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Lecturas

Actualizado: 24 may



La biblioteca de Babel

Jorge Luis Borges(Cuento completo)


By this art you may contemplatethe variation of the 23 letters…

The Anatomy of Melancholy,part. 2, sect. II, mem. IV


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios). Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco[1]. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras M C V perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano… Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos, no es del todo falaz).

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables M C V no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de M C V en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior[2] dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron… Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos… Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total[3]; ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres

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que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos —y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar —lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza[4].

 Mar del Plata, 1941



[1] El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada a la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor).

[2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: a veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.

[3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.

[4] Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos). El manejo de ese vademécum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.


  • Autor: Jorge Luis Borges

  • Título: La biblioteca de Babel

  • Publicado en: El jardín de senderos que se bifurcan (1941)

 
 
 



La biblioteca universal

Kurd Lasswitz(Cuento completo)


—Venga a sentarse a mi lado, Max —dijo el profesor Wallhausen—, y deje de rebuscar en mi escritorio. Le aseguro que en él no hay nada que pueda utilizar para su revista.

Max Burkel se acercó a la mesa de la sala de estar, se sentó lentamente y tendió la mano hacia la jarra de cerveza.

—Bueno, entonces prosit. Me alegra volver a estar aquí. Pero, diga usted lo que diga, sigue teniendo que escribir algo para mí.

—Por desgracia, no tengo ninguna buena idea en este momento. Además, ya se están escribiendo y, desgraciadamente, imprimiendo demasiadas cosas superfluas…

—Eso es algo que no necesita decírselo a un director de revista tan atareado como su seguro servidor. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Qué es lo realmente superfluo? Los autores y su público no logran ponerse de acuerdo en absoluto al respecto.

Y lo mismo ocurre con los directores de revista y los críticos. Bueno, mis tres semanas de vacaciones acaban de empezar. Mientras tanto, que se preocupe mi ayudante.

—A veces me he preguntado —dijo la señora Wallhausen— cómo puede seguir encontrando usted algo nuevo que publicar. Me parece que, en la actualidad, ya debe de haberse escrito todo lo que puede ser expresado con palabras.

—Cabría pensar eso, pero la mente humana parece ser inagotable.

—Querrá decir en sus repeticiones.

—Bueno, sí —admitió Burkel—. Pero también en lo referente a nuevas ideas y expresiones.

—De todos modos —meditó el profesor Wallhausen—, uno podría expresar en letras de molde todo lo que pueda ser dado a la Humanidad, ya sea información histórica, conocimientos científicos de las leyes de la naturaleza, imaginación poética, todas las formas de expresión, e incluso las enseñanzas de la sabiduría. Dado, claro está, que todo ello pueda ser expresado en palabras. Después de todo, nuestros libros conservan y propagan los resultados del pensamiento. Pero el número de combinaciones posibles de una cierta cantidad de letras es limitado. Por consiguiente, toda la literatura posible debería poder ser impresa en un número finito de volúmenes.

—Mi querido amigo —intervino Burkel—, ahora está hablando usted más como un matemático que como un filósofo. ¿Cómo puede toda la literatura posible, incluida la del futuro, caber en un número finito de libros?

—En un momento le calcularé cuántos volúmenes se necesitarían para constituir una Biblioteca Universal. ¿Quieres —se volvió hacia su hija— darme una hoja de papel y un lápiz de mi escritorio?

—Trae también la tabla de logaritmos —añadió Burkel, bromeando.

—No es necesario; no lo es en lo más mínimo —declaró el profesor—. Pero ahora, mi literario amigo, tiene usted que ayudarme. Dígame: si somos frugales y eliminamos los diversos tipos de letra, escribiendo únicamente para un lector hipotético que esté dispuesto a soportar algunos inconvenientes tipográficos y sólo esté interesado en el contenido…

—No existe tal lector —dijo con firmeza Burkel.

—He dicho «lector hipotético». ¿Cuántos caracteres diferentes se necesitarían para imprimir todo tipo de literatura?

—Bueno —dijo Burkel—, limitémonos a las letras mayúsculas y minúsculas del alfabeto latino, los signos de puntuación acostumbrados, y los espacios que separan las palabras. Todo esto no sería mucho. Pero, para las obras científicas, la cosa varía. Especialmente las de ustedes, los matemáticos, que utilizan una enorme cantidad de símbolos.

—Que podrían ser reemplazados, de mutuo acuerdo, por pequeños índices tales como a1, a2 y a3, y a1, a2 y a3, añadiendo únicamente dos veces diez caracteres. Uno podría incluso usar este sistema para escribir palabras de los idiomas que no usan el alfabeto latino.

—De acuerdo. Quizá su lector hipotético o, mejor dicho, ideal, estaría dispuesto a aceptar también esto. Bajo esas condiciones, probablemente podríamos expresarlo todo con, digamos, un centenar de caracteres.

—Bien, bien. Ahora, ¿de qué tamaño desea que sea cada volumen?

—Me parece que uno podría agotar bastante bien un tema con unas quinientas páginas de libro. Digamos que hay cuarenta líneas por página y cincuenta caracteres por línea, o sea que tendremos cuarenta veces por cincuenta veces por quinientas veces, y eso nos dará el número de caracteres por volumen, es decir… Calcúlelo usted.

—Un millón —dijo el profesor—. Por consiguiente, si tomamos nuestro centenar de caracteres, lo repetimos en cualquier orden lo bastante a menudo como para llenar un volumen con espacio para un millón de caracteres, obtendremos algún tipo de obra literaria. Así que, si producimos mecánicamente todas las combinaciones posibles, lograremos al fin todas las obras que han sido escritas en el pasado o que puedan escribirse en el futuro.

Burkel dio una palmada en el hombro a su amigo.

—¿Sabe? Me voy a suscribir ahora mismo. Eso me suministrará todos los futuros volúmenes de mi revista; no tendré que seguir leyendo manuscritos. Es algo maravilloso, tanto para el director de una revista como para su editor: ¡la eliminación del autor del negocio literario! ¡El reemplazo del escritor por la imprenta automática! ¡Un triunfo de la tecnología!

—¿Cómo? —exclamó la señora Wallhausen—. ¿Decís que todo estará en esa biblioteca? ¿Las obras completas de Goethe? ¿La Biblia? ¿Las obras de todos los filósofos clásicos?

—Sí, y con todas las variaciones en las que nadie ha pensado aún. Encontrarías las obras perdidas de Tácito y su traducción a todos los idiomas, vivos y muertos. Además, todas las obras futuras de mi amigo Burkel y mías, todos los discursos ya olvidados, y los que aún deben ser pronunciados, de todos los parlamentos, la versión oficial de la Declaración Universal de la Paz, la historia de todas las guerras subsiguientes, todas las redacciones que todos nosotros escribimos en el colegio y en la universidad…

—Me hubiera gustado haber podido disponer de ese volumen cuando estudiaba —dijo la señora Wallhausen—. ¿O serían volúmenes?

—Probablemente volúmenes. No olvides que el espacio entre palabras es también un carácter tipográfico. Un libro quizá contuviese una sola línea, y todo el resto estuviera vacío. Por otra parte, incluso las obras más largas tendrían cabida, puesto que, caso de no caber en un volumen, podrían ser continuadas a lo largo de varios.

—No gracias. Encontrar algo ahí sería un verdadero problema.

—Sí, ésa sería una de las dificultades —dijo el profesor Wallhausen con una sonrisa complacida, contemplando el humo de su cigarro—. Claro que, a primera vista, uno podría pensar que esto quedaría simplificado por el hecho mismo de que la biblioteca tiene que contener por definición su propio catálogo e índice…

—¡Excelente!

—El problema sería hallarlo. Además, aunque uno encontrase un volumen índice, no le serviría de nada, dado que el contenido de la Biblioteca Universal se halla reflejado en un índice no sólo correctamente, sino de todas las maneras incorrectas y equívocas posibles.

—¡Diablos! Por desgracia, eso es cierto.

—Sí, habría un cierto número de dificultades. Digamos que tomamos un primer volumen de la Biblioteca Universal. Su primera página está vacía, y también lo están la segunda, la tercera y las demás quinientas páginas. Éste es el volumen en el que el «espaciado» ha sido repetido un millón de veces.

—Al menos ese volumen no contendrá ninguna tontería —observó la señora Wallhausen.

—Menudo consuelo. Pero tomemos el segundo volumen. También está vacío, hasta que en la página quinientos, línea cuarenta, al final, hay una solitaria «a» minúscula. Lo mismo ocurre en el tercer volumen, pero la «a» ha adelantado un lugar. Y a partir de ahí la «a» va avanzando lentamente, lugar a lugar, a través del primer millón de volúmenes, hasta que alcanza el primer espacio de la página uno, línea uno, del primer volumen del segundo millón. Las cosas continúan de esta manera durante el primer centenar de millones de volúmenes, hasta que cada uno de los cien caracteres ha efectuado su solitario viaje desde el último al primer lugar de la línea de libros. Luego lo mismo ocurre con la «aa», o con cualquier combinación de otros dos caracteres. Y un volumen puede contener un millón de puntos, y otro un millón de interrogantes.

—Bueno —dijo Burkel—, debería ser fácil reconocer y eliminar tales volúmenes.

—Quizá. Pero aún falta lo peor. Eso sucede cuando uno ha encontrado un volumen que parece tener sentido. Digamos que uno desea refrescar su memoria acerca de un pasaje del Fausto de Goethe, y logra alcanzar un volumen que parece tener sentido. Pero cuando ha leído una o dos páginas, todo pasa a ser «aaaaa», y esto es lo único que hay en el resto de las páginas del libro, o quizás uno halle una tabla de logaritmos. Pero no puede saber si es correcta. Recordad que la Biblioteca Universal contiene todo lo correcto, pero también todas las variaciones incorrectas posibles. De la misma forma, uno tampoco puede fiarse de los títulos de los capítulos. Un volumen puede comenzar con las palabras «Historia de la Guerra de los Treinta Años», y luego decir: «Tras las nupcias del príncipe Blücher con la reina de Dahomey, que fueron celebradas en las Termopilas…», ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, nadie quedará en ridículo por esto. Si un autor ha escrito las tonterías más increíbles, estarán naturalmente en la Biblioteca Universal. Aparecerán bajo su nombre. Pero también estarán firmadas por William Shakespeare, y por cualquier otro autor posible. Encontrará uno de sus libros en el que tras cada frase se asegure que todo aquello son tonterías, y otro en el que se diga, tras las mismas frases, que constituyen la más prístina de las verdades.

—Ya basta —exclamó Burkel—. En cuanto comenzó usted a hablar, supe que esto iba a ser una broma. No me suscribiré a su Biblioteca Universal. Sería imposible separar lo cierto de lo falso, lo que tuviera sentido de lo que no lo tuviera. Si voy a encontrar varios millones de volúmenes que afirman ser todos la verdadera historia de Alemania durante el siglo XX, y todos ellos se contradicen, me valdrá más seguir leyendo los originales de los historiadores.

—¡Muy astuto por su parte! Porque, de otro modo, se enfrentaría con una tarea imposible. Pero no estaba tratando de gastarle una broma, como usted pretende. Nunca afirmé que se pudiera utilizar la Biblioteca Universal; simplemente dije que era posible calcular, exactamente, cuántos volúmenes se necesitarían para que una tal Biblioteca Universal contuviera toda la literatura posible.

—Adelante, calcúlalo —dijo la señora Wallhausen—. Podemos ver que esta hoja de papel en blanco te está molestando.

—No la necesito —dijo el profesor—. Puedo hacer el cálculo mentalmente. Lo único que necesito es comprender exactamente cómo se va a producir esa biblioteca. Primero, tenemos cada uno de esos cien caracteres. Luego, añadimos a cada uno de ellos cada uno de los otros cien caracteres, de modo que tenemos un centenar de veces un centenar de grupos formado cada uno por dos caracteres. Añadiendo el tercer grupo de nuestros caracteres, tendremos 100 × 100 × 100 grupos de tres caracteres cada uno, etc. Dado que tenemos un millón de posiciones posibles por volumen, el número total de volúmenes es cien elevado a la millonésima potencia. Y, como cien es el cuadrado de diez, obtenemos el mismo número con un diez con dos millones como exponente. Esto significa, simplemente, un uno seguido por dos millones de ceros. Aquí lo tenéis.

—Gracias por facilitarnos tanto la vida —indicó la señora Wallhausen—. Pero ¿por qué no lo escribes de la forma habitual?

—No seré yo quien lo haga. Me ocuparía al menos dos semanas, sin perder tiempo en comer o dormir. Si imprimiese ese número, tendría algo más de tres kilómetros de largo.

—¿Qué nombre tiene ese número? —quiso saber su hija.

—No tiene nombre. Ni siquiera hay forma alguna en que podamos esperar comprender alguna vez un número así, dado lo colosal que es, aunque sea finito.

—¿Y si lo expresáramos en trillones? —preguntó Burkel.

—El trillón de los matemáticos es un número bastante grande: un uno seguido por dieciocho ceros. Pero si expresas el número de volúmenes en trillones, obtendrás una cifra con 1 999 982 ceros en lugar de los dos millones de antes. No sirve de nada; resulta tan incomprensible como el otro. Pero esperad un momento.

El profesor escribió algunos números en la hoja de papel.

—¡Sabía que acabaría haciendo eso! —exclamó satisfecha la señora Wallhausen.

—Ya está —anunció su esposo—. Suponiendo que cada volumen tuviera dos centímetros de grueso, y que toda la biblioteca estuviera dispuesta en una sola y larga hilera, ¿qué longitud creéis que tendría?

—Yo lo sé —dijo su hija—. ¿Quieres que te lo diga?

—Adelante.

—El doble de centímetros que el número de volúmenes.

—Bravo, cariño. Absolutamente exacto. Ahora, estudiemos esto más detenidamente. Sabéis que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, lo cual equivale aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, lo que es igual a 1 000 000 000 000 000 000 de centímetros, su trillón matemático, Burkel. Si nuestro bibliotecario pudiera moverse a la velocidad de la luz, necesitaría dos años para pasar un trillón de volúmenes. Ir desde un extremo a otro de la biblioteca, a la velocidad de la luz, le representaría el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Teníamos ya esta cifra antes, y creo que nada puede mostrar con mayor claridad lo imposible que es captar el significado de ese 102 000 000 a pesar de que, como he dicho repetidas veces, se trate de un número finito.

—Si las damas me lo permiten, desearía hacerle una última pregunta —intervino Burkel—. Sospecho que ha calculado usted una biblioteca para la que no existe lugar en el universo.

—Lo veremos en un instante —respondió el profesor, tomando el lápiz—. Bien, supongamos que se empaquetase la biblioteca en cajas de mil volúmenes, y que cada caja tuviese la capacidad exacta de un metro cúbico. Todo el espacio hasta las más lejanas galaxias en espiral conocidas no podría contener la Biblioteca Universal. De hecho, se necesitarla tantas veces este espacio, que el número de universos empaquetados vendría representado por una cantidad con únicamente unos 60 ceros menos que la cantidad que indica el número de volúmenes. Sea cual sea la forma en que tratemos de visualizaría, no lo conseguiremos.

—Yo siempre pensé que sería infinita —dijo Burkel.

—No, ése es exactamente el quid de la cuestión. El número no es infinito, es una cantidad finita, las matemáticas que hemos empleado no tienen fallo alguno. Lo que resulta sorprendente es que podamos escribir en un trocito de papel el número de volúmenes que comprenderían toda la literatura posible, algo que, a primera vista, parece ser infinito. Pero si después tratamos de visualizarlo…, por ejemplo, tratamos de hallar un volumen específico, nos damos cuenta de que no podemos abarcar lo que, por otra parte, es un pensamiento muy claro y lógico que nosotros mismos hemos desarrollado.

—Bueno —concluyó Burkel—, la coincidencia actúa, pero la razón crea. Y por esto, mañana me escribirá usted todo esto con lo que hoy nos ha divertido. De esta forma conseguiré un artículo para mi revista que me podré llevar conmigo.

—De acuerdo. Se lo escribiré. Pero le advierto que sus lectores van a llegar a la conclusión de que se trata de un extracto de uno de los volúmenes superfluos de la Biblioteca Universal.


FIN


  • Autor: Kurd Lasswitz

  • Título: La biblioteca universal

  • Título Original: Die Universalbibliothek

  • Publicado en: Ostdeutschen Allgemeinen Zeitung, 18 de diciembre de 1904

  • Traducción: Domingo Santos

 
 
 

Actualizado: 24 may




Por fin se hace justicia

Elizabeth Gaskell


El doctor Brown era pobre y tenía que abrirse camino en la vida. Había ido a estudiar medicina en Edimburgo, y su entrega, aptitudes y buena conducta habían hecho que los profesores se fijaran en él. En cuanto lo conocían las damas de sus familias, la figura atractiva y los modales encantadores del joven le convertían en el favorito de todas; y quizá ningún otro estudiante recibía tantas invitaciones a veladas y bailes, o era elegido con tanta frecuencia para ocupar el lugar que había quedado vacante a última hora en una mesa. Nadie sabía quién era, o de dónde venía; pues no tenía familia cercana, como había explicado él en un par de ocasiones; así que ningún pariente de humilde cuna o baja condición podía importunarle. Cuando llegó a la universidad, estaba de luto por su madre.

Margaret, la sobrina del profesor Frazer, recordó esto a su tío una mañana en su estudio, mientras le contaba con voz suave y decidida que, la noche anterior, el doctor James Brown le había pedido que se casara con él… que ella había aceptado… y que él pensaba visitar al profesor Frazer (que, además de tío, era su tutor) esa misma mañana, a fin de obtener su consentimiento para el compromiso. El profesor fue absolutamente consciente, por la actitud de Margaret, de que su aprobación no era más que una mera formalidad, pues la joven ya había tomado la decisión; y había tenido más de una oportunidad para comprobar lo testaruda que ella podía llegar a ser. No obstante, corría la misma sangre por sus venas, y él defendía sus opiniones con el mismo empecinamiento. De ahí que, con frecuencia, tío y sobrina discutieran con cierta crudeza sin cambiar ni un ápice sus respectivas opiniones. Precisamente esta vez, el profesor Frazer no podía callarse.

—Entonces, Margaret, te instalarás discretamente como una mendiga, pues ese joven Brown apenas tiene dinero para poder contraer matrimonio; tú, que podrías ser lady Kennedy si quisieras.

—No podría, tío.

—¡No digas tonterías, niña! Sir Alexander es un hombre muy agradable… de mediana edad, si quieres… Pero supongo que una mujer obstinada tiene que salirse con la suya; aunque, si yo hubiera sabido que ese joven entraba en mi casa a hurtadillas para conseguir por medio de halagos que le quisieras, me habría asegurado de que estuviera a suficiente distancia para que tu tía no le invitara a cenar. Sí, puedes refunfuñar; pero ningún caballero habría venido a mi casa para conquistar el cariño de mi sobrina sin informarme antes de sus intenciones y pedirme permiso.

—El doctor Brown es un caballero, tío Frazer, piense lo que piense de él.

—Eso crees… eso crees. Pero, ¿a quién le importa la opinión de una jovencita locamente enamorada? Es un muchacho guapo y persuasivo, con buenos modales. Y no pretendo negar su talento. Pero hay algo en él que nunca me ha gustado, y ahora entiendo por qué. Y sir Alexander… ¡Está bien, está bien! Tu tía se sentirá decepcionada contigo, Margaret. Pero siempre has sido una criatura obstinada. ¿Te ha contado alguna vez ese Jamie Brown quiénes eran sus padres, a qué se dedicaban o de dónde viene? Y no pregunto por sus antepasados, no tiene aire de haberlos tenido nunca; y tú, ¡una Frazer de Lovat! ¡Vergüenza debiera darte, Margaret! ¿Quién es ese Jamie Brown?

—James Brown, doctor en medicina por la Universidad de Edimburgo: un joven bueno e inteligente, a quien quiero con todo el alma —respondió Margaret, enrojeciendo.

—¡Vaya! ¿Te parece que es forma de hablar para una jovencita? ¿De dónde procede? ¿Quiénes son sus parientes? Si no me da suficiente información sobre su familia y sus perspectivas, le echaré fuera de esta casa, Margaret; puedes estar segura.

—Tío —sus ojos estaban llenos de lágrimas de indignación—, soy mayor de edad; usted sabe que es bueno e inteligente; de otro modo, no le habría invitado tan a menudo a su casa. Me caso con él, no con su familia. Es huérfano. No creo que siga en contacto con ningún pariente. No tiene hermanos ni hermanas. Me da igual su procedencia.

—¿Qué era su padre? —inquirió el profesor Frazer con frialdad.

—No lo sé. ¿Por qué he de husmear en los detalles de su familia, y preguntar quién era su padre, cuál era el nombre de soltera de su madre y cuándo se casó su abuela?

—Sin embargo, recuerdo haber oído a Margaret Frazer hablar en favor de una larga línea de respetables antepasados.

—Había olvidado los nuestros, supongo, cuando pronuncié esas palabras. Simon, lord Lovat, ¡un encomiable tío abuelo de los Frazer! Si las historias son ciertas, debería haber sido ahorcado por delincuente, y no decapitado como un caballero leal.

—¡Oh! Si estás decidida a ensuciar tu propio nido, he terminado. Que entre James Brown; me inclinaré ante él y le daré las gracias por dignarse contraer matrimonio con una Frazer.

—Tío —dijo Margaret, llorando a lágrima viva—, ¡no quiero que nos separemos enfadados! Los dos nos queremos mucho. Ha sido usted muy bueno conmigo, y la tía también. Pero he dado mi palabra al doctor Brown, y debo mantenerla. Le amaría aunque fuera el hijo de un campesino. No esperamos ser ricos; pero él tiene ahorrados algunos cientos de libras para empezar, y yo tengo mis cien libras anuales…

—Bueno, bueno, niña, ¡no llores! Lo has dispuesto todo, al parecer; así que me lavo las manos. Me eximo de cualquier responsabilidad. Le contarás a tu tía lo que has acordado con el doctor Brown sobre vuestra boda; y haré lo que desees en este asunto. Pero ¡que no entre ese joven a pedirme el consentimiento! Ni se lo daré, ni se lo quitaré. Las cosas habrían sido muy diferentes si se hubiera tratado de sir Alexander.

—¡Oh, tío Frazer! ¡No diga usted eso! Reciba al doctor Brown y, por lo menos… hágalo por mí… dígale que está de acuerdo. ¡Déjeme que sea un poco suya! Es tan triste decidir sola en un momento así, como si no tuviera familia y nadie se preocupara de mí.

Abrieron la puerta de golpe y anunciaron al doctor Brown. Margaret se marchó a toda prisa; y, antes de que pudiera darse cuenta, el profesor había dado una especie de consentimiento sin preguntar nada al afortunado joven, que corrió a buscar a su prometida y dejó al tío rezongando.

Lo cierto es que el profesor Frazer y su mujer se oponían tan enérgicamente al compromiso de Margaret que no podían evitar que se notara tanto en su actitud como en lo que ésta sugería; aunque tenían la delicadeza de guardar silencio. Pero Margaret percibía incluso con más intensidad que su prometido que éste no era bienvenido en la casa. La alegría que le producían sus visitas se veía anulada por el sentimiento de frialdad con que era recibido, y cedió de buena gana al deseo del doctor Brown de que el noviazgo fuera corto; lo que no era en absoluto su plan inicial: esperar hasta que él tuviera una consulta en Londres y sus ingresos convirtieran el matrimonio en un paso prudente. El profesor Frazer y su mujer ni se opusieron ni lo aprobaron. Margaret hubiera preferido la oposición más vehemente a aquella gélida frialdad. Pero ésta la hizo volverse con mayor cariño hacia su afectuoso y comprensivo enamorado. No es que hubiera hablado con él sobre el comportamiento de sus tíos. Mientras no pareciera darse cuenta de éste, no le diría nada. Además, el profesor y su mujer llevaban tanto tiempo ocupándose de ella como unos padres que no se creyó con derecho a dejar que un extraño los enjuiciara.

De modo que realizó más bien con tristeza los preparativos de su futuro ménage con el doctor Brown, sin poder beneficiarse de la sabiduría y experiencia de su tía. Pero Margaret era una joven sensata y prudente. A pesar de gozar de unas comodidades muy cercanas al lujo en casa de su tío, podía prescindir de ellas sin pesar si era necesario. Cuando el doctor Brown partió a Londres para buscar y preparar su nuevo hogar, ella le pidió que sólo hiciera los arreglos más imprescindibles para recibirla. Se ocuparía personalmente de organizar lo que faltaba a su llegada. Él tenía algunos muebles viejos de su madre en un almacén. Le propuso venderlos para comprar otros nuevos, pero Margaret le convenció de que no lo hiciera; los aprovecharían mientras durasen. El servicio doméstico de los recién casados iba a consistir en una mujer escocesa que llevaba mucho tiempo vinculada a la familia Frazer, y que sería la única criada, y en un hombre que el doctor Brown había contratado en Londres, poco después de instalarse en la casa… un hombre llamado Crawford que había vivido muchos años con un caballero ahora residente en el extranjero, que le había dado la mejor de las recomendaciones cuando el doctor Brown le preguntó por él. Crawford había realizado los trabajos más variados para ese caballero, así que sabía hacer de todo; y el doctor Brown, en todas sus cartas a Margaret, tenía alguna nueva maravilla que contar de su criado. Y se explayaba en ellas con entusiasmo, pues la joven había puesto ligeramente en duda la conveniencia de empezar su vida con un criado; aunque se había dejado convencer por los argumentos del doctor Brown sobre la necesidad de tener una apariencia respetable, ofrecer una buena imagen, etc… ante cualquier persona necesitada de acudir a su consulta, que pudiera desanimarse al ver a la anciana Christie fuera de la cocina, y se negara a dejar algún recado en manos de una persona que hablase un inglés tan ininteligible. Crawford era tan buen carpintero que podía poner baldas, ajustar bisagras defectuosas, arreglar cerraduras, e incluso llegó a construir una caja con algunos tablones viejos de un cajón de embalaje. Crawford, un día en que su señor había estado demasiado ocupado para salir a cenar, había improvisado una tortilla tan deliciosa como cualquiera de las que el doctor Brown había probado en París cuando estudiaba allí. En pocas palabras, Crawford, a su modo, era una especie de Admirable Crichton[1], y Margaret se convenció de que la decisión del doctor Brown de tener un criado era correcta, incluso antes de ser recibida respetuosamente por Crawford, cuando éste abrió la puerta de su nuevo hogar a los recién casados después de su breve luna de miel.

El doctor Brown tenía miedo de que Margaret encontrara la casa triste e inhóspita en aquel estado a medio amueblar; pues había seguido sus instrucciones y sólo había comprado lo imprescindible, aparte de las pocas cosas que había heredado de su madre. Su consulta (¡qué grandilocuente sonaba!) estaba en perfecto orden, preparada para recibir a los pacientes que pasaran por allí; y todo estaba calculado para causar una buena impresión. Había una alfombra turca que había pertenecido a su madre, y que estaba lo bastante gastada para tener ese aire de respetabilidad que adquiere el mobiliario cuando no parece recién comprado sino una herencia familiar. Y esa atmósfera impregnaba toda la estancia: la mesa de la biblioteca (comprada de segunda mano, debe confesarse), el escritorio (que había sido de su madre), las sillas de cuero (tan heredadas como la mesa de la biblioteca), las estanterías que Crawford había colocado para los libros de medicina, un buen grabado en las paredes, convertían la habitación en un lugar tan agradable que tanto el doctor como la señora Brown pensaron, por lo menos aquella noche, que la pobreza ofrecía las mismas comodidades que la opulencia. Crawford se había tomado la libertad de poner algunas flores en el cuarto —su humilde modo de dar la bienvenida a la señora—, flores tardías de otoño, mezclando la idea del verano con la del invierno, que latía en el brillante fuego de la chimenea. Christie les subió unos deliciosos bollos con el té; y la señora Frazer había suplido su falta de cordialidad, lo mejor que pudo, con una provisión de mermelada y piernas de cordero. El doctor Brown no se quedó tranquilo hasta que no enseñó a Margaret, con voz lastimera, todas las habitaciones que quedaban por amueblar… todo lo que faltaba por hacer. Pero la joven se rió de su temor de que ella se sintiera decepcionada con su nuevo hogar; y afirmó que nada le agradaría tanto como planificar y arreglar su interior, y que, con su habilidad para la tapicería y la de Crawford para la carpintería, los cuartos se amueblarían casi por arte de magia, sin que llegara ninguna factura, algo normalmente vinculado al confort. Pero con la mañana y la luz del día volvió la preocupación del doctor Brown. Veía y deploraba todas las grietas del techo, todas las pequeñas manchas del empapelado, y no por él sino por Margaret. No podía dejar de comparar el hogar que él le había ofrecido con el que ella había abandonado. Parecía tener constantemente miedo de que ella se hubiese arrepentido o se arrepintiera de haberse casado con él. Aquella inquietud enfermiza era el único inconveniente de su inmensa felicidad; y, para ponerle fin, Margaret se vio inducida a gastar más de lo que se había propuesto en un principio. Compraba este artículo en lugar de aquél porque su marido, si la acompañaba, parecía sumamente desgraciado si sospechaba que ella se privaba del menor deseo por ahorrar. La joven aprendió a eludir su compañía al salir de compras; pues le resultaba muy sencillo elegir el objeto más barato, aunque fuera el más feo, si estaba sola, y no tenía que soportar la mirada de mortificación de su marido cuando le decía tranquilamente al vendedor que no podía permitirse comprar esto o aquello. Al salir de una tienda después de una escena así, el doctor Brown le había dicho:

—¡Oh, Margaret! No debería haberme casado contigo. Tienes que perdonarme… Te quiero tanto.

—¿Perdonarte, James? —exclamó ella—. ¿Por hacerme tan feliz? ¿Qué te hace pensar que me gusta más el reps que el otomán? No vuelvas a hablar así, te lo ruego.

—¡Oh, Margaret! Pero no olvides que te he pedido que me perdones.

Crawford era todo lo que él le había prometido, y más de lo que podía desear. Era la mano derecha de Margaret en todos sus pequeños planes domésticos, lo que de algún modo irritaba bastante a Christie. La enemistad entre los dos criados era sin duda lo más incómodo de su vida hogareña. Crawford se sentía superior porque conocía mejor Londres, porque disfrutaba del favor de la señora en el piso de arriba, porque estaba en su poder ayudarla, lo que suponía gozar del privilegio de ser consultado con frecuencia. Christie estaba siempre suspirando por Escocia y lanzando indirectas sobre el modo en que Margaret descuidaba a una persona que la había seguido a un país extranjero, para convertir en su favorito a un desconocido que, además, no era trigo limpio, aseguraba a veces. Pero como nunca esgrimió la menor prueba de sus vagas acusaciones, Margaret prefirió no hacerle preguntas, y las atribuyó a los celos de su compañero, que ella se esforzaba por paliar. Por lo general, sin embargo, las cuatro personas que formaban aquella familia convivían en tolerable armonía. El doctor Brown estaba más que satisfecho con su casa, con sus criados, con sus perspectivas profesionales y, sobre todo, con su pequeña y animosa mujer. A Margaret, de vez en cuando, le sorprendían ciertos estados de ánimo de su marido; pero esto no debilitaba su cariño, sino que despertaba su compasión por lo que ella creía recelos y sufrimientos patológicos; se trataba de una compasión dispuesta a convertirse en simpatía, tan pronto como pudiera descubrir alguna causa real que justificara aquel abatimiento que en ocasiones le invadía. Christie no fingía que Crawford le disgustaba, pero, como Margaret se negaba a escuchar sus protestas y sus quejas sobre el asunto, y el propio Crawford estaba deseoso de conseguir que la anciana escocesa tuviera una buena opinión de él, no llegó a producirse ninguna ruptura entre ambos. Grosso modo, el famoso y afortunado doctor Brown parecía el miembro más atribulado de la familia. Y no podía deberse a cuestiones económicas. Por uno de esos golpes de suerte que a veces allanan las dificultades de un hombre y lo conducen a un lugar seguro, había progresado mucho en su profesión; y probablemente sus ingresos por el ejercicio de la medicina confirmaban las expectativas que Margaret y él habían concebido en los momentos más optimistas.

Pero debo extenderme más en este asunto.

Margaret tenía una renta de algo más de cien libras anuales. A veces sus dividendos habían ascendido a ciento treinta o ciento cuarenta libras; pero no se atrevía a confiar en ello. Al doctor Brown le quedaban mil setecientas libras de las tres mil que le había dejado su madre; y aún tenía que pagar parte del mobiliario, ya que, a pesar de la insistencia de Margaret, no les habían enviado todas las facturas en el momento de la compra. Éstas llegaron una semana antes de que se produjeran los sucesos que voy a relatar. Por supuesto su importe era más elevado de lo que incluso la prudente Margaret había esperado, y se sintió algo preocupada al ver lo mucho que les costaría liquidar la deuda. Pero, por extraño y contradictorio que pueda parecer, y tal como había observado a menudo, ninguna causa real de inquietud o decepción parecía afectar la alegría de su marido. Se rió de su consternación, hizo tintinear la recaudación del día en sus bolsillos, la contó delante de ella, y calculó sus probables ingresos anuales basándose en ese día. Margaret cogió las guineas y las llevó en silencio a su secrétaire del piso de arriba; pues había aprendido el difícil arte de disimular sus preocupaciones domésticas en presencia de su marido. Cuando regresó, se mostró animada, aunque seria. El doctor Brown había cogido las facturas en su ausencia y las había sumado.

—Doscientas treinta y seis libras —dijo retirando las cuentas, a fin de dejar sitio para el té que les traía Crawford—. Tampoco es tanto. Pensé que sería mucho más. Mañana iré a la City y venderé algunas acciones para que tu pobre corazoncito se tranquilice. Y no me pongas menos azúcar en el té esta noche para ayudar al pago de esas facturas. Es mejor ganar que ahorrar, y estoy ganando a una notoria velocidad. Sírveme un buen té, Maggie, pues he tenido un buen día de trabajo.

Estaban sentados en la consulta del doctor Brown con el fin de ahorrar combustible. Para aumentar el desasosiego de Margaret, aquella noche la chimenea humeaba. Se había mordido la lengua para no decir nada al respecto, pues recordaba el viejo refrán sobre una chimenea humeante y una mujer gruñona; pero estaba demasiado irritada por las bocanadas de humo que llegaban hasta su bonita labor blanca, y pidió a Crawford, en un tono más severo de lo habitual, que se ocupara de avisar a un deshollinador. A la mañana siguiente, todo parecía haberse arreglado. El doctor Brown la había convencido de que su situación financiera continuaba siendo buena, el fuego ardía alegremente mientras desayunaban, y el sol brillaba de modo inusitado en las ventanas. A Margaret le sorprendió oír que Crawford no había podido encontrar a nadie que limpiase la chimenea esa mañana, pero éste le comunicó que había tratado de colocar mejor el carbón para que, al menos ese día, su señora no sufriera ninguna molestia; a la mañana siguiente, conseguiría sin falta un deshollinador. Margaret le dio las gracias y aprobó su plan de hacer una limpieza general del cuarto; y lo hizo en seguida, pues era consciente de que le había hablado con dureza la noche anterior. Decidió pagar todas las facturas y hacer algunas visitas un poco alejadas a la mañana siguiente; y su marido prometió ir a la City y proporcionarle el dinero.

Así lo hizo. Le mostró los billetes aquella tarde y los guardó bajo llave en su escritorio durante la noche: y, por la mañana, ¡los billetes habían desaparecido! Habían desayunado en la salita trasera o comedor a medio amueblar. Una mujer de la limpieza se hallaba fregando la sala delantera después de la marcha de los deshollinadores. El doctor Brown se dirigió a su escritorio, y salió del comedor cantando una vieja melodía escocesa. Tardaba tanto en regresar que Margaret fue a buscarlo. Lo encontró sentado en la silla más cercana al escritorio, con la cabeza apoyada en él; y su actitud revelaba el más profundo abatimiento. No pareció oír los pasos de Margaret, mientras ella se abría camino entre las alfombras enrolladas y la pila de sillas. Se vio obligada a tocarle en el hombro antes de conseguir que se moviera.

—¡James, James! —exclamó asustada.

Él la miró casi como si no la conociera.

—¡Oh, Margaret! —dijo, y cogió sus manos y escondió el rostro en su cuello.

—¿Qué ocurre, amor mío? —preguntó la joven, pensando que había enfermado de repente.

—Alguien ha abierto mi escritorio ayer por la noche —gimió sin levantar la mirada ni hacer el menor movimiento.

—Y ha cogido el dinero —añadió Margaret, comprendiendo al instante lo ocurrido.

Era un golpe muy duro; una gran pérdida, mucho mayor que las escasas libras que, en las facturas, habían excedido sus cálculos… y, sin embargo, tenía la sensación de que podía sobrellevarla mejor.

—¡Vaya por Dios! —prosiguió—. Es terrible; pero, después de todo… ¿sabes? —dijo, tratando de levantarle la cabeza para infundirle con la mirada todo el aliento de sus ojos dulces y sinceros—. Al principio creí que estabas gravemente enfermo, y las incertidumbres más espantosas pasaron por mi imaginación… Me siento tan aliviada de que sólo sea cuestión de dinero…

—¡Sólo dinero! —repitió él tristemente, rehuyendo su mirada, como si no pudiera soportar que viera cuánto le dolía.

—Después de todo —exclamó animada—, no puede haber ido muy lejos. Ayer por la noche, estaba aquí. El deshollinador… tenemos que enviar a Crawford inmediatamente a la policía. ¿No anotaste la numeración de los billetes? —preguntó mientras tocaba la campanilla.

—No; sólo iban a estar una noche en nuestro poder —señaló.

—Tienes razón.

La mujer de la limpieza apareció en la puerta con su cubo de agua caliente. Margaret observó su rostro, como si quisiera leer en él culpabilidad o inocencia. Era una protegida de Christie, que no era nada propensa a pronunciarse a favor de otra persona, y sólo lo hacía si tenía buenos motivos; una viuda honrada y decente con una familia numerosa que mantener… o al menos eso le habían contado a Margaret cuando la contrató, y parecía ser cierto. A pesar de su traje mugriento —pues no podía gastar tiempo ni dinero en su limpieza—, tenía una tez saludable y cuidada, un aire franco y eficiente, y no pareció inmutarse ni sorprenderse al ver al doctor y a la señora Brown en medio de la habitación, perplejos y afligidos. Continuó su trabajo sin prestarles la menor atención. Las sospechas de Margaret recayeron con más fuerza sobre el deshollinador; pero no podía andar muy lejos, los billetes no podían haber entrado en circulación. Un hombre así no podía haber gastado esa suma en tan poco tiempo; y la recuperación del dinero era su primer y único objetivo. Apenas pensaba en las obligaciones posteriores, como la persecución del delincuente y otras consecuencias del delito. Mientras ella concentraba todas sus energías en la rápida recuperación del dinero, revisando mentalmente los pasos que debían dar, su marido seguía completamente desmadejado en la silla, incapaz de colocar sus miembros en una posición que exigiera el menor esfuerzo; su rostro hundido, desconsolado, anunciaba esas arrugas que un disgusto repentino marca en los semblantes más jóvenes y tersos.

—¿Dónde estará Crawford? —dijo Margaret, tocando la campanilla de nuevo con vehemencia—. ¡Oh, Crawford! —exclamó al verlo aparecer por la puerta.

—¿Ha ocurrido algo? —interrumpió él, como si la violencia de sus llamadas lo hubiera alarmado hasta hacerle perder su calma habitual—. Había ido a la vuelta de la esquina con la carta que el señor me dio ayer por la noche para el correo y, al volver, me ha dicho Christie que habían tocado la campanilla para que subiera, señora. Le ruego que me disculpe, pero he venido corriendo —y lo cierto es que jadeaba y parecía muy apesadumbrado.

—¡Oh, Crawford! Me temo que el deshollinador ha abierto el escritorio de mi marido, y se ha llevado todo el dinero que guardó ayer por la noche. En cualquier caso, ha desaparecido. ¿Le ha dejado en algún momento solo en la habitación?

—No podría asegurarlo, señora; es posible. Sí, creo que sí. Ahora lo recuerdo… tenía que hacer mi trabajo, y pensé que la mujer de la limpieza habría venido; me fui a la antecocina, y más tarde vino Christie, quejándose del retraso de la señora Roberts; y entonces me di cuenta de que el deshollinador se había quedado solo. Pero ¡qué barbaridad, señora! ¿Quién iba a pensar que era un ser tan depravado?

—¿Cómo conseguiría abrir el escritorio? —preguntó Margaret, volviéndose hacia su marido—. ¿Estaba rota la cerradura?

Él se levantó, como si despertara de un sueño.

—¡Sí! ¡No! Supongo que ayer por la noche giré la llave sin mirar. Esta mañana encontré el escritorio cerrado, pero no con llave, y habían forzado la cerradura.

El doctor Brown volvió a sumirse en un silencio aletargado y meditabundo.

—De todos modos, no sirve de nada que perdamos el tiempo con estas preguntas. Vaya tan rápido como pueda a buscar a un policía, Crawford. Sabe el nombre del deshollinador, ¿verdad? —inquirió Margaret cuando el criado se disponía a abandonar la estancia.

—No sabe cuánto lo lamento, señora, pero me puse de acuerdo con el primero que pasó por la calle. Si hubiera sabido…

Pero Margaret se había dado la vuelta con un gesto de impaciencia y de desesperación. Crawford se marchó, sin añadir nada, en busca de un policía.

La joven intentó en vano convencer a su marido para que probara el desayuno; lo único que quiso tomar fue una taza de té, que bebió a grandes tragos para aclararse la garganta cuando oyó la voz de Crawford invitando a pasar al policía.

El agente escuchó todo y dijo muy poco. Después vino el inspector. El doctor Brown dejó las explicaciones en manos de Crawford que, al parecer, estaba encantado. Margaret se sentía terriblemente inquieta y abatida por la impresión que el robo había causado en su marido. La posible pérdida de esa cantidad era ya algo suficientemente malo; pero permitir que le afectara hasta minar su fortaleza y destruir cualquier impulso de esperanza reflejaba una debilidad de carácter que hizo comprender a Margaret que, aunque no deseaba definir sus sentimientos ni el origen de ellos, si juzgaba a su marido por la actuación de aquella mañana, debía aprender a no confiar más que en sí misma en caso de emergencia. El inspector se volvió repetidas veces hacia el doctor y la señora Brown para escuchar sus respuestas. Fue Margaret quien contestó siempre con frases breves y escuetas, muy diferentes de las largas y enrevesadas explicaciones de Crawford.

Finalmente, el inspector quiso hablar a solas con ella. La joven le siguió a la otra sala, dejando atrás al ofendido Crawford y a su afligido esposo. El inspector dirigió una severa mirada a la mujer de la limpieza, que proseguía sus fregoteos sin inmutarse, le ordenó que saliera, y después preguntó a Margaret de dónde era su criado, cuánto tiempo llevaba con ellos y muchas otras cuestiones que mostraban el rumbo que habían tomado sus sospechas. Margaret se sintió sumamente sorprendida; pero respondió con prontitud a todas sus preguntas y, cuando terminó, observó con atención el rostro del inspector y esperó a que éste confirmara sus sospechas.

El policía —sin decir nada, no obstante— regresó delante de ella a la otra habitación. Crawford se había marchado y el doctor Brown trataba de leer el correo de la mañana (que acababa de llegar); pero sus manos temblaban de tal modo que era incapaz de seguir una línea.

—Doctor Brown —dijo el inspector—, estoy casi convencido de que su criado ha cometido el robo. Lo juzgo así por su forma de comportarse, por su afán de contar la historia, por su modo de intentar arrojar todas las sospechas sobre el deshollinador, cuyo nombre y dirección asegura desconocer; o, al menos, eso dice. Su mujer nos ha contado que ha salido de casa esta mañana, incluso antes de ir a la policía; así que es probable que ya haya encontrado el modo de esconder o deshacerse de los billetes; y dice usted que no anotó su numeración. Aunque tal vez podamos averiguarlo.

En ese momento, Christie llamó a la puerta y, presa de una gran agitación, pidió hablar con Margaret. Sacó a relucir una serie adicional de circunstancias sospechosas, ninguna de ellas demasiado grave por sí sola, pero tendentes a imputar el robo a Crawford. Temía que le reprocharan culpar a su compañero de trabajo, y se sorprendió al comprobar lo atentamente que el inspector escuchaba sus palabras. Esto la animó a contar numerosas anécdotas, todas ellas en contra de Crawford, que había preferido ocultar a sus señores por temor a que la consideraran celosa o pendenciera.

—No existe la menor duda sobre el camino a seguir —dijo el inspector, cuando Christie terminó su relato—. Usted, señor, tiene que entregarnos a su criado. Lo llevaremos inmediatamente ante el juez de guardia. Y existen pruebas suficientes para encarcelarlo una semana; durante ese tiempo, quizá descubramos el paradero de los billetes y logremos atar cabos.

—¿Debo denunciarle? —preguntó el doctor Brown, con una palidez casi cadavérica—. Reconozco que es una grave pérdida de dinero para mí; pero luego vendrán los gastos del juicio… la pérdida de tiempo… el…

Se detuvo. Vio clavados en él los ojos indignados de su mujer, y apartó su mirada de inconsciente reproche.

—Sí, inspector —dijo—. Lo entregaré a la policía. Hagan lo que quieran. Hagan lo que crean oportuno. Por supuesto, asumo las consecuencias. Asumimos las consecuencias, ¿verdad Margaret? —habló en un tono muy bajo y nervioso que su mujer prefirió ignorar.

—Díganos exactamente qué hemos de hacer —exclamó ella con frialdad, dirigiéndose al inspector.

Él le dio las indicaciones necesarias para que se presentaran en la comisaría y llevaran a Christie en calidad de testigo, y luego se marchó para encargarse de Crawford.

A Margaret le sorprendió ver lo tranquila y pacíficamente que arrestaban al criado. Esperaba oír un escándalo en la casa, o que Crawford, alarmado, hubiera huido antes. Pero, cuando sugirió esto último al policía, éste sonrió y le dijo que, nada más oír la acusación del agente de guardia, había apostado a un oficial detective cerca de la casa para vigilar todas las entradas y salidas; de modo que no habrían tardado en descubrir el paradero de Crawford si éste hubiera intentado escapar.

La atención de Margaret se centró entonces en su marido. El doctor Brown ultimaba rápidamente sus preparativos para salir a visitar a sus pacientes, y era ostensible que no deseaba conversar con ella sobre lo sucedido. Le prometió volver hacia las once; pues el inspector les había asegurado que, hasta esa hora, su presencia no sería requerida. En una o dos ocasiones, el doctor pareció murmurar para sí: «¡Qué lamentable asunto!». Y Margaret no pudo sino estar de acuerdo; y, ahora que había pasado la necesidad apremiante de hablar y actuar, empezó a pensar que debía de tener un corazón muy duro… incapaz de sentir como los demás; pues no había sufrido como su marido al descubrir que el criado al que consideraban un amigo y al que creían sinceramente preocupado por su bienestar era, con toda probabilidad, un vil ladrón. Recordó todos los bonitos detalles que había tenido con ella, desde el día en que, con unas humildes flores, le había dado la bienvenida a su nuevo hogar hasta la víspera, cuando, al verla fatigada, le había preparado espontáneamente una taza de café… como sólo él sabía prepararla. ¡Cuántas veces se había preocupado de traer ropa seca para su marido! ¡Qué ligero era su sueño por las noches! ¡Cuán grande su diligencia por las mañanas! No era de extrañar que su esposo lamentara tanto el descubrimiento de la traición de su criado. El problema lo veía en ella misma, una mujer cruel y egoísta, más preocupada por la recuperación del dinero que por el terrible desengaño, si se probaba la acusación contra Crawford.

A las once en punto, el doctor Brown regresó con un carruaje. Christie había considerado que comparecer en una comisaría era una ocasión digna de sus mejores galas, y estaba todo lo elegante que le permitía su vestuario. Pero Margaret y su marido estaban tan pálidos y entristecidos como si fueran los acusados, en vez de los denunciantes.

El doctor Brown no se atrevió a mirar a Crawford mientras el primero se sentaba en el banquillo de testigos y el segundo, en el de acusados. Margaret tuvo el convencimiento, sin embargo, de que Crawford hacía todo lo posible por llamar la atención de su amo. Al fracasar, contempló a la joven con una expresión que ella encontró muy enigmática. No hay duda de que su rostro había cambiado. En lugar de la serena mirada de devota obediencia, había adoptado una expresión descarada y desafiante; y, mientras el doctor Brown hablaba del escritorio y su contenido, sonreía de vez en cuando de un modo muy desagradable. Se decretó su prisión preventiva durante una semana; pero, como las pruebas estaban lejos de ser concluyentes, se le puso en libertad bajo fianza. El fiador fue su hermano, un respetable comerciante muy conocido en su vecindad, al que el criado había informado del arresto.

Crawford se encontró así de nuevo en la calle, para la consternación de Christie, que se quitó su ropa de domingo mientras regresaba a casa con el corazón afligido, esperando más que confiando que no fueran asesinados en sus camas antes de que finalizara la semana. Debe añadirse que tampoco Margaret se libraba del miedo acerca de la venganza del criado; les había mirado a ella y a su marido de un modo tan malévolo y rencoroso mientras prestaban declaración…

Pero la ausencia de Crawford dio a Margaret demasiado trabajo para seguir dando vueltas a sus necios temores. Su marcha dejó un enorme vacío en las comodidades diarias que ni Margaret ni Christie, por mucho que se esforzaran, podían suplir. Y era más necesario que nunca que todo estuviera bien, ya que los nervios del doctor Brown se habían visto tan afectados, al descubrir la culpabilidad de su criado de confianza, que Margaret llegó a temer que cayera gravemente enfermo. Por las noches se paseaba de un lado a otro del dormitorio, lamentándose cuando creía que ella dormía; por las mañanas, la joven necesitaba de toda su persuasión para inducirle a salir de casa y visitar a sus pacientes. Jamás había estado tan mal como después de consultar al abogado que llevaba el caso. Margaret comprendió a regañadientes que en todo aquello había algún misterio; pues su marido parecía impaciente por recoger el correo, y se acercaba presuroso a la puerta en cuanto alguien llamaba, y le ocultaba quién era el remitente. Cuando transcurrió la semana, su nerviosismo y su aflicción fueron en aumento.

Un atardecer en que las velas aún no estaban encendidas y él se hallaba sentado junto al fuego, en actitud lánguida, con la cabeza apoyada en una mano, y el brazo en la rodilla, Margaret decidió hacer una prueba, a fin de investigar y descubrir la naturaleza de la herida que él escondía con tanto cuidado. Acercó un escabel y se sentó a sus pies, cogiéndole una mano entre las suyas.

—Quiero que escuches, querido James, una vieja historia que oí en cierta ocasión. Es posible que te interese. Había dos huérfanos, inocentes como niños aunque ya eran dos jóvenes. No eran hermanos y, al poco tiempo, se enamoraron; tan tontamente como lo hicimos nosotros, ¿recuerdas? Pues bien, la muchacha vivía con su familia, pero el joven estaba muy lejos de los suyos… si es que no habían muerto todos. Sin embargo, ella le amaba hasta tal punto que a veces se alegraba de ser la única que se preocupaba de él. A los amigos de ella no les gustaba tanto; es posible que fueran personas juiciosas e insensibles, y ella una necia. Y no les agradó que se casara con el joven; lo cual fue una estupidez por su parte, ya que no podían decir nada en contra de él. Pero una semana antes de fijar la fecha de la boda, creyeron haber encontrado algo… amor mío, no me sueltes la mano… no tiembles así, ¡sólo quiero que me escuches! La tía de la joven se acercó a ella y le dijo: «Tienes que abandonar a tu prometido, pequeña: su padre fue tentado y pecó; y, si aún sigue con vida, es un presidiario deportado. La boda no puede celebrarse». Pero la joven se puso en pie y dijo: «Si es cierto que él ha conocido ese gran dolor y esa vergüenza, necesita mucho más de mi amor. No le dejaré, ni renunciaré a él, sino que le amaré incluso más que antes. ¡Y, puesto que usted, tía, espera recibir la bendición del cielo por tratar a los demás del mismo modo en que le gustaría ser tratada, le pido que no se lo cuente a nadie!». Estoy convencida de que la tía guardó el secreto porque las palabras de la joven, por algún extraño motivo, la intimidaron. Pero, cuando se quedó a solas, la muchacha lloró amargamente al pensar en la desgracia que ensombrecía el corazón del hombre que amaba; y decidió esforzarse por alegrar su vida, y ocultarle siempre que conocía su carga; pero ahora cree… ¡oh, esposo mío! ¡Cuánto tienes que haber sufrido!

Y él apoyó la cabeza en su hombro, y de sus ojos brotaron las lágrimas terribles de un hombre.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, finalmente—. Lo sabes todo y no te alejas de mí. ¡Oh, qué cobarde, mentiroso y ruin he sido! ¿Que si he sufrido? Sí… tanto que he estado a punto de enloquecer; y, si hubiera tenido valor, habría podido ahorrarme estos doce largos meses de agonía. Pero es justo que me hayan castigado. Y lo sabías todo antes de casarte conmigo, ¡cuando podías haberte echado atrás!

—No, no podía; ¿acaso habrías roto tu compromiso conmigo si, en idénticas circunstancias, yo hubiera estado en tu lugar?

—No lo sé. Es posible; pues no soy tan valeroso, ni tan bueno, ni tan fuerte como tú, mi querida Margaret. ¿Cómo podría serlo? Te contaré algo más. Mi madre y yo fuimos de un lado a otro, dando las gracias por tener un apellido tan corriente, pero acobardándonos ante cualquier alusión… de un modo que sólo pueden comprender quienes han sido heridos en lo más profundo de su ser. Vivir en una ciudad donde había tribunales de justicia era una tortura; y residir en una ciudad comercial, casi peor. Mi padre era el hijo de un respetable clérigo, muy conocido entre sus hermanos, así que teníamos que evitar una ciudad catedralicia, ya que la deportación del hijo del deán de Saint Botolph había llegado con seguridad a oídos de todos. Yo tenía que recibir una educación; por ese motivo, debíamos vivir en una ciudad, pues mi madre no podía soportar la idea de separarse de mí y yo acudía a un colegio, no a un internado. Éramos muy pobres para nuestra posición social… ¡no, no teníamos posición social! Éramos la mujer y el hijo de un recluso… debería haber dicho, muy pobres para la vida que mi madre había llevado antes. Pero, cuando tenía catorce años, mi padre murió en el exilio, dejando, como muchos otros presidiarios de aquella época, una gran fortuna. La heredamos nosotros. Mi madre se encerró en su habitación, y estuvo un día entero llorando y rezando. Luego quiso verme y me dio su parecer. Los dos nos comprometimos a entregar el dinero a alguna organización benéfica, tan pronto como yo fuera mayor de edad. Hasta entonces, ahorramos hasta el último penique de los intereses, aunque en ocasiones pasamos grandes estrecheces, ¡mi educación era tan cara! Pero ¿cómo íbamos a saber de qué manera había acumulado aquel dinero? —y, al llegar aquí, bajó la voz—. Nada más cumplir veintiún años, los periódicos hablaron con admiración del generoso donante anónimo de ciertas cantidades. Odié sus palabras de elogio. Eludía cualquier recuerdo de mi padre. Me acordaba de él vagamente, pero siempre enojado y brutal con mi madre. ¡Mi pobre y dulce madre! Margaret, ella lo amaba; y, sólo por eso, desde que ella murió, he intentado evocar su figura con cariño. Al poco tiempo de morir mi madre, te conocí, amor mío, mi tesoro.

Después de unos instantes de silencio, prosiguió:

—Pero ¡oh, Margaret!, todavía no sabes lo peor. Cuando mi madre falleció, encontré un paquete de documentos legales… y de recortes de periódico que hablaban del juicio de mi padre. ¡Pobrecilla! Por qué los había conservado, es algo que no sé. Estaban llenos de anotaciones de su puño y letra; y, por ese motivo, los guardé. Era tan conmovedor leer sus impresiones de aquellos días que vivió en solitaria inocencia mientras él se hundía cada vez más en el crimen. Escondí el paquete (y lo creí en lugar seguro) en un cajón secreto de mi escritorio; pero ese miserable de Crawford lo encontró. Me di cuenta de que faltaban los documentos aquella misma mañana. Su pérdida era mucho más grave que la del dinero; y ahora Crawford amenaza con sacar la terrible verdad a la luz, en un juicio que será público; y supongo que su abogado podrá hacerlo. En cualquier caso, ver cómo lo pregonan a los cuatro vientos… ¡yo, que me he pasado la vida temiendo ese momento! ¡Sobre todo por ti, Margaret! Y, con todo… ¡si pudiéramos evitarlo! ¿Quién dará trabajo al hijo de Brown, el célebre falsificador? Perderé mi consulta. Los hombres me mirarán con recelo cuando entre en sus casas. Me empujarán a cometer algún crimen. A veces tengo miedo de que sea hereditario. ¡Oh, Margaret! ¿Qué voy a hacer?

—¿Qué puedes hacer? —preguntó ella.

—Puedo negarme a denunciarle.

—¿Dejar que Crawford quede en libertad sabiendo que es culpable?

—Sé que es culpable.

—Entonces, sencillamente, es algo que no puedes hacer. Dejar que un criminal salga a la calle.

—Pero si no lo hago, la vergüenza y la pobreza se abatirán sobre nosotros. Me preocupa por ti, no por mí. Nunca debería haberme casado.

—Escúchame. No me importa la pobreza; en cuanto a la vergüenza, me dolería veinte veces más si tú y yo, por temor o por cualquier motivo egoísta, consintiéramos en proteger al culpable. No pretendo decir que no lo sentiré cuando la verdad salga a la luz. Pero mi vergüenza se convertirá en orgullo cuando vea que lo olvidas. Hay algo malsano en ti, querido esposo, por haber tenido que ocultar algo toda la vida. Deja que el mundo conozca la verdad y diga las cosas más terribles. A partir de ese momento serás un hombre libre, honrado y respetable, capaz de trabajar sin miedo.

—Ese sinvergüenza de Crawford quiere recibir una respuesta a su insolente misiva —exclamó Christie, asomando la cabeza por la puerta.

—¡Un momento! ¿Puedo contestarle? —dijo Margaret.

Y escribió:

Haga lo que haga o diga lo que diga, sólo tenemos una opción. Ninguna amenaza disuadirá al doctor Brown de cumplir con su deber.MARGARET BROWN

—¡Ya está! —exclamó, pasándole la nota a su marido—. Así verá que estoy al corriente de todo; y sospecho que sabe algo de tu cariño por mí.

La respuesta de Margaret enfureció a Crawford, pero no lo acobardó. Antes de que transcurriera una semana, todo el mundo sabía que el doctor Brown, el joven y prometedor médico, era hijo del famoso Brown, el falsificador. Todo ocurrió tal como él había anticipado: a Crawford le impusieron una dura condena; y el doctor Brown y su mujer se vieron obligados a abandonar su casa y trasladarse a otra más pequeña, donde tuvieron que apretarse el cinturón ayudados por la fiel Christie. Pero el doctor Brown jamás se había sentido tan alegre desde que tenía uso de razón. Ahora sus pies estaban firmemente plantados en el suelo, y cada paso que daba tenía asegurado el éxito. La gente afirmaba haber visto a Margaret, en los peores tiempos, fregando de rodillas la puerta de su casa. Pero yo no lo creo, pues Christie jamás lo hubiera permitido. Y lo único que puedo decir es que, la última vez que visité Londres, vi una placa de cobre con la inscripción «Doctor James Brown» en la entrada de una hermosa casa en una hermosa plaza. Y mientras la miraba, un carruaje se detuvo en la puerta y una dama salió de él y entró en la casa; no hay duda de que era la Margaret Frazer de antaño… con un aire más severo y algo más corpulenta, he estado a punto de decir. Mientras contemplaba la casa y recordaba su historia, la vi acercarse al ventanal con un bebé en brazos y todo su rostro se transformó en una sonrisa de infinita dulzura.

FIN


[1] Sobrenombre dado a los hombres con talento para muchas cosas. James Crichton (1560-1582), orador, lingüista y hombre de letras, conocido como el «Admirable» Crichton, fue considerado el modelo de caballero escocés cultivado. Thomas Urquhart retrató su figura en la obra The Discovery of the Most Exquisite Jewel (1652). (N. de la T)


  • Autor: Elizabeth Gaskell

  • Título: Por fin se hace justicia

  • Título Original: The sin of a father (Right at Last)

  • Publicado en: Household words, 27 de noviembre de 1858

  • Aparece en: Right at last, and other tales (1860)

  • Traducción: Marta Salís

 
 
 
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