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Lecturas



Todo el verano en un día

Ray Bradbury


—¿Ya?

—Ya.

—¿Ahora?

—En seguida.

—¿Sabrán los sabios, realmente? ¿Sucederá hoy?

—Mira, mira y verás.

Los niños se amontonaban, se apretujaban como muchas rosas, como muchas flores silvestres, y miraban hacia afuera buscando el sol oculto.

Llovía.

Llovía desde hacía siete años; miles de días sobre miles de días que la lluvia había tejido de extremo a extremo, con tambores y cataratas de agua, con el estrépito de tempestades que inundaban las islas como olas de una marea. La lluvia había triturado mil bosques que habían crecido mil veces para ser triturados de nuevo. Y así era para siempre la vida en el planeta Venus, y aquélla era, la escuela de los hijos de los hombres y mujeres del cohete que habían venido a un mundo de lluvias, a traer la civilización y a vivir sus vidas.

—¡Para! ¡Para!

—¡Sí, sí!

Margot no miraba con aquellos niños que no podían acordarse de un tiempo en que no todo era lluvia y lluvia y lluvia. Tenían todos nueve años, y si había habido un día, siete años atrás, en que había salido el sol una hora, mostrando su cara a un mundo sorprendido, no podían recordarlo. A veces, de noche, Margot oía cómo se movían en sueños, y ella sabía entonces que recordaban el oro, o un lápiz amarillo, o una moneda tan grande que con ella uno podía comprarse el mundo. Sabía que creían recordar un calor, un ardor en las mejillas, en el cuerpo, en los brazos y las piernas, en las manos temblorosas. Pero luego despertaban siempre al tamborileo trepidante, al interminable tintineo de unos collares de perlas trasparentes sobre el tejado, el sendero, los jardines, los bosques…, y los sueños se desvanecían.

Todo el día anterior, en clases, habían leído acerca del sol. De cómo se parecía a un limón, y de cuán caliente era. Y habían escrito cuentos o ensayos o poemas a propósito del sol.

El sol es una florque sólo se abre una hora.

Eso decía el poema de Margot, leído en voz baja en el aula silenciosa, mientras afuera caía la lluvia.

—¡Bah! ¡No lo escribiste tú! —protestó uno de los chicos.

—¡Sí! —dijo Margot—. ¡Yo!

—¡William! —dijo la maestra.

Pero eso había sido ayer. Hoy la lluvia amainaba y los niños se apretaban contra los gruesos cristales del ventanal.

—¿Dónde está la maestra?

—Ya viene.

—Pronto, o no veremos nada.

Los niños eran como una rueda febril de rayos que subían y caían.

Margot no se acercaba a ellos. Era una niña frágil y parecía que hubiese andado muchos años perdida en la lluvia, y que la lluvia le hubiese desteñido el color azul de los ojos, el rojo de los labios y el oro del pelo. Era como la vieja fotografía de un álbum, polvorienta, borrosa, y hablaba poco, y con una voz de fantasma. Ahora, alejada de los otros, miraba la lluvia y el turbulento mundo líquido más allá de los vidrios.

—¿Qué miras? —dijo William.

Margot no respondió.

—Contesta cuando te hablan.

William le dio un empujón. La niña no se movió; es decir, dejó que el empujón la moviera, y nada más.

Siempre la apartaban así. Margot no jugaba con ellos en los túneles sonoros de la ciudad subterránea, y nunca corría con ellos y se quedaba atrás, parpadeando. Cuando la clase cantaba canciones que hablaban de la felicidad, de la vida, de los juegos, apenas movía los labios. Sólo cantaba cuando los cantos hablaban del verano y del sol, y entonces clavaba los ojos en los ventanales húmedos.

Y además, por supuesto, había otro crimen, más grave. Margot había llegado de la Tierra hacía sólo cinco años y aún se acordaba del sol. Recordaba que cuando tenía cuatro años el sol aparecía en el cielo de Ohio todas las mañanas. Ellos, en cambio, habían vivido siempre en Venus, y sólo tenían dos años cuando el sol había salido por última vez, y ya se habían olvidado de su color, su tibieza, y de cómo era en realidad. Pero Margot recordaba.

—Es una moneda —dijo una vez Margot, cerrando los ojos.

—¡No, no! —gritaron los niños.

—Es como el fuego de la chimenea —dijo Margot.

—¡Mientes, no! —gritaron los niños.

Pero Margot recordaba, y lejos de todos, en silencio, miraba las figuras de la lluvia en los vidrios.

Una vez, un mes atrás, no había querido bañarse en la ducha de la escuela, se había cubierto la cabeza con las manos, y había gritado que no quería que el agua la tocase. Luego, oscuramente, oscuramente, había comprendido: era distinta, y los otros notaban la diferencia, y se apartaban.

Se decía que los padres de Margot se la llevarían de nuevo a la Tierra el año próximo, pues era para ella cuestión de vida o muerte, aun cuando la familia perdería por ese motivo varios miles de dólares. Por eso la odiaban los niños, por todas esas razones, de mucha o poca consecuencia. Odiaban aquel pálido rostro de nieve, su silencio ansioso, su delgadez, y su futuro posible.

—¡Vete! —William la empujó de nuevo—. ¿Qué esperas?

Entonces, y por primera vez, Margot se volvió y lo miró. Y lo que esperaba se le vio en los ojos.

—¡Bueno, no te quedes ahí! —gritó William, furioso—. No verás nada.

Margot movió los labios.

—¡Nada! —gritó William—. Fue todo una broma, ¿no entiendes? —Miró a los otros niños—. Hoy no pasará nada, ¿no es cierto?

Todos lo miraron pestañeando, y de pronto comprendieron y se echaron a reír, sacudiendo las cabezas.

—¡Nada, nada!

—Oh —murmuró Margot, desconsolada. Pero si es hoy. Los sabios lo anunciaron, y ellos saben. Hoy el sol…

—Fue una broma, nada más —dijo William tomándola bruscamente por el brazo—. Eh, vamos, será mejor que la encerremos en un armario antes que vuelva la maestra.

—No —dijo Margot, retrocediendo.

Todos se le fueron encima, y entre protestas y luego súplicas y luego llantos, la arrastraron a un túnel, a un cuarto, a un armario, cerraron la puerta, y le echaron llave. Se quedaron un rato mirando cómo la puerta temblaba con los golpes de la niña y oyendo sus gritos sofocados. Después, sonriendo, dieron media vuelta, y salieron del túnel en el momento en que llegaba la maestra.

—¿Listos, niños?

La maestra miró su reloj.

—¡Sí!

—¿Estamos todos?

—¡Sí!

La lluvia menguaba cada vez más.

Fue entonces como si en la película cinematográfica de un alud, de un tornado, de un huracán, de una erupción volcánica, la banda de sonido se hubiera estropeado de pronto, y todos los ruidos, todas las ráfagas, todos los ecos y truenos se hubiesen apagado bruscamente, y como si en seguida hubiesen arrancado el film del aparato, que proyectaba ahora una apacible fotografía tropical que no se movía ni trepidaba. El mundo se había detenido. El silencio era tan inmenso, tan inverosímil que parecía que uno se hubiese puesto algodones en los oídos, o que uno se hubiera quedado sordo. Los chicos se llevaron las manos a los oídos.

La puerta se abrió, y el olor del mundo silencioso, expectante, entró en la escuela.

Salió el sol.

Tenía el color del bronce fundido, y era muy grande. Alrededor, el cielo era un deslumbrante mosaico azul. El hechizo se quebró al fin, y los niños se precipitaron gritando hacia el verano. La selva ardía bajo el sol.

—Bueno, no vayan muy lejos —les gritó la maestra—. Tienen sólo dos horas. Que la lluvia no los sorprenda afuera.

Pero los niños corrían ya con los rostros vueltos hacia el cielo, sintiendo que el sol les quemaba las mejillas como un hierro candente, y ya se quitaban los abrigos para que el sol les dorara los brazos.

—Es mejor que las lámparas de sol, ¿no es cierto?

—¡Oh, mucho, mucho mejor!

Dejaron de correr. Estaban en la enorme selva que cubría Venus, esa selva que nunca dejaba de crecer, tumultuosamente, que crecía mientras uno la miraba. La selva era un nido de pulpos y extendía unos tentáculos de zarzas carnosas, temblorosas, que florecían en la breve primavera. Tenía el color del caucho y de la ceniza esta selva, luego de tantos años sin sol. Tenía el color de las piedras, del queso blanco y de la tinta.

Los niños se echaban riéndose en el colchón de la selva, y oían cómo crujía y suspiraba, elástica y viva. Corrían entre los árboles, resbalaban y caían, se empujaban, jugaban; pero sobre todo miraban el sol con los ojos entornados hasta que las lágrimas les rodaban por las mejillas. Tendían las manos hacia el resplandor amarillo y el asombroso azul y respiraban el aire puro y escuchaban el silencio y descansaban en él como flotando en un mar inmóvil. Todo lo miraban, todo lo disfrutaban. Luego, impetuosamente, como animales que han escapado de sus madrigueras, corrían y corrían en círculos, gritando. Corrieron toda una hora.

Y de pronto…

En plena carrera, una niña gimió.

Todos se quedaron quietos.

De pie, en la selva, la niña extendió una mano.

—Oh, miren, miren —dijo.

Todos se acercaron lentamente y miraron la mano abierta.

En el centro de la palma, como una ventosa, una gota de lluvia.

La niña se echó a llorar, mirando la gota.

Todos alzaron rápidamente los ojos al cielo.

—Oh, oh.

Unas gotas frías les cayeron en las narices, las bocas, las mejillas. El sol se apagó tras una ráfaga de niebla. Alrededor de los niños sopló un viento frío. Todos se volvieron y echaron a caminar hacia la casa subterránea, con los brazos caídos, las sonrisas muertas.

El estampido de un trueno los estremeció, y como hojas arrastradas por un viento que se levanta echaron a correr tropezando y tambaleándose. Un rayo estalló a diez kilómetros de distancia, a cinco kilómetros, a dos, a uno. Las tinieblas de la medianoche cubrieron el cielo.

Se quedaron un momento en la puerta del subterráneo hasta que la lluvia arreció. Luego cerraron la puerta y escucharon el ruido de las toneladas de agua, la catarata que caía en todas partes y para siempre.

—¿Otros siete años?

—Sí, siete años.

De pronto un niño gritó.

—¡Margot!

—¿Qué?

—Está aún en el armario.

—Margot.

Los niños se quedaron como estacas clavadas en el suelo. Se miraron y apartaron los ojos. Miraron de reojo el mundo donde ahora llovía, llovía y llovía, inmutablemente. Tenían unas caras solemnes y pálidas. Cabizbajos, se miraron las manos, los pies.

—Margot.

—Bueno —dijo una niña.

Nadie se movió.

—Vamos —murmuró la niña.

Lentamente, recorrieron el pasadizo bajo el ruido de la lluvia fría, entraron en la sala bajo el estrépito de la tormenta y el trueno, con unas caras azules, terribles, iluminadas por los relámpagos. Se acercaron al armario, lentamente, y esperaron.

Detrás de la puerta sólo había silencio.

Abrieron la puerta, más lentamente aún, y dejaron salir a Margot.


FIN


  • Autor: Ray Bradbury

  • Título: Todo el verano en un día

  • Título Original: All Summer in a Day

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, marzo de 1954

  • Traducción: Matilde Horne y F. Abelenda


 
 
 


El planeta imposible

Philip K. Dick


—Sigue plantada ahí afuera —dijo Norton, nervioso—. Tendrá que hablar con ella, capitán.

—¿Qué quiere?

—Quiere un billete. Es sorda como una tapia. Está inmóvil, con la mirada fija, y no quiere marcharse. Me produce escalofríos.

El capitán Andrews se puso lentamente en pie.

—Muy bien, hablaré con ella. Hágala pasar.

—Gracias. —Norton se asomó al pasillo—. El capitán hablará con usted. Entre.

Hubo un movimiento fuera de la sala de control. Un destello metálico. El capitán Andrews empujó hacia atrás la computadora del escritorio y esperó.

Una anciana pequeña y arrugada caminaba detrás de Norton. A su lado se movía un reluciente e imponente robocriado que la sujetaba por el brazo. El robot y la diminuta mujer entraron en la sala de control.

—Éstos son sus documentos. —Norton depositó un folio sobre la mesa de planos. Su voz delataba temor—. Tiene trescientos cincuenta años de edad. Uno de los mantenidos más viejos. Procede de Riga II.

Andrews examinó el documento. La mujer se hallaba de pie frente al escritorio, en silencio, mirando al frente. Sus ojos eran azul pálido, descoloridos como porcelana antigua.

—Irma Vincent Gordon —murmuró Andrews. Levantó la vista—. ¿Es correcto? La anciana no respondió.

—Es totalmente sorda, señor —dijo el robocriado.

Andrews gruñó y devolvió su atención al folio. Irma Gordon era uno de los primeros colonizadores del sistema de Riga. Origen desconocido. Nacida probablemente en el espacio, en alguna de las viejas naves sub-C. Una extraña sensación se apoderó de él.

¡Los siglos que había visto pasar aquella anciana! Los cambios.

—¿Quiere viajar? —preguntó al robocriado.

—Sí, señor. Ha venido desde su hogar para comprar un billete.

—¿Aguantará un viaje espacial?

—Vino desde Riga hasta aquí, Fomalhaut IX.

—¿Adónde quiere ir?

—A la Tierra, señor —respondió el robocriado.

—¡A la Tierra! —Andrews se quedó boquiabierto y lanzó un juramento—. ¿Qué quiere decir?

—Desea viajar a la Tierra, señor.

—¿Lo ve? —murmuró Norton—. Completamente loca. Andrews se aferró al escritorio y dirigió la palabra a la anciana.

—Señora, no podemos venderle un billete a la Tierra.

—No le puede oír, señor —le recordó el robocriado.

Andrews buscó una hoja de papel y escribió en letras grandes:

NO PUEDO VENDERLE UN BILLETE A LA TIERRA

La sostuvo en alto. Los ojos de la mujer se movieron mientras examinaba las palabras. Frunció los labios.

—¿Por qué no? —dijo por fin.

Su voz era débil y seca, como hierba crujiente. Andrews garrapateó una respuesta.

ESE LUGAR NO EXISTE

Añadió, malhumorado:

MITO — LEYENDA — NUNCA EXISTIÓ

Los ojos descoloridos de la mujer se desviaron de las palabras hacia Andrews. Su rostro no reflejaba la menor emoción. Andrews se puso nervioso. Detrás, Norton sudaba de inquietud.

—Maldición —masculló Norton—. Échela de aquí. Nos traerá mala suerte.

—Hágale comprender que la Tierra no existe —dijo Andrews al robocriado—. Se ha demostrado miles de veces. No existió jamás ese planeta madre. Todos los científicos están de acuerdo en que la vida surgió simultáneamente en todo el…

—Su deseo es viajar a la Tierra —dijo el robot, sin perder la paciencia—. Tiene trescientos cincuenta años de edad y han dejado de administrarle el tratamiento de mantenimiento. Desea visitar la Tierra antes de morir.

—¡Pero si es un mito! —estalló Andrews, incapaz de articular una palabra más.

—¿Cuánto vale? —preguntó la anciana—. ¿Cuánto vale?

—¡No puedo hacerlo! —gritó Andrews—. No existe…

—Tenemos un kilo de positivos —dijo el robot. Andrews se apaciguó de repente.

—Mil positivos.

Palideció de estupefacción y apretó la mandíbula.

—¿Cuánto vale? —repitió la anciana—. ¿Cuánto vale?

—¿Será suficiente? —preguntó el robocriado.

Andrews tragó saliva, en silencio. De pronto, recobró la voz.

—Claro —contestó—. ¿Por qué no?

—¡Capitán! —protestó Norton—. ¿Ha perdido el juicio? ¡Usted sabe muy bien que no existe la Tierra! ¿Cómo demonios podemos…?

—Nos la llevaremos, desde luego. —Andrews se abotonó la chaquetilla lentamente, con las manos temblorosas—. La llevaremos a donde le dé la gana. Dígaselo. Nos complacerá mucho conducirla a la Tierra por mil positivos. ¿De acuerdo?

—Por supuesto —dijo el robot—. Ha ahorrado durante muchas décadas para esto. Le entregará el kilo de positivos en seguida. Lo lleva encima.

—Escuche —dijo Norton—, le pueden caer veinte años por esto. Le quitarán el permiso y el contrato, y le…

—Cierre el pico. —Andrews giró el cuadrante del videotransmisor intersistémico. Los motores vibraron y rugieron bajo sus pies. El traqueteante transporte había salido al espacio—. Quiero la información esencial concerniente a Centauro II —dijo en el micrófono.

—Ni siquiera lo conseguirá por mil positivos. Nadie puede conseguirlo. Han buscado la Tierra durante generaciones. Naves del Directorio rastrearon cada planeta de todo…

El videotransmisor chasqueó.

—Centauro II.

—Información catalogada.

Norton tomó a Andrews por el brazo.

—Por favor, capitán. Ni siquiera por dos kilos de positivos…

—Quiero la siguiente información —dijo Andrews en el videotransmisor—. Todos los datos que se conocen relativos al planeta Tierra, cuna legendaria de la raza humana.

—No se conoce ningún dato —respondió la voz indiferente del monitor de la biblioteca—. El tema está clasificado como metaparticular.

—¿Qué informes sin verificar, pero ampliamente difundidos, han sobrevivido?

—La mayor parte de las leyendas concernientes a la Tierra se perdieron durante el conflicto entre Centauro y Riga de 4-B33a. Lo que ha sobrevivido es fragmentario. La Tierra es descrita de diversas formas: un planeta ancho y anillado con tres lunas, un planeta pequeño y denso con una sola luna, el primer planeta de un sistema de diez planetas que giran alrededor de una enana blanca…

—¿Cuál es la leyenda más generalizada?

—El informe Morrison sobre 5-C2 1r analizaba el conjunto de las descripciones étnicas y subliminales de la legendaria Tierra. El resumen final indicaba que la Tierra se considera, por lo general, el tercer planeta de un sistema de nueve, con una sola luna. Las restantes leyendas sólo coinciden en este punto.

—Entiendo. El tercer planeta de un sistema de nueve. Con una sola luna. Andrews cortó la comunicación y la pantalla se apagó.

—¿Qué opina? —preguntó Norton. Andrews se puso en pie al instante.

—Es probable que esa mujer conozca todas las leyendas referentes a la Tierra. —Indicó con el dedo los camarotes destinados a los pasajeros, en la cubierta inferior—. Quiero obtener todas las descripciones.

—¿Por qué? ¿Qué va a hacer?

Andrews abrió la carta estelar. Recorrió el índice con un dedo y conectó la computadora. Al cabo de un momento, el aparato escupió una tarjeta.

Andrews tomó la tarjeta y la introdujo en el robopiloto.

—El sistema de Emphor —murmuró, pensativo.

—¿Emphor? ¿Nos dirigimos allí?

—Según la carta, existen noventa sistemas cuyo tercer planeta posee una sola luna. De los noventa, Emphor es el más próximo. Ése es nuestro destino.

—No lo entiendo —protestó Norton—. Emphor es un sistema tradicionalmente comercial. Emphor III es un punto de control que ni siquiera alcanza la clase D.

—Emphor III tiene una sola luna, y es el tercero de nueve planetas —sonrió el capitán Andrews—. Es todo cuanto queremos. ¿Alguien posee más conocimientos sobre la Tierra? —Bajó la vista—. ¿Sabe ella algo más sobre la Tierra?

—Entiendo —dijo Norton—. Empiezo a hacerme una idea.

Emphor III giraba en silencio bajo ellos. Un globo de color rojo oscuro, suspendido entre nubes pálidas. Los restos coagulados de antiquísimos mares lamían su recalentada y corroída superficie. Acantilados agrietados y erosionados se erguían hacia el cielo. Las llanuras estaban desnudas de toda vegetación. Grandes pozos horadaban la superficie, innumerables llagas bostezantes.

Norton hizo una mueca de asco.

—Fíjese. ¿Existe algún tipo de vida? El capitán Andrews frunció el ceño.

—No sabía que estuviera tan erosionado. —Se dirigió hacia el robopiloto—. Se supone que hay una pista de aterrizaje ahí abajo. Intentaré localizarla.

—¿Una pista? ¿Quiere decir que ese desierto está habitado?

—Por algunos emphoritas. Una colonia degenerada de comerciantes. —Andrews consultó la carta—. Naves comerciales aterrizan en ocasiones. Apenas se han establecido contactos con esta región desde la guerra entre Centauro y Riga.

Los pasajeros irrumpieron de repente. El reluciente robocriado y la señora Gordon entraron en la sala de control. El anciano rostro de la mujer estaba muy animado.

—¡Capitán! ¿Es eso… la Tierra?

—Sí —asintió Andrews.

El robocriado guió a la señora Gordon hasta la gran pantalla. Los rasgos de la anciana se animaron por destellos de emoción.

—Apenas puedo creer que sea la Tierra. Me parece imposible. Norton dirigió una mirada penetrante al capitán Andrews.

—Es la Tierra —afirmó Andrews, evitando mirar a Norton—. No tardaremos en divisar la luna.

La anciana se volvió sin pronunciar una palabra.

Andrews se puso en comunicación con la pista de aterrizaje y conectó el piloto automático. El transporte se estremeció y empezó a descender, guiado por las señales de Emphor.

—Estamos aterrizando —dijo Andrews a la anciana, apoyando la mano en su hombro.

—No puede oírle, señor —le recordó el robocriado.

—Bueno, pero puede ver —gruñó Andrews.

La erosionada superficie de Emphor III subía hacia ellos a toda velocidad. La nave penetró en el cinturón de nubes y lo atravesó, volando sobre una llanura desnuda que se extendía hasta perderse de vista.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Norton a Andrews—. ¿La guerra?

—La guerra, minas, y vejez. Es posible que los pozos sean cráteres producidos por bombas. Algunas de esas zanjas largas pueden ser las huellas dejadas por excavadoras. Da la impresión que los recursos de este lugar están agotados.

Una retorcida hilera de picos montañosos irregulares pasó bajo ellos. Se acercaron a los restos de un océano. Divisaron un inmenso mar de aguas oscuras, saturado de sal y desperdicios. Sus límites se perdían en orillas formadas por montones de escombros.

—¿Por qué es así? —preguntó la señora Gordon de repente. La duda se reflejó en sus rasgos—. ¿Por qué?

—¿A qué se refiere? —preguntó Andrews.

—No lo entiendo. —La mujer contempló la superficie que se extendía bajo sus pies, vacilante—. No debería ser de esta manera. La Tierra es verde. Verde y llena de vida. Agua azul y… —Su voz se quebró—. ¿Por qué?

Andrews tomó un trozo de papel y escribió:

LAS OPERACIONES COMERCIALES DEVASTARON LA SUPERFICIE

La señora Gordon leyó las palabras y frunció los labios. Un espasmo sacudió su cuerpo enjuto y reseco.

—Devastada… —Su voz expresó un agudo pesar—. ¡No debería ser así! ¡No quiero que sea así!

—Le conviene un descanso —dijo el robocriado, tomándola por el brazo—. La acompañaré a sus aposentos. Hagan el favor de avisarnos en cuanto hayamos aterrizado.

—Claro.

Andrews asintió, indeciso, cuando el robot apartó a la anciana de la pantalla. La mujer se aferró a la barandilla, con el rostro deformado por el temor y el desconcierto.

—¡Algo está mal! —gimió la anciana—. ¿Por qué es así? ¿Por qué…?

El robot la sacó de la sala de control. Al cerrarse, las puertas hidráulicas de seguridad acallaron sus lamentos.

—Dios mío. —Andrews se relajó y encendió un cigarrillo con dedos temblorosos—. Menudo escándalo ha armado.

—Estamos a punto de aterrizar —anunció Norton fríamente.

Un viento frío les azotó cuando se asomaron. El aire olía mal, áspero y acre, como a huevos podridos. La sal y la arena transportadas por el viento les hirieron en la cara.

Se hallaban a pocos kilómetros de la espesa capa marina. Oyeron su tenue y gomoso silbido. Algunas aves pasaron en silencio sobre ellos, batiendo sus enormes alas sin producir ningún ruido.

—Esta mierda de lugar me deprime —murmuró Andrews.

—Sí. Me pregunto qué estará pensando la vieja.

El reluciente robot y la anciana descendieron por la rampa. La mujer andaba con paso vacilante e inestable, aferrada al brazo metálico del robocriado. El viento frío se encarnizó en su frágil cuerpo. Se tambaleó durante un momento…, y después siguió avanzando, hasta poner pie en el accidentado suelo.

Norton sacudió la cabeza.

—Tiene mal aspecto. Este aire, y el viento…

—Lo sé. —Andrews se dirigió hacia la señora Gordon y el robot—. ¿Cómo se encuentra? —preguntó.

—No muy bien, señor —susurró el robot.

—Capitán —musitó la anciana.

—Dígame.

—Debe decirme la verdad. ¿De veras…, de veras estamos en la Tierra? —La anciana clavó la vista en sus labios—. ¿Me lo jura? ¿Me lo jura? —Su voz se convirtió en un chillido de terror.

—¡Es la Tierra! —exclamó Andrews, irritado—. Ya se lo he dicho antes. Claro que es la Tierra.

—No parece la Tierra. —La señora Gordon aguardó ansiosamente la respuesta de Andrews, aterrorizada—. No parece la Tierra, capitán. ¿De veras es la Tierra?

—¡Sí!

La mirada de la mujer se desvió hacia el océano. Un extraño brillo iluminó su rostro fatigado y alumbró una súbita ansiedad en sus ojos.

—¿Aquello es agua? Quiero verla.

—Saque la lancha —ordenó Andrews a Norton—. Acompáñela a donde quiera.

—¿Yo? —Norton retrocedió, airado.

—Es una orden.

—De acuerdo.

Norton volvió a regañadientes a la nave. Andrews encendió un cigarrillo, malhumorado, y esperó. Al cabo de pocos minutos, la lancha salió de la nave y se deslizó sobre la ceniza hacia ellos.

—Enséñele lo que quiera —indicó Andrews al robocriado—. Norton conducirá.

—Gracias, señor —respondió el robot—. Ella se lo agradecerá mucho. Ha deseado durante toda su vida pisar la Tierra. Se acuerda de lo que su abuelo le contaba sobre este planeta. Cree que su abuelo vino de la Tierra, hace mucho tiempo. Es muy vieja. Es el último miembro vivo de su familia.

—Pero la Tierra no es más que… —Andrews se contuvo—. Quiero decir…

—Sí, señor, pero ella es muy vieja, y ha esperado muchos años.

El robot se volvió hacia la anciana y la condujo hacia la lancha. Andrews les observó con semblante sombrío, acariciándose el mentón y frunciendo el ceño.

—Vamos —dijo Norton desde el interior de la lancha.

Abrió la escotilla y el robocriado ayudó a la anciana a entrar. La escotilla se cerró a sus espaldas.

Un momento después, la lancha se deslizó sobre la llanura salada, en dirección al desagradable y ondulado océano.

Norton y el capitán Andrews paseaban sin descanso por la orilla. El cielo estaba oscureciendo. Ráfagas de sal azotaban sus rostros. Las tierras bajas, inundadas por la marea, hedían en la penumbra de la noche. A lo lejos, el contorno de unas colinas se difuminaba en el silencio y la niebla.

—Sigue —dijo Andrews—. ¿Qué pasó después?

—Eso es todo. La mujer salió de la lancha, acompañada del robot. Yo me quedé dentro. Estuvieron mirando el océano. Al cabo de un rato, la vieja envió al robot de vuelta a la lancha.

—¿Por qué?

—No lo sé. Supongo que quería estar a solas un tiempo. Permaneció inmóvil en la orilla, mirando el agua. Se levantó viento. De repente, se acuclilló y se hundió en la ceniza salada.

—¿Y entonces?

—Mientras yo me recobraba de la impresión, el robot corrió a recogerla. Se irguió durante un segundo y avanzó hacia el agua. Salté de la lancha, gritando. El robot se internó en el agua y desapareció. Se hundió en el barro y la mierda. Se desvaneció. —Norton se estremeció—. Con el cuerpo de la mujer.

Andrews tiró el cigarrillo con furia. El cigarrillo rodó sobre la playa, todavía encendido.

—¿Algo más?

—Nada. Todo ocurrió en un segundo. Ella estaba parada, mirando el agua. De súbito, tembló…, como una rama muerta. Y entonces se esfumó. El robocriado saltó de la lancha y se hundió con ella en el agua antes que me diera cuenta de lo que pasaba.

El cielo estaba casi oscuro. Enormes nubes se desplazaban bajo las tenues estrellas. Nubes de insalubres emanaciones nocturnas y partículas de desperdicios. Una bandada de aves enormes surcó el horizonte en silencio.

La luna se recortaba contra las quebradas colinas. Un globo enfermizo y desolado, teñido de un pálido color amarillo, como de pergamino antiguo.

—Volvamos a la nave —dijo Andrews—. No me gusta este lugar.

—No consigo comprender qué ha ocurrido. La vieja… Andrews sacudió la cabeza.

—El viento. Toxinas radiactivas. Lo verifiqué con Centauro II. La guerra devastó todo el sistema. Convirtió el planeta en un pecio venenoso.

—Entonces, no tendremos que…

—No, no nos considerarán responsables. —Caminaron durante un rato en silencio—. No tendremos que dar ninguna explicación. Está muy claro. Cualquiera que venga aquí, en especial una persona de avanzada edad…

—Sólo que nadie desea venir aquí —comentó Norton con amargura—. En especial una persona de avanzada edad.

Andrews no contestó. Andaba con la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos. Norton le seguía en silencio. Sobre sus cabezas, la luna dejó atrás la niebla y penetró en una extensión de cielo despejada, brillando con mayor fuerza.

—Por cierto —dijo Norton, con voz fría y distante—. Éste es el último viaje que hago con usted. Rellené una petición formal mientras estaba en la nave.

—Oh.

—Pensé que debía decírselo. En cuanto a mi parte del kilo de positivos, puede quedársela.

Andrews se ruborizó y aceleró el paso, dejando atrás a Norton. La muerte de la anciana le había trastocado. Encendió otro cigarrillo y lo tiró al cabo de pocos momentos.

Maldita sea… La culpa no era suya. Era una vieja. Trescientos cincuenta años. Sorda y senil. Una hoja marchita, arrastrada por el viento, por el viento venenoso que azotaba sin cesar la superficie devastada del planeta.

La superficie devastada. Cenizas saladas y desperdicios. La línea quebrada de colinas desmoronadas. Y el silencio. El eterno silencio. Sólo el viento y el chapoteo de las turbias aguas estancadas. Y los pájaros oscuros que surcaban el cielo.

Algo brilló a sus pies, en la ceniza salada. Reflejaba la palidez enfermiza de la luna. Andrews se agachó y tanteó en la oscuridad. Sus dedos se cerraron sobre algo duro.

Tomó el pequeño disco y lo examinó.

—Qué raro —dijo.

No volvió a acordarse del disco hasta que estuvieron en el espacio, volando hacia Fomalhaut.

Se apartó del panel de control y rebuscó en sus bolsillos.

El disco estaba desgastado. Era muy fino. Y terriblemente antiguo. Andrews lo frotó y escupió sobre su superficie hasta que estuvo lo bastante limpio para examinarlo. Un grabado borroso…, y nada más. Le dio la vuelta. ¿Una ficha? ¿Una arandela? ¿Una moneda?

En el reverso había unas pocas letras carentes de sentido, en algún idioma antiguo y olvidado. Sostuvo el disco a la luz hasta que descifró las letras:

E PLURIBUS UNUM

Se encogió de hombros, tiró el fragmento de metal antiguo a la unidad eliminadora de residuos y devolvió su atención a la carta estelar, a su hogar…

FIN


  • Autor: Philip K. Dick

  • Título: El planeta imposible

  • Título Original: The Impossible Planet

  • Publicado en: Imagination, octubre de 1953

  • Aparece en: A Handful of Darkness (1955)

  • Traducción: Eduardo García Murillo

 
 
 

El árbol de cerezo y el silbido mágico 

Osamu Dazai


Hay algo de lo que siempre me acuerdo cada vez que llega la época del año en la que las flores de cerezo caen y empiezan a brotar sus hojas. Ocurrió hace treinta y cinco años, cuando mi padre estaba todavía vivo. Toda mi familia, no, espera, mi madre ya había fallecido: había sido siete años atrás, cuando yo tenía trece, así que por entonces estábamos solamente los tres. Mi padre, mi hermana y yo. Cuando yo tenía dieciocho años y mi hermana dieciséis, mi padre fue destinado como vicedirector de un instituto a la prefectura de Shimane[1], así que nos fuimos los tres a vivir a una ciudad a orillas del mar del Japón. Una que tenía un castillo y, por entonces, unos veinte mil habitantes. Como no encontramos ninguna casa en alquiler que nos viniese bien, tuvimos que conformarnos con una caseta de dos habitaciones que había en el recinto de un templo budista de la zona. Se trataba de un templo solitario que se encontraba muy cerca de las montañas que había a las afueras de la ciudad. Estuvimos viviendo allí unos seis años, hasta que destinaron a mi padre a un instituto en Matsue[2].

Me casé cuando ya vivíamos en Matsue, en el otoño en que cumplí veinticuatro años. Lo cierto es que me casé bastante tarde para lo que se estilaba en aquella época. Como mi madre murió cuando éramos pequeñas y mi padre se pasaba todo el día estudiando y no tenía ni idea de cómo hacer las tareas del hogar, era yo quien me encargaba de todo. Por eso, aunque tuve algunas proposiciones de matrimonio, no quise casarme por no irme a vivir con otra familia y tener que abandonar la mía. Si al menos mi hermana hubiese sido fuerte, me lo habría tomado con más tranquilidad, pero, según estaban las cosas, decidí posponer todos mis planes de matrimonio indefinidamente.

Mi hermana y yo no nos parecíamos en nada. Ella era muy guapa e inteligente. Tenía el pelo muy largo y era muy atractiva, pero no gozaba de buena salud, era débil. Dos años después de habernos ido a vivir a aquella ciudad del castillo, en la primavera de mis veinte años, mi hermana falleció. Tenía tan solo dieciocho años. Eso ocurrió hace treinta y cinco. Resultó que mi hermana llevaba un tiempo bastante enferma. Nadie, ni siquiera ella, había reparado en ello. Padecía de tuberculosis en los riñones, una enfermedad cruel. Cuando se la diagnosticaron, ya tenía los dos riñones muy infectados. El médico le dijo a mi padre que no sobreviviría más de cien días. Me contaron que no había nada que se pudiese hacer para salvarla. Pasó un mes, y luego un par de meses más. Tan solo podíamos observar como mi hermana se iba marchitando. Mientras tanto, el día número cien se acercaba inexorablemente. Decidimos ocultarle la información del médico para no preocuparla más de lo necesario. Aunque tenía que guardar cama durante todo el día, estaba bastante bien de ánimo. Solía cantar muy alegremente, gastaba bromas de vez en cuando y me pedía toda clase de caprichos. Me llenaba de tristeza saber que, independientemente de todo lo que hiciésemos, en treinta o cuarenta días moriría sin remedio. Cada noche, al irme a dormir, sentía como si me pinchasen por todo el cuerpo con agujas de coser. No podía soportarlo más. Marzo, abril, mayo… Sí, ocurrió a mediados de mayo. Jamás se me olvidará aquel día mientras viva.

Los campos y las montañas estaban en pleno esplendor y hacía tanto calor que constantemente me entraban ganas de desnudarme y de lanzarme a correr por los campos, acariciada por el viento. Aquel verdor tan intenso me producía como chispas en los ojos. Un día caminaba sola, cabizbaja, con una mano metida en mi obi, abstraída en mis reflexiones. Lo único que acudía a mi mente eran pensamientos funestos y a cada paso que daba me sentía más y más agobiada.

Domm, domm… Un sonido horroroso comenzó a escucharse a lo lejos, débil, pero muy, muy grave, como si alguien estuviera tocando un tambor inmenso desde lo más profundo del infierno. Parecía que proviniese del centro de la tierra o de lo más alto del cielo. No tenía ni idea de qué podría significar aquel sonido tan macabro. Pensé que me estaba volviendo loca. Me quedé totalmente bloqueada, incapaz de moverme. Lancé un grito. Simplemente no podía seguir de pie. Me senté en la hierba y empecé a llorar angustiada.

Más tarde me enteré de que aquel terrible sonido no era sino el eco de la batalla del mar del Japón[3]. Se trataba de los cañonazos de los buques de guerra comandados por el almirante Tōgō, que destruyeron a la Flota Rusa del Báltico. Creo que fue por aquella época. Durante todo el día, en la ciudad costera donde vivíamos se estuvo escuchando de fondo el espeluznante sonido de los cañones que tronaban sin cesar en la distancia. Imagino que el resto de la gente de la ciudad también debió de sentir mucho miedo, igual que yo, pero lo cierto era que durante todo el día no tuve ni idea de lo que estaba ocurriendo. Pensaba tanto en mi hermana que casi perdí la cabeza, estaba convencida de que aquel siniestro sonido provenía de un tambor que tocaba en el infierno y pasé un rato que se me hizo eterno llorando en el campo. Cuando empezó a anochecer, me levanté por fin y volví caminando al templo con aire distraído. Me parecía estar muerta.

—Hermana… —dijo ella llamándome cuando entré en casa.

Desde hacía varios días ya estaba totalmente demacrada y sin fuerzas. Teníamos la ligera impresión de que ella era consciente de que no iba a vivir mucho más. Ya no me pedía caprichos como solía hacer de vez en cuando, así que verla en ese estado me dolía más que nunca.

—Hermana, ¿cuándo ha llegado esta carta?

Me alarmé y noté cómo empalidecía. «¿Cuándo ha llegado?», me preguntó con inocencia. Recobré el ánimo como pude y le contesté:

—Hace un rato, cuando estabas durmiendo. Como dormías con una sonrisa en los labios, te la dejé junto a la almohada con cuidado de no despertarte. No te has dado cuenta, ¿verdad?

—No, no me había dado cuenta —me contestó con una blanca sonrisa que iluminaba la penumbra de la habitación al anochecer—. Acabo de leerla. Qué curioso, es de alguien que no conozco…

¿Cómo que no lo conocía? Yo sabía quién era el remitente, un hombre llamado M. T. Bueno, en realidad nunca lo había visto, pero sabía quién era. Cinco o seis días antes, cuando estaba ordenando la cómoda de mi hermana, encontré un montón de cartas atadas con un lazo verde escondidas en el fondo de un cajón. Sabía que no era lo correcto, pero desaté el lazo y las leí. Eran unas treinta cartas, todas ellas de un tal M. T. En los sobres no aparecía su nombre, pero sí en la carta. Los remitentes eran siempre nombres femeninos, de amigas de mi hermana que nosotros conocíamos, por lo que mi padre y yo jamás sospechamos que se estuviese escribiendo con un chico.

M.T. debía de ser una persona extremadamente cuidadosa. Habría preguntado a mi hermana los nombres de todas sus amigas y por eso, cada vez que le escribía, utilizaba un nombre distinto. Me sorprendí de lo astutos que pueden llegar a ser los jóvenes cuando están enamorados. ¿Y si mi padre se hubiese enterado? Con lo estricto que era me dio tanto miedo pensar en que pudiera haberlo descubierto que me entró un escalofrío. Pero, leyéndolas en orden cronológico, empecé a sentirme mucho mejor. Incluso había partes tan graciosas que de vez en cuando se me escapaba una sonrisa. Y así, aunque fuera a través de otra persona, pude sentir las emociones de aquel mundo que hasta entonces a mí me había estado vedado.

Yo acababa de cumplir veinte años y, como todas las mujeres, me veía aquejada por problemas que sabía que no le podía contar a nadie. Sin embargo, leyendo aquellas cartas, sentí como si todos se hubieran esfumado en mi interior. Recuerdo que leí las treinta y tantas cartas, una detrás de otra, muy rápido pero muy concentrada. Cuando por fin llegué a la última, fechada el otoño del año anterior, recuerdo que me levanté como impulsada por un resorte. Experimenté algo similar a lo que se debe de sentir cuando te alcanza un rayo. Me quedé petrificada, tanto que casi me caí de espaldas. En aquella última carta descubrí con horror que la relación de mi hermana con ese chico no había sido solo sentimental, sino que estaba mucho más avanzada, de manera sucia. En un rapto de ira quemé todas las cartas. Al parecer, todo indicaba que M. T. era una especie de poeta pobre que vivía en la ciudad. Nada más enterarse de que mi hermana había caído enferma, fue tan cobarde que la abandonó. «Vamos a olvidarnos de lo nuestro», le decía sin ningún tipo de escrúpulos en la última carta, sin dar muestra siquiera de una pizca de arrepentimiento por sus palabras. Tras aquello no le volvió a escribir. «Soy la única que lo sabe, nadie debe de enterarse. Tengo que callármelo de por vida para que mi hermana pueda morir siendo una virgen pura a ojos de los demás». Decidí guardarme aquel dolor en el pecho, no compartirlo con nadie más. Aun así, no fue fácil. Desde que leí aquellas cartas, no podía evitar sentir más pena todavía por la situación de mi pobre hermana. Me venían a la mente imágenes extrañas que me partían el corazón y que me llenaban de amargura. Fue algo muy triste, y también extremadamente desagradable. Un tipo de dolor que no se puede entender si una no es una mujer tan joven como nosotras éramos entonces. Por un momento, me sentí como si estuviese en el infierno, como si fuera yo, y no mi hermana, la que estuviera sufriendo todas aquellas afrentas.

Reconozco que durante aquellos días creí que acabaría volviéndome loca.

—Mira, léela —me dijo—. Y cuéntame qué dice. —Lo cierto es que en aquel momento llegué a odiar su indecencia.

—¿De verdad? ¿No te importa que la lea? —le pregunté en voz baja.

Cogí la carta con las manos temblorosas. Me temblaban tanto que por poco pierdo la compostura. Sin haberla abierto, ya sabía lo que contenía la carta. Pero tenía que leerla disimulando, como si no supiese nada. La leí en voz alta, casi sin mirarla. Se podía leer lo siguiente:

«Hoy te escribo para pedirte perdón. La razón por la que no te he vuelto a escribir hasta hoy ha sido básicamente por mi falta de confianza en mí mismo. Soy pobre, y me temo que algo inútil también, y por más vueltas que le doy he descubierto que no tengo ninguna forma de poder ayudarte en tu situación. Últimamente me he sentido muy decepcionado conmigo mismo. Sobre todo porque no he podido hacer nada más que demostrarte mi amor con palabras. Palabras que siempre han sido totalmente sinceras. No ha habido un solo día en el que no haya pensado en ti, incluso por las noches te veo en sueños. Aun así, no he sido capaz de encontrar la manera de darte ningún tipo de apoyo. Fue por eso que decidí pedirte que lo dejáramos, por todo el dolor que sentía. Conforme tu salud empeoraba, mi amor por ti se hacía más profundo y me resultaba más difícil acercarme a ti. Espero que entiendas lo que hice. No pienses que todo esto no son más que excusas. De ninguna manera lo son. En un principio, pensé que era la manera correcta de acarrear con la responsabilidad que todo esto conlleva. Pero estaba equivocado. Fue un error. Un error tremendo. Te pido perdón de todo corazón. Quise que me vieses como alguien perfecto, y eso no hacía más que frustrarme. Me siento impotente y triste ante la idea de no poder hacer nada más por ti, por lo que, al menos, intento regalarte estas palabras llenas de sinceridad. Esa sería la manera correcta de llevar una vida modesta y hermosa. Es la conclusión a la que he llegado después de todo lo que ha pasado. Lo menos que se puede hacer es dar lo mejor de uno mismo, independientemente de lo difícil que se presente la situación. Aunque sean gestos pequeños que a primera vista puedan parecer intrascendentes. Por eso, pienso que sería importante que te diese al menos una flor de diente de león. Eso sería lo que haría un hombre de verdad, no un sinvergüenza como yo. No pienso huir más de ti. Te amo. De hoy en adelante, te escribiré una poesía a diario. Además, iré a tu casa cada día y te silbaré una canción distinta desde fuera del muro para que puedas escucharla. Espérame mañana a las seis de la tarde. Empezaré silbando la melodía de Gunkan māchi[4]. Se me da bien silbar, ya verás. Es lo menos que puedo hacer por ti en estos momentos. Pero no te rías. Bueno, sí. Ríete. Quiero que te alegres y que estés feliz. Seguro que Dios nos está cuidando a los dos desde algún lugar. Estoy seguro. Tú y yo somos sus favoritos. Espero que algún día podamos casarnos y celebrar una bonita ceremonia.

Esperando estuvea que floreciesenlas flores de melocotón.

Este año por fin lo hicieron.Me dijeron que blancas serían,pero rojas resultaron ser.

Quiero que sepas que estoy estudiando mucho. Todo saldrá bien. Hasta mañana.

M.T.»


—Hermana. Lo sé todo —murmuró ella—. Me la escribiste tú, ¿verdad? Gracias. Eres muy buena.

Quise romper la carta en mil pedazos y arrancarme el cabello de la vergüenza que me entró al escucharla. ¿Existe forma en el mundo de expresar cómo me sentía en aquel momento? Temblaba tanto que no podía estar de pie ni tampoco sentada. Sí, fui yo quien escribió aquella maldita carta. No era capaz de seguir viendo sufrir a mi hermana. Tenía pensado escribirle todos los días, imitando la caligrafía de M. T. Me esforzaría al máximo para escribirle una poesía a diario e incluso saldría a silbarle cada tarde a las seis desde el muro de la casa. Así hasta el día que muriese.

¡Qué vergüenza! Llegué incluso a escribirle aquella ridícula poesía. Estaba tan desesperada que no supe qué responderle.

—No te preocupes, hermana. No pasa nada —me dijo sonriendo ella, con absoluta serenidad—. Has visto las cartas que estaban atadas con el lazo verde, ¿verdad? Son todas de mentira. Como me sentía tan sola, empecé a escribirme a mí misma. Empecé hace dos otoños. No te rías de mí, por favor. La adolescencia es una etapa muy complicada. Fue algo de lo que me di cuenta al caer enferma. ¡Qué tonta había sido escribiéndome a mí misma! ¡Qué ridícula! ¡Qué miserable! Me lamentaba por no haber conocido a ningún hombre de verdad. Quería que alguien me abrazase con fuerza. ¿Sabes qué? Jamás he tenido novio. Ni siquiera he sido capaz de hablar nunca con ningún hombre desconocido. Tú tampoco, ¿verdad? Hemos estado las dos tan equivocadas todo este tiempo… Hemos sido demasiado buenas. ¡Ah, no quiero morirme! ¡Mis manos, mis dedos, mi cabello! ¡Qué será de ellos! ¡No! ¡No quiero morirme!

Sus palabras me llenaron el corazón de una mezcla de tristeza, dicha y vergüenza. No sabía qué hacer. Apreté mi mejilla contra la suya, que estaba hundida, y la abracé tiernamente mientras las lágrimas me anegaban los ojos. Justo entonces, se escuchó. Fue un sonido muy leve, pero fácil de reconocer. Se trataba de la melodía de Gunkan māchi. Mi hermana también se dio cuenta y aguzó el oído. Me fijé y resultó que eran las seis de la tarde. Nos dio tanto miedo que nos abrazamos, inmóviles, escuchando las dos aquel silbido enigmático que se oía tras el árbol de cerezo de hojas verdes que crecía en nuestro jardín.

En aquel momento supe que Dios existía. Estaba segura de que existía. Mi hermana murió tres días más tarde. El médico se extrañó, ya que había fallecido demasiado pronto, de manera súbita. Pero a mí no me sorprendió. Todo fue voluntad de Dios.

Ahora… Ahora ya han pasado muchísimos años y ya no soy tan inocente como lo era entonces. Es algo de lo que me avergüenzo, pero poco a poco me he ido haciendo más escéptica. Hay veces en las que llego a pensar que fue mi padre el que silbó aquella melodía. Quizá nos escuchó desde la habitación de al lado al llegar del trabajo, sintió lástima, y se propuso realizar la mejor interpretación de su vida. Hay veces en las que pienso que fue así, pero bueno, puede que quizá tampoco fuese eso lo que ocurrió exactamente. Si al menos estuviese vivo, podría preguntárselo, pero hace ya quince años que murió. Nada, dejémoslo. Fue obra de Dios y punto.

Me gustaría quedarme tranquila creyendo en que fue aquello lo que ocurrió, pero cada año que transcurre me voy haciendo más escéptica y voy perdiendo la inocencia de aquellos lejanos días de mi juventud. La verdad es que es algo que no me agrada, pero qué se le va a hacer.

FIN


[1] Situada en la región de Chūgoku, al sur de Japón (N. de los T.).

[2] Capital de Shimane. (N. de los T.)

[3] También conocida como la Batalla de Tsushima, fue un enfrentamiento naval que tuvo lugar en 1905. La Flota Rusa del Báltico fue atacada por la flota de la Armada Imperial Japonesa, comandada por Heihachirō Tōgō (1848-1934), considerado uno de los héroes navales más reconocidos de Japón. El Imperio Japonés ganó la batalla. (N. de los T.)

[4] Marcha oficial de la Marina del Imperio Japonés, creada por el compositor Tōkichi Setoguchi (1868-1941) en 1897. (N. de los T.)



  • Autor: Osamu Dazai

  • Título: El árbol de cerezo y el silbido mágico

  • Título Original: 葉桜と魔笛 (Hazakura to Mateki)

  • Publicado en: Wakakusa, junio de 1939

  • Traducción: Ryoko Shiba – Juan Fandiño

 
 
 
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