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Lecturas

Actualizado: 24 may


¡Abajo, Satán!

Clive Barker


Las circunstancias habían hecho a Gregorius un hombre incalculablemente rico. Poseía flotillas, palacios, sementales, ciudades. En realidad, eran tantas sus posesiones que a los encargados de enumerarlas —cuando los acontecimientos de esta historia llegaron a su monstruosa conclusión— les parecía a veces más rápido hacer una lista de las cosas que Gregorius no poseía.

Era rico, pero distaba mucho de ser feliz. Lo habían criado en la religión católica, y en sus primeros años —antes de su vertiginoso ascenso a la fortuna— había encontrado solaz en la fe. Pero la había abandonado luego, y a la edad de cincuenta y cinco años, con el mundo a sus pies, despertó una noche para descubrir que carecía de Dios.

Fue un amargo golpe, pero de inmediato tomó las medidas necesarias para subsanar la pérdida. Viajó a Roma, habló con el Sumo Pontífice, rezó día y noche; fundó seminarios y colonias de leprosos. Pero Dios se negaba a mostrarle siquiera la uña del dedo gordo del pie. Al parecer, Gregorius estaba dejado de la mano de Dios.

Desesperado, se le metió en la cabeza que la única manera de conseguir su propósito de volver a los brazos del Hacedor sería arriesgar el alma del modo más disparatado. La idea tenía sus méritos. «Supongamos que lograra concertar un encuentro con Satán, el enemigo mayor —pensó Gregorius—; ¿acaso Dios, al verme in extremis, no se sentiría obligado a intervenir para hacerme volver al redil?».

Se trataba de un buen plan, pero ¿cómo llevarlo a cabo? El Diablo no acudía con una simple llamada, aunque proviniera de un magnate como Gregorius, y sus búsquedas no tardaron en demostrarle que los métodos tradicionales de invocar al Señor de las Tinieblas —mancillar el Sagrado Sacramento, el sacrificio de criaturas— no fueron más efectivos que las buenas obras para provocar a Jehová. Sólo al cabo de un año de deliberaciones logró dar con un plan maestro. Mandaría construir un Infierno en la Tierra, un infierno moderno tan monstruoso que el Tentador se sentiría tentado e iría allí a establecer su reino como lo hace el cuco en los nidos robados.

Buscó por todo el mundo un arquitecto, y en las afueras de Florencia, languideciendo en un manicomio, encontró a un hombre llamado Leopardo, cuyos planos para los palacios de Mussolini poseían una grandeza demencial que se adaptaba perfectamente al proyecto de Gregorius. Leopardo fue sacado de su celda —era un hombre fétido, una piltrafa— y le devolvieron sus sueños. Su prodigioso genio no le había abandonado.

Para alimentar su inventiva, recorrieron las grandes bibliotecas del mundo en busca de las descripciones de los Infiernos, tanto seglares como metafísicas; las bóvedas de los museos fueron saqueadas en busca de las imágenes prohibidas del martirio. No se dejó piedra por levantar si se sospechaba que debajo se ocultaba algo perverso.

Los planos acabados debían algo a Sade y a Dante, y algo más a Freud y a Kraft-Ebbing, pero también contenían elementos que ninguna mente había concebido jamás, o al menos, nadie se había atrevido a consignarlos sobre el papel.

Se escogió un terreno en el norte de África y comenzó la construcción del Nuevo Infierno de Gregorius. Absolutamente todo lo relacionado con aquel proyecto batió los records. Sus cimientos eran mucho más vastos, sus paredes más gruesas, la fontanería más elaborada que la de ningún otro edificio construido hasta la fecha. Gregorius contemplaba su lenta evolución con un entusiasmo que no había saboreado desde sus primeros años de constructor de imperios. Resulta innecesario decir que en todas partes se lo tomó por loco. Los amigos que había tenido durante años se negaron a relacionarse con él; varias de sus empresas quebraron cuando los inversores se espantaron al leer los informes de su demencia. No le importó. Su plan no podía fallar. El Diablo tenía que acudir, aunque sólo fuera por la curiosidad de ver el Leviatán erigido en su nombre, y cuando apareciera, Gregorius lo estaría esperando.

Las obras tardaron cuatro años, y se llevaron la mejor parte de la fortuna de Gregorius. El edificio terminado tenía el tamaño de media docena de catedrales, y albergaba todas las instalaciones que el Ángel de las Tinieblas pudiera desear. Tras sus muros había fuegos, de modo que desplazarse por sus muchos corredores constituía una agonía insoportable. Las habitaciones que daban a esos corredores contaban con todos los dispositivos imaginables de tortura —agujas, parrillas, cepos— que el genio de los torturadores de Satán hubiera utilizado. Había hornos grandes como para quemar familias enteras; piscinas hondas como para ahogar generaciones. El Nuevo Infierno era una atrocidad a la espera de suceder, una celebración de la inhumanidad a la que sólo le faltaba su causa primera.

Los constructores se marcharon agradecidos. Entre ellos se rumoreaba que hacía tiempo que Satán vigilaba la construcción de su domo del placer. Algunos llegaron a sostener que lo habían visto en los niveles más profundos, donde el frío era tan intenso que helaba la orina en la vejiga. Existían pruebas que respaldaban esa creencia en las presencias sobrenaturales cernidas sobre el edificio a medida que éste alcanzaba su término. Un ejemplo era la cruel muerte de Leopardo; se había arrojado —o, como sostenían los supersticiosos, había sido lanzado— por la ventana del sexto piso del hotel donde se hospedaba. Fue sepultado con la debida extravagancia.

De modo que solo, en el Infierno, Gregorius se dedicó a esperar.

No tuvo que esperar mucho. No había pasado allí más que un día, cuando oyó ruidos provenientes de las profundidades inferiores. Rebosante de expectación, fue en busca de su fuente, pero sólo se encontró con la turbulencia de los baños de excrementos y el rugido de los hornos. Regresó a sus aposentos del noveno nivel y esperó. Volvió a oír ruidos; volvió a ir en busca de su fuente, y nuevamente regresó desalentado.

Pero los disturbios no cesaron. En los días siguientes, apenas pasaban diez minutos sin que oyera algún ruido de invasión. El Príncipe de las Tinieblas estaba allí, a Gregorius no le cabía duda, pero se mantenía en las sombras. Gregorius se conformó con seguirle el juego. Al fin y al cabo, era la fiesta del Demonio. Y a él le tocaba participar en el juego que escogiese.

En los largos y a veces solitarios meses que siguieron, Gregorius se aburrió de jugar al escondite y comenzó a exigirle a Satán que se mostrara. El eco de su voz se perdía por los desiertos pasillos sin obtener respuesta, hasta que la garganta se le irritó de tanto gritar. A partir de entonces, continuó con su búsqueda en forma silenciosa, con la esperanza de sorprender a su inquilino. Pero el Ángel Apóstata siempre huía antes de que Gregorius lograra acercarse lo bastante como para verle.

Jugarían un juego de desgaste, Satán y él, persiguiéndose a través de hielos, fuegos, hielos otra vez. Gregorius se decía que debía tener paciencia. El Diablo había acudido, ¿o no? ¿Acaso en el picaporte no había dejado la señal de su dedo? ¿Y sus excrementos en las escaleras? Tarde o temprano el Supremo Malvado revelaría su rostro y Gregorius le escupiría a la cara.

El mundo exterior prosiguió su camino, y Gregorius fue incluido en el mismo grupo que otros reclusos arruinados por las riquezas. Su Locura, término con el que se conocía su obra, no carecía del todo de visitantes. Algunos le habían amado demasiado como para olvidarlo —unos pocos, que habían sacado provecho de él, esperaban aprovecharse aún más de su locura—, y se atrevieron a trasponer la puerta del Nuevo Infierno. Estos visitantes realizaron el viaje sin anunciar sus intenciones, temerosos de encontrarse con la desaprobación de sus amigos. Las investigaciones para esclarecer su desaparición jamás lograron ir más allá de África del Norte.

Y en su Locura, Gregorius seguía persiguiendo a la Serpiente, y ésta lo eludía, no sin dejar más y más terribles señales de su presencia a medida que pasaban los meses.

Fue la esposa de uno de los visitantes desaparecidos quien finalmente descubrió la verdad, y advirtió a las autoridades. La Locura de Gregorius fue puesta bajo vigilancia, y finalmente —unos tres años después de terminada—, un cuarteto de funcionarios tuvieron la bravura de trasponer la puerta.

Sin el debido mantenimiento, la Locura había comenzado a deteriorarse de mala manera. En muchos de los niveles fallaban las luces; las paredes se habían enfriado; sus pozos de alquitrán se habían solidificado. A medida que los funcionarios se internaron en sus bóvedas oscuras en busca de Gregorius, hallaron amplias evidencias de que, a pesar de su decrépita condición, el Nuevo Infierno continuaba en perfecto funcionamiento. En todos los hornos había cuerpos con caras enormes y negras; en muchos cuartos había restos humanos sentados y colgados, degollados, o descuartizados.

El terror de los funcionarios fue creciendo con cada puerta que abrían, con cada nueva abominación en la que posaban los febriles ojos.

Dos de los cuatro que traspusieron la puerta jamás llegaron a la cámara del centro. El terror pudo con ellos mucho antes, y huyeron para ser acechados en algún pasadizo sin salida y añadidos a los cientos que habían perecido en la Locura desde que Satán fijara allí su residencia.

De los dos que finalmente desenmascararon al culpable, sólo uno tuvo el coraje de contar lo que vio, aunque las escenas que presenció en el corazón de la Locura eran demasiado terribles para expresarlas en palabras.

No había señales de Satán, naturalmente. Allí sólo se encontraba Gregorius. El maestro constructor, al no hallar a nadie que habitara la casa que tantos sudores le costara, la había ocupado él mismo. Le acompañaban unos cuantos discípulos que había logrado reunir a lo largo de los años. Al igual que él, parecían criaturas corrientes. Pero en el edificio no había instrumento de tortura del que no hubieran hecho un uso prolijo y despiadado.

Gregorius no se resistió al arresto; en realidad, pareció satisfecho de contar con una plataforma desde la que vanagloriarse de sus carnicerías. Posteriormente, durante el juicio al que fue sometido, habló libremente de su ambición, de sus apetitos, de toda la sangre que seguiría derramando si lo dejaban en libertad. Juró que sería suficiente como para ahogar todas las creencias y sus ilusiones. Pero aquello le supo a poco. Porque Dios se pudría en el Paraíso y Satán en el Abismo, ¿y quién iba a detenerlo?

Durante el juicio fue muy vilipendiado, y posteriormente, en el manicomio, donde murió al cabo de dos meses escasos en circunstancias poco claras. El Vaticano destruyó todos los informes que sobre él guardaba en sus archivos; los seminarios fundados en su impío nombre fueron disueltos.

Pero incluso entre los cardenales, hubo quienes no lograron olvidar su impenitente maldad, y en privado, algunos se preguntaban si su estrategia no habría triunfado. Si al abandonar toda esperanza en los ángeles —caídos o no—, no se habría convertido él también en un ángel más.

O en todo lo que la Tierra podía soportar de semejantes fenómenos.

FIN


  • Autor: Clive Barker

  • Título: ¡Abajo, Satán!

  • Título Original: Down, Satan!

  • Publicado en: Clive Barker’s Books of Blood: Volume IV (1985)

  • Traducción: Celia Filipetto

 
 
 

El capitán asesino

Charles Dickens


Si todos nosotros conociéramos nuestras propias mentes (en un sentido más amplio que el de la acepción vulgar de esa frase), sospecho que descubriríamos que nuestras niñeras son responsables de la mayoría de los rincones oscuros de los cuales nos vemos obligados a apartarnos, contra nuestra voluntad.

El primer personaje diabólico que se introdujo en mi apacible infancia fue un tal Capitán Asesino. Aquel individuo debió de ser un vástago de la familia de Barba Azul, aunque en aquella época yo no tenía la menor sospecha de tal consanguinidad. Al parecer, su insinuante nombre no despertó ningún prejuicio contra él, ya que fue admitido en la mejor sociedad y poseía una inmensa riqueza. La misión del Capitán Asesino era el matrimonio, para saciar con sus tiernas esposas un apetito caníbal. El día de su boda, hacía adornar los dos lados del camino que conducía a la iglesia con unas extrañas flores; y cuando la novia le preguntaba: «Querido Capitán Asesino, nunca había visto flores como ésas… ¿Cómo se llaman?», él contestaba: «Se llaman Aderezos para Corderitas», y estallaba en una horrible carcajada, llenando de inquietud a los acompañantes de la novia al mostrar por primera vez sus blancos y afilados dientes. Todos los caballos del Capitán Asesino eran blancos como la leche, con una mancha roja en el lomo que él procuraba ocultar con los arreos. Ya que la mancha aparecía en los caballos a pesar de que todos eran blancos como la leche cuando el Capitán Asesino los compraba. Y la mancha era de sangre de la joven desposada (a ese terrorífico detalle debo mi primera experiencia personal de un estremecimiento y de heladas perlas de sudor en la frente). Después de celebrar el banquete de bodas y de despedir a sus nobles huéspedes, el Capitán Asesino se quedaba a solas con su esposa. Al día siguiente, tenía la costumbre de sacar de una alacena un tablero de plata para amasar y un rodillo de oro. Hay que aclarar que el Capitán Asesino, mientras duraba su cortejo, preguntaba siempre si su futura esposa sabía confeccionar un pastel; y si por naturaleza o educación ignoraba aquel arte, debía aprenderlo. Bien. Cuando la esposa veía que el Capitán Asesino sacaba el tablero de plata y el rodillo de oro, recordaba aquel detalle y se subía las mangas de su vestido de encaje para hacer un pastel. A continuación, el Capitán sacaba un enorme recipiente de plata, harina, mantequilla, huevos y todo lo necesario, excepto el relleno para el pastel. La encantadora esposa preguntaba: «Querido Capitán Asesino, ¿de qué va a ser el pastel?» Y él contestaba: «De carne.» La esposa insistía: «No veo la carne por ninguna parte.» Y el Capitán replicaba jocosamente: «Mira en el espejo.» Ella miraba en el espejo, pero continuaba sin ver carne, y entonces el Capitán estallaba en una ruidosa carcajada. Luego, frunciendo repentinamente el ceño, desenvainaba su espada y le ordenaba a su esposa que amasara la harina con los demás ingredientes. De modo que ella amasaba la harina, dejando caer unos grandes lagrimones sobre ella a causa de lo pesado de la tarea. Cuando la pasta estaba preparada y colocada en el recipiente de plata, el Capitán decía: «Yo veo la carne en el espejo.» Y entonces la esposa volvía a mirar al espejo, a tiempo para ver cómo el Capitán le cortaba la cabeza con su espada; y luego cortaba el cuerpo de su esposa a pedacitos, los aderezaba con sal y pimienta, rellenaba con ellos el pastel, lo hacía cocer en el horno y se lo comía todo.

El Capitán Asesino se había comido así a numerosas mujeres, cuando se encontró en el caso de escoger esposa entre dos hermanas mellizas. Al principio no sabía a cuál de las dos escoger, ya que a pesar de que una de ellas era rubia y la otra morena, las dos eran igualmente hermosas. Pero la rubia le amaba, y la morena le odiaba, de modo que escogió a la rubia. La morena hubiera impedido que se celebrara la boda de contar con medios para ello, pero no pudo hacer nada; sin embargo, la noche anterior a la boda, llena de sospechas hacia el Capitán Asesino, se introdujo en el jardín de la casa del Capitán trepando por la tapia y le espió a través de una rendija de la persiana de una ventana. Desde allí vio cómo el Capitán Asesino se afilaba los dientes. Dos días después, como de costumbre, el Capitán hizo que su rubia esposa amasara la harina y los otros ingredientes, y cuando la pasta estuvo preparada le cortó la cabeza a la desdichada, la hizo pedacitos, los aderezó con sal y pimienta y rellenó con ellos el pastel, lo hizo cocer en el horno y se lo comió todo.

La hermana morena, al enterarse de que su hermana había muerto, adivinó la verdad y decidió vengarse. De modo que se dirigió a la casa del Capitán Asesino y llamó a la puerta. Y cuando salió el Capitán, le dijo: «Querido Capitán Asesino, ahora que mi hermana ha muerto quisiera casarme contigo. Siempre te he amado, pero estaba celosa de mi hermana.» El Capitán quedó encantado y la boda se concertó para muy pronto. El día anterior al de la ceremonia, la hermana morena volvió a introducirse en el jardín de la casa del Capitán y volvió a espiarle a través de la ventana, viendo cómo afilaba sus dientes. Ante aquel espectáculo, la muchacha prorrumpió en una horrible risotada. El Capitán, sobresaltado, abrió la ventana y taladró con su mirada la oscuridad, tratando de descubrir la fuente de aquella extraña risa. Pero no vio a nadie.

Al día siguiente se celebró la boda, y al otro día el Capitán Asesino ordenó a su nueva esposa que amasara la harina y los otros ingredientes, y cuando la pasta estuvo preparada le cortó la cabeza a la desdichada, la hizo pedacitos, los aderezó con sal y pimienta y rellenó con ellos el pastel, lo hizo cocer en el horno y se lo comió todo.

Pero, antes de empezar a amasar la harina, la hermana morena había ingerido un veneno de efectos terribles, destilado de ojos de sapos y patas de arañas; y apenas el Capitán Asesino había engullido el último bocado cuando empezó a hincharse, y a ponerse azulado, y a gritar. Y continuó hinchándose y poniéndose azulado, y gritando desesperadamente, hasta que su cuerpo llegó desde el suelo hasta el techo y de pared a pared; y luego, a la una de la mañana, estalló con una fuerte explosión. Al oír aquel estrépito, todos los caballos que se encontraban en los establos, blancos como la leche, enloquecieron súbitamente y, rompiendo sus trabas, echaron a correr, atropellando a todos los que habían tenido algo que ver con el Capitán Asesino (empezando por la familia del herrero que había afilado sus dientes), hasta que todos estuvieron muertos. Luego, los caballos se alejaron al galope.

FIN


  • Autor: Charles Dickens

  • Título: El capitán asesino

  • Título Original: Captain Murderer

  • Publicado en: All The Year Round, 8 de septiembre de 1860

  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

 
 
 

Actualizado: 24 may


El vástago

Silvina Ocampo


Hasta en la manía de poner sobrenombres a las personas, Ángel Arturo se parece a Labuelo; fue él quien bautizó a este último y al gato, con el mismo nombre. Es una satisfacción pensar que Labuelo sufrió en carne propia lo que sufrieron otros por culpa de él. A mí me puso Tacho, a mi hermano Pingo y a mi cuñada Chica, para humillarla, pero Ángel Arturo lo marcó a él para siempre con el nombre de Labuelo. Este de algún modo proyectó sobre el vástago inocente, rasgos, muecas, personalidad: fue la última y la más perfecta de sus venganzas.

En la casa de la calle Tacuarí vivíamos mi hermano y yo, hasta que fuimos mayores, en una sola habitación. La casa era enorme, pero no convenía que ocupáramos, según opinaba Labuelo, distintos dormitorios. Teníamos que estar incómodos, para ser hombres. Mi cama, detalle inexplicable, estaba arrimada al ropero. Asimismo nuestra habitación, se transformaba, los días de semana, en taller de costura de una gitana que reformaba, para nosotros, camisas deformes, y los domingos en depósito de empanadas y pastelitos (que la cocinera, por orden de Labuelo, no nos permitía probar) para regalos destinados a dos o tres señoras del vecindario.

Para mal de mis pecados, yo era zurdo. Cuando en la mano izquierda tomaba el lápiz para escribir, o empuñaba el cuchillo, a la hora de las comidas, para cortar carne, Labuelo me daba una bofetada y me mandaba a la cama sin comer. Llegué a perder dos dientes a fuerza de golpes y, por esa penitencia, a debilitarme tanto, que en verano, con abrigos de invierno, temblaba de frío. Para curarme, Labuelo me dejó pasar toda una noche bajo la lluvia, en camisón, descalzo sobre las baldosas. Si no he muerto, es porque Dios es grande o porque somos más fuertes de lo que creemos.

Sólo después del casamiento de Arturo (mi hermano), ocupamos, él y yo, diferentes habitaciones. Por una ironía de la suerte lograba con mi desdicha lo que tanto había esperado: un cuarto propio. Arturo ocupó una habitación, en los fondos más inhospitalarios de la casa, con su mujer (se me hiela la sangre cuando lo digo, como si no me hubiera habituado) y yo, otra, que daba, con sus balcones de estuco y de mármol, a la calle. Por razones misteriosas, no se podía entrar en un cuarto de baño que estaba junto a mi dormitorio; en consecuencia, yo tenía que atravesar, para ir al baño, dos patios. Por culpa de esas manías, para no helarme de frío en invierno o para no pasar junto a la habitación de mi hermano casado, orinando o jabonándome las orejas, las manos o los pies debajo del grifo, quemé dos plantas de jazmines que nadie regaba, salvo yo.

Pero volveré a recordar mi infancia, que si no fue alegre, fue menos sombría que mi pubertad. Durante mucho tiempo creyeron que Labuelo era portero de la casa. A los siete años yo mismo lo creía. En una entrada lujosa, con puerta cancel, donde brillaban vidrios azules como zafiros y rojos como rubíes, un hombre, sentado en una silla de Viena, leyendo siempre algún diario, en mangas de camisa y pantalón de fantasía raído, no podía ser sino el portero. Labuelo vivía sentado en aquel zaguán, para impedirnos salir o para fiscalizar el motivo de nuestras salidas. Lo peor de todo es que dormía con los ojos abiertos: aun roncando, sumido en el más profundo de los sueños, veía lo que hacíamos o lo que hacían las moscas, a su alrededor. Burlarlo era difícil, por no decir imposible. A veces nos escapábamos por el balcón. Un día mi hermano recogió un perro perdido, y para no afrontar responsabilidades, me lo regaló. Lo escondimos detrás del ropero. Sus ladridos pronto me delataron. Labuelo, de un balazo, le reventó la cabeza, para probar su puntería y mi debilidad. No contento con este acto me obligó a pasar la lengua por el sitio donde el perro había dormido.

—Los perros en la perrera, en las jaulas o en el otro mundo —solía decir.

Sin embargo, en el campo, cuando salía a caballo, una jauría que manejaba a puntapiés o a rebencazos, iba a la zaga. Otro día, al saltar del balcón a la acera durante la siesta, me recalqué un tobillo. Labuelo me divisó desde su puesto. No dijo nada, pero a la hora de la cena, me hizo subir por la escalera de mano que comunicaba con la azotea, para acarrear ladrillos amontonados, hasta que me desmayé. ¿Para qué amontonaba ladrillos?

La riqueza de nuestra familia no se advertía sino en detalles incongruentes: en bóvedas, con columnas de mármol y estatuas, en bodegas bien surtidas, en legados que iban pasando de generación en generación, en álbumes de cuero repujado, con retratos célebres de familia; en un sinfín de sirvientes, todos jubilados, que traían, de cuando en cuando, huevos frescos, naranjas, pollos o junquillos, de regalo, y en el campo de Azul, cuyos potreros adornaban, en fotografías, las paredes del último patio, donde había siempre jaulas con gallinas, canarios, que nosotros teníamos que cuidar y mesas de hierro con plantas de hojas amarillas, que siempre estaban a punto de morir, como diciendo, mírame y no me toques.

Cuando quise estudiar francés, Labuelo me quemó los libros, porque para él todo libro francés era indecente.

A mi hermano y a mí no nos gustaban los trabajos de campo. A los quince años tuvimos que abandonar la ciudad para enterrarnos en aquella estancia de Azul. Labuelo nos hizo trabajar a la par de los peones, cosa que hubiera resultado divertida si no fuera que se ensañaba en castigarnos porque éramos ignorantes o torpes para cumplir los trabajos.

Nunca tuvimos un traje nuevo: si lo teníamos era de las liquidaciones de las peores tiendas: nos quedaba ajustado o demasiado grande y era de ese color café con leche que nos deprimía tanto; había que usar los zapatos viejos de Labuelo, que eran ya para la basura, con la punta rellena de papel. Tomar café no nos permitían. ¿Fumar? Podíamos hacerlo en el cuarto de baño, encerrados con llave, hasta que Labuelo nos sacó la llave. ¿Mujeres? Conseguíamos siempre las peores y, en el mejor de los casos, podíamos estar con ellas cinco minutos. Bailes, teatros, diversiones, amigos, todo estaba vedado. Nadie podrá creerlo: jamás fui a un corso de carnaval ni tuve una careta en las manos. Vivíamos, en Buenos Aires, como en un claustro, baldeando patios, fregando pisos dos veces por día; en la estancia, como en un desierto, sin agua para bañarnos y sin luz para estudiar, comiendo carne de oveja, galleta y nada más.

—Si tiene tantos dientes sin caries es de no comer dulces —opinaba la gitana que no tenía ninguno.

Labuelo no quería que nos casáramos y de haberlo permitido nuestra vestimenta hubiera sido un serio impedimento para ello. Enfermó de ira por no poder adivinar nuestros secretos de muchachos. ¿Quién no tiene novia en aquella edad? Labuelo se escondió debajo de mi cama para oírnos hablar a mi hermano y a mí, una noche. Hablábamos de Leticia. ¿La sordera o la maldad le hizo pensar que ella era la amante de mi hermano? Nunca lo sabré. Al moverse, para no ser visto, se le enganchó parte de la barba a una bisagra del armario donde tenía apoyada la cabeza, y dio un gruñido que en aquel momento de intimidad nos dejó aterrados. Al ver que estaba a cuatro patas, como un animal cualquiera, no le perdí el miedo, pero sí el respeto, para siempre.

Amenazado por el juez y por los padres de Leticia que había quedado embarazada, en una de nuestras más inolvidables excursiones a Palermo, en bañadera, mi hermano tuvo que casarse. Nadie quiso escuchar razones. Por un extraño azar, Leticia no confesó que yo era el padre del hijo que iba a nacer. Quedé soltero. Sufrí ese atropello como una de las tantas fatalidades de mi vida. ¿Llegó a parecerme natural que Leticia durmiera con mi hermano? De ningún modo natural, pero sí obligatorio e inevitable.

En los primeros tiempos de mi desventura, le dejaba cartas encendidas debajo del felpudo de la puerta o esperaba que saliera de su cuarto para dirigirle dos o tres palabras, pero el terror de ser descubierto y Ángel Arturo que nos espiaba, paralizaron mis ímpetus.

Cuando Ángel Arturo nació, oh vanas ilusiones, creíamos que todo iba a cambiar. Como carecía de barbas y anteojos, no advertíamos que era el retrato de Labuelo. En la cuna celeste, el llanto de la criatura ablandó un poquito nuestros corazones. Fue una ilusión convencional. Mimábamos, sin embargo, al niño, lo acariciábamos. Cuando cumplió tres años, era ya un hombrecito. Lo fotografiaron en los brazos de Labuelo.

En la casa todo era para Ángel Arturo. Labuelo no le negaba nada, ni el teléfono que no nos permitía utilizar más de cinco minutos, a las ocho de la mañana, ni el cuarto de baño clausurado, ni la luz eléctrica de los veladores, que no nos permitía encender después de las doce de la noche. Si pedía mi reloj o mi lapicera fuente para jugar, Labuelo me obligaba a dárselos. Perdí, de ese modo, reloj y lapicera. ¡Quién me regalará otros!

El revólver, descargado, con mango de marfil, que Labuelo guardaba en el cajón del escritorio, también sirvió de juguete para Ángel Arturo. La fascinación que el revólver ejerció sobre él, le hizo olvidar todos los otros objetos. Fue una dicha en aquellos días oscuros.

Cuando descubrimos por primera vez a Ángel Arturo jugando con el revólver, los tres, mi hermano, Leticia y yo, nos miramos pensando seguramente en lo mismo. Sonreímos. Ninguna sonrisa fue tan compartida ni elocuente.

Al día siguiente uno de nosotros compró en la juguetería un revólver de juguete (no gastábamos en juguetes, pero en ese revólver gastamos una fortuna): así fuimos familiarizando a Ángel Arturo con el arma, haciéndolo apuntar contra nosotros.

Cuando Ángel Arturo atacó a Labuelo con el revólver verdadero, de un modo magistral (tan inusitado para su edad) este último rio como si le hicieran cosquillas. Desgraciadamente, por grande que fuera la habilidad del niño en apuntar y oprimir el gatillo, el revólver estaba descargado.

Corríamos el riesgo de morir todos, pero ¿qué era ese nimio peligro comparado con nuestra actual miseria? Pasamos un momento feliz, de unión entre nosotros. Teníamos que cargar el revólver: Leticia prometió hacerlo antes de la hora en que nieto y abuelo jugaban a los bandidos o a la cacería. Leticia cumplió su palabra.

En el cuarto frío (era el mes de julio), tiritando, sin mirarnos, esperamos la detonación, mientras fregábamos el piso, porque se había inundado, junto con Buenos Aires, el aljibe del patio. Tardó aquello más que toda nuestra vida. ¡Pero aun lo que más tarda llega! Oímos la detonación. Fue un momento feliz para mí, al menos.

Ahora, Ángel Arturo tomó posesión de esta casa y nuestra venganza tal vez no sea sino venganza de Labuelo. Nunca pude vivir con Leticia como marido y mujer. Ángel Arturo con su enorme cabeza pegada a la puerta cancel, asistió, victorioso, a nuestras desventuras y al fin de nuestro amor. Por eso y desde entonces lo llamamos Labuelo.


  • Autor: Silvina Ocampo

  • Título: El vástago

  • Publicado en: La furia (1959)

 
 
 
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