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Lecturas

Actualizado: 24 may


Blancanieves

Recopilado por:

Jacob & Wilhelm Grimm



Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: «¡Ah, si pudiese tener una hija que fuese blanca como nieve, roja como sangre y negra como el ébano de esta ventana!».

No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.

Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura.

Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba:

«Espejito en la pared, dime una cosa:¿quién es de este país la más hermosa?»

Y el espejo le contestaba invariablemente:

«Señora Reina, vos sois la más hermosa en todo el país.»

La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad.

Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día.

Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día, y mucho más que la misma Reina.

Al preguntar ésta un día al espejo:

«Espejito en la pared, dime una cosa:¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondió el espejo:

«Señora Reina, vos sois como una estrella,pero Blancanieves es mil veces más bella.»

Espantóse la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía revolvérsele el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo de día ni de noche.

Finalmente, llamó un día a un montero y le dijo:

—Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.

Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, echóse ésta a llorar:

—¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! —suplicaba—. Me quedaré en el bosque y jamás volveré a palacio.

Y era tan hermosa que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:

—¡Márchate, pues, pobrecilla! —y pensó: «No tardarán las fieras en devorarte». Y, sin embargo, parecióle como si se le quitase una piedra del corazón al no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un jabatillo, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.

La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.

Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo.

Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared veíanse siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.

Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquitín de legumbres y un bocadito de pan de cada platito, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, encomendóse a Dios y quedó dormida.

Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado en ella, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.

Dijo el primero:

—¿Quién se sentó en mi sillita?

El segundo:

—¿Quién ha comido de mi platito?

El tercero:

—¿Quién ha cortado un poco de mi pan?

El cuarto:

—¿Quién ha comido de mi verdurita?

El quinto:

—¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?

El sexto:

—¿Quién ha cortado con mi cuchillito?

Y el séptimo:

—¿Quién ha bebido de mi vasito?

Luego el primero, dándose una vuelta por la habitación y viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:

—¿Quién se ha subido en mi camita?

Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:

—¡Alguien estuvo echado en la mía!

Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.

—¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! —decían—. ¡Qué criatura más hermosa!

Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita.

El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche.

Al clarear el día despertóse Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Blancanieves —respondió ella.

—¿Y cómo llegaste a nuestra casa? —siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día hasta que, al atardecer, encontró la casita.

Dijeron los enanos:

—¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.

—¡Sí! —exclamó Blancanieves—. Con mucho gusto.

Y se quedó con ellos.

A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar por la tarde, encontraban la comida preparada.

Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:

—Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!

La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza.

Acercóse un día al espejo y le preguntó:

«Espejito en la pared, dime una cosa:¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondió el espejo:

«Señora Reina, vos sois aquí como una estrella;pero mora en la montaña, con los enanitos,Blancanieves, que es mil veces más bella.»

Sobresaltóse la Reina, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaba reposar. Finalmente, ideó un medio. Tiznóse la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida. Así disfrazada, dirigióse a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:

—¡Vendo cosas buenas y bonitas!

Asomóse Blancanieves a la ventana y le dijo:

—¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traéis para vender?

—Cosas finas, cosas finas —respondió la Reina—. Lazos de todos los colores —y sacó uno trenzado, de seda multicolor.

«Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer», pensó Blancanieves. Y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.

—¡Qué linda eres, niña! —exclamó la vieja—. Ven, que yo misma te pondré el lazo.

Blancanieves, sin sospechar nada, púsose delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.

—¡Ahora ya no eres la más hermosa! —dijo la madrastra, y se alejó precipitadamente.

Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imaginad su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:

—La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie mientras nosotros estemos ausentes.

La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

«Espejito en la pared, dime una cosa:¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondió el espejo, como la vez anterior:

«Señora Reina, vos sois aquí como una estrella;pero mora en la montaña, con los enanitos,Blancanieves, que es mil veces más bella.»

Al oírlo, del despecho toda la sangre le afluyó al corazón, pues vio que Blancanieves continuaba viviendo. «Esta vez —se dijo— idearé una treta de la que no te escaparás». Y, valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos.

—¡Buena mercancía para vender! —gritó.

Blancanieves, asomándose a la ventana, díjole:

—Seguid vuestro camino, que no puedo abrir a nadie.

—¡Al menos podrás mirar lo que traigo! —dijo la vieja, y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Gustóle tanto el peine a la niña, que olvidándose de todas las advertencias abrió la puerta.

Cuando se hubieron puesto de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:

—Ven que te peine como Dios manda.

La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.

—¡Dechado de belleza —exclamó la malvada bruja—, ahora sí que estás lista! —y se marchó.

Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, en seguida sospecharon de la madrastra. Y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Quitáronselo y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.

La Reina, de nuevo en palacio, fue directamente a su espejo:

«Espejito en la pared, dime una cosa:¿quién es de este país la más hermosa?»

Y, como las veces anteriores, respondió el espejo:

«Señora Reina, vos sois aquí como una estrella;pero mora en la montaña, con los enanitos,Blancanieves, que es mil veces más bella.»

Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.

—¡Blancanieves morirá —gritó—, aunque me haya de costar a mí la vida!

Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana, pintóse nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos.

Llamó a la puerta, Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:

—No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

—Como quieras —respondió la campesina—. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.

—No —contestó la niña—, no puedo aceptar nada.

—¿Temes acaso que te envenene? —dijo la vieja—. Fíjate —cortó la manzana en dos mitades—: tú te comes la parte roja, y yo, la blanca.

La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, no pudo ya resistir. Alargó la mano y cogió la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo muerta. Contemplóla la Reina con una mirada de rencor y, echándose a reír, dijo:

—¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.

Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:

«Espejito en la pared, dime una cosa:¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondióle el espejo, al fin:

«Señora Reina, vos sois la más hermosa en todo el país.»

Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pueda aquietarse.

Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:

—No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra —y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: «Princesa Blancanieves». Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí haciéndole vela. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves; primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.

Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano.

Sucedió, empero, que un príncipe que se había metido en el bosque, se dirigió a la casa de los enanitos para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro.

Dijo entonces a los enanos:

—Dadme el ataúd, os pagaré por él lo que me pidáis.

Pero los enanos contestaron:

—Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.

—En tal caso, regaládmelo —propuso el príncipe—, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.

Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó del cuello de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.

Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

—¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?

Y el príncipe le respondió, loco de alegría:

—Estás conmigo —y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo—. Te quiero más que a nadie en el mundo. Vente al castillo de mi padre y serás mi esposa.

Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde en seguida se dispuso la boda que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.

A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:

«Espejito en la pared, dime una cosa:¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondió el espejo:

«Señora Reina, vos sois como una estrella,pero la reina joven es mil veces más bella.»

La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda, pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Cogiéndolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.

FIN



  • Autor: Jacob & Wilhelm Grimm

  • Título: Blancanieves

  • Título Original: Schneewittchen

  • Publicado en: Kinder und Hausmärchen (1812)

  • Traducción: Francisco Payarols Casas

 
 
 

Actualizado: 24 may


Se llamaba Hetty, y nació con el siglo XX. Tenía setenta años cuando murió de frío y malnutrición. Había estado sola mucho tiempo, ya que su marido había muerto de pulmonía un crudo invierno poco después de la Segunda Guerra Mundial. No era más que un hombre de mediana edad. Ahora sus cuatro hijos habían alcanzado la mediana edad, y tenían hijos mayores. De estos descendientes, una hija le enviaba felicitaciones de Navidad pero, por lo demás, para ellos no existía. Pues todos eran gente respetable, con sus hogares y buenos trabajos y coches. Y Hetty no era respetable. Siempre había sido un poco rara, eso decía la gente, si es que la mencionaban.

Cuando vivía Fred Pennefather, su marido, y los niños eran pequeños, vivían muy apretados e incómodos en un piso de protección oficial en esa zona de Londres que es como un estuario inundado por mareas de gente: estaban a menos de un kilómetro de las grandes estaciones de Euston, Saint Pancras y King’s Cross. Los bloques de pisos eran pioneros en la zona; se alzaban lúgubres, grises y espantosos entre explanadas de casas pequeñas y jardines que no tardarían en demoler para sustituirlos por más bloques altos y grises. Los Pennefather eran buenos inquilinos que pagaban el alquiler y no tenían deudas. Él era obrero de la construcción, «contratado», y se enorgullecía de ello. Nada vaticinaba por aquel entonces que Hetty se apartaría de la normalidad, salvo que a menudo bajaba a los andenes y se pasaba una hora ante las locomotoras que llegaban y partían. Le gustaba el olor que desprendían, eso decía. Le gustaba ver a la gente de aquí para allá, mientras «iban y venían de todos esos lugares del extranjero». Se refería a Escocia, Irlanda, el norte de Inglaterra. Esas visitas al bullicio, el humo, los torbellinos de gente, eran una droga para ella, como pueden serlo la bebida o el juego para otros. Su marido se burlaba de Hetty, la llamaba gitana. En realidad era medio gitana, pues su madre lo era, aunque había elegido abandonar a su gente y casarse con un hombre que vivía en una casa. A Fred Pennefather le gustaba su esposa porque era diferente del resto de las mujeres que conocía, y se había casado con ella por eso; pero los hijos temían que su sangre gitana se revelase en algo más grave que los merodeos por las estaciones de ferrocarril. Era una mujer alta, con una lustrosa y abundante cabellera negra, una piel que se bronceaba con facilidad y profundos ojos negros. Vestía colores luminosos, y disfrutaba de los arrebatos de furia y las reconciliaciones repentinas. En sus mejores años, llamaba la atención, era orgullosa y guapa. Todo esto hacía inevitable que la gente de la zona se refiriera a ella como «esa mujer gitana». Cuando lo oía, contestaba a gritos que no por ello era peor.

Después de que su marido falleciera y sus hijos se casasen y se fueran, el ayuntamiento la trasladó a un piso pequeño del mismo edificio. Consiguió un trabajo en una tienda del barrio, pero le pareció aburrido. Por lo visto existen ocupaciones propias de las mujeres de mediana edad que viven solas y ya han dejado atrás la época más atareada y responsable de sus vidas. La bebida. El juego. Otro marido. Una o dos aventuras tristes. Más o menos eso. Hetty pasó un período en que, por decirlo así, probó todo eso, como si se tratara de un pasatiempo, pero se aburrió. A la vez que ganaba un pequeño sueldo de dependienta, emprendió un negocio de compra y venta de ropa de segunda mano. No tenía un local sino que compraba o pedía la ropa a los vecinos, y la vendía a los puestos de la calle o a las tiendas de segunda mano. Le encantaba. Era su pasión. Dejó su respetable trabajo y se olvidó por completo de su amor por los trenes y los viajeros. Su habitación siempre estaba repleta de retazos relucientes de ropa, un vestido con un corte que le gustaba y no quería vender, tiras de abalorios, pieles viejas, bordados, encajes. Había algunos vendedores callejeros entre la gente de los pisos, pero algo en el modo de proceder de Hetty hizo que perdiera su amistad. Los vecinos de hacía veinte o treinta años decían que se había vuelto loca y actuaban como si no la conocieran. Pero a ella no le importaba. Se lo pasaba en grande, sobre todo cuando deambulaba por las calles con su viejo cochecito donde metía todo lo que iba comprando o vendiendo. Le gustaba chismorrear, regatear, engatusar a los clientes. Esto último —y lo tenía muy claro, por supuesto— era lo que le reprochaban. Ese fue el origen de los males. Eso era mendigar. La gente decente no pide. Ella no era decente.

Como en su minúsculo piso estaba sola, pasaba en él el menor tiempo posible; prefería las animadas calles. Pero no le quedaba más remedio que pasar algunos ratos en su habitación, y un día vio un gatito perdido y asustado en una esquina mugrienta y se lo llevó a casa. Vivía en el quinto piso. Mientras el animalito se iba convirtiendo en un gato grande y fuerte, se paseaba entre el conglomerado de escaleras y ascensores y las decenas de apartamentos como si el edificio fuera una ciudad. Las autoridades no perseguían activamente a los animales domésticos, que estaban prohibidos pero se toleraban. La vida de Hetty se hizo más sociable con la llegada del gato, ya que el animal estaba siempre haciendo amigos en ese acantilado que era el bloque de pisos del otro lado del patio, o porque no regresaba a casa por la noche y ella salía a buscarlo y llamaba a las distintas puertas a preguntar por él, o volvía a casa cojeando tras recibir una patada o sangrando después de tener una pelea con los de su género. Armaba una escena con los que le daban patadas o con los dueños de los gatos enemigos, hablaba del gato con otros amantes de los gatos y siempre estaba vendando y cuidando al pobre Tibby. El gato no tardó en convertirse en un guerrero cubierto de cicatrices y pulgas, con una oreja rasgada y un aspecto lastimoso. Era un gato de varios colores, de ojos pequeños y amarillos. Distaba mucho de contarse entre los gatos de pedigrí de tonos delicados y silueta elegante. Pero era independiente, y a menudo cazaba palomas, cuando ya no podía aguantar más la comida de lata o el pan y la salsa de carne con que lo alimentaba Hetty, y ronroneaba y se acurrucaba cuando ella lo estrechaba contra su pecho en los momentos en que la embargaba la soledad. Esto sucedía cada vez menos. Cuando comprendió que sus hijos solo deseaban que los dejara en paz porque se avergonzaban de la vendedora de trapos, lo aceptó, y solo en épocas como la Navidad se adueñaba de ella una amargura que siempre iba acompañada de mal humor. Entonces cantaba o le gritaba al gato: «Tú, mala bestia, gato asqueroso, nadie te quiere, ¿verdad Tibby?, no, eres un pobre gato callejero, un pobre gato ladrón, eh, Tibs, Tibs, Tibs».

El edificio estaba lleno de gatos. Incluso había un par de perros. Se pasaban el día peleándose en los pasillos de cemento gris. A veces había reyertas entre perros y gatos y era necesario que alguien los separara, y que podían durar días y semanas, como si fueran parte de las guerras y riñas de los vecinos. Había muchas quejas. Por fin, llegó un funcionario municipal para anunciar que harían cumplir la norma que prohibía tener animales. Hetty, como el resto, debería sacrificar a su gato. Esta crisis coincidió con una época de mala suerte para ella. Había tenido la gripe; no había podido ganar dinero; le costaba salir para ir a buscar su pensión; se endeudó. Debía varios meses de alquiler. Un televisor que había alquilado y que no pagaba suscitó varias visitas de los representantes de la empresa. Los vecinos murmuraban que Hetty se había vuelto «una salvaje». Lo decían porque el gato había arrastrado por la escalera y los pasillos a una paloma que había cazado, y el camino había quedado lleno de sangre y plumas. Una mujer fue a quejarse y encontró a Hetty desplumando al pájaro para guisarlo, como ya lo había hecho con otros, y compartir la comida con Tibby.

«Eres un cochino —le decía cuando le servía el cocido en el plato para que se enfriara—. Un verdadero cochino. Mira que comerte esa paloma sucia. ¿Qué te crees que eres, un gato salvaje? Los gatos decentes no comen pájaros sucios. Las gitanas son las únicas que comen aves silvestres.»

Una noche suplicó a un vecino que tenía coche que la ayudara, y se metió dentro del vehículo con el televisor, el gato, los fardos de ropa y el cochecito. La condujo a través de Londres hasta una habitación en una calle de un barrio periférico que estaba pendiente de rehabilitación. El vecino hizo un segundo viaje para llevarle la cama y el colchón, que ató a la baca del coche, una cómoda, un baúl viejo y unas ollas. Así fue como abandonó la calle en la que había vivido durante treinta años, casi la mitad de su vida.

Se volvió a instalar en una única habitación. Tenía miedo de acercarse a «ellos» para recuperar su derecho a la pensión y su identidad, por los alquileres atrasados que debía y por la televisión robada. Reemprendió su actividad comercial, y la pequeña habitación no tardó en llenarse, como la anterior, de un arcoíris de colores y texturas y encajes y lentejuelas. Cocinaba en un hornillo con un solo fuego y hacía la colada en el fregadero. No tenía agua caliente a no ser que la hirviera en una olla. En la casa, que habían declarado en ruinas, vivían varias ancianas y una familia con cinco hijos.

Ella estaba en la parte trasera de la planta baja. Tenía una ventana que daba a un jardín abandonado, y su gato era feliz en aquel cazadero que se extendía más de un kilómetro alrededor de la casa donde su dueña vivía tan estupendamente. Cerca de allí corría un canal, y entre las sucias aguas urbanas había islas a las que un gato podía acceder saltando de un barco a otro. En las islas había ratas y pájaros. Las aceras estaban repletas de rechonchas palomas londinenses. El gato era un astuto cazador. No tardó en ocupar un lugar en la jerarquía de la población gatuna del lugar y no tuvo que luchar demasiado por mantenerlo. Era un gato fuerte, que había engendrado muchas camadas de gatitos.

Hetty y él pasaron allí cinco años felices. El negocio iba bien, porque cerca había gente rica que se desprendía de aquello que los pobres solo podían comprar a un precio barato. No se sentía sola porque trabó una relación de amistad, repleta de riñas pero gratificante, con una mujer que vivía en el último piso, una viuda como ella que tampoco veía a sus hijos. Hetty era dura con los cinco niños, se quejaba del ruido y el desorden pero les dejaba caer alguna moneda y caramelos después de decirle a su madre que era «una tonta por molestarse por ellos, porque no lo iban a saber apreciar». Vivía bien a pesar de que no recibía la pensión. Vendió el televisor y se pagó, junto a su amiga del último piso, un par de excursiones a la costa, y se compró una pequeña radio. Nunca leía libros ni revistas. La verdad era que no sabía leer ni escribir, o tan mal que no le resultaba nada agradable. Su gato no le daba más que alegrías y no le costaba nada; se alimentaba solo y seguía llevándole palomas para que las cocinara, y a cambio le pedía leche.

«Glotón, eres un glotón, no te creas que no lo sé, oh, sí, claro que lo sé, te vas a poner enfermo si comes todas esas palomas, ¿cuántas veces tengo que repetírtelo?»

Por fin empezaron las obras de la calle. Iba a dejar de ser un barrio periférico monótono y vergonzoso, pues la gente de clase media estaba comprando las casas. Aunque esto significaba que conseguiría más ropa de abrigo para su negocio —o que la pediría, porque todavía era incapaz de resistirse a la tentación de recibir algo a cambio de nada gracias a sus palabras lastimeras e ingeniosas y el destello que aún desprendían sus bonitos ojos—, Hetty era consciente, como el resto de los vecinos, de que no tardarían en comprar aquella casa, con su batallón de pobres, para arreglarla.

La misma semana en que Hetty cumplía setenta años recibieron la noticia que anunciaba el final de aquella pequeña comunidad. Tenían cuatro semanas para encontrar otro lugar donde vivir.

Teniendo en cuenta la escasez de vivienda que hay en Londres —y en cualquier rincón del mundo, claro está—, lo normal habría sido que esta gente se hubiera visto obligada a dispersarse, a arreglárselas cada uno por su cuenta. Pero el destino de esta calle ocupaba la atención pública porque se acercaban las elecciones municipales. La falta de hogar entre los pobres se estaba focalizando en esa calle, que era un símbolo perfecto de toda la zona, y en realidad de toda la ciudad, en la que la mitad de las casas eran cómodas, remodeladas, elegantes, y habitadas por gente que gastaba un montón de dinero, y la otra mitad eran casas desahuciadas habitadas por personas como Hetty.

Gracias a los discursos de concejales y sacerdotes, las autoridades se vieron incapaces de ignorar a las víctimas de estas reformas. La gente de la casa donde estaba Hetty recibió la visita de un equipo formado por un funcionario de la oficina de empleo, un trabajador social y un funcionario de la vivienda. Hetty, una mujer mayor adusta y fuerte que llevaba un traje de lana rojo que había encontrado aquella semana entre la ropa que habían tirado, con una funda de tetera en la cabeza y unas botas eduardianas que arrastraba porque le iban grandes, los invitó a entrar en su habitación. Y aunque todos estaban muy acostumbrados a la pobreza extrema, ninguno de ellos quiso pasar, sino que se quedaron en el umbral de la puerta y le hicieron la siguiente oferta: la ayudarían a que cobrara su pensión —¿por qué no la había reclamado hacía tiempo?— y junto con las otras cuatro ancianas de la casa, tendrían que trasladarse a una residencia municipal en un barrio del norte, a las afueras. Todas esas mujeres estaban acostumbradas a la ciudad y disfrutaban de su animación y, ya que no tenían más alternativa que aceptar, se sumieron en un estado triste y huraño. Hetty también aceptó. Los dos últimos inviernos le habían dolido mucho los huesos, y siempre la rondaba la tos. Y aunque quizá ella tuviera un espíritu incluso más urbano que las otras, puesto que se paseaba arriba y abajo por las calles con su viejo cochecito cargado de trapos y encajes, y conocía muy bien la textura y el sabor de Londres, la idea de una nueva casa «entre verdes campos» no la sedujo como a las otras. En realidad no había campos cerca del hogar prometido, pero por alguna razón todas las ancianas habían decidido aferrarse a esa vieja canción, como si encajara con su situación, unas mujeres ancianas que ya no están muy lejos de la muerte. «Será agradable regresar de nuevo cerca de los verdes campos», se decían las unas a las otras delante de una taza de té.

El funcionario de la vivienda fue para acabar de ultimar los planes. Hetty Pennefather debía trasladarse con las otras en dos semanas. El joven, sentado bien al borde de la única silla que había en la atestada habitación, porque estaba grasienta y sospechaba que tenía pulgas o algo peor, respiraba con la mayor ligereza posible por el espantoso hedor; había un lavabo en la casa, pero llevaba tres días estropeado, y se encontraba justo al otro lado de la delgada pared. La casa entera apestaba.

El joven, que conocía muy bien el alcance de la miseria debido a la escasez de viviendas, y que sabía cuántos ancianos abandonados por sus hijos no recibían la oferta de las autoridades para pasar a su amparo sus últimos días, no podía evitar pensar que esta desgracia de mujer debía sentirse afortunada de tener una plaza en la residencia, aunque era una institución —y él lo sabía y lo lamentaba— en la que trataban a los viejos como si fueran niños traviesos y tontos hasta que tenían la suerte morir.

Pero justo cuando le estaba contando a Hetty que mandarían una furgoneta para que recogiera sus pertenencias y las de las otras cuatro ancianas, y que no necesitaba llevarse nada más que su ropa y «quizá unas pocas fotografías», vio que lo que había tomado por un montón de trapos de varios colores se levantaba y apoyaba sus sucias garras negras y rojizas sobre la falda de la mujer, que ese día era una cortina de cretona estampada con rosas rojas y rosas en la que Hetty se había envuelto porque le gustaba el dibujo.

—No puede llevarse el gato con usted —dijo de un modo automático. Era algo que debía advertir a menudo y, a sabiendas del dolor que causaba con ese dictamen, acostumbraba a suavizar el tono. Pero esa vez lo había cogido por sorpresa.

Tibby parecía un embrollo de lana vieja apelmazada por la lluvia y el polvo. Tenía un ojo entrecerrado todo el tiempo, porque le habían desgarrado un músculo en una pelea. De una oreja no quedaba más que el rastro. Y debajo, a un lado, una pendiente lampiña con una gruesa cicatriz. Un enemigo de los gatos había dispensado a Tibby el mismo trato que al resto: le había disparado un perdigón de su escopeta de aire comprimido. La herida que le causó había tardado dos años en curarse. Y Tibby, además, apestaba.

Pero no más, sin embargo, que su dueña, que permanecía rígida, inmóvil, mirando con resuelto recelo y hostilidad al repeinado y aseado joven del ayuntamiento.

—¿Cuántos años tiene este animal?

—Diez años, no, solo ocho años, no, es un gatito de cinco años —respondió Hetty desesperada.

—Da la impresión de que le haría un favor sacándolo de toda esta miseria —dijo el joven.

Al irse el funcionario, Hetty ya había aceptado todo. Era la única de las ancianas que vivía con un gato. Las otras tenían periquitos, o nada. En la residencia admitían periquitos.

Hetty preparó un plan y se lo contó a las demás, y cuando llegó la furgoneta para llevárselas con sus ropas y fotografías y periquitos, había desaparecido, y las otras mintieron por ella. «Oh, no sabemos dónde puede haberse metido, cariño», no dejaban de repetir las ancianas una y otra vez al impasible conductor de la furgoneta. «Anoche estaba aquí, pero comentó algo sobre ir a Manchester, a casa de su hija.» Y se dirigieron a morir en la residencia.

Hetty sabía que cuando desalojaban las casas para remodelarlas podían quedar vacías durante meses, incluso años. Su intención era seguir viviendo allí hasta que aparecieran los obreros.

Fue un otoño cálido. Por primera vez, vivía como sus antepasados gitanos, y no se acostaba en una cama en una habitación, como la gente respetable. Pasó varias noches acurrucada junto a Tibby en el portal de una casa vacía cerca de la suya. Sabía exactamente cuándo vendría a buscarla la policía, y dónde esconderse entre los arbustos del espeso y abandonado jardín.

Tal y como suponía, en la casa no había movimiento, y se trasladó de nuevo. Rompió uno de los cristales de la ventana trasera para que Tibby pudiera entrar y salir sin que tuviera que abrirle la puerta, y sin dejar sospechosamente abierta una ventana. Ocupó la habitación de la parte de atrás del último piso, y se marchaba cada mañana temprano y pasaba el día en las calles, con el cochecito y los trapos. Por la noche encendía la trémula luz de una vela, sobre el suelo. El lavabo también estaba estropeado, así que en su lugar usaba un cubo que había en el primer piso, y por la noche lo vaciaba a escondidas en el canal, que durante el día estaba lleno de barcos de paseo y gente que pescaba.

Tibby le consiguió varias palomas.

—¡Oh, sí, eres un gatito listo, Tibby, Tibby! ¡Oh, qué listo eres! Tú sí que sabes, tú sí que sabes apañártelas.

Comenzó el frío. Las navidades llegaron y se fueron. La tos de Hetty volvió, y pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo debajo de capas de mantas y ropas viejas. Por la noche contemplaba las sombras de la vela en el suelo y en el techo; las ventanas no cerraban bien, y entraba el viento. En dos ocasiones, algunos vagabundos pasaron la noche en la planta baja de la casa y oyó que la policía los echaba. Se vio obligada a bajar para comprobar que la policía no hubiera tapado la ventana rota que usaba el gato, pero no lo habían hecho. Un mirlo se coló y murió mientras intentaba salir. Lo desplumó y lo cocinó en una olla sobre un fuego que hizo con trozos de las tablas de madera: habían cortado el gas, por supuesto. Nunca había sido de buen comer y no le preocupaba demasiado tener solo un poco de pan seco y un pedazo de queso para pasar la temporada debajo de la pila de ropa. Tenía frío, pero no pensaba en ello. Fuera estaba lleno de nieve marrón medio derretida. Volvió a su nido pensando que la ola de frío no tardaría en remitir y podría volver a su negocio. A veces Tibby se metía con ella debajo de la pila de ropa y estrechaba su calor contra su cuerpo.

—Oh, tú, qué gato tan listo, muy listo, tú sí que sabes cuidarte, ¿verdad? Eso está muy bien, cariño, muy bien.

Y entonces, justo cuando empezaba a salir otra vez, con las calles despejadas de nieve aunque el invierno no había hecho más que comenzar —era enero— vio aparcar delante de la casa la camioneta de los obreros, y dos hombres que descargaban las herramientas. No entraron en la casa; iban a comenzar el trabajo al día siguiente. Entonces Hetty, el gato, el cochecito cargado de ropa y las dos mantas ya habían desaparecido. También se llevó una caja de cerillas, una vela, una cacerola vieja, un tenedor, una cuchara, un abridor de latas y una ratonera. Tenía pánico a las ratas.

A más de tres kilómetros de distancia, entre los hogares y jardines del plácido Hampstead, donde vivían tantos ricos, inteligentes y famosos, había tres enormes casas vacías. Las había visto en una ocasión, un par de años atrás, desde el autobús. No solía tomarlo, debido a los comentarios y las miradas curiosas que suscitaban sus ropas estrambóticas y su aspecto, que la mostraba, al mismo tiempo, como una tozuda viejecita gruñona y una niña traviesa. Porque cuanto mayor se hacía esta vagabunda de mala reputación, más se reforzaba en ella un infantilismo feroz y exigente. Era una combinación excesiva, era incómodo tenerla cerca.

Le preocupaba que «ellos» hubieran rehabilitado las casas, pero allí seguían, aunque demasiado deterioradas y peligrosas para el uso de los vagabundos, y aún menos para los batallones de gente sin hogar de Londres. No quedaba ni un solo cristal. El suelo de la planta baja casi no existía, solo había pequeñas plataformas y restos de tablas de madera por encima de un sótano lleno de agua. El tejado se estaba cayendo. Las casas parecían edificios bombardeados.

Pero en la fría oscuridad del crepúsculo, Hetty arrastró el cochecito por las escaleras resquebrajadas y caminó con cuidado sobre los endebles tablones de una habitación del segundo piso, en el que había un enorme agujero que daba directamente a la parte inferior. Asomarse era como mirar dentro de un pozo. Sostuvo una vela para estudiar el estado de las paredes, que seguían más o menos en pie, y encontró un rincón resguardado al que no llegarían la lluvia ni el viento al colarse por la ventana. Allí estableció su hogar. Un plátano impedía que se viera la ventana despojada desde la calle principal a menos de veinte metros. Tibby, que estaba entumecido después de hacer el viaje en el cochecito debajo de la pila de ropa, empezó a dar saltos y desapareció entre la maleza abandonada para conseguir su cena. Volvió saciado y campante, y parecía feliz acurrucado entre sus brazos rígidos, delgados y viejos. Se había acercado a esperar que regresara de su caza, puesto que ese cálido y ronroneante fardo de piel y huesos le aliviaba, durante un rato, el permanente dolor del frío en sus huesos.

Al día siguiente vendió las botas eduardianas por unos pocos chelines —estaban de moda otra vez— y compró una barra de pan y un poco de beicon. En un rincón de las ruinas bien alejado del que había convertido en su hogar, sacó algunas tablas del suelo, hizo un fuego y tostó el pan y el beicon. Tibby había llevado una paloma y también la asó, aunque no muy bien. Tenía miedo de que el fuego se propagara y que todo ardiera en llamas; también tenía miedo de que el humo atrajera a la policía. Tuvo que amortiguar el fuego, y la paloma quedó ensangrentada y muy poco apetecible, y fue Tibby quien se la acabó comiendo casi toda. Se sentía confusa, y descorazonada, pero pensó que se debía al largo trecho de invierno que todavía tenía por delante antes de que llegara la primavera. En realidad, estaba enferma. Hizo un par de intentos por seguir con el negocio y ganar algo de dinero para comer antes de admitir que estaba enferma. Sabía que su estado aún no era muy grave, porque sí lo había sido en otras ocasiones; habría sido capaz de reconocer la impasible y lánguida indiferencia de una verdadera enfermedad letal. Pero le dolían todos los huesos, y le dolía la cabeza, y tosía más que nunca. Aunque todavía no pensaba que el frío le resultara especialmente perjudicial, ni siquiera en aquel enero de aguanieve. Nunca había vivido en un lugar con una calefacción apropiada, ni siquiera cuando estaba en los pisos de protección oficial. En estos había estufas eléctricas, aunque la familia, para ahorrar, nunca las usaba, a no ser que hubiera un golpe de frío. Se cubrían con capas de ropa, o se iban a dormir temprano. Pero era consciente de que si no quería morirse ahora no podía enfrentarse al frío con su indiferencia habitual. Sabía que debía comer. Se hizo un nido, el último, en un rincón relativamente seco de la habitación azotada por el viento, lejos de la ventana desnuda por la que entraban la nieve y la lluvia. Había encontrado una lámina de polietileno en la basura y la puso sobre el suelo para que no la atacara la humedad. Luego colocó encima sus dos mantas. Y sobre estas, toda la ropa vieja. Le hubiera gustado tener otra lámina de polietileno para cubrirse, pero en su lugar usó hojas de periódico. Se metió debajo de todo eso, con una rebanada de pan al alcance de la mano. Dormitaba y esperaba, y mordisqueaba el pan, y contemplaba la nieve que entraba ligera. Tibby se sentó junto a la vieja cara azulada que asomaba entre las ropas y alzó una pata para tocarla. Maullaba y estaba inquieto, y entonces salió a la mañana de escarcha y llevó una paloma, que todavía forcejeaba y aleteaba un poco, y la dejó junto a la anciana. Pero ella temía salir de debajo del montón de ropa, donde el calor se generaba y conservaba con dificultad. En realidad no podía salir ni para sacar más tablas del suelo, encender un fuego, desplumar la paloma y cocinarla. Extendió una fría mano y acarició al gato.

«Tibby, pobrecito, la has traído para mí, ¿verdad?, ¿verdad que sí? Ven, ven…»

Pero el gato no quería meterse allí dentro con ella. Maulló otra vez, le acercó más la paloma. Ahora estaba abatida y muerta.

«Para ti. Cómetela tú. Yo no tengo hambre, gracias, Tibby.»

Pero la carcasa no le interesaba. Se había comido una paloma antes de llevarle esa a Hetty. Sabía alimentarse bien. A pesar de su pelo apelmazado y sus cicatrices y su ojo amarillo entrecerrado, era un gato fuerte y sano.

Hacia las cuatro de la mañana siguiente, en el piso de abajo se oyeron voces y pasos. Hetty salió corriendo de debajo de la pila de ropa y se agazapó detrás de un montón de yeso y vigas, que ahora estaban cubiertos de nieve, al fondo de la habitación junto a la ventana. Podía ver, por un agujero entre las tablas, el primer piso, que se había desplomado, y a través de este, la planta baja. Vio a un hombre con un abrigo grueso y bufanda y guantes de piel que sostenía una linterna que iluminaba un pequeño fardo de ropa en el suelo. Se dio cuenta de que el fardo era un hombre o una mujer que dormía. Se asustó porque no se había enterado de que hubiera otro inquilino entre las ruinas. ¿La habría oído, él o ella, hablar con el gato? ¿Y dónde estaba el gato? Si no iba con cuidado, lo cogerían, ¡y eso significaría su final! El hombre con la linterna salió y volvió a entrar con otro hombre. En la profunda oscuridad que se cernía debajo de Hetty, se hizo una pequeña cueva de luz intensa, que procedía de la linterna. En ese espacio de luz, dos hombres se inclinaron para recoger el fardo, que era el cadáver de un hombre o una mujer como Hetty. Lo cargaron entre las peligrosas trampas de madera podrida que había por el suelo, que hacían de planchas en el sótano inundado. Uno de los hombres sostenía la linterna en la mano que aguantaba los pies de la persona muerta, y la luz oscilaba entre los árboles y las malezas: conducían el cadáver hacia un coche por el jardín.

En Londres hay hombres que, entre las dos y las cinco de la mañana, cuando duermen los verdaderos ciudadanos, a los que no deberían molestar con disgustos como los cadáveres de los pobres, van por todas las casas vacías y destartaladas para recoger a los muertos, y para advertir a los vivos de que no deberían estar allí, para invitarlos a uno de los hogares u hospicios para los sin techo.

Hetty estaba demasiado asustada para volver al calentito montón de ropa. Se quedó sentada cubierta con las mantas, y miró por los agujeros de la estructura de la casa, vislumbrando formas y límites y orificios y pilas de escombros cuando sus ojos, como los de su gato, se acostumbraron a la oscuridad.

Oyó ruidos de gresca; eran ratas. Se le ocurrió poner la ratonera, pero al pensar en su amigo Tibby, que se podría pillar una pata, desistió. Se quedó sentada hasta que surgió la luz, gris y fría, después de las nueve. Ahora sí que era consciente de que estaba muy enferma y que su vida corría peligro, porque había perdido todo el calor de los huesos que había conseguido reunir bajo los trapos. Tiritaba violentamente. Los temblores estaban acabando con ella. Entre espasmo y espasmo, se quedaba encorvada, deslavazada y exhausta. A través del techo que se alzaba sobre ella —aunque no era un techo, solo un enredo de listones y tablas— veía una oscura cueva que había sido un altillo, y a través del tejado que lo cubría, el cielo gris, que avanzaba gotas que anunciaban una lluvia incipiente. El gato volvió de donde estaba escondido, y se acurrucó en sus rodillas, y le daba calor en el vientre mientras ella reflexionaba sobre su situación. Estos fueron sus últimos pensamientos lúcidos. Se dijo a sí misma que no llegaría a la próxima primavera si no dejaba que «ellos» la encontraran y la llevaran al hospital. Después, la llevarían a un hospicio.

Pero ¿qué iba a ser de Tibby, su pobre gato? Acarició la desaliñada cabeza del viejo gato con la punta del pulgar y susurró:

«Tibby, Tibby, no te cogerán, no, estarás bien, sí, yo te cuidaré.»

Hacia el mediodía el sol despuntó amarillo entre kilómetros de resbaladizas nubes grises, y Hetty bajó tambaleándose por las escaleras podridas y se dirigió a las tiendas. Incluso en esas calles londinenses, donde lo insólito se había vuelto habitual, la gente se volvía a mirar a una mujer alta y demacrada cuyo pálido rostro tenía manchas de rojo encendido y labios azules y apretados e inquietos ojos negros. Llevaba un abrigo de hombre abotonado hasta el cuello, manoplas de lana marrones rasgadas y una capucha de piel vieja. Empujaba un cochecito lleno de vestidos viejos y retazos de encaje y jerséis andrajosos y zapatos, todo revuelto y enredado, y seguía empujando su cochecito entre la gente que hacía cola o cuchicheaba o miraba por la ventana, y ella susurraba: «Dame la ropa vieja, cariño, dame tus caprichos viejos, dale algo a Hetty, pobre Hetty, tiene hambre». Una mujer le dio un puñado de monedas pequeñas, y Hetty se compró un panecillo con tomate y lechuga. No se atrevió a entrar en un café, porque incluso en su estado de confusión era consciente de que incomodaría a la gente y que probablemente le dirían que se marchara. Pero pidió que le dieran una taza de té en un puesto de la calle, y cuando sintió el dulce líquido caliente deslizándose en su interior, le dio la sensación de que podría sobrevivir el invierno. Compró un cartón de leche y empujó el cochecito de vuelta a las ruinas por las calles cubiertas de nieve medio fundida.

Tibby no estaba allí. Orinó abajo, en un agujero entre las tablas, mientras murmuraba: «¡ Qué fastidio, ese té!». Y se envolvió en una manta y esperó a que oscureciera.

Tibby volvió más tarde. Tenía sangre en una de las patas delanteras. Hetty había oído una refriega, y supo que se había peleado con una rata, o varias, y que le había mordido. Vertió la leche en la pequeña cacerola y Tibby se la bebió toda.

Pasó la noche estrechando al animal contra su frío pecho. Ninguno de los dos durmió, más bien iban echando cabezaditas. Por lo general, Tibby estaría cazando, la noche era su momento, pero ya llevaba tres noches junto a la anciana.

Esa mañana temprano volvieron a oír a los recolectores de cadáveres entre los escombros de la planta baja, y vieron las luces de las linternas moviéndose por las húmedas paredes y las vigas caídas. Por un momento, la luz casi enfocó a Hetty, pero nadie subió. ¿Quién iba a imaginar que pudiera haber alguien tan desesperado para subir esas peligrosas escaleras, confiar en aquellos suelos resquebrajados, y en mitad del invierno?

Hetty ya había dejado de pensar en que estaba enferma, en el estado de su enfermedad, en el peligro que corría; en la imposibilidad de sobrevivir. Había borrado de su mente la presencia del invierno y su temperatura letal, y era como si la primavera estuviese por llegar. Sabía que si hubiera tenido que dejar la otra casa en primavera, ella y el gato habrían vivido allí, bastante cómodos y seguros, durante meses y meses. Porque le parecía imposible, e incluso tonto, que su vida, o mejor dicho, su muerte, dependiera de algo tan arbitrario como que los obreros comenzaran las obras en enero en vez de abril, no podía creérselo, no podía interiorizar la realidad. El día anterior se había sentido bastante lúcida. Pero ahora sus pensamientos eran confusos, y hablaba sola y se reía. En un momento dado se abrió paso con dificultad y rebuscó entre los trapos una vieja felicitación de Navidad que le había enviado su hija cuatro años atrás. Con una voz terriblemente enfadada, severa y resentida, anunció a sus cuatro hijos que, ahora que estaba mejor, necesitaba una habitación para vivir. «He sido una buena madre», les gritó ante testigos invisibles, los vecinos de antaño, asistentes sociales, un médico. «¡Nunca os ha faltado nada, nunca! ¡Cuando erais pequeños solo teníais lo mejor! ¡Vamos, podéis preguntárselo a cualquiera!»

Estaba agitada y armaba tanto alboroto que Tibby se apartó de ella y se metió de un salto en el cochecito, desde donde la miraba. Cojeaba y tenía la pata delantera con sangre reseca. El mordisco de la rata había sido fuerte. Cuando llegó la luz del día, dejó a Hetty en un estado de duermevela y bajó al jardín, donde vio una paloma que estaba comiendo al borde de la acera. El gato se abalanzó sobre el pájaro, lo arrastró hacia los matorrales y se lo zampó, sin llevárselo a su dueña. Después de comer se quedó escondido, observando a los transeúntes. Los miraba fijamente con su ojo amarillo centelleante, como si estuviera pensando, o tramando algo. No regresó a las viejas ruinas, ni subió las húmedas y crepitantes escaleras hasta que se hizo muy tarde: era como si supiera que no tenía sentido volver.

Encontró a Hetty aparentemente dormida, envuelta en una manta, sentada en una esquina contra un puntal. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, y su abundante cabello cano se había soltado de un gorro de lana colorado, y escondía un rostro engañosamente arrebolado, el arrebol del coma causado por el frío. Aún no estaba muerta, pero murió esa noche. Las ratas escalaron las paredes y pasaron por las tablas y el gato escapó de ellas, todavía cojo, hacia los arbustos.

Tardaron un par de semanas en encontrar a Hetty. El tiempo mejoró y el hombre que se ocupaba de buscar cadáveres subió las peligrosas escaleras guiado por el olor. Todavía había algunos restos de ella, pero no demasiados.

En cuanto al gato, se quedó dos o tres días entre los tupidos arbustos, mirando a la gente que pasaba y, detrás de esta, el tráfico ruidoso de la calle principal. En una ocasión, una pareja se detuvo a hablar en la acerca, y el gato, al ver dos pares de piernas, se acercó y se frotó contra una de las extremidades. Una mano se deslizó hacia abajo y recibió unas pocas caricias y palmaditas. Después la pareja se fue.

El gato supo que no volvería a encontrar otro hogar, y se marchó, olfateando e intuyendo el camino de un jardín a otro, entre casas vacías, hasta llegar a un viejo cementerio. En el camposanto había un par de gatos descarriados, y se unió a ellos. Ese fue el comienzo de una comunidad de gatos descarriados que se harían salvajes. Mataban pájaros y ratones de campo que encontraban entre la maleza, y bebían de los charcos. Antes de que el invierno hubiera terminado, los gatos pasaron una mala temporada. Fueron víctimas de la sed porque durante dos largas épocas el suelo se congeló y había nieve en vez de charcos, y los pájaros eran difíciles de cazar porque los gatos eran muy fáciles de descubrir entre el límpido blanco. Pero en general se las arreglaban bastante bien. Entre los gatos había una hembra, y no tardó en surgir un enjambre de gatos salvajes, tan salvajes como si no vivieran en el centro de una ciudad rodeada de calles y casas. Esta solo era una de la media docena de comunidades de gatos salvajes que vivían en esa manzana de Londres.

Entonces se presentó un funcionario para capturar a los gatos y llevárselos. Algunos se escaparon y se escondieron hasta que pasó el peligro. Pero cazaron a Tibby. No solo porque se estaba haciendo viejo y torpe —todavía cojeaba por la mordedura de la rata— sino porque se mostró cariñoso con el hombre, que no tuvo más que cogerlo entre sus brazos.

«Tú eres un viejo soldado, ¿no? —dijo el hombre—. Un viejo vagabundo de los de antes.»

Tal vez el gato pensara incluso que había encontrado otro amigo y un hogar.

Pero no fue así. Aquella semana la caza de gatos ascendió a cientos, y si Tibby hubiera sido más joven le habrían podido encontrar una casa, porque era amistoso y le gustaba agradar a la raza humana, pero era muy viejo, apestaba y estaba magullado. Así que le pusieron una inyección y, como suele decirse, «lo durmieron» para siempre.

FIN

  • Autor: Doris Lessing

  • Título: Una anciana y su gato

  • Título Original: An Old Woman and her Cat

  • Publicado en: New American Review, 1972

  • Traducción: Paula Kuffer

 
 
 

Actualizado: 24 may


Era un frío atardecer. Bajo Rashômon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashômon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa[1] o nobles con el momiebosh[2], podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashômon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.

En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.

Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.

Por eso quizás, hubiera sido mejor aclarar: «el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir». Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalisme de este sirviente de la época Heian.

Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que, tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.

La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashômon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro veíase una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada. «Para escapar a esta maldita suerte» — pensó el sirviente—, «no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo pues si empezara a pensar, sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo…» Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese «si no elijo…» quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir «si no…» demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: «no me queda otro remedio que convertirme en ladrón».

Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.

Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.

El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podía molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su katana[3] de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con zôri [4] sobre el primer peldaño.

Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashômon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashômon, en una noche de lluvia como aquélla?

Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.

Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.

Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.

El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.

Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.

Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano, la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.

A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio —pronto lo comprobó— no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase «el mal», por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón —el problema que él mismo se habla planteado hacía unos instantes— no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.

Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashômon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.

Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su katana, en una zancada se plantó ante la vieja. Volvióse ésta aterrada, y al ver al hombre, retrocedió bruscamente, tambaleándose.

—¡Adónde vas, vieja infeliz!— gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.

La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:

—¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.

Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su katana y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitados. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:

—Escucha. No soy ningún funcionario del Kebiishi[5]. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso, no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.

La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:

—Yo, sacaba los cabellos… sacaba los cabellos… para hacer pelucas…

Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia le invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:

—Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.

Mientras tanto el sirviente había guardado su katana, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.

—¿Estás segura de lo que dices?— preguntó en tono malicioso y burlón.

De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:

—Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.

Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.

Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.

Abajo, sólo la noche negra y muda.

Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

(1915)


[1] Sombrero antiguo para dama, de paja o tela laqueada, según la clase social. Designa a la dama que emplea dicho sombrero.

[2] Antiguo gorro empleado por los nobles y samurais. Designa a los nobles o samurais que llevan dicho gorro.

[3] Espada japonesa.

[4] Calzado similar a la sandalia, hecho en base a paja de arroz.

[5] Alto Comisariato instituido por la Corte Imperial en el año 816, como medida contra los perturbadores del orden.



  • Autor: Ryunosuke Akutagawa

  • Título: Rashômon

  • Título Original: 羅生門

  • Publicado en: Teikoku Bungaku, 1915

  • Traducción: Kazuya Sakai

 
 
 
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