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Lecturas


Dos décadas han pasado desde la última vez que se vio la figura larga y delgada de Mrs. Jolliffe. Hoy ella tiene más de setenta años y no le debe quedar demasiado por recorrer en este viaje que la conduce a su última morada. Sus cabellos se han puesto blancos como la nieve; ella los peina con raya al medio y los luce bajo una gorra, por encima de un rostro serio pero bondadoso. Su cuerpo se conserva todavía erguido y su andar es firme y vivaz.

Los últimos veinte años los ha dedicado a cuidar adultos inválidos, tras haber dejado en manos más jóvenes el cuidado de esas criaturas pequeñas que viven en cunas y reptan con pies y manos. Quienes recuerdan entre las primeras imágenes de infancia su cara bonachona, quienes le deben unas lecciones iniciales en el arte de caminar, como también unas efusivas palabras de aliento por los más tempranos balbuceos o por los primeros dientes, han crecido hasta volverse grandes muchachos o bellas señoritas. Algunos incluso han visto surgir las primeras canas en los mismos cabellos que ella solía peinar con tanto esmero antes de exhibirlos a esas orgullosas madres que ya no se ven hoy en los parques de Golden Friars y cuyos nombres están ahora grabados en las lápidas del cementerio local. Con el paso del tiempo, unos maduran y otros se marchitan.

Ha llegado la hora de que el sol se ponga con tierna tristeza. Es de noche para la mujer que cuida a Laura Mildmay. La niña corretea en su habitación y sonríe colmada de dicha; se arroja en los brazos de su anciana gobernanta y le da dos besos.

—¡Vaya, qué suerte! —dice Mrs. Jenner—. Has llegado justo a tiempo para oír un cuento.

—¿En serio? ¡Qué bien!

—Bueno, no es un cuento. Es demasiado verídico para ser un cuento. Aunque quizás a la señorita no le agrade oír hablar de fantasmas y duendes.

—¿Fantasmas? De todos los temas posibles, es sin dudas mi favorito.

—Entonces, querida, si no estás muy asustada ven a sentarte aquí con nosotras —dijo Mrs. Jenner—. Ella estaba a punto de contarme todos los detalles de la primera vez que debió ocuparse de una mujer que iba a morir… Y del fantasma que vio allí. Vamos, Mrs. Jolliffe, prepárese primero su té y después nos cuenta.

La anciana obedeció y tras preparar una taza de este néctar tan noble y compañero, dio un ligero sorbo, frunció apenas las cejas para reordenar sus recuerdos y por fin alzó los ojos con expresión de extraordinaria solemnidad.

La eficaz Mrs. Jenner y la bonita niña, muy expectantes, no quitaban sus ojos del rostro de la anciana, que parecía atemorizada con esta evocación de sus propios recuerdos.

La vieja habitación era un escenario ideal para esta clase de relato, con sus paredes revestidas de roble, su vetusto mobiliario, las pesadas vigas que recorrían el cielo raso y aquella inmensa cama rodeada de cortinas negras, tras las cuales uno podía imaginar cualquier clase de espectros.

Mrs. Jolliffe se aclaró la garganta, revoleó los ojos y empezó el relato diciendo:

EL FANTASMA DE LA SENORA CROWL

Soy ahora una anciana, pero tenía trece años recién cumplidos la noche que llegué a Applewale House. Mi tía era allí el ama de llaves, y una especie de coche tirado por un solo caballo bajó hasta Lexhoe para recogerme con mi equipaje y transportarme a Applewale.

Mientras esperaba en Lexhoe sentí un poco de miedo, y en cuanto vi el coche y el caballo decidí que regresaría a casa de mi madre, en Hazelden. Lloraba cuando subí en el “shay” —así era como se llamaba a este modelo de coche—, de modo que el viejo John Mulbery, el chofer, me compró unas manzanas en Golden Lion a fin de darme ánimos y me dijo que al llegar me esperaban costillas de cerdo, pastel de grosellas y té, todo para mí, bien caliente, en la habitación que mi tía ocupaba en aquella gran casa. Era una hermosa noche de luna llena, así que comí mis manzanas mientras contemplaba el paisaje por la ventana del “shay”.

Es una vergüenza que la gente distinguida se divierta asustando a una pobre criatura inocente, y eso mismo era entonces yo. A veces pienso que no hacen esas cosas sino en broma. El asunto es que en la misma diligencia que me había llevado a Lexhoe habían viajado, a mis espaldas, dos hombres que empezaron a hacerme preguntas no bien salió la luna. Querían saber a dónde iba. Les respondí que iba a la casa de la señora Arabella Crowl, en Applewale House, cerca de allá.

—¡Ay! —me dijo uno de ellos—, ¡no vas a durar mucho tiempo ahí!

Lo miré y alcancé a preguntar:

—¿Por qué no?

—Porque —me dijo—, pero por nada del mundo le cuentes esto a nadie, sólo obsérvala y verás… la vieja está poseída por el Diablo y ya es un fantasma. ¿Llevas contigo un ejemplar de la Biblia?

—Sí, señor —repuse porque mi madre había puesto su pequeña Biblia entre mis cosas y yo sabía que estaba allí. Ahora que lo pienso, las letras de esa Biblia hoy serían demasiado diminutas para mis ojos cansados. Así y todo, la conservo todavía en un armario.

Como sea, mientras lo miraba para decirle “sí, señor”, me pareció advertir que él le guiñaba un ojo al otro hombre. Pero no estoy segura de ello.

—Bueno —me dijo—, no olvides poner la Biblia todas las noches bajo tu almohada, porque te protegerá de las garras de esa solterona.

Me asustó mucho oírle decir eso. Me habría gustado preguntarle más cosas acerca de la mujer, pero yo era muy tímida y los dos hombres empezaron a hablar entre ellos de otros asuntos. De modo que llegué aterrorizada a Lexhoe. Y mi corazón estuvo a punto de desfallecer poco después, mientras el “shay” avanzaba por el oscuro sendero bordeado de árboles. Los árboles eran enormes y frondosos, tan viejos como la casa; algunos tenían un tronco tan gordo que habrían sido necesarios cuatro hombres para abrazarlos.

Asomé mi cuello por la ventana a fin de obtener una primera imagen de la gran casa; de inmediato nos detuvimos ante la fachada.

Era una enorme casa en blanco y negro, con gruesas vigas oscuras que la atravesaban y unos gabletes en lo alto, blancos como la luna. Las sombras de los árboles se reflejaban con semejante claridad en la fachada, que podían contarse sus hojas. En la ventana del salón principal centelleaban muchos paneles pequeños de vidrio, con forma de diamante, y una fila de inmensas persianas de estilo antiguo impedían ver las ventanas restantes, dado que no había más de tres o cuatro sirvientes en el lugar y casi todas las habitaciones estaban cerradas.

Al ver que el viaje había llegado a su fin, sentí que mi corazón pegaba un salto. Volví a contemplar la casa. Después me aproximé a mi tía, a quien nunca antes había visto, como tampoco a la señora Crowl, a quien había venido a servir y ya le tenía miedo.

Mi tía, tras darme un beso en el vestíbulo, me condujo a mi habitación. Era una mujer esbelta, de cara pálida, ojos oscuros y unas manos largas y huesudas en las que llevaba guantes negros. Tenía más de cincuenta años y hablaba poco; pero cuanto decía era sagrado. No puedo quejarme de ella, si bien fue un tanto severa; creo que habría sido más amable y cariñosa conmigo de haber sido yo la hija de su hermana y no de su hermano. Pero eso es historia antigua y ya no tiene importancia.

El Squire, un señorito llamado Mr. Chenevix Crowl, nieto de la señora Crowl, visitaba cada tanto la casa, dos o tres veces al año, para ver si la anciana estaba bien atendida. Lo vi tan sólo en dos oportunidades durante el tiempo que pasé en Applewale House, pero puedo asegurarles que la anciana estaba muy bien atendida porque mi tía y Meg Wyvern, la doncella, cumplían su trabajo a conciencia.

Mrs. Wyvern (a quien mi tía llamaba Meg Wyvern salvo cuando, al dirigirse a mí, le decía Mrs. Wyvern) era una mujer robusta, de unos cincuenta años, bastante alta y saludable, siempre de buen humor, lenta y pesada al andar. Cobraba un sueldo excelente, pero era muy tacaña, guardaba sus ropas bajo llave y usaba todo el tiempo un vestido de algodón color marrón, con puntillas y bordados rojos y amarillos, aparte de ciertos detalles en verde. Aquel vestido le sentaba bien.

En todo el tiempo que pasé allí, nunca me pidió nada, ni siquiera que cosiera un botón; invariablemente se la veía de buen humor y tenía siempre algo para contar o una taza de té recién preparado. Si yo estaba cansada o abatida, ella me animaba con risas y anécdotas. Puesto que los jóvenes prefieren la diversión y las historias jocosas, creo que llegué a quererla más que a mi tía ruda y callada, aunque bondadosa conmigo.

Mi tía me instaló en su cuarto, así yo descansaba mientras ella preparaba el té en otra habitación. Pero primero me palmeó la espalda, me dijo que era yo una bella muchacha, muy bien desarrollada para mi edad, y me preguntó si me creía capaz de cumplir las tareas con eficacia. A la postre me miró fijamente y soltó que me parecía a mi padre, su hermano muerto, si bien esperaba que fuese mejor cristiana que él y que no repitiera sus errores.

Estas palabras fueron algo secas, pienso, por ser la primera vez que yo la visitaba.

Cuando entré en la habitación de al lado, la que ocupaba Mrs. Wyvern (una habitación confortable, con todas las paredes revestidas de roble), en el hogar ardía un maravilloso fuego hecho con carbón, turba y leña, había una taza de té sobre la mesa, una torta caliente, un plato humeante de carne, y allí estaba Mrs. Wyvern, obesa, feliz y tan parlanchina que en una hora era capaz de contar más cosas que mi tía en un año entero.

Mientras yo probaba el té, mi tía subió las escaleras a fin de echar un vistazo.

—Fue a ver si la vieja Judith Squailes está despierta —me explicó Mrs. Wyvern—. Es Judith quien se ocupa de la señora Crowl cuando la señora Shutters —este era el nombre de mi tía— y yo estamos descansando. Vaya anciana más exigente. Tendrás que prestar mucha atención, ya que es capaz de arrojarse al fuego o de saltar por la ventana cuando se pone chiflada.

—¿Qué edad tiene? —pregunté

—Cumplió noventa y tres hace ocho meses —me informó y soltó una risa—. Y no hagas ninguna pregunta sobre ella delante de tu tía. Te lo advierto. Simplemente acéptala tal como es.

—Pero, ¿cuál será mi exacta tarea con ella? —quise saber.

—¿Con la señora Crowl? Te lo explicará tu tía —me dijo—, aunque imagino que tendrás que pasar el tiempo sentada en su habitación, mientras haces tus labores, vigilando que no cometa ninguna locura y dejándola que se divierta con las cosas que tiene sobre la mesa. Le darás de comer y de beber cuanto ella te lo pida y harás sonar la campana si algo anda mal.

—¿Ella está sorda?

—En absoluto. Y tiene una vista de lince. Pero está un poco chocha, como si hubiese regresado a la infancia, y su memoria flaquea.

—¿Y a qué se debe que la muchacha que la cuidaba haya partido el viernes pasado? Mi tía le dijo a mi madre que la muchacha renunció de pronto.

—Es cierto. Se ha ido.

—¿Por qué motivo? —volví a preguntar.

—No respondía a las exigencias de tu tía, supongo… En fin, no lo sé. Mejor no hablemos más de eso. A tu tía no le gustan los chismes.

—Discúlpeme, señora —insistí—, pero… dígame, ¿la dueña de casa goza de buena salud?

—No hay nada de malo en preguntar algo así —me contestó—. La pobre anduvo con catarro hace unos días, pero esta semana mejoró bastante. Supongo que llegará a vivir cien años. ¡Shhh! ¡Silencio! Ahí viene tu tía.

Mi tía entró y se puso a conversar con Mrs. Wyvern. Como empezaba a sentirme más a gusto, recorrí la habitación, inspeccionándola sin prisa. Había unas piezas antiguas de porcelana; en las paredes colgaban unos cuadros, y por una puerta abierta del guardarropas alcancé a ver una extraña camisa de cuero con unas correas, unas hebillas y unas mangas más largas que la columna del lecho.

—¿Qué estás haciendo, niña? —dijo mi tía, con voz severa, cuando yo menos esperaba oír su voz—. ¿Qué tienes en la mano?

—¿Esto? —alcancé a pronunciar, mientras me apartaba del armario—. No sé qué es esto, señora…

Tan pálida era mi tía que sus mejillas enrojecieron de inmediato. Sus ojos soltaron unas chispas de cólera. Calculé rápidamente que entre mi tía y yo no había más de media docena de pasos y que ella iba a abalanzarse sobre mí para castigarme. Se limitó, sin embargo, a acercarse lentamente, darme un golpecito en el hombro y sacarme la chaqueta de las manos, al tiempo que decía:

—Mientras vivas aquí, no meterás tus narices en las cosas ajenas.

Dicho esto, volvió a colgar la camisa en su percha, cerró la puerta del armario de forma brusca y ruidosa, y echó llave velozmente.

Mrs. Wyvern, entre tanto, no había parado de reír levantando ambas manos y sin moverse de su silla, retorciéndose como era su costumbre cada vez que algo la divertía.

Yo estaba al borde del llanto. Pero ella le guiñó un ojo a mi tía y le dijo, enjugando sus lágrimas de hilaridad:

—Vamos, déjala, ¡la muchacha no quiso hacer nada malo! Ven aquí, niña. Eso no es más que un camisón para las chicas que se portan mal. Ya basta, olvidemos el asunto. Siéntate aquí, a nuestro lado, y bebe un poco de cerveza antes de dormir.

Mi habitación quedaba en la planta superior, al lado del dormitorio de la anciana, y la cama de Mrs. Wyvern estaba situada junto a la cama de la señora Crowl. Yo tenía que estar siempre lista para cualquier llamado.

La noche previa a mi arribo, la anciana había sufrido uno de sus ataques de nervios. A menudo, durante estas crisis, no permitía que nadie la vistiese; en otras ocasiones no dejaba que le quitaran la ropa. Cuando joven, al parecer, había sido muy hermosa; aunque ya no quedaba nadie en Applewale que conservara algún recuerdo de su esplendor. Ella amaba la ropa con pasión y atesoraba unas prendas de seda espesa y de terciopelo, con grandes lazos de mil formas y colores que habrían bastado para poner por lo menos siete tiendas de ropa. Sin duda todos sus vestidos estaban pasados de moda, pero eran extravagantes y valían una fortuna.

Me fui entonces a la cama y pasé buen rato despierta, porque todo era nuevo para mí y, además, pienso, el té me había puesto más nerviosa, ya que no estaba habituada a beberlo, excepto en las vacaciones o en las fiestas. A ratos llegaba a oír a Mrs. Wyvern, por más que me tapara las orejas; pero no pude oír a la señora Crowl y dudo que ella hubiera dicho algo.

Todos se esmeraban en ocuparse de la señora. El personal de Applewale sabía que, al morir la anciana, cada uno de ellos se quedaría sin nada, mientras que por el momento estaban cobrando un buen sueldo.

El médico venía dos veces por semana y examinaba a la señora. Desde luego, las órdenes que él impartía eran cumplidas al pie de la letra; su recomendación más usual era que nadie debía contradecirla, sino seguirle la corriente y darle todos los gustos.

Esa noche, la señora Crowl la pasó vestida y sin decir una palabra, lo mismo que todo el día siguiente, en el que estuve cosiendo sin salir de mi habitación, excepto cuando bajé a comer.

Yo tenía ganas de ver a la anciana o, por lo menos, de oír su voz. Pero había tanto silencio como si ella hubiera viajado a Londres.

Apenas terminé de comer, mi tía me mandó a dar un paseo de una hora. Me alegré al regresar a la casa; los árboles del parque eran tan altos, el lugar parecía tan penumbroso y solitario, más aun al estar nublado el cielo, que sentí miedo y hasta quise volver con mi madre. Por la noche, ya encendidas las velas, mientras yacía en mi cama, mi tía fue a pasar la noche junto con la señora Crowl y dejó abierta la puerta de la habitación. Fue entonces cuando, por vez primera, oí lo que sin duda era la voz de la anciana.

Al hablar emitía un sonido similar, me atrevo a decir, al de un pájaro o algún otro animal, aunque había también una especie de balido en esa voz tan débil.

Agucé mis oídos, pero no alcancé a descifrar una sola palabra. De pronto mi tía le dijo:

—El demonio puede hacerle daño a alguien, señora, sólo si Dios se lo permite.

La otra voz, desde la cama, respondió algo que tampoco pude entender. Entonces mi tía siguió hablando:

—Déjelos que se burlen, señora, y que digan lo que se les antoje. Si Dios está de nuestro lado, nadie puede estar en contra.

Yo seguía escuchando. Con una oreja apunté a la puerta y contuve el aliento, pero no volvió a llegar ningún sonido de aquella habitación. Pasados veinte minutos, estaba yo sentada observando las ilustraciones de un viejo libro con las fábulas de Esopo, cuando me pareció advertir que alguien andaba por el pasillo, de modo que alcé los ojos y en el vano de la puerta vi a mi tía.

—¡Silencio! —susurró, alzando una mano y acercándose en puntas de pie—. Se ha dormido, gracias al cielo. No hagas el menor ruido mientras desciendo. Voy a prepararme una taza de té y volveré con Mrs. Wyvern, que vendrá a dormir. Después Judith llevará tu cena a mi dormitorio.

Mi tía se fue y yo me quedé mirando el libro de las ilustraciones. A ratos volvía a aguzar los oídos, sin oír el más mínimo ruido. Tanto miedo me daba estar a solas en ese cuarto que, para darme valor, me puse a decirles cosas en voz baja a los dibujos del libro y a hablar para mí.

Al final, me incorporé y caminé por la habitación, mientras estudiaba los objetos a fin de ocupar mi mente con algo. Como ustedes ya habrán adivinado, todo esto me condujo a escudriñar el dormitorio de la señora Crowl.

Era un dormitorio espacioso, con una amplia cama rodeada de cuatro columnas y unas largas cortinas de seda cuidadosamente cerradas alrededor del lecho. Había un espejo, el más grande que jamás haya visto, y el espacio estaba inundado de luz. Conté hasta veintidós velas de cera, todas encendidas: uno de sus muchos caprichos, que nadie osaba contradecir.

Permanecí junto a la puerta, espiando. Como tuve la certeza de que nadie respiraba allí, puesto que no se producía el menor movimiento en las cortinas, me armé de valor y entré en puntas de pie. Frente al espejo, al tiempo que me observaba, se me ocurrió esta idea: “¿Por qué no espiar a la anciana mientras duerme?”

Dirán que estaba loca, pero me moría de ganas de ver a la señora Crowl y pensaba que debía aprovechar esta oportunidad; quién sabe cuánto tiempo tendría que esperar hasta que se presentara otra vez una ocasión así.

Mientras me acercaba al lecho envuelto por aquellas cortinas, poco faltó para que me desmayara. Pero al fin reuní coraje, puse un dedo en un extremo del grueso cortinado, luego la mano entera, e hice una pausa. Reinaba un silencio total. Muy despacio, poco a poco, descorrí la cortina y pude ver, ante mí, a la famosa señora Crowl de Applewale House, tendida como esa dama que han pintado en una tumba de la capilla de Lexhoe. Sí, allí estaba la anciana, elegantemente vestida con terciopelo, con seda, en escarlata y en verde, con satenes color rosa y brocados de oro. ¡Vaya espectáculo! Coronaba su cabeza una gran peluca empolvada, casi tan grande como ella; en su semblante y en su cuello había muchas arrugas, sus mejillas estaban pintadas de rojo y sus cejas, que solían ser delineadas por Mrs. Wyvern, le conferían una expresión entre orgullosa y enérgica, al igual que sus medias de seda a cuadros y sus zapatos de tacones muy altos. Pero su nariz, demasiado delgada, estaba algo torcida. Y podía verse lo blanco de sus ojos entreabiertos. Ella solía pasar horas así vestida, haciendo muecas algo exageradas ante el espejo, con un abanico en la mano y unas flores en su corpiño. Sus manos estaban llenas de pecas, y en mi vida he visto unas uñas tan largas y filosas. ¿Alguna vez habrá estado de moda usar así las uñas?

Creo que cualquiera, al ver semejante espectáculo, habría temblado de miedo. Yo era incapaz de cerrar de nuevo la cortina, de dar el menor paso o de quitarle los ojos de encima. Mi corazón se había paralizado. Y en ese preciso instante vi que ella abría los ojos, se sentaba y giraba; sus talones fueron a parar al suelo de repente, con un ruido seco; antes de que yo pudiera reaccionar, tuve a la anciana cara a cara, mirándome sin pestañear con sus ojos vidriosos, mientras una mueca torcida despegaba sus labios deformes y exhibía una hilera de dientes postizos.

Se supone que el cuerpo humano es algo natural; pero esto era atroz de ver. La anciana me apuntaba con los dedos; su espalda estaba totalmente encorvada.

—¡Diablillo! —exclamó—. ¿Por qué dices que yo he matado al niño? Voy a cortarte ya mismo las orejas.

De haber actuado con mínima cordura, tendría que haber escapado de ahí. Sin embargo, no podía reaccionar ni dejar de observarla. Alcancé, finalmente, a retroceder; ella me siguió y sus zapatos dejaron oír una suerte de ruido metálico, mientras sus dedos ahora apuntaban a mi garganta y ella hacía con la lengua un ruido que sonaba zizz-zizz-zizz.

Retrocedí cuanto pude, pero sus dedos se hallaban cada vez más cerca de mi cuello; pensé que, si me daba alcance, iba a desmayarme.

Así, en mi fuga, llegué a un rincón del cuarto y solté un grito desgarrador. Sentía que mi cuerpo y mi alma estaban en peligro, pero justo entonces mi tía me llamó desde lejos, con un grito; eso hizo titubear a la anciana y me permitió escapar de sus garras, salir corriendo y bajar las escaleras lo más rápido que lo permitían mis piernas.

Lloraba a mares, les aseguro, cuando entré en la habitación de Mrs. Wyvern. Ella se rió no bien narré lo ocurrido, aunque cambió súbitamente de actitud cuando le referí las palabras de la señora Crowl.

—Repítelas —me pidió.

Obedeciendo, pronuncié: “¡Diablillo! ¿Por qué dices que yo he matado al niño? Voy a cortarte ya mismo las orejas”.

—¿Pero tú le dijiste que ella había matado a un niño? —me preguntó.

—No, señora —respondí.

Como consecuencia de este hecho, Judith empezó a acompañarme siempre que las otras dos mujeres no estaban allí.

Aproximadamente una semana después, si mal no recuerdo, Mrs. Wyvern aprovechó cierta ocasión en que estábamos las dos a solas para contarme algo que yo ignoraba acerca de la señora Crowl.

Me dijo que, cuando la anciana era joven y hermosa, unos setenta años atrás, se había casado con el Squire Crowl, de Applewale, quien era viudo y tenía un hijo de unos nueve años de edad. Pero que, al cabo de cierta noche, no se había oído hablar más del niño.

Nadie supo jamás lo sucedido. Al parecer sus padres le daban demasiada libertad, de modo que el niño a veces salía a pasear y terminaba comiendo con el guardián del parque o en el lago, bañándose o pescando o andando en bote sin ninguna vigilancia. Aun cuando nadie era capaz de explicar lo ocurrido, tras su desaparición se había hallado su sombrero a la orilla del lago y la opinión general era que había muerto ahogado.

A raíz de esto, quien heredó todo fue el segundo hijo del Squire, fruto de su segundo matrimonio con la longeva señora Crowl. Y era el hijo de este último, o sea, el nieto de la anciana, Chevenix Crowl, el poseedor de las tierras en el momento de mi llegada a Applewale.

Desde antes de que mi tía entrara a trabajar allá, corrían diversos rumores sobre aquella desaparición. Se opinaba, por ejemplo, que la madrastra sabía más de lo que decía saber; que había dominado a su esposo, el viejo Squire, con artimañas y halagos. No obstante, como el niño no había sido vuelto a ver jamás, con el paso del tiempo su recuerdo se había esfumado. Y yo no voy a contar nada que no haya visto con mis propios ojos.

No llevaba seis meses yo en el lugar cuando la anciana se pescó su última enfermedad.

Puesto que el médico temía que la paciente sufriera un ataque de locura, como el que la había afectado hacía quince años, hubo que ponerle más de una vez una especie de camisa de fuerza, que resultó ser aquel vestido de cuero que yo había visto en el armario de la habitación de mi tía.

Sin embargo, la crisis no se produjo. La pobre fue debilitándose, consumiéndose; tosió y tosió sin parar, quieta y callada, hasta la víspera de su muerte, en que se puso a gritar y a retorcerse en la cama, como si un malhechor le estuviera clavando un cuchillo. De súbito, con gran esfuerzo, dejó la cama, se puso de pie y, dado que sus piernas no podían sostenerla, cayó al suelo cuan larga era, estirando sus manos quebradizas mientras imploraba piedad.

No se equivocan si piensan que yo no fui en esos días a su habitación, ya que me quedé en mi cama, temblando de miedo con cada grito y con cada una de sus maldiciones, que me ponían la carne de gallina.

Mi tía, Mrs. Wyvern, Judith Squailes y una mujer de Lexhoe estaban siempre a su lado. Finalmente, la anciana tuvo un severo ataque de tos y esto fue lo que la mató.

El pastor ya había acudido y oraba por ella, aunque era demasiado tarde para plegarias. Desde luego, nunca está de más rezar, sin embargo, nadie pensaba que eso fuera a modificar el desenlace, de modo que la anciana tardó bastante tiempo en expirar pero su muerte llegó al fin, y la señora Crowl fue envuelta en una mortaja y metida en un ataúd, y se le escribió con la noticia al Squire Chevenix. Pero el nieto estaba de viaje por Francia; tardaría bastante en regresar. El médico y el pastor convinieron, por lo tanto, que no se podía retrasar mucho más el entierro, al que acudieron tan sólo estos caballeros, mi tía y el resto de los sirvientes de Applewale.

La anciana fue inhumada en la cripta bajo la iglesia de Lexhoe. Todos seguimos viviendo en la casa, a la espera de que el Squire regresara, resolviese qué hacer con el lugar y despidiera, o no, a parte del personal.

Entre tanto me instalaron en otra pieza, a dos puertas del que había sido el dormitorio de la señora Crowl, y lo que quiero contarles ocurrió la noche previa a la llegada del Squire Chevenix a Applewale.

Esta nueva habitación era enorme, cuadrada, con las paredes revestidas de paneles de roble, sin cortinas y sin muebles, a excepción de mi cama y de una silla que parecía insignificante dado el tamaño de la pieza.

El gran espejo que la anciana solía emplear para hacer muecas y admirarse de pies a cabeza (ya no quedaba nada de todo eso), el espejo había sido trasladado a esta pieza, puesto que durante su agonía varias cosas habían sido sacadas de su habitación.

Esa misma mañana había corrido la noticia de que el Squire arribaría a Applewale el día siguiente. Esto no me preocupaba porque estaba segura de que iban a enviarme de vuelta a casa de mi madre; más aún, me sentía feliz pensando en mi hogar, en mi hermana Janet, en el pequeño gato, en las empanadas, en el perro Trimmer y en todo el resto, tan excitada que no pude dormir. Cuando el reloj marcó las doce, seguía despierta en aquel cuarto oscuro, dándole la espalda a la puerta y con los ojos clavados en la pared.

Fue entonces, a eso de las doce y cuarto, cuando vi una luz en la pared, como si detrás de mí algo se hubiese encendido. Las sombras de la cama, de la silla y de mi vestido colgado en un rincón empezaron a danzar, arriba y abajo, en el techo y la pared. Miré por sobre mis hombros con la certeza de que una especie de incendio se había producido.

¿Y qué vi? ¡Cielo santo! Nada menos que la imagen de la anciana, sonriendo tontamente, vestida con la misma ropa de terciopelo y satén que le habían puesto a su cadáver. Con los ojos abiertos al máximo, su cara parecía la del Diablo. Su cuerpo estaba todo envuelto en una luz roja que brotaba de los pies, como si su vestido hubiera comenzado a prenderse fuego. La anciana dio unos pasos en mi dirección y sus manos, extendidas hacia delante, me apuntaban como dispuestas a ahorcarme.

Era incapaz de moverme, pero ella se limitó a pasar a mi lado y a seguir de largo con una especie de viento helado. Vi que avanzaba rumbo a una pequeña pieza que mi tía llamaba “la alcoba”, lugar donde antaño había estado la cama de gala y al que podía accederse por una gran puerta abierta que yo no había notado anteriormente. La vi buscar determinado objeto y girar para observarme. La habitación volvió a oscurecerse de pronto y yo advertí que me encontraba al otro lado de la cama. Cómo aparecí allí, lo ignoro. Sólo sé que por fin pude hablar y que, aunque no grité ni aullé, bajé corriendo y por poco tiro abajo la puerta de Mrs. Wyvern, a la que casi maté de un susto.

Imaginarán con razón que esa noche no dormí. Y que, con las primeras luces del alba, fui lo más deprisa que pude en busca de mi tía.

Esperaba una reprimenda o un castigo de su parte, pero no hizo nada de eso; en verdad, tan sólo aferró mis manos y me miró fijamente, antes de decirme que no tuviera miedo y de preguntarme:

—¿Has visto en la mano de la señora Crowl algo semejante a una llave?

—Sí —le dije. Acababa de recordar ese detalle—. Una pequeña llave de lata.

—A ver, espera un poco —dijo, soltando mis manos y abriendo un cajón—. ¿Una llave idéntica a esta? —y puso entre mis dedos una llavecita.

—Idéntica —dije, sin titubear.

—¿Estás segura?

—Por completo.

—Muy bien, suficiente, mi niña —dijo y volvió a guardar la llave en el cajón—. Hoy vendrá el Squire, antes del mediodía, y le contarás acerca de esto. Algo me dice que me iré pronto de aquí. Mi consejo, por lo tanto, es que vuelvas a tu hogar esta misma tarde. En cuanto pueda, te conseguiré otro empleo.

Estas palabras me hicieron sentir dichosa.

Mi tía empacó mis pertenencias y me dio las tres libras que me debían, para que las llevara a casa. Horas después, el Squire Crowl llegó a Applewale. Era un hombre muy apuesto, de unos treinta años. Yo ya lo había visto una vez, pero en aquella ocasión él no me había dirigido la palabra.

Mi tía conversó con él en el cuarto de llaves. Ignoro lo que se dijeron. Yo tenía miedo de hablar con el Squire, ya que era considerado alguien importante; él rompió el silencio, con una sonrisa:

—¿Qué es lo que has visto, niña? Tuvo que ser un sueño, ya que esas cosas como los fantasmas y los espectros no existen. De todas maneras, siéntate y cuéntame todo con lujo de detalles.

Así lo hice y, apenas terminé, el Squire reflexionó un instante y le dijo a mi tía:

—Conozco bien ese lugar. El rengo Wyndel me contó que, en tiempos del viejo Sir Oliver, había una abertura en ese rincón, ahí mismo donde ella soñó que mi tía abría una puerta. El rengo tenía más de ochenta años cuando me lo contó y yo era entonces un niño. Veinte años han pasado ya. Se escondían allí las vajillas y las joyas, antes de que hubiese una caja fuerte en el salón de los tapices. El rengo también me contó que la llave era de lata, como la que usted ha encontrado. ¿No sería divertido si hallásemos allí, olvidados, unos diamantes o unas cucharas de plata? Tienes que mostrarnos, niña, el lugar exacto.

Sin muchas ganas, con el corazón en la boca, tomé a mi tía de la mano, subí las escaleras y les mostré a los dos por dónde había entrado la anciana, cuál era el recorrido exacto que ella había hecho y dónde estaba la puerta que yo le había visto abrir.

Había allí, contra la pared, un gran armario vacío. Al correr un poco este mueble, apareció la marca de una puerta clausurada. Alguien había rellenado con madera el hueco de la cerradura para que no llamase la atención; en cuanto a las juntas de la puerta, habían sido disimuladas con una especie de masilla del mismo color del roble. Salvo por unos diminutos goznes que podían verse únicamente de cerca, prestando mucha atención, era imposible detectar la presencia de una puerta.

—¡Vaya! —dijo el Squire—. Parece que es aquí.

En escasos minutos, con ayuda de un formón y un martillo, él retiró el tarugo de madera que había dentro del cerrojo. La llavecita cabía allí a la perfección y, tras un largo crujido, la cerradura cedió y la puerta pudo abrirse.

Había en el interior una segunda puerta, todavía más extraña que la primera, pero sin cerradura y fácil de abrir. Daba a un lugar estrecho, con paredes y bóveda de ladrillo, donde reinaba la penumbra.

Mi tía encendió al fin una vela. Se la dio al Squire y trató, en vano, de espiar por encima de sus hombros, pero ni ella ni yo veíamos nada.

—¡Ajá! —dijo el Squire—. ¿Qué es esto? Pronto, deme el atizador —le ordenó a mi tía.

Entonces, siempre a espaldas de ella, desde un rincón alejado, pude ver que había, hecho un ovillo, una criatura parecida a un simio o a una mujer muy vieja, la criatura más arrugada que jamás hubiese pisado la tierra.

—¡Vaya! —dijo mi tía, mientras le daba el atizador al Squire—. ¡Tenga cuidado, señor! ¿Qué piensa hacer? Mejor salgamos ya mismo y cerremos la puerta.

En lugar de hacerle caso, él avanzó lentamente con el atizador en punta como si fuese una espada. Bastó una débil estocada para que la cosa se desmoronase.

Eran los restos de un niño; los huesos se pulverizaron.

Hubo un momento de silencio. Después el Squire examinó una calavera que yacía en el suelo.

Por más joven que fuera yo entonces, comprendía de sobra lo que ellos dos estaban pensando.

—¡Bueno, era tan sólo un gato muerto! —dijo de pronto el Squire, antes de alejarse de allí, soplar la vela y cerrar la puerta—. Más tarde volveremos usted y yo, Mrs. Shutters, e inspeccionaremos uno por uno los estantes. Antes, hay asuntos más urgentes. Esta niña vuelve ahora mismo a su hogar, ¿no es cierto? A sus honorarios, agréguele un regalo de mi parte —concluyó, dándome una suave palmada en el hombro.

Recibí un bonito billete de una libra y partí una hora más tarde. Tomé la diligencia, feliz de regresar a casa. Tras este incidente, gracias a Dios, no volví a ver nunca más a la señora Crowl, ni en sueños ni convertida en fantasma.

Muchos años después, cuando ya era una mujer, mi tía vino a pasar una noche y un día conmigo en Littleham y me dijo que, sin lugar a dudas, lo que habíamos visto aquel día eran los restos del niño desaparecido tiempo atrás. La anciana lo había encerrado allí, hasta que muriera. Nadie había oído sus gritos, ni sus lamentos, ni los golpes que daba contra las paredes. El sombrero a orillas del lago había sido una artimaña para que todos pensaran que se había ahogado.

Con los años, las ropas del niño se habían reducido a polvo, lo mismo que sus huesos. Pero habían quedado intactos unos botones de jade, un cuchillo con un mango color verde y dos peniques que el pobre llevaba a cuestas en el preciso instante en que lo habían encerrado. Entre los documentos del Squire había un anuncio redactado por el padre tras la desaparición del niño; el hombre creía que el niño se había fugado o que había sido raptado por los gitanos; en el anuncio podía leerse que el niño llevaba consigo un cuchillo de mango verde y que vestía una chaqueta con botones de jade.

Aquí termina la historia y esto es lo que quería contarles acerca de la señora Crowl, de Applewale House.

FIN

  • Autor: Sheridan Le Fanu:

  • Título: El fantasma de la señora Crowl

  • Título Original: Madam Crowl’s Ghost

  • Publicado en: All the Year Round, 31 de diciembre de 1870

  • Traducción: Eduardo Berti

 
 
 

Las noches blancas

Fiódor Dostoyevski


UN RELATO SENTIMENTAL(de los recuerdos de un soñador)


… ¿Acaso fue creado para

existir solo un instante

en compañía de tu corazón…?

I. Turguénev

Noche primera

Hacía una noche extraordinaria, como solo puede hacer, querido lector, cuando somos jóvenes. El cielo estaba tan estrellado y claro que, mirándolo, sin querer te preguntabas: ¿acaso bajo un cielo así puede vivir gente malhumorada y caprichosa? ¡También ésta, querido lector, es una pregunta que se hace uno cuando es muy, muy joven, pero quiera Dios que te la hagas más veces…! Hablando de personas caprichosas y de todo tipo de caballeros malhumorados, no he podido dejar de recordar mi propio proceder con tan buena conducta durante todo ese día. Desde por la mañana me estuvo martirizando una extraña melancolía. De pronto me dio la impresión de que al solitario que era yo todos le habían abandonado y le daban la espalda. Claro que cualquiera estaría en su derecho de preguntar: ¿y quiénes son esos todos? Porque llevo ya ocho años viviendo en San Petersburgo, sin poder fraguar una sola amistad. Pero ¿para qué sirven las amistades? Pues, sin necesidad de ellas, conozco toda la ciudad. Y esta es la razón por la que me dio la impresión de que todos me abandonaban cuando los habitantes de San Petersburgo se levantaban para marcharse a sus casas de campo. Me entró un terrible miedo de quedarme solo y me pasé tres días deambulando por la ciudad sumido en una profunda melancolía, sin comprender qué era lo que me sucedía exactamente. Bien caminando por la avenida Nevski o por el jardín, bien paseando por el muelle, no hallaba ni a una sola de las personas con las que solía encontrarme en esos lugares a la misma hora durante todo el año. Ellos, claro está, no me conocen, pero yo a ellos sí. Los conozco bien. Casi tengo estudiadas sus fisonomías y me alegra verlos cuando están contentos y me entristezco cuando sus semblantes se nublan. Prácticamente me he hecho amigo de un ancianito al que veía en la Fontanka todos los días a la misma hora. ¡Qué rostro tan interesante y pensativo! No cesa de murmurar y mover la mano izquierda, mientras que en la derecha lleva un largo bastón de pomo dorado. Incluso se da cuenta de mi presencia y se alegra de verme. Si algo sucediera y yo no pudiera estar en el lugar conocido de la Fontanka, estoy convencido de que se pondría melancólico. He aquí por qué a veces casi nos inclinamos el uno ante el otro, especialmente cuando estamos de buen humor. Hace poco, cuando estuvimos dos días enteros sin vernos, y nos encontramos al tercero, estábamos a punto de quitarnos el sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo, y bajamos las manos, cruzándonos los dos con manifiesto interés. También conozco las casas. Cuando voy andando, parece que cada una de ellas sale corriendo delante de mí por la calle, me mira con todas sus ventanas faltándole poco para decirme: «¡Hola! ¿Cómo está? ¡Yo también, gracias a Dios estoy bien de salud, y en el mes de mayo me van a añadir una planta más!». O bien: «¿Cómo está? ¡A mí mañana me empiezan a hacer obras!». O incluso: «¡Casi me quemo! ¡Qué susto!», etc. De todas ellas, hay algunas casas por las que tengo predilección y con las que también tengo algo de amistad. Una de ellas está dispuesta a curarse este verano bajo la dirección de un arquitecto. ¡Pasaré por allí a propósito todos los días para ver si le hacen algún trabajo malo! ¡Que Dios la ampare…! Pero jamás olvidaré la historia de una maravillosa casita de color rosa claro. Era una preciosa casita de piedra que a mí me miraba de un modo tan hospitalario, y a sus torpes vecinas con tanto orgullo, que mi corazón se alegraba cuando tenía ocasión de pasar junto a ella. De pronto, la semana pasada, cuando iba por la calle y miré a mi amiga, en tono lastimoso le oí exclamar: «¡Me van a pintar de amarillo!». ¡Malvados! ¡Bárbaros! No se apiadan de nada, ni de las columnas ni de las cornisas, y mi amiga lució un color amarillo canario. Por este motivo casi me da un ataque de bilis y aún no he recobrado fuerzas para encontrarme con esa pobre y desfigurada casa, que pintaron del color que mejor le fuera al cielo del imperio.

De modo que comprenderá usted, lector, de qué manera conozco todo San Petersburgo.

Como ya dije antes, llevaba tres días martirizándome el desasosiego, hasta que me di cuenta de lo que se trataba. También me encontraba mal en la calle (no está éste, tampoco aquel, ¿dónde se habrá metido ese otro?). Y ni siquiera en casa me encontraba a gusto. Dos tardes enteras me he estado preguntando: ¿qué es lo que echaba yo de menos en mi rincón? ¿Por qué me encontraba tan a disgusto en él? Y, sin comprenderlo, observaba sus paredes verdosas, llenas de hollín, el techo cubierto de telas de araña que, con grandes esfuerzos, quitaba Matriona. Miraba los muebles, observaba cada silla pensando si la tristeza pudiera deberse a eso (pues con que hubiera sólo una silla mal colocada, como lo estuvo ayer, yo ya no era el mismo), me asomaba a la ventana, y todo era en vano… ¡Nada me aliviaba! Incluso se me ocurrió llamar a Matriona y al instante la reprendí paternalmente por las telas de araña y el desorden general; pero ella solo me miró con asombro y se dio la vuelta, sin responder palabra, de manera que las telas de araña siguen hasta ahora colgando felizmente en su sitio. Por fin, solo esta mañana me he dado cuenta de lo que se trataba. ¡Eh! ¡Pero si se marchan a sus casas de campo huyendo de mí! Pido disculpas por la trivialidad de la frase, pero hoy no estaba yo para expresarme con estilo pulido… ya que todos cuantos había en San Petersburgo, bien se habían trasladado ya a sus casas de campo, bien lo estaban haciendo ahora; porque cada caballero de buena presencia y buen aspecto que alquilaba un coche se convertía ante mis ojos en el respetabilísimo padre de familia que, después de sus quehaceres y obligaciones rutinarios, se dirigía ligero de equipaje al seno de su familia, a la casa de campo; porque cada uno de los transeúntes tenía ahora un aspecto especialmente particular, al que solo faltaba decirle a quien se cruzara: «Nosotros, caballeros, estamos aquí solo de paso, porque dentro de dos horas nos marchamos a la casa de campo». Si se abría una ventana en la que repiqueteaban unos dedos tan finos y blancos como el azúcar, y se asomaba la cabeza de alguna bella muchacha que llamaba al vendedor ambulante de flores, al instante me daba la impresión de que aquellas flores se compraban sólo por comprar, es decir, que ello en absoluto se hacía para disfrutar del placer primaveral en el corazón de un piso de la capital, y que muy pronto todos se trasladarían a sus casas de campo llevándose consigo las flores. Por si fuera poco, ya había logrado yo tales éxitos en este nuevo tipo de descubrimientos que ya podía, sin temor a equivocarme, y a juzgar simplemente por el aspecto, adivinar en qué casa de campo vivía cada cual. Los habitantes de las islas Kámenny y Aptékarski, o los del camino de Petergof, se distinguían por la delicadeza de sus maneras, por la elegancia de sus trajes y los maravillosos coches con que venían a la ciudad. Los habitantes de Pargólovo y sus afueras, al primer golpe de vista, «impresionaban» por su nobleza y buen porte. El que vivía en la isla de Krestovski se distinguía por su imperturbable y alegre aspecto. Si se me presentaba la ocasión de cruzarme con una larga hilera de transportistas que caminaban perezosamente con las riendas en la mano junto a sus carretas, llenas hasta arriba, con montañas enteras de todo tipo de muebles, mesas, sillas, sofás turcos y de otras procedencias, y todo tipo de artículos domésticos, encima de los cuales, en lo más alto de la carreta, a menudo iba sentada una cocinera bajita, protegiendo los bienes de sus señores como oro en paño; y si se me ocurría mirar a las pesadas barcas llenas de carga doméstica que se deslizaban por el río Nevá, o por la Fontanka, hasta el río Chiorny o hasta las islas, tanto las cargas como las barcas se multiplicaban ante mis ojos, por diez y por cien. Parecía que todo se había levantado y había emprendido el camino, que se trasladaba en caravanas enteras a las casas de campo; parecía que todo San Petersburgo amenazaba con convertirse en un desierto, de modo que al final me sentía avergonzado, incómodo y triste. En verdad, no tenía nada que hacer y ninguna casa de campo a la cual dirigirme. Estaba dispuesto a marcharme con cada carga, irme con cualquier caballero de aspecto honorable que alquilaba un coche. Pero decididamente ninguno me invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si realmente les fuera ajeno.

Estuve andando mucho rato, de modo que ya me había dado tiempo, como me ocurre a menudo, de olvidarme de dónde me encontraba. Cuando quise darme cuenta estaba a las puertas de la ciudad. De pronto sentí alegría, rebasé la barrera del paso a nivel para cruzarla y caminé por entre los campos y praderas sembrados, sin reparar en el cansancio, más bien sintiendo con todo mi cuerpo que me quitaba un peso del alma. Todos los transeúntes me miraban de un modo tan cordial que solo les faltaba saludarme; absolutamente todos estaban por alguna razón tan contentos que todos ellos, sin excluir a ninguno, fumaban puros. También yo estaba tan alegre como no lo había estado hasta entonces. Es como si de pronto me encontrara en Italia… tanta fue la impresión que causó la naturaleza a un caballero enclenque como yo, que estaba a punto de ahogarse entre las paredes de la ciudad.

Hay algo inexplicablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, al comenzar la primavera, de pronto muestra toda su potencia, todas las fuerzas que le deparó el cielo; se reviste toda, se engalana, se llena de abigarradas flores… Involuntariamente, me evoca a una muchacha enfermiza y marchita, a la que unas veces se mira con lástima, otras, con cariño y compadecimiento, otras simplemente uno no se percata de ella; y que de pronto, inesperadamente, se convierte en extraordinariamente bella, y usted, impresionado y extasiado, se pregunta sin querer: ¿qué fuerza ha hecho brillar con fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho sonrosarse esas pálidas y flacas mejillas?, ¿qué cubrió de pasión esos delicados rasgos de la cara?, ¿qué hace que su corazón palpite así?, ¿qué ha suscitado esa fuerza, vida y belleza en el rostro de la pobre joven, obligándolo a iluminarse con esa sonrisa, a revivir con esa resplandeciente y chispeante risa? Uno mira alrededor y busca algo, se da cuenta de algo… Pero pasado un instante, e incluso probablemente al día siguiente, vuelve usted a ver de nuevo la mirada pensativa y despistada de antes, el mismo semblante pálido, la misma humildad y timidez en sus movimientos, e incluso remordimiento y huellas de alguna tristeza mortecina y enojo por un momento de pasión… Y uno siente lástima de que tan pronto, y sin retorno, se haya marchitado aquella instantánea belleza que tan engañosamente y en vano brilló ante usted; se siente triste por no haber tenido tiempo a enamorarse de ella…

Pero ¡a pesar de todo mi noche fue aún mejor que el día! He aquí lo que sucedió.

Regresé a la ciudad muy tarde, y ya habían dado las diez de la noche cuando me propuse volver a mi piso. Mi camino me llevaba a lo largo del muelle del canal, en el que a esas horas no encuentras un alma. A decir verdad, vivo en una zona alejada de la ciudad. Iba caminando y cantando, porque cuando me siento feliz irremediablemente maúllo alguna melodía dentro de mí, como cualquier hombre feliz que no tiene amigos, ni buenos conocidos, y quien en momentos felices de la vida no tiene con quién compartir su alegría. De pronto me sucedió una aventura de lo más inesperada.

Cerca de mí, con los codos en la barandilla del muelle, había una mujer apoyada en la rejilla mirando atentamente las turbias aguas del canal. Llevaba un bonito sombrero de color amarillo y una mantilla muy coqueta de color negro. «Es una joven, y seguramente morena», pensé yo. Al parecer, no se había percatado de mis pasos, y ni siquiera se inmutó cuando pasé junto a ella, con la respiración entrecortada y el corazón palpitando. «¡Qué raro!», pensé, «seguramente estará sumida en algún pensamiento»; y de pronto me detuve como si me hubiera quedado petrificado. Me pareció oír un sordo sollozo. ¡Sí! No me había equivocado: la muchacha estaba llorando, y a cada minuto le sobrevenían sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Y por muy vergonzoso que fuera yo con las mujeres, al tratarse de una cuestión así… me di la vuelta, retrocedí un paso hacia ella y al instante habría querido decirle: «¡Señorita!», de no ser porque esa exclamación había sido miles de veces empleada en todas las novelas rusas de alta sociedad. Eso fue lo único que me detuvo. Pero, mientras rebuscaba la palabra, la muchacha se repuso, se dio la vuelta, se percató de mi presencia, bajó la mirada y me esquivó por el muelle. Yo la seguí al instante, pero ella se dio cuenta, abandonó el muelle, cruzó la calle y siguió caminando por la otra acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. Mi corazón se estremecía como el de un pajarillo recién capturado. De pronto un suceso salió en mi ayuda.

Al otro lado de la acera, cerca de mi desconocida, de repente apareció un caballero vestido de frac, entrado en años, aunque con unos andares poco nobles. Iba tambaleándose y apoyándose cuidadosamente sobre la pared. La muchacha, por el contrario, caminaba como una flecha, deprisa y tímidamente, tal y como andan todas las jóvenes que no desean que alguien les ofrezca acompañarlas de noche a su casa, y claro está que el caballero que se tambaleaba no la habría alcanzado por nada del mundo, si en mi destino no se hubiera interpuesto una artificiosa estratagema. De pronto, sin decir palabra, el caballero arrancó a correr tras la joven para alcanzar a mi desconocida. Ella caminaba tan rauda como el viento, pero el tambaleante caballero que iba en pos de ella la alcanzó, la muchacha lanzó un grito… y ¡yo bendigo el destino por llevar en aquella ocasión un bastón de nudos en mi mano derecha! Al instante me encontré en la otra acera y el inesperado caballero enseguida comprendió de qué se trataba, y se percató de mi irrebatible motivo. No dijo palabra, se quedó rezagado, y solo cuando ya estábamos muy lejos comenzó a protestar, insultándome en unos términos muy enérgicos. Pero sus palabras apenas llegaban hasta nosotros.

—Deme la mano —dije yo a mi desconocida—, y él ya no se atreverá a molestarla.

Ella en silencio me dio su mano todavía temblorosa por el miedo y el sobresalto. ¡Oh, inesperado caballero, cuánto te agradecí aquel momento! La miré de soslayo: era muy bella y morena: había acertado; en sus negras pestañas todavía brillaban lágrimas de un reciente disgusto o alguna desgracia acaecida. No lo sé. Pero en sus labios ya resplandecía una sonrisa. También ella me miró a hurtadillas. Se sonrojó ligeramente y bajó la mirada.

—Lo ve. ¿Por qué me rehuyó usted antes? Si yo hubiera estado aquí, nada habría ocurrido…

—Pero si yo no le conocía: pensaba que usted también…

—Pero ¿acaso me conoce ahora?

—Un poco. Por ejemplo, ¿por qué está usted temblando?

—¡Oh! ¡Ha acertado al primer golpe de vista! —respondí yo, completamente entusiasmado de que mi muchacha fuera inteligente: eso nunca estorba a la belleza—. Pero si desde el primer momento se dio cuenta usted de con quién trataba. Es cierto, soy tímido con las mujeres. No estoy menos turbado que usted hace un momento, cuando ese caballero le dio el susto… Ahora estoy algo avergonzado. Parece un sueño, y ni siquiera en un sueño podría presentárseme la idea de hablar con una mujer.

—¿Cómo es eso? ¿Es cierto…?

—Y si mi mano está temblorosa es porque nunca había cogido una mano tan agradable y pequeñita como la suya. He perdido la costumbre de tratar con las mujeres; quiero decir que nunca he tratado con ellas, soy un solitario… Si ni siquiera sé cómo hablarles. He aquí que no sé cómo dirigirme a ellas. Tampoco sé ahora mismo si le habré dicho alguna tontería. Dígamelo directamente; se lo aseguro, no soy de los que se ofenden…

—No, nada, nada, al contrario. Y si usted exige que yo sea sincera, entonces le diré que a las mujeres les gusta este tipo de timidez; y si desea saber algo más, le diré que también a mí me gusta, y no le echaré de mi lado hasta llegar a casa.

—Va a conseguir usted que deje de sentirme intimidado —empecé a decirle entusiasmado— y de tener vergüenza al momento, y entonces ¡adiós a todos mis procedimientos…!

—¿Procedimientos? ¿Qué procedimientos? Y ¿para qué? Esto ya sí es una tontería.

—Yo tengo la culpa, se me ha escapado. Pero ¿cómo quiere que en un momento así no tenga yo algún deseo…?

—¿De agradar, acaso?

—Pues sí; pero, por favor, tenga usted la bondad. ¡Júzgueme tal y como soy! Porque yo ya tengo veintiséis años, y jamás he tratado con nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con habilidad y oportunamente? A usted le resultará más cómodo cuando todo quede explicado con claridad… No sé callar cuando me habla el corazón. Bueno, si da lo mismo. ¡Créame que no he conocido jamás a ninguna mujer! ¡Jamás! ¡No he conocido a ninguna! Y no hago más que soñar que finalmente algún día me encontraré con alguien. ¡Oh! ¡Si supiera cuántas veces he estado enamorado de ese modo…!

—Pero ¿cómo? ¿De quién?

—Pues de nadie, de un ideal, de la que se me aparece en sueños. Creo en mi imaginación novelas enteras. ¡Oh, usted no me conoce! A decir verdad, sí he conocido a dos o tres mujeres, pero ¡qué mujeres! Son una especie de patronas que… Le voy a hacer reír si le cuento que en unas cuantas ocasiones estuve tentado de entablar una conversación (así, por las buenas) con alguna aristócrata en la calle, cuando estaba ella sola, claro está; entablar una conversación tímida, respetuosa y apasionadamente; decirle que me muero de soledad, que no me eche de su lado, que no tengo posibilidad de conocer a mujer alguna; infundirle, incluso, que está obligada como mujer a no despreciar una petición tan tímida que procede de alguien tan infeliz como yo. Que, finalmente, cuanto estoy pidiendo se limita únicamente a dirigirme un par de palabras amistosas, participando, sin echarme desde el primer momento de su lado; a creer en lo que digo, escucharme, reírse de mí, si viniera al caso, a que me diera esperanzas, que me dijera un par de palabras, solo un par, ¡aunque después ya no nos volviéramos a ver más…! Pero se ríe usted… Por lo demás, hablo solo para hacerla reír…

—No se enoje; me río porque es usted su propio enemigo, y si lo intentara lo conseguiría, aunque la ocasión surgiera en la calle: cuanto más sencillo, mejor… Ninguna mujer buena, a menos que fuera una estúpida, o estuviera especialmente enfadada por algo en aquel momento, se decidiría a echarle de su lado sin haberle dejado pronunciar esas dos palabras que usted suplica tan tímidamente… ¡Además, quién soy yo para hablar! Lo más probable es que lo tomara por un loco. Pero juzgo por mí misma. ¡Como si yo supiera mucho de cómo vive la gente en este mundo!

—¡Oh, se lo agradezco! —exclamé yo—, ¡no sabe cuánto ha hecho ahora por mí!

—¡Está bien! ¡Está bien! Pero, dígame, ¿por qué ha sabido que yo era una de esas mujeres con las que… bueno, bueno, a las que considera dignas… de atención y amistad… en una palabra, que no era una patrona, como usted las llama? ¿Por qué ha decidido acercarse a mí?

—¿Que por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted sola y aquel señor era excesivamente atrevido, y ahora es de noche: reconózcalo, tenía que hacerlo…

—No, no, antes de eso, estando allí, en la otra acera. Porque usted quería acercarse a mí, ¿no es cierto?

—¿Allí, en aquella acera? A decir verdad, no sé qué decir; temo… ¿Sabe una cosa? Hoy me he sentido feliz; iba caminando y cantando. Estuve en las afueras de la ciudad; hasta ahora no había sentido momentos tan felices. Usted… a mí, puede que me haya parecido… Bueno, disculpe si se lo recuerdo: me pareció que estaba usted llorando, y no podía oírlo… el corazón se me estremeció… ¡Oh, Dios mío! Bueno, pues sí, ¿acaso no podía sentir lástima hacia usted? ¿Acaso sería un pecado sentir hacia usted una compasión fraternal…? Perdone, he dicho compasión… Bueno, pues sí, en una palabra, ¿acaso podía ofenderla porque involuntariamente se me ocurriera acercarme a usted…?

—Déjelo, ya es suficiente, no hable más… —dijo la muchacha, bajando la mirada y apretando mi mano—. La culpa es mía por haber empezado a hablar de eso; pero estoy contenta de no haberme confundido respecto a usted… Bueno, pues ya he llegado a casa. Tengo que ir por aquí, por esta callejuela. Estoy a dos pasos… Adiós, le agradezco…

—Pero ¿acaso es posible que no nos volvamos a ver más…? ¿Es que esto se va a quedar así?

—Lo ve —dijo la muchacha sonriendo—, usted deseaba primero intercambiar solo un par de palabras, y ahora… Por lo demás, no le prometo nada… Puede que nos encontremos…

—Vendré aquí mañana —dije yo—. ¡Oh, disculpe, ya estoy exigiendo…!

—Sí, es usted muy impaciente… casi está exigiendo…

—¡Escuche, escuche! —la interrumpí—. Discúlpeme si de nuevo le digo algo por el estilo… Pero atienda una cosa: no podré dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador; tengo tan poca vida privada, y unos minutos como estos, como los de ahora, se me presentan en tan escasas ocasiones que no puedo dejar de repetirlos en mis pensamientos. Estaré soñando con usted toda la noche, toda la semana y el año entero. Irremediablemente vendré aquí mañana, exactamente aquí, a este mismo lugar, a la misma hora, y seré feliz recordando lo de ayer. Este lugar ya me es querido. Tengo dos o tres lugares de estos en San Petersburgo. En una ocasión hasta lloré recordando algo, igual que usted… ¿Quién sabe? Puede que usted, hace diez minutos, también llorara recordando algo… Pero discúlpeme, de nuevo se me ha pasado; puede que usted en alguna ocasión haya sido especialmente feliz aquí…

—Está bien —dijo la joven—, a lo mejor yo también vendré aquí mañana, a las diez. Veo que ya no se lo puedo prohibir… La cuestión está en que tengo que estar aquí; no piense que le estoy citando. Le aseguro que yo tengo que estar aquí. Bueno… se lo diré directamente: no estaría mal que también viniera usted. Por un lado, de nuevo podríamos tener algún disgusto como el de hoy, y por otro… en una palabra, simplemente me gustaría verle… para intercambiar con usted un par de palabras. Pero, lo ve, ¿no me estará juzgando usted ahora? ¿No se pensará que estoy dándole una cita con mucha ligereza…? Yo se la daría, a no ser… Pero ¡que eso sea un secreto mío! Antes de todo una condición…

—¡Una condición!… Dígala, cuénteme, cuéntemelo todo. Estoy dispuesto a todo, a todo —exclamé yo entusiasmado—. Yo respondo por mí: seré obediente, respetuoso… Usted me conoce…

—Porque le conozco, le estoy invitando mañana —dijo la muchacha sonriendo—. Le conozco perfectamente. Pero tenga en cuenta una cosa, venga con una condición. Sobre todo (sea amable y cumpla lo que le pida: está viendo que le hablo con franqueza): no se enamore de mí… Eso está prohibido, se lo aseguro. Estoy dispuesta a una amistad, y aquí tiene mi mano… Pero ¡no se enamore, se lo ruego!

—¡Se lo juro! —exclamé yo cogiéndole la mano…

—Es suficiente. No jure, porque sé que es usted capaz de estallar como la pólvora. No me juzgue por hablar así. Si usted supiera… Tampoco yo tengo a nadie con quien intercambiar palabra, y a quien pedirle un consejo. Claro está que no iba a buscar un consejero en la calle, pero usted es una excepción. Le conozco como si fuéramos amigos desde hace veinte años… ¿Verdad que no va usted a cambiar?

—Ya lo verá… sólo que no sé cómo sobreviviré estas veinticuatro horas.

—¡Que tenga un feliz sueño! Buenas noches; y recuerde que ya he confiado en usted. Pero hace un rato lanzó usted una exclamación tan hermosa que ¡acaso hay que dar explicaciones de cada sentimiento, incluso en el sentido fraternal! ¿Sabe una cosa? Lo expresó usted de una forma tan bella que al instante se me pasó por la cabeza la idea de confiar en usted…

—¡Por el amor de Dios! Pero ¿de qué se trata? ¿Qué es?

—Hasta mañana. Que de momento sea un secreto. Será mejor para usted; aunque lejanamente se parezca a una novela. Puede que se lo diga mañana y puede que no… Todavía tengo que hablar más con usted, conocernos mejor…

—¡Oh, sí! Mañana le contaré todo sobre mi persona. Pero ¿qué es esto? ¡Parece que me está sucediendo un milagro…! ¿Dónde estoy? ¡Dios mío! Pero, dígame, ¿acaso no está satisfecha de sí misma por no haberse enfadado conmigo como lo hubiera hecho otra mujer? ¿Por no haberme rechazado desde el primer momento? Dos minutos, y me ha convertido usted para siempre en una persona feliz. ¡Sí! ¡Feliz! ¿Quién sabe? Puede que me haya reconciliado conmigo mismo y haya resuelto mis dudas… Es posible que me sobrevengan minutos de esa naturaleza… Pero bueno, ya mañana le contaré todo, y usted lo sabrá todo, todo…

—Está bien, estoy de acuerdo. Empezará usted.

—Estoy conforme.

—¡Adiós!

Y nos despedimos. Estuve deambulando toda la noche. No me decidía regresar a casa. ¡Estaba tan feliz…! ¡Hasta mañana!

Noche segunda

—¡Bueno, ya veo que ha sobrevivido! —me dijo ella sonriendo y estrechándome las manos.

—Llevo aquí ya dos horas. ¡No sabe cómo lo he pasado durante el día!

—Lo sé, lo sé… pero vayamos al asunto. ¿Sabe por qué he venido? Pues no para decir cosas absurdas como ayer. Mire una cosa: debemos actuar con más inteligencia. Estuve dando muchas vueltas a todo esto ayer por la noche.

—¿En qué aspecto he de actuar con más inteligencia? Por mi parte, estoy dispuesto. Pero, a decir verdad, nunca en la vida me han ocurrido cosas tan sensatas como las de ahora.

—¿De veras? En primer lugar, se lo suplico, no me apriete tanto las manos; y en segundo lugar, le confieso que hoy he estado pensando durante mucho rato en usted.

—Y bien, ¿qué ha concluido?

—¿Qué he concluido? He concluido que es preciso comenzar por el principio, porque hoy he decidido que usted es completamente desconocido para mí, y que ayer me comporté como una cría, una jovencita; claro está, mi buen corazón tiene la culpa de todo. Es decir, yo me alabé, como siempre sucede cuando uno empieza a examinar su vida. Y por ello, para enmendar el error, he decidido enterarme ahora acerca de su vida de la manera más detallada posible. Y como no tengo a nadie que me la cuente, deberá hacerlo usted mismo, para que se conozca todo el intríngulis. Por ejemplo, ¿qué tipo de persona es usted? ¡Vamos! ¡Cuente su historia!

—¡Historia! —exclamé yo asustado—. ¡Historia! Pero ¿quién le ha dicho que yo tengo una historia? No tengo historia…

—Entonces, ¿cómo ha vivido usted sin una historia? —interrumpió ella, sonriendo.

—Pues ¡sin historia alguna! Como dicen aquí, simplemente viviendo, es decir, completamente solo; solo del todo. ¿Comprende lo que quiere decir solo?

—Pero ¿cómo que solo? ¿Quiere decir que jamás ha visto a nadie?

—¡Oh, no! Veía a gente, pero a pesar de todo estaba solo.

—Pero ¿acaso no habla usted con nadie?

—En sentido estricto, con nadie.

—Entonces, explíquese: ¿quién es usted? Espere, yo misma lo adivinaré: usted, al igual que yo, tiene una abuela. La mía es ciega y lleva toda la vida sin dejarme ir a ninguna parte, de modo que hasta casi se me olvida hablar. Y cuando hace dos años hice una trastada, al darse ella cuenta de que no había forma de sujetarme, cosió mi vestido al suyo con un imperdible y así nos pasamos sentadas días enteros; ella tejiendo calcetines aunque esté ciega, y yo junto a ella, cosiendo o leyendo un libro en voz alta. De esta forma tan rara, llevo ya dos años prendida con un imperdible a su vestido…

—¡Oh, Dios mío, qué desgracia! Pues no, yo no tengo una abuela como la suya.

—Y si no es así, ¿cómo puede quedarse sentado en casa…?

—Espere, ¿quiere saber quién soy?

—¡Pues sí!, ¡sí!

—¿En el estricto sentido de la palabra?

—¡En el más estricto!

—Disculpe, soy… un tipo.

—¡Un tipo, un tipo! ¿Qué tipo? —exclamó la muchacha riéndose como si no tuviera oportunidad de reírse así durante todo el año—. Pero ¡si es muy divertido estar con usted! Mire: aquí hay un banco. ¡Sentémonos! ¡Por aquí no pasa nadie y nadie nos oirá! ¡Comience ya a contar su historia! Porque usted no me convencerá, tiene una historia, solo que la está ocultando. En primer lugar, ¿qué es un… tipo?

—¿Un tipo? Un tipo es algo original, un hombre muy gracioso —respondí yo, soltando una carcajada a continuación de su risa infantil—. Es un tipo de carácter. Escuche: ¿sabe usted lo que es un soñador?

—¿Un soñador? Disculpe, ¿cómo no iba a saberlo? ¡Yo misma soy una soñadora! Algunas veces, mientras estoy sentada junto a la abuela, hay que ver la de ideas que me vienen a la cabeza. Te pones a soñar y te quedas tan ensimismada en los pensamientos que vas y te casas con un príncipe chino… ¡O quizás no, sabe Dios! Especialmente cuando tienes en qué pensar sin necesidad de recurrir a eso —añadió la joven esta vez con un tono bastante serio.

—¡Excelente! Puesto que si en una ocasión se casó con un emperador chino, en tal caso, me entenderá a la perfección. Escuche… Pero permítame: si todavía no sé cómo se llama usted.

—¡Por fin! ¡A buenas horas!

—¡Ay, Dios mío!; es que no me dio por pensar en ello, me encontraba muy a gusto sin necesidad de saberlo…

—Me llamo Nástenka.

—¡Nástenka! Y ¿nada más?

—Nada más. ¿Acaso es poco? ¡Qué insaciable es usted!

—¿Que si es poco? Mucho, mucho, al contrario, es muchísimo, Nástenka. Es usted una muchacha muy bondadosa, ya que desde el principio ha sido Nástenka para mí.

—¡Eso es! ¡Bueno!

—Pues bien, escuche, Nástenka, qué historia más ridícula me va a salir.

Me senté junto a ella, adopté una pose entre pedante y seria y comencé a hablar como si estuviera leyendo un libro:

—Hay en San Petersburgo, Nástenka, si no lo sabe usted, unos rincones bastante curiosos. En esos lugares parece que no asoma el mismo sol que para el resto de los petersburgueses, sino otro, nuevo, como si se encargara a propósito para esos rincones, luciendo con una luz diferente, muy particular. En esos rincones, querida Nástenka, se vive de una forma completamente diferente que en nada se parece a la que bulle en torno a nosotros, sino que por el contrario se vive una vida que bien pudiera transcurrir en otro reino desconocido, y no aquí en este tiempo tan tremendamente serio. Pues precisamente esa vida viene a ser una mezcla de algo puramente fantástico, ardiente e ideal, con (¡oh, Nástenka!) algo terriblemente prosaico y corriente, por no decir trivial hasta más no poder.

—¡Uf! ¡Oh, Dios mío! ¡Vaya introducción! ¿Qué es lo que oigo?

—Lo que oye usted, Nástenka (creo que jamás me cansaría de llamarla Nástenka). Sí, lo que oye usted es que en esos rincones vive gente rara, soñadora. El soñador, si es necesario definirlo con más precisión, no es un hombre, sino, si quiere saberlo, un ser de género neutro. Se ubica generalmente en algún rincón inaccesible, como si se escondiera del mundo, y se introduce en él apegándose a su rincón como un caracol, o al menos pareciéndose mucho a ese curioso animal que es casa y animal a la vez, como la tortuga. ¿Por qué cree usted que ama tanto sus cuatro paredes, pintadas precisamente de verde, cubiertas de hollín, tristes e inadmisiblemente impregnadas de tabaco? ¿Por qué ese ridículo caballero, cuando le visita alguno de sus pocos conocidos (y lo que sucede es que se queda sin amigos), lo recibe de un modo tan tímido, demudándosele la cara y quedándose tan azorado como si acabara de cometer un crimen entre esas cuatro paredes, o de hacer unos billetes falsos o algunos versos para enviar a una revista con carta anónima, dejando constancia en ella de que el verdadero poeta ha muerto y de que su amigo considera un deber sagrado publicar sus versos? ¿Por qué, dígame, Nástenka, no fluye la conversación entre esos dos interlocutores? ¿Por qué ni la risa ni una palabra alegre salen de la boca del desconcertado compañero que acababa de irrumpir en su casa, y al que en otras ocasiones le gusta tanto la risa como las palabras alegres, así como las conversaciones sobre el bello sexo, y otros temas amenos? ¿Por qué, finalmente, ese compañero, al que probablemente conociera no hace mucho, ya en su primera visita (dado que no habrá otra, pues el compañero ya no volverá más), se queda tan confuso, petrificado, con lo ocurrente que es (¡eso solo si lo es!), al mirar la cara de zozobra del dueño, a quien a su vez ya le dio tiempo a quedarse completamente confuso, embrollarse tras los gigantescos y vanos esfuerzos de allanar y adornar la conversación, mostrándole a su vez desde su perspectiva los conocimientos que tiene de la sociedad, y hablarle de la belleza del sexo opuesto, aunque solo fuera por agradar con este humilde gesto al pobre hombre que cayó en un lugar inapropiado visitándole por error? ¿Por qué razón el huésped de pronto coge su sombrero y sale apresuradamente acordándose de un asunto muy importante, que jamás existió, y libera como puede su mano de los calurosos apretones del dueño, que por todos los medios intenta demostrar su arrepentimiento y enderezar el asunto? ¿Por qué el compañero que sale de su casa suelta una carcajada al cerrar la puerta, y se da palabra de no volver a entrar en casa de ese ser tan estrafalario, aunque éste, en esencia, sea un joven maravilloso que a su vez no puede dejar de imaginar algo caprichoso: de comparar, aunque sea muy lejanamente, la fisonomía de su compañero de conversación durante el tiempo que duró la visita con el aspecto de aquel gatito infeliz al que estrujaron los niños, espachurrándolo y ofendiéndolo de todas las maneras posibles, tomándolo a la fuerza como presa, confundiéndole hasta más no poder, para meterse finalmente debajo de una silla, en la oscuridad, donde se vio obligado a pasar una hora entera, con el pelo erizado, bufando y lavando con sus dos patitas su ofendido hociquito; y que, transcurrido un buen rato, mira hostil el mundo y la vida, e incluso los restos de la comida de los señores que le lleva la compasiva ama de llaves?

—Escuche —interrumpió Nástenka, que durante todo ese tiempo estuvo escuchándome asombrada y boquiabierta—. Escuche: ignoro por completo por qué ha sucedido todo esto y por qué me hace usted preguntas tan ridículas. Pero de lo que estoy segura es de que todas esas aventuras de cabo a rabo le ocurrieron irremediablemente a usted.

—Sin duda alguna —respondí yo con cara muy seria.

—Pues, si no cabe duda, entonces continúe —respondió Nástenka—, porque tengo muchas ganas de saber cómo termina eso.

—¿Desea saber, Nástenka, lo que hacía nuestro héroe en su rincón, o mejor dicho, yo, porque el héroe de todo esto soy yo, con la particular timidez que me caracteriza? ¿Quiere saber por qué me había alarmado y turbado tanto durante el resto del día la inesperada visita del compañero? ¿Desea saber por qué me estremecí y me sonrojé tanto al abrir la puerta de mi casa? ¿Por qué no supe recibir la visita y me sentí morir, avergonzado bajo el peso de mi propia hospitalidad?

—Pues ¡sí! ¡Sí! —respondió Nástenka—, en ello está la cuestión. Escuche: usted lo narra maravillosamente, pero ¿no se podría contar de un modo más sencillo? Porque habla usted como si leyera un libro.

—¡Nástenka! —le respondí con voz grave y severa, sin poder apenas aguantar la risa—. ¡Querida Nástenka, sé que lo cuento muy bien, pero siento no poder contarlo de otro modo! Ahora, querida Nástenka, me parezco al espíritu del rey Salomón, que permaneció durante mil años encerrado en una urna bajo siete sellos, y al que finalmente liberaron. Y ahora, cuando nos hemos encontrado de nuevo tras una larga separación… porque yo ya la conozco desde hace mucho, y porque desde hace tiempo estuve buscando a alguien, lo que significa que la estuve buscando precisamente a usted y que nos estaba destinado encontrarnos; ahora en mi cabeza se han abierto miles de válvulas y tengo que derramar un río de palabras, pues de lo contrario me ahogaría. De manera que le suplico que no me interrumpa, Nástenka, sino que me escuche paciente y atentamente. De lo contrario, me callaré.

—¡De ninguna manera! ¡Hable! Ahora no diré ni una palabra.

—Continúo: hay en el día, mi querida amiga Nástenka, una hora que yo adoro extraordinariamente. Viene a ser la hora en que la gente termina casi todos sus quehaceres, obligaciones y deberes, y todos corren deprisa hacia sus casas para comer, descansar, y, mientras tanto, él camina y se inventa otros temas divertidos relacionados con la tarde, la noche y el tiempo restante. A esa hora, también nuestro héroe, y permítame, Nástenka, hablar en tercera persona, porque en primera me resultaría tremendamente bochornoso contarle todo esto, de modo que a esa hora, nuestro héroe, que también tiene cosas que hacer, va caminando con los demás. Pero un extraño sentimiento de satisfacción juguetea en su semblante pálido y ligeramente arrugado. Mira con indiferencia el crepúsculo vespertino que se apaga lentamente en el frío cielo petersburgués. Miento cuando digo que mira. Porque no mira, sino que contempla inconscientemente como si a la vez estuviera cansado o ensimismado en alguna otra cuestión más interesante, de modo que solo de pasada, y casi involuntariamente, repara en lo que le rodea. Se siente satisfecho porque ha finalizado hasta mañana los asuntos que le resultan tediosos, y está tan contento como un colegial al que liberan del pupitre para que se distraiga con travesuras y juegos divertidos. Mírele de reojo, Nástenka: al instante verá que la alegría ya afectó felizmente a sus débiles nervios y su fantasía, enfermizamente irritada. Y he aquí lo que piensa… ¿Cree usted que en la comida? ¿En la tarde de hoy? ¿Qué es lo que mira de ese modo? ¿A ese caballero de tan buen aspecto cual si estuviera plasmado en un cuadro, inclinándose ante la dama que acaba de pasar junto a él en un espléndido coche de veloces caballos? No, Nástenka, ¡qué le importan todas esas pequeñeces! Ahora ya es rico con su particular vida. De repente parece convertirse en un hombre rico, y el rayo de despedida del sol que se apaga no brilló en vano alegremente delante de él, sino que suscitó en su cálido corazón todo un enjambre de recuerdos. Ahora apenas se fija en aquel camino en el que antes le podía sorprender la cosa más nimia. Ahora la diosa Fantasía (si ha leído usted a Zhukovski, querida Nástenka) ya bordó con caprichosa mano su pátina de oro, desplegando ante él bordados de una vida desconocida, extravagante; y ¿quién sabe?, puede que lo transporte con su mágica mano hasta el séptimo cielo de cristal, arrancándole del espléndido suelo de granito por el que está caminando. Intente detenerle ahora y pregúntele: ¿dónde se encuentra ahora y por qué calles caminó? Probablemente no recuerde nada, ni por dónde anduvo, ni dónde se encuentra ahora, y, sonrojándose de angustia, mentiría ligeramente para salvar las apariencias. Esa es la respuesta a por qué se estremeció casi hasta gritar al mirar temeroso alrededor cuando una distinguida anciana que se había equivocado de camino le detuvo cortésmente en la acera para preguntarle por una calle. Sigue adelante con el entrecejo arrugado sin percatarse apenas de que más de un transeúnte sonrió al verle, volviéndose para mirarle, y de que alguna pequeña, que le cedió tímida el paso, soltó una carcajada al mirar con ojos como platos su amplia sonrisa contemplativa y sus gestos de manos. Y, sin embargo, esa misma Fantasía arrancó también en su vuelo juguetón a la anciana, a los curiosos transeúntes, a la niña que se rio, y a los muzhiks que se pasan la tarde en sus barcas que invaden la Fontanka (supongamos que en ese momento nuestro héroe está pasando por ella), prendiendo traviesamente todo y a todos en su cañamazo como moscas en una tela de araña. Con su nueva adquisición, el estrafalario entra en su acogedora madriguera, se sienta a cenar, termina, y solo regresa a la realidad cuando la pensativa y siempre triste Matriona, que le sirve, haya recogido la mesa y entregado la pipa. Es cuando se despabila y con sorpresa recuerda que ya cenó, completamente abstraído de cómo había transcurrido aquello. La habitación se queda a oscuras. Siente vacío y tristeza en su alma. Todo un reino de sueños se acaba de derrumbar alrededor de él, destruyéndose sin dejar huella, sin ruido ni estrépito, pasando junto a él como una visión, sin que él mismo pueda recordar lo que ha visto. Pero una sensación oscura hace gemir y atormentar su pecho. Una sensación nueva que tienta e irrita su fantasía suscita imperceptiblemente todo un enjambre de nuevos espectros. El silencio reina en la pequeña habitación. La soledad y la pereza acarician la fantasía. Esta se enciende con suavidad, y se pone ligeramente en ebullición como el agua en la tetera de la vieja Matriona, que prosigue tranquilamente con sus quehaceres en la cocina, preparando el café. He aquí que ya se empieza a abrir camino entrecortadamente, y el libro cogido sin finalidad alguna y al azar le resbala entre las manos a mi soñador, que no ha llegado ni a la tercera página. Su imaginación de nuevo está lista para despertar, suscitarse, y de pronto otra vez un nuevo mundo, una nueva y maravillosa vida brilla junto a él en su centelleante perspectiva. ¡Un nuevo sueño, una nueva vida! ¡Una nueva dosis de un veneno refinado y voluptuoso! ¡Oh! ¡Qué le importa nuestra vida real! Para su mirada cautiva, usted y yo, Nástenka, llevamos una vida perezosa, lenta y desvaída. ¡Para su mirada, todos nosotros estamos tan descontentos de nuestro destino y tan fatigados de nuestra vida! Y, verdaderamente, fíjese y verá cómo en realidad, al primer golpe de vista, todo entre nosotros parece frío, lúgubre, como si estuviéramos enfadados… «¡Pobres!», piensa mi soñador. Y no es de extrañar que piense así. ¡Fíjese en esas visiones mágicas! ¡De qué modo tan encantador, con qué filigranas, y de qué manera tan caprichosa e ilimitada se compone ante él un cuadro mágico y animado, donde en primer plano y en primera persona, evidentemente, aparece él, nuestro soñador, con su especial particularidad! ¡Fíjese en qué diferentes acontecimientos, y qué infinito enjambre de sueños ardientes! Tal vez se pregunte usted qué está soñando. ¿Para qué preguntarlo? Pues sueña con todo, con el destino del poeta, desconocido al principio y coronado después; con la amistad de Hoffmann; con la noche de san Bartolomé, con la Diana de Vernon, con el papel heroico ante la toma de Kazán por Iván Vasílievich; Clara Mowbray, Effie Deans, el concilio de los prelados y Huss ante ellos, con la rebelión de los muertos en la obertura (¿se acuerda de la música?: ¡huele a cementerio!) con Minna y Brenda, la batalla de Berezina, la lectura del poema en casa de la condesa V. D., con Danton, con Cleopatra, e i suoi amantiLa casita en Kolomna, de Pushkin, con su rinconcito junto a un ser querido, que le escucha en una tarde de invierno con los ojos y la boca abiertos, tal y como me escucha usted ahora, mi pequeño ángel… ¡No, Nástenka, qué más le da, qué le importa al voluptuoso holgazán esta vida, a la que tanto nos aferramos! Él piensa que esta vida es pobre y triste, sin adivinar que también le llegará el día en que suene la hora fatal, en que por un día de esta triste vida entregaría él todos sus años fantásticos, y no ya a cambio de la alegría o la felicidad, pues no tendría preferencias en esa hora de tristeza, arrepentimientos y dolor sin obstáculos. Pero, hasta que llegue ese momento amenazador, no desea nada, pues está por encima de los deseos porque lo tiene todo, está saciado, él mismo es el artífice de su vida, que va creando a su antojo a cada momento. ¡Y es que ese mundo de cuento y fantasía se va creando de un modo tan fácil y natural! Como si realmente todo ello no fueran visiones. Pero a decir verdad está dispuesto a aceptar, en ese momento, que toda esa vida no es efecto de la excitación de los sentidos, sino que todo ello es verdaderamente real, auténtico y tangible. Y ¿por qué, dígame, Nástenka, por qué durante esos minutos se le estremece el alma? ¿Por qué tipo de magia o voluntad invisible se le acelera el pulso, las lágrimas brotan de los ojos del soñador, arden sus pálidas y humedecidas mejillas y toda su existencia se llena de ese irresistible deleite? ¿Por qué noches enteras de insomnio duran un instante, lleno de inagotable alegría y felicidad, y cuando en su ventana brilla el alba con su rayo de color rosa iluminando al amanecer la sombría habitación con una luz incierta y fantástica, como ocurre en nuestras casas de San Petersburgo, nuestro soñador, fatigado y agotado, se deja caer sobre la cama para quedarse dormido con el alma presa de éxtasis por la enfermiza exaltación de su espíritu y el dulce y agotador dolor de su corazón? Sí, Nástenka, nuestro héroe le hace involuntariamente creer a uno que una pasión verdadera y genuina le atormenta el alma, cree que hay algo vivo, tangible, en sus sueños incorpóreos. ¡Y, sin embargo, qué engaño! El amor ha penetrado en su pecho con toda su inagotable alegría y sus agotadores sufrimientos… Basta mirarle para convencerse. ¿Podrá creer al mirarle, querida Nástenka, que realmente jamás conoció a la que tanto amó en sus frenéticos sueños? ¿Acaso solo la vio en sus seductoras visiones y solo ha soñado esa pasión? ¿Es posible que de veras no hayan caminado cogidos de la mano en todos los años de su vida, solos los dos, dejando el mundo a un lado y uniendo cada uno su mundo y su vida con los del compañero? ¿Acaso no era ella quien, a última hora de la separación, estaba apoyada en su pecho sollozando y triste, sin oír la tormenta que se preparaba bajo el cielo amenazador, ni el viento que le arrancaba las lágrimas de sus negras pestañas? ¿Acaso todo ello había sido un sueño? ¡Y ese jardín, melancólico, abandonado y salvaje, con sus caminitos cubiertos de musgo, solitario y sombrío, donde tanto pasearon los dos, presos de esperanza y melancolía y amándose tan intensamente el uno al otro, «tanto tiempo y con tanta ternura»! ¿Y aquella extraña y vieja casa, en la que durante tanto tiempo vivió ella en soledad y tristeza junto a su viejo y lúgubre marido, eternamente callado y bilioso, que los asustaba como a niños tímidos que ocultaban el amor que se tenían? ¡Cómo sufrían! ¡Cómo temían y qué puro e inocente era su amor! ¡Y, por supuesto, Nástenka, qué malvada era la gente! ¡Dios mío! ¿Acaso él no la encontró a ella después lejos de su tierra, bajo un cielo extraño, meridional y cálido, en una ciudad maravillosa y eterna, en el esplendor de un baile, bajo el estruendo de la música, en un palazzo, «precisamente un palazzo», ahogado en el mar de luces, sobre un balcón cubierto de mirto y rosas, en el que ella, reconociéndole, se quitó apresuradamente la máscara y susurrando: «¡Soy libre!» se lanzó temblorosa a sus brazos? Y exclamando de entusiasmo, abrazándose los dos, se olvidaron por un instante de la pena, la separación, los sufrimientos, la casa lúgubre, el anciano y el jardín sombrío en la lejana tierra, y del banco en que, tras el último beso apasionado, ella se arrancó de sus brazos petrificados por la tristeza y la desesperación… ¡Oh!, reconocerá, Nástenka, que uno se agitará, se turbará y se ruborizará como un colegial que acaba de meter en su bolsillo la manzana robada del jardín vecino cuando un muchacho alto y fuerte, juguetón y bromista, su amigo anónimo, abre la puerta y grita como si nada pasara: «¡Hermano, acabo de llegar de Pavlovsk!». ¡Dios mío! ¡Ha muerto el viejo conde, comienza una felicidad inenarrable…! ¡Y en ese momento llega gente de Pavlovsk!

Me callé patéticamente, finalizando mis conmovedoras exclamaciones. Recuerdo que tenía enormes ganas de echarme a reír a carcajadas, porque sentía un malévolo diablillo agitarse en mi interior; se me ponía un nudo en la garganta, me temblaba la barbilla y los ojos se me humedecían cada vez más… Yo esperaba que Nástenka, que me estaba escuchando con sus inteligentes y abiertos ojos, se echara a reír con su risa infantil e irresistiblemente alegre. Me arrepentía de haber llegado tan lejos y de haber contado en vano aquello que bullía en mi corazón desde hacía tiempo y acerca de lo cual podía hablar como si leyera un libro; porque desde hacía mucho había preparado la sentencia en contra de mí mismo, y no me resistía ahora a leerla, sin esperar que se me comprendiera. Pero para mi sorpresa ella se quedó callada, y después de un rato me estrechó la mano y me dijo tímidamente:

—¿De veras que ha vivido usted así durante toda su vida?

—¡Toda la vida, Nástenka! —respondí—. ¡Toda la vida, y me parece que también la acabaré del mismo modo!

—¡No, eso no puede ser! —dijo ella, inquieta—. Eso no sucederá; del mismo modo tampoco yo puedo pasarme la vida entera junto a mi abuela. ¡Escuche! ¿Sabe usted que no está bien vivir de ese modo?

—¡Lo sé, Nástenka! ¡Lo sé! —exclamé sin poder contener mi emoción—. ¡Ahora más que nunca sé que he malgastado los mejores años de mi vida! ¡Ahora lo sé, y eso me causa más dolor, porque Dios mismo me ha enviado a usted, a mi bondadoso ángel, para decirme esto y demostrármelo! Ahora que estoy sentado junto a usted y le hablo, hasta me da miedo pensar en el futuro, porque en el futuro… de nuevo me espera la soledad, de nuevo esa vida rancia e inútil. Y ¿con qué podría soñar cuando ya he sido tan feliz en la vida real junto a usted? ¡Que Dios la bendiga, querida muchacha, porque no me rechazó desde el primer momento, y porque ya puedo decir que he vivido dos noches en mi vida!

—¡Oh, no, no! —exclamó Nástenka, y unas lagrimillas brillaron en sus ojos—. ¡Eso ya no sucederá! ¡No nos separaremos de ese modo! ¿Qué es eso de dos noches?

—¡Oh, Nástenka, Nástenka! ¿Sabe para cuánto tiempo me ha reconciliado conmigo mismo? ¿Sabe que ahora ya no pensaré tan mal de mí mismo como lo he hecho otras veces? ¿Sabe que posiblemente ya no me entristeceré por haber cometido un crimen o un pecado en mi vida, porque esta vida es un delito y un pecado? ¡Y no piense que le estoy exagerando, por el amor de Dios, no lo piense, Nástenka, porque a veces me sobrevienen momentos de tanta, tanta melancolía…! Porque entonces me parece que ya no seré capaz de empezar a vivir de otro modo; porque me parece que he perdido todo el tacto y la intuición en lo real, en lo tangible; porque finalmente lancé maldiciones contra mí mismo; porque a mis noches de fantasía les sobrevienen momentos de desembriagamiento, que son horribles. Y mientras tanto oyes cómo a tu alrededor, en un torbellino vital, la muchedumbre humana da vueltas estruendosamente; oyes y ves cómo vive la gente (que vive de verdad), y ves que la vida para ellos no está hecha por encargo, que su vida no se esfumará como un sueño o una visión; que su vida, siempre joven, se renueva continuamente, y ni una sola de sus horas se parece a otra, que lo que resulta aburrido y monótono hasta el extremo es la asustadiza fantasía, sierva de la sombra, de la idea; sierva de la primera nube que repentinamente ha tapado el sol y estruja en la melancolía el verdadero corazón petersburgués, que tanto aprecia su sol. Y ¿qué fantasía puede haber en la tristeza? Sientes que ella finalmente se cansa, se agota en su continua tensión, porque uno finalmente madura dejando atrás sus ideales de antes, que se esfuman como el polvo y se rompen en pedazos; y si no hay otra vida, es preciso construirla con esos mismos pedazos. ¡Mientras tanto el alma ansía y te pide algo diferente! ¡Y en vano escarba el soñador entre sus viejas fantasías, como si fueran ceniza en la que busca algún rescoldo para reavivar el fuego y calentar su frío corazón, haciendo resurgir de nuevo en él todo cuanto ha sido tan querido, cuanto arrebataba el alma, cuanto le hacía hervir la sangre, arrancando lágrimas y cautivando sutilmente! ¿Sabe a lo que he llegado, Nástenka? ¿Sabe que hasta me siento obligado a celebrar el aniversario de mis sensaciones, el aniversario de aquello que antes me resultaba tan querido?; algo que en realidad nunca existió (porque ese aniversario se celebra conforme a aquellos sueños absurdos e incorpóreos), y esos sueños absurdos ni siquiera existen y no hay por qué sobrevivirlos: porque también los sueños se sobreviven. ¿Sabe que ahora, en una fecha determinada, me gusta recordar y visitar aquellos lugares donde algún día fui feliz a mi manera? ¿Sabe que me gusta construir lo presente conforme a lo que se fue sin retorno, y a menudo deambulo por las callejuelas y avenidas petersburguesas como una sombra triste y afligida, sin finalidad ni necesidad alguna? Y ¡qué recuerdos! Me viene a la memoria, por ejemplo, que justo en ese lugar, hace un año, a la misma hora, caminé por esa acera igual de solitario que ahora. Recuerdo que también entonces las ideas eran tristes y, aunque no estuviera mejor, parece que de alguna manera resultaba más fácil vivir, y que no te atormentaba esa idea oscura que ahora no te abandona; que no tenías esos remordimientos de conciencia; remordimientos oscuros, lúgubres, que ahora no te dejan en paz ni de día ni de noche. Y te preguntas: ¿dónde están tus sueños? Y sacudes la cabeza diciendo: ¡cómo pasan los años! Y de nuevo te preguntas: ¿qué has hecho con tus años?, ¿dónde has enterrado tus mejores años? ¿Has vivido o no? ¡Mira!, te dices a ti mismo. ¡Qué frío se llega a sentir en esta vida! Pasarán los años y vendrá la lúgubre soledad, y después, junto al bastón, la trémula vejez y, detrás de ella, la tristeza y la melancolía. Palidecerá tu mundo fantástico, se petrificarán y ahogarán tus sueños, y caerán cual hojas amarillentas de los árboles… ¡Oh, Nástenka, será triste quedarse solo, completamente solo sin tener nada que lamentar! Nada, absolutamente nada… ¡porque todo cuanto has perdido, todo eso no ha sido nada, porque el absurdo y aberrante cero no ha sido más que un sueño!

—¡Bueno, no me haga ponerme más triste! —dijo Nástenka, secándose una lagrimilla que salía de sus ojos—. ¡Ahora ya ha terminado! Ahora estaremos los dos juntos; me pase lo que me pase, no nos separaremos jamás. Escuche. Soy una muchacha sencilla, he estudiado poco, aunque la abuela pagaba a un profesor para darme clases. Pero, a decir verdad, yo le entiendo, porque todo cuanto usted me acaba de contar también lo he vivido yo cuando la abuela me cosió con imperdibles a su vestido. Yo no lo habría podido contar tan bien como usted, porque no he estudiado —repitió tímidamente, expresando todavía admiración y respeto por mi discurso patético y mi elevado estilo—; pero estoy muy contenta de que haya confiado en mí. Ahora yo le conozco bien, le conozco a fondo. Y ¿sabe una cosa? Me gustaría contarle también mi historia, toda íntegra, sin ocultar nada, y después de ello me dará usted un consejo. Es usted una persona muy inteligente, ¿me da su palabra de que me dará ese consejo?

—¡Oh, Nástenka! —respondí—. Aunque antes jamás había sido consejero, y menos aún consejero inteligente, me parece sensato lo que usted me propone. Bueno, mi querida Nástenka, ¿de qué consejo se trata? Dígamelo abiertamente. Ahora me siento tan contento y feliz, tan valiente y ocurrente, que no será necesario recurrir a trucos para responder con palabras precisas.

—¡No, no! —interrumpió Nástenka echándose a reír—, no me hace falta un consejo inteligente, sino uno que salga del corazón, fraternal, como si me quisiera usted hace ya un siglo.

—¡De acuerdo, Nástenka! ¡De acuerdo! —exclamé entusiasmado—. ¡Si yo la quisiera veinte años, a pesar de ello no la querría más de lo que la quiero ahora!

—¡Deme su mano! —dijo Nástenka.

—¡Aquí está! —le respondí yo, dándole la mano.

—Comencemos mi historia, pues.


La historia de Nástenka


—Ya conoce usted la mitad de la historia, es decir, ya sabe usted que tengo una abuela anciana…

—Y si la segunda mitad es tan corta como esta… —la interrumpí yo sonriendo.

—Calle y escuche. Antes que nada vamos a poner la condición de no interrumpir, porque de lo contrario me equivocaré. Bueno, pues escuche atentamente:

»Yo tengo una abuela anciana. Vivo con ella desde que era muy pequeña, porque mis padres murieron. Hay que tener en cuenta que antes la abuela vivía mejor, pues hasta hoy recuerda días mejores. Ella fue quien me enseñó francés y después me buscó un profesor particular. Cuando yo tenía quince años, pues ahora tengo diecisiete, terminaron mis estudios. Y en ese tiempo fue cuando hice algunas travesuras; lo que hice no se lo voy a contar, pero es suficiente con que le diga que no fue nada grave. Entonces una mañana me llamó la abuela y me dijo que, como estaba ciega, no podía vigilarme. Cogió entonces un imperdible y prendió su vestido al mío, diciendo que así es como viviríamos siempre, si yo, claro está, no sentaba la cabeza. En una palabra, al principio no podía apartarme de ella de ninguna de las maneras: tenía que hacerlo todo junto a la abuela: trabajar, leer, estudiar. Una vez se me ocurrió hacer un truco y convencí a Fiokla para que se sentara en mi lugar. Fiokla es nuestra criada y está sorda. Se sentó en mi lugar. Durante ese rato la abuela se quedó dormida en su sillón, y yo me fui a casa de una amiga que no vive lejos. Pero la cosa terminó mal. La abuela se despertó cuando yo no había regresado aún y preguntó algo pensando que yo estaba quieta sentada en mi sitio. Fiokla, al ver que la abuela la preguntaba, y ella que no oía lo que le decía, sin saber qué hacer, desabrochó el imperdible y salió corriendo…

Llegado este punto Nástenka se calló y se echó a reír. Yo me reí con ella. Pero ella al instante se detuvo.

—Escuche: usted no se ría de la abuela. Yo me río, porque me hace gracia… Pero ¿qué se puede hacer cuando la abuela es así? Pero yo, a pesar de todo, la quiero un poco. Y bien, entonces recibí mi merecido: al instante me sentó nuevamente a su lado sin que ya pudiera moverme ni hacer nada.

»Bueno, se me había olvidado decirle que tenemos, más bien que la abuela tiene, su propia casa, es decir, una casita pequeña, con solo tres ventanas, de madera y tan vieja como la abuela. Arriba hay un desván; y un día un inquilino nuevo se instaló en nuestro desván…

—¿Se entiende que era un inquilino mayor? —puntualicé yo de pasada.

—Pues claro —respondió Nástenka—, y sabía estar callado mejor que usted. Aunque a decir verdad apenas hablaba. Era un anciano seco, mudo, ciego y cojo, de manera que finalmente se le hizo imposible vivir en este mundo y murió. Después de aquello tuvimos que instalar a otro inquilino, pues no podíamos vivir sin alquilar. Nuestros únicos ingresos eran la pensión de la abuela y lo que cobrábamos por el alquiler. Y, como si fuera a propósito, el nuevo inquilino era un hombre joven que no era de aquí sino que estaba de paso. Como no regateó, la abuela lo aceptó. Después me preguntó: «¿Qué, Nástenka, es joven nuestro inquilino?». No quise mentirle y dije: «Bueno, abuela, no es del todo joven, pero tampoco parece viejo». «Bueno ¿y tiene buen aspecto?», preguntó la abuela.

»Tampoco quise mentirle. «Sí, tiene buen aspecto, abuela». Y la abuela me dijo: «¡Ay, qué castigo! Te lo digo, nieta, para que no le mires a la cara. ¡Vaya tiempos que corren! ¡Hay que ver, un inquilino tan insignificante, y tiene que tener buen aspecto! ¡Eso no pasaba en mis tiempos!».

»La abuela lo relacionaba todo con sus tiempos. En sus tiempos ella era más joven, el sol calentaba más, las ciruelas no se ponían tan pronto ácidas… y todo lo relacionaba con sus tiempos mozos. Y he aquí que estoy yo sentada y pensando: «¿Por qué la abuela me hace esas preguntas: que si el inquilino tiene buen aspecto, que si es joven?». Pero eso solo lo pensé un momento y continué sentada contando los puntos y haciendo calceta, olvidándome después de ello por completo.

»Un día por la mañana vino a vernos el nuevo inquilino para recordarnos que habíamos prometido empapelarle la habitación. Una palabra siguió a la otra, y como la abuela es charlatana me dice: «Ve, Nástenka, a mi dormitorio y tráeme las cuentas». Yo me levanté deprisa y sin saber por qué me sonrojé toda, olvidándoseme además que estaba sentada y prendida con un imperdible. En lugar de desabrochar despacito el imperdible para que el inquilino no se percatara, di un tirón tan fuerte que arrastré el sillón de la abuela. Al darme cuenta de que ahora el inquilino lo sabía todo sobre mí, me sonrojé, me quedé clavada en el sitio y de pronto rompí a llorar. ¡Sentí en aquellos momentos tanta vergüenza y amargura que quería morirme! Y la abuela gritó: «¿Qué haces quedándote ahí parada?», y yo lloraba aún más… Al ver el inquilino que estaba abochornada delante de él, hizo una reverencia y se marchó.

»Desde entonces, cuando oía un ruido en el zaguán, me quedaba paralizada. «Ya está», pensaba yo, «ya viene el inquilino», y por si acaso desabrochaba despacito el imperdible. Pero no era él. No venía. Pasaron dos semanas: el inquilino nos envió un recado a través de Fiokla en que decía que tenía muchos libros en francés que eran muy buenos, y que podíamos leerlos. Que si no le gustaría a la abuela que yo se los leyera para no aburrirse. La abuela aceptó agradecida, pero no paró de preguntar si eran libros morales, «en caso de que no lo sean, tú, Nástenka, no debes leerlos pues aprenderías cosas malas».

»—¿Y qué puedo aprender, abuela? ¿Qué es lo que dicen?

»—¡Ah! —me dijo—. Escriben cómo los jóvenes seducen a las muchachas, y bajo el pretexto de casarse con ellas se las llevan de la casa paterna para después abandonar a las pobres muchachas a la voluntad de Dios, que se pierden de la manera más lamentable. Yo —dijo la abuela— he leído muchos de esos libros, y todo está tan maravillosamente expresado que te pasas la noche leyéndolos en silencio. Así que tú —dijo—, Nástenka, ten cuidado, no los leas. ¿Y qué libros ha traído? —preguntó la abuela.

»—Todos son novelas de Walter Scott, abuela.

»—¡Las novelas de Walter Scott! Bueno, ¿y no habrá en ellas algún truco? Mira a ver si no habrá introducido él dentro alguna notita de amor.

»—No, abuela —le dije—, no hay ninguna nota.

»—Mira debajo de la encuadernación. ¡A veces, ellos las introducen allí, entremedias, los muy tunantes…!

»—No abuela. Tampoco hay nada debajo de la encuadernación.

»—Bueno, está bien.

»De modo que nos pusimos a leer a Walter Scott y en cosa de un mes nos leímos casi la mitad de los libros. Después él continuó enviándonos más. Nos mandó la obra de Pushkin, de modo que yo ya no podía vivir sin libros y dejé de pensar en casarme con un príncipe chino.

»Así transcurrían las cosas cuando un día me crucé en la escalera con nuestro inquilino. La abuela me había mandado a hacer un recado. Él se detuvo, yo me sonrojé toda, y él también, pero se echó a reír, me saludó y preguntó por la salud de la abuela, y me dijo: «Y bien, ¿ha leído usted los libros?». Y yo le respondí: «Los he leído». «¿Y cuál le ha gustado más?». Y yo le dije: «Ivanhoe y Pushkin son los que más me han gustado». Con esto concluyó aquella vez la conversación.

»Al cabo de una semana de nuevo me topé con él en la escalera. En aquella ocasión no iba a hacer ningún recado de la abuela sino que era yo quien necesitaba algo. Eran cerca de las tres y el inquilino volvía a esa hora a casa. «¡Hola!», me dijo. Y yo le respondí: «¡Hola!».

»—¿Y qué? —me dijo—, ¿no se aburre usted de estar todo el día sentada junto a la abuela?

»Cuando me preguntó aquello, no sé por qué me ruboricé toda, me avergoncé y me sentí ofendida, seguramente al pensar que ya era un tema que estaba en boca de todos. Estuve a punto de no responderle y marcharme, pero no tuve fuerzas.

»—¡Escuche! —me dijo—, ¡si usted es una buena muchacha! Disculpe que le hable en este tono, pero le aseguro que deseo su bien más que su abuela. ¿No tiene usted ninguna amiga a la que pudiera visitar?

»Le respondí que no tenía ninguna, que tuve una, Máshenka, pero que se había marchado a vivir a Pskov.

»—Escuche —me dijo él—. ¿Quiere venir conmigo al teatro?

»—¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?

»—Pues márchese usted despacito de su lado…

»—No —le dije—. No quiero engañar a la abuela. ¡Adiós!

»—Bueno, pues adiós —respondió él, y no dijo más.

»Pero después de la comida vino a vernos. Se sentó y estuvo largo rato hablando con la abuela, preguntando si salía a alguna parte, si tenía conocidos. Y de pronto dijo:

—Pues hoy he sacado un palco para la ópera. Representan El barbero de Sevilla. Unos conocidos querían ir a verlo, pero después desistieron y me he quedado con una entrada en la mano.

»—¡El barbero de Sevilla! —exclamó la abuela—. ¿Y es el mismo Barbero que representaban en mis tiempos?

»—Sí, el mismo —dijo él mirándome—; ¿lo conoce? —yo ya lo había comprendido todo, me sonrojé, y el corazón me saltaba por la espera.

»—¡Cómo no iba a conocerlo! —respondió la abuela—. En mis tiempos yo misma representé el papel de Rosina en un teatro casero.

»—¿Y no querría ir hoy? —dijo el inquilino—. La entrada que tengo se perdería en vano.

»—¡Pues sí, vayamos! —dijo la abuela—. ¿Por qué no habíamos de ir? Pero resulta que mi Nástenka nunca ha estado en el teatro.

»¡Dios mío, qué alegría! Al momento nos pusimos en marcha, nos arreglamos y partimos al teatro. La abuela aunque estuviera ciega deseaba oír música, pero aparte de eso es buena, pues lo que más quería era agradarme a mí, porque por nuestra cuenta nosotras nunca nos habríamos decidido a ir. No le voy a contar la impresión que me causó El barbero de Sevilla, solo que durante toda la tarde nuestro inquilino me miraba de un modo tan agradable, se dirigía a mí en un tono tan cortés, que enseguida comprendí que por la mañana me pondría a prueba proponiéndome que me fuera sola con él al teatro. ¡Bueno, qué alegría! Me fui a dormir tan orgullosa, tan alegre, y el corazón me latía con tanta fuerza que hasta tuve un poco de fiebre y me pasé la noche delirando con El barbero de Sevilla.

»Yo creí que después de aquello el inquilino vendría a vernos más a menudo, pero no lo hizo. Casi dejó de visitarnos. Como máximo un par de veces al mes y solo para invitarnos al teatro. Fuimos al teatro dos veces más. Solo que yo no estaba contenta. Me percaté de que a él simplemente le daba lástima que yo viviera en esas condiciones con la abuela; nada más. Según pasaba el tiempo me di cuenta de que no podía estarme quieta sentada: no leía, tampoco hacía mis labores, a veces me echaba a reír y le hacía alguna travesura a la abuela para hacerla rabiar, y otras, simplemente me echaba a llorar. Finalmente adelgacé y casi caigo enferma. Pasó la temporada de ópera y el inquilino dejó de visitarnos por completo. Cuando nos encontrábamos (siempre en la misma escalera, se entiende), él se inclinaba sin decir nada, todo serio, como si no quisiera hablar, y bajaba después al porche mientras yo seguía aún en mitad de la escalera, colorada como una cereza, porque al cruzarme con él empezaba a subírseme toda la sangre a la cabeza.

»Y ahora ya viene el final. Hace ahora justo un año, en el mes de mayo, vino el inquilino a casa diciendo a la abuela que ya había concluido todas sus gestiones aquí y que debía partir de nuevo a Moscú por un año. En cuanto lo oí, me quedé pálida y como muerta me dejé caer en la silla. La abuela no se percató de nada. Y él, tras decirnos que nos dejaba, se despidió y se marchó.

»¿Qué iba yo a hacer? Le di muchas vueltas, estaba muy triste, hasta que por fin tomé una decisión. Él se marchaba al día siguiente y decidí resolverlo todo por la noche, cuando la abuela se fuera a dormir. Y así pasó. Hice un hatillo y metí todo dentro; todo cuanto tenía de vestidos y ropa, y con él en la mano, ni viva ni muerta, me dirigí al desván donde vivía nuestro inquilino. Creo que tardé una hora en subir la escalera. En cuanto abrí la puerta para entrar en su habitación, él me vio y dio un grito. Debió de pensar que era un fantasma y fue corriendo a ofrecerme agua, porque apenas me tenía en pie. El corazón me latía con fuerza, me dolía la cabeza y estaba mareada. Cuando me recompuse, puse mi hatillo en su cama, me senté junto a él, me tapé la cara con las manos y rompí a llorar desconsoladamente. Él pareció comprenderlo todo al instante, y permanecía delante de mí pálido y mirándome de un modo tan triste que faltaba poco para que me estallara el corazón.

»—Escúcheme —dijo él—. Escúcheme, Nástenka, no puedo hacer nada. Soy pobre y de momento no puedo ofrecer nada, ni siquiera un puesto de trabajo decente. ¿Cómo íbamos a vivir si yo me casara con usted?

»Estuvimos hablando largo rato, pero finalmente yo estallé y le dije que no podía vivir con la abuela, que me escaparía de su lado, que no quería que me cosiera con un imperdible, y que si él quería me iría con él a Moscú, porque no podía vivir sin él. La vergüenza, el amor y el orgullo… todo ello hablaba al mismo tiempo en mi interior, y me faltó poco para caer en la cama y delirar. ¡Temía tanto el rechazo!

»Estuvo un rato sentado en silencio, después se levantó, se acercó a mí y me cogió de la mano.

»—¡Escuche, mi buena y querida Nástenka! —dijo con lágrimas en la voz—. Escuche. Le juro que si en algún momento tengo posibilidades de casarme, inmediatamente formaría usted parte de mi felicidad. Le aseguro que ahora solo usted puede hacerme feliz. Escuche, yo me voy a Moscú y permaneceré allí justo un año. Espero arreglar mis asuntos. Cuando regrese y si usted sigue queriéndome, le juro que seremos felices. Pero ahora es imposible, no puedo, no tengo derecho a ofrecerle nada. Le juro que, si no es al cabo de un año, algún día se hará realidad; se entiende que en caso de que no prefiera usted a otro, porque no puedo ni me atrevo a pedirle que me dé su palabra.

»Eso fue lo que me dijo, y al día siguiente se marchó. Lógicamente acordamos no decir ni palabra de aquello a la abuela. Así lo quiso él. Y, bueno, ahora ya casi termina mi historia. Pasó justo un año. Él regresó, y ya lleva aquí tres días y…

—Y ¿qué? —exclamé yo impaciente por oír el final.

—¡Hasta ahora no se ha presentado! —respondió Nástenka como si quisiera recobrar fuerzas—. No se sabe nada de él…

Llegado este punto se detuvo, se quedó callada, bajó la cabeza y de pronto, tapándose la cara con las manos, empezó a sollozar de tal modo que mi corazón al oír su llanto dio un vuelco.

No podía imaginarme un desenlace así.

—¡Nástenka! —dije con voz tímida e insinuante—. ¡Nástenka, no llore, por el amor de Dios! ¿Cómo lo sabe usted? Puede que aún no haya venido…

—¡Está aquí! ¡Está aquí! —respondió rápidamente Nástenka—. Yo sé que se encuentra aquí. Habíamos acordado una cosa. Aquella noche, antes de su marcha, cuando nos dijimos todo lo que yo le conté, acordamos salir a dar un paseo por aquí, justamente en este muelle. Eran las diez de la noche. Estuvimos sentados en este banco. Yo ya no lloraba, me deleitaba escuchándole… Me dijo que en cuanto regresara vendría a nuestra casa y, si yo no lo rechazaba, le contaríamos todo a la abuela. ¡Ahora ha regresado, lo sé, pero no viene!

Y de nuevo se echó a llorar.

—¡Dios mío! ¿Acaso no hay forma de ayudarla? —exclamé yo, saltando del banco verdaderamente desesperado—. Dígame, Nástenka, ¿y no podría yo ir a verle…?

—¿Acaso es posible? —dijo ella, levantando de pronto la cabeza.

—¡No! ¡Claro que no! —señalé yo, ocurriéndoseme de repente—. Pero mire, escríbale una carta.

—¡No, de ninguna de manera! ¡No lo puedo hacer! —respondió ella decididamente, pero ya con la cabeza gacha y sin mirarme.

—¿Cómo que no puede? ¿Por qué es imposible? —continué yo, aferrándome a mi idea—. Sepa una cosa, Nástenka: que no se trata de una carta cualquiera. Porque hay cartas y cartas y… ¡Oh, Nástenka, es así! ¡Créame! No le voy a dar un consejo absurdo. Todo eso se puede preparar. Si usted ha dado el primer paso, y ahora ya…

—¡No puede ser! ¡No puede ser! Podría parecer que quiero comprometerlo…

—¡Oh, mi querida Nástenka! —interrumpí yo, sin ocultar la sonrisa—. ¡Le digo a usted que no! Usted, a decir verdad, está en su derecho porque él le hizo una promesa. Y por lo que veo se trata de una persona delicada, que ha actuado correctamente —continué yo, entusiasmándome cada vez más por la lógica de mis propias conclusiones y mis convencimientos—. ¿Cómo ha actuado él? Dio su palabra de compromiso. Le dijo que en caso de casarse, no lo haría con nadie que no fuera usted y le dio plena libertad para rechazarle en cualquier momento… En un caso así, usted puede dar el primer paso, tiene derecho a hacerlo, lleva ventaja, aunque solo fuera, por ejemplo, para liberarle del compromiso dado…

—¡Escuche! ¿Cómo la escribiría?

—¿Qué?

—Pues esa carta.

—Yo por ejemplo la escribiría del siguiente modo: «Muy señor mío…».

—¿Y necesariamente ha de ser así? ¿«Muy señor mío»?

—¡Necesariamente! Además, qué más da. Yo creo…

—¡Bueno, bueno, continúe!

—«¡Muy señor mío! Disculpe que yo…». ¡Por lo demás, no, no hace falta dar ningún tipo de excusas! El propio hecho lo justifica todo. Diga simplemente:

Me dirijo a usted. Perdone mi impaciencia. Durante todo el año fui feliz esperándole. ¿Acaso ahora soy culpable por no soportar un solo día de duda? Ahora que ha regresado usted, puede que haya cambiado de intención. En tal caso esta carta le demostrará que ni me quejo ni le recrimino. No le culpo porque no soy dueña de su corazón. ¡Mi destino es así!Es usted una persona honesta. No se burle ni se enfade al leer estas impacientes líneas mías. Recuerde que las escribe una pobre joven, que está sola, sin nadie que la pueda orientar ni aconsejar, y que nunca supo dominar su corazón. Pero disculpe que por un instante la duda haya penetrado en mi corazón. No sería usted capaz de ofender ni siquiera mentalmente a la persona que tanto le amó y le ama.

—¡Sí, sí! Así es exactamente como yo lo he pensado —exclamó Nástenka, y la alegría brilló en sus ojos—. ¡Oh! Ha disipado usted mis dudas, Dios mismo le ha enviado a mí. ¡Se lo agradezco! ¡Se lo agradezco!

—¿El qué? ¿Haber sido enviado por Dios? —respondí yo, mirando entusiasmado su rostro lleno de felicidad.

—Sí, aunque sea eso.

—¡Ay, Nástenka! ¡Debemos agradecer a algunas personas el simple hecho de vivir junto a nosotros! ¡Yo le agradezco que nos hayamos encontrado, y que la recordaré todo un siglo!

—Bueno, basta. Y ahora escuche: entonces acordamos que en cuanto él llegara haría saber de su presencia dejándome una carta en casa de unos conocidos míos, gente buena y sencilla, que no saben nada de esto; y en caso de no poder escribirme la carta, porque no siempre se puede contar todo en una carta, entonces el día de su llegada vendría aquí, donde nos citamos, a las diez en punto de la noche. Sé que ya ha llegado; pero ya lleva aquí tres días y no tengo carta suya ni ha venido. Escaparme de la abuela por la mañana me resulta imposible. Entregue mañana usted mismo mi carta a esa buena gente de la que le hablo: ellos se la harán llegar; y en caso de haber respuesta, usted me la traerá a las diez de la noche.

—¡Pero la carta, la carta! Si lo primero que hay que hacer es escribir la carta. De este modo, quizás todo podría solucionarse pasado mañana.

—¡La carta…! —respondió Nástenka, ligeramente confusa—, ¡la carta…!; pero…

No finalizó la frase. Al principio volvió la cara, se sonrojó como una rosa, y de pronto sentí la carta en mi mano, escrita al parecer ya hacía tiempo, completamente preparada y con el sobre cerrado. ¡Un recuerdo conocido, tierno y simpático, pasó por mi cabeza!

—¡Ro-ro-si-si-na-na! —dije yo.

—¡Rosina! —entonamos los dos, yo casi abrazándola de entusiasmo, y ella sonrojándose hasta más no poder, y riendo entre lágrimas, que como perlas temblaban sobre sus negras pestañas.

—¡Bueno, basta! Ahora, adiós —dijo ella deprisa—. Aquí tiene usted la carta y la dirección donde debe llevarla. ¡Adiós! ¡Hasta la vista! ¡Hasta mañana!

Me apretó con fuerza las dos manos, hizo un ademán con la cabeza y como una flecha desapareció en su callejuela. Permanecí un largo rato en el sitio, acompañándola con la vista.

«¡Hasta mañana! ¡Hasta mañana!», se me pasó por la cabeza cuando hubo desaparecido.


Noche tercera


Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin un rayo de luz, igual que lo será mi vejez. Pensamientos extraños, sensaciones oscuras e interrogaciones poco claras se agolpan en mi cabeza, sin que me encuentre con fuerzas ni ganas para resolverlos. ¡No seré yo quien resuelva todo esto!

Hoy no nos veremos. Ayer, cuando nos estábamos despidiendo, las nubes comenzaron a cubrir el cielo y empezó a levantarse la niebla. Le dije que al día siguiente haría mal tiempo. No me respondió, no quería contrariarse; para ella ese día era claro y luminoso y ninguna nube cubriría su felicidad.

—¡Si llueve no nos veremos! —dijo ella—. No vendré.

Pensé que no se daría cuenta de la lluvia de hoy, pero a pesar de ello no apareció.

Ayer fue nuestro tercer encuentro, nuestra tercera noche blanca…

¡Y hay que ver cómo la alegría y la felicidad hacen que el hombre sea algo maravilloso! ¡Cómo bulle de amor el corazón! Parece que quieres fundir tu corazón con el otro, deseando que todo transcurra de la forma más alegre y que todo sonría. ¡Y qué contagiosa es esa alegría! Ayer en sus palabras había tanta complacencia, tanta bondad suya hacia mi corazón… ¡Cómo me cortejaba, qué tierna se mostraba y cómo alentaba y mimaba mi corazón! ¡Oh, cuánta coquetería encierra la felicidad! Y yo… Yo me lo tomaba todo como un juego limpio; pensaba que ella…

Pero Dios mío, ¿cómo podía pensar yo eso? ¿Cómo podía estar tan ciego cuando todo estaba ya en manos de otro, y nada me pertenecía; cuando, finalmente, incluso la misma ternura, su solicitud, su amor, sí, amor hacia mí, no eran más que la felicidad por la próxima cita con el otro, el deseo de trasladarme también a su felicidad…? Cuando él no apareció y esperábamos en vano, ella frunció el entrecejo y se quedó cohibida y acobardada. Todos sus gestos y palabras ya no eran tan suaves, juguetones y alegres. Y, cosa extraña, se mostró más atenta conmigo, como si instintivamente quisiera verter sobre mí aquello que deseaba y lo que temía si la cosa no se cumpliera. Mi Nástenka se quedó tan apocada y asustada que finalmente parecía creer que yo la amaba y se apiadó de mi pobre amor. Ello sucede cuando somos infelices y sentimos con más fuerza la desgracia de los demás; el sentimiento no se rompe, sino que se concentra…

Acudí al encuentro con el corazón rebosante, haciéndoseme interminable la espera. No presentía lo que iba a experimentar; ni que todo aquello tuviera el desenlace que tuvo. Estaba radiante de felicidad, esperaba una respuesta. Y la respuesta fue ella misma. Él debía venir, llegar corriendo a su llamamiento. Ella llegó una hora antes que yo. Al principio se reía de todo, y sonreía a cada palabra mía. Yo empecé a hablar y me quedé callado.

—¿Sabe por qué estoy tan contenta? —dijo ella—. ¿Por qué estoy tan contenta de verle? ¿Y por qué le quiero tanto hoy?

—¿Y bien? —dije yo con el corazón encogido.

—Le quiero porque no se ha enamorado usted de mí. Porque cualquier otro en su lugar estaría molestándome, dándome la lata, quejándose, haciéndose el enfermo, ¡mientras que usted es tan adorable!

En ese momento apretó tanto mi mano que me faltó poco para lanzar un grito. Se echó a reír.

—¡Dios mío, qué buen amigo es usted! —dijo pasado un minuto, en tono serio—. ¡Si el mismo Dios le ha enviado a mí! Pero ¿qué sería de mí si no estuviera usted ahora conmigo? ¡Qué desinteresado! ¡Cuánto me quiere! Cuando me case mantendremos una gran amistad, más que si fuéramos hermanos. Yo le querré casi tanto como a él…

En aquel instante sentí mucha tristeza y, sin embargo, algo similar a la risa se removió en mi alma.

—Usted tiene un ataque de nervios —dije yo—. Cree que él no vendrá.

—¡Vaya por Dios! —respondió ella—. Si no fuera tan feliz creo que me echaría a llorar por su desconfianza y sus reproches. Por lo demás, usted me dio la idea y me hizo pensar mucho; pero lo pensaré más tarde, y ahora le confieso que tiene usted razón. ¡Sí! No parezco la misma. Estoy completamente a la expectativa y todo me llega con demasiada susceptibilidad. Pero ¡ya es suficiente, dejemos a un lado los sentimientos…!

En ese momento se oyeron unos pasos y en la oscuridad apareció un transeúnte que se dirigía justo hacia nosotros. Los dos nos echamos a temblar, a ella le faltó poco para lanzar un grito. Yo bajé su mano e hice un gesto como si fuera a apartarme. Pero estábamos equivocados: no era él.

—¿De qué tiene miedo? ¿Por qué ha retirado mi mano? —dijo ella, dándomela de nuevo—. ¿Y bien? Lo encontraremos juntos. Yo quiero que vea cuánto nos queremos el uno al otro.

—¡Cómo nos queremos el uno al otro! —exclamé.

«¡Oh, Nástenka, Nástenka!», pensé yo, «¡cuánto has dicho con esas palabras! ¡Un amor como este, Nástenka, en determinados momentos enfría el corazón y vuelve pesarosa el alma! Tu mano está fría y la mía arde como el fuego. ¡Qué ciega estás, Nástenka…! ¡Oh! ¡Qué insufrible resulta una persona feliz en momentos como este! Pero no puedo enfadarme contigo…».

Finalmente sentí que mi corazón estallaba.

—¡Escuche, Nástenka! —exclamé—. ¿Sabe cómo me he sentido durante todo el día?

—¿Qué? ¿Qué es lo que le ha sucedido? ¡Cuéntemelo deprisa! ¿Por qué ha estado todo este rato callado?

—En primer lugar, Nástenka, hice todos sus recados, entregué la carta, estuve en casa de sus conocidos; después… me fui a casa y me eché a dormir.

—¿Solo eso? —interrumpió ella echándose a reír.

—Sí, casi nada más —respondí con esfuerzo, porque unas absurdas lagrimillas empezaron a aflorar en mis ojos—. Me desperté una hora antes de la cita, con la impresión de no haber dormido. No sé qué me sucedió. Venía para contarle todo esto, como si el tiempo se hubiera detenido para mí, como si solo una sensación, un sentimiento, desde este momento debiera quedarse para siempre dentro de mí, como si un minuto debiera continuar toda la eternidad y toda mi vida se hubiera detenido… Cuando desperté, creí que una dulce melodía que había oído en algún lugar volvía a aflorar en mi memoria. Tenía la impresión de que durante toda la vida había estado queriendo salir de mi alma y solo ahora…

—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —interrumpió Nástenka—. ¿Cómo es que ha sucedido esto? No entiendo nada.

—¡Ay, Nástenka! Me gustaría, de algún modo, transmitirle esa extraña sensación… —dije yo con voz lastimera, en la que aún remotamente latía la esperanza.

—¡Basta, basta, no siga! —dijo ella. ¡Y al instante se dio cuenta, la muy tunanta!

De pronto se puso muy habladora, alegre y traviesa.

Me cogía del brazo, sonreía, invitándome también a reír, y cada tímida palabra mía se reflejaba en ella en forma de una sonora y prolongada risa… Empecé a enojarme y ella de pronto se puso a coquetear.

—Escuche —dijo ella—, me sienta mal que no se haya enamorado usted de mí. Después de esto, ¿quién entiende a los hombres? Pero a pesar de todo, caballero inflexible, no podrá usted dejar de alabarme por lo sencilla que soy. Yo le cuento absolutamente todo, hasta las tonterías que se me pasan por la cabeza.

—¡Escuche! ¡Parece que han dado las once! —dije yo, cuando se oyeron las campanadas de una lejana torre de la ciudad. De pronto Nástenka se detuvo, dejó de sonreír y se puso a contar.

—Sí, son las once —dijo finalmente con voz tímida e indecisa.

Al instante me quedé compungido por haberla asustado haciéndole contar las horas y me maldije por mi ataque de rabia. Me producía lástima y no sabía cómo redimir mi pecado. Me puse a tranquilizarla y a buscar razones que justificaran su ausencia, a esgrimir argumentos y pruebas. Nadie era más fácil de engañar entonces que ella, y además en momentos así todos escuchamos con alegría una palabra de consuelo, y nos sentimos felices con solo una sombra de justificación.

—Pero ¡si esto es ridículo! —dije yo, acalorándome cada vez más y satisfecho por la claridad de mis pruebas—. Si no podía venir. También a mí me ha engañado y engatusado usted, Nástenka, haciéndome incluso perder la noción del tiempo… Dese cuenta de que apenas le dio tiempo a recibir la carta; supongamos que no pudiera venir, supongamos que piensa contestar, en cuyo caso la carta no llegaría hasta mañana. Mañana en cuanto amanezca iré a recogerla y le haré saber lo que sea. Suponga, finalmente, miles de posibilidades: como, por ejemplo, que no estuviera en casa cuando llegara la carta, y puede que no la haya leído hasta ahora. Todo es posible.

—¡Sí, sí! —respondió Nástenka—, ni siquiera lo pensé: claro que todo es posible —dijo con voz complaciente en la que en forma de disonancia dolorosa se percibía otra idea lejana—. Ya sé lo que tiene que hacer usted mañana —dijo—. Vaya lo más temprano posible y si hay algo me lo dice enseguida. Porque usted sabe dónde vivo —y de nuevo empezó a repetirme la dirección de su casa.

Después, de pronto se puso muy tierna y tímida conmigo… Parecía escuchar atentamente lo que le decía; pero cuando me dirigí a ella con una pregunta, se quedó confusa y en silencio giró la cabeza. La miré a los ojos, y efectivamente: estaba llorando.

—Pero ¿es posible? Pero ¡qué niña es! ¡Qué infantil…! ¡Vamos, basta!

Intentó sonreír y tranquilizarse, pero le temblaba la barbilla y le palpitaba el pecho.

—Estoy pensando en usted —dijo tras un minuto de silencio—. Es usted tan bondadoso, que tendría que ser de piedra para no sentirlo. ¿Sabe lo que me ha venido ahora a la cabeza? Los he comparado a los dos. ¿Por qué él, y no usted? ¿Por qué él no es como usted? Él no es tan bueno como usted, aunque yo le quiera más.

No respondí nada. Parecía que Nástenka estaba esperando que yo dijera algo.

—Claro que puede que no lo comprenda bien todavía, no lo conozco bien. ¿Sabe una cosa? Siempre he tenido la sensación de tenerle respeto. Siempre se ha mostrado tan serio, tan orgulloso. Cierto que esa es la impresión que da, y que su corazón es más tierno que el mío… Recuerdo cómo me miraba cuando me dirigí a él con mi hatillo; pero a pesar de todo le respeto demasiado, como si no estuviéramos en pie de igualdad.

—¡No, Nástenka! ¡No! —respondí yo—, ¡eso quiere decir que le ama usted más que a nada en el mundo, incluso más que a sí misma!

—Sí, supongamos que así sea —respondió ingenuamente ella—, pero ¿sabe lo que se me ha pasado ahora por la cabeza? Solo que no voy a hablar de él, sino en general. Ya lo pensé hace tiempo. Escuche, ¿por qué no nos tratamos fraternalmente los unos a los otros? ¿Por qué hasta el hombre más bondadoso parece siempre disimular y callar en presencia de otro? ¿Por qué no se puede expresar en el momento lo que tienes en el corazón, sabiendo que tus palabras no se las llevará el viento? Porque todo el mundo se cree más severo de lo que realmente es, como si temiera ofender con sus sentimientos si los muestra demasiado deprisa…

—¡Ay, Nástenka!, es cierto lo que dice. Pero sucede a menudo —interrumpí yo, conteniendo en aquellos momentos mis sentimientos más que nunca.

—¡No, no! —respondió ella con gran pesar—. Usted, por ejemplo, no es como los demás. Yo, a decir verdad, no sabría expresar lo que siento. Me parece que, por ejemplo, usted… aunque solo fuera ahora… creo que se sacrifica por mí —añadió ella tímidamente y mirándome de soslayo—. Usted… y disculpe si le hablo de este modo: soy una muchacha sencilla. He visto poco en esta vida y la verdad es que a veces no sé ni hablar —dijo con una voz temblorosa que parecía ocultar algún sentimiento y procuraba a su vez sonreír—, pero me gustaría expresarle que le estoy agradecida y que también siento todo esto… ¡Oh! ¡Que Dios se lo pague haciéndole feliz! Porque lo que usted me describió con su soñador no es en absoluto cierto, o sea, quiero decir, que en absoluto le corresponde a usted. Usted se está reponiendo, realmente no es la misma persona que describió. Si algún día se enamora, ¡que Dios le haga feliz junto a ella! A ella no le deseo nada, porque ya será feliz con usted. Lo sé, yo soy una mujer, y debe creer lo que digo…

Se quedó callada y me apretó fuertemente la mano. De la agitación que tenía no podía hablar. Pasaron varios minutos.

—Sí, por lo que se ve, hoy no vendrá —dijo finalmente levantando la cabeza—. ¡Es muy tarde…!

—Vendrá mañana —dije yo en un tono convincente y severo.

—Sí —añadió ella, alegrándose—. Yo misma veo ahora que vendrá mañana. ¡Entonces hasta mañana, pues! ¡Hasta mañana! Si llueve, posiblemente no vendré. Pero pasado mañana vendré, lo haré sin falta, ocurra lo que ocurra. Esté aquí, pase lo que pase. Deseo verle y contarle todo.

Y después, cuando nos estábamos despidiendo, me dio su mano y me dijo en tono claro y mirándome a los ojos:

—Porque desde ahora siempre estaremos juntos, ¿no es así?

¡Oh, Nástenka, Nástenka! ¡Si supieras qué solo me siento ahora!

Cuando dieron las nueve de la noche, no pude permanecer más tiempo en la habitación, me vestí y salí sin reparar en el desapacible tiempo que hacía. Estuve sentado allí, en nuestro banco. Ya me había dirigido a su callejuela, pero me sentí incómodo y me di la vuelta sin mirar sus ventanas y a dos pasos de su casa. Regresé a casa tan triste como no lo estaba desde hacía tiempo. ¡Qué tiempo más malo, húmedo y aburrido! Si hiciera bueno, me estaría paseando toda la noche…

Pero ¡hasta mañana! Mañana ella me lo contará todo.

Sin embargo, hoy no ha habido carta. Por lo demás, así es como debía ser. Ya estarán juntos…


Noche cuarta


¡Dios mío, cómo ha terminado todo esto! ¡Qué fin ha tenido!

Llegué a las nueve de la noche. Ella ya estaba allí. La vi desde lejos. Estaba de pie como la primera vez, apoyada en la barandilla del muelle y sin darse cuenta de que me acercaba.

—¡Nástenka! —le dije, sobreponiéndome y superando la agitación.

Ella se dio rápidamente la vuelta.

—¡Venga! —dijo ella—. ¡Venga, más rápido!

Yo la miraba asombrado.

—Pero ¿dónde está la carta? ¿Trajo usted la carta? —repitió ella, agarrándose con la mano a la barandilla.

—No, yo no tengo la carta —dije finalmente—. Pero ¿es que él no ha venido?

Ella palideció terriblemente, y permaneció un largo rato mirándome inmóvil. Yo había destruido su última esperanza.

—¡Allá él! —dijo finalmente con voz entrecortada—. ¡Allá él si ha decidido dejarme así!

Bajó los ojos; después hizo un gesto para mirarme, pero no pudo. Todavía durante unos minutos estuvo haciendo el esfuerzo de sobreponerse a su agitación, pero de pronto se dio la vuelta, se apoyó en la balaustrada del muelle y se echó a llorar.

—¡Basta, basta! —empecé a decirle yo, sin que me quedaran fuerzas para continuar; además ¿qué podía decirle?

—No me tranquilice —me decía ella llorando—. No me hable de él, ni me diga que va a venir, ni que no me ha abandonado de un modo tan cruel e inhumano. ¿Por qué, por qué? ¿Acaso había algo en mi carta, en mi infeliz carta?

En ese momento sus sollozos interrumpieron su voz. Me dolía el corazón de verla.

—¡Oh, qué inhumano y cruel es esto! —dijo de nuevo—. ¡Y ni una sola línea! ¡Ni una línea! Podía haber respondido que no le hacía falta alguna, que me rechaza, pero no escribir ni una sola línea a lo largo de tres días enteros… ¡Qué fácil le resulta insultar y ofender a una pobre e indefensa muchacha culpable únicamente de amarle! ¡Oh, cuánto he llegado a soportar durante estos tres días! ¡Dios mío! Cuando recuerdo que fui yo quien acudió a verle la primera vez, que me humillé ante él, lloré y supliqué una gota de amor… ¡Y después de eso…! Escuche —dijo dirigiéndose a mí, y sus negros ojos brillaron—. ¡Si no es así! ¡No puede ser así! ¡No es natural! O usted o yo estamos equivocados. ¿Es posible que no haya recibido la carta? ¿Puede que hasta hoy no sepa nada? ¿Cómo es posible? Júzguelo usted mismo, dígame, por el amor de Dios, explíqueme, porque no consigo entenderlo, ¿cómo es posible actuar de un modo tan bárbaro como ha hecho él conmigo? ¡Ni una sola palabra! ¡Si hasta con las peores personas se porta la gente con más compasión! ¿Es posible que él haya oído algo? ¿Que alguien le haya dicho algo sobre mí? —exclamó ella dirigiéndose a mí—. ¿Qué piensa usted?

—Escuche, Nástenka, mañana iré a verle de su parte.

—¿Y bien?

—Le preguntaré todo, y le contaré todo.

—¿Y qué más?, ¿qué más?

—Usted escriba una carta. ¡No diga que no, Nástenka! ¡No diga que no! Yo haré que vea digno su proceder, él lo sabrá todo, y si…

—¡No, amigo mío! ¡No! —interrumpió ella—. ¡Ya está bien! ¡No recibirá de mí ni una palabra, ni una línea! ¡Es suficiente! ¡No le conozco, ya no le quiero y le ol-vi-da-ré…!

No terminó la frase.

—¡Tranquilícese, tranquilícese! Siéntese aquí, Nástenka —dije yo indicándole el banco.

—Estoy tranquila. ¡Está bien! ¡No es nada! ¡Solo son unas lágrimas! ¡Ya se me secarán! ¿Cree usted que me voy a suicidar? ¿Que me voy a tirar al agua…?

Mi corazón estallaba de emoción. Quise empezar a hablar, pero no pude.

—¡Escuche! —continuó ella, cogiéndome la mano—. Dígame: usted no actuaría así, ¿verdad? ¿Abandonaría a una muchacha que vino donde usted por su propio pie? No se burlaría cruelmente de ella por tener un corazón tan débil y absurdo. ¿Usted la protegería? ¡Usted sabría que estaba sola, que no podía mirar por sí misma, que no supo actuar de otro modo respecto al amor que sentía por usted! ¡Sabría que no era culpable, que finalmente no tenía la culpa… que no había hecho nada…! ¡Oh, Dios mío, Dios mío…!

—¡Nástenka! —exclamé yo finalmente, sin poder sobreponerme a la agitación—. ¡Me está usted martirizando! ¡Me está destrozando el corazón, me está matando! ¡No puedo callar! ¡Tengo que hablar y expresar lo que bulle aquí, en mi corazón…!

Al decirlo, me levanté del banco. Ella me cogió de la mano y me miró asombrada.

—¿Qué le ocurre? —dijo finalmente.

—¡Escuche! —dije yo en tono decidido—. Escúcheme, Nástenka. ¡Lo que voy a decirle ahora es absurdo, son ilusiones vanas y una estupidez! Sé que eso nunca se podrá realizar, pero no puedo callar más. ¡Le pido anticipadamente disculpas por lo que está sufriendo ahora…!

—¿De qué se trata?, ¿qué es? —dijo ella dejando de llorar y mirándome fijamente con una extraña curiosidad brillando en sus sorprendidos ojos—. ¿Qué le ocurre?

—Es una quimera, pero yo la amo, Nástenka. ¡Eso es! Bueno, ya lo sabe usted todo —dije gesticulando con la mano—. Ahora usted misma juzgará si puede hablar conmigo como hasta este momento, y si finalmente escuchará lo que le vaya a decir…

—Bueno, ¿y qué? —interrumpió Nástenka—. ¿Qué hay de nuevo en eso? Ya sabía desde hacía tiempo que usted me amaba, solo que creía que me quería así, sencillamente… ¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío!

—Al principio todo era muy sencillo, Nástenka, mientras que ahora, ahora… me siento igual que usted cuando se dirigió donde él con su hatillo de ropa. Peor de lo que se sentía usted, porque entonces él no quería a nadie, mientras que ahora usted quiere a otro…

—Pero ¿qué me está diciendo? Ahora no le comprendo en absoluto. Pero escuche, ¿por qué todo esto?; o mejor dicho, ¿por qué me dice esto, y así de repente…? ¡Dios mío! ¡Estoy diciendo tonterías! Pero usted…

Y Nástenka se quedó completamente turbada. Sus mejillas se encendieron y bajó la mirada.

—¿Qué puedo hacer, Nástenka? ¿Qué puedo hacer? Soy culpable, y he abusado… Pero no, yo no tengo la culpa, Nástenka, soy consciente de esto y lo siento, pues mi corazón me dice que tengo razón, y que en absoluto puedo ofenderla ni agraviarla. Fui su amigo; bueno, y también lo soy ahora, no he cambiado en nada. Mire cómo me corren las lágrimas, Nástenka. Allá ellas, que corran… no molestan a nadie. Ya se secarán…

—Pero ¡siéntese, siéntese! —dijo ella, haciéndome sentar en el banco—. ¡Ay, Dios mío!

—¡No, Nástenka! No me voy a sentar. Ya no puedo estar aquí más tiempo, usted no me verá ya más. Lo diré todo y me marcharé. Solo quiero decirle que usted jamás se habría enterado de que yo la amaba. Yo habría guardado mi secreto. Y no la estaría martirizando en estos momentos con mi egoísmo. ¡No! Pero no he podido soportarlo ya. Usted misma empezó a hablar de ello, usted tiene la culpa… tiene toda la culpa, y no yo. No puede alejarme de su lado…

—Pero ¡no! ¡Yo no le echo de mi lado! —dijo Nástenka, ocultando la pobre como podía su turbación.

—¿No me aleja de su lado? ¿No? Yo mismo quería irme. Y me marcharé, solo que antes le contaré todo, porque cuando me hablaba yo no podía permanecer indiferente al verla llorar y martirizarse porque, bueno, porque… (lo diré, Nástenka), porque la rechazaban, rechazaban su amor, y yo sentía que en mi corazón ¡hay tanto amor para usted, Nástenka! ¡Tanto…! Y he estado tan triste por no poderla ayudar en ese amor… que el corazón se me rompía, y no podía callar porque tenía que hablar, Nástenka. ¡He tenido que hablar…!

—¡Sí, sí, dígamelo!… hábleme así —dijo Nástenka con un gesto delicado—. A lo mejor le extraña que le hable así, pero… hable. ¡Ya le diré más tarde! ¡Le contaré todo!

—Usted siente lástima de mí, Nástenka. Sencillamente siente lástima de mí, amiga mía. Lo que se ha perdido, perdido está, y lo que se ha dicho ya no vuelve atrás. ¿No es así? Bueno, ahora ya lo sabe usted todo. Esto es un punto de apoyo. ¡Todo está bien ahora! Pero escuche. Cuando usted estaba ahí sentada y llorando, yo pensaba para mis adentros (¡oh, déjeme decir lo que pensaba!), pensaba que usted… bueno, que de alguna manera absolutamente indirecta ya no le quería. Entonces, yo ya pensaba esto, Nástenka, ayer y anteayer… entonces yo haría todo lo posible para que usted me quisiera: si usted misma dijo que ya casi me quería. Y ahora ¿qué más? Bueno, esto es casi todo lo que quería decir; solo queda preguntar: ¿qué es lo que ocurriría si se enamorara usted de mí? Solo quería decir eso, nada más. Escúcheme, amiga mía, porque a pesar de todo sigue siendo mi amiga, y yo, claro está, soy un hombre sencillo, pobre e insignificante, solo que no se trata de eso (parece que no estoy hablando de lo que debo, pero es por lo confuso que estoy, Nástenka)… Yo la amaría tanto, que si usted le siguiera queriendo a él y continuara amando al que yo no conozco, a pesar de todo no se percataría del peso de mi amor. Usted únicamente oiría y sentiría que junto a usted late un corazón noble y apasionado, que para usted… ¡Oh, Nástenka! ¿Qué ha hecho usted conmigo?

—¡No llore! ¡No quiero que llore usted! —dijo Nástenka, levantándose rápidamente del banco—. ¡Vamos, levántese, levántese! ¡Venga conmigo, no llore, no llore! —dijo, limpiándome las lágrimas con su pañuelo—. Bueno, ahora vámonos. Puede que le diga algo… Si él ahora me ha abandonado porque ya me olvidó, y aunque todavía le ame (pues no quiero engañarle…), pero escúcheme y responda. Por ejemplo, en el caso de que yo le tomara cariño a usted, es decir, solo si… ¡Oh, amigo mío! ¡Ahora me doy cuenta de cómo le ofendí entonces, cuando me reí de su amor! ¡Cuando le elogiaba por no haberse enamorado de mí…! ¡Oh, Dios mío! Pero ¡cómo pude yo no darme cuenta! ¿Cómo pudo pasárseme? ¡Qué estúpida fui! Pero… bueno, he tomado la decisión de decirlo todo…

—Escúcheme, Nástenka, ¿sabe una cosa? Yo me alejaré de usted. ¡Eso es! Porque de este modo solo la estoy martirizando. Porque ahora le remuerde la conciencia por haberse reído de mí, pero yo no quiero, no quiero, que junto a la pena que siente… ¡Claro que yo tengo la culpa, Nástenka! Pero ¡adiós!

—Espere, escúcheme: ¿puede esperar?

—¿Esperar qué? ¿Cómo?

—Yo le quiero a él, pero eso pasará, debe pasar, no puede no pasar. Ya se está pasando, lo siento… Tal vez termine hoy mismo, porque le odio, porque se rio de mí, cuando usted lloraba a mi lado, porque usted no me habría rechazado como él, porque me quiere, mientras que él no, y porque en suma yo misma le quiero a usted. ¡Sí, le quiero! Le quiero como usted me quiere a mí. Si yo misma le dije eso antes, usted mismo lo escuchó… le quiero porque es usted mejor que él, porque es más noble que él, porque, porque, él…

La emoción de la pobre era tal, que no pudo terminar la frase; apoyó su cabeza en mi hombro, después en mi pecho, y rompió a llorar amargamente. Yo la tranquilizaba, la calmaba, pero ella no cesaba de llorar. No hacía más que apretarme la mano y decir entre sollozos: «¡Espere, espere! ¡Ya se me pasa! ¡Quiero hablarle… no piense que estas lágrimas… son debilidad, espere a que se me pase…!». Por fin cesó de llorar, se secó los ojos y de nuevo nos pusimos a andar. Yo quería hablar, pero ella estuvo un largo rato rogándome que me esperara. Nos quedamos en silencio… Finalmente se recompuso y se puso a hablar…

—Mire —dijo Nástenka con voz débil y temblorosa, en la que de pronto sonó una nota que me llegó directamente al corazón gimiendo dulcemente—: no piense que soy tan inestable y voluble. No crea que puedo olvidarme y cambiar tan rápidamente y tan a la ligera… Le he amado a él durante todo el año, y por Dios juro que jamás, jamás, le fui infiel siquiera en el pensamiento. Él ha despreciado esto. Se ha reído de mí… allá él. Pero me ha herido y ha ofendido mi corazón. Yo, yo no le quiero, porque solo puedo amar al que es generoso, al que me entiende y es noble, pues yo misma soy así y él no se merece a alguien como yo. Bueno, ¡allá él! Es mejor que haya actuado así, que yo me desengañara de él esperanzada, y que me enterara después de cómo es realmente… ¡Bueno, ya se acabó! Pero ¿quién sabe, amigo mío? —continuó ella, apretándome la mano—, ¿quién sabe? Es posible que todo mi amor fuera un engaño de los sentimientos, una imaginación. Es posible que haya comenzado como una travesura, absurdamente, por encontrarme bajo la vigilancia de la abuela. Quizás debiera amar a otro y no a él, a otra persona que se apiadara de mí, y, y… Pero dejemos, dejemos eso —se interrumpió Nástenka ahogándose de agitación—. Yo solo quería decirle… quería decirle que si a pesar de que le quiero a él (no, mejor dicho, de que le quería), si a pesar de ello, dice usted todavía… si siente que su amor es tan grande que puede reemplazar finalmente en mi corazón al otro… si desea apiadarse de mí, si no quiere dejarme a solas con mi destino, desconsolada y desesperanzada, si quiere amarme siempre, tal y como lo está haciendo ahora, entonces le juro que el agradecimiento… que mi amor será finalmente digno del suyo. ¿Me cogerá usted ahora de la mano?

—¡Nástenka! —exclamé yo, ahogándome en sollozos—. ¡Nástenka…! ¡Oh, Nástenka!

—Bueno, ¡basta, basta! ¡De veras! —dijo sin poder apenas sobreponerse—. Ahora ya está dicho todo. ¿No es verdad? ¿No es así? Usted es feliz y yo también. Ni una palabra más de ello. ¡Espere, compadézcase de mí…! ¡Hable de otra cosa, por el amor de Dios…!

—¡Sí, Nástenka, sí! Bueno, dejémoslo, ahora soy feliz; yo… Hablemos de otra cosa. Cambiemos de tema, vamos. ¡Sí! Estoy dispuesto…

Y, sin saber de qué hablar, nos pusimos a reír, a llorar, a decir mil palabras sin sentido y que no venían a cuento. Tan pronto caminábamos por la acera como retrocedíamos y cruzábamos la calle. Después nos parábamos y de nuevo cruzábamos el muelle. Parecíamos unos críos…

—Ahora, Nástenka, estoy viviendo solo —dije yo—. Y mañana… Nástenka, usted sabrá que soy pobre, y que todo mi capital asciende a mil doscientos rublos, pero no importa…

—Por supuesto que no; pero la abuela tiene una pensión y no será una carga. Tendríamos que llevarnos a la abuela.

—Claro que nos llevaremos a la abuela… solo que también está Matriona… ¡Ay, si usted también tiene a Fiokla! Matriona es bondadosa, solo que tiene un defecto: carece absolutamente de imaginación, Nástenka. Pero ¡eso no importa…!

—Da lo mismo. Ellas pueden estar juntas. Entonces, múdese a nuestra casa.

—¿Cómo es eso? ¿Donde usted? Está bien, estoy dispuesto…

—Sí, como inquilino. Arriba tenemos una buhardilla; está vacía. Teníamos una inquilina, una anciana de familia noble, pero se mudó, y sé que la abuela quiere alquilárselo a algún joven. Y yo le pregunto: «¿Y por qué a un joven?». Y ella me responde: «Pues porque yo ya estoy vieja; pero no te pienses, Nástenka, que quiero casarte con él». Y me percaté de que precisamente de eso se trataba…

—¡Ay, Nástenka…!

Y los dos nos echamos a reír.

—¡Ya basta! ¿Y dónde vive usted? Se me ha olvidado.

—Allí, cerca del puente, en la casa de Barannikov.

—¿Esa casa que es tan grande?

—Sí, esa casa tan grande.

—¡Ay, la conozco, es una buena casa! Es solo que… ¿sabe una cosa? Déjela y múdese a vivir con nosotras cuanto antes…

—Mañana mismo, Nástenka, mañana mismo. Debo algo por el alquiler, pero no importa… Pronto cobraré…

—¿Sabe? A lo mejor me pongo a dar clases. Me prepararé y me pondré a dar clases…

—¡Estupendo…! Y a mí me ascenderán pronto, Nástenka…

—De modo que mañana será usted mi inquilino…

—Sí, e iremos a ver El barbero de Sevilla, porque pronto lo volverán a representar otra vez.

—Sí, iremos —dijo sonriendo Nástenka—. No, mejor sería que fuéramos a oír otra cosa y no El barbero

—Bueno, está bien, otra cosa. Claro, mejor será, no me había dado cuenta…

Mientras hablábamos, los dos caminábamos como si estuviéramos embriagados, como si no supiéramos lo que nos sucedía. Tan pronto nos deteníamos y nos quedábamos un largo rato hablando en el mismo lugar, como de pronto nuevamente arrancábamos a andar para llegar Dios sabe dónde, para otra vez más echarnos a reír y a llorar… De repente, Nástenka expresaba su deseo de regresar a casa sin que yo me atreviera a retenerla. Arrancábamos a andar y al cabo de un cuarto de hora de nuevo nos encontrábamos en nuestro banco en el muelle. Allí Nástenka suspiró, y le brotaron nuevamente lágrimas en los ojos. Me quedé acobardado y sobrecogido de frío… Pero al instante ella me apretó la mano, tirando nuevamente de mí para volver a andar, charlar y conversar…

—¡Ya es hora, debo regresar a casa! Creo que ya es muy tarde —dijo finalmente Nástenka—, ¡dejémonos de tantas chiquilladas!

—Sí, Nástenka, solo que ahora ya no podré conciliar el sueño. No voy a ir a casa.

—Creo que yo tampoco podré dormirme. Pero acompáñeme usted…

—Por supuesto.

—Ahora es preciso que lleguemos hasta mi casa.

—Por supuesto, por supuesto…

—¿Palabra de honor?… ¡Porque alguna vez habrá que volver a casa!

—Palabra de honor —respondí yo sonriendo.

—¡Vamos pues!

—Vamos. ¡Mire el cielo, Nástenka, mírelo! Mañana hará una mañana estupenda. ¡Qué cielo tan azul y qué luna! Mire cómo esa nube amarilla va a cubrirla ahora. ¡Mire, mire…! No. Ha pasado de largo. ¡Mírelo, mírelo…!

Pero Nástenka no miraba la nube y permanecía callada como si se hubiera quedado petrificada. Al cabo de un minuto empezó a apretarse contra mí con cierta timidez. Su mano temblaba en la mía. La miré… Ella se apretó contra mí con más fuerza todavía.

En ese instante junto a nosotros pasó un caballero joven. De pronto se detuvo, se quedó mirándonos fijamente y después avanzó unos pasos hacia nosotros. Mi corazón se estremeció…

—Nástenka —dije yo a media voz—. ¿Quién es, Nástenka?

—¡Es él! —respondió ella susurrando, apretándose contra mí, aún más estremecida… Yo apenas podía sostenerme en pie.

—¡Nástenka! ¡Nástenka! ¡Eres tú! —se oyó una voz detrás de nosotros, y en aquel instante el joven caballero avanzó unos pasos más hacia nosotros.

¡Dios mío, qué grito dio ella, cómo se estremeció! ¡Cómo se arrancó de mis brazos y se lanzó a su encuentro…! Me quedé mirándoles con el corazón hecho pedazos. Pero, apenas le hubo extendido tímidamente la mano y se hubo echado en sus brazos, de pronto se dio la vuelta y como una ráfaga de aire o un relámpago se lanzó hacia mí, y sin que me diera tiempo de reponerme me rodeó el cuello con los brazos y me dio un fuerte y ardiente beso. Después, sin decir palabra, de nuevo se lanzó hacia él, le cogió de las manos y le arrastró tras ella.

Permanecí un largo rato mirándoles… Finalmente los dos desaparecieron de mi vista.


La mañana


Mis noches terminaron por la mañana. Hacía un día desapacible. Llovía, y la lluvia golpeaba tristemente en mis cristales. La habitación estaba oscura y el patio sombrío. Me dolía la cabeza y estaba mareado. La fiebre recorría todos los miembros de mi cuerpo.

—Señor, el cartero le ha traído una carta —dijo Matriona inclinándose sobre mí.

—¡Una carta! ¿De quién? —exclamé yo, saltando de la silla.

—No veo, señor, mírelo, puede que aquí ponga quién lo envía.

Rompí el sello. ¡Era de Nástenka!

¡Oh, perdone, disculpe! De rodillas le ruego que me perdone… Le he engañado a usted y a mí misma. Ha sido un sueño, una ilusión… Hoy estoy sufriendo por usted hasta más no poder. ¡Perdóneme, perdóneme…!No me culpe, porque en absoluto he cambiado respecto a usted. Dije que le iba a querer, y le quiero ahora, y aún más que eso. ¡Oh, Dios mío! ¡Si pudiera amarles a los dos a la vez! ¡Oh, si usted fuera él!

«¡Oh, si él fuera usted!», se me pasó por la cabeza. ¡Recordé tus propias palabras, Nástenka!

¡Dios sería testigo de lo que sería capaz de hacer ahora por usted! Yo sé que se siente mal y está triste. Yo le ofendí, pero ya sabe que, cuando se ama, la ofensa no puede sostenerse mucho tiempo. ¡Y usted me ama!¡Se lo agradezco! ¡Sí, le agradezco ese amor! Porque ha impregnado mi memoria como un dulce sueño que al despertar se recuerda largo tiempo. Porque recordaré eternamente aquel momento en que me abrió usted su corazón tan fraternalmente acogiendo generosamente el mío, que estaba destrozado, para protegerlo, cuidarlo con ternura y curarlo… Si usted me perdona, su recuerdo se enaltecerá en mí con un eterno sentimiento de gratitud que jamás se borrará de mi alma… Guardaré ese recuerdo y le seré fiel, no lo cambiaré ni traicionaré mi corazón: es demasiado constante. Ayer mismo se volvió rápidamente hacia aquel a quien ha pertenecido siempre.Nos encontraremos, usted vendrá a vernos, no nos dejará, y será eternamente un amigo mío, un hermano… Y cuando me vea, ¿me tenderá usted su mano? ¿Verdad que sí? Usted me la tenderá, me perdonará, ¿no es cierto? ¿Me ama como antes?¡Oh, quiérame, no me abandone, porque le quiero tanto en estos momentos!, porque soy digna de su amor… porque lo mereceré… mi querido amigo. La semana que viene me caso con él. Regresó enamorado y jamás se olvidó de mí… No se moleste porque le escriba sobre él. Pero me gustaría ir con él a su casa. Le cogerá simpatía, ¿verdad?¡Perdóneme y recuerde y quiera a su Nástenka!

Estuve un largo rato releyendo la carta. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Finalmente la carta resbaló de mis manos y me cubrí la cara.

—¡Caramba! ¡Caramba! —dijo Matriona.

—¿Qué sucede, mujer?

—Pues que he quitado todas las telarañas del techo. Ahora incluso puede casarse e invitar a la gente, antes de que se ensucie de nuevo…

Miré a Matriona… Todavía era una mujer vital y joven, y no sé por qué se me presentó de pronto con la mirada apagada, arrugas en la cara, encorvada y senil… No sé la razón por la que me figuré mi habitación tan envejecida como ella. Las paredes y los suelos parecían descoloridos y todo estaba ensombrecido. No sé por qué al mirar por la ventana me dio la impresión de que la casa de enfrente también se tornaba decrépita y sombría, a la vez que la pintura de sus columnas se ahuecaba y caía; que las cornisas se habían ennegrecido y agrietado y en las paredes de color ocre chillón aparecían manchas…

Tal vez un rayo de sol que asomaba detrás de una nube se ocultara detrás de otra, preñada de lluvia, oscureciendo nuevamente todo ante mis ojos. Probablemente me figuraría pasar fugaz y tristemente toda la perspectiva de mi futuro, viéndome en aquel momento quince años después, como un hombre envejecido en aquella misma habitación, igual de solitario y junto a la misma Matriona que no había ganado en luces durante esos años.

Pero ¡recordar yo mi ofensa, Nástenka! ¿Ensombrecer con una oscura nube tu felicidad clara y serena? ¿Envenenar tu corazón con secretos remordimientos, obligándolo a latir con tristeza en los momentos de tu felicidad? ¿Ajar un solo pétalo de esas delicadas flores que entrelaces en tus negros rizos cuando junto a él te dirijas al altar…? ¡Eso jamás, jamás! ¡Que resplandezca tu cielo, que tu tierna sonrisa sea clara y serena, que Dios te bendiga por un minuto de felicidad que des a otro corazón solitario y agradecido!

¡Dios mío! ¡Un minuto entero de felicidad! ¿Acaso es poco para toda una vida humana…?


FIN


  • Autor: Fiódor Dostoyevski

  • Título: Las noches blancas. Novela sentimental (de las memorias de un soñador)

  • Título Original: Belyye nochi. Sentimental’nyy roman (Iz vospominaniy mechtatelya)

  • Publicado en: Otéchestvennye Zapiski, 1848

  • Traducción: Bela Martinova

 
 
 

Él contó cómo caminan sobre la tierra

asesinos bajo la maldición de Caín,

con nubes rojas velando sus ojos

y llamas alrededor de su cerebro:

porque la sangre ha dejado sobre sus almas

su estigma eterno.

—Hood



Dos caminos conducen a Yorkertown. Uno, la ruta más corta y directa, atraviesa un páramo elevado y árido, y el otro, que es mucho más largo, sigue las vueltas de su sinuoso curso entre las colinas y los cenagales de los pantanos, bordeando las colinas bajas por el este. Era un sendero peligroso y solitario; por eso Solomon Kane se detuvo asombrado cuando un joven casi sin aliento, procedente de la aldea que acababa de dejar, lo alcanzó y le imploró por el amor de Dios que tomara el camino del pantano.

—¡El camino del pantano! —Kane miró fijamente al muchacho.

Un hombre alto y delgado, era Solomon Kane, con su rostro sombríamente pálido y sus profundos ojos taciturnos ensombrecidos aún más por el traje puritano que vestía, de color marrón oscuro.

—Sí, señor, es más seguro —respondió el jovencito a su sorprendida exclamación.

—Entonces el camino del páramo debe ser frecuentado por el mismo Satanás, porque los de tu aldea me advirtieron que no atravesara el otro.

—Es por los cenagales, señor, que usted no podría ver en la oscuridad. Más vale que vuelva a la aldea y continúe su viaje por la mañana, señor.

—¿Tomando el camino del pantano?

—Sí, señor.

Kane se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—La luna sale casi al mismo tiempo que termina el crepúsculo. Con su luz puedo llegar a Yorkertown en pocas horas, cruzando el páramo.

—Señor, es mejor que no lo haga. Nunca va nadie por ese camino. No hay ninguna casa en el páramo, mientras que en el pantano está la casa del viejo Ezra que vire allí completamente solo desde que su primo loco, Gideon, se perdió y murió en el pantano y nunca fue encontrado; y el viejo Ezra, aunque es un avaro, no le negaría hospedaje si usted decidiera detenerse hasta la mañana. Ya que usted tiene que ir, más vale que vaya por el camino del pantano.

Kane clavó una mirada penetrante en el muchacho. Éste se movió, molesto, y restregó los pies.

—Puesto que este camino del páramo es tan difícil para los viajeros —dijo el puritano— ¿por qué los aldeanos no me contaron toda la historia, en vez de tanto vano palabrerío?

—Los hombres no quieren hablar de eso, señor. Esperábamos que usted tomara el camino del pantano después que los hombres se lo aconsejaron; pero cuando lo observamos y vimos que usted no doblaba en la encrucijada, me mandaron que corriera tras de usted y le suplicara que lo piense de nuevo.

—¡En nombre del Demonio! —exclamó vivamente Kane, mostrando su irritación con el desacostumbrado juramento—; el camino del pantano y el camino del páramo, ¿qué es lo que me amenaza y por qué debo apartarme varias millas de mí camino y exponerme a los pantanos y cenagales?

—Señor —dijo el muchacho, bajando la voz y acercándose—, somos unos simples aldeanos que no queremos hablar de esas cosas para que no nos alcance la desgracia; pero el camino del páramo es un sendero maldito y no ha sido atravesado por ningún hombre de la región desde hace un año o más. Andar por esos páramos de noche equivale a morir, como lo comprobaron una cantidad de infortunados. Algún horror maligno frecuenta el camino y reclama hombres como víctimas.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo es eso?

—Nadie lo sabe. Nadie que lo haya visto ha vivido para contarlo, pero viajeros retrasados han oído una terrible risa muy lejos sobre el pantano y hay quienes han escuchado los horribles gritos de sus víctimas. Señor, en nombre de Dios, vuelva a la aldea, pase allí la noche, y tome mañana el sendero del pantano para Yorkertown.

Muy adentro de los sombríos ojos de Kane había comenzado a brillar una luz centellante, como los reflejos de la antorcha de una bruja bajo varias brazas de hielo gris.

Su sangre se aceleró. ¡La aventura! ¡La tentación de exponer la vida y luchar! ¡La emoción del drama excitante y peligroso! No es que Kane comprendiera así sus sensaciones. Creía sinceramente que expresaba sus reales sentimientos cuando dijo: —Estos hechos son obra de alguna fuerza del mal. Los señores de las tinieblas han lanzado una maldición sobre la región. Hace falta un hombre fuerte para combatir a Satanás y a su poder. Por eso voy yo, que lo he desafiado muchas veces.

—Señor —comenzó el muchacho, cerrando luego la boca cuando vio la inutilidad de sus argumentos. Sólo agregó—: Los cadáveres de las víctimas están golpeados y despedazados, señor.

Y se quedó quieto en la encrucijada, suspirando con pena mientras contemplaba la figura alta y de largos miembros que se internaba en las curvas del camino que llevaba hacia los páramos.

El sol se ponía cuando Kane cruzó la cima de la cuesta baja que desembocaba en el marjal de las tierras altas.

Inmenso y de color rojo sangre, se hundía detrás del sombrío horizonte de los páramos, como si tocara la espesa hierba con fuego; de modo que por un momento el observador parecía estar contemplando un mar de sangre. Luego las sombras tenebrosas se fueron deslizando desde el este, el resplandor del oeste se apagó, y Solomon Kane penetró audazmente en las tinieblas crecientes.

La senda era borrosa por falta de uso, pero estaba claramente definida. Kane iba rápidamente pero con cautela, con la espada y las pistolas a mano. Las estrellas titilaban y el viento nocturno soplaba entre la hierba como lamentos de espectros. La luna empezó a salir, enjuta y macilenta, como una calavera entre las estrellas.

Entonces, de repente, Kane se detuvo bruscamente. Desde alguna parte delante de él resonó un extraño y pavoroso eco, o algo parecido a un eco. Y de nuevo, esta vez más fuerte. Kane reanudó la marcha nuevamente. ¿Lo estaban engañando sus sentidos? ¡No!

Muy lejos, resonó el rumor de una espantosa risa. Y de nuevo, esta vez más cerca.

Ningún ser humano rio jamás de ese modo; no había allí alegría, sólo odio y horror, y un terror que partía el alma. Kane se detuvo. No tenía miedo, pero durante un segundo estuvo casi acobardado. Entonces, abriéndose paso entre esa espantosa risa, llegó el sonido de un alarido que era indudablemente humano. Kane reanudó la marcha, apurando el paso. Maldijo las luces engañosas y las sombras fluctuantes que cubrían el páramo a la luna naciente, y que volvían imposible la vista exacta. La risa continuaba, haciéndose más fuerte, lo mismo que los alaridos. Entonces sonó débilmente el redoble de unos frenéticos pies humanos. Kane se lanzó a correr.

Algún ser humano estaba siendo cazado a muerte allá en el marjal, y sólo Dios sabía en qué horrible forma. El ruido de los veloces pies se detuvo abruptamente y los alaridos aumentaron en forma insoportable, mezclados con otros sonidos innominables y espantosos. Evidentemente el hombre había sido atrapado, y Kane, sintiendo un hormigueo en su carne, pudo observar un horrible demonio de las tinieblas agazapado sobre la espalda de su víctima, agazapado y furioso.

Entonces se oyó claramente el ruido de una terrible y corta lucha a través del abismal silencio del marjal y los pasos recomenzaron, ahora torpes e irregulares. Los alaridos continuaban, pero con un gorgoteo entrecortado. Un sudor frío cubrió la frente y el cuerpo de Kane. Esto era una acumulación de horror sobre horror de una manera intolerable. ¡Dios, un momento de claridad! El espantoso drama se estaba desarrollando a muy corta distancia de él, a juzgar por la facilidad con que le llegaban los sonidos. Pero esa infernal penumbra velaba todo con sombras cambiantes, de modo que los páramos parecían una bruma de espejismos borrosos, y los árboles y arbustos achaparrados parecían gigantes.

Kane gritó, haciendo lo posible por aumentar la velocidad de su marcha. Los gritos del desconocido se convirtieron en un espantoso chillido agudo; hubo nuevamente ruido de lucha, y entonces de las sombras de las altas hierbas una cosa emergió tambaleándose —una cosa que alguna vez había sido un hombre— una cosa espantosa, cubierta de sangre, que cayó a los pies de Kane, se retorció, se arrastró y levantó su terrible rostro a la luna naciente, farfulló, gimió, cayó nuevamente, y murió ahogado en su propia sangre.

La luna estaba alta ahora, y la luz era mejor. Kane se inclinó sobre el cuerpo, que yacía rígido en su mutilación, y se estremeció, cosa extraña en él, que había visto los procedimientos de la Inquisición española y de los cazadores de brujas.

Algún caminante, supuso. Entonces, como una mano de hielo sobre su espina dorsal: se dio cuenta de que no estaba solo. Alzó la vista, penetrando con sus fríos ojos las sombras de las cuales había salido tambaleando el muerto. No vio nada, pero supo —sintió— que otros ojos le devolvían la mirada, unos ojos terribles que no eran de este mundo. Se enderezó y sacó una pistola, esperando. La luz de la luna se extendió como un lago de pálida sangre sobre el páramo, y los árboles y las hierbas adquirieron su tamaño propio.

Las sombras se disiparon, y Kane ¡vio! Al principio creyó que era sólo una sombra de bruma, un fuego fatuo de la niebla del páramo que ondulaba en las altas hierbas, delante de él. Miró fijamente. Otro espejismo, pensó. Entonces la cosa empezó a tomar forma, vaga y confusa. Dos horribles ojos brillaban en ella, ojos que contenían todo el horror que es la herencia del hombre desde las terribles épocas primordiales, ojos horribles e insanos, con una insanidad que trascendía la insanidad terrenal. La forma de la cosa era brumosa y vaga, una espeluznante imitación de la forma humana, semejante a ella, pero horriblemente distinta. A través de ella se distinguían claramente la hierba y los matorrales situados más allá.

Kane sintió el fuerte latido de la sangre en sus sienes, a pesar de estar frío como el hielo. Cómo un ser tan inestable como ese que ondulaba ante él podía dañar físicamente a un hombre era algo que no llegaba a comprender, aunque el sangriento horror que yacía a sus pies pudiera dar mudo testimonio de que el demonio podía actuar con un terrible efecto material.

De una cosa estaba seguro Kane: no sería cazado a través de los sombríos páramos, ni gritaría y huiría para ser derribado una y otra vez. Si tenía que morir, moriría donde estaba, recibiendo los golpes de frente. En ese momento se abrió una indefinida y espantosa boca y estalló nuevamente la risa demoníaca, estremeciendo el alma por su proximidad. Y en medio de esa amenaza de muerte, Kane apuntó cautelosamente su larga pistola e hizo fuego. Un furioso aullido de rabia y de burla respondió al estampido, y la cosa lo atacó como una sábana de humo flotante, con largos e indefinidos brazos extendidos para derribarlo.

Kane, moviéndose con la dinámica velocidad de un lobo famélico, disparó su segunda pistola con idéntico resultado, sacó su largo estoque de la vaina y tiró una estocada al centro del brumoso atacante. La hoja zumbó cuando lo atravesó limpiamente, sin encontrar resistencia sólida, y Kane sintió que dedos helados agarraban con fuerza sus miembros, y garras bestiales rasguñaban sus ropas, y debajo de ellas su piel.

Soltó la espada inservible y trató de forcejear con su enemigo. Era como luchar contra una bruma fluctuante, o una sombra flotante provista de garras como puñales. Sus enfurecidos golpes chocaban con el aire vacío, sus brazos inútilmente poderosos, en cuyo abrazo habían muerto hombres fuertes, barrían la nada y apretaban el vacío. Nada era sólido ni real, excepto los dedos simiescos y desollantes, con sus garras curvas, y los enloquecidos ojos que ardían en las estremecidas profundidades de su alma.

Kane se dio cuenta de que estaba realmente en una situación desesperada. Sus ropas ya caían en jirones y sangraba de una veintena de heridas profundas. Pero no se acobardó, y la idea de huir no pasó por su mente. Nunca había huido de un enemigo solo, y si se le hubiera ocurrido la idea se habría sonrojado de vergüenza. Vio que su situación no tenía otra salida que dejar su esqueleto yaciendo allí junto a los restos de la otra víctima; pero la idea no lo aterrorizaba. Su único deseo era pelear lo mejor que pudiera antes que llegara el fin, y, si podía, infligir algún daño a su sobrenatural enemigo.

Sobre el cuerpo despedazado del muerto, el hombre luchaba contra el demonio bajo la pálida luz de la luna, todas las ventajas estaban de la parte del demonio, excepto una. Y ésta bastaba para superar a todas las demás. Ya que si el odio abstracto puede convertir en substancia material a una cosa fantasmal, ¿no puede acaso el valor, igualmente abstracto, constituir una arma concreta para combatir a ese fantasma?

Kane peleó con sus brazos, sus pies y sus manos, y finalmente se dio cuenta de que el fantasma comenzaba a ceder ante él, y que la espantosa risa se trasformaba en alaridos de furia contrariada. Porque la única arma del hombre es el valor que no retrocede ante las puertas del mismo infierno, y al que ni siquiera las legiones del infierno pueden hacer frente.

Kane no sabía nada de esto; sólo sabía que las garras que lo rasguñaban y laceraban parecían volverse cada vez más débiles y vacilantes, y que una feroz luminosidad crecía cada vez más en los horribles ojos. Bamboleándose y jadeando, se lanzó sobre la cosa, la aferró al fin y la arrojó, y mientras rodaban por el páramo y la cosa se retorcía y replegaba sus miembros como una serpiente de humo, su carne hormigueó y sus cabellos se erizaron, porque comenzó a comprender lo que aquélla farfullaba.

No oyó y comprendió como un hombre oye y comprende el habla de un hombre, sino que los terribles secretos que le comunicó entre susurros, gemidos, y silencios que eran gritos, deslizaron dedos de hielo en su alma, y entonces él supo.

2

La cabaña del viejo Ezra, el avaro, se alzaba junto al camino en el centro del pantano, medio oculta por los sombríos árboles que crecían a su alrededor. Las paredes se pudrían, el techo se desmoronaba, y unos hongos gigantes, grandes, pálidos y verdes, se adherían a ella y se retorcían alrededor de las puertas y ventanas, como si trataran de espiar el interior. Los árboles se encorvaban sobre la cabaña y sus grises ramas se entrelazaban de tal modo que parecía estar agazapada en la penumbra como un monstruo enano, por encima de cuyos hombros miraran maliciosamente ogros.

El camino que se enroscaba en el pantano, entre tocones podridos, colinas cubiertas de espesa vegetación, y estanques y ciénagas espumosos, infestado de reptiles, serpenteaba frente a la cabaña. Muchos pasaban en aquellos días por ese camino; pero pocos veían al viejo Ezra, excepto la vislumbre de un rostro amarillento, que aparecía en las ventanas cubiertas de hongos; él mismo como un repugnante hongo.

El viejo Ezra, el avaro, compartía gran parte de las características del pantano, porque era gruñón, encorvado y hosco; sus dedos eran como garras de plantas parásitas y sus cabellos caían como musgo parduzco sobre ojos acostumbrados a la lobreguez de las tierras pantanosas. Los ojos eran como los de un muerto; y, sin embargo, sugerían profundidades abismales y repugnantes como los lagos muertos de la zonas pantanosas.

Estos ojos observaron al hombre detenido frente a su cabaña. El hombre era alto, delgado y enigmático; su rostro, macilento; tenía marcas de garras; y los brazos y piernas, vendados. Un poco atrás de este hombre se encontraba una cantidad de aldeanos.

—¿Tú eres Ezra, el del camino del pantano?

—Sí. ¿Qué quieres tú de mí?

—¿Dónde está tu primo Gideon, el joven demente que habitaba contigo?

—¿Gideon?

—Sí.

—Se internó en el pantano y nunca regresó. Sin duda se extravió y fue atacado por los lobos o murió en un cenagal o fue picado por una víbora.

—¿Hace cuánto tiempo?

—Más de un año.

—Así es. Escucha, Ezra el avaro. Poco después de la desaparición de tu primo, un campesino, al volver a su casa atravesando los páramos, fue atacado por un demonio desconocido y despedazado, y a partir de entonces cruzar esos páramos significó la muerte. Primero, gente de la región; luego, extranjeros que recorrían el pantano, cayeron en las garras de la cosa. Muchos hombres han muerto, desde el primero. Anoche crucé los páramos, y escuché la huida y persecución de otra víctima, un extranjero que no conocía el mal de los páramos. Ezra, el avaro, era una cosa espantosa, porque el desventurado logró zafarse dos veces del demonio, terriblemente herido, y las dos veces el demonio lo atrapó y lo derribó nuevamente. Y finalmente cayó muerto a mis propios pies, ultimado en una forma que helaría la estatua de un santo.

Los aldeanos se movieron con inquietud, y murmuraron con temor unos a otros, y los ojos del viejo Ezra miraron furtivamente. Sin embargo, la sombría expresión de Solomon Kane no se alteró, y su mirada de cóndor pareció atravesar al avaro.

—¡Sí! ¡Sí! —murmuró el viejo Ezra apresuradamente—. ¡Una cosa mala, una cosa mala! Pero ¿por qué me cuentas esto a mí?

—Sí, es una cosa triste. Escucha aún más, Ezra. El demonio surgió de entre las sombras, y yo luché con él, sobre el cuerpo de su víctima. Sí, cómo lo vencí, no sé, porque el combate fue difícil y largo; pero las potencias del bien y de la luz estaban de mi parte, y son más poderosas que las potencias del infierno. Finalmente fui el más fuerte, y eso se separó de mí y escapó, y yo lo perseguí sin resultado. Sin embargo, antes de escapar murmuró una monstruosa verdad.

El viejo Ezra miró con asombro, desatinadamente, pareció encogerse dentro de sí mismo.

—No, ¿por qué me cuentas eso? —murmuró.

—Volví a la aldea y conté mi relato —dijo Kane— porque supe que tenía entonces el poder de librar los páramos de su maldición para siempre. Ezra, ven con nosotros.

—¿Adónde? —jadeó entrecortadamente el avaro.

Al roble podrido que hay en los páramos.

Ezra se tambaleó como si lo hubieran golpeado; gritó incoherentemente y se dio a la fuga.

Al instante, y a la severa orden de Kane, dos fuertes aldeanos se abalanzaron sobre el avaro y se apoderaron de él. Arrancaron la daga de su débil mano, y le ataron los brazos, estremeciéndose al tocar con los dedos su viscosa carne.

Kane les hizo señas para que lo siguieran, y volviéndose inició la marcha, seguido por los aldeanos, que tuvieron que emplear toda su fuerza para llevar consigo al prisionero.

Fueron atravesando el pantano, tomando una senda poco usada que iba por sobre las colinas bajas y salía a los páramos.

El sol se ponía en el horizonte y el viejo Ezra fijó la vista en él con ojos salientes: fijó la vista como si no pudiera ver lo suficiente. A lo lejos, en los páramos, se alzaba el gran roble como una horca, ahora sólo una cáscara podrida. Allí se detuvo Solomon Kane.

El viejo Ezra se retorció en el puño de su aprehensor y emitió unos ruidos inarticulados.

—Hace más de un año —dijo Solomon Kane—, tú, temiendo que tu insano primo Gideon contara a la gente tus crueldades con él, lo trajiste desde el pantano por la misma senda por la que vinimos, y lo asesinaste aquí de noche.

Ezra se encogió y gruñó:

—¡Tú no puedes probar esa mentira!

Kane dijo unas pocas palabras a un ágil aldeano. El joven trepó por el tronco podrido del árbol, y de una hendidura situada muy arriba extrajo algo que cayó ruidosamente a los pies del avaro. Ezra perdió la firmeza, profiriendo un terrible alarido.

El objeto era el esqueleto de un hombre, con el cráneo partido.

—Tú, ¿cómo supiste de esto? ¡Tú eres Satanás! —farfulló el viejo Ezra.

Kane se cruzó de brazos.

—La cosa con la que peleé anoche me dijo esto mientras combatíamos, y yo lo seguí hasta este árbol. ¡Porque el demonio es el fantasma de Gideon!

Ezra gritó de nuevo y luchó fieramente.

—Sabías —dijo Kane sombríamente—, sabías qué cosa era el autor de estos hechos.

»Temías al fantasma del loco, y por eso optaste por dejar su cuerpo en el fangal en vez de esconderlo en el pantano. Porque sabías que el fantasma rondaría el lugar de su muerte.

»Era loco mientras vivía, y al morir no supo dónde encontrar a su matador; de otro modo, hubiera ido por ti a tu cabaña. Él no odia a nadie más que a ti; pero su espíritu confundido no puede distinguir a un hombre de otro, y mata a todos, para no dejar escapar a su asesino. Sin embargo, te conocerá y descansará en paz para siempre, a partir de ese momento. El odio ha convertido a ese fantasma en una cosa sólida que puede desgarrar y matar, y aunque él te temía terriblemente cuando estaba vivo, en la muerte él no te teme.

Kane cesó de hablar. Miró de soslayo al sol.

—Todo esto lo supe por el fantasma de Gideon, en sus gemidos, sus susurros y sus silencios que eran gritos. Sólo tu muerte apaciguará a ese espíritu.

Ezra escuchó en un silencio expectante y Kane pronunció las palabras de su sentencia.

—Es una cosa difícil —dijo Kane sombríamente— que un hombre sea condenado a muerte a sangre fría y en una forma como aquélla en que estoy pensando; pero tú debes morir para que otros vivan, y Dios sabe que mereces la muerte.

»No morirás por la horca, la bala o la espada, sino en las garras de aquél a quien asesinaste: porque nada más lo podrá saciar.

Ante estas palabras el cerebro de Ezra estalló, sus rodillas cedieron y cayó arrastrándose y pidiendo a gritos la muerte, suplicándoles que lo quemaran en la hoguera, que lo desollaran vivo. El rostro de Kane estaba rígido como la muerte, y los aldeanos, despertada su crueldad por el miedo, ataron al ululante infeliz al roble, y uno de ellos lo invitó a reconciliarse con Dios. Pero Ezra no dio respuesta, gritando agudamente con insoportable monotonía. Entonces el aldeano quiso golpear al avaro en la cara, pero Kane lo detuvo.

—Déjalo que haga las paces con Satanás, con quien es más probable que vaya a encontrarse —dijo torvamente el puritano—. Está por ponerse el sol. Aflojad las cuerdas para que pueda moverse libremente en la oscuridad, ya que es mejor encontrar la muerte libre y sin trabas que atado como un sacrificado.

Al volverse para dejarlo, el viejo Ezra gimió y farfulló sonidos no humanos, y luego quedó en silencio, con la vista fija en el sol con terrible intensidad.

Se marcharon cruzando el marjal, y Kane echó una última mirada a la grotesca forma atada al roble, que parecía a causa de la incierta luz un gran hongo crecido en el tronco. Y repentinamente el avaro gritó espantosamente:

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Hay calaveras en las estrellas!

—La vida fue buena para él, aunque era gruñón, avaro y maligno —suspiró Kane—; quizá Dios tenga para esas almas un lugar donde el fuego y el sacrificio las purifiquen de sus impurezas, así como el fuego limpia de hongos el bosque. Sin embargo, mi corazón está triste dentro de mí.

—No, señor —habló uno de los aldeanos—, usted no ha hecho más que la voluntad de Dios, y lo que va a ocurrir esta noche sólo producirá bien.

—No —respondió tristemente Kane—. No lo sé. No lo sé.

El sol se había ocultado y la noche se extendía con pasmosa rapidez, como si grandes sombras fueran descendiendo desde vacíos desconocidos para cubrir el mundo con precipitada oscuridad. A través de la oscura noche llegó un eco horripilante, y los hombres se detuvieron y se volvieron para mirar el camino que habían recorrido.

No se podía ver nada. El páramo era un océano de sombras y las altas hierbas se inclinaban alrededor de ellos en largas ondulaciones ante el débil viento, rompiendo la mortal quietud con intensos susurros.

Entonces en lontananza el disco rojo de la luna apareció sobre el marjal, y por un instante una horrenda silueta se recortó tétricamente sobre él. Una forma huía cruzando la cara de la luna, una cosa grotesca y encorvada cuyos pies apenas parecían tocar el suelo; y detrás, muy cerca, corría una cosa como una sombra flotante, un horror sin nombre, sin forma.

Durante un instante los dos corredores se destacaron claramente contra la luna; luego se confundieron en una masa informe e innominable, y desaparecieron en las sombras.

Por todo el marjal resonó el estallido de una sola y terrible carcajada.


FIN


  • Autor: Robert E. Howard

  • Título: Calaveras en las estrellas

  • Título Original: Skulls in the Stars

  • Publicado en: Weird Tales, enero de 1929

  • Traducción: Alfredo Julio Grassi – Horacio Belsaguy

 
 
 
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