top of page

Lecturas




«Todos vosotros, zombies…»

Robert A. Heinlein


2217 – ZONA HORARIA V (COSTA ESTE) – 7 DE NOVIEMBRE, 1970 – CIUDAD DE NUEVA YORK – EL RINCÓN DE POP:

Yo limpiaba una copa de coñac cuando entró Madre Soltera. Miré la hora: 10:17 p.m., zona cinco, u hora de la costa este, 7 de noviembre, 1970. Los agentes temporales siempre estamos pendientes de la hora y la fecha; es nuestra obligación.

Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, con rasgos infantiles y un temperamento susceptible. No me gustaba su aspecto —nunca me había gustado—, pero era el chico al que debía reclutar, era mi muchacho. Le ofrecí la mejor sonrisa de camarero.

Quizá yo fuese demasiado quisquilloso. No era afeminado; su mote se debía a lo que siempre respondía cuando algún tipo metomentodo le preguntaba a qué se dedicaba: «Soy una madre soltera.» Si se sentía algo menos asesino, añadiría: «… a cuatro centavos por palabra. Escribo historias confesionales».

Si se sentía cabrón, esperaba a que alguien hiciese algún comentario. Tenía un estilo de lucha cerrada bastante letal, como una mujer policía: una de las razones por las que le quería. Aunque no la única.

Venía preocupado y su rostro mostraba que despreciaba a la gente más de lo habitual. En silencio, le serví una copa doble de Old Underwear y dejé la botella. Se la bebió y se sirvió otra. Limpié la barra.

—¿Cómo va el negocio de la «Madre Soltera»?

Tensó los dedos sobre el vaso, y pareció a punto de lanzármelo a la cara; palpé con la mano el bate que había bajo la barra. En una manipulación temporal intentas controlarlo todo, pero hay tantos factores que nunca aceptas riesgos innecesarios.

Le vi relajarse ese poquito que te enseñan a observar en la academia de entrenamiento de la Oficina.

—Lo lamento —dije—. Sólo preguntaba. Piensa que en lugar de «¿Cómo va el negocio?» he dicho «¿Cómo está el tiempo?».

Parecía amargado.

—El negocio va bien. Yo las escribo, ellos las imprimen, yo como.

Me serví una copa, me incliné en su dirección.

—De hecho —dije—, escribes bien… he leído algunas. Posees un asombroso toque para el punto de vista femenino.

Era un desliz al que tenía que arriesgarme; nunca había dicho qué seudónimo empleaba. Pero estaba lo suficientemente enfadado para centrarse en la última parte.

—¡Punto de vista femenino! —repitió—. Sí, conozco el punto de vista femenino. Vaya si lo conozco.

—¿Sí? —dije dubitativo—. ¿Hermanas?

—No. No me creerías si te lo contase.

—Un momento, un momento —contesté tranquilo—, los camareros y los psiquiatras sabemos que no hay nada más extraño que la verdad. Vaya, hijo, si oyeses las historias que escucho yo… bien, te harías rico. Increíble.

—¡No conoces el significado de «increíble»!

—¿Sí? Nada me asombra. Siempre he oído algo peor.

Bufó una vez más.

—¿Quieres apostarte el resto de la botella?

—Apostaré una botella llena. —Coloqué una sobre la barra.

—Bien… —Le indiqué a otro camarero que se ocupase de los clientes. Estábamos en un extremo, un espacio de una sola banqueta que mantenía privado cargando la barra con frascos de huevos en vinagre y demás parafernalia. Había algunos más al otro extremo de la barra mirando las peleas y alguien jugaba con la máquina de discos… teníamos tanta intimidad como en una cama.

—Vale —empezó—, para empezar, soy un bastardo.

—Aquí no nos importa —dije.

—Lo digo en serio —me respondió—. Mis padres no estaban casados.

—Sigue sin importar —insistí—. Los míos tampoco.

—Cuando… —Se detuvo y me dedicó la mirada más humana que le hubiese visto nunca—. ¿Lo dices en serio?

—En serio. Soy un bastardo al cien por cien. De hecho —añadí—, en mi familia nadie se casa. Todos bastardos.

—¿Entonces qué es eso? —Me señaló la mano.

—Oh, esto. —Se lo mostré—. Simplemente parece una alianza de boda: la llevo para alejar a las mujeres. —Es una antigüedad que le compré en 1985 a un colega… la había conseguido en la Creta precristiana—. La serpiente Uroboro… La serpiente del mundo que devora su propia cola, por siempre, sin fin. Un símbolo de la Gran Paradoja.

Apenas la miró.

—Si realmente eres un bastardo, ya sabes lo que se siente. Cuando era una niña pequeña…

—¡Eh! —dije—. ¿He oído bien?

—¿Quién cuenta la historia? Mira, ¿has oído hablar de Christine Jorgensen? ¿O Roberta Cowell?

—Eh, ¿cambio de sexo? Intentas decirme que…

—No me interrumpas o me largo y no hablaré. Me recogieron, me dejaron en un orfanato en Cleveland en 1945 cuando tenía un mes. Cuando era una niña pequeña envidiaba a los niños con padres. Después, cuando descubrí lo del sexo… y créeme, se aprende rápido en un orfanato…

—Lo sé.

—… hice el juramento solemne de que cualquier hijo mío tendría papá y mamá. Me mantuvo «pura», todo un logro en aquel lugar… Para conseguirlo tuve que aprender a pelear. Después crecí y comprendí que tenía muy pocas posibilidades de casarme… por la misma razón por la que no me habían adoptado. —Frunció el ceño—. Tenía cara de caballo y los dientes de conejo, pecho plano y pelo liso.

—No tienes peor aspecto que yo.

—¿A quién le importa el aspecto de un barman? ¿O el de un escritor? Pero la gente que quiere adoptar escoge pequeñas idiotas de ojos azules y pelo dorado. Más tarde, los chicos quieren pechos grandes, un rostro agradable y modales de Oh-tú-macho-maravilloso. —Se encogió de hombros—. No podía competir. Así que decidí unirme a las W.E.N.C.H.E.S.[1]

—¿Eh?

—Cuerpo Nacional Femenino de Emergencia, Sección de Hospitalidad y Entretenimiento, lo que llaman «Ángeles del Espacio»… Grupo de Enfermería Auxiliar, Legiones Extraterrestres.

Conocía ambos términos, una vez que los situé en su contexto temporal. Nosotros tenemos un tercero, se trata de ese cuerpo militar de elite: Orden Hospitalaria Femenina para el Fortalecimiento y Ánimo de los Astronautas[2]. Los cambios de vocabulario es el peor aspecto del salto temporal. ¿Sabía que en su época «estación de servicio» se refería a un dispensario de fracciones de petróleo? Durante una misión en la era Churchill una mujer me dijo: «Reúnete conmigo en la estación de servicio de al lado»… que no era lo que parece; una «estación de servicio» (de entonces) no tendría cama.

Siguió hablando:

—Fue cuando admitieron por primera vez que no podían enviar hombres al espacio durante meses y años sin aliviar la tensión. ¿Recuerdas cómo gritaban los lloricas? Eso mejoró mis posibilidades, ya que las voluntarias eran escasas. Una chica debía ser respetable, preferiblemente virgen (les gustaba entrenarlas desde el principio), mentalmente por encima de la media, y emocionalmente estable. Pero la mayoría de las voluntarias eran viejas putas, o neuróticas que se desmoronaban al estar diez días lejos de la Tierra. Así que no me hacía falta ser guapa; si me aceptaban me arreglarían los dientes, me pondrían pelo y me enseñarían a caminar, bailar y a escuchar a un hombre con amabilidad, y todo lo demás, además de entrenamiento para los deberes principales. Incluso usarían cirugía plástica si fuese necesaria… nada es demasiado para Nuestros Muchachos.

»Lo mejor de todo: se aseguraban de que no te quedarías embarazada durante tu alistamiento… y era casi seguro que al final acabarías casada. Igual que hoy, las A.N.G.E.L.E.S. se casan con los hombres del espacio; hablan el mismo lenguaje.

»Cuando cumplí dieciocho años me colocaron como “asistenta de madre”. La familia no quería más que una sirvienta barata, pero no me importaba ya que no podía alistarme hasta no cumplir los veintiuno. Hacía las tareas de la casa e iba a la escuela nocturna… fingiendo continuar con la mecanografía y la taquigrafía del instituto pero yendo en realidad a clases de encanto, para mejorar mis posibilidades de alistamiento.

»Entonces conocí a ese tipo de ciudad con sus billetes de cien dólares. —Frunció el ceño—. El bueno para nada efectivamente tenía un fajo de billetes de cien dólares. Me lo mostró una noche, diciéndome que tomara cuanto quisiese.

»Pero no lo hice. Me gustaba. Era el primer hombre que había conocido que era amable sin intentar jugar conmigo. Dejé la escuela nocturna para verle más a menudo. Fue el periodo más feliz de mi vida.

»A continuación, una noche, el juego comenzó.

Se detuvo. Yo dije:

—¿Y luego?

—¡Y luego nada! No volví a verle. Me acompañó a casa y me dijo que me quería… me dio un beso de buenas noches y no volvió nunca. —Tenía una expresión sombría—. ¡Si pudiese encontrarlo, lo mataría!

—Bien —me mostré comprensivo—, sé cómo te sientes. Pero matarle… sólo por hacer lo natural… mm… ¿Te resististe?

—¿Eh? ¿Qué tiene eso que ver?

—Bastante. Quizá se merezca un par de brazos rotos por salir corriendo, pero…

—¡Se merece algo peor! Espera a oírlo. De algún modo conseguí que nadie lo sospechase y decidí que era para mejor. Realmente no le había amado y probablemente jamás amase a nadie… tenía más deseos que nunca de unirme a las W.E.N.C.H.E.S. No estaba incapacitada, no insisten en que seas virgen. Me alegré.

»No lo comprendí hasta que la falda empezó a apretarme.

—¿Embarazada?

—¡La verdad es que me engañó por completo! Los tacaños con los que vivía pasaron de mí mientras pude trabajar… luego me echaron y el orfanato no estaba dispuesto a recogerme. Acabé en un hospital de caridad rodeada de otras barrigas hinchadas y orinales hasta que di a luz.

»Una noche me encontré sobre una mesa de operaciones, con una enfermera que me decía: “Relájate. Ahora respira profundamente”.

»Me desperté en la cama, insensible de pecho para abajo. Vino el cirujano. “¿Cómo te sientes?”, dijo con alegría.

»—Como una mamá.

»—Naturalmente. Estás vendada como una madre y hasta arriba de calmantes para mantenerte insensible. Te pondrás bien… Pero una cesárea no es como quitar un padrastro.

»—Cesárea —dije—. Doctor… ¿he perdido al bebé?

»—Oh, no. El bebé está bien.

»—Oh. ¿Niño o niña?

»—Una niñita hermosa. Dos kilos y medio.

»Me relajé. Es importante haber creado a un bebé. Me dije a mí misma que me iría a alguna parte y pondría “Señora” frente a mi apellido y dejaría que todo el mundo creyese que su papá estaba muerto… ¡no habría orfanato para mi hija!

»Pero el cirujano seguía hablando. “Dime, eh… —evitó mi nombre—, ¿algunas vez has pensado que tus glándulas no eran las correctas?”.

»Yo respondí: “¿Eh? Claro que no. ¿Qué quiere decir?”.

»Vaciló: “Te lo voy a dar en una dosis, y luego una inyección para que puedas dormir después del impacto. Porque vas a sufrir un shock”.

»—¿Por qué? —exigí.

»—¿Has oído hablar alguna vez de ese médico escocés que era mujer hasta los treinta y cinco años? ¿Después pasó por cirugía y se convirtió legal y médicamente en un hombre? Se casó. Todo bien.

»—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

»—Eso es lo que digo. Eres un hombre.

»Intenté incorporarme. “¿Qué?”.

»—Tómatelo con calma. Cuando te abrí me encontré con un desastre. Mandé buscar al Jefe de Cirugía mientras sacaba al bebé y luego lo discutimos, contigo sobre la mesa… y trabajamos durante horas para salvar lo que pudimos. Tenías dos juegos completos de órganos, los dos inmaduros, pero con el conjunto femenino lo suficientemente desarrollado para permitirte tener un bebé. No podrían volver a servir de nada, así que los retiramos y dispusimos los restantes para que pudieses desarrollarte adecuadamente como un hombre. —Me puso una mano en el hombro—. No te preocupes. Eres joven, tus huesos se ajustarán, comprobaremos tu equilibrio glandular… y te convertiremos en un buen jovencito.

»Empecé a llorar. “¿Qué hay de mi bebé?”

»—Bien, no puedes darle de mamar, no tienes ni leche suficiente para un gatito. Si yo fuese tú, haría… que la adoptasen.

»—No.

»Se encogió de hombros. “Es tu decisión; eres su madre… su padre. Pero no te preocupes ahora; primero te pondremos bien.”

»Al día siguiente me dejó ver a la niña y la vi a diario… intentando acostumbrarme a ella. Nunca había visto a un recién nacido y no tenía ni idea de que tuviesen un aspecto tan horrible… mi hija parecía un mono naranja. Mis sentimientos se transformaron en la fría determinación por hacer lo mejor por ella. Pero cuatro semanas más tarde dejó de tener sentido.

—¿Eh?

—La secuestraron.

—¿Secuestraron?

Madre Soltera casi tiró la botella que habíamos apostado.

—Secuestrada… ¡se la llevaron del hospital! —Respiró profundamente—. ¿Qué te parece en cuanto a quitarle a un hombre lo único que le queda para vivir?

—Terrible —admití—. Déjame servirte otra. ¿No hubo pistas?

—Nada que la policía pudiese seguir. Alguien vino a verla, afirmando ser su tío. Mientras la enfermera se daba la vuelta, él salió con ella.

—¿Descripción?

—Sólo un hombre con cara en forma de rostro, como tú o yo. —Frunció el ceño—. Creo que fue el padre de la niña. La enfermera juró que era un hombre más mayor, pero probablemente usase maquillaje. ¿Quién más se iba a llevar a mi bebé? Las mujeres sin hijos hacen cosas así… ¿pero quién ha oído que lo haga un hombre?

—¿Qué fue de ti?

—Once meses más en aquel lugar terrible y tres operaciones. A los cuatro meses ya me crecía la barba; antes de irme ya me afeitaba regularmente… y ya no dudaba de que fuese un hombre. —Sonrió sardónico—. Le miraba el escote a las enfermeras.

—Bien —dije—, me parece que todo te ha salido bien. Aquí estás, un hombre normal, ganando buen dinero, sin verdaderos problemas. Y la vida de mujer no es fácil.

Me miró con furia.

—¡Cómo si tú lo supieses!

—¿Y?

—¿Alguna vez has oído la expresión «una mujer perdida»?

—Mm, hace años. En realidad hoy en día no significa mucho.

—Yo estaba todo lo perdida que puede estarlo una mujer; ese capullo realmente me perdió… ya no era una mujer… y no sabía cómo ser un hombre.

—Supongo que hay que acostumbrarse.

—No tienes ni idea. No me refiero a aprender a vestirse, o no entrar en el baño equivocado; esas cosas las aprendí en el hospital. ¿Pero cómo podría vivir? ¿A qué podría dedicarme? Demonios, ni siquiera sabía conducir. No conocía ningún oficio; no podía realizar trabajo manual: demasiadas cicatrices, demasiado sensibles.

»También le odiaba por haberme arruinado para la W.E.N.C.H.E.S., pero no supe hasta qué punto hasta que intenté unirme al Cuerpo Espacial. Una mirada a mi vientre y me consideraron incapacitado para el servicio militar. El oficial médico pasó tiempo conmigo sólo por curiosidad; había leído sobre mi caso.

»Así que me cambié el nombre y me vine a Nueva York. Primero me dediqué a cocinar en un tugurio, después alquilé una máquina de escribir y me establecí como estenógrafo público… ¡vaya una risa! En cuatro meses había tecleado cuatro cartas y un manuscrito. El manuscrito era para Historias de la vida misma y también un desperdicio de papel, pero el idiota que lo escribió lo vendió. Lo que me dio una idea; compré una pila de revistas confesionales y las estudié. —Adoptó una expresión cínica—. Ahora ya sabes cómo puedo contar el verdadero punto de vista en una historia de madre soltera… por medio de la única versión que no he vendido: la verdadera. ¿He ganado la botella?

La empujé hacia él. Yo mismo estaba disgustado, pero había trabajo que hacer. Dije:

—Hijo, ¿todavía quieres ponerle las manos encima a ese tipo?

Se le iluminaron los ojos con una furia animal.

—¡Un momento! —dije—. ¿Lo matarías?

Rio de forma desagradable.

—Ponme a prueba.

—Tómatelo con calma. Sé más de lo que tú crees. Puedo ayudarte. Sé dónde está.

Alargó el brazo a través de la barra.

¿Dónde está?

Yo dije en voz baja.

—Suéltame la camisa, hijo… o acabarás en el callejón y le diremos a la policía que te desmayaste. —Le mostré el bate.

Me soltó.

—Lo siento. ¿Pero dónde está? —Me miró—. ¿Y cómo sabes tanto?

—Todo a su tiempo. Hay registros… registros hospitalarios, registros de orfanato, registros médicos. La matrona de tu orfanato era la señora Fetherage… ¿cierto? La sucedió la señora Gruenstein… ¿cierto? Como mujer te llamabas «Jane»… ¿cierto? Y no me has contado nada de esto… ¿cierto?

Le tenía desconcertado y algo asustado.

—¿Qué es esto? ¿Intentas causarme problemas?

—No, en absoluto. Me preocupo por tu bienestar. Puedo ponerte a ese tipo en las rodillas. Haces con él lo que te parezca conveniente… y te garantizo que no tendrás problemas. Pero no creo que le mates. Estarías loco si lo hicieses… y no estás loco. No del todo.

Desechó eso último.

—Deja la cháchara. ¿Dónde está?

Le serví una copa; estaba borracho pero la furia empezaba a eliminar la borrachera.

—No tan rápido. Yo haré algo por ti… tú harás algo por mí.

—Eh… ¿qué?

—No te gusta tu trabajo. ¿Qué dirías a una buena paga, trabajo seguro, cuenta de gastos ilimitada, ser tu propio jefe y grandes cantidades de variedad y aventura?

Me miró fijamente.

—Diría: «¡Saca a esos malditos renos de mi tejado!» No te molestes, Pop… ese trabajo no existe.

—Vale, míralo de esta forma: te lo entrego, te arreglas con él, después pruebas con mi trabajo. Si no es todo lo que digo… bien, no puedo retenerte.

Empezaba a flaquear; el último trago fue el definitivo.

—¿Cuándo me lo entregarás? —dijo con dificultad.

—Si estamos de acuerdo… ¡ahora mismo!

Levantó la mano.

—¡De acuerdo!

Le indiqué con la cabeza a mi ayudante que cuidase de toda la barra, apunté la hora —2300— y empecé a pasar por el hueco bajo la barra cuando la máquina de discos bramó: «¡Soy mi propio abuelo!» El tipo del servicio tenía instrucciones de cargarla con viejas tonadas americanas y clásicos porque yo no podía soportar la «música» de 1970, pero no sabía que esa cinta estaba en la máquina. Grité.

—¡Apaga eso! Dale al cliente su dinero —añadí—. Trastienda, volveré en un momento. —Y me dirigí allí seguido de Madre Soltera.

Se encontraba al final del pasillo entre los baños, una puerta de acero para la que nadie excepto mi encargado de día y yo mismo teníamos llave; dentro se encontraba la puerta a una habitación interior de la que sólo yo tenía la llave. Entramos.

Miró borracho las paredes sin ventanas.

—¿Ónde esstá?

—Ahora mismo. —Abrí una maleta, lo único que había en la habitación; era un Equipo de Campo Transformador de Coordenadas del USFF, serie 1992, modelo II; una belleza, sin partes móviles, con menos de veintitrés kilos de peso completamente cargado, y con la forma de una maleta. A principios del día lo había ajustado con precisión; lo único que tenía que hacer era sacar la red metálica que limita el campo transformador.

Y lo hice.

—¿Qué es eso? —exigió.

—Una máquina del tiempo —dije y nos lancé la red por encima.

—¡Eh! —gritó y retrocedió.

La cosa tiene su técnica; hay que arrojar la red de forma que el sujeto retroceda instintivamente hacia la rejilla metálica, a continuación cierras la red con vosotros dos rodeados completamente. En caso contrario podrías dejarte atrás una suela o un trozo de pie, o arrancar un trozo de suelo. Pero no se necesita más habilidad que ésa. Algunos agentes engañan al sujeto para entrar en la red; yo digo la verdad y uso ese instante de total desconcierto para darle al interruptor. Lo que hice.

1030 – VI – 3 DE ABRIL DE 1963 – CLEVELAND, OHIO – EDIFICIO APEX:

—¡Eh! —repitió—. ¡Quítame esta cosa!

—Lo lamento —me disculpé al hacerlo; guardé la red en la maleta, y la cerré—. Dijiste que querías encontrarle.

—Pero… ¡dijiste que era una máquina del tiempo!

Señalé la ventana.

—¿Parece que estamos en noviembre? ¿O en Nueva York? —Mientras él permanecía boquiabierto ante los nuevos brotes y el tiempo de primavera, volví a abrir la maleta, extraje un fajo de billetes de cien dólares, comprobé que la numeración y las firmas fuesen compatibles con 1963. A la Oficina del Tiempo no le importa lo que gastes (no les cuesta nada) pero no les gustan los anacronismos innecesarios. Demasiados errores y un tribunal militar te exiliará a un año de algún periodo desagradable, digamos 1974, con su racionamiento estricto y los trabajos forzados. Yo nunca cometo errores, el dinero era el correcto.

Él se volvió y dijo:

—¿Qué ha sucedido?

—Él está aquí. Sal y píllalo. Aquí tienes dinero para gastos. —Se lo di y añadí—: Encárgate de él. Luego te recogeré.

Los billetes de cien dólares producen un efecto hipnótico en las personas que no están acostumbradas a manejarlos. Los contaba incrédulo mientras yo lo echaba al pasillo. El siguiente salto era fácil, un pequeño cambio de era.

1700 – VI – 10 DE MARZO DE 1964 – CLEVELAND – EDIFICIO APEX:

Había una nota bajo la puerta diciendo que mi alquiler había expirado la semana pasada; por lo demás, la habitación tenía el mismo aspecto que un momento antes. En el exterior, los árboles estaban desnudos y amenazaba la nieve; me apresuré, deteniéndome sólo para coger dinero contemporáneo y una chaqueta, sombrero y abrigo que había dejado cuando alquilé la habitación. Cogí un taxi, fui al hospital. Me llevó veinte minutos aburrir a la enfermera hasta el punto de que me permitiese llevarme al bebé sin problemas. Regresamos al Edificio Apex. Establecer los controles fue más complejo, porque el edificio no existía todavía en 1945. Pero lo había calculado de antemano.

0010 – VI – 20 DE SEPTIEMBRE 1945 – CLEVELAND – MOTEL SKYVIEW:

Equipo de campo, bebé y yo llegamos a un hotel fuera de la ciudad.

Antes ya me había registrado como «Gregory Johnson, de Warren, Ohio», así que llegamos a una habitación con las cortinas corridas, las ventanas cerradas y las puertas atrancadas, y el suelo despejado para permitir las ondulaciones de la máquina al llegar. Te puedes llevar un golpe desagradable debido a una silla que se encuentra donde no debería estar; no por la silla claro, sino por el retroceso del campo.

No había problema. Jane dormía tranquilamente; la llevé fuera, la puse en una caja de economato en el asiento del coche que había contratado antes, conduje hasta el orfanato, la dejé en los escalones, conduje dos manzanas hasta una «estación de servicio» (la de productos petrolíferos) y telefoneé al orfanato, volví a tiempo para verles recoger la caja, seguí la marcha y abandoné el coche cerca del hotel. Caminé y salté al edificio Apex en el año 1963.

1100 – VI – 24 DE ABRIL DE 1963 – CLEVELAND – EDIFICIO APEX:

Lo hice con el tiempo justo: la precisión temporal depende del intervalo, excepto en el retorno a cero. Si llevaba razón, Jane estaría descubriendo, en un parque durante una agradable noche de primavera, que no era tan «buena» chica como había creído. Cogí un taxi al hogar de aquellos tacaños, hice que el taxista esperase en la esquina mientras yo acechaba en las sombras. Los vi venir por la calle, cada uno en los brazos del otro. La llevó hasta el porche y se dedicó a darle un beso de buenas noches durante un largo rato: más largo de lo que yo había pensado. A continuación ella entró y él recorrió el camino de vuelta, de espaldas a mí. Me puse a su lado y le agarré por el brazo.

—Eso es todo, hijo —anuncié con calma—. He vuelto para recogerte.

¡Tú! —Se quedó boquiabierto y sin aliento.

—Yo. Ahora sabes quién es él… y cuando lo hayas pensado sabrás quién eres tú… y si piensas de verdad, comprenderás quién es el bebé… y quién soy Yo.

No respondió, estaba muy alterado. Era toda una impresión que te demostrasen que no podías resistirte a seducirte a ti mismo. Lo llevé al Edificio Apex y saltamos de nuevo.

2300 – VII – 12 DE AGOSTO DE 1985 – BASE BAJO LAS ROCOSAS:

Desperté al sargento de guardia, le mostré la identificación; le dije al sargento que metiese a mi acompañante en cama junto con una pastilla de la felicidad y que le reclutase por la mañana. El sargento parecía de mal humor, pero la graduación es la graduación, sin que importase la era; hizo lo que le dije, pensando, sin duda, que la próxima vez que nos viésemos él podría ser el coronel y yo el sargento: eso, en nuestro cuerpo, puede suceder.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

Se lo escribí. Arqueó las cejas.

—Vaya, vaya, ¿eh? Mm…

—Haga su trabajo, sargento. —Me volví hacia mi acompañante.

—Hijo, tus problemas han terminado. Estás a punto de iniciar el mejor trabajo que puede tener un hombre… y lo harás bien. Lo sé.

—¡Así será! —se mostró de acuerdo el sargento—. Mírame… nacido en 1917… todavía sigo por aquí, todavía sigo siendo joven, todavía disfruto de la vida.

Regresé a la sala de salto, lo ajusté todo para el cero preseleccionado.

2301 – V –7 DE NOVIEMBRE DE 1970 – CIUDAD DE NUEVA YORK – EL RINCÓN DE POP:

Salí de la trastienda trayendo un quinto de Drambuie para justificar el minuto que había estado fuera. Mi ayudante discutía con el cliente que había puesto «¡Soy mi propio abuelo!». Dije:

—Oh, deja que la ponga, luego desenchúfala. —Estaba muy cansado.

Es duro, pero alguien tiene que hacerlo y es muy difícil reclutar a nadie en años posteriores, después del Error de 1972. ¿Puedes pensar en mejor fuente que escoger personas fastidiadas allí donde están y ofrecerles un trabajo bien pagado e interesante (aunque peligroso) por una causa necesaria?

Ahora todo el mundo sabe por qué la Guerra Inexistente de 1963 fue efectivamente inexistente. La bomba con el número de Nueva York no estalló, otro centenar de cosas no salieron como estaban planeadas: todo dispuesto por gente como yo.

Pero no el Error de 1972; ése no es culpa nuestra, y no puede deshacerse; no hay ninguna paradoja a resolver. Una cosa o es o no es, ahora y por siempre jamás. Pero no habrá otro igual; una orden con fecha «1992» tiene precedencia sobre cualquier año.

Cerré cinco minutos más temprano, dejando una carta en la caja registradora diciéndole al encargado de día que aceptaba su oferta de compra, que fuese a ver a mi abogado mientras yo me tomaba unas largas vacaciones. La Oficina podría aceptar o no su pago, pero les gusta que las cosas queden resueltas. Fui a la habitación en la trastienda y salté a 1993.

2200 – VII – 12 DE ENERO DE 1993 – CUARTEL GENERAL TEMPORAL DOL:

Me registré con el oficial de guardia y fui a mis habitaciones, con la intención de dormir durante una semana. Había cogido la botella que habíamos apostado (después de todo, había ganado yo) y di un trago antes de escribir el informe. Sabía a rayos y me pregunté por qué me había gustado Old Underwear. Pero era mejor que nada; no me gusta estar totalmente sobrio, pienso demasiado. Pero tampoco me gusta empinar el codo; otras personas tienen serpientes, yo tengo gente.

Dicté el informe; cuarenta reclutamientos, todos aprobados por la Oficina psicológica, contando el mío propio, que sabía que aprobarían. Yo estaba aquí, ¿no? Luego grabé una petición para que me asignasen a operaciones; estaba harto de reclutamiento. Envié las dos cintas y me fui a la cama.

Mis ojos cayeron sobre «Las leyes del tiempo» que tenía sobre la cama.

Nunca hagas ayer lo que debería hacerse mañana.Si al final tienes éxito, no lo vuelvas a intentar.Un remiendo en el tiempo salva nueve mil millones.Una paradoja puede ser corregida.Es más temprano cuando piensas.Los antepasados no son más que gente.Incluso Júpiter cabecea.

No me inspiraron de la misma forma que cuando me reclutaron; treinta años subjetivos de dar saltos por el tiempo acaban haciendo mella. Me desvestí y, cuando me quedé en cueros, me miré el vientre. Una cesárea deja una cicatriz bien grande, pero ahora tengo tanto pelo que no la noto a menos que la busque.

Luego miré el anillo que tenía en el dedo.

La serpiente que devora su propia cola, por siempre y jamás… Yo sé de dónde vengo yo… ¿pero de dónde habéis salido todos vosotros, zombies?

Sentí que se aproximaba un dolor de cabeza, pero medicación para los dolores de cabeza es algo que no tomo. Lo hice una vez y todos vosotros desaparecisteis.

Así que me arrastré hasta la cama y apagué la luz con un silbido.

En realidad no estáis ahí. No hay nadie excepto yo —Jane—, aquí a solas en la oscuridad.

¡Os echo terriblemente de menos!

FIN


[1] Las siglas forman la palabra «mozas». (N. del T.)

[2] «Womens Hospitality Order Refortifying and Encouraging Spacemen», cuyas siglas forman la palabra «putas».

  • Autor: Robert A. Heinlein

  • Título: «Todos vosotros, zombies…»

  • Título Original: «All You Zombies …»

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, marzo de 1959

  • Traducción: Pedro Jorge Romero

 
 
 


El hacha pequeña de los indios

Abelardo Castillo


Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era hermosa —linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero—, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. «Vamos a tener un hijo», había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.

FIN


  • Autor: Abelardo Castillo

  • Título: El hacha pequeña de los indios

  • Publicado en: Las panteras y el templo (1976)

 
 
 



La ciudad de los gatos obstinados

Italo Calvino


La ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres están una dentro de la otra, pero no son la misma ciudad. Pocos gatos recuerdan el tiempo en que no había diferencia: las calles y las plazas de los hombres eran también las calles y las plazas de los gatos, y el césped, patios, balcones y fuentes: se vivía en un espacio amplio y variado. Pero ahora, desde hace varias generaciones, los felinos domésticos son prisioneros de una ciudad inhabitable: las calles son recorridas ininterrumpidamente por un tráfico mortal de coches matagatos; en cada metro cuadrado de terreno, donde antes había un jardín o un solar baldío o los restos de una olvidada demolición, ahora se elevan bloques, edificios de casas populares, rascacielos flamantes; todas las aceras están atestadas de coches estacionados; uno a uno, los patios son techados y convertidos en garajes o en cines o en almacenes o en talleres. Y donde se extendía una meseta ondulante de tejados bajos, cornisas, azoteas, depósitos de agua, balcones, tragaluces, tejados de chapa, ahora se alza la sobreedificación general de todo lo sobreedificable: desaparecen los desniveles intermedios entre el ínfimo suelo de la calle y el excelso cielo de los sobreáticos; el gato de las nuevas camadas busca en vano el itinerario de sus padres, el punto de apoyo para el salto flexible desde la balaustrada hasta la cornisa, luego hasta el canalón para trepar rápidamente por las tejas.

Pero en esta ciudad vertical, en esta ciudad comprimida donde todos los vacíos tienden a llenarse y cada bloque de cemento a compenetrarse con otros bloques de cemento, se abre una especie de contraciudad, de ciudad negativa, que consiste en tajadas vacías entre muro y muro, con distancias mínimas entre unas y otras y las partes traseras de los edificios exigidas por el reglamento de construcción. Es una ciudad de paredes medianeras, huecos de luz, conductos de ventilación, entradas de coches, patios interiores, accesos a los sótanos, como una red de canales secos sobre un planeta de yeso y alquitrán, y es a través de esta trama entre los muros por donde aún se despliega el antiguo pueblo de los gatos.

Marcovaldo, algunas veces, para pasar el tiempo, seguía a algún gato. Era en la pausa del trabajo, entre las doce y media y las tres, cuando todo el personal, excepto Marcovaldo, iba a casa a comer. Y él, que llevaba su comida en una bolsa, de entre las cajas del almacén se agenciaba una que utilizaba como mesa, se echaba al cuerpo el bocado, fumaba medio puro barato y seguía por allí dando vueltas, solo y ocioso, esperando la hora de volver a trabajar. En aquellos momentos, cualquier gato que se asomara por una ventana era siempre una compañía apreciada y un guía para nuevas exploraciones. Había hecho amistad con un gato atigrado, bien alimentado, con un lazo azul al cuello, y que seguramente pertenecía a alguna familia acomodada. Este atigrado tenía en común con Marcovaldo la costumbre de pasear después de comer: de ahí nació naturalmente una amistad.

Siguiendo a su amigo felino, Marcovaldo se puso a mirar los sitios como a través de los redondos ojos de un minino y, aunque se trataba del entorno habitual de la empresa, él lo veía con una luz diferente, como escenario de historias gatunas, con conexiones sólo al alcance de garras afelpadas y ligeras. Aunque en el barrio parecía haber pocos gatos, cada día Marcovaldo conocía uno nuevo, y bastaba con un maullido o un bufido o un erizarse de pelo en el lomo arqueado para hacerle intuir relaciones o intrigas o rivalidades entre ellos. En aquellos momentos creía haber entrado en el secreto de la sociedad de los felinos: y de pronto se sentía espiado por pupilas que se volvían fisuras, vigilado por antenas de bigotes estirados, y todos los gatos a su alrededor se sentaban impenetrables como esfinges, el triángulo rosa de la nariz convergente con el triángulo negro de los labios, y sólo se movía el vértice de las orejas, con una vibración como de radar. Llegaban al fondo de un estrecho pasadizo entre escuálidos muros ciegos, y mirando en torno suyo, Marcovaldo veía que todos los gatos que lo habían guiado hasta allí habían desaparecido, todos a la vez, no se entendía por dónde, también su amigo atigrado lo había dejado solo. Su reino tenía territorios, ceremonias y costumbres que no le era permitido descubrir.

En compensación, desde la ciudad de los gatos se abrían portillas insospechadas a la ciudad de los hombres: y un día precisamente el gato atigrado lo condujo al descubrimiento del gran Restaurante Biarritz.

Quien quería ver el Restaurante Biarritz no tenía más que adoptar la estatura de un gato, es decir, andar a gatas. Gato y hombre caminaban de esta manera en torno a una especie de cúpula, al pie de la cual había unas ventanitas bajas y rectangulares. Siguiendo el ejemplo del gato, Marcovaldo miró hacia abajo. Había claraboyas con el cristal subido por donde entraba aire y luz al lujoso salón.

Al sonido de violines gitanos, giraban perdices y otras aves de caza horneadas sobre fuentes de plata sostenidas en equilibrio por manos con guantes blancos de camareros de frac. O, para mayor exactitud, sobre las perdices y los faisanes giraban las fuentes, y sobre las fuentes los guantes blancos, y manteniéndose en vilo sobre los zapatos de charol de los camareros el relumbrante parquet, del que pendían palmeras enanas en macetas y servilletas y cristalería y cubos en forma de campana con una botella de champaña dentro: todo patas arriba porque Marcovaldo, por temor a ser descubierto, no quería asomar la cabeza por la ventanita y se limitaba a mirar la sala reflejada al revés en el vidrio oblicuo.

Pero al gato le interesaban más que las ventanitas que daban al salón las de las cocinas: al mirar desde las del salón se veía a lo lejos y como transfigurado lo que en las cocinas aparecía —ya muy concreto y al alcance de la garra— como un pájaro desplumado y un pescado fresco. Y era precisamente hacia las cocinas donde el gato quería llevar a Marcovaldo, tal vez como un gesto de amistad desinteresada o más bien porque esperaba la ayuda del hombre en una de sus incursiones. Marcovaldo, en cambio, no quería alejarse de su mirador del salón: al principio como fascinado por la gala del ambiente, y luego porque había algo que lo atraía como imán. Tanto que, venciendo el temor de ser visto, se asomaba cabeza abajo frecuentemente.

En medio de la sala, exactamente bajo aquella ventanita, había una pequeña pecera de cristal, una especie de acuario, donde nadaban grandes truchas. Se acercó un cliente distinguido, con el cráneo calvo y brillante, vestido de negro y con barba negra. Lo seguía un viejo camarero de frac que traía en la mano una pequeña red como para cazar mariposas. El señor de negro miró las truchas con aire serio y atento; luego alzó una mano y con un gesto lento y solemne señaló una. El camarero sumergió la red en la pecera, siguió a la trucha elegida, la capturó, se dirigió a la cocina llevando en ristre como una lanza la red donde se debatía el pez. El señor de negro, serio como un magistrado que acaba de dictar una sentencia de muerte, fue a sentarse, esperando el retorno de la trucha, preparada “a la molinera”.

“Si encuentro la manera de lanzar desde aquí el sedal y hacer que pique una trucha”, pensó Marcovaldo, “no podría ser acusado de hurto, a lo sumo de pesca no autorizada”. Y sin hacer caso de los maullidos que lo llamaban por el lado de las cocinas, fue a buscar su equipo de pesca.

Nadie en el salón atestado del Biarritz vio el largo y fino hilo, armado de anzuelo y cebo, que bajaba y bajaba hasta caer dentro de la pecera. El cebo lo vieron los peces y se le lanzaron encima. En aquella confusión, una trucha logró morder el gusano: de inmediato comenzó a subir, a subir, salió del agua, sacudiéndose, plateada, voló hacia lo alto, sobre las mesas servidas y los carritos de los entremeses, sobre la flama azul de los infiernillos para las crêpes Suzette, y desapareció en el cielo a través de la ventanita.

Marcovaldo tiró de la caña con la presteza y la energía de un pescador avezado, al punto que el pez cayó a sus espaldas. La trucha apenas había tocado tierra cuando el gato se abalanzó sobre ella. Perdió la poca vida que le quedaba entre los colmillos del atigrado.

Marcovaldo, que en ese momento había dejado caer el sedal para recoger el pez, vio cómo se lo arrancaban en sus narices, con anzuelo y todo. Reaccionó de inmediato pisando la caña, pero el tirón había sido tan fuerte que el hombre se quedó sólo con la caña, mientras el atigrado escapaba con el pez llevándose consigo también el hilo del sedal. ¡Gato traidor! Había desaparecido.

Pero esta vez no se le escaparía: quedaba aquel largo hilo que lo seguía e indicaba el camino que había tomado. Aunque hubiera perdido de vista al gato, Marcovaldo seguía el extremo del hilo: que corría hacia arriba por un muro, saltaba un barandal, trepaba por un portón, era engullido por un sótano… Marcovaldo, adentrándose en lugares cada vez más gatunos, trepaba por los tejados, saltaba balaustradas, lograba siempre seguir con la mirada al gato —a veces un segundo antes de que desapareciera—, aquel rastro móvil que le indicaba el camino que tomaba el ladrón.

De pronto el hilo va por la acera de una calle, en medio del tráfico, y Marcovaldo corriendo detrás está casi a punto de atraparlo. Se tira de cabeza, ¡lo atrapa! Había logrado hacerse con el extremo del sedal antes de que el gato se escabullera entre los barrotes de una verja.

Detrás de la verja medio oxidada y de dos fragmentos de muros cubiertos de plantas trepadoras había un pequeño jardín baldío y al fondo un palacete de aspecto abandonado.

Un tapiz de hojas secas cubría la calle, y por doquier yacían hojas secas bajo las ramas de los dos plátanos, formando auténticas montañas diminutas sobre los arriates. Un estrato de hojas amarilleaba en el agua verde de una fuente. Alrededor de la casa se elevaban edificios enormes, rascacielos con miles de ventanas, como si fueran otros tantos ojos que miraran con reprobación aquel cuadrado entre dos árboles, pocas tejas y un montón de hojas amarillas, sobreviviente en pleno corazón de ese barrio de gran tráfico.

Y en este jardín, trepados en los capiteles y las balaustradas, echados en las hojas secas de los arriates, encaramados en los troncos de los árboles o en los canalones, firmes sobre sus cuatro patas y con las colas en forma de signos de interrogación, relamiéndose sentados… había gatos atigrados, negros, blancos, gatos veteados, angoras, persas, gatos domésticos, gatos perfumados y gatos tiñosos. Marcovaldo entendió que finalmente había llegado al corazón del reino felino, su isla secreta. Y de la emoción, casi se había olvidado de su pescado.

El sedal se había enredado en la rama de un árbol, y el pescado colgaba, fuera del alcance de los saltos de los gatos; debía de haberse caído de la boca de su raptor en algún movimiento torpe, tal vez defendiéndolo de los otros gatos o quizás lo había subido allí para exhibirlo como un trofeo extraordinario. El hilo estaba enredado y Marcovaldo no lograba destrabarlo por más tirones que daba. Mientras tanto, una lucha furiosa se había desatado entre los gatos para alcanzar ese pescado inalcanzable, o más bien para tener el derecho de intentar alcanzarlo. Cada uno quería impedir que saltaran los demás: se lanzaban unos contra otros, se atacaban en pleno vuelo, rodaban enlazados, con silbidos, lamentos, bufidos, atroces maullidos, y finalmente la batalla campal se desencadenó formando un torbellino de crepitantes hojas secas.

Marcovaldo, después de múltiples esfuerzos inútiles, sintió de pronto que el sedal se había soltado, pero tuvo mucho cuidado de no atraerlo hacia sí: la trucha habría caído justo en medio de aquella trifulca de felinos enfurecidos.

Fue en ese preciso momento cuando empezó a caer desde lo alto de los muros del jardín una extraña lluvia: raspas de pescado, cabezas de pescados, incluso trozos de pulmones y entrañas. Pronto los gatos perdieron interés en la trucha suspendida en el aire y se lanzaron sobre los nuevos bocados. Para Marcovaldo era el momento de tirar del hilo y recuperar su trucha. Pero antes de que pudiera reaccionar con la rapidez necesaria, desde la persiana de una ventana salieron dos manos amarillentas y descarnadas: una blandía tijeras, la otra una sartén. La mano con la tijera se levanta sobre la trucha, la mano con la sartén se coloca debajo. La tijera corta el hilo, la trucha cae en la sartén, manos, tijeras y sartén se retiran, la persiana se cierra: todo sucede en un segundo. Marcovaldo ya no entiende nada.

—¿Usted también es amigo de los gatos? —Una voz a sus espaldas le hizo darse la vuelta. Estaba rodeado de mujeres, unas muy ancianas, con sombreros pasados de moda, otras más jóvenes, con pinta de solteronas, todas llevaban en las manos o en las bolsas envoltorios con pedazos de carne o de pescado o recipientes con leche—. ¿Me ayuda a tirar este paquete al otro lado de la verja, para esos pobres animalitos?

Todas las amigas de los gatos se reunían a esa hora alrededor del jardín de las hojas secas para llevar comida a sus protegidos.

—Pero, díganme, ¿por qué están aquí todos esos gatos? —preguntó Marcovaldo.

—¿Y dónde quiere que vayan? ¡Sólo queda este jardín! Aquí vienen también gatos de otros barrios, de un radio de varios kilómetros…

—Y también pájaros —intervino otra—, en estos pocos árboles se han refugiado cientos, cientos…

—Y las ranas, están todas en aquella fuente, y por la noche croan, croan… Se escuchan hasta en el séptimo piso de los edificios de alrededor…

—Pero ¿de quién es esta casa? —preguntó Marcovaldo. Ahora, delante de la verja no sólo estaban aquellas mujeres, había llegado más gente: el del surtidor de gasolina de enfrente, los empleados de un taller, el cartero, el verdulero, algún que otro transeúnte. Todos, mujeres y hombres, no se hicieron de rogar para darle una respuesta: cada uno quería dar la suya, como siempre cuando se trata de un argumento misterioso y controvertido.

—Es de una marquesa; vive ahí, pero nunca se la ve…

—Las empresas constructoras le han ofrecido millones y más millones por este pedacito de terreno, pero no quiere vender…

—¿Qué quiere que haga con tantos millones una viejita sola en el mundo? Prefiere tener su casa, aunque se esté cayendo a pedazos con tal de que no la obliguen a mudarse…

—Es la única superficie sin construir en el centro de la ciudad… Aumenta de valor cada año… Le han hecho muchos ofrecimientos…

—¿Sólo ofrecimientos? También intimidaciones, amenazas, persecuciones… ¡Ya conocen a los empresarios!

—Y ella se resiste desde hace años…

—Es una santa… Sin ella ¿adónde irían todos estos pobres animalitos?

—¡Hay que ver si le importan un comino estos animales a esa vieja mezquina! ¿La han visto alguna vez darles algo de comer?

—Pero ¿qué quiere que les dé a los gatos si no tiene ni para ella? ¡Es la última descendiente de una familia en decadencia!

—¡Odia a los gatos! ¡La he visto echarlos a golpe de sombrilla!

—¡Porque le pisan las flores del jardín!

—¿De qué flores habla? ¡Siempre he visto este jardín lleno de maleza!

Marcovaldo entendió que las opiniones sobre la vieja estaban profundamente divididas: unos la veían como una criatura angelical, otros como una avara egoísta.

—También odia a los pájaros: ¡nunca les da ni una migaja de pan!

—Les da hospitalidad, ¿le parece poco?

—Igual que a los mosquitos, quiere decir. Todos vienen de allí, de esa fuente. En verano los mosquitos nos comen vivos, y todo por culpa de esta marquesa.

—¿Y las ratas? Es una mina de ratas esta casa. Tienen sus ratoneras bajo las hojas secas, de noche salen…

—Por las ratas no se preocupe, los gatos se encargan…

—¡Oh, sus gatos! Si tuviéramos que confiar en ellos…

—¿Por qué? ¿Qué tiene contra los gatos?

En este momento, la discusión degeneró en una trifulca total.

—¡Debería intervenir la autoridad: expropiar la casa! —gritaba alguien.

—¿Con qué derecho? —protestaba otro.

—En un barrio moderno como el nuestro, una pocilga como ésta… Debería estar prohibido.

—Pero si yo elegí mi departamento precisamente porque tiene vista a esta pizca de verde…

—¡Pero qué verde! ¡Piensen en el hermoso rascacielos que podrían construir aquí!

También Marcovaldo hubiera podido dar su opinión, pero no encontraba el momento adecuado. Finalmente, de un tirón, exclamó:

—¡La marquesa me ha robado mi trucha!

La inesperada noticia proporcionó nuevos argumentos a los enemigos de la vieja, pero los defensores la utilizaron como prueba de la indigencia en la que estaba la infortunada aristócrata. Pero unos y otros estuvieron de acuerdo en que Marcovaldo debía ir a llamar a su puerta y aclarar el asunto.

No se entendía si la verja estaba cerrada con llave o sólo entornada: como quiera que sea, empujando se abría con un espantoso chirrido. Marcovaldo avanzó entre las hojas y los gatos, subió los peldaños del pórtico, tocó a la puerta con energía.

En una ventana (la misma por la que había salido la sartén) se entreabrió un postigo de la persiana y por una esquina apareció un ojo redondo y azul, una mecha de pelo teñido de un color indefinido, una mano seca. Una voz que preguntaba:

—¿Quién es? ¿Quién llama? —Al mismo tiempo llegó una nube de olor a aceite frito.

—Yo, señora marquesa, soy el de la trucha —explicó Marcovaldo—, no quisiera molestarla, sólo decirle por si usted no lo sabe, que aquel gato me robó la trucha a mí, yo la pesqué, tan cierto es que el sedal…

—¡Los gatos, siempre los gatos! —dijo la marquesa, escondida detrás de la persiana, con una voz aguda y un poco nasal—. ¡Todas las maldiciones me vienen de los gatos! ¡Nadie sabe lo que es! ¡Estar encerrada noche y día entre estas fieras! ¡Y con toda la inmundicia que la gente tira aquí desde la calle para fastidiarme!

—Pero mi trucha…

—¡Su trucha! ¿Qué voy a saber yo de su trucha? —Y la voz de la marquesa se convertía en un grito, como si quisiera ocultar el ruido que salía por la ventana, el aceite friéndose en la sartén junto al olor a pescado frito.

—¿Cómo quiere que distinga algo con todo lo que me llueve en casa?

—De acuerdo, pero usted ¿tiene mi trucha o no?

—¡Con todo el daño que sufro a causa de los gatos! ¡Ah, no faltaría más! ¡Yo no respondo por nada! ¡Yo podría decirle todo lo que he perdido! ¡Con los gatos que me invadieron desde hace años la casa y el jardín! ¡Mi vida a merced de esas fieras! ¡Vaya a buscar a los dueños para que me reparen los daños! ¿Daños? Una vida destruida: ¡prisionera aquí sin poder dar un paso!

—Pero, perdone, ¿quién le obliga a quedarse?

Por la abertura de la persiana aparecía un ojo redondo y turquesa o bien una boca con dos dientes salidos; por un momento se vio el rostro entero y a Marcovaldo le pareció confusamente un hocico de gato.

—¡Ellos, ellos me tienen encerrada! ¡Los gatos! ¡Si pudiera irme! ¡Cuánto daría por un departamentito todo para mí! ¡Una casa moderna, limpia! Pero no puedo salir… ¡Me siguen, se me cruzan, me hacen tropezar! —La voz se volvió como un susurro, como si le confiase un secreto—. Temen que venda el terreno… No me dejan, no me lo permiten… Cuando vienen los empresarios a proponerme algún trato, debería verlos…, se meten entre nosotros, sacan las garras, hicieron correr a un escribano… Una vez tenía el contrato aquí, listo para firmarlo, saltaron por la ventana y volcaron el tintero, desgarraron los papeles…

Marcovaldo de pronto se acordó de la hora, del almacén, del jefe de sección. Se alejó en puntas de pie pasando sobre las hojas secas, mientras la voz seguía saliendo entre las persianas envuelta en aquella nube como de aceite en sartén:

—Me arañaron con sus garras… Tengo todavía la cicatriz… Aquí, abandonada a merced de esta banda de demonios…

Llegó el invierno. Una floración de copos blancos cubría las ramas, los capiteles y las colas de los gatos. Bajo la nieve, las hojas secas se deshacían volviéndose fango. Unos cuantos gatos andaban por allí, sus amigas ya aparecían muy poco; los paquetes con desperdicios de pescado eran para los gatos que se presentaban a domicilio. Nadie, desde hacía tiempo, había vuelto a ver a la marquesa. Ya no salía humo de la chimenea de la casa.

Un día de nevada volvieron al jardín muchos gatos, tantos como en primavera, maullaban como si fuera noche de luna. Los vecinos entendieron que algo había sucedido: fueron a llamar a la puerta de la marquesa. No respondió: estaba muerta.

En primavera, el jardín se había convertido en un escenario donde se montaba una gran construcción. Las excavadoras habían profundizado para hacer los cimientos, el hormigón se vertía en los armazones de hierro, una grúa altísima elevaba grandes barrotes para que los obreros levantaran los andamios. Pero ¿cómo podían trabajar? Los gatos se paseaban por toda la estructura, hacían caer ladrillos y sacos de cal, se revolcaban en los montones de arena. Cuando los hombres estaban a punto de levantar un andamio encontraban un gato encaramado en lo más alto bufando furioso. Mininos más atrevidos trepaban a los hombros de los albañiles: ronroneaban y no había manera de sacárselos de encima. Y los pájaros seguían haciendo sus nidos en todas partes, la caseta de la grúa parecía una pajarera… Y no se podía tomar un balde de agua que no estuviera lleno de ranas que croaban y saltaban…

FIN


  • Autor: Italo Calvino

  • Título: La ciudad de los gatos obstinados

  • Título Original: Il giardino dei gatti ostinati

  • Publicado en: Marcovaldo ovvero Le stagioni in città (1963)

  • Traducción: Dulce María Zúñiga

 
 
 
bottom of page