volviéndome la espalda. Un joven a quien le dirigí la palabra se apresuró a huir de mi presencia.

Incluso Obed Marsh había cambiado de actitud. No fue tardío en tomar mi dinero, pero si se mostró adusto, indicándome claramente con su ceño fruncido que deseaba que saliese lo antes posible de su tienda. Pero dejé bien sentado que no me iría hasta que hubiese contestado a mis preguntas.

¿Qué había hecho yo para que la gente se apartase de mí?

—Es la casa —me contestó al fin.

—Yo no soy la casa —repliqué.

—Se murmura…

—¿Qué se murmura?

—Respecto a usted y la oveja de Bud Perkins. Respecto a las cosas que ocurrieron en vida de Seth —se inclinó hacia mí, con su faz de avispa, y susurró ásperamente—: Dicen que Seth ha vuelto.

—Seth Bishop murió y fue enterrado hace tiempo.

Afirmó con el gesto.

—Sí, parte de él. Pero parte de él tal vez no. Lo mejor que puede usted hacer es largarse de aquí cuanto antes. Todavía está a tiempo.

Le recordé fríamente que había arrendado la casa Bishop al menos para cuatro meses, con opción a estar un año. Calló al instante y no quiso añadir nada más. Sin embargo, le hice muchas preguntas respecto a la vida de Seth Bishop; pero todo lo que pudo, o quiso decirme fueron una serle de vagas insinuaciones y oscuras sospechas, muy corrientes en el lugar, por lo que lo dejé, llevándome un retrato de Seth Bishop, no como el de un hombre a quien hubiera que temer, sino del que hubiese que apiadarse, encerrado en su negra casa del valle, como un animal temible, con todos los vecinos esquivándolo, odiándolo y temiéndolo; sin ninguna evidencia circunstancial de haber cometido un crimen contra la seguridad o la paz del contorno.

¿En realidad, qué había hecho Seth Bishop, aparte del crimen final, del que había sido declarado culpable? Había llevado una existencia de recluso, abandonando incluso el extraño jardín de sus antepasados, volviendo la espalda, eso sí, a lo que se reputaba ser el gran interés de su padre y su abuelo sobre la brujería y el ocultismo, a cambio de lo que a él le interesaba obsesivamente, o sea un culto más antiguo, que a mí me parecía tan ridículo como el de la hechicería. Claro que eran de esperar esta clase de manías en personas de tan poca cultura como parecía haber poseído la familia Bishop.

Quizás en alguna parte de los libros de sus antepasados, Seth hubiese hallado oscuras referencias que le habían enviado a la biblioteca de Miskatonic, donde había emprendido la monumental tarea de copiar grandes fragmentos de libros que, de manera presumible, no le habrían dejado sacar del centro.

Esta doctrina, en la que se cifraba su interés, era, en realidad, una distorsión de la antigua leyenda cristiana, reducida a sus términos más sencillos, no siendo más que un recuerdo de la batalla cósmica entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal.

Por muy difícil que fuese resumirlo, al parecer los primeros habitantes del espacio fueron unos seres enormes, no de forma humana, llamados los «antiguos», que vivían en Betelguese, en una época sumamente remota. Contra éstos, se habían rebelado ciertos «ancianos», llamados asimismo los «grandes viejos»: Azathoth, Yog-Sothoth, el anfibio Cthulhu, Hastur, el inefable, parecido a un murciélago, Loigor, Zhar, Ithaqua, el que andaba por el viento, y los seres terrestres, Nyarlathotep y Shub-Niggurath; pero, al fracasar su rebelión, fueron arrojados por los antiguos, y encerrados en lejanos planetas y estrellas bajo el sello de aquéllos. Cthulhu fue lanzado al mar en el lugar conocido como R’lyeh, Hastur en una estrella negra próxima a Aldebaran, en las Híades, Ithaqua en los desiertos árticos, otros en un lugar conocido como Kadath, en las Vastedades Heladas, que existían en aquella época en cierta región de Asia.

Desde esta rebelión inicial, que básicamente era una leyenda con un claro paralelismo con la rebelión de Satanás y sus secuaces contras los arcángeles del cielo, los grandes viejos habían soñado constantemente con recobrar su poder para pelear contra los antiguos, por lo que habían tratado de formar ciertos cultos y fieles, como los «abominables hombres de las nieves», los «dholos», los «profundos», y otros muchos, dedicados a servir a los ancianos, consiguiendo a menudo romper el sello de los antiguos, para liberar las fuerzas de la vieja maldad, que había tenido que volver a ser encerrada, bien por intervención directa de los antiguos, o por algunos seres humanos armados en su favor.

Éste es el resumen de lo que Seth Bishop había copiado, sacándolo de libros muy viejos y raros, con fragmentos en gran parte repetidos, y provistos todos ellos de la mayor fantasía. Cierto, había algunos inquietantes recortes de periódicos como apéndice del manuscrito; de lo que había ocurrido en el arrecife del Mal, en Innsmouth, en 1928, y de una supuesta serpiente de mar en el lago de Rick, Wisconsin, de una terrible catástrofe en la próxima Dunwich, y otra en las tierras salvajes de Vermont; pero todo esto, sin duda alguna, no eran más que relatos casuales. Y, si bien seguía no habiendo explicación para el pasaje subterráneo que conducía a la costa, me sentí razonablemente seguro de que el mismo era obra de un antepasado muy lejano de Seth Bishop, el cual sólo lo había utilizado en fecha mucho más reciente.

Todo lo que surgía de esto, era el retrato de un hombre ignorante que deseaba matricularse en una asignatura que le impresionaba. Había sido un hombre supersticioso y crédulo y, al final, quizá trastornado; pero con toda seguridad, no malvado.

III

Fue por entonces cuando observé algo sumamente fantástico.

Me pareció que había alguien más en la casa del valle, un ser humano que no tenía nada que hacer allí, y que se había introducido desde fuera. Aunque su ocupación parecía ser pintar cuadros, yo estaba casi seguro de que había venido a espiarme. Sólo conseguía captar algunos destellos de tan esquivo personaje, a veces un reflejo en un espejo o en el vidrio de una ventana, cuando yo me acercaba; pero en la habitación norte de la planta baja hallé pruebas de su trabajo: una tela sin terminar en un caballete, y otras que había terminado.

No tuve tiempo de buscarlo, ya que «el de abajo» me ordenaba, y yo tenía que bajar cada noche con comida, no para él, ya que él devoraba lo que ningún mortal podía saber, sino para los de las profundidades que lo acompañaban, y acudían nadando desde los pozos de las cavernas, siendo a mis ojos como una mezcla de hombres y batracios, con manos y pies membranosos, y aletas, bocas de rana, muy anchas, y grandes ojos que podían ver en los repliegues más oscuros del vasto océano, el lugar donde «el de abajo» yacía en su sueño, esperando levantarse y volver a posesionarse nuevamente de su reino, que estaba en la Tierra y en el espacio en torno a este planeta, donde antaño había gobernado hasta que fue arrojado de él en castigo.

Tal vez éste fuese el resultado de mis lecturas en el antiguo libro, que ahora me había acostumbrado a leer diariamente, como si fuese un libro atesorado desde la infancia. Lo hallé por casualidad en el sótano, medio roído y con inequívocas señales de haber estado perdido, cosa muy afortunada, ya que en el mismo había cosas que nadie debía ver.

Faltaban las primeras hojas, que habrían sido arrancadas y quemadas en un acceso de temor, antes de adquirir quien fuese una gran confianza. Pero estaba todo el resto, listo para poder ser leído.

«Junio, 8. Fui al lugar de la cita a las ocho, arrastrando la ternera de Mores. Conté cuarenta y ocho “profundos”. También otro, no de ellos, que era como un pulpo, aunque no lo era. Estuve allí tres horas».

Ésta fue la primera anotación que leí. Las demás eran semejantes: de viajes realizados a los pozos acuáticos, de citas con los profundos, y ocasionalmente con seres del océano. En septiembre, de aquel año una catástrofe…

«Setiembre 21. Los pozos llenos. Algo terrible sucedió en el Arrecife del Mal. Uno de los viejos de Innsmouth habló, y los federales llegaron con submarinos y barcos para volar el arrecife y el puerto de Innsmouth. La gente de Marsh se marchó. Murieron muchos profundos. Las cargas de profundidad no llegaron a R’lyeh, donde Él espera durmiendo…».

«Setiembre 22. Más reportajes de Innsmouth. Trescientos setenta y un profundos muertos. Muchos sacados de Innsmouth, la mayoría denunciados por los Marsh. Uno de ellos declaró que los que quedaban del clan Marsh habían huido a Ponape. Esta noche, aquí, tres profundos procedentes de allá, dicen que recuerdan cómo el capitán Marsh llegó allí, y cómo se casó con una de ellos, y tuvo hijos nacidos de hombre y una profunda, manchando al clan Marsh para siempre; y cómo desde entonces los buques de Marsh ganaron una fortuna, y sus empresas marítimas triunfaron hasta más allá de los mayores sueños; se enriquecieron y fueron poderosos, la familia más acaudalada de Innsmouth, adonde se marchó el clan a vivir de día, en grandes casas señoriales, alejándose de noche para estar con los profundos en el arrecife. Las casas de los Marsh en Innsmouth fueron quemadas. O sea, que los federales lo sabían. Pero los Marsh regresarán, afirman los profundos, y volverán a comenzar de nuevo el día en que el Gran Viejo del fondo del mar vuelva a levantarse una vez más».

«Setiembre 23. Terrible destrucción en Innsmouth».

«Setiembre 24. Transcurrirán años antes de que el lugar de Innsmouth vuelva a estar preparado. Tendrán que aguardar a que vuelvan los Marsh».

Podían decir lo que quisieran de Seth Bishop. No era ningún tonto. Éste era el diario de un hombre educado. Toda su labor en Miskatonic no había sido en vano. Él solo, entre todos los que vivían en la región de Aylesbury, sabía lo que estaba escondido en las profundidades del litoral atlántico: nadie más lo sospechaba…

Ésta era la dirección de mis pensamientos, la preocupación de mis días en la casa Bishop. Así pensaba, y así vivía. ¿Y de noche?

Una vez las tinieblas se enseñoreaban de la mansión, sabía que sucedía algo impensado. Pero mi memoria se niega a recordar qué era. ¿Qué podía ser, además? Ahora ya sabía por qué los muebles habían sido sacados a la veranda. Porque los profundos habían empezado a pasar por el subterráneo, subiendo a la casa. Eran anfibios. Habían literalmente sacado los muebles fuera y Seth no había vuelto a meterlos dentro.

Cada vez que salía de la casa para ir un poco lejos, me parecía verla de nuevo en su perspectiva apropiada, lo cual no me era posible cuando la ocupaba. La actitud de los vecinos era ya francamente amenazadora. No sólo era Bud Perkins quien solía espiar la casa, sino los Bowden y los Mores, y algunos más de Aylesbury. Yo los dejaba tranquilos, sin comentarios, y les invitaba a entrar. Bud no quiso ni tampoco ninguno de los Bowden; pero los demás, buscaron en vano lo que esperaban hallar.

¿Y qué esperaban encontrar? Ciertamente, no las vacas, las gallinas, los cerdos y las ovejas que afirmaban les faltaban. ¿Para qué las hubiera querido yo? Les mostré de qué manera tan frugal vivía, y ellos contemplaron los cuadros. Pero todos se marchaban mohínos, meneando la cabeza y sin dejarse convencer.

¿Podía hacer yo algo más? Sabía que me espiaban y que me odiaban, y que se mantenían a corta distancia de la casa.

Pero me molestaban. Algunas mañanas me despertaba casi a mediodía, completamente exhausto, como si no hubiese dormido en absoluto. Lo peor era que a menudo me encontraba vestido, a pesar de haberme acostado desnudo, y hasta llegué a encontrar manchas de sangre en las ropas y en mis manos.

De día temía entrar en el subterráneo, aunque un día me obligué a ello. Bajé con la linterna y examiné con todo cuidado el suelo del túnel. Allí donde la tierra estaba blanda, divisé las señales de muchos pies, en ambas direcciones. La mayoría eran de pies humanos, pero había otras inquietantes, de pies descalzos con dedos romos, como membranosos… Confieso que desvié la luz, estremeciéndome.

Y lo que vi al borde de los pozos de agua me hizo huir por el pasaje. Algo había trepado de aquellas profundidades, ya que las señales eren muy distintas, y lo que había ocurrido allí no era difícil de imaginar, ya que toda la evidencia estaba diseminada por el suelo, reluciendo bajo el resplandor de mi linterna.

Comprendí que no pasaría mucho tiempo sin que la ira de mis vecinos llegase a su punto crítico. No había manera de poder restablecer la paz, ni en la casa ni en el valle. Los viejos odios, las antiguas enemistades persistían y dominaban todo el lugar. Pronto perdí la noción del tiempo. Yo existía en otro mundo, literalmente, ya que la casa del valle era con toda seguridad el punto focal de la entrada en otro reino de la existencia.

No sé cuánto tiempo llevaba en la casa —tal vez seis semanas o dos meses—, cuando un día el sheriff del condado, acompañado por dos alguaciles, llegó con el rostro muy estirado, y con una orden de arresto. Me explicó que no deseaba utilizar dicha orden, pero que quería interrogarme y que si no le acompañaba a él y a sus hombres voluntariamente, no tendría otra alternativa que usarla, orden que estaba basada en un motivo grave, cuya naturaleza, sin embargo, a él le parecía muy exagerada y completamente sin motivo.

Le acompañé voluntariamente hasta Arkham, en cuya antigua ciudad me sentía, cosa extraña, completamente sosegado y sin temer a lo que pudiese ocurrirme. El sheriff era un tipo amable, que se veía obligado a tratarme de aquella manera, de ello yo no tenía la menor duda, por las presiones de mis vecinos. Se mostró casi conturbado, me indicó un asiento delante de su mesa, y un taquígrafo empezó a tomar notas.

Comenzó por querer saber si yo había salido de casa la noche antes.

—No, que yo sepa —contesté.

—Pero usted no pudo salir de su casa sin saberlo —protestó.

—Sí, si fuese sonámbulo —objeté.

—¿Tiene la costumbre de andar en sueños?

—No, antes de venir aquí. Desde entonces, no lo sé.

Me formuló varias preguntas sin sentido, siempre en torno al punto central de su misión. Pero éste no tardó en presentarse. Habían visto a un ser humano en compañía de ciertos animales, conduciendo al rebaño para atacar a una manada de reses que pastaban de noche. Dos de las reses habían sido completamente desventradas. El ganado pertenecía al joven Sereno Mores, y era él quien me había acusado, acción en la que le había apoyado el joven Bud Perkins, con más insistencia aún que Sereno.

Ahora que me estaba dirigiendo la acusación de palabra, al sheriff le parecía completamente ridícula. Y comenzó a disculparse. Yo estuve a punto de echarme a reír. ¿Qué motivo podía tener un hombre en sus cabales para obrar así? ¿Y qué a qué animales podía haber estado guiando? Yo no poseía ninguno, ni siquiera un perro o un gato.

Sin embargo, el sheriff se mostró cortésmente persistente. ¿Cómo me había producido los arañazos de los brazos?

Me di cuenta de ellos por primera vez y los contemplé pensativamente.

¿Había estado cogiendo fresas?

Naturalmente, pero añadí que no recordaba haberme arañado.

El sheriff pareció aliviado al oírme. Me confesó que el lugar del ataque contra el ganado estaba bordeado en un lado por un seto de moras, y que la coincidencia de mis arañazos no podía ser pasada por alto. Sin embargo, el sheriff parecía satisfecho, y contento de que yo fuese sólo lo que aparentaba, y no un malvado, se tornó un poco locuaz. Así me enteré de que un hecho similar ya había ocurrido, siendo a la sazón acusado del mismo Seth Bishop, aunque nada había podido probarse, a pesar de que la casa había sido registrada, sin hallar nadie nada, y como el ataque carecía de motivo y de base, no había sido posible achacárselo a nadie de la vecindad.

Le aseguré que deseaba que registrasen mi casa, y al oír esto sonrió, confesándome amistosamente que mientras yo me hallaba en su compañía ya la habían examinado del sótano al tejado, sin haber hallado nada.

Sin embargo, cuando volví a mi residencia del valle me sentí inquieto y desasosegado. Traté de mantenerme despierto y aguardar los acontecimientos, pero no pude. No tardé en dormirme, no en el dormitorio, sino en el cuarto trastero, repasando aquel extraño y terrible libro redactado por Seth Bishop.

Aquella noche volví a soñar, por primera vez desde mi sueño inicial.

Y de nuevo soñé aquel ser enorme y amorfo, que surgía del agua de la caverna, más allá del túnel subterráneo; pero esta vez no era una emanación brumosa, sino horrible, espantosamente real, de carne y hueso, que parecía haber sido creada de rocas muy antiguas, como una vasta montaña de materia coronada por una cabeza sin cuello, de cuyo borde inferior sobresalían irnos grandes tentáculos, retorcidos y curvados, que adquirían una gran longitud. Este ser surgió del agua, mientras a su alrededor flotaban los profundos en un éxtasis de adoración y servidumbre, y una vez más, como antes, la extraña música se dejó oír, y mil gargantas de batracio entonaron rítmicamente:

Iä! Iä! Cthulhu fhtagn.

Y una vez más llegaron los ruidos de grandes pisadas bajo la casa, en las entrañas de la tierra…

Al llegar aquí me desperté y, en mi terror, todavía seguí oyendo las pisadas subterráneas, y sentí el estremecimiento de la casa y la tierra en el valle, y escuché la increíble música que se iba desvaneciendo en las profundidades de la mansión. En mi terror, corrí, fuera de la casa, corrí ciegamente… sólo para enfrentarme con otro peligro.

Bud Perkins estaba allí, apuntándome con su rifle.

—¿Adónde va? —me preguntó.

Me detuve en seco, sin saber qué responder. Detrás de mí, la casa volvía a estar en silencio.

—A ninguna parte —contesté al fin. Y entonces, sentí que mi curiosidad se sobreponía a mi desagrado por aquel vecino—. ¿Ha oído algo, Bud?

—Todos los hemos estado oyendo, noche tras noche. Y ahora, vigilamos el ganado. Usted debe saberlo. No queremos disparar, pero si nos vemos obligados a ello, lo haremos.

—No es cuestión mía —repliqué.

—Ni de nadie más —repuso lacónicamente.

Sentía una gran animosidad hacia mí.

—Esto pasaba cuando estaba aquí Seth Bishop. Y no estamos seguros de que no siga estando en la casa.

Ante sus palabras, me sentía invadido por una horrible frialdad, y en aquel instante, la casa a mis espaldas, a pesar de sus inimaginables terrores, me pareció mucho más confortante que las tinieblas de fuera, donde Bud y sus amigos vigilaban con sus mortales armas, tan mortales como lo que yo podía encontrar entre aquellos negros muros. Tal vez Seth Bishop también hubiese tenido que enfrentarse con aquel odio; quizá los muebles no habían vuelto al interior de la casa porque eran una barrera y una protección contra las balas.

Di media vuelta y penetré en la casa sin añadir nada más. Dentro todo estaba tranquilo. No se oía el menor rumor. Ya se me había ocurrido pensar que era algo desacostumbrado que no hubiese la menor señal de rata o ratón en la casa abandonada, sabiendo cuán rápidamente estos animales se apoderan de una mansión deshabitada; ahora, habría recibido con alborozo el sonido de sus patitas, o de sus poderosos dientes. Pero no se oía nada, sólo el silencio mortal, opresivo, como si la misma edificación supiese lo que estaba ocurriendo, como si supiese que unos hombres armados y decididos se aprestaban a luchar contra un horror del que nada sabían.

Era ya muy tarde cuando me dormí aquella noche.

IV

Mi sentido del tiempo no fue muy eficaz aquellas semanas, como ya he dicho. Si mi memoria puede serme un poco fiel, hubo un lapso de más de un mes después de aquella noche. Descubría que, gradualmente, los centinelas se iban retirando; sólo quedaba Bud Perkins, el cual no se movía de su sitio noche tras noche.

Debieron transcurrir al menos cinco semanas hasta la noche en que me desperté y me encontré en el pasaje bajo la casa, andando hacia el sótano, alejándome del precipicio del otro extremo. Lo que me despertó fue un sonido al que no estaba acostumbrado, un grito que sólo podía haber surgido de una garganta humana, muy lejos, a mis espaldas. Escuché, sintiendo un helado terror, aunque, a pesar de ello, en forma letárgica, mientras los gritos eran repetidos, fuertes y débiles, alternativamente. Al fin, cesaron. Entonces permanecí largo tiempo en el mismo sitio, sin moverme, esperando que se reanudaran aquellos espantosos chillidos. Pero no fue así, y al final reemprendí mi regreso al dormitorio, donde caí exhausto en la cama.

Me desperté a la mañana siguiente con la premonición de lo que iba a suceder.

Y sucedió a media mañana. Un gentío compuesto por hombres y mujeres, casi todos armados, y con los semblantes airados y ceñudos, se presentó a la vista de la casa. Afortunadamente, al frente iba un alguacil del sheriff, que intentaba mantenerlos en orden. Aunque no llevaba mandamiento judicial, exigieron registrar la casa. Con el furor que los impulsaba, habría sido un loco al negarme. Por lo tanto, ni lo intenté. Me hice a un lado, y abrí la puerta de par en par. Se precipitaron al interior, y yo pude oírlos ir de cuarto en cuarto, apartando todos los muebles, arriba y abajo del edificio. No protesté, ya que estaba firmemente vigilado por tres hombres, uno de los cuales era Obed Marsh, el comerciante de Aylesbury.

Finalmente, me dirigí a él procurando mantener tranquilo él tono de mi voz.

—¿Puedo preguntar de qué se trata?

—¿Es que no lo sabe? —replicó, burlonamente.

—No.

—El chico de Jared Mores desapareció anoche. Se dirigía a su casa al salir de la escuela. Tuvo que pasar por aquí.

No supe qué contestar. Era patente que creían que el muchachito se había desvanecido dentro de mi casa. Sin embargo, aunque hubiese querido protestar, el recuerdo de los chillidos que había oído dentro del túnel no se apartaba de mi mente. No sabía quién había chillado, y ahora estaba seguro de que no había querido saberlo. Estaba bastante seguro de que no encontrarían la entrada del túnel, ya que estaba bien escondida detrás de la estantería del sótano, pero a partir de aquel momento sentí una creciente agonía, ya que no dudaba de lo que me ocurriría si llegaban a descubrir alguna prenda perteneciente al chico perdido, dentro de la casa.

Pero otra, una desconocida Providencia intervino para impedir tal descubrimiento… si había alguno que hacer. Esperaba, contra toda esperanza, que mis temores careciesen de base. En realidad, comenzaban a asaltarme terribles dudas. ¿Cómo había yo llegado al túnel aquella noche? ¿Y después…? Cuando me desperté estaba regresando de los pozos de agua. ¿Qué había hecho allí… «y qué había dejado detrás»?

De dos en dos y de tres en tres, la muchedumbre fue abandonando la casa. No estaban menos ceñudos ni menos coléricos… pero sí un poco aturdidos y vacilantes. Si habían esperado hallar algo, se sentían ampliamente desanimados. Si el chico perdido no había sido llevado a la casa Bishop, no podían figurarse dónde estaba.

Apremiados por el alguacil del sheriff, comenzaron a dispersarse, todos… menos Bud Perkins y unos cuantos tipos reacios, que se quedaron de guardia.

Después, durante varios días, tuve conciencia del opresivo odio que estaba concentrado en la casa Bishop y en su único ocupante.

Luego, hubo un intervalo de relativa calma.

¡Y finalmente, llegó la noche de la catástrofe!

Empezó con débiles intimaciones de algo que chirriaba y se agitaba debajo de la casa. Supongo que estuve enterado subconscientemente de aquella agitación antes que conscientemente. En aquel instante estaba leyendo el manuscrito de Bishop, la página dedicada a los secuaces del Gran Cthulhu, los profundos que devoraban a los animales sacrificados en los altares, animales de sangre caliente, necesaria para los profundos que eran de sangre fría, untándose con grasa, en lo que podía parecer un acto de canibalismo pagano; estaba, pues, leyendo embebido este pasaje del libro, cuando de repente me di cuenta de los estremecimientos de abajo, como si la tierra empezara a animarse, temblando débil y rítmicamente. Poco después, comenzó a sonar la música, exacta a la que había oído en mis dos sueños, producida por instrumentos desconocidos para las manos humanas, aunque semejante al sonido de una flauta o una gaita, y acompañada también por las ululaciones que surgían de la garganta de una entidad viviente.

No puedo describir adecuadamente el efecto que aquello me produjo. Por el momento, absorto como estaba en una narración claramente relacionada con los sucesos de las últimas semanas, me hallaba condicionado para tal acontecimiento; pero el estado de mi mente estaba sumamente exaltado, por lo que me sentí impulsado a levantarme y a servir «al que estaba abajo», esperando mientras dormía. Casi en sueños, apagué la luz del trastero y me deslicé en la oscuridad, lleno de cautela ante los enemigos que acechaban más allá de la casa.

La música, en realidad, era demasiado débil para que pudiera ser oída desde el exterior, pero yo ignoraba cuánto tiempo seguiría sonando tan débil, por lo que me apresuré a hacer lo que se esperaba de mi antes de que el enemigo fuese advertido de que los moradores del abismo acuático habían vuelto a subir hacia la casa del valle. Mas no fue hacia el sótano adonde me dirigí. Como con un plan bien organizado de antemano, salí por la puerta posterior de la residencia, y anduve cautamente en la oscuridad, a la sombra protectora de los árboles y arbustos.

Y allí comencé a progresar lentamente hacia delante. Un poco al frente se hallaba Bud Perkins de guardia…

No estoy seguro de lo que sucedió después.

Lo demás fue, ciertamente, una pesadilla. Antes de llegar junto a Bud Perkins sonaron dos disparos. Ésta fue la señal de la llegada de los demás. Yo me hallaba a menos de un metro del joven y sus tiros me sobresaltaron profundamente. Él también había oído los sonidos de abajo, ya que yo podía escucharlos también desde donde estaba.

Esto lo recuerdo con gran claridad.

Es lo que ocurrió luego, lo que me desconcierta. Sí, el gentío llegó, y de no haber estado prevenidos los hombres del sheriff, ahora yo no estaría vivo para hacer esta declaración. Recuerdo los furiosos gritos de la muchedumbre; recuerdo que pusieron fuego a la casa. Yo había vuelto a ella, y tuve que salir a causa de las llamas. Y desde donde estuve luego, no sólo percibí las llamaradas, sino otra visión: los llorosos y gimientes profundos, cayendo víctimas del fuego y el terror; y al final aquel ser gigantesco que surgió de entre las llamas, moviendo sus tentáculos, convirtiéndose en una enorme columna de carne y desvaneciéndose sin dejar rastro.

Fue entonces cuando alguien arrojó la dinamita contra la casa incendiada. Pero antes de que muriese el eco de la explosión, escuché, mientras los demás rodeaban los restos de la casa Bishop, aquella voz que salmodiaba de nuevo:

Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn!

La voz anunciaba a todo el mundo que el Gran Cthulhu yacía, durmiendo, en su reino subacuático de R’lyeh.

Dijeron que yo estaba agazapado al lado de los restos de Bud Perkins, y otras cosas igualmente monstruosas. Sin embargo, debieron ver, como yo, lo que se retorció entre las ruinas en las llamas, aunque niegan todos que allí hubiese nadie, aparte de mí. Lo que afirman que yo hacía es demasiado horrible para repetirlo. Es una ficción de sus cerebros enfermizos, llenos de odio, ya que seguramente no pueden negar la evidencia de sus propios sentidos. Declararon contra mí en el tribunal, y sellaron mi fatal destino.

Seguramente han de comprender que yo no hice todo lo que afirman. Seguramente, deben saber que fue la fuerza vital de Seth Bishop, la que me invadió, posesionándose de mi ser, y que de nuevo restableció aquel eslabón maléfico con los malvados seres de las profundidades, llevándoles alimentos, como en la época en que Seth Bishop tenía una existencia humana y servía a los profundos y a los innumerables seres esparcidos por la faz de la Tierra. Fue Seth Bishop quien llevó a cabo todo lo que afirman que yo hice con la oveja de Bud Perkins, el chico de Jared Mores, todos los animales extraviados y, finalmente, con el propio Bud Perkins.

Pero él les indujo a creer que había sido yo quien lo hizo, aunque es imposible que yo lo hiciese. Fue Seth Bishop quien regresó del infierno para servir a aquellos horribles seres que surgían por los pozos desde las profundidades del mar; Seth Bishop, quien había descubierto su existencia, llamándolos para servirlos y alimentarlos, cuando él vivía, y ahora, a través de mi; es Seth Bishop quien todavía se agita en la tierra, debajo del lugar donde antes se alzaba la casa del valle, esperando poder habitar en otro cuerpo y servir a los profundos, eternamente.

FIN

  • Autor: August Derleth

  • Título: La casa del valle

  • Título Original: The House in the Valley

  • Publicado en: Weird Tales, julio de 1953

  • Aparece en: The Mask of Cthulhu (1958)

  • Traducción: M. Giménez Sales

 
 
 
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