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Lecturas

Actualizado: 24 may


Uno para el camino

Stephen King


Eran las diez y cuarto y Herb Tooklander estaba pensando en cerrar cuando el hombre del abrigo caro y el rostro muy pálido entró en el bar de Tookey, que se encuentra en la parte norte de Falmouth. Era el diez de enero, la época en que la mayoría de la gente está aprendiendo a vivir con todas las resoluciones de Año Nuevo que no han tenido la fuerza de cumplir, y fuera soplaba una terrible tormenta del noroeste. Antes de que oscureciera ya habían caído quince centímetros de nieve y desde entonces había seguido nevando con entusiasmo. Habíamos visto pasar dos veces a Billy Larribee encaramado a la máquina quitanieves del pueblo, y en la segunda ocasión Tookey salió corriendo para llevarle una cerveza: mi madre habría dicho que eso era un acto de auténtica caridad cristiana, y bien sabe Dios que en sus tiempos se había tragado sus buenos litros de la cerveza de Tookey. Billy le dijo que habían logrado mantener abierta la carretera, pero que los caminos secundarios estaban cerrados y que probablemente seguirían así hasta que amaneciera. La radio de Portland pronosticaba que caerían treinta centímetros más de nieve, y habría un viento de sesenta kilómetros por hora para irla amontonando en cunetas y recodos.

En el bar sólo estábamos Tookey y yo, escuchando cómo el viento aullaba en los aleros y viendo cómo hacía bailar el fuego en la chimenea.

—Tómate uno para el camino, Booth —dijo Tookey—. Voy a cerrar.

Me sirvió un trago, se sirvió uno para él y entonces vimos abrirse la puerta y el desconocido entró tambaleándose en el bar con nieve en los hombros y en el pelo, tan blanco como si hubiera estado revolcándose en un saco de azúcar. El viento hizo que una capa de nieve tan fina que parecía arena entrara detrás de él.


—¡Cierre la puerta! —rugió Tookey—. ¿Ha nacido en un granero o qué?

Nunca había visto a un hombre más asustado. Me hizo pensar en un caballo que se hubiera pasado la tarde comiendo hierba de fuego. Sus ojos saltones se volvieron hacia Tookey.

—Mi esposa…, mi hija… —dijo, y rodó por el suelo, desmayado.

—¡Jesús bendito! —dijo Tookey—. Booth, ¿quieres cerrar la puerta?

Fui hasta la puerta y la cerré, y tuve que luchar con el viento que quería mantenerla abierta. Tookey había puesto una rodilla en el suelo, sostenía la cabeza del desconocido en sus manos y estaba dándole palmaditas en las mejillas. Me incliné sobre él y enseguida me di cuenta de que lo había pasado bastante mal. Tenía la cara muy enrojecida, pero aquí y allá se veían manchones grisáceos, y cuando has vivido los inviernos de Maine desde que Woodrow Wilson era presidente, como he hecho yo, sabes que esos manchones grisáceos quieren decir congelación.

—Ha perdido el conocimiento —dijo Tookey—. Tráeme el coñac, ¿quieres?

Fui a buscarlo y volví con él. Tookey le había desabrochado el abrigo. El desconocido parecía encontrarse un poco mejor; tenía los ojos entreabiertos y murmuraba algo en voz tan baja que no había forma de entenderle.

—Echa un poco de coñac en el tapón —dijo Tookey.

—¿Sólo vas a darle un tapón de coñac? —le pregunté.

—Eso es dinamita —dijo Tookey—. No quiero sobrecargar su carburador.

Llené el tapón de coñac y miré a Tookey, quien asintió con la cabeza.

—Adentro.

Se lo eché en la boca. El resultado fue digno de verse. El desconocido se estremeció y empezó a toser. La cara se le puso todavía más roja. Los párpados que habían estado a medio abrir salieron disparados hacia arriba como si fueran un par de persianas. Me alarmé un poco, pero Tookey se limitó a sentarle en el suelo como si fuera un bebé enorme y le dio varias palmadas en la espalda.

El desconocido puso cara de querer vomitar y Tookey le dio más palmadas en la espalda.

—No lo desperdicie —le dijo—. Ese coñac es carísimo.

El desconocido volvió a toser, pero con menos fuerza que antes. Aproveché para echarle una buena mirada. Sí, no cabía duda de que era un tipo de ciudad, y seguramente de algún lugar situado al sur de Boston. Llevaba unos guantes de piel, caros pero delgados. Probablemente en sus manos también habría unas cuantas manchas entre grises y blancas, y tendría suerte si no perdía un dedo o dos. En cuanto a su abrigo, no cabía duda de que era de buena calidad: por lo menos trescientos dólares, si es que entiendo algo de eso. Calzaba unas botitas que apenas si le llegaban a los tobillos; y empecé a preguntarme qué tal les habría ido a los dedos de sus pies.

—Me encuentro mejor —dijo.

—Estupendo —dijo Tookey—. ¿Puede acercarse al fuego?

—Mi esposa y mi hija —dijo el desconocido—. Están ahí fuera…, en la tormenta.

—Por su forma de entrar ya me imaginé que no estarían en casita viendo la televisión —dijo Tookey—. Oiga, no hace falta que se quede sentado en el suelo: puede contárnoslo junto al fuego. Venga, Booth, ayúdame.

El desconocido logró ponerse en pie, pero dejó escapar un leve gemido y sus labios se retorcieron en una mueca de dolor. Volví a pensar en los dedos de sus pies, y me pregunté qué razón tenía Dios para hacer que los idiotas de Nueva York intentaran conducir por el sur de Maine en pleno apogeo de una ventisca del noroeste. Y también me pregunté si su esposa y su hija irían tan poco protegidas como él…

Le llevamos hasta la chimenea y le hicimos sentarse en una mecedora que solía ser la favorita de la señora Tookey hasta que nos dejó en el 74. La señora Tookey se había encargado de casi toda la decoración del local, y habían escrito artículos sobre él en Down East y en el Sunday Telegram, y en una ocasión hasta le dedicaron unas páginas en el suplemento dominical del Globe de Boston. La verdad es que más parece un albergue que un bar: suelo de madera con los tablones cuidadosamente encajados entre sí, nada de clavos; mostrador de arce, techo sostenido por unas enormes y viejas vigas de establo, una chimenea de tamaño realmente monstruoso… Después del artículo aparecido en Down East la señora Tookey empezó a padecer delirios de grandeza y dijo que había que cambiarle el nombre al local, que quería llamarle «La Posada de Tookey» o «El Reposo de Tookey», y debo admitir que el sitio posee una cierta atmósfera colonial, no cabe duda, pero yo prefiero que siga siendo lo que siempre ha sido: el bar de Tookey, y punto. Hacerse el fino durante el verano cuando el estado se encuentra abarrotado de turistas es una cosa, pero en invierno has de ganarte la vida gracias a tus vecinos, y eso es algo muy distinto. Había montones de noches invernales como ésta, noches de bar vacío que Tookey y yo pasábamos a solas bebiendo escocés con agua o unas cuantas cervezas. Mi Victoria se fue en el año 73 y el bar de Tookey era un sitio al que ir, un lugar con las voces suficientes para ahogar el implacable tic-tac del reloj que va contando lo que te falta para morir. Aunque sólo estuviéramos Tookey y yo era suficiente. Si se llamara «El Reposo de Tookey» ya no me habría gustado tanto. Puede que parezca una locura, pero es la verdad.

Le instalamos delante del fuego y empezó a temblar todavía más fuerte que antes. Se pasó los brazos alrededor de las rodillas, le castañetearon los dientes y unas cuantas gotitas de un moco muy claro brotaron de la punta de su nariz. Creo que estaba empezando a comprender que quince minutos más ahí fuera podrían haber bastado para matarle. No es la nieve, es la frialdad del viento: te roba el calor.

—¿Dónde dejó la carretera? —le preguntó Tookey.

—N-nueve kilómetros al s-sur de aquí —dijo él.

Tookey y yo nos miramos el uno al otro y de repente sentí frío. Mucho frío.

—¿Esta seguro? —le preguntó Tookey—. ¿Ha recorrido nueve kilómetros por entre la nieve?

Asintió.

—Le eché una mirada al cuentakilómetros cuando atravesamos el p-pueblo. Seguía las instrucciones que me habían dado…, íbamos a ver a la hermana de mi e-esposa…, en Cumberland…, nunca he estado allí antes…, somos de Nueva Jersey…

Nueva Jersey. Si hay alguien más idiota que un tipo de Nueva York es un tipo de Nueva Jersey.

—¿Nueve kilómetros? ¿Está seguro? —volvió a preguntarle Tookey.

—Sí, estoy seguro. Encontré el desvío pero estaba cubierto de nieve…, estaba…

Tookey le cogió por los hombros. La claridad cambiante del fuego iluminó su rostro tenso y pálido, y vi que parecía tener diez años más de los sesenta y cinco que tiene realmente.

—¿Torció a la derecha?

—Sí, a la derecha. Mi esposa…

—¿Vio un letrero?

—¿Un letrero? —Alzó los ojos hacia Tookey, le miró con cara de no entender nada y se limpió la nariz—. Pues claro que vi el letrero. Estaba en mis instrucciones. Tomar por la Avenida Jointner a través de Jerusalem’s Lot hasta llegar a la rampa de entrada número 295. —Sus ojos fueron de Tookey a mí y volvieron a posarse en Tookey. Fuera el viento aullaba, gemía y silbaba en los aleros—. ¿Qué le pasa? ¿No tendría que haber ido por allí?

—Jerusalem’s Lot —dijo Tookey en voz tan baja que apenas si resultó audible—. Oh, Dios mío.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre subiendo el tono de voz—. ¿No hice bien? Quiero decir que el camino estaba cubierto de nieve, pero pensé que si había un pueblo las máquinas quitanieves estarían funcionando y…, y después yo…

Acabó quedándose callado sin completar la frase.

—Booth —me dijo Tookey en voz baja—, coge el teléfono y llama al sheriff.

—Claro, llámele —dijo el idiota de Nueva Jersey—. Oigan, ¿qué les pasa? ¡Parece como si acabaran de ver un fantasma!

—En Jerusalem’s Lot no hay fantasmas, señor. ¿Les dijo que se quedaran dentro del coche?

—Naturalmente —respondió con tono ofendido—. No estoy loco.

Bueno, yo no estaba tan seguro pero…

—¿Cómo se llama? —le pregunté—. El sheriff querrá saberlo.

—Lumley —dijo—. Gerard Lumley.

Se volvió hacia Tookey y fui hacia el teléfono. Cogí el auricular y no oí nada, sólo el silencio de una línea muerta. Les di a los botones de desconexión un par de veces. Nada.

Volví con ellos. Tookey le había servido un poco más de coñac a Gerard Lumley, y por lo que parecía esta nueva ración bajaba mucho mejor que la de antes.

—¿Qué pasa, no estaba allí? —me preguntó Tookey.

—No hay línea.

—Maldición —dijo Tookey, y nos miramos el uno al otro. Una ráfaga de viento arrojó más nieve contra las ventanas.

Los ojos de Lumley fueron de Tookey a mí y volvieron a Tookey.

—Bueno, ¿ninguno de ustedes dos tiene coche? —preguntó. La ansiedad había vuelto a su voz—. Tienen que mantener el motor en marcha para que la calefacción siga funcionando. El depósito ya estaba tres cuartas partes vacío, y necesité una hora y media para… Oiga, ¿quiere responderme?

Se puso en pie y agarró a Tookey por la camisa.

—Eh, amigo, creo que a su cerebro se le acaba de escapar una mano —dijo Tookey.

Lumley se miró la mano, miró a Tookey y acabó soltándole la camisa.

—Maine —siseó, consiguiendo que sonara como un insulto dirigido a tu madre—. Está bien —dijo—. ¿Dónde está la gasolinera más cercana? Deben tener una grúa…

—La gasolinera más cercana está en el Centro Falmouth —dije yo—. Eso queda a cinco kilómetros siguiendo la carretera.

—Gracias —me dijo Lumley con un cierto sarcasmo, y fue hacia la puerta abrochándose el abrigo.

—Pero no estará abierta —añadí.

Se dio la vuelta lentamente y nos miró.

—¿De qué estás hablando, viejo?

—Está intentando explicarle que la gasolinera del centro es propiedad de Billy Larribee y Billy está conduciendo la máquina quitanieves, maldito imbécil —dijo Tookey con mucha paciencia—. Y ahora, ¿por qué no vuelve aquí y se sienta antes de que se le reviente una vena?

Volvió hacia nosotros con una mezcla de incomprensión y miedo en la cara.

—¿Está diciéndome que no puede…, que no hay…?

—No le estoy diciendo nada —replicó Tookey—. Usted es el que se lo dice todo y si se callara un minuto quizá consiguiéramos pensar en lo que podemos hacer.

—¿Qué ocurre en ese pueblo…, Jerusalem’s Lot? —preguntó—. ¿Por qué no habían despejado el camino? ¿Por qué no había luces en ningún sitio?

—Jerusalem’s Lot ardió hace dos años —dije yo.

—¿Y no lo reconstruyeron?

Puso cara de no creérselo.

—Eso parece —dije, y miré a Tookey—. Bueno, ¿qué vamos a hacer?

—No podemos dejarlas allí —dijo Tookey.

Di un par de pasos hacia él. Lumley estaba junto a la ventana, contemplando la noche y la nieve.

—¿Y si las han pillado? —le pregunté.

—Es posible —dijo Tookey—, pero no podemos estar seguros. Tengo mi Biblia en el estante. ¿Sigues llevando encima tu medalla del Papa?

Saqué el crucifijo de mi camisa y se lo enseñé. Nací y me criaron en el seno de una familia de congregacionistas, pero casi todos los que vivimos cerca de Jerusalem’s Lot llevamos algo encima…, un crucifijo, una medalla de san Cristóbal, un rosario… Todos llevamos algo porque hace dos años, en el lapso de un oscuro mes de octubre, a Jerusalem’s Lot le ocurrió algo horrible. A veces, a altas horas de la noche, cuando el bar está vacío y sólo quedamos unos cuantos habituales pegados a la chimenea, hablamos de ello, aunque quizá sería mejor decir que le damos vueltas al tema sin llegar a abordar directamente lo que ocurrió. Verán, la gente de allí empezó a desaparecer. Primero fueron unos cuantos, después unos cuantos más y después montones y montones de gente. Las escuelas cerraron. El pueblo estuvo vacío durante casi un año. Oh, sí, hubo algunos que se fueron a vivir allí —casi todos imbéciles de fuera del estado, como este soberbio espécimen que teníamos aquí—, supongo que atraídos por lo bajos que estaban los precios de las propiedades inmobiliarias. Pero no duraron mucho. La mayoría se largaron un mes o dos después de haberse instalado en el pueblo. Los otros…, bueno, desaparecieron. Y el pueblo acabó ardiendo. Ocurrió al final de una larga temporada de sequía. Creemos que el fuego se originó en la casa Marsten, la que está sobre la colina que domina la Avenida Jointner, pero hasta la fecha de hoy nadie está seguro de cómo ocurrió. Las llamas ardieron durante tres días sin que hubiera forma de controlarlas. Después de eso las cosas mejoraron durante un tiempo. Y luego todo volvió a empezar.

Sólo oí mencionar la palabra «vampiros» en una ocasión. Fue una noche en el bar de Tookey y salió de los labios de un camionero medio loco llamado Richie Messina que venía de Freeport y había bebido lo suyo.

—¡Jesús! —rugió irguiendo lo que parecían dos metros de pantalones de lana, camisa a cuadros y botas con puntera metálica—. ¿Qué pasa, estáis tan jodidamente asustados que no os atrevéis a decirlo en voz alta? ¡Vampiros! Eso es lo que estáis pensando todos, ¿verdad? ¡Por los clavos de la motocicleta de Cristo! ¡Igual que un montón de críos asustados por lo que han visto en una película! ¿Sabéis lo que hay en Salem’s Lot? ¿Queréis que os lo cuente? ¿Queréis que os lo cuente?

—Sí, Richie, cuéntanoslo —dijo Tookey. Todo se había quedado muy silencioso. Podías oír el crujir del fuego y el suave golpeteo de la lluvia de noviembre cayendo en la oscuridad—. Anda, tú tienes la palabra.

—Lo que tenéis allí no es más que una manada de perros salvajes —dijo Richie Messina—. Eso es lo que tenéis, y nada más; eso y un montón de viejas a las que les encanta oír una buena historia de miedo. Oh, vamos, si alguien me ofreciera ochenta pavos iría allí y pasaría la noche en lo que queda de esa casa encantada que tanto os preocupa a todos… Bueno, ¿qué me decís? ¿Nadie quiere ofrecerme esa suma?

Nadie dijo nada. Richie era un bocazas, no sabía aguantar la bebida y nadie lloraría por él en cuanto muriera, pero ninguno de nosotros estaba dispuesto a ver cómo se iba a Salem’s Lot después de que hubiese anochecido.

—Que os jodan a todos —dijo Richie—. Tengo la escopeta en el maletero de mi Chevy y eso detendrá a cualquier cosa que haya en Falmouth, Cumberland o Jerusalem’s Lot, y allí es donde pienso ir.

Salió del bar dando un portazo y durante un rato ninguno de los presentes dijo una palabra.

—Nadie volverá a ver a Richie Messina —dijo Lamont Henry por fin en voz muy baja—. Santo Dios…

Y Lamont, que se había criado siendo metodista desde que su madre le sentó sobre sus rodillas, se persignó.

—En cuanto se le pase un poco la borrachera cambiará de opinión —dijo Tookey, pero no parecía muy convencido—. Volverá a la hora de cerrar diciendo que todo era broma.

Pero fue Lamont quien acabó teniendo razón, porque nadie volvió a ver a Richie. Su mujer le dijo a la policía del estado que creía que se había largado a Florida para escapar a una agencia especializada en el cobro de morosos, pero podías ver la verdad en sus ojos: estaba aterrorizada. Poco después se mudó a Rhode Island. Quizá pensaba que Richie vendría por ella alguna noche oscura, y no seré yo quien diga que no podría haber acabado haciéndolo.

Tookey estaba mirándome y le devolví la mirada mientras me guardaba el crucifijo dentro de la camisa. En toda mi vida jamás me había sentido tan viejo o asustado como ahora.

—No podemos dejarlas ahí fuera, Booth —repitió Tookey.

—Sí, ya lo sé.

Nos miramos el uno al otro durante unos instantes más y Tookey acabó alargando el brazo y me puso la mano en el hombro, dándome un apretón.

—Eres un buen hombre, Booth.

Eso bastó para darme un poco de coraje. No sé a qué se debe, pero cuando rebasas los setenta la gente empieza a olvidarse de que eres un hombre, o de que lo fuiste alguna vez.

Tookey fue hacia Lumley y le dijo:

—Tengo un Scout con tracción en las cuatro ruedas. Voy por él.

—Por el amor de Dios, ¿por qué no lo ha dicho antes? —Lumley giró en redondo apartándose de la ventana y clavó los ojos en Tookey, muy irritado—. ¿Por qué se ha pasado diez minutos mascullando y perdiendo el tiempo en tonterías?

—Cierre el pico, amigo —dijo Tookey en voz muy baja y suave—. Y si vuelve a sentir el impulso de abrirlo, recuerde quién hizo ese giro para meterse por un camino cubierto de nieve en mitad de una condenada ventisca.

Lumley abrió la boca para decir algo, pero la cerró sin que ningún sonido saliera de ella. Tenía las mejillas muy rojas. Tookey salió del bar para sacar su Scout del garaje. Hurgué por debajo del mostrador hasta encontrar su petaca niquelada y la llené de coñac. Pensé que antes de que la noche hubiera terminado quizá llegaríamos a necesitarlo.

Las ventiscas de Maine…, ¿han estado alguna vez metido en una?

La nieve es tan fina y hay tanta que parece arena, y cuando golpea los flancos de tu coche o de tu camioneta hace el mismo ruido que si lo fuera. No puedes usar las luces largas porque los haces se reflejan en la nieve, y no te dejan ver nada a más de tres metros. Si usas los otros faros quizá consigas ver hasta unos cuatro o cinco metros de distancia. Pero la nieve no es lo peor: puedo aguantarla. Lo que no me gusta es el viento que va cobrando potencia y empieza a aullar, empujando la nieve y haciéndole adoptar cien siluetas extrañas que vuelan por los aires, armando un estrépito en el que parece haber encerrado todo el odio, el dolor y el miedo del mundo. La garganta de un viento cargado de nieve está llena de muerte, muerte blanca…, y quizá de algo que se encuentra más allá de la muerte. Cuando estás cómodamente instalado en tu cama con las mantas hasta la nariz, los postigos asegurados y las puertas cerradas ese sonido no te impresiona. Cuando estás conduciendo es mucho peor. Y nosotros íbamos hacia Salem’s Lot.

—Vaya un poco más deprisa, ¿quiere? —dijo Lumley.

—Para ser un hombre que entró en el bar medio congelado parece tener muchas ganas de acabar otra vez a pie —dije yo.

Me lanzó una mirada en la que se mezclaban la perplejidad y la furia y no dijo nada más. Avanzábamos por la carretera a unos cincuenta kilómetros por hora. Resultaba difícil creer que Billy Larribee había despejado esta zona hacía sólo una hora; cinco centímetros más de nieve habían caído sobre ella y la capa blanca seguía creciendo. Las ráfagas de viento más fuertes hacían que el Scout se bamboleara sobre los ejes. Los faros mostraban un torbellino de nada blanca que giraba ante nosotros. No habíamos visto ni un solo vehículo.

—¡Eh! —jadeó Lumley unos diez minutos después—. ¿Qué es eso?

Estaba señalando hacia mi lado del coche; yo llevaba bastante rato con los ojos clavados en el parabrisas. Me volví, pero lo hice una fracción de segundo tarde. Me pareció ver una especie de silueta borrosa y encorvada que se desvanecía volviendo a confundirse con la nieve, pero pudo ser mi imaginación.

—¿Qué era? ¿Un ciervo? —le pregunté.

—Supongo —dijo con voz algo temblorosa—. Pero sus ojos…, me pareció que tenía los ojos de color rojo. —Me miró—. ¿Es así como se ven los ojos de un ciervo de noche?

Por el tono de su voz casi parecía estar suplicando una respuesta afirmativa.

—Oh, pueden tener cualquier aspecto —repliqué, pensando que quizá fuera cierto, pero había visto montones de ciervos de noche en un montón de coches diferentes y jamás vi ningún par de ojos que devolvieran un reflejo rojizo.

Tookey no dijo nada.

Unos quince minutos después llegamos a un punto donde el montón de nieve apilado a la derecha de la carretera no era tan alto, porque se supone que los quitanieves deben levantar la pala un poco cuando pasan por un cruce.

—Creo que aquí es donde nos desviamos —dijo Lumley, aunque no parecía demasiado seguro—. No veo el letrero…

—Está ahí delante —dijo Tookey con una voz muy rara que no recordaba en nada a la suya de siempre—. Se puede ver la parte de arriba.

—Oh. Claro. —Lumley pareció muy aliviado—. Oiga, señor Tooklander, siento haber perdido los nervios en el bar. Tenía frío, estaba muy preocupado y ya no se me ocurrían más insultos que aplicarme a mí mismo. Quiero agradecerles el que…

—No nos dé las gracias por nada hasta que tengamos a su mujer y a su hija aquí dentro —dijo Tookey.

Conectó la tracción en las cuatro ruedas y se abrió paso por entre el montón de nieve hasta llegar a la Avenida Jointner, que atraviesa Salem’s Lot y sale a la 295. La nieve salió disparada hacia arriba por los guardafangos. La parte trasera del Scout intentó patinar, pero Tookey llevaba montones de años conduciendo sobre la nieve. Manejó el volante con delicadeza, convenció al Scout de que continuara adelante y logramos pasar. De vez en cuando los faros iluminaban las huellas de neumáticos dejadas por el coche de Lumley: las huellas aparecían y desaparecían a intervalos. Lumley se había inclinado hacia adelante en el asiento, buscando su coche.

—Señor Lumley… —dijo Tookey de repente.

—¿Qué?

Lumley se volvió hacia él.

—La gente de esta comarca siente un cierto temor supersticioso hacia Salem’s Lot —dijo Tookey. Habló con voz bastante tranquila pero pude ver las profundas arrugas de tensión que había alrededor de su boca, y la forma en que movía continuamente los ojos de un lado para otro—. Si su familia está dentro del coche…, bueno, será estupendo. Les recogeremos, volveremos a mi local y mañana, cuando la tormenta haya terminado, Billy sacará su coche de la nieve. Pero si no están dentro del coche…

—¿Si no están dentro del coche? —le interrumpió Lumley con voz seca—. ¿Y por qué no iban a estar dentro del coche?

—Si no están dentro del coche —siguió diciendo Tookey sin responderle—, daremos la vuelta, iremos hasta el Centro de Falmouth y llamaremos al sheriff. De todas formas, deambular de noche en plena tormenta no tiene sentido, ¿verdad?

—Estarán en el coche. ¿En qué otro sitio podrían estar?

—Una cosa más, señor Lumley —dije yo—. Si vemos a alguien, a quien sea…, no vamos a hablar con esa persona. Ni aunque nos dirija la palabra. ¿Lo ha comprendido?

—Oiga, ¿en qué consisten exactamente esas supersticiones? —preguntó Lumley hablando muy despacio.

Tookey se me adelantó antes de que pudiera responderle, y sólo Dios sabe qué podría haberle respondido.

—Ya hemos llegado —dijo.

Vimos la parte posterior de un gran Mercedes. La capota del coche estaba cubierta de nieve, así como todo el lado izquierdo. Pero las luces de atrás seguían encendidas y había humo saliendo del tubo de escape.

—Bueno, al menos no se han quedado sin gasolina —dijo Lumley.

Tookey recorrió los últimos metros y puso el freno de emergencia del Scout.

—¿Recuerda lo que le ha dicho Booth, Lumley?

—Claro, claro.

Pero no estaba pensando en nada que no fuese su mujer y su hija, y no creo que haya nadie capaz de culparle por ello.

—¿Listo, Booth? —me preguntó Tookey.

Sus ojos se clavaron en los míos: dos pupilas severas y grises iluminadas por los reflejos del salpicadero.

—Supongo que sí —dije.

Salimos del Scout y el viento tiró de nosotros arrojándonos nieve a la cara. Lumley nos tomó la delantera inclinando el cuerpo contra la ventisca, con su elegante abrigo ondulando a su espalda como si fuera una vela. Proyectaba dos sombras, una originada por los faros de Tookey y la otra por las luces traseras de su coche. Yo iba detrás y Tookey me seguía a un paso de distancia. Cuando llegué al maletero del Mercedes Tookey me cogió del brazo.

—Deja que se adelante —me dijo.

—¡Janey! ¡Francie! —gritó Lumley—. ¿Va todo bien? —Abrió la portezuela del volante y metió la cabeza en el coche—. ¿Va todo…?

Se quedó inmóvil, como paralizado. El viento le arrancó la pesada portezuela de entre los dedos y la abrió del todo.

—Dios santo, Booth —dijo Tookey y el aullido del viento hizo que apenas si pudiera oírle—. Creo que ha vuelto a ocurrir.

Lumley vino hacia nosotros. Estaba asustado y confuso, y tenía los ojos casi fuera de las órbitas. Echó a correr, resbaló en la nieve y estuvo a punto de caerse. Me apartó de un manotazo como si fuera una brizna de paja y agarró a Tookey por la pechera.

—¿Cómo ha podido saberlo? —rugió—. ¿Dónde están? ¿Qué diablos pasa aquí?

Tookey se lo quitó de encima y fue hacia el coche. Inspeccionamos el interior del Mercedes: estaba tan caliente como una tostada, pero no seguiría así durante mucho tiempo. La lucecita color ámbar de la reserva del combustible estaba encendida. Dentro de aquel gran coche no había nadie. Una muñeca Barbie estaba tirada sobre la alfombrilla del asiento derecho, y un anorak de esquí de talla infantil estaba hecho una bola encima del respaldo.

Tookey se tapó la cara con las manos…, y un instante después ya no estaba allí. Lumley le había cogido y le había empujado hacia el montón de nieve. Tenía el rostro muy pálido y parecía haberse vuelto loco. Sus labios se movían convulsivamente, como si hubiera masticado algo muy amargo y no lograra reunir la saliva suficiente para escupirlo. Metió el brazo en el coche y cogió el anorak.

—¿El anorak de Francie? —medio dijo y medio murmuró, y después gritó esas mismas palabras—. ¡El anorak de Francie! —Se dio la vuelta sosteniéndolo ante él por la capuchita forrada de piel. Me miró con la expresión de quien no cree lo que está viendo—. No puede andar por ahí sin su anorak, señor Booth. ¿Por qué…, por qué…? Se morirá de frío, se congelará.

—Señor Lumley…

Pasó tambaleándose junto a mí sin soltar el anorak, gritando:

¡Francie! ¡Janey! ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáiiiiis?

Le ofrecí la mano a Tookey y le ayudé a levantarse.

—¿Te encuentras…?

—Olvídate de mí —dijo—. Booth, tenemos que detenerle.

Le seguimos lo más deprisa posible, lo cual no era gran cosa teniendo en cuenta que había sitios donde la nieve nos llegaba a la altura de la rodilla, pero acabó deteniéndose y logramos alcanzarle.

—Señor Lumley… —dijo Tookey poniéndole una mano en el hombro.

—Por aquí —dijo Lumley—. Se fueron por aquí. ¡Mire!

Miramos hacia abajo. Estábamos en una especie de hondonada y casi todas las ráfagas de viento pasaban por encima de nuestras cabezas. Y ahí estaban: dos juegos de huellas distintas, unas grandes y unas pequeñas, que empezaban a llenarse de nieve. Si hubiéramos llegado cinco minutos después ya habrían desaparecido.

Lumley empezó a alejarse de nosotros con la cabeza inclinada y Took le cogió por el brazo, reteniéndole.

—¡No! ¡No, Lumley!

Lumley volvió su rostro enloquecido hacia Tookey y apretó el puño. Lo alzó para golpear…, pero en la expresión de Tookey había algo que le detuvo. Sus ojos fueron de Tookey a mí y volvieron a Tookey.

—Se congelará —dijo como si fuéramos un par de niños estúpidos—. ¿Es que no lo entienden? No lleva puesto el anorak y sólo tiene siete años…

—Podrían estar en cualquier sitio —dijo Tookey—. No conseguirá seguir esas huellas. Desaparecerán en el siguiente montón de nieve.

—¿Qué me sugiere? —gritó Lumley con la voz convertida en un aullido histérico—. ¡Si volvemos para avisar a la policía morirá congelada! ¡Francie y mi esposa morirán!

—Puede que ya estén congeladas —dijo Tookey y la expresión de sus ojos hizo que Lumley le mirara fijamente—. Congeladas o algo peor.

—¿Qué quiere decir? —murmuró Lumley—. ¡Hable claro, maldita sea! ¡Explíquese!

—Señor Lumley, en Salem’s Lot hay algo que… —dijo Tookey.

Pero fui yo quien acabó explicándoselo, quien pronunció esa palabra que nunca hubiese creído llegaría a pronunciar.

—Vampiros, señor Lumley. Jerusalem’s Lot está lleno de vampiros. Supongo que le resultará difícil de creer…

Estaba mirándome como si me hubiese vuelto verde de repente.

—Chalados —murmuró—. Son un par de chalados… —Se dio la vuelta, formó bocina poniendo las manos ante su boca y gritó—: ¡FRANCIE! ¡JANEY!

Empezó a alejarse de nosotros, igual que antes. La nieve llegaba hasta el final de su elegante abrigo.

Miré a Tookey.

—¿Qué hacemos ahora?

—Seguirle —dijo Tookey. Tenía el cabello cubierto de nieve y la verdad es que su aspecto recordaba un poco al de un chalado—. No puedo dejarle aquí, Booth. ¿Y tú? ¿Serías capaz?

—No —dije—, supongo que no.

Así que empezamos a abrirnos paso por entre la nieve siguiendo a Lumley y esforzándonos por alcanzarle, pero cada vez nos llevaba más ventaja. Era joven y fuerte, ¿comprenden? Avanzaba por entre la nieve como si fuera un toro. Mi artritis empezó a torturarme con unas punzadas horribles y no tardé en echarle miradas a mis piernas, diciéndome: un poquito más, solo un poquito más, sigue adelante, maldita sea, sigue adelante…

Tropecé con Tookey, caído sobre un montón de nieve. Tenía la cabeza inclinada y se apretaba el pecho con las dos manos.

—Tookey, ¿te encuentras bien? —le pregunté.

—Estoy bien —dijo apartando las manos del pecho—. Tenemos que seguirle, Booth. Cuando caiga reventado recobrará la cordura y verá que no se puede hacer nada.

Llegamos a lo alto de una pequeña loma y vimos a Lumley al final de la pendiente buscando desesperadamente más huellas. Pobre hombre… No había ni una sola posibilidad de que lograra encontrarlas. En aquella zona el viento soplaba con todas sus fuerzas, y cualquier huella existente habría quedado borrada tres minutos después de que la hicieran, así que en un par de horas…

Alzó la cabeza para gritarle a la noche. ¡FRANCIE! ¡JANEY! ¡POR EL AMOR DE DIOS! Podías sentir la desesperación y el terror que había en su voz, y le compadecí por ello. La única respuesta que obtuvo fue el gemido del viento, tan agudo y potente como el de un tren de mercancías. El viento parecía estar riéndose de él, diciéndole: Me las he llevado, señor Nueva Jersey de coche caro y abrigo de pelo de camello. Me las he llevado, he borrado sus huellas y por la mañana, estarán tan frías y bien conservadas como un par de fresas metidas en el congelador

—¡Lumley! —gritó Tookey intentando hacerse oír por encima del viento—. ¡Oiga, ya sé que no cree en los vampiros, los espectros y todas esas tonterías, pero tiene que escucharme! ¡Lo que está haciendo no va a ayudarlas! ¡Tenemos que llegar a…!

Y entonces hubo una respuesta, una voz que brotó de la oscuridad con el suave tintineo de unas campanillas de plata, y el corazón se me quedó tan frío como un pedazo de hielo metido en el pozo durante el invierno.

Jerry…, Jerry, ¿eres tú?

Aquel sonido hizo que Lumley girara en redondo y entonces la vimos salir de entre las oscuras sombras de un bosquecillo, como un fantasma. Era una mujer de ciudad no cabe duda, y en aquel instante me pareció que jamás había visto a una mujer más hermosa. Sentí que deseaba ir hacia ella y decirle cómo me alegraba que estuviera bien. Vestía una gruesa prenda verde que se parecía un poco a un pullover, creo que las llaman ponchos. La tela flotaba a su alrededor y su oscuro cabello bailaba en aquel vendaval salvaje como el agua en un arroyo de diciembre, cuando falta poco para que el invierno la congele y la deje prisionera del cauce.

Quizá di un paso hacia ella, porque sentí la mano de Tookey sobre mi hombro, áspera y cálida. Y aun así…, ¿cómo puedo expresarlo? Sí, seguí anhelando ir hacia ella, tan oscura y hermosa con el poncho verde flotando alrededor de su cuello y sus hombros, tan exótica y extraña que te hacía pensar en alguna magnífica mujer surgida de un poema de Walter de la Mare.

—¡Janey! —gritó Lumley—. ¡Janey!

Se abrió paso por entre la nieve, yendo hacia ella con los brazos extendidos.

—¡No! —gritó Tookey—. ¡No, Lumley!

Lumley ni tan siquiera se volvió a mirarle…, pero ella sí le miró. Alzó la cabeza hacia nosotros y sonrió. Y cuando lo hizo sentí que mi anhelo y mi pasión se convertían en un horror tan frío como la tumba, tan blanco y silencioso como un montón de huesos envueltos en un sudario. Incluso estando en lo alto de la loma pudimos ver el súbito destello rojizo que iluminó aquellos ojos. Eran menos humanos que los ojos de un lobo. Y cuando sonrió pudimos ver qué largos se habían vuelto sus dientes. Ya no era humana. Era una cosa muerta que había logrado volver a la vida en el seno de esta negra tormenta aullante.

Tookey hizo la señal de la cruz. Vimos cómo se encogía…, y luego volvió a sonreímos. Estábamos demasiado lejos, y quizá estuviéramos demasiado asustados.

—¡Hay que detenerla! —murmuré—. ¿Es que no podemos detenerla?

—¡Es demasiado tarde, Booth! —dijo Tookey con un hilo de voz.

Lumley había llegado hasta ella. Se encontraba tan cubierto de nieve que él mismo parecía un fantasma. Alargó los brazos hacia ella… y empezó a gritar. Oiré ese sonido en mis sueños, el sonido de un hombre que grita como un niño cuando tiene una pesadilla. Lumley intentó retroceder, pero los largos brazos desnudos de la mujer fueron hacia él ondulando como serpientes, más blancos que la nieve, y le atrajeron hacia su cuerpo. Pude ver cómo ladeaba la cabeza y después la movió hacia adelante…

—¡Booth! —dijo Tookey con voz enronquecida—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Y echamos a correr. Supongo que algunos dirían que huimos como ratas, pero quienes dirían eso no estaban allí aquella noche. Seguimos el camino que habíamos abierto al venir, cayendo, incorporándonos, resbalando y patinando. Yo no paraba de mirar por encima de mi hombro para ver si aquella mujer venía detrás de nosotros sonriendo con esa mueca horrible y observándonos con aquellos ojos rojos.

Llegamos al Scout y Tookey se dobló sobre sí mismo llevándose las manos al pecho.

—¡Tookey! —exclamé, muy asustado—. ¿Qué…?

—El reloj, Booth… —dijo—. Llevo cinco o seis años teniendo problemas con él. Ayúdame a subir y sácanos de aquí lo más deprisa que puedas.

Pasé un brazo por debajo de su chaquetón, le hice caminar alrededor del Scout y me las arreglé para subirle al asiento, aunque no sé muy bien cómo. Tookey apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Tenía la piel amarillenta, con un aspecto cerúleo.

Volví corriendo al otro lado del Scout y casi me di de narices con la niña. Estaba inmóvil junto a la portezuela del conductor: tenía el pelo recogido en un par de coletas y sólo llevaba un vestidito amarillo.

—Señor —dijo con una voz clara y límpida, tan dulce como la niebla del amanecer—, ¿querría ayudarme a encontrar a mi madre? Se ha marchado y tengo tanto frío…

—Cariño —le dije—, cariño, será mejor que entres en el coche. Tu madre…

No llegué a terminar la frase y si ha habido algún momento de mi vida en el que estuviera cerca de desmayarme estoy seguro de que fue ése. La niña estaba inmóvil junto a la portezuela, ¿comprenden?, pero estaba encima de la nieve y no había huellas, no había huellas en ninguna dirección…

Y entonces Francie, la hija de Lumley, alzó los ojos hacia mí. Sólo tenía siete años y seguiría teniendo siete años durante toda una eternidad de noches. Su carita estaba espantosamente blanca, como la de un cadáver, y sus ojos eran un abismo rojo y plata en el que podías caer para siempre. Y bajo su mandíbula pude ver dos heriditas tan pequeñas como alfilerazos, con la carne horriblemente amoratada a su alrededor.

Extendió los brazos hacia mí y sonrió.

—Cójame, señor —dijo en voz baja—. Quiero darle un beso. Después podrá llevarme con mi mamá.

No quería hacerlo, pero no pude impedirlo. Empecé a inclinarme hacia adelante alargando los brazos. Pude ver cómo abría la boca, pude ver los pequeños colmillos ocultos tras el anillo rosado de sus labios. Algo se deslizó por su mentón, algo plateado y brillante, y con un horror tan leve como distante comprendí que estaba babeando.

Sus manecitas rodearon mi cuello y pensé: Bueno, quizá no sea tan malo, no, quizá no lo sea, puede que pasado un tiempo ya no resulte tan horrible. Entonces algo salió volando del Scout e hizo impacto en su pecho. Vi una nubecilla de un humo anaranjado que tenía un olor muy extraño, un resplandor que se esfumó un instante después y la niña retrocedió emitiendo un siseo ahogado. Su rostro se había convertido en una máscara vulpina de rabia, odio y dolor. Se dio la vuelta y… desapareció. Estaba allí y un segundo después ya no había nada, sólo un torbellino de nieve que se parecía un poco a una silueta humana. El viento enseguida lo dispersó llevándoselo a través de los campos.

—¡Booth! —murmuró Tookey—. ¡Date prisa!

Y eso hice. Pero no tanta como para no tener tiempo de recoger lo que le había arrojado a esa niñita salida del infierno: era la Biblia de su madre.

Esto ocurrió hace ya cierto tiempo. Ahora soy un poco más viejo, y entonces no era ningún polluelo recién salido del cascarón. Herb Tooklander nos dejó hace dos años. Murió tranquilamente, durante la noche. El bar sigue ahí: una pareja bastante agradable de Waterville lo compró y el local apenas ha cambiado. Pero ahora no voy mucho por allí. Con Tookey muerto ya no sería lo mismo que antes.

En Salem’s Lot todo continúa más o menos como siempre. Al día siguiente el sheriff fue hasta allí y encontró el coche de Lumley: la gasolina se había acabado y la batería estaba descargada. Ni Tookey ni yo dijimos nada al respecto. ¿De qué habría servido? Y de vez en cuando un autoestopista o alguien que iba de excursión va por esa zona y desaparece en Schoolyard Hill o cerca del cementerio de Harmony Hill. Las partidas de búsqueda acaban encontrando su mochila o un cuaderno hinchado y descolorido por la lluvia y la nieve, o algún objeto semejante. Pero nunca encuentran sus cuerpos.

Sigo teniendo pesadillas en las que revivo esa noche de tormenta y lo que nos ocurrió allí. No suelo soñar con la mujer sino con la niña, y con su sonrisa cuando me ofreció los brazos para que pudiera cogerla. Para que pudiera darme un beso… Pero soy viejo y pronto dejaré de soñar.

Puede que algún día tengan ocasión de viajar por la parte sur de Maine. Es una comarca muy bonita. Quizá hasta hagan una parada en el bar de Tookey para tomarse una copa. El local es muy acogedor y los nuevos propietarios no le han cambiado el nombre. Bébanse su copa y luego les aconsejo que sigan viaje hacia el norte. Hagan lo que hagan, no tomen el camino que lleva a Jerusalem’s Lot.

Especialmente no después de que haya oscurecido.

Hay una niña que ronda por ahí. Y creo que sigue esperando su beso de buenas noches.


FIN



  • Autor: Stephen King

  • Título: Uno para el camino

  • Título Original: One for the Road

  • Publicado en: Maine, marzo-abril de 1977

  • Aparece en: Night Shift (1978)

  • Traducción: Albert Solé

 
 
 

Actualizado: 24 may

El vampiro

John William Polidori


Por aquel tiempo, en medio de la disipación habitual del invierno londinense y entre las numerosas reuniones a que la moda obligaba en la época, apareció un Lord aún más notable por sus particularidades que por su rango. Su mirada se cernía sobre la alegría general que se desataba a su alrededor, con esa indiferencia propia de quienes no participarán de ella en el futuro. Podría decirse que sólo la graciosa sonrisa de la belleza era capaz de llamar su atención, y aun así únicamente para destruirla con una mirada sobre los labios encantadores que la dibujaran, provocando un escalofrío en el corazón allí donde sólo había reinado el afán de placer. Las mujeres que sentían esta terrible sensación no hubieran podido decir de dónde provenía. Algunas, sin embargo, la atribuían a sus ojos, de un gris apagado, que, cuando se detenían sobre los rasgos de una persona, parecían no penetrar hasta e’ último recodo del corazón y antes bien dijérase que se desplomaba sobre la tez como un pesado rayo que se arrastrara sin poderla atravesar. Su originalidad le hizo ser invitado por todos: cada quién deseaba conocerlo, y todos aquellos que tiempo atrás fueron partidarios de las emociones fuertes se felicitaban por haber encontrado al fin algo capaz de avivar su ánimo apelmazado. Su rostro era regularmente bello, a pesar del tinte sepulcral que dominaba sus rasgos, jamás animados por ese amable rubor fruto de la modestia o de las emociones provocadas por la pasión. Las mujeres que, siguiendo la moda, se sentían ávidas de cualquier deshonrosa celebridad, se disputaban su conquista o, al menos, la obtención de alguna muestra de lo que ellas llamaban inclinación. Lady Mercer, que, tras la muerte de su esposo había alcanzado la vergonzosa gloria de eclipsar, en los círculos sociales, la desordenada conducta de sus competidoras, se lanzó a su conquista e hizo cuanto pudo, aunque en vano, por llamar su atención. El impudor de Lady Mercer viose coronado por el fracaso y optó por renunciar a su empresa. Sin embargo, aunque no se dignaba dirigir una mirada siquiera a las mujeres perdidas que diariamente encontraba, la belleza no le era indiferente; aun así, pese a que jamás se dirigía sino a la mujer virtuosa o a la joven inocente, lo hacía con tanto misterio que pocas personas sabían que solía charlar algunas veces con el bello sexo. Sus palabras tenían un encanto irresistible: bien porque lograran hacer olvidar el temor que inspiraba al principio, bien a causa de su repulsa aparente por el vicio, el caso era que lo deseaban tanto las mujeres cuyas virtudes son el ornamento de su sexo como aquéllas que lo deshonran.

Por aquel entonces llegó a Londres un joven caballero llamado Aubrey: era huérfano, tenía una sola hermana y poseía grandes riquezas heredadas por la prematura muerte de sus padres, apenas cuando él era niño. Sus tutores, ocupados excesivamente en el cuidado de su fortuna, lo abandonaron a sí mismo o, cuando menos, remitieron la importante carga de su educación a mercenarios subalternos. El joven Aubrey se preocupó más de cultivar su imaginación que su juicio. Ésta era la causa de que poseyera ese exaltado sentimiento romántico del honor y la pureza, que arruina a tantos jóvenes alocados. Creía que todo el mundo amaba la virtud y que el vicio no había sido concedido por la Providencia más que para obtener un efecto pintoresco: pensaba que la miseria de una choza no era sino puramente ideal y que la vestimenta del campesino no era tan cálida como la del hombre voluptuoso sino para deleitar el ojo del pintor, a causa de sus pliegues irregulares y sus abundantes remiendos de diversos colores, que representan los sufrimientos del pobre tan a la perfección. Pensaba, en definitiva, que los sueños de los poetas constituyen las realidades de la vida. Era buen mozo, sincero y rico: por estos motivos, al incorporarse a los círculos del gran mundo, se vio rodeado por multitud de madres que pugnaban por quién le describiría con menos veracidad las cualidades que mínimamente se exigen para el placer; mientras tanto, las hijas, con el semblante trastocado al advertir su presencia y la mirada chisporroteante cuando se les acercaba, pronto lo indujeron a falsas nociones respecto a sus méritos y talento; y aunque nada en el mundo viniera a confirmar la veracidad del folletín que había creado en su soledad, su vanidad satisfecha fue como una especie de compensación por este desajuste. Estaba a punto de abandonar sus ensueños, cuando el ser extraordinario que hemos descrito más arriba vino a cruzarse en su camino.

Se dedicó a estudiarlo y la misma imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre totalmente encerrado en sí mismo y que no daba muchas muestras de su observación de los objetos exteriores fuera de un tácito asentimiento ante su existencia, esta misma imposibilidad, repetimos, permitió a Aubrey dar libre curso a su imaginación para forjarse un retrato de todo cuanto halagaba su propensión por las ideas extravagantes, y en poco tiempo convirtió a tan singular personaje en un héroe novelesco, viendo más en él la criatura de su imaginación que la realidad que se mostraba a sus ojos. Se relacionó con el extraño y poco a poco tuvo muchas atenciones para con él, e hizo tantos progresos en sus contactos que su presencia era siempre reconocida. No tardó mucho en saber que los asuntos de Lord Ruthwen estaban en apuros y, a tenor de los preparativos que vio en su hotel, advirtió que se disponía a viajar.

Deseoso de obtener alguna información más precisa sobre este extraño personaje que hasta el presente se había limitado a espolear la curiosidad del joven sin satisfacerla, Aubrey hizo saber a sus tutores que ya era tiempo de comenzar su gira por Europa, costumbre ésta adoptada años atrás por nuestros jóvenes y que no les ofrece más beneficio que el precipitarse rápidamente en la carrera de la depravación, a fin de situarse en condiciones de igualdad con sus mayores, en espera de parecer de vuelta de todo ante las intrigas escandalosas y los eternos temas de burla y alabanza tan frecuentes en los salones. Los tutores dieron su consentimiento e inmediatamente participó a Lord Ruthwen de sus propósitos, sorprendiéndose agradablemente al recibir invitación de viajar con él. Aubrey, halagado por tal muestra de aprecio por parte de un hombre que parecía no tener nada en común con la especie humana, aceptó con alegría la propuesta y a los pocos días nuestros dos viajeros habían cruzado las aguas.

Hasta aquí, Aubrey no había tenido ocasión de estudiar a fondo el carácter de Lord Ruthwen y ahora se percataba de que, si bien muchas de sus acciones ocurrían ante sus ojos, los resultados ofrecían conclusiones que diferían de los motivos aparentes de su comportamiento: su compañero de viaje llevaba su liberalidad hasta lo exhaustivo: el ocioso, el vagabundo y el mendigo recibían de sus manos socorros más que suficientes para satisfacer sus necesidades inmediatas; pero Aubrey comprobaba con dolor que no eran las gentes virtuosas reducidas a la indigencia, por la desgracia más que por el vicio, las favorecidas por su misericordia: rechazando a estos desdichados de su puerta, apenas podía él reprimir una leve sonrisa de sarcasmo; y cuando el hombre intemperante venía hasta él, no para recibir alivio de sus necesidades sino para aumentar sus medios de prolongar su molicie y su depravación, se le hacía partir con generosas dádivas. Aubrey, sin embargo, creía su deber atribuir esta discriminación exagerada en las limosnas a la mayor importunidad de los viciosos que, la mayoría de las veces, obtienen preferencia ante la modesta timidez de los virtuosos indigentes. Empero, había una característica en la caridad de Lord Ruthwen que impresionaba todavía más al joven Aubrey: todos los favorecidos por tal generosidad acababan convencidos invariablemente de que semejante ejercicio iba acompañado de una maldición inevitable; todos acababan pronto por ser conducidos al patíbulo o a la más abyecta miseria: en Bruselas y otras ciudades que atravesaron, Aubrey contempló con sorpresa la especie de avidez con que su compañero investigaba los centros de la depravación: en las casas de juego, se lanzaba rápidamente a la mesa de faraón; apostaba y jugaba siempre con éxito, excepto en aquellas ocasiones en que tropezaba con un tahúr conocido, circunstancia que le hacía perder más de lo que había ganado; todo sucedía sin la menor alteración de su rostro y con aquel aire indiferente que adoptaba frente a cualquier vicisitud, salvo cuando se enfrentaba al joven sin experiencia o al infortunado padre de familia numerosa; en tales casos el destino parecía barajarse entre sus manos: dejaba de lado su tradicional impasibilidad y su mirada chispeaba con mayor fuego que la del gato que contempla entre sus patas al agonizante ratón. Al partir de las ciudades, el joven inexperto, rico antes de su llegada, quedaba arrancado del círculo del que fuera ornato, maldiciendo en la soledad de algún calabozo el hado implacable que le había puesto al alcance de tal demonio; en tanto que el padre, desolado, deploraba entre sus hambrientos hijos no haber sabido conservar, de entre toda su inmensa fortuna, el menor óbolo con que aplacar sus imperiosas necesidades. Lord Ruthwen, sin embargo, abandonaba la mesa de juego sin un céntimo, pues se dedicaba inmediatamente a perder, ante el destructor de la fortuna de una mayoría de desdichados, hasta la última moneda que acababa de arrancar a la inexperiencia, pues aunque poseía un cierto grado de habilidad, era incapaz de enfrentarse, casi siempre, a la astucia de los tahúres experimentados. A menudo Aubrey deseó reprochar a su amigo tamaño comportamiento, rogándole que renunciara a la caridad y al ejercicio de un pasatiempo que comportaban la ruina de todos y no redundaba en su beneficio propio; pero día a día retardaba sus reconvenciones, aguardando el momento en que su amigo propiciara una charla franca y sincera; sin embargo, esta ocasión no se presentó jamás. Lord Ruthwen, en su coche o en medio de los exuberantes escenarios de la naturaleza silvestre, era siempre el mismo; sus ojos no manifestaban más palabras que sus labios; y si bien convivía con quien de tal manera excitaba su curiosidad, Aubrey no recibía a cambio sino la constante punzada de su impaciencia, ávida de solucionar el misterio que envolvía a aquel personaje que su imaginación exaltada se representaba de más a mayor como sobrenatural.

Pronto llegaron a Roma y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo; lo dejaba todos los días en la tertulia matutina de una condesa italiana, en tanto que él prefería abandonarse al itinerario escultórico y arquitectónico de la ciudad. Mientras esto ocurría le llegaron algunas cartas de Inglaterra, que procedió a abrir con impaciencia. Una de ellas estaba firmada por su hermana y no contenía sino la expresión de su gran afecto; las otras eran de sus tutores y lo que en ellas se leía no dejó de sorprenderle; si ya antes había penetrado en su imaginación la sospecha de que su compañero de viaje estaba dotado de alguna maléfica influencia, estas cartas vinieron a proporcionarle una garantía de la veracidad de sus presentimientos. Sus tutores insistían en que debía separarse inmediatamente de su amigo y hacían hincapié en la especial depravación de su carácter, unida a ciertos irresistibles poderes de seducción que convertían cualquier trato con él en tanto más peligroso. Sabíase, luego de su partida, que su desprecio por las mujeres perdidas no tenía origen en la execración del vicio; antes bien, para que sus deseos fueran plenamente satisfechos, era necesario que su víctima, partícipe de su crimen, fuera precipitada desde el pináculo de una intacta virtud hasta el fondo del abismo de la infamia y la degradación. Se había observado, asimismo, que todas aquellas mujeres a las que se había dirigido en apariencia a causa de su casta conducta, habían abandonado su máscara después de su partida y expuesto sin escrúpulo a todo el mundo la total deformidad de sus costumbres.

Aubrey se decidió a abandonar a un personaje cuyo carácter no había mostrado hasta el momento el menor punto brillante sobre el que detenerse. Determinó inventarse algún plausible pretexto que le permitiera alejarse de él para siempre, proponiéndose mientras tanto observarlo más de cerca y prestar atención a sus menores detalles. Frecuentó el mismo círculo de amistades que Lord Ruthwen y no pasó mucho tiempo sin que llegara a advertir que su compañero tendía a abusar de la inexperiencia de la hija de la dama cuya casa visitaba con mayor asiduidad. En Italia es raro encontrar en sociedad una muchacha todavía por casar. Lord Ruthwen estaba, pues, obligado a llevar sus planes en secreto; pero la mirada de Aubrey siguió todas sus vueltas y descubrió que había concertado una cita, previendo que la total ruina de la joven imprudente sería el implacable resultado. Sin perder un instante, penetró en el gabinete de su compañero y le preguntó bruscamente sobre sus intenciones a propósito de la joven, previniéndole al mismo tiempo que sabía con certeza la existencia de una cita para aquella misma noche. Lord Ruthwen replicó que sus intenciones eran las naturales que suelen acontecer en casos semejantes; y, viéndose presionado a confesar si sus miradas eran legítimas, su única respuesta fue una maligna sonrisa. Aubrey se retiró y, luego de dirigirle una nota en la que renunciaba desde entonces a ser su compañero de viaje, ordenó a su criado que le proporcionase otro alojamiento, y se presentó sin perder un instante en casa de la madre de la muchacha para comunicarle no solamente lo que había descubierto sobre su hija sino también cuanto sabía desfavorablemente de las costumbres de Lord Ruthwen. El aviso llegó a tiempo para hacer fracasar la proyectada cita. Al día siguiente, Lord Ruthwen escribió a Aubrey notificándole que daba su asentimiento a la separación, pero sin dar a entender que sospechaba su intervención en el fracaso de su intriga.

Tras salir de Roma, Aubrey orientó sus pasos hacia Grecia y, atravesando el golfo, pronto se vio en Atenas. Fijó entonces su residencia en la casa de un griego y no se ocupó más que de buscar los restos de pasadas glorias en monumentos que, al parecer avergonzados ahora de exhibir ante un pueblo yugado los gloriosos testimonios de las hazañas de los hombres libres, parecían querer hundirse en las entrañas de la tierra o esconderse de las miradas bajo un espeso musgo.

Bajo su mismo techo moraba una joven de formas tan bellas y delicadas que habría podido servir de modelo a cualquier pintor ávido de plasmar sobre la tela la hurí prometida por Mahoma en su paraíso; ¡imposible, no obstante!: sus ojos poseían una expresión que jamás pertenecería a esas bellezas que el Profeta representa como carentes de alma. Cuando Ianthe danzaba en la llanura o correteaba por la ladera de las montañas, dijérase que la gacela no era sino la torpe imitación de sus gráciles movimientos. ¿Y quién, sino el discípulo de Epicuro, habría preferido la mirada animada y celeste de la una a los ojos voluptuosos aunque terrestres de la otra? Esta amable ninfa acompañaba siempre a Aubrey en sus recorridos de anticuario. ¡Y cuántas veces, ignorando sus propios encantos, lanzada a la persecución de alguna brillante mariposa, desplegaba toda la belleza de su talle encantador, flotaba de tal manera a los suaves embates del céfiro y a las ávidas miradas del joven extranjero, que éste se olvidaba al instante de las letras casi borradas por el tiempo que con tanto esfuerzo había logrado extraer del mármol, no contemplando sino sus formas hechiceras! ¡Cuántas veces, mientras Ianthe revoloteaba a su alrededor, su larga cabellera articulada en trenzas onduladas de brillante oro flotando sobre la espalda, ofrecía al joven la excusa necesaria para abandonar sus búsquedas científicas y dejar escapar de su mente el texto de una inscripción que acababa de descubrir y que un instante antes su importancia para la interpretación de un pasaje de Pausanias había relampagueado ante sus ojos! Mas, ¿por qué intentar describir unos encantos más fáciles de sentir que de apreciar? Inocencia, juventud, belleza, todo en ella respiraba ese frescor casi perdido de la Naturaleza, tan extraño a la afectación de nuestros salones de moda.

Mientras Aubrey dibujaba las ruinas de las que deseaba conservar un recuerdo para el futuro, la muchacha se mantenía a su lado y contemplaba los mágicos efectos del lápiz que iba perfilando los escenarios de su país natal. Ella entonces le describía, con todo el fuego de una memoria todavía fresca, la ligera danza que había ejecutado con sus compañeras sobre el verde césped de los alrededores o la pompa de las fiestas nupciales que en su infancia presenciara. En otras ocasiones, cuando sus recuerdos regresaban sobre los puntos que más hondamente la habían impresionado, le explicaba las leyendas sobrenaturales que su nodriza cercara en torno a su desvalida infancia. La solemnidad de su tono, la sinceridad de su aspecto, espolearon el corazón del muchacho conduciéndolo hasta una tierna compasión; y, a menudo, cuando le contaba la historia del vampiro viviente que había cernido su maldición sobre sus amigos y parientes más queridos, alimentándose con la vida de una hermosa mujer para prolongar su existencia durante cada año implacablemente, la sangre helábase en sus venas y trataba de apartarla de tan vanas fantasías con sus alegres carcajadas; pero Ianthe respondía, a modo de prueba, citando el nombre de algunos ancianos que lograron descubrir la presencia del vampiro, sin poder evitar a cambio la pérdida de varias de sus hijas, sacrificadas al horrible apetito del monstruo; y, obligada por el aparente escepticismo de Aubrey, le suplicaba encarecidamente que tuviera fe en sus relatos, pues habíase observado que justamente aquellos que osaban poner en duda la existencia de los vampiros no pudieron evitar el derrumbe de su incredulidad en virtud de alguna mortal experiencia. Ianthe comenzó a describirle el aspecto exterior que convencionalmente se atribuía a tales monstruos y la impresión de horror que tanto había marcado el ánimo de Aubrey viose aún más fortalecida por la identificación que, de una manera incontenible, estaba realizando con Lord Ruthwen.

Aubrey sentía aumentar más y más la atracción que experimentaba por Ianthe; su inocencia, tan opuesta a las fingidas virtudes de las mujeres entre las que buscara antes su romántico ideal, seducía incesantemente sus sentidos; y al tiempo que imaginaba lo ridículo que resultaría el matrimonio entre un joven educado a la inglesa y una campesina griega analfabeta, no podía evitar sentirse cada vez más atraído por la encantadora joven con quien pasaba momentos tan deliciosos. A veces conseguía alejarse de ella, y, trazándose un plan para el estudio de las antigüedades, marchábase decidido a no regresar hasta haber alcanzado su objetivo; pero resultábale imposible prestar atención a las ruinas de los alrededores, en tanto la imagen de Ianthe siguiera dueña de sus pensamientos. Ignorando el amor que le había inspirado, ella mantenía siempre con él la misma infantil franqueza que había mostrado desde el primer encuentro. Parecía no querer separarse de él sino con gran desazón, y ello únicamente porque no disponía de ningún otro compañero con el que vagar por sus lugares favoritos, en tanto que Aubrey, no muy lejos de ella, se ocupaba en descubrir algún fragmento escapado a la guadaña destructora del tiempo. Como testimonio de lo que había dicho a Aubrey sobre los vampiros, apeló a su padre y a su madre, quienes, así como algunas otras personas que estaban presentes, palidecieron de horror ante la sola mención del nombre infernal. Poco tiempo después, Aubrey decidió emprender una excursión que debía tenerle ocupado por varias horas: cuando sus huéspedes le oyeron mencionar el lugar, de común acuerdo se lanzaron a suplicarle que regresara a Atenas antes de la caída de la noche; pues en su trayecto, dijéronle, debía cruzar un bosque por el que nadie, en toda Grecia, osaría pasar después del ocaso. Se lo describieron como punto de reunión de los vampiros para sus orgías nocturnas y le afirmaron que cualquiera que acertara a cruzarse en su camino sería víctima de los peores peligros. Aubrey contestó con ligereza a sus admoniciones y aun intentó hacerles notar el absurdo de semejantes creencias; sin embargo, cuando los vio estremecerse de terror ante su audaz desprecio por un poder infernal e irresistible, ante cuyo solo nombre había que temblar, optó por callarse.

A la mañana siguiente, Aubrey se puso en camino sin ninguna compañía; al partir, observó con pena y sorpresa el aire melancólico de sus anfitriones y la impresión de terror que sus bromas sobre la existencia de los vampiros había producido en sus facciones. Ya sobre su caballo, pronto a marcharse, Ianthe se llegó hasta él y le rogó angustiada que volviera antes que la caída de la noche permitiera entrar en acción el poder de los monstruos. Aubrey prometió hacerle caso; pero sus búsquedas científicas absorbieron de tal manera su atención que ni advirtió la próxima muerte del día ni la presencia en el horizonte de una de esas nubes que en los climas tórridos se vuelven precipitadamente portentosa masa de nubarrones que derraman su furor sobre los campos desolados. Finalmente, se decidió a montar a caballo, decidido empero a compensar su demora con la urgencia de la velocidad. Pero pronto advirtió que ya era demasiado tarde. El crepúsculo es algo desconocido en los climas meridionales y la noche comienza en el mismo momento de ponerse el sol. Antes de que Aubrey recorriera algún trecho apreciable, la tormenta estalló sobre los árboles del bosque en que se encontraba. Los truenos estallaban repetidas veces y su estampido se rompía en numerosos ecos sin apenas conceder un segundo al silencio. La lluvia caía a torrentes sobre el joven en tanto los relámpagos inundaban el paisaje de cárdenos destellos; el mismo rayo venía a caer a sus pies. El caballo, espantado, lo arrastró hacia lo más espeso del bosque hasta que, agotado, se detuvo, y Aubrey, a la luz de los relámpagos, pudo descubrir una choza en las cercanías, casi cubierta por las hojas secas y la maleza. Desmontó y se acercó, esperando encontrar a alguien que pudiera conducirle hasta el pueblo o, al menos, darle refugio contra la tormenta. Mientras se aproximaba, en un intervalo entre dos truenos, alcanzó a escuchar los desesperados alaridos de una mujer acompañados de una sofocada pero triunfante carcajada, que parecía prolongarse indefinidamente; asustado, Aubrey dudó si debía entrar o no; pero un trueno que descargó su violencia sobre su cabeza logró sacarle de dudas y, armándose de valor, franqueó el umbral de la cabaña. Se encontró en medio de las tinieblas: el ruido, sin embargo, lo orientó. Aparentemente, su presencia había pasado inadvertida y por muchas llamadas que hizo no obtuvo la menor respuesta. Se encontró de pronto con que estaba tocando un cuerpo, lo aferró bruscamente y entonces estalló junto a él una espeluznante carcajada, al tiempo que una voz horrible dejaba escapar estas palabras:

—Nuevamente burlado…

Repentinamente se sintió aferrado por una fuerza que parecía sobrenatural. Decidido a vender cara su vida, luchó aunque en vano: fue alzado en vilo y arrojado con enorme brío contra el suelo. Su enemigo cayó sobre él y, poniéndole una rodilla sobre el pecho, llevaba ya sus manos a la garganta del muchacho cuando un violento resplandor de antorchas vino a interrumpirle; se levantó al instante y, abandonando su presa, lanzóse a través de la puerta: el ruido producido al abrirse paso por entre la espesa maleza cesó de oírse en pocos momentos.

La tormenta habíase apaciguado y los recién llegados alcanzaron a oír desde el exterior los lamentos de Aubrey, incapaz de moverse. Penetraron en la choza: las luces de sus antorchas iluminaron la musgosa techumbre y pronto se vieron todos cubiertos de copos enhollinados. A petición de Aubrey fueron en busca de la mujer cuyos gritos habíanle atraído; y a medida que los hombres se alejaban, las tinieblas regresaron progresivamente a su alrededor: pero, pronto, ¡con qué horror pudo contemplar el cuerpo inanimado de la encantadora Ianthe, transportado a la luz de las antorchas! Inútilmente intentó cerrar los ojos ante semejante pesadilla, creyéndola fruto de su trastornada imaginación; pero cuando volvió a abrirlos, vio de nuevo los restos de su amada, tendida en tierra junto a él: las delicadas mejillas y los inocentes labios que antaño hubieran avergonzado a las rosas hallábanse ahora sepulcralmente pálidos: y sin embargo aún podía verse una admirable calma sobre los rasgos encantadores de Ianthe, casi tan atractiva ahora como lo fuera en otro tiempo. Manchas de sangre aparecían por cuello y pecho y en su garganta podían verse los pérfidos estigmas de los dientes que habían abierto sus venas: los aldeanos que habían traído el cuerpo, señalando las funestas señales, aturdidos repentinamente por un atávico terror, exclamaron:

—¡Un vampiro! ¡Un vampiro!

Construyeron unas parihuelas y en ellas colocaron a Aubrey junto a la que otrora había sabido constituirse para él en objeto de sueños felices y pletóricos de delicias insospechadas, cuya vida acababa ahora de ser truncada en flor.

El espíritu de Aubrey quedó turbado e incapaz de ordenar sus pensamientos, prefiriendo más bien refugiarse contra la desesperación en una total ausencia de sensaciones. En una mano, casi inconscientemente, sostenía una daga desnuda, de curioso diseño, que había encontrado en la choza sin saber cómo; pronto el triste cortejo se encontró con otros aldeanos que una madre alarmada había instado al rastreo de su querida hija; pero los llantos que acompañaban la desolada tropa, en aumento a medida que se acercaba a la aldea, fueron para esta madre y su marido infortunado la avanzadilla de alguna terrible catástrofe. Sería imposible describir su pesar y su angustia; cuando descubrieron el cuerpo de su adorada hija, miraron a Aubrey, le hicieron observar los indicios espantosos de la causa de su muerte y ambos expiraron de desesperación.

Aubrey, tendido sobre su lecho, fue presa de violenta fiebre y a menudo de delirio, en medio del cual llamaba a Lord Ruthwen tanto como a Ianthe. Unas veces suplicaba a su antiguo compañero que se compadeciera de aquella que amaba; otras lo llenaba de imprecaciones y lo acusaba de ser el destructor de su felicidad.

Lord Ruthwen se encontraba por aquel tiempo justamente en Atenas; y, habiendo tenido conocimiento de la triste situación de Aubrey, por algún motivo ignorado vino a albergarse bajo su mismo techo, deviniendo su asiduo compañero. Cuando el joven salió de su delirio, estremeciose de horror ante la presencia de aquel cuya imagen permanecía ahora confundida, en el fondo de su ser, con la del vampiro; pero Lord Ruthwen, mediante su tono persuasivo y en virtud de su semilamentación sobre el incidente que había provocado su ruptura, y, más aún, por las atenciones prodigadas a Aubrey, consiguió restablecer de alguna manera su prestigio. Lord Ruthwen parecía totalmente cambiado; ya no daba la impresión de ser el individuo apático que conociera Aubrey; pero tan pronto la convalecencia de éste comenzó a tomar visos de desaparición, advirtió que su compañero regresaba a sus antiguos hábitos y volvió a encontrarse con el hombre de su relación primera, tanto que Aubrey advirtió con sorpresa que Lord Ruthwen parecía lanzar sobre él una mirada penetrante mezclada con una cruel sonrisa que jugueteaba entre sus labios. No sabía la causa, pero aquella sonrisa lo obsesionaba. Se perdía en razones sobre la intención de tan espantosa mueca, tan a menudo reiterada. Cuando Aubrey alcanzó el último estadio de su recuperación, Lord Ruthwen, separado poco a poco de él, se entregaba aparentemente a la tarea de observar las olas levantadas por la refrescante brisa, o bien en seguir el progreso de esas órbitas que, al igual que nuestro mundo, giran alrededor de un sol inmóvil; pero, a decir verdad, más bien daba la impresión de querer alejarse de los ojos ajenos.

La conmoción había debilitado sobremanera la cabeza de Aubrey; aquella agilidad de espíritu, que tanto había brillado en él en otro tiempo, parecía ahora haberse desvanecido para siempre. Habíase convertido en un ser tan amante del silencio y la soledad como el mismo Lord Ruthwen. Pero en vano perseguía esa soledad: ¿podía acaso existir para él en el paisaje ateniense? La buscaba entre las ruinas que antes había frecuentado y la imagen de Ianthe lo acompañaba como tantas veces; la buscaba en lo más profundo de los bosques e imaginaba ver todavía el leve paso de la ligera Ianthe, perdida entre flores, en busca de la modesta violeta; y repentinamente su ensombrecida memoria se la devolvía con el rostro pálido, la garganta ensangrentada y los labios descoloridos, aunque una sonrisa siempre amable venía a socorrerla a pesar de todo.

Por fin determinose a huir de los parajes a cuyo contacto fluía un torrente de dolorosos recuerdos. Propuso a Lord Ruthwen, con quien sentíase en deuda por la tierna atención que le dispensara durante su enfermedad, el proyecto de seguir recorriendo juntos aquellos lugares de Grecia que aún no conocían. Partieron, pues, y marcharon en busca de aquellos parajes capaces de suscitar un recuerdo antiguo; pero, aunque corrían incansablemente de un lugar a otro, parecía que ninguno de los dos se sentía con ánimo de prestar verdadera atención a los variados objetos que caían bajo sus ojos. Oyeron hablar con frecuencia de los salteadores que infestaban el país; pero, poco a poco, acabaron por desoír semejantes informes, atribuyéndolos a la imaginación de las gentes interesadas en excitar la generosidad de aquellos a quienes pretendían defender de los supuestos peligros. En una ocasión, como consecuencia de haber pasado por alto las advertencias de los aldeanos, se atrevieron a viajar con una escolta bien poco numerosa, inhábil para cualquier defensa. En el momento de penetrar por un estrecho desfiladero, en cuyo fondo corría un torrente confundido entre las masas de rocas, se arrepintieron de su imprudente confianza; apenas había entrado toda la partida por tan angosto paso, una granizada de proyectiles comenzó a silbarles los oídos, en tanto miles de ecos devolvían el tronar de los disparos. Pronto una bala fue a incrustarse en la espalda de Lord Ruthwen, que cayó abatido. Aubrey corrió a socorrerlo; y ya sin prestar la menor atención al altercado o a su propia temeridad, se encontró de repente rodeado por los asaltantes. La escolta, tan pronto vio caer a Lord Ruthwen, había depuesto las armas y pedido cuartel. Con la promesa de una fuerte recompensa, Aubrey convenció a los bandoleros para que ayudaran al traslado del cuerpo de su amigo a una cabaña vecina; y, en tanto convino con ellos el precio del rescate, dejó de ser importunado por su presencia; los bandidos se turnaron en la vigilancia de la choza hasta que regresara uno de ellos, mensajero enviado a una ciudad próxima con una nota firmada por Aubrey para su banquero.

Las fuerzas de Lord Ruthwen se agotaron rápidamente; al cabo de dos días apareció la gangrena y el momento de su extinción parecía avanzar a pasos agigantados. Su manera de ser y sus rasgos eran, sin embargo, siempre los mismos. Podría decirse que era tan indiferente al dolor como antes lo había sido a cuanto pasaba en su entorno; sin embargo, hacia el final del segundo crepúsculo pareció preocupado por alguna idea dolorosa; sus ojos dirigíanse con frecuencia hacia Aubrey, quien comenzó a cuidarlo con asiduidad aún mayor que la habitual.

—¡Vos queréis ayudarme! —dijo a su amigo—. ¡Vos podéis salvarme! Y aún podríais hacer mucho más. No estoy hablando de mi vida: contemplo su fin con tanta indiferencia como el final de cualquier día cotidiano. ¡Pero aún podéis salvar mi honor, el honor de vuestro amigo!

—¿Y cómo, decidme, cómo puedo hacerlo? —respondió Aubrey—. ¡Haría cualquier cosa por seros útil!

—Es bien poco lo que tengo que pediros —replicó Lord Ruthwen—. Mi vida declina rápidamente y ya no me queda tiempo para exponeros mi pensamiento; pero si quisierais ocultar todo cuanto sabéis de mí, mi honor quedaría al abrigo de cualquier sospecha mundana; y si mi muerte fuera ignorada durante algún tiempo en Inglaterra…

—¡La ocultaré! —dijo Aubrey.

—¿También mi vida? —exclamó Lord Ruthwen.

—Nada se sabrá de ella —añadió Aubrey.

—¡Juradlo, pues! —exclamó su amigo agonizante, irguiéndose con un último esfuerzo ávido de alegría—. Juradlo por todo aquello que vuestra alma es capaz de reverenciar o temer, jurad que durante un año y un día vos guardaréis un silencio inviolable sobre todo cuanto sabéis de mis crímenes y sobre mi muerte, delante de cualquier persona, sea quien fuere, y ante cualquier acontecimiento por maravilloso o sorprendente que pudiera aparecer a vuestros ojos. —Y pronunciando estas palabras sus ojos parecían salirse de sus órbitas.

—Lo juro —dijo Aubrey… Y Lord Ruthwen, dejándose caer sobre el lecho y convulsionado por una seca risa, exhaló su último suspiro.

Aubrey se retiró para descansar pero no pudo dormir. Las extraordinarias circunstancias que habían acompañado toda su relación con Lord Ruthwen se presentaban involuntariamente a su impresionada memoria; y, cuando recordó su juramento, un escalofrío lo recorrió de arriba abajo, como si presintiera que algo horroroso le aguardaba. Levantose temprano a la mañana siguiente y ya iba a entrar en busca del cadáver cuando se encontró con uno de los bandidos que le informó sobre la retirada del cuerpo: según promesa hecha a Lord Ruthwen antes de morir, y mientras Aubrey descansaba, lo habían transportado a la cima de un monte próximo a fin de recibir el primer rayo de luna que surgiese después de su muerte. Aubrey quedó estupefacto, pero se sobrepuso y, reuniendo varios hombres, se decidió a subir hasta el lugar indicado para enterrar el cuerpo; pero, no bien hubo alcanzado la cima de la montaña, advirtió con sorpresa que el cadáver había desaparecido, así como sus ropas, a pesar de los juramentos de los bandidos que aseguraban que era aquél el lugar donde lo habían depositado. Durante un rato se perdió en conjeturas acerca de tan extraño suceso; pero, finalmente, se convenció a sí mismo de que los ladrones habían enterrado el cuerpo por su cuenta para apoderarse de sus ropas.

Hastiado de un país donde había encontrado tan terribles catástrofes y donde todo parecía conspirar para incrementar aquella supersticiosa melancolía que había aturdido su espíritu, tomó la decisión de abandonar Grecia y pronto llegó a Esmirna. Allí, mientras esperaba el navío que debía llevarlo a Otranto o a Nápoles, se ocupó de la inspección de los diversos efectos que pertenecieran a Lord Ruthwen, ahora en su poder. Entre otras cosas vio un estuche que contenía varias armas ofensivas, todas ellas apropiadas para dar un rápido golpe de gracia sobre el pecho de las víctimas. Pudo observar algunas dagas; y, mientras las revolvía examinándolas, admirando sus curiosas formas, cuál no sería su sorpresa al encontrar una vaina adornada evidentemente con el mismo estilo que la daga que descubriera en la fatídica choza. Estremeciose ante este espectáculo y apresurándose a obtener nuevas pruebas que ratificaran la sospecha que ya nacía en su alma, buscó el arma y júzguese su horror cuando pudo comprobar que la daga, pese a su estrambótica forma, encajaba perfectamente en la vaina que sostenía entre las manos. Sus ojos no necesitaban más pruebas para confirmarle la terrible sospecha y parecían no poder separarse de aquel instrumento de muerte: sin embargo aún aspiraba a no creer en lo que tan evidente se ofrecía; pero aquella forma tan peculiar, aquella idéntica variedad de colores que ornaban mango y vaina de la daga y, más aún, algunas gotas de sangre adheridas a la hoja, no dejaban lugar a dudas. Aubrey partió de Esmirna y, al pasar por Roma, su primer acto fue obtener algún informe sobre la suerte de la muchacha que había estado a punto de caer bajo la seducción de Lord Ruthwen. Sus padres, dueños de una inmensa fortuna, habían caído ahora en extrema indigencia, y no sabían nada sobre el paradero de la hija después de la desaparición del amante. Su espíritu viose asaltado por el temor de que la joven romana hubiera sucumbido a manos del destructor de Ianthe.

Bajo los embates de tantos horrores el corazón de Aubrey se tambaleó. Se volvió hipocondríaco y silencioso: su único cuidado era acelerar la velocidad de los postillones, como si tratara de salvar la vida de algún ser querido. Pronto llegó a Calais; una rápida brisa, que parecía obedecer sus deseos, lo condujo rápidamente a la costa inglesa; se apresuró entonces a regresar a la antigua mansión de sus padres y allí pareció olvidar por algún tiempo, gracias a los amorosos cuidados de su hermana, el recuerdo del pasado: si antaño habíase ganado ella su afecto por sus gentiles caricias infantiles, ahora, cuando había cumplido los dieciocho años, sus maneras habían adquirido con la edad un matiz más dulce y atractivo.

Miss Aubrey no poseía esa gracia brillante que capta la admiración y el aplauso de un numeroso círculo. No tenía tampoco en su aspecto ese animado tinte que sólo existe en la atmósfera caldeada de los aposentos donde se apiña la gente. Sus grandes ojos azules no eran jamás visitados por esa despreocupada alegría que pertenece a la ligereza de espíritu; en cambio, había en su mirada un melancólico encanto que no parecía emanar del infortunio menos que de la esperanza en una vida futura, propia de un alma consciente de la existencia de comarcas más brillantes. No estaba dotada de ese paso ingrávido y etéreo propio de la mariposa o la flor en su suave palpitar. En definitiva, era sensata y reflexiva. En la soledad, sus rasgos jamás perdían esa seriedad que le era tan natural; pero cuando estaba junto a su hermano, mientras éste le expresaba su tierno afecto y se esforzaba por olvidar en su presencia esos pesares que ella sabía minaban su descanso, ¿quién desearía cambiar la sonrisa de agradecimiento de Miss Aubrey por la sonrisa de la voluptuosidad? Sus ojos, sus rasgos, respiraban entonces una celeste armonía con las dulces virtudes de su alma. Todavía no había realizado su entrada en el mundo, sus tutores habían preferido retardar ese acontecimiento hasta la vuelta del hermano, a fin de que éste pudiera servirle de protector. De modo que su introducción fue decidida para la próxima recepción quetendría lugar próximamente. Aubrey hubiera preferido no abandonar la mansión de sus antepasados para alimentar allí la melancolía que lo consumía sin cesar. No podía sentir interés alguno por las frivolidades de las elegantes desconocidas cuando su espíritu había sido tan duramente castigado por los acontecimientos de que fuera testigo y protagonista; pero decidió sacrificar su comodidad y sus gustos en beneficio de la protección debida a su hermana. Marcharon a Londres y se prepararon para la reunión que iba a tener lugar el día siguiente de su llegada. El gentío era prodigiosamente inmenso. Hacía tiempo que no se había celebrado ninguna reunión en la corte y allí estaban presentes todos cuantos se afanaban por obtener el favor de una sonrisa real. Mientras Aubrey se mantenía apartado, insensible a cuanto ocurría a su alrededor, y justamente cuando acaba de recordar que se trataba del mismo lugar en que conociera a Lord Ruthwen, se sintió repentinamente cogido del brazo, en tanto que una voz demasiado familiar deslizaba estas palabras en su oído:

—¡Recordad vuestro juramento!

Temblando ante la posibilidad de verse ante un espectro pronto a fulminarlo, apenas tuvo el valor suficiente para volverse y contemplar aquel mismo rostro que llamara su atención en otro tiempo, cuando tomara contacto por vez primera con esta sociedad. Lo contempló aterrorizado hasta que sus piernas se negaron a seguir sosteniéndole, obligándolo a buscar apoyo en el brazo de un cercano compañero, y, abriéndose paso por entre la multitud, se dejó caer en el interior de su coche. Ya en su casa, recorrió la habitación de un extremo a otro a grandes zancadas y se llevó las manos a la cabeza repetidas veces como si de esa manera la despojara de su capacidad de pensar. Lord Ruthwen aparecía de continuo ante sus ojos: las circunstancias se organizaban en su cerebro en un orden desesperante; la daga, el juramento… Avergonzado de sí mismo y de su credulidad intentó reanimar su abatido espíritu y persuadirse de la imposibilidad de lo que sus ojos habían visto: ¡salir un muerto de su tumba! Sólo su imaginación, indudablemente, era la responsable de haber evocado del sepulcro la imagen de un hombre que con pertinaz insistencia había ocupado su atención y su ánimo: al cabo, había terminado por convencerse de que el vano fantasma era realidad. Fuera como fuese, reanimado por estas reflexiones, decidió volver nuevamente a la vida de sociedad; pero, cuantas veces intentaba preguntar por Lord Ruthwen, tantas otras quedábase ese nombre congelado en sus labios, no pudiendo obtener así la menor información al respecto. Unas cuantas noches después asistió junto con su hermana a una brillante reunión que tenía lugar en casa de unos parientes próximos. La dejó bajo la protección de una dama de respetable edad, se retiró a un lugar apartado y allí se abandonó por entero al curso de sus pensamientos. Transcurrió un buen rato antes de advertir el gran número de gente que había abandonado el salón; abandonó su rincón con reticencia y al entrar en la pieza vecina contempló a su hermana rodeada de algunas personas, con las que parecía sostener una animada conversación; esforzábase por abrirse camino hasta ella cuando un hombre, al que pidió permiso para pasar, se volvió hacia el joven y le reveló sus temidas facciones. Enloquecido por esta fatal visión se precipitó hacia su hermana, la tomó de la mano y, a pasos precipitados, la llevó hasta la calle. En el umbral de la mansión viose detenido algunos instantes por la multitud de criados que esperaban a sus amos; y, mientras atravesaba sus filas, resonó en sus oídos la voz excesivamente conocida que derramaba las terribles palabras:

—¡Recordad vuestro juramento!

Aterrorizado, no se atrevió a volver la cabeza; acelerando la marcha, alcanzaron su coche y pronto llegaron a casa.

La desesperación de Aubrey alcanzaba ahora los límites de la locura. Si ya con anterioridad su espíritu habíase mantenido absorto en la contemplación de un tema sin variantes, la certeza de que el monstruo seguía vivo lo golpeaba ahora sin descanso. Dejó de atender a las solícitas caricias de su hermana, que en vano le preguntaba por la causa del cambio que tan súbitamente habíase operado en él. No le respondía más que con algunas razones secundarias, suficientes sin embargo para llenar de inquietud el corazón de la muchacha. Cuanto más reflexionaba Aubrey sobre tan oscuro misterio, más preso se sentía entre los recodos de un intrincado laberinto. El pensamiento de su promesa le provocaba escalofríos. ¿Qué debía hacer? ¿Iba a permitir a este monstruo que rondara, trayendo la ruina con su aliento, a cuantas personas le eran queridas, sin impedir con sus palabras el proceso tal vez iniciado ya? ¡Su misma hermana podía ser tocada por él! Y si, rompiendo su juramento, descubriera las verdaderas razones de su temor, ¿quién le creería? A menudo pensaba en usar su propio brazo para librar al mundo de sujeto tan malvado: pero el hecho de que se tratara de un ser que había triunfado sobre la muerte acababa deteniéndolo. Durante muchos días permaneció en el mismo lamentable estado: encerrado en su habitación, no quería ver a nadie ni tomar alimento alguno hasta que su hermana, los ojos llenos de lágrimas, venía a rogarle que cuidara de su vida al menos por amor de ella. Por último, incapaz de soportar la soledad por más tiempo, abandonó la casa y se dedicó a recorrer las calles como si huyera de la imagen que lo perseguía obstinadamente. Con las ropas descuidadas, erraba de esta manera lo mismo bajo el fuego ardiente del sol del mediodía que a merced del helado rocío de la noche. Se volvió irreconocible; al principio regresaba a casa para dormir un rato; pero pronto dejó de hacerlo, echándose en cualquier sitio que encontrara cuando el abatimiento lo forzaba al descanso. La hermana, inquieta por los peligros que pudiera correr, quiso hacer que lo siguieran; pero Aubrey lograba siempre despistar a los encargados de su persecución y escapaba de ellos con la velocidad de una esperanza que desaparece. Sin embargo, su conducta experimentó un súbito cambio. Detenido por la insoportable idea de que su ausencia dejaba a sus seres queridos a merced de un monstruo cuya existencia ignoraban, decidió volver a la vida mundana para observarlo y advertir, pese a su juramento, a cualquier persona sobre la que Lord Ruthwen pudiera dirigir sus poderes. Pero cuando Aubrey entraba en un salón, su mirada de recelo era tan evidente, tan obvios sus involuntarios estremecimientos, que su hermana, a fin de evitarle la contemplación de un mundo que tanto lo afectaba, le rogó se abstuviera de sus visitas, aunque sólo fuera por condescendencia hacia ella. Cuando sus tutores advirtieron que los ruegos de la hermana caían en saco roto, juzgaron oportuno hacer intervenir su autoridad; temerosos de que Aubrey se encontrara al borde de alguna dolencia mental, decidieron que había llegado la ocasión de aceptar la responsabilidad delegada en ellos por sus padres.

Deseosos de librarle de los padecimientos que había encontrado diariamente en sus vagabundeos y para ocultar a los ojos del mundo lo que ellos consideraban síntomas de locura, contrataron a un médico para que residiera en la casa y se cuidara de él constantemente. Aubrey casi ni se enteró de todas estas medidas tomadas a sus espaldas: de tal manera se encontraba encerrado en sus propias reflexiones. Enclaustrado en su habitación, pasaba días enteros en un estado de mudo estupor del que nada lograba sacarlo. Había adquirido un aspecto pálido y demacrado; sus ojos ya sólo tenían una vidriosa y fija mirada: el único signo de afecto y recuerdo de que era capaz surgía ante la presencia de Miss Aubrey; entonces se estremecía de espanto y, tomando las manos de su hermana con una expresión que llenaba de dolor su corazón, le dirigía estas palabras sin dilación:

—¡Oh, no lo toquéis! ¡Si alguna piedad, si alguna amistad sentís por mí, no os acerquéis a él!

Y, sin embargo, cuando ella le suplicaba que le aclarase al menos de qué estaba hablando, la única respuesta era:

—¡Es demasiado cierto! ¡Es demasiado cierto! —Y regresaba al hermetismo del que nadie era capaz de sacarlo.

Este estado tan penoso había durado varios meses; no obstante, mientras el ciclo del año fatal llegaba a su término, la incoherencia de su comportamiento volvíase menos alarmante; su espíritu parecía volver a una disposición menos sombría y sus tutores observaron que varias veces al día hacía cálculos con los dedos, en tanto una sonrisa de satisfacción se extendía por sus labios.

El año había casi transcurrido cuando, el último día, uno de sus tutores, entrando en su habitación, conversó con el médico sobre el triste estado de la salud de Aubrey, observando lo deplorable del caso precisamente porque la hermana iba a contraer matrimonio al día siguiente. Estas palabras bastaron para despertar la atención de Aubrey, que preguntó con presteza:

—¿Con quién?

Su tutor, maravillado por esta muestra de retorno a la lucidez, que ya creía desaparecida para siempre, le respondió:

—Con el conde Marsden.

Pensando que se trataba de algún joven noble que conociera en los salones, al que su distraído espíritu hubiera borrado de la memoria, Aubrey mostrose satisfecho y sorprendió nuevamente a su tutor manifestando que deseaba asistir a la boda de su hermana y que quería verla antes de que tuviera lugar. Por toda respuesta, la hermana apareció frente a él algunos minutos más tarde; parecía que otra vez era sensible a su amable sonrisa; la estrechó contra su corazón y oprimió sus labios contra sus mejillas húmedas por el llanto de felicidad que le causaba la idea de que su hermano hubiera recuperado todo su afecto por ella. Le habló con calor y la felicitó efusivamente por su unión con un personaje de cuna tan distinguida; esto le decía cuando, repentinamente, descubrió un medallón sobre el pecho de su hermana: al abrirlo, ¡cuál no sería su horrible sorpresa al descubrir los rasgos del monstruo que después de tanto tiempo había conseguido tal influencia sobre su existencia! Arrancó el retrato en un acceso de rabia y lo pisoteó; y, cuando su hermana le preguntó por qué quería destruir la imagen del hombre con el que iba a casarse, él la miró de un modo espantoso como si no entendiera la pregunta; luego, cogiéndole las manos y lanzándole una mirada desesperada y frenética, le suplicó que le prometiera, bajo juramento, que jamás se desposaría con semejante monstruo; pues él… Pero, en aquel momento, algo vino a interrumpirlo: pareciole que la voz fatal le recordaba de nuevo su juramento. Volviose bruscamente, creyendo que Lord Ruthwen se encontraba allí; pero no vio a nadie. Sin embargo, los tutores y el médico, que habían escuchado todo lo ocurrido, imaginando que su espíritu había caído en los desórdenes habituales, entraron de repente y, apartándolo de su hermana, rogaron a ésta que abandonara la estancia. Aubrey cayó de rodillas e imploró que demorasen la ceremonia, aunque sólo fuese un día. Pero ellos, suponiendo que no se trataba sino de un acceso de locura, se esforzaron por tranquilizarlo y acabaron por retirarse.

Lord Ruthwen, al día siguiente de la reunión en la corte, habíase presentado en casa de Aubrey; pero sus puertas, como todas las demás, estaban cerradas para él. Al conocer las noticias sobre la enfermedad del joven, supo que él era el causante; pero cuando, concretando, se enteró de que la enfermedad pasaba por locura, a duras penas logró contener su alegría ante las personas que le proporcionaron la información. Mediante su asiduidad y fingiendo gran afecto por el muchacho, logró introducirse en la intimidad de Miss Aubrey; y la cortejó de tal manera, y con tales términos deploraba el estado de su hermano, que no tardó en rendirle su corazón. ¿Quién, realmente, habría podido resistirse a sus poderes de seducción? Su lengua lisonjera tenía tantas aventuras y peligros que contar, era tan capaz de hablar de sí mismo, con innumerables ardides y razones, como de un ser totalmente diferente del resto de los mortales, incapaz de sentir simpatía alguna que no fuera la que a ella dedicaba, tenía tantos motivos plausibles para garantizar que no la sentía más que después de haber saboreado los placeres de su voz encantadora, única razón de hacerle perder la insensibilidad que acompañara su existencia hasta entonces, en una palabra, sabía tan a la perfección usar las arteras formas del elogio que acabó conquistando toda su dulzura. Por ese tiempo, la extinción de una rama de su árbol genealógico le transmitió el título de conde de Marsden; y desde que su unión con Miss Aubrey había sido convenida, comenzó a pretextar multitud de asuntos que reclamaban su presencia en el continente con objeto de acelerar la ceremonia, a pesar del estado afligido del hermano, concertándose finalmente que la partida tendría lugar el mismo día de la boda. Aubrey, abandonado a sí mismo por médico y tutores, intentó corromper a los criados con sobornos, aunque en vano; no obteniendo el menor favor que facilitara su fuga, pidió papel y pluma y escribió a su hermana, conjurándola, en consideración a su propia felicidad, su honor y la memoria de los padres que descansaban en la tumba, a diferir solamente por unas horas un enlace que acarrearía inevitablemente numerosas desgracias, a cual más lamentable. Los criados le prometieron entregar la carta a su hermana; pero la llevaron al médico, quien no juzgó conveniente seguir apenándola con lo que consideraba simples actos de demencia.

La noche transcurrió con los preparativos de la ceremonia que iba a celebrarse al día siguiente. Aubrey lo oía todo con un horror más fácil de imaginar que de relatar. Demasiado pronto llegó la mañana fatal y ya los ruidos de los numerosos equipajes atormentaban los oídos de Aubrey. Deliraba de rabia. Felizmente, la curiosidad de los criados encargados de su custodia venció sobre el celo en el cumplimiento del deber y, uno tras otro, fueron retirándose dejándole solamente con la sola compañía de una mujer anciana y sin fuerzas. Aprovechó la ocasión con presteza y de un salto abandonó la habitación; en un momento estuvo en el salón donde todo el mundo se encontraba reunido. Lord Ruthwen fue el primero en darse cuenta de su aparición. Inmediatamente se lanzó contra él y, cogiéndole fuertemente el brazo, lo sacó de la habitación sin que, lleno de rabia, pudiera proferir una palabra. En la escalera, Lord Ruthwen le murmuró al oído:

—Recordad vuestro juramento y considerad que, si vuestra hermana no se desposa hoy conmigo, quedará deshonrada; la virtud de las mujeres es frágil…

Luego, lo arrojó violentamente a los brazos de los criados encargados de su vigilancia que, advertidos de su desaparición, habíanse lanzado en su seguimiento.

Aubrey no se hallaba en estado de sostenerse sobre sus propias piernas y, en un esfuerzo sobrehumano por expresar su desesperación, estalló un vaso sanguíneo de su garganta; bañado en sangre fue conducido al lecho.

No hicieron saber lo ocurrido a su hermana que, desgraciadamente, se encontraba fuera del salón. La ceremonia se llevó a cabo y los esposos partieron en seguida de Londres.

El estado de debilidad de Aubrey fue en aumento; la gran cantidad de sangre perdida sólo arrojaba indicios de una muerte segura. Hizo llamar a sus tutores y cuando pudo articular la voz ahogada por la rabia, contó con la mayor calma que pudo reunir todo cuanto el lector acaba de leer, expirando a continuación.

Los tutores salieron en pos de Miss Aubrey, pero ya era demasiado tarde: Lord Ruthwen había desaparecido y la sangre de su infortunada compañera había aplacado la sed de un vampiro.


FIN

  • Autor: John William Polidori

  • Título: El vampiro

  • Título Original: The Vampyre: A Tale

  • Publicado en: The New Monthly Magazine, abril de 1819

  • Traducción: Antonio-Prometeo Moya – Ramón Hervás

 
 
 

Actualizado: 24 may

Eleonora

Edgar Allan Poe


Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».

Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en mi existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del primer período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.

La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos recuerdos, era la única hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No había sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de millones de flores fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del valle, yo, mi prima y su madre.

Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de nuestro circundado dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de Silencio», porque parecía haber una influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su lecho y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en lo hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando gloriosamente para siempre.

Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde las márgenes descendiendo a las profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la superficie entera del valle, desde el río hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos alfombrados por una hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas voces, del amor y la gloria de Dios.

Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graciosamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas, retozando con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su soberano, el Sol.

Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes de que el amor entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras palabras fueron temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías por las cuales también era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en los árboles donde nunca se vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo toda su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica casa-prisión de grandeza y de gloria.

La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e inocente, como la breve vida que había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor que animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se habían producido en los últimos tiempos.

Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe sufrir el hombre, en adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas nuestras conversaciones, así como en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de la frase.

Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido creada perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices lugares, transfiriendo el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora y juré, ante ella y ante el cielo, que nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé al poderoso amo del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa, implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras, y suspiró como si le hubieran quitado del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero aceptó el juramento (pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de las almas en el Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos vesperales, o colmando el aire que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas palabras en sus labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía.

Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del Tiempo formó la muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi existencia, siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya no desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía, más suave que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco a poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se levantó y, abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones del Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba Irisada.

Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de los incensarios angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas solitarias, cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez —¡ah, pero sólo una vez!— me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre los míos.

Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta derramarse. Al fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.

*

Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para borrar del recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza de la mujer extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones de la presencia de Eleonora todavía me llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron estas manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los abrasadores pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella ante cuya belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una lucha, con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi pasión por la jovencita del valle, en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración con que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.

Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir:

«¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos a Eleonora».


FIN


  • Autor: Edgar Allan Poe

  • Título: Eleonora

  • Título Original: Eleonora

  • Publicado en: The Gift for 1842, octubre de 1841

  • Traducción: Julio Cortázar


 
 
 
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