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Lecturas

Actualizado: 24 may



El otro cielo

Julio Cortázar


Ces yeux ne t’appartiennent pas… où les as-tu pris?…, IV, 5.

Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aunque una estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía. Y por eso, si echarse a caminar una y otra vez por la ciudad parece un escándalo cuando se tiene una familia y un trabajo, hay ratos en que vuelvo a decirme que ya sería tiempo de retornar a mi barrio preferido, olvidarme de mis ocupaciones (soy corredor de bolsa) y con un poco de suerte encontrar a Josiane y quedarme con ella hasta la mañana siguiente.

Quién sabe cuánto hace que me repito todo esto, y es penoso porque hubo una época en que las cosas me sucedían cuando menos pensaba en ellas, empujando apenas con el hombro cualquier rincón del aire. En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el Pasaje Güemes, territorio ambiguo donde ya hace tanto tiempo fui a quitarme la infancia como un traje usado. Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas. Las Josiane de aquellos días debían mirarme con un gesto entre maternal y divertido, yo con unos miserables centavos en el bolsillo pero andando como un hombre, el chambergo requintado y las manos en los bolsillos, fumando un Commander precisamente porque mi padrastro me había profetizado que acabaría ciego por culpa del tabaco rubio. Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una expectativa y una ansiedad, el kiosco donde se podían comprar revistas con mujeres desnudas y anuncios de falsas manicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielo de estucos y claraboyas sucias, a esa noche artificial que ignoraba la estupidez del día y del sol ahí afuera. Me asomaba con falsa indiferencia a las puertas del pasaje donde empezaba el último misterio, los vagos ascensores que llevarían a los consultorios de enfermedades venéreas y también a los presuntos paraísos en lo más alto, con mujeres de la vida y amorales, como les llamaban en los diarios, con bebidas preferentemente verdes en copas biseladas, con batas de seda y kimonos violeta, y los departamentos tendrían el mismo perfume que salía de las tiendas que yo creía elegantes y que chisporroteaban sobre la penumbra del pasaje un bazar inalcanzable de frascos y cajas de cristal y cisnes rosa y polvos rachel y cepillos con mangos transparentes.

Todavía hoy me cuesta cruzar el Pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente con el recuerdo de la adolescencia al borde de la caída; la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignominia diurna de la rué Réaumur y de la Bolsa (yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido mío desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mío cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contando mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas en un bar automático o comprar una novela y un surtido de caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres, y que no tendría la menor oportunidad de utilizar con tan poco dinero y tanta infancia en la cara.

Mi novia, Irma, encuentra inexplicable que me guste vagar de noche por el centro o por los barrios del sur, y si supiera de mi predilección por el Pasaje Güemes no dejaría de escandalizarse. Para ella, como para mi madre, no hay mejor actividad social que el sofá de la sala donde ocurre eso que llaman la conversación, el café y el anisado. Irma es la más buena y generosa de las mujeres, jamás se me ocurriría hablarle de lo que verdaderamente cuenta para mí, y en esa forma llegaré alguna vez a ser un buen marido y un padre cuyos hijos serán de paso los tan anhelados nietos de mi madre. Supongo que por cosas así acabé conociendo a Josiane, pero no solamente por eso ya que podría habérmela encontrado en el boulevard Poissoniére o en la rué Notre-Dame-des-Victoires, y en cambio nos miramos por primera vez en lo más hondo de la Galerie Vivienne, bajo las figuras de yeso que el pico de gas llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musas polvorientas), y no tardé en saber que Josiane trabajaba en ese barrio y que no costaba mucho dar con ella si se era familiar de los cafés o amigo de los cocheros. Pudo ser coincidencia, pero haberla conocido allí, mientras llovía en el otro mundo, el del cielo alto y sin guirnaldas de la calle, me pareció un signo que iba más allá del encuentro trivial con cualquiera de las prostitutas del barrio. Después supe que en esos días Josiane no se alejaba de la galería porque era la época en que no se hablaba más que de los crímenes de Laurent y la pobre vivía aterrada. Algo de ese terror se trasformaba en gracia, en gestos casi esquivos, en puro deseo. Recuerdo su manera de mirarme entre codiciosa y desconfiada, sus preguntas que fingían indiferencia, mi casi incrédulo encanto al enterarme de que vivía en los altos de la galería, mi insistencia en subir a su bohardilla en vez de ir al hotel de la rue du Sentier (donde ella tenía amigos y se sentía protegida). Y su confianza más tarde, cómo nos reímos esa noche a la sola idea de que yo pudiera ser Laurent, y qué bonita y dulce era Josiane en su bohardilla de novela barata, con el miedo al estrangulador rondando por París y esa manera de apretarse más y más contra mí mientras pasábamos revista a los asesinatos de Laurent.

Mi madre sabe siempre si no he dormido en casa, y aunque naturalmente no dice nada puesto que sería absurdo que lo dijera, durante uno o dos días me mira entre ofendida y temerosa. Sé muy bien que jamás se le ocurriría contárselo a Irma, pero lo mismo me fastidia la persistencia de un derecho materno que ya nada justifica, y sobre todo que sea yo el que al final se aparezca con una caja de bombones o una planta para el patio, y que el regalo represente de una manera muy precisa y sobrentendida la terminación de la ofensa, el retorno a la vida corriente del hijo que vive todavía en casa de su madre. Desde luego Josiane era feliz cuando le contaba esa clase de episodios, que una vez en el barrio de las galerías pasaban a formar parte de nuestro mundo con la misma llaneza que su protagonista. El sentimiento familiar de Josiane era muy vivo y estaba lleno de respeto por las instituciones y los parentescos; soy poco amigo de confidencias pero como de algo teníamos que hablar y lo que ella me había dejado saber de su vida ya estaba comentado, casi inevitablemente volvíamos a mis problemas de hombre soltero. Otra cosa nos acercó, y también en eso fui afortunado, porque a Josiane le gustaban las galerías cubiertas, quizá por vivir en una de ellas o porque la protegían del frío y la lluvia (la conocí a principios de un invierno, con nevadas prematuras que nuestras galerías y su mundo ignoraban alegremente). Nos habituamos a andar juntos cuando le sobraba el tiempo, cuando alguien —no le gustaba llamarlo por su nombre— estaba lo bastante satisfecho como para dejarla divertirse un rato con sus amigos. De ese alguien hablábamos poco, luego que yo hice las inevitables preguntas y ella me contestó las inevitables mentiras de toda relación mercenaria; se daba por supuesto que era el amo, pero tenía el buen gusto de no hacerse ver. Llegué a pensar que no le desagradaba que yo acompañara algunas noches a Josiane, porque la amenaza de Laurent pesaba más que nunca sobre el barrio después de su nuevo crimen en la rué d’Aboukir, y la pobre no se hubiera atrevido a alejarse de la Galerie Vivienne una vez caída la noche. Era como para sentirse agradecido a Laurent y al amo, el miedo ajeno me servía para recorrer con Josiane los pasajes y los cafés, descubriendo que podía llegar a ser un amigo de verdad de una muchacha a la que no me ataba ninguna relación profunda. De esa confiada amistad nos fuimos dando cuenta poco a poco, a través de silencios, de tonterías. Su habitación, por ejemplo, la bohardilla pequeña y limpia que para mí no había tenido otra realidad que la de formar parte de la galería. En un principio yo había subido por Josiane, y como no podía quedarme porque me faltaba el dinero para pagar una noche entera y alguien estaba esperando la rendición sin mácula de cuentas, casi no veía lo que me rodeaba y mucho más tarde, cuando estaba a punto de dormirme en mi pobre cuarto con su almanaque ilustrado y su mate de plata como únicos lujos, me preguntaba por la bohardilla y no alcanzaba a dibujármela, no veía más que a Josiane y me bastaba para entrar en el sueño como si todavía la guardara entre los brazos. Pero con la amistad vinieron las prerrogativas, quizá la aquiescencia del amo, y Josiane se las arreglaba muchas veces para pasar la noche conmigo, y su pieza empezó a llenarnos los huecos de un diálogo que no siempre era fácil; cada muñeca, cada estampa, cada adorno fueron instalándose en mi memoria y ayudándome a vivir cuando era el tiempo de volver a mi cuarto o de conversar con mi madre o con Irma de la política nacional y de las enfermedades en las familias.

Más tarde hubo otras cosas, y entre ellas la vaga silueta de aquél que Josiane llamaba el sudamericano, pero en un principio todo parecía ordenarse en torno al gran terror del barrio, alimentado por lo que un periodista imaginativo había dado en llamar la saga de Laurent el estrangulador. Si en un momento dado me propongo la imagen de Josiane, es para verla entrar conmigo en el café de la rué des Jeuneurs, instalarse en la banqueta de felpa morada y cambiar saludos con las amigas y los parroquianos, frases sueltas que en seguida son Laurent, porque sólo de Laurent se habla en el barrio de la Bolsa, y yo que he trabajado sin parar todo el día y he soportado entre dos ruedas de cotizaciones los comentarios de colegas y clientes acerca del último crimen de Laurent, me pregunto si esa torpe pesadilla va a acabar algún día, si las cosas volverán a ser como imagino que eran antes de Laurent, o si deberemos sufrir sus macabras diversiones hasta el fin de los tiempos. Y lo más irritante (se lo digo a Josiane después de pedir el grog que tanta falta nos hace con ese frío y esa nieve) es que ni siquiera sabemos su nombre, el barrio lo llama Laurent porque una vidente de la barrera de Clichy ha visto en la bola de cristal cómo el asesino escribía su nombre con un dedo ensangrentado, y los gacetilleros se cuidan de no contrariar los instintos del público. Josiane no es tonta pero nadie la convencería de que el asesino no se llama Laurent, y es inútil luchar contra el ávido terror parpadeando en sus ojos azules que miran ahora distraídamente el paso de un hombre joven, muy alto y un poco encorvado, que acaba de entrar y se apoya en el mostrador sin saludar a nadie.

—Puede ser —dice Josiane, acatando alguna reflexión tranquilizadora que debo haber inventado sin siquiera pensarla—. Pero entretanto yo tengo que subir sola a mi cuarto, y si el viento me apaga la vela entre dos pisos… La sola idea de quedarme a oscuras en la escalera, y que quizá…

—Pocas veces subes sola —le digo riéndome.

—Tú te burlas pero hay malas noches, justamente cuando nieva o llueve y me toca volver a las dos de la madrugada…

Sigue la descripción de Laurent agazapado en un rellano, o todavía peor, esperándola en su propia habitación a la que ha entrado mediante una ganzúa infalible. En la mesa de al lado Kikí se estremece ostentosamente y suelta unos grititos que se multiplican en los espejos. Los hombres nos divertimos enormemente con esos espantos teatrales que nos ayudarán a proteger con más prestigio a nuestras compañeras. Da gusto fumar unas pipas en el café, a esa hora en que la fatiga del trabajo empieza a borrarse con el alcohol y el tabaco, y las mujeres comparan sus sombreros y sus boas o se ríen de nada; da gusto besar en la boca a Josiane que pensativa se ha puesto a mirar al hombre —casi un muchacho— que nos da la espalda y bebe su ajenjo a pequeños sorbos, apoyando un codo en el mostrador. Es curioso, ahora que lo pienso: a la primera imagen que se me ocurre de Josiane y que es siempre Josiane en la banqueta del café, una noche de nevada y Laurent, se agrega inevitablemente aquél que ella llamaba el sudamericano, bebiendo su ajenjo y dándonos la espalda. También yo le llamo el sudamericano porque Josiane me aseguró que lo era, y que lo sabía por la Rousse que se había acostado con él o poco menos, y todo eso había sucedido antes de que Josiane y la Rousse se pelearan por una cuestión de esquinas o de horarios y lo lamentaran ahora con medias palabras porque habían sido muy buenas amigas. Según la Rousse él le había dicho que era sudamericano aunque hablara sin el menor acento; se lo había dicho al ir a acostarse con ella, quizá para conversar de alguna cosa mientras acababa de soltarse las cintas de los zapatos.

—Ahí donde lo ves, casi un chico… ¿Verdad que parece un colegial que ha crecido de golpe? Bueno, tendrías que oír lo que cuenta la Rousse.

Josiane perseveraba en la costumbre de cruzar y separar los dedos cada vez que narraba algo apasionante. Me explicó el capricho del sudamericano, nada tan extraordinario después de todo, la negativa terminante de la Rousse, la partida ensimismada del cliente. Le pregunté si el sudamericano la había abordado alguna vez. Pues no, porque debía saber que la Rousse y ella eran amigas. Las conocía bien, vivía en el barrio, y cuando Josiane dijo eso yo miré con más atención y lo vi pagar su ajenjo echando una moneda en el platillo de peltre mientras dejaba resbalar sobre nosotros —y era como si cesáramos de estar allí por un segundo interminable— una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara, de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia. Después de todo una expresión como esa, aunque el muchacho fuese casi un adolescente y tuviera rasgos muy hermosos, podía llevar como de la mano a la pesadilla recurrente de Laurent. No perdí tiempo en proponérselo a Josiane.

—¿Laurent? ¡Estás loco! Pero si Laurent es. .. Lo malo era que nadie sabía nada de Laurent, aunque Kikí y Albert nos ayudaran a seguir pesando las probabilidades para divertirnos. Toda la teoría se vino abajo cuando el patrón, que milagrosamente escuchaba cualquier diálogo en el café, nos recordó que por lo menos algo se sabía de Laurent: la fuerza que le permitía estrangular a sus víctimas con una sola mano. Y ese muchacho, vamos… Sí, y ya era tarde y convenía volver a casa; yo tan solo porque esa noche Josiane la pasaba con alguien que ya la estaría esperando en la bohardilla, alguien que tenía la llave por derecho propio, y entonces la acompañé hasta el primer rellano para que no se asustara si se le apagaba la vela en mitad del ascenso, y desde una gran fatiga repentina la miré subir, quizá contenta aunque me hubiera dicho lo contrario, y después salí a la calle nevada y glacial y me puse a andar sin rumbo, hasta que en algún momento encontré como siempre el camino que me devolvería a mi barrio, entre gente que leía la sexta edición de los diarios o miraba por las ventanillas del tranvía como si realmente hubiera alguna cosa que ver a esa hora y en esas calles.

No siempre era fácil llegar a la zona de las galerías y coincidir con un momento libre de Josiane; cuántas veces me tocaba andar solo por los pasajes, un poco decepcionado, hasta sentir poco a poco que la noche era también mi amante. A la hora en que se encendían los picos de gas la animación se despertaba en nuestro reino, los cafés eran la bolsa del ocio y del contento, se bebía a largos tragos el fin de la jornada, los titulares de los periódicos, la política, los prusianos, Laurent, las carreras de caballos. Me gustaba saborear una copa aquí y otra más allá, atisbando sin apuro el momento en que descubriría la silueta de Josiane en algún codo de las galerías o en algún mostrador. Si ya estaba acompañada, una señal convenida me dejaba saber cuándo podría encontrarla sola; otras veces se limitaba a sonreír y a mí me quedaba el resto del tiempo para las galerías; eran las horas del explorador y así fui entrando en las zonas más remotas del barrio, en la Galerie Sainte-Foy, por ejemplo, y en los remotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera de ellos me atrajera más que las calles abiertas (y había tantos, hoy era el Passage des Princes, otra vez el Passage Verdeau, así hasta el infinito), de todas maneras el término de una larga ronda que yo mismo no hubiera podido reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivienne, no tanto por Josiane aunque también fuera por ella, sino por sus rejas protectoras, sus alegorías vetustas, sus sombras en el codo del Passage des Petits-Pères, ese mundo diferente donde no había que pensar en Irma y se podía vivir sin horarios fijos, al azar de los encuentros y de la suerte. Con tan pocos asideros no alcanzo a calcular el tiempo que pasó antes de que volviéramos a hablar casualmente del sudamericano; una vez me había parecido verlo salir de un portal de la rué Saint-Marc, envuelto en una de esas hopalandas negras que tanto se habían llevado cinco años atrás junto con sombreros de copa exageradamente alta, y estuve tentado de acercarme y preguntarle por su origen. Me lo impidió el pensar en la fría cólera con que yo habría recibido una interpelación de ese género, pero Josiane encontró luego que había sido una tontería de mi parte, quizá porque el sudamericano le interesaba a su manera, con algo de ofensa gremial y mucho de curiosidad. Se acordó de que unas noches atrás había creído reconocerlo de lejos en la Galerie Vivienne, que sin embargo él no parecía frecuentar.

—No me gusta esa manera que tiene de mirarnos —dijo Josiane—. Antes no me importaba, pero desde aquella vez que hablaste de Laurent…

—Josiane, cuando hice esa broma estábamos con Kikí y Albert. Albert es un soplón de la policía, supongo que lo sabes. ¿Crees que dejaría pasar la oportunidad si la idea le pareciera razonable? La cabeza de Laurent vale mucho dinero, querida.

—No me gustan sus ojos —se obstinó Josiane—. Y además que no te mira, la verdad es que te clava los ojos pero no te mira. Si un día me aborda salgo huyendo, te lo digo por esta cruz.

—Tienes miedo de un chico. ¿O todos los sudamericanos te parecemos unos orangutanes?

Ya se sabe cómo podían acabar esos diálogos. Íbamos a beber un grog al café de la rue des Jeuneurs, recorríamos las galerías, los teatros del boulevard, subíamos a la bohardilla, nos reíamos enormemente. Hubo algunas semanas —por fijar un término, es tan difícil ser justo con la felicidad— en que todo nos hacía reír, hasta las torpezas de Badinguet y el temor de la guerra nos divertían. Es casi ridículo admitir que algo tan desproporcionadamente inferior como Laurent pudiera acabar con nuestro contento, pero así fue. Laurent mató a otra mujer en la rue Beauregard —tan cerca, después de todo— y en el café nos quedamos como en misa y Marthe, que había entrado a la carrera para gritar la noticia, acabó en una explosión de llanto histérico que de algún modo nos ayudó a tragar la bola que teníamos en la garganta. Esa misma noche la policía nos pasó a todos por su peine más fino, de café en café y de hotel en hotel; Josiane buscó al amo y yo la dejé irse, comprendiendo que necesitaba la protección suprema que todo lo allanaba. Pero como en el fondo esas cosas me sumían en una vaga tristeza —las galerías no eran para eso, no debían ser para eso—, me puse a beber con Kikí y después con la Rousse que me buscaba como puente para reconciliarse con Josiane. Se bebía fuerte en nuestro café, y en esa niebla caliente de las voces y los tragos me pareció casi justo que a medianoche el sudamericano fuera a sentarse a una mesa del fondo y pidiera su ajenjo con la expresión de siempre, hermosa y ausente y alunada. Al preludio de confidencia de la Rousse contesté que ya lo sabía, y que después de todo el muchacho no era ciego y sus gustos no merecían tanto rencor; todavía nos reíamos de las falsas bofetadas de la Rousse cuando Kikí condescendió a decir que alguna vez había estado en su habitación. Antes de que la Rousse pudiera clavarle las diez uñas de una pregunta imaginable, quise saber cómo era ese cuarto. «Bah, qué importa el cuarto», decía desdeñosamente la Rousse, pero Kikí ya se metía de lleno en una bohardilla de la rue Notre-Dame-des-Victoires, sacando como un mal prestidigitador de barrio un gato gris, muchos papeles borroneados, un piano que ocupaba demasiado lugar, pero sobre todo papeles y al final otra vez el gato gris que en el fondo parecía ser el mejor recuerdo de Kikí.

Yo la dejaba hablar, mirando todo el tiempo hacia la mesa del fondo y diciéndome que al fin y al cabo hubiera sido tan natural que me acercara al sudamericano y le dijera un par de frases en español. Estuve a punto de hacerlo, y ahora no soy más que uno de los muchos que se preguntan por qué en algún momento no hicieron lo que habían pensado hacer. En cambio me quedé con la Rousse y Kikí, fumando una nueva pipa y pidiendo otra ronda de vino blanco; no me acuerdo bien de lo que sentí al renunciar a mi impulso, pero era algo como una veda, el sentimiento de que si la trasgredía iba a entrar en un territorio inseguro. Y sin embargo creo que hice mal, que estuve al borde de un acto que hubiera podido salvarme. Salvarme de qué, me pregunto. Pero precisamente de eso: salvarme de que hoy no pueda hacer otra cosa que preguntármelo, y que no haya otra respuesta que el humo del tabaco y esa vaga esperanza inútil que me sigue por las calles como un perro sarnoso.

 Où sont-ils passes, les becs de gaz?Que sont-elles devenues, les vendeuses d’amour?…, VI, I.

Poco a poco tuve que convencerme de que habíamos entrado en malos tiempos y que mientras Laurent y las amenazas prusianas nos preocuparan de ese modo, la vida no volvería a ser lo que había sido en las galerías. Mi madre debió notarme desmejorado porque me aconsejó que tomara algún tónico, y los padres de Irma, que tenían un chalet en una isla del Paraná, me invitaron a pasar una temporada de descanso y de vida higiénica. Pedí quince días de vacaciones y me fui sin ganas a la isla, enemistado de antemano con el sol y los mosquitos. El primer sábado pretexté cualquier cosa y volví a la ciudad, anduve como a los tumbos por calles donde los tacos se hundían en el asfalto blando. De esa vagancia estúpida me queda un brusco recuerdo delicioso: al entrar una vez más en el Pasaje Güemes me envolvió de golpe el aroma del café, su violencia ya casi olvidada en las galerías donde el café era flojo y recocido. Bebí dos tazas, sin azúcar, saboreando y oliendo a la vez, quemándome y feliz. Todo lo que siguió hasta el fin de la tarde olió distinto, el aire húmedo del centro estaba lleno de pozos de fragancia (volví a pie hasta mi casa, creo que le había prometido a mi madre cenar con ella), y en cada pozo del aire los olores eran más crudos, más intensos, jabón amarillo, café, tabaco negro, tinta de imprenta, yerba mate, todo olía encarnizadamente, y también el sol y el cielo eran más duros y acuciados. Por unas horas olvidé casi rencorosamente el barrio de las galerías, pero cuando volví a cruzar el Pasaje Güemes (¿era realmente en la época de la isla? Acaso mezclo dos momentos de una misma temporada, y en realidad poco importa) fue en vano que invocara la alegre bofetada del café, su olor me pareció el de siempre y en cambio reconocí esa mezcla dulzona y repugnante del aserrín y la cerveza rancia que parece rezumar del piso de los bares del centro, pero quizá fuera porque de nuevo estaba deseando encontrar a Josiane y hasta confiaba en que el gran terror y las nevadas hubiesen llegado a su fin. Creo que en esos días empecé a sospechar que ya el deseo no bastaba como antes para que las cosas girasen acompasadamente y me propusieran alguna de las calles que llevaban a la Galerie Vivienne, pero también es posible que terminara por someterme mansamente al chalet de la isla para no entristecer a Irma, para que no sospechara que mi único reposo verdadero estaba en otra parte; hasta que no pude más y volví a la ciudad y caminé hasta agotarme, con la camisa pegada al cuerpo, sentándome en los bares para beber cerveza, esperando ya no sabía qué. Y cuando al salir del último bar vi que no tenía más que dar la vuelta a la esquina para internarme en mi barrio, la alegría se mezcló con la fatiga y una oscura conciencia de fracaso, porque bastaba mirar la cara de la gente para comprender que el gran terror estaba lejos de haber cesado, bastaba asomarse a los ojos de Josiane en su esquina de la rué d’Uzès y oírle decir quejumbrosa que el amo en persona había decidido protegerla de un posible ataque; recuerdo que entre dos besos alcancé a entrever su silueta en el hueco de un portal, defendiéndose de la cellisca envuelto en una larga capa gris.

Josiane no era de las que reprochan las ausencias, y me pregunto si en el fondo se daba cuenta del paso del tiempo. Volvimos del brazo a la Galerie Vivienne, subimos a la bohardilla, pero después comprendimos que no estábamos contentos como antes y lo atribuimos vagamente a todo lo que afligía al barrio; habría guerra, era fatal, los hombres tendrían que incorporarse a las filas (ella empleaba solemnemente esas palabras con un ignorante, delicioso respeto), la gente tenía miedo y rabia, la policía no había sido capaz de descubrir a Laurent. Se consolaban guillotinando a otros, como esa misma madrugada en que ejecutarían al envenenador del que tanto habíamos hablado en el café de la rue des Jeuneurs en los días del proceso; pero el terror seguía suelto en las galerías y en los pasajes, nada había cambiado desde mi último encuentro con Josiane, y ni siquiera había dejado de nevar.

Para consolarnos nos fuimos de paseo, desafiando el frío porque Josiane tenía un abrigo que debía ser admirado en una serie de esquinas y portales donde sus amigas esperaban a los clientes soplándose los dedos o hundiendo las manos en los manguitos de piel. Pocas veces habíamos andado tanto por los boulevares, y terminé sospechando que éramos sobre todo sensibles a la protección de los escaparates iluminados; entrar en cualquiera de las calles vecinas (porque también Liliane tenía que ver el abrigo, y más allá Francine) nos iba hundiendo poco a poco en el espanto, hasta que el abrigo quedó suficientemente exhibido y yo propuse nuestro café y corrimos por la rue du Croissant hasta dar la vuelta a la manzana y refugiarnos en el calor y los amigos. Por suerte para todos la idea de la guerra se iba adelgazando a esa hora en las memorias, a nadie se le ocurría repetir los estribillos obscenos contra los prusianos, se estaba tan bien con las copas llenas y el calor de la estufa, los clientes de paso se habían marchado y quedábamos solamente los amigos del patrón, el grupo de siempre y la buena noticia de que la Rousse había pedido perdón a Josiane y se habían reconciliado con besos y lágrimas y hasta regalos. Todo tenía algo de guirnalda (pero las guirnaldas pueden ser fúnebres, lo comprendí después) y por eso, como afuera estaban la nieve y Laurent, nos quedábamos lo más posible en el café y nos enterábamos a medianoche de que el patrón cumplía cincuenta años de trabajo detrás del mismo mostrador, y eso había que festejarlo, una flor se trenzaba con la siguiente, las botellas llenaban las mesas porque ahora las ofrecía el patrón y no se podía desairar tanta amistad y tanta dedicación al trabajo, y hacia las tres y media de la mañana Kikí completamente borracha terminaba de cantarnos los mejores aires de la opereta de moda mientras Josiane y la Rousse lloraban abrazadas de felicidad y ajenjo, y Albert, casi sin darle importancia, trenzaba otra flor en la guirnalda y proponía terminar la noche en la Roquette donde guillotinaban al envenenador exactamente a las seis, y el patrón descubría emocionado que ese final de fiesta era como la apoteosis de cincuenta años de trabajo honrado y se obligaba, abrazándonos a todos y hablándonos de su esposa muerta en el Languedoc, a alquilar dos fiacres para la expedición.

A eso siguió más vino, la evocación de diversas madres y episodios sobresalientes de la infancia, y una sopa de cebolla que Josiane y la Rousse llevaron a lo sublime en la cocina del café mientras Albert, el patrón y yo nos prometíamos amistad eterna y muerte a los prusianos. La sopa y los quesos debieron ahogar tanta vehemencia, porque estábamos casi callados y hasta incómodos cuando llegó la hora de cerrar el café con un ruido interminable de barras y cadenas, y subir a los fiacres donde todo el frío del mundo parecía estar esperándonos. Más nos hubiera valido viajar juntos para abrigarnos, pero el patrón tenía principios humanitarios en materia de caballos y montó en el primer fiacre con la Rousse y Albert mientras me confiaba a Kikí y a Josiane quienes, dijo, eran como sus hijas. Después de festejar adecuadamente la frase con los cocheros, el ánimo nos volvió al cuerpo mientras subíamos hacia Popincourt entre simulacros de carreras, voces de aliento y lluvias de falsos latigazos. El patrón insistió en que bajáramos a cierta distancia, aduciendo razones de discreción que no entendí, y tomados del brazo para no resbalar demasiado en la nieve congelada remontamos la rue de la Roquette vagamente iluminada por reverberos aislados, entre sombras movientes que de pronto se resolvían en sombreros de copa, fiacres al trote y grupos de embozados que acababan amontonándose frente a un ensanchamiento de la calle, bajo la otra sombra más alta y más negra de la cárcel. Un mundo clandestino se codeaba, se pasaba botellas de mano en mano, repetía una broma que corría entre carcajadas y chillidos sofocados, y también había bruscos silencios y rostros iluminados un instante por un yesquero, mientras seguíamos avanzando dificultosamente y cuidábamos de no separarnos como si cada uno supiera que sólo la voluntad del grupo podía perdonar su presencia en ese sitio. La máquina estaba ahí sobre sus cinco bases de piedra, y todo el aparato de la justicia aguardaba inmóvil en el breve espacio entre ella y el cuadro de soldados con los fusiles apoyados en tierra y las bayonetas caladas. Josiane me hundía las uñas en el brazo y temblaba de tal manera que hablé de llevármela a un café, pero no había cafés a la vista y ella se empecinaba en quedarse. Colgada de mí y de Albert, saltaba de tanto en tanto para ver mejor la máquina, volvía a clavarme las uñas, y al final me obligó a agachar la cabeza hasta que sus labios encontraron mi boca, y me mordió histéricamente murmurando palabras que pocas veces le había oído y que colmaron mi orgullo como si por un momento hubiera sido el amo. Pero de todos nosotros el único aficionado apreciativo era Albert; fumando un cigarro mataba los minutos comparando ceremonias, imaginando el comportamiento final del condenado, las etapas que en ese mismo momento se cumplían en el interior de la prisión y que conocía en detalle por razones que se callaba. Al principio lo escuché con avidez para enterarme de cada nimia articulación de la liturgia, hasta que lentamente, como desde más allá de él y de Josiane y de la celebración del aniversario, me fue invadiendo algo que era como un abandono, el sentimiento indefinible de que eso no hubiera debido ocurrir en esa forma, que algo estaba amenazando en mí el mundo de las galerías y los pasajes, o todavía peor, que mi felicidad en ese mundo había sido un preludio engañoso, una trampa de flores como si una de las figuras de yeso me hubiera alcanzado una guirnalda mentida (y esa noche yo había pensado que las cosas se tejían como las flores en una guirnalda), para caer poco a poco en Laurent, para derivar de la embriaguez inocente de la Galerie Vivienne y de la bohardilla de Josiane, lentamente ir pasando al gran terror, a la nieve, a la guerra inevitable, a la apoteosis de los cincuenta años del patrón, a los fiacres ateridos del alba, al brazo rígido de Josiane que se prometía no mirar y buscaba ya en mi pecho dónde esconder la cara en el momento final. Me pareció (y en ese instante las rejas empezaban a abrirse y se oía la voz de mando del oficial de la guardia) que de alguna manera eso era un término, no sabía bien de qué porque al fin y al cabo yo seguiría viviendo, trabajando en la Bolsa y viendo de cuando en cuando a Josiane, a Albert y a Kikí que ahora se había puesto a golpearme histéricamente el hombro, y aunque no quería desviar los ojos de las rejas que terminaban de abrirse, tuve que prestarle atención por un instante y siguiendo su mirada entre sorprendida y burlona alcancé a distinguir casi al lado del patrón la silueta un poco agobiada del sudamericano envuelto en la hopalanda negra, y curiosamente pensé que también eso entraba de alguna manera en la guirnalda, y que era un poco como si una mano acabara de trenzar en ella la flor que la cerraría antes del amanecer. Y ya no pensé más porque Josiane se apretó contra mí gimiendo, y en la sombra que los dos reverberos de la puerta agitaban sin ahuyentarla, la mancha blanca de una camisa surgió como flotando entre dos siluetas negras, apareciendo y desapareciendo cada vez que una tercera sombra voluminosa se inclinaba sobre ella con los gestos del que abraza o amonesta o dice algo al oído o da a besar alguna cosa, hasta que se hizo a un lado y la mancha blanca se definió más de cerca, encuadrada por un grupo de gentes con sombreros de copa y abrigos negros, y hubo como una prestidigitación acelerada, un rapto de la mancha blanca por las dos figuras que hasta ese momento habían parecido formar parte de la máquina, un gesto de arrancar de los hombros un abrigo ya innecesario, un movimiento presuroso hacia adelante, un clamor ahogado que podía ser de cualquiera, de Josiane convulsa contra mí, de la mancha blanca que parecía deslizarse bajo el armazón donde algo se desencadenaba con un chasquido y una conmoción casi simultáneos. Creí que Josiane iba a desmayarse, todo el peso de su cuerpo resbalaba a lo largo del mío como debía estar resbalando el otro cuerpo hacia la nada, y me incliné para sostenerla mientras un enorme nudo de gargantas se desataba en un final de misa con el órgano resonando en lo alto (pero era un caballo que relinchaba al oler la sangre) y el reflujo nos empujó entre gritos y órdenes militares. Por encima del sombrero de Josiane que se había puesto a llorar compasivamente contra mi estómago, alcancé a reconocer al patrón emocionado, a Albert en la gloria, y el perfil del sudamericano perdido en la contemplación imperfecta de la máquina que las espaldas de los soldados y el afanarse de los artesanos de la justicia le iban librando por manchas aisladas, por relámpagos de sombra entre gabanes y brazos y un afán general por moverse y partir en busca de vino caliente y de sueño, como nosotros amontonándonos más tarde en un fiacre para volver al barrio, comentando lo que cada uno había creído ver y que no era lo mismo, no era nunca lo mismo y por eso valía más porque entre la rue de la Roquette y el barrio de la Bolsa había tiempo para reconstruir la ceremonia, discutirla, sorprenderse en contradicciones, jactarse de una vista más aguda o de unos nervios más templados para admiración de última hora de nuestras tímidas compañeras.

Nada podía tener de extraño que en esa época mi madre me notara más desmejorado y se lamentara sin disimulo de una indiferencia inexplicable que hacía sufrir a mi pobre novia y terminaría por enajenarme la protección de los amigos de mi difunto padre gracias a los cuales me estaba abriendo paso en los medios bursátiles. A frases así no se podía contestar más que con el silencio, y aparecer algunos días después con una nueva planta de adorno o un vale para madejas de lana a precio rebajado. Irma era más comprensiva, debía confiar simplemente en que el matrimonio me devolvería alguna vez a la normalidad burocrática, y en esos últimos tiempos yo estaba al borde de darle la razón pero me era imposible renunciar a la esperanza de que el gran terror llegara a su fin en el barrio de las galerías y que volver a mi casa no se pareciera ya a una escapatoria, a un ansia de protección que desaparecía tan pronto como mi madre empezaba a mirarme entre suspiros o Irma me tendía la taza de café con la sonrisa de las novias arañas. Estábamos por ese entonces en plena dictadura militar, una más en la interminable serie, pero la gente se apasionaba sobre todo por el desenlace inminente de la guerra mundial y casi todos los días se improvisaban manifestaciones en el centro para celebrar el avance aliado y la liberación de las capitales europeas, mientras la policía cargaba contra los estudiantes y las mujeres, los comercios bajaban presurosamente las cortinas metálicas y yo, incorporado por la fuerza de las cosas a algún grupo detenido frente a las pizarras de La Prensa, me preguntaba si sería capaz de seguir resistiendo mucho tiempo a la sonrisa consecuente de la pobre Irma y a la humedad que me empapaba la camisa entre rueda y rueda de cotizaciones. Empecé a sentir que el barrio de las galerías ya no era como antes el término de un deseo, cuando bastaba echar a andar por cualquier calle para que en alguna esquina todo girara blandamente y me allegara sin esfuerzo a la Place des Victoires donde era tan grato demorarse vagando por las callejuelas con sus tiendas y zaguanes polvorientos, y a la hora más propicia entrar en la Galerie Vivienne en busca de Josiane, a menos que caprichosamente prefiriera recorrer primero el Passage des Panoramas o el Passage des Princes y volver dando un rodeo un poco perverso por el lado de la Bolsa. Ahora, en cambio, sin siquiera tener el consuelo de reconocer como aquella mañana el aroma vehemente del café en el Pasaje Güemes (olía a aserrín, a lejía), empecé a admitir desde muy lejos que el barrio de las galerías no era ya el puerto de reposo, aunque todavía creyera en la posibilidad de liberarme de mi trabajo y de Irma, de encontrar sin esfuerzo la esquina de Josiane. A cada momento me ganaba el deseo de volver; frente a las pizarras de los diarios, con los amigos, en el patio de casa, sobre todo al anochecer, a la hora en que allá empezarían a encenderse los picos de gas. Pero algo me obligaba a demorarme junto a mi madre y a Irma, una oscura certidumbre de que en el barrio de las galerías ya no me esperarían como antes, de que el gran terror era el más fuerte. Entraba en los bancos y en las casas de comercio con un comportamiento de autómata, tolerando la cotidiana obligación de comprar y vender valores y escuchar los cascos de los caballos de la policía cargando contra el pueblo que festejaba los triunfos aliados, y tan poco creía ya que alcanzaría a liberarme una vez más de todo eso que cuando llegué al barrio de las galerías tuve casi miedo, me sentí extranjero y diferente como jamás me había ocurrido antes, me refugié en una puerta cochera y dejé pasar el tiempo y la gente, forzado por primera vez a aceptar poco a poco todo lo que antes me había parecido mío, las calles y los vehículos, la ropa y los guantes, la nieve en los patios y las voces en las tiendas. Hasta que otra vez fue el deslumbramiento, fue encontrar a Josiane en la Galerie Colbert y enterarme entre besos y brincos de que ya no había Laurent, que el barrio había festejado noche tras noche el fin de la pesadilla, y todo el mundo había preguntado por mí y menos mal que por fin Laurent, pero dónde me había metido que no me enteraba de nada, y tantas cosas y tantos besos. Nunca la había deseado más y nunca nos quisimos mejor bajo el techo de su cuarto que mi mano podía tocar desde la cama. Las caricias, los chismes, el delicioso recuento de los días mientras el anochecer iba ganando la bohardilla. ¿Laurent? Un marsellés de pelo crespo, un miserable cobarde que se había atrincherado en el desván de la casa donde acababa de matar a otra mujer, y había pedido gracia desesperadamente mientras la policía echaba abajo la puerta. Y se llamaba Paul, el monstruo, hasta eso, fíjate, y acababa de matar a su novena víctima, y lo habían arrastrado al coche celular mientras todas las fuerzas del segundo distrito lo protegían sin ganas de una muchedumbre que lo hubiera destrozado. Josiane había tenido ya tiempo de habituarse, de enterrar a Laurent en su memoria que poco guardaba las imágenes, pero para mí era demasiado y no alcanzaba a creerlo del todo hasta que su alegría me persuadió de que verdaderamente ya no habría más Laurent, que otra vez podíamos vagar por los pasajes y las calles sin desconfiar de los portales. Fue necesario que saliéramos a festejar juntos la liberación, y como ya no nevaba Josiane quiso ir a la rotonda del Palais Royal que nunca habíamos frecuentado en los tiempos de Laurent. Me prometí, mientras bajábamos cantando por la rue des Petits Champs, que esa misma noche llevaría a Josiane a los cabarets de los boulevares, y que terminaríamos la velada en nuestro café donde a fuerza de vino blanco me haría perdonar tanta ingratitud y tanta ausencia.

Por unas pocas horas bebí hasta los bordes el tiempo feliz de las galerías, y llegué a convencerme de que el final del gran terror me devolvía sano y salvo a mi cielo de estucos y guirnaldas; bailando con Josiane en la rotonda me quité de encima la última opresión de ese interregno incierto, nací otra vez a mi mejor vida tan lejos de la sala de Irma, del patio de casa, del menguado consuelo del Pasaje Güemes. Ni siquiera cuando más tarde, charlando de tanta cosa alegre con Kikí y Josiane y el patrón, me enteré del final del sudamericano, ni siquiera entonces sospeché que estaba viviendo un aplazamiento, una última gracia; por lo demás ellos hablaban del sudamericano con una indiferencia burlona, como de cualquiera de los extravagantes del barrio que alcanzan a llenar un hueco en una conversación donde pronto nacerán temas más apasionantes, y que el sudamericano acabara de morirse en una pieza de hotel era apenas algo más que una información al pasar, y Kikí discurría ya sobre las fiestas que se preparaban en un molino de la Butte, y me costó interrumpirla, pedirle algún detalle sin saber demasiado por qué se lo pedía. Por Kikí acabé sabiendo algunas cosas mínimas, el nombre del sudamericano que al fin y al cabo era un nombre francés y que olvidé en seguida, su enfermedad repentina en la rue du Faubourg Montmartre donde Kikí tenía un amigo que le había contado; la soledad, el miserable cirio ardiendo sobre la consola atestada de libros y papeles, el gato gris que su amigo había recogido, la cólera del hotelero a quien le hacían eso precisamente cuando esperaba la visita de sus padres políticos, el entierro anónimo, el olvido, las fiestas en el molino de la Butte, el arresto de Paul el marsellés, la insolencia de los prusianos a los que ya era tiempo de darles la lección que se merecían. Y de todo eso yo iba separando, como quien arranca dos flores secas de una guirnalda, las dos muertes que de alguna manera se me antojaban simétricas, la del sudamericano y la de Laurent, el uno en su pieza de hotel, el otro disolviéndose en la nada para ceder su lugar a Paul el marsellés, y eran casi una misma muerte, algo que se borraba para siempre en la memoria del barrio. Todavía esa noche pude creer que todo seguiría como antes del gran terror, y Josiane fue otra vez mía en su bohardilla y al despedirnos nos prometimos fiestas y excursiones cuando llegase el verano. Pero helaba en las calles, y las noticias de la guerra exigían mi presencia en la Bolsa a las nueve de la mañana; con un esfuerzo que entonces creí meritorio me negué a pensar en mi reconquistado cielo, y después de trabajar hasta la náusea almorcé con mi madre y le agradecí que me encontrara más repuesto. Esa semana la pasé en plena lucha bursátil, sin tiempo para nada, corriendo a casa para darme una ducha y cambiar una camisa empapada por otra que al rato estaba peor. La bomba cayó sobre Hiroshima y todo fue confusión entre mis clientes, hubo que librar una larga batalla para salvar los valores más comprometidos y encontrar un rumbo aconsejable en ese mundo donde cada día era una nueva derrota nazi y una enconada, inútil reacción de la dictadura contra lo irreparable. Cuando los alemanes se rindieron y el pueblo se echó a la calle en Buenos Aires, pensé que podría tomarme un descanso, pero cada mañana me esperaban nuevos problemas, en esas semanas me casé con Irma después que mi madre estuvo al borde de un ataque cardíaco y toda la familia me lo atribuyó quizá justamente. Una y otra vez me pregunté por qué, si el gran terror había cesado en el barrio de las galerías, no me llegaba la hora de encontrarme con Josiane para volver a pasear bajo nuestro cielo de yeso. Supongo que el trabajo y las obligaciones familiares contribuían a impedírmelo, y sólo sé que de a ratos perdidos me iba a caminar como consuelo por el Pasaje Güemes, mirando vagamente hacia arriba, tomando café y pensando cada vez con menos convicción en las tardes en que me había bastado vagar un rato sin rumbo fijo para llegar a mi barrio y dar con Josiane en alguna esquina del atardecer. Nunca he querido admitir que la guirnalda estuviera definitivamente cerrada y que no volvería a encontrarme con Josiane en los pasajes o los boulevares. Algunos días me da por pensar en el sudamericano, y en esa rumia desganada llego a inventar como un consuelo, como si él nos hubiera matado a Laurent y a mí con su propia muerte; razonablemente me digo que no, que exagero, que cualquier día volveré a entrar en el barrio de las galerías y encontraré a Josiane sorprendida por mi larga ausencia. Y entre una cosa y otra me quedo en casa tomando mate, escuchando a Irma que espera para diciembre, y me pregunto sin demasiado entusiasmo si cuando lleguen las elecciones votaré por Perón o por Tamborini, si votaré en blanco o sencillamente me quedaré en casa tomando mate y mirando a Irma y a las plantas del patio.


FIN


  • Autor: Julio Cortázar

  • Título: El otro cielo

  • Publicado en: Todos los fuegos el fuego (1966)

 
 
 

Cinco años de vida

Mario Benedetti


Miró con disimulo el reloj y confirmó sus temores. Las doce y cinco. Si no empezaba inmediatamente a despedirse, perdería el último métro. Siempre le sucedía lo mismo. Cuando alguien, empujado por la nostalgia, propia o ajena, o por el alcohol, o por cierta reprimida vocación de vedette, se lanzaba por fin a la confidencia, o alguna de las mujeres presentes se ponía de pronto más bonita o más accesible o más tierna o más interesante que de costumbre, o alguno de los más veteranos contertulios, generalmente algún anarquista de la vieja hornada, empezaba a relatar su versión personal y colorida de la lucha casa por casa en el Madrid de la guerra civil, es decir, cuando la reunión por fin se rescataba a sí misma de las bromas de mal gusto y los chismes de rutina, precisamente en ese instante decisivo él tenía que hacer de aguafiesta y privar a su antebrazo del efectivo estímulo de alguna mano femenina, suave y emprendedora, y ponerse de pie y decir, con incómoda sonrisa: «Bueno, llegó mi hora fatal», y despedirse, besando a las muchachas, y palmeando a los hombres, nada más que para no perder el último métro. Los demás podían quedarse, sencillamente porque vivían cerca o —los menos— tenían auto, pero Raúl no podía permitirse el lujo de un taxi y tampoco le hacía gracia (aunque en dos ocasiones lo había hecho) la perspectiva de irse a pie desde Corentin Celton hasta Bonne Nouvelle, anodina hazaña que equivalía a atravesar medio París.

De modo que, ya decidido, tomó uno por uno los dedos finos de Claudia Freire, que en la última hora habían reposado solidariamente en su rodilla derecha, y los fue besando, en actitud compensadora, antes de dejarlos sobre la pana verde del respaldo. Luego dijo, como siempre: «Bueno, llegó mi hora fatal», aguantó a pie firme los discretos silbidos reprobatorios y el comentario de Agustín: «Guardemos un minuto de silencio en homenaje a Cenicienta, que debe retirarse a su lejano hogar. No vayas a olvidarte el zapatito número cuarenta y dos». Raúl aprovechó las carcajadas de rigor para besar las mejillas calientes de María Inés, Nathalie (única francesa) y Claudia, y las inesperadamente frescas de Raquel, pronunciar un audible «chau a todos», cumplir el rito de agradecer la invitación a los muy bolivianos dueños de casa, y largarse.

Hacía bastante más frío que cuatro horas antes, así que levantó el cuello del impermeable. Casi corrió por la rue Renan, no sólo para quitarse el frío, sino también porque eran las doce y cuarto. En recompensa alcanzó el último tren en dirección Porte de la Chapelle, tuvo el raro disfrute de ser el único pasajero del último vagón, y se encogió en el asiento, dispuesto a ver el vacío desfile de las dieciséis estaciones que le faltaban para la correspondance en Saint-Lazare. Cuando iba por Falguière, se puso a pensar en las dificultades que un escritor como él, no francés (le pareció, para el caso, una categoría más importante que la de uruguayo), estaba condenado a enfrentar si quería escribir sobre este ambiente, esta ciudad, esta gente, este subterráneo. Precisamente, advertía que «el último métro» era un tema que estaba a su disposición. Por ejemplo: que alguien, por una circunstancia imprevista, quedara toda la noche (solo, o mejor, acompañado; o mejor aún, bien acompañado) encerrado en una estación hasta la mañana siguiente. Faltaba hallar el resorte anecdótico, pero era evidente que allí había un tema aprovechable. Para otros, claro; nunca para él. Le faltaban los detalles, la menudencia, el mecanismo de esta rutina. Escribir sin ellos, escribir ignorándolos, era la manera más segura de garantizar su propio ridículo. ¿Cómo sería el procedimiento del cierre? ¿Quedarían las luces encendidas? ¿Habría sereno? ¿Alguien revisaría previamente los andenes para comprobar que no quedaba nadie? Comparó estas dudas con la seguridad que habría tenido si el eventual relato se relacionara, por ejemplo, con el último viaje del ómnibus 173, que en Montevideo iba de Plaza Independencia a Avenida Italia y Peñón. No es que supiera todos los detalles, pero sí sabía cómo decir lo esencial y cómo insertar lo accesorio.

Todavía estaba en esas cavilaciones, cuando llegó a Saint-Lazare y tuvo que correr de nuevo para alcanzar el último tren a Porte de Lilas. Esta vez corrieron con él otras siete personas, pero se repartieron en los cinco vagones. Previsoramente volvió a subir en el último, calculando que así, en Bonne Nouvelle, quedaría más cerca de la salida. Pero ahora no iba solo. Una muchacha se ubicó en el otro extremo, de pie, pese a que todos los asientos estaban libres. Raúl la miró detenidamente, pero ella parecía hipnotizada por un sobrio aviso que recomendaba a los franceses regularizar con la debida anticipación sus documentos si es que proyectaban viajar al exterior en las próximas vacances. Él tenía el hábito de mirar a las mujeres (especialmente si eran tan aceptables como ésta) con cierto espíritu inventariante. Por las dudas. Así que inmediatamente comprobó que la chica tenía frío como él (pese a su abriguito claro, demasiado claro para la estación, y a la bufanda de lana), sueño como él, ganas de llegar como él. Almas gemelas, en fin. Siempre se estaba prometiendo entablar una relación más o menos estable con alguna francesa, como un medio insustituible de incorporarse definitivamente al idioma, pero, llegado el caso, sus amistades tanto femeninas como masculinas, se limitaban al clan latinoamericano. A veces no era una ventaja sino un fastidio, pero la verdad era que se buscaban unos a otros para hablar de Cuernavaca o Antofagasta o Paysandú o Barranquilla, y quejarse de paso de lo difícil que resultaba incorporarse a la vida francesa, como si ellos hicieran en verdad algún esfuerzo para comprender algo más que los editoriales de Le Monde y la nómina de platos en el self service.

Por fin Bonne Nouvelle. La muchacha y él salieron del vagón por distintas puertas. Otros diez pasajeros bajaron del tren, pero se dirigieron a la salida de la rue du Faubourg Poissonière; él y la muchacha, hacia la de rue Mazagran. Los tacos de ella producían un extraño eco; los de él en cambio eran de goma y la seguían siempre a la misma y silenciosa distancia. Toda la carrera se convirtió de pronto en algo risible, cuando, al llegar a la puerta de salida, advirtieron que la reja corrediza estaba cerrada con candado. Raúl escuchó que la muchacha decía «Dios mío», así, en español, y se volvió hacia él con cara de espanto. Del lado exterior llegaban los espléndidos ronquidos de un clochard, ya instalado en su grasiento confort junto a la reja. «No se ponga nerviosa», dijo Raúl, «la otra puerta tiene que estar abierta». Ella, al oír hablar en español, no hizo ningún comentario pero pareció animarse. «Vamos rápido», dijo, y empezó a correr, desandando el camino. Pasaron nuevamente por el andén, que ahora estaba desierto y a media luz. Desde el andén de enfrente un hombre de overall les gritó que se apuraran porque ya iban a cerrar la otra puerta. Mientras seguían corriendo juntos, Raúl recordó sus dudas de un rato antes. Ahora podré hacer el cuento, pensó. Ya tenía los detalles. La muchacha parecía a punto de llorar, pero no se detenía. En un primer momento, él pensó adelantarse para ver si la puerta de Poissonière estaba abierta, pero le pareció que sería poco amable dejarla sola en aquellos corredores desiertos y ya casi sin luz. Así que llegaron juntos. Estaba cerrada. Ella se asió a la reja con las dos manos, y gritó: «Monsieur! Monsieur!». Pero aquí ni siquiera había clochard, cuanto menos monsieur. Desierto total. «No hay remedio», dijo Raúl. En el fondo no le desagradaba la idea de pasar la noche allí con la muchacha. Se limitó a pensar, de puro desconforme, que era una lástima que no fuese francesa. Qué larga y agradable clase práctica podía haber sido.

«¿Y el hombre que estaba en el otro andén?», dijo ella. «Tiene razón. Vamos a buscarlo», dijo él, con escaso entusiasmo, y agregó: «¿Quiere esperar aquí, mientras yo trato de encontrarlo?». Muerta de miedo, ella suplicó: «No, por favor, voy con usted». Otra vez corredores y escaleras. La muchacha ya no corría. Parecía casi resignada. Por supuesto, en el otro andén no había nadie. Igual gritaron, pero ni siquiera contestó el eco. «Hay que resignarse», insistió Raúl, que aparentemente había jugado todas sus cartas a la resignación. «Acomodémonos lo mejor posible. Después de todo, si el clochard puede dormir afuera, nosotros podemos dormir adentro». «¿Dormir?», exclamó ella, como si él le hubiese propuesto algo monstruoso. «Claro». «Duerma usted, si quiere. Yo no podría». «Ah no, si usted va a quedarse despierta, yo también. No faltaba más. Conversaremos».

En un extremo del andén había quedado una lucecita encendida. Hacia allí caminaron. Él se quitó el impermeable y se lo ofreció. «No, de ninguna manera. ¿Y usted?». Él mintió: «Yo no soy friolento». Depositó el impermeable junto a la muchacha, pero ella no hizo ningún ademán para tomarlo. Se sentaron en el largo banco de madera. Él la miró y la vio tan temerosa, y a la vez tan suspicaz, que no pudo menos que sonreír. «¿Le complica mucho la vida este contratiempo?», preguntó, nada más que por decir algo. «Imagínese». Estuvieron unos minutos sin hablar. Él se daba cuenta de que la situación tenía un lado absurdo. Había que irse acostumbrando de a poco. «¿Y si empezáramos por presentarnos?». «Mirta Cisneros», dijo ella, pero no le tendió la mano. «Raúl Morales», dijo él, y agregó: «Uruguayo. ¿Usted es argentina?». «Sí, de Mendoza». «¿Y qué hace en París? ¿Una beca?». «No. Pinto. Es decir: pintaba. Pero no vine con ninguna beca». «¿Y no pinta más?». «Trabajé mucho para juntar plata y venir. Pero aquí tengo que trabajar tanto para vivir, que se acabó la pintura. Fracaso total, porque además no tengo dinero para el pasaje de vuelta. Sin contar con que el regreso sería una horrible confesión de derrota». Él no hizo comentarios. Simplemente dijo: «Yo escribo», y antes de que ella formulara alguna pregunta: «Cuentos». «Ah. ¿Y tiene libros publicados?». «No, sólo en revistas». «¿Y aquí puede escribir?». «Sí, puedo». «¿Beca?». «No, tampoco. Vine hace dos años, porque gané un concurso periodístico. Y me quedé. Hago traducciones, copias a máquina, cualquier cosa. Yo tampoco tengo plata para la vuelta. Yo tampoco quiero confesar el fracaso». Ella tuvo un escalofrío y eso pareció decidirla a colocarse el impermeable de él sobre los hombros.

A las dos, ya habían hablado de los respectivos problemas económicos, de las dificultades de adaptación, de la sinuosa avaricia de los franceses, de los defectos y virtudes de las respectivas y lejanas patrias. A las dos y cuarto, él le propuso que se tutearan. Ella vaciló un momento; luego aceptó. Él dijo: «A falta de ajedrez, y de naipes, y de intenciones aviesas, propongo que me cuentes tu historia y que yo te cuente la mía. ¿Qué te parece?». «La mía es muy aburrida». «La mía también. Las historias entretenidas pasaron hace mucho o las inventaron hace poco». Ella iba a decir algo, pero le vino un estornudo y se le fue la inspiración. «Mirá», dijo él, «para que veas que soy comprensivo y poco exigente, voy a empezar yo. Cuando termine, si no te dormiste, decís vos tu cuento. Y conste que si te dormís, no me ofendo. ¿Trato hecho?». Fue consciente de que su última intervención había sido una buena maniobra de simpatía. «Trato hecho», dijo ella, sonriendo francamente y tendiéndole, ahora sí, la mano.

«Dato primero: nací un quince de diciembre, de noche. Según cuenta mi viejo, en pleno temporal. Sin embargo, ya ves, no salí demasiado tempestuoso. ¿Año? Mil novecientos treinta y cinco. ¿Sitio? No sé si sabés que en la generación anterior, regía una ley casi infalible: todos los montevideanos habían nacido en el Interior. Ahora no, cosa rara, nacen en Montevideo. Yo soy de la calle Solano García. No la conocés, claro. Punta Carretas. Tampoco te dice nada. La costa, digamos. De chico fui una desgracia. No sólo por ser hijo único, sino porque además era enclenque. Siempre enfermo. Tuve tres veces el sarampión, con eso te digo todo. Y escarlatina. Y tos convulsa. Y rubeola. Y paperas. Cuando no estaba enfermo, estaba convaleciente. Incluso cuando los demás decían que estaba sano, yo me la pasaba sonándome la nariz».

Habló un poco más de la etapa infantil (colegio, maestra linda, primas burlonas, tía melosa, indigestión de merengues con olor a nafta, impenetrabilidad del mundo adulto, etc.), pero cuando quiso pasar a la próxima secuencia cronológica, advirtió claramente, y por primera vez, que lo único medianamente interesante de su vida había sucedido en su infancia. Decidió jugar la carta de la sinceridad e hizo precisamente esa confesión.

Mirta lo ayudó: «No querrás creerme, pero la verdad es que no tengo anécdotas para contar. Casi te diría que no tengo recuerdos. Porque no puedo llevar a esa prestigiosa categoría las vulgares palizas (confieso que tampoco eran demasiado crueles) que recibí de mi madrastra, ni la rutina de los estudios, en los que nunca conseguí (ni quise) destacarme; ni las opacas amistades del barrio; ni mi época detrás de un mostrador, en Buenos Aires, como vendedora de lapiceras y bolígrafos en un comercio de la calle Corrientes. Con decirte que esta temporada en París, aun con las escaseces que paso y el sentimiento de frustración y soledad que a veces me invade, debe ser sin embargo mi período más brillante».

Mientras hablaba, miraba hacia el otro andén. Pese a la poca luz, Raúl advirtió que la muchacha tenía los ojos llorosos. Entonces tuvo un gesto espontáneo; tan espontáneo que cuando quiso frenarlo, ya era tarde. Extendió la mano hacia ella, y le acarició la mejilla. Lo inesperado fue que la muchacha no pareció sorprenderse; más aún, Raúl tuvo la casi imperceptible sensación de que ella apoyaba por un instante la mejilla en su palma. Era como si las extrañas circunstancias hubieran instaurado un nuevo patrón de relaciones. Después él retiró la mano y se quedaron un rato inmóviles, callados. Sobre sus cabezas sonaba a veces algún tableteo, algún rumor, algún golpe, que revelaban la presencia lejana y amorfa de la calle, que allá arriba seguía existiendo.

De pronto él dijo: «En Montevideo tengo una novia. Buena chica. Pero hace dos años que no la veo, y, cómo te diré, la imagen se va volviendo cada vez más confusa, más incongruente, menos concreta. Si te digo que me acuerdo de sus ojos, pero no de sus orejas ni de sus labios. Si hago caso de la memoria visual, tengo que concluir que tiene labios finos, pero si recurro a la memoria táctil, tengo la impresión de que eran gruesos. Qué lío, ¿verdad?». Ella no dijo nada. Él volvió a la carga: «¿Vos tenés novio, o marido, o amigos?». «No», dijo ella. «¿Ni aquí ni en Mendoza ni en Buenos Aires?». «En ninguna parte».

Él bajó la cabeza. En el piso había una moneda de un franco. Se agachó y la recogió. Se la pasó a Mirta. «Guardala como recuerdo de esta Stille Nacht.». Ella la metió en el bolsillo del impermeable, sin acordarse de que no era el suyo. Él se pasó las manos por la cara. «En realidad, ¿para qué voy a mentirte? No es mi novia, sino mi mujer. Lo demás es cierto, sin embargo. Estoy aburrido de esta situación, pero no me animo a romper. Cuando se lo insinúo por carta, me escribe unas largas tiradas histéricas, anunciándome que si la dejo se mata, y, claro, yo comprendo que es un chantaje, pero ¿y si se mata? Soy más cobarde de lo que parezco. ¿O acaso parezco cobarde?». «No», dijo ella, «parecés bastante valiente, aquí, bajo tierra y sobre todo comparándote conmigo, que estoy temblando de miedo».

La próxima vez que él miró el reloj, eran las cuatro y veinte. En la última media hora no habían hablado prácticamente nada, pero él se había acostado en el enorme banco, y su cabeza se apoyaba en la mullida cartera negra de Mirta. A veces ella le pasaba la mano por el pelo. «Cuántos remolinos», dijo. Nada más. Raúl tenía la sensación de hallarse en el centro de un delicioso disparate. Sabía que así estaba bien, pero también sabía que si quería ir más allá, si intentaba aprovechar esta noche de inesperada excepción para tener una aventura trivial, todo se vendría irremediablemente abajo. A las cinco menos cuarto se incorporó y caminó algunos pasos para desentumecer las piernas. De pronto la miró y fue algo así como una revelación. Si hubiera estado escribiendo uno de sus pulcros cuentos, inexorablemente anticursis, no se habría resignado a mencionar que esa muchacha era su destino. Pero afortunadamente no estaba escribiendo sino pensando, así que no tuvo problema en decirse a sí mismo que esa muchacha era su destino. Después de eso, suspiró; podía ser interpretado como un suspiro de inauguración. La emoción subsiguiente fue algo más que un estado de ánimo; realmente fue una exaltación orgánica que abarcó orejas, garganta, pulmones, corazón, estómago, sexo, rodillas.

La excitación y el enternecimiento lo llevaron a romper el silencio: «¿Sabés una cosa? Daría cinco años de vida porque todo empezara aquí. Quiero decir: que yo ya estuviera divorciado y mi mujer hubiera aceptado el hecho y no se hubiera matado, y que yo tuviera un buen trabajo en París, y que al abrirse las puertas saliéramos de aquí como lo que ya somos: una pareja». Desde el banco, ella hizo con la mano un vago ademán, apenas como si quisiera espantar alguna sombra, y dijo: «Yo también daría cinco años», y luego agregó: «No importa, ya nos arreglaremos».

El primer síntoma de que la estación reanudaba su rutina, fue una corriente de aire. Ambos estornudaron. Luego se encendieron todas las luces. Raúl sostuvo el espejito mientras ella se ponía presentable. Él mismo se peinó un poco. Cuando subían lentamente las escaleras, se cruzaron con la primera avalancha de madrugadores. Él iba pensando en que ni siquiera la había besado y se preguntaba si no se habría pasado de discreto. Afuera no hacía tanto frío como la víspera.

Sin consultas previas, empezaron a caminar por el boulevard Bonne Nouvelle, en dirección a la sucursal de Correos. «¿Y ahora?», dijo Mirta. Raúl sintió que le había quitado la pregunta de los labios. Pero no tuvo oportunidad de responder. Desde la acera de enfrente, otra muchacha, de pantalones negros y buzo verde, les hacía señas para que la esperaran. Raúl pensó que sería una amiga de Mirta. Mirta pensó que sería una conocida de Raúl. Al fin la chica pudo cruzar y los abordó con gran dinamismo y acento mexicano: «Al fin los encuentro, cretinos. Toda la noche llamándolos al apartamento, y nada. ¿Dónde se habían metido? Necesito que Raúl me preste el Appleton. ¿Puedes? ¿O acaso es de Mirta?».

Quedaron mudos e inmóviles. Pero la otra arremetió. «Vamos, no sean malos. De veras lo preciso. Me encargaron una traducción. ¿Qué les parece? No se queden así, como dos estatuas, por no decir como dos idiotas. ¿Van al apartamento? Los acompaño». Y arrancó por Mazagran hacia la rue de l’Echiquier, acompañando su apuro con un bien acompasado movimiento de trasero. Raúl y Mirta caminaron tras ella, sin hablarse ni tocarse, cada uno metido en su propia expectativa. La chica nueva dobló la esquina y se detuvo frente al número 28. Los tres subieron por la escalera (no había ascensor) hasta el cuarto piso. Frente al apartamento 7, la muchacha dijo: «Bueno, abran». Con un movimiento particularmente cauteloso, Raúl descolgó del cinto su viejo llavero, y vio que había, como siempre, tres llaves. Probó con la primera; no funcionó. Probó con la segunda y pudo abrir la puerta. La chica atropelló hacia el estante de libros que estaba junto a la ventana, casi arrebató el Appleton, besó en ambas mejillas a Raúl, luego a Mirta, y dijo: «Espero que cuando venga esta noche hayan recuperado el habla. ¿Se acuerdan de que hoy quedamos en ir a lo de Emilia? Lleven discos, please». Y salió disparada, dando un portazo.

Mirta se dejó caer sobre el sillón de esterilla. Raúl, sin pronunciar palabra, con el ceño fruncido y los ojos entornados, comenzó a revisar el apartamento. En el estante encontró sus libros, señalados y anotados con su inconfundible trazo rojo; pero había otros nuevos, con las hojas a medio abrir. En la pared del fondo estaba su querida reproducción de Miró; pero además había una de Klee que siempre había codiciado. Sobre la mesa había tres fotos: una, de sus padres; otra, de un señor sospechosamente parecido a Mirta; en la tercera estaban Mirta y él, abrazados sobre la nieve, al parecer muy divertidos.

Desde que apareciera la chica del Appleton, no se había atrevido a mirar de frente a Mirta. Ahora sí la miró. Ella retribuyó su interés con una mirada sin sombras, un poco fatigada tal vez, pero serena. No la ayudó mucho, sin embargo, ya que en ese instante Raúl tuvo la certeza, no sólo de que había hecho mal en divorciarse de su esposa montevideana, histérica pero inteligente, malhumorada pero buena hembra, sino también de que su segundo matrimonio empezaba a deteriorarse. No se trataba de que ya no quisiera a esa delgada, friolenta, casi indefensa mujer que lo miraba desde el sillón de esterilla, pero para él estaba claro que en sus actuales sentimientos hacia Mirta quedaba muy poco del ingenuo, repentino, prodigioso, invasor enamoramiento de cinco años atrás, cuando la había conocido en cierta noche increíble, cada vez más lejana, cada vez más borrosa, en que, por una trampa del azar, quedaron encerrados en la estación Bonne Nouvelle.


FIN

  • Autor: Mario Benedetti

  • Título: Cinco años de vida

  • Publicado en: La muerte y otras sorpresas (1968)

 
 
 


Victorio Ferri cuenta un cuento

Sergio Pitol


para: Carlos Monsiváis


Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy loco (versión cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan sólo me divierte). Sé que soy diferente a los demás, pero también mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa, son distintos, y a nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores se dicen de ellos. Sé que en nada nos parecemos al resto de la gente y que tampoco entre nosotros existe la menor semejanza. He oído comentar que mi padre es el demonio y aunque hasta ahora jamás haya llegado a descubrirle un signo externo que lo identifique como tal, mi convicción de que es quien es se ha vuelto indestructible. No obstante que en ocasiones me enorgullece, en general ni me place ni me amedrenta el hecho de formar parte de la progenie del maligno.

Cuando un peón se atreve a hablar de mi familia dice que nuestra casa es el infierno. Antes de oír por primera vez esa aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos debía ser distinta (pensaba, es claro, en las tradicionales llamas), pero cambié de opinión y di crédito a sus palabras, cuando luego de un arduo y doloroso meditar se me vino a la cabeza que ninguna de las casas que conozco se parece a la nuestra. No habita el mal en ellas y en ésta sí.

La perversidad de mi padre de tanto prodigarse me fatiga; le he visto el placer en los ojos al ordenar el encierro de algún peón en los cuartos del fondo de la casa. Cuando los hace golpear y contempla la sangre que mana de sus espaldas laceradas muestra los dientes con expresión de júbilo. Es el único en la hacienda que sabe reír así, aunque también yo estoy aprendiendo a hacerlo. Mi risa se está volviendo de tal manera atroz que las mujeres al oírla se persignan. Ambos enseñamos los dientes y emitimos una especie de gozoso relincho cuando la satisfacción nos cubre. Ninguno de los peones, ni aun cuando están más trabajados por el alcohol, se atreve a reír como nosotros. La alegría, si la recuerdan, otorga a sus rostros una mueca que no llega a ser sonrisa.

El miedo se ha entronizado en nuestras propiedades. Mi padre ha seguido la obra de su padre, y cuando a su vez él desaparezca yo seré el señor de la comarca: me convertiré en el demonio: seré el Azote, el Fuego y el Castigo. Obligaré a mi primo José a que acepte en dinero la parte que le corresponde, y, pues prefiere la vida de la ciudad, se podrá ir a ese México del que tanto habla, que Dios sabe si existe o tan sólo lo imagina para causarnos envidia; y yo me quedaré con las tierras, las casas y los hombres, con el río donde mi padre ahogó a su hermano Jacobo, y, para mi desgracia, con el cielo que nos cubre cada día, con un color distinto, con nubes que lo son sólo un instante para transformarse en otras, que a su vez serán otras. Procuro levantar la mirada lo menos posible, pues me atemoriza que las cosas no sean siempre idénticas, que se me escapen vertiginosamente de los ojos. En cambio, Carolina, para molestarme, no obstante que al ser yo su mayor debería guardarme algún respeto, pasa ratos muy largos en la contemplación del cielo, y en la noche, mientras cenamos, cuenta, adornada por una estúpida mirada que no se atreve a ser de éxtasis, que en el atardecer las nubes tenían un color oro sobre un fondo lila, o que en el crepúsculo el color del agua sucumbía al del fuego, y otras boberías por el estilo. De haber alguien verdaderamente poseído por la demencia en nuestra casa, sería ella. Mi padre, complaciente, finge una excesiva atención y la alienta a proseguir, ¡como si las necedades que escucha pudieran guardar para él algún sentido! Conmigo jamás habla durante las comidas, pero sería tonto que me resintiera por ello, ya que por otra parte sólo a mí me concede disfrutar de su intimidad cada mañana, al amanecer, cuando apenas regreso a la casa y él, ya con una taza de café en la mano que sorbe apresuradamente, se dispone a lanzarse a los campos a embriagarse de sol y brutalmente aturdirse con las faenas más rudas. Porque el demonio (no me lo acabo de explicar, pero así es) se ve acuciado por la necesidad de olvidarse de su crimen. Estoy seguro de que si yo ahogara a Carolina en el río no sentiría el menor remordimiento. Tal vez un día, cuando pueda librarme de estas sucias sábanas que nadie, desde que caí enfermo, ha venido a cambiar, lo haga. Entonces podré sentirme dentro de la piel de mi padre, conocer por mí mismo lo que en él presiento, aunque, desgraciadamente, incomprensiblemente, entre nosotros siempre se interpondrá una diferencia: él amaba a su hermano más que a la palma que sembró frente a la galería, y a su yegua alazana y a la potranca que parió su yegua; en tanto que Carolina es para mí sólo un peso estorboso y una presencia nauseabunda.

En estos días, la enfermedad me ha llevado a rasgar más de un velo hasta hoy intocado. A pesar de haber dormido desde siempre en este cuarto, puedo decir que apenas ahora me entrega sus secretos. Nunca había, por ejemplo, reparado en que son diez las vigas que corren a través del techo, ni que en la pared frente a la cual yazgo hay dos grandes manchas producidas por la humedad, ni en que, y este descuido me resulta intolerable, bajo la pesada cómoda de caoba anidaran en tal profusión los ratones. El deseo de atraparlos y sentir en los labios el latir de su agonía me atenaza. Pero tal placer por ahora me está vedado.

No se crea que la multiplicidad de descubrimientos que día tras día voy logrando me reconcilia con la enfermedad, ¡nada de eso! La añoranza, a cada momento más intensa, de mis correrías nocturnas es constante. A veces me pregunto si alguien estará sustituyéndome, si alguien cuyo nombre desconozco usurpa mis funciones. Tal súbita inquietud se desvanece en el momento mismo de nacer; me regocija el pensar que no hay en la hacienda quien pudiera llenar los requisitos que tan laboriosa y delicada ocupación exige. Sólo yo que soy conocido de los perros, de los caballos, de los animales domésticos, puedo acercarme a las chozas a escuchar lo que el peonaje murmura sin obtener el ladrido, el cacareo o el relincho con que tales animales denunciarían a cualquier otro.

Mi primer servicio lo hice sin darme cuenta. Averigüé que detrás de la casa de Lupe había fincado un topo. Tendido, absorto en la contemplación del agujero pasé varias horas en espera de que el animalejo apareciera. Me tocó ver, a mi pesar, cómo el sol era derrotado una vez más, y con su aniquilamiento me fue ganando un denso sopor contra el que toda lucha era imposible. Cuando desperté, la noche había cerrado. Dentro de la choza se oía el suave ronroneo de voces presurosas y confiadas. Pegué el oído a una ranura y fue entonces cuando por primera vez me enteré de las consejas que sobre mi casa corrían. Cuando reproduje la conversación mi servicio fue premiado. Parece ser que mi padre se sintió halagado al revelársele que yo, contra todo lo que esperaba, podía llegarle a ser útil. Me sentí feliz porque desde ese momento adquirí sobre Carolina una superioridad innegable.

Han pasado ya tres años desde que mi padre ordenó el castigo de la Lupe, por maledicente. El correr del tiempo me va convirtiendo en un hombre, y, gracias a mi trabajo, he sumado conocimientos que no por serme naturales me dejan de parecer prodigiosos: he logrado ver a través de la noche más profunda; mi oído se ha vuelto tan fino como lo puede ser el de una nutria; camino tan sigilosa, tan, si se puede decir, aladamente, que una ardilla envidiaría mis pasos; puedo tenderme en los tejados de los jacales y permanecer allí durante larguísimos ratos hasta que escucho las frases que más tarde repetirá mi boca. He logrado oler a los que van a hablar. Puedo decir, con soberbia, que mis noches rara vez resultan baldías, pues por sus miradas, por la forma en que su boca se estremece, por un cierto temblor que percibo en sus músculos, por un aroma que emana de sus cuerpos, identifico a los que una última vergüenza, o un rescoldo de dignidad, de rencor, de desesperanza, arrastrarán por la noche a las confidencias, a las confesiones, a la murmuración. He conseguido que nadie me descubra en estos tres años; que se atribuya a satánicos poderes la facultad que mi padre tiene de conocer sus palabras y castigarlas en la debida forma. En su ingenuidad llegan a creer que ésta es una de las atribuciones del demonio. Yo me río. Mi certeza de que él es el diablo proviene de razones más profundas.

A veces, sólo por entretenerme, voy a espiar la choza de Jesusa. Me ha sido dado contemplar cómo su duro cuerpecito se entreteje con la vejez de mi padre. La lubricidad de sus contorsiones me trastorna. Me digo, muy para mis adentros, que la ternura de Jesusa debía dirigirse a mí, que soy de su misma edad, y no al maligno, que hace mucho cumplió los setenta.

En varias ocasiones ha estado aquí el doctor. Me examina con pretenciosa inquietud. Se vuelve hacia mi padre y con voz grave y misericordiosa declara que no tengo remedio, que no vale la pena intentar ningún tratamiento y que sólo hay que esperar con paciencia la llegada de la muerte. Observo cómo en esos momentos el verde se torna más claro en los ojos de mi padre. Una mirada de júbilo (de burla) campea en ellos y ya para esos momentos no puedo contener una estruendosa risotada que hace palidecer de incomprensión y de temor al médico. Cuando al fin se va éste, el siniestro suelta también la carcajada, me palmea la espalda y ambos reímos hasta la locura.

Está visto que de entre los muchos infortunios que pueden aquejar al hombre, los peores provienen de la soledad. Siento cómo ésta trata de abatirme, de romperme, de introducirme pensamientos. Hasta hace un mes era totalmente feliz. Las mañanas las entregaba al sueño; por las tardes correteaba en el campo, iba al río, o me tendía boca abajo en el pasto, esperando que las horas sucedieran a las horas. Durante la noche oía. Me era siempre doloroso pensar; y evitaba hacerlo. Ahora, con frecuencia se me ocurren cosas y eso me aterra. Aunque sé que no voy a morir, que el médico se equivoca, que en el Refugio necesita haber siempre un hombre, pues cuando muere el padre el hijo ha de asumir el mando: así ha sido desde siempre y las cosas no pueden ya ocurrir de otra manera (por eso mi padre y yo, cuando se afirma lo contrario, estallamos de risa). Pero cuando solo, triste, al final de un largo día comienzo a pensar, las dudas me acongojan. He comprobado que nada sucede fatalmente de una sola manera. En la repetición de los hechos más triviales se producen variantes, excepciones, matices. ¿Por qué, pues, no habría de quedarse la hacienda sin el hijo que sustituye al patrón? Una inquietud peor se me ha incrustado en los últimos días, al pensar que es posible que mi padre crea que voy a morir y su risa no sea, como he supuesto, de burla hacia el doctor, sino producida por el gozo que la idea de mi desaparición le produce, la alegría de poder librarse al fin de mi voz y mi presencia. Es posible que los que me odian le hayan llevado al convencimiento de mi locura…

En la capilla que los Ferri poseen en la iglesia parroquial de San Rafael hay una pequeña lápida donde puede leerse:

Victorio Ferri

murió niño

su padre y hermana lo recuerdan con amor


FIN

México, 1957


  • Autor: Sergio Pitol

  • Título: Victorio Ferri cuenta un cuento

  • Publicado en: Cuadernos del unicornio No. 14, 1958

 
 
 
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