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Lecturas

Actualizado: 24 may



Los muertos se vengan

Claude Vignon


I

Una nutrida concurrencia se había reunido en el salón de la señora de M., que durante seis meses al año reside en la casa de campo que posee en una de las más bellas comarcas allende el Loira.

Era el día de Todos los Santos, hacía frío ya y las hojas amarillas, a impulso del cierzo, iban cayendo por las avenidas del jardín. Nadie pensaba ya en los largos paseos bajo las enramadas; habían concluido las vendimias y los frutos estaban en los graneros. Un alegre fuego chisporroteaba en la gran chimenea, y a su alrededor se apretaban con placer jóvenes y viejos; y como ya había caído la noche, en los cuatro rincones del salón se habían dispuesto mesas de juego, cada una con su lámpara velada por una pantalla verde.

Pero el boston y el whist apenas divierten más que a los abuelos, y el propio misti tiene un poder limitado sobre los espíritus jóvenes. Cerca del fuego se apiñaba, pues, un grupo de gente aburrida o taciturna a quien la dueña de la casa debía tratar de distraer. Por desgracia, basta muchas veces que se busque una idea para no encontrarla. Estaba, pues, muy apurada, cuando su compañero de juego, adivinando su perplejidad, exclamó:

—¡Somos unos egoístas muy grandes, los viejos, con nuestras cartas! Los jóvenes se aburren; y desde aquí veo a mi joven amiga Paulina, contemplando la mesa de boston con una cara que dice bastante a las claras lo poco que le interesan las jugadas. Vamos, señora de M., aquí hacen falta juegos para todas las edades. Coloquémonos más hacia los rincones y hagámosles sitio en medio del salón para que jueguen a las prendas.

La proposición hizo levantar las cabezas gachas y los párpados soñolientos.

—Doctor, ¿jugará usted con nosotros? —preguntó la joven designada un momento antes con el nombre de Paulina.

—¡Huy!, yo hija mía… Yo os miraré y será mi mayor placer. Estoy ya muy torpe para responder al Antón pirulero, cada cual atienda a su juego… Me falta agilidad para defenderme en la gallina ciega y el adivina quién te dio.

—Sí, sí, doctor —dijo la dueña de la casa—. Si los jóvenes juegan, hay que jugar con ellos y acomodarse a sus gustos si queremos que luego se acomoden ellos a los nuestros. Además, ¿qué años tiene usted, mi querido contemporáneo, para andar haciéndose el viejo? Cincuenta, a lo sumo…

—¿Y qué? ¿No es ésa la edad de las ideas serias? Usted, mi querida señora, puede jugar muy bien con su hija; nunca desmerecerá por ello; es usted joven y alegre, y Paulina parece su hermana… Pero yo siempre he sido hombre de talante severo, usted lo sabe. Mecía a Paulina sobre mis rodillas cuando era niña, pero nunca he tomado parte en las tracamundanas de la joven. Jueguen todos, pues, y déjenme a mí en mi rincón, como de costumbre, rumiar los tiempos pasados o pensar en los que han de venir. Diez años antes o diez años después, ¿no debemos siempre aprender este papel?

El personaje que de este modo hablaba, mientras iba a instalarse junto a la chimenea en una vieja poltrona, era un hombre alto y flaco, rubio en tiempos pero ahora entrecano, a quien las sienes hundidas, el poco cabello y el talle encorvado daban aspecto de viejo, aunque no pasase aún de los cincuenta, como le había dicho la señora de M. Tenía la frente alta e inteligente, viva la mirada y al mismo tiempo dulce. En su mejilla izquierda se advertía una cicatriz profunda que parecía la huella de una mordedura.

Hacía ya veinticinco años que el doctor Maynaud ejercía la medicina en el pueblo vecino, y aunque a su llegada al país fuera un hombre absolutamente joven, nadie recordaba haberlo visto sin el cabello blanco y sin arrugas, a tal extremo su porte había sido siempre severo y su vida tranquila y retirada.

No obstante había hecho amistad con todas las familias de los alrededores, y en el salón de la señora de M., compuesto mitad por mitad de visitantes parisienses y de vecinos de la campiña, no había un solo personaje que no se honrara de tenerlo por comensal.

Aquella noche tenía un gesto más pensativo aún que de costumbre. Mientras los juegos se organizaban a su alrededor, y a medida que se iban haciendo más ruidosos, parecía aislarse en sí mismo para atender a sueños o recuerdos graves, casi dolorosos. Tal vez las campanas que doblaban anunciando la festividad de los difuntos arrastraran sus pensamientos hacia otro mundo o le hicieran evocar tumbas bienamadas. Tal vez buscara la solución de un problema científico o moral. Fuera lo que fuese, se hallaba a cien leguas del salón de la señora de M. cuando, después de una partida, llegó el momento de rescatar las prendas.

El aire absorto del doctor llamó la atención de todo el mundo.

Como Paulina de M. había de cumplir penitencia para recuperar un par de guantes que había pagado como prenda, pareció divertido enviarla a despertar al taciturno anciano con un beso.

Paulina miró maliciosamente a su viejo amigo y avanzó de puntillas. Luego, cuando estuvo ante él y hubo mostrado riendo a los jugadores la impasibilidad del doctor, que no pestañeaba siquiera, le cogió bruscamente por el cuello y le aplicó un beso resonante en la mejilla izquierda.

El doctor Maynaud profirió un grito terrible, saltó como si hubiera oído el estampido de un arma de fuego, lanzó unas cuantas miradas enloquecidas a su alrededor, y en medio del asombro general salió disparado del salón.

La señora de M. corrió en persecución del desdichado doctor, llamó a sus criados y ordenó que salieran en su busca, que lo llevaran a su cuarto, que le dispensasen todos los auxilios posibles, que se informaran de dónde provenía aquel súbito ataque. Todo el mundo se puso en actividad y registró los patios, los jardines, los pasillos. Pero fue en vano; nadie logró encontrarle.

La consternación general hizo suspender todos los juegos. Todo el mundo se preguntaba con espanto qué dolor habría podido asaltar tan de repente al doctor Maynaud y causarle aquel acceso de locura. Pronto al asombro hubo de suceder una auténtica inquietud, pues tanto el carácter como el temperamento del doctor eran opuestos a tales escenas violentas, finalmente los criados, que habían salido en todas las direcciones, volvieron sin haber logrado apoderarse del fugitivo.

A la mañana siguiente, como es muy natural, esta escena fue el tema de todas las conversaciones. Se envió en busca de noticias al pueblo vecino, a casa del propio doctor. Pero su vieja ama de llaves no supo dar ningún informe, y fue inútil que por la tarde todos y cada uno de los invitados de la señora de M. trataran de dar con el paradero del médico.

Llegada la noche, cuando, tras haber prolongado la cena el mayor tiempo posible, saboreando lentamente todas las exquisiteces de un postre tan opíparo como puede serlo un postre de otoño en provincias, y tras haber degustado más lentamente aún el café, pasaron los convidados al salón, y se discutieron una vez más todas las explicaciones posibles e imposibles de la huida del doctor. Cada cual expuso su parecer y defendió su opinión, y el resultado final fue que la cosa siguió siendo incomprensible.

La conversación decayó por fin falta de sustento; todo el mundo fue poniéndose triste porque llovía, porque hacía frío, porque era el día de difuntos y nadie tenía ya nada que decir: en fin, porque tampoco sabía nadie a qué dedicarse para pasar el tiempo.

Los viejos empezaban a quedarse dormidos en su poltrona y los jóvenes a contar el número exacto de tablas del entarimado. Por centésima vez, los asiduos del salón de la señora de M. entablaban in petto largas conversaciones con los mofletudos amorcillos de encima de las puertas, siguiendo los episodios de la eterna cacería que se desarrollaba en la tapicería de las paredes.

¡Qué bienvenida hubiera sido aquella noche, la Melusina, que hubiera hecho por fin saltar al ciervo, ladrar a los perros y correr a los cazadores! ¡Qué no se habría dado por ver romperse los columpios de flores bajo el peso de los amorcillos gozosos y gordinflones!

Sobre las diez, cuando todos pensaban ya en escabullirse discretamente del salón camino de sus respectivas alcobas, se abrió la puerta y apareció el doctor.

Era sin duda alguna el mismo hombre de la víspera, y sin embargo todos los presentes titubearon un instante antes de reconocerle. Diez años de sufrimiento no le hubieran cambiado más que aquellas veinticuatro horas. Su frente se había poblado de nuevas arrugas, los ojos se le habían hundido en las órbitas y su cabello, de gris que era, se había vuelto blanco.

—Tengo que pedirle excusas, mi excelente amiga —dijo con voz aún trémula de emoción, avanzando hacia la señora de M.—; y tengo que pedírselas sobre todo a nuestra querida Paulina, por la desagradable escena que hice a trueque de su afectuosa caricia infantil. Les habré parecido a ustedes loco, sin duda, y tal vez lo esté. Pero habrán adivinado en mis gritos un horrible dolor, ¿no es cierto?

—Doctor, aquí todos somos amigos suyos, incapaces de sentir otra cosa que una pena sincera a la vista de sus sufrimientos. Ignorábamos…

—¿Ignoraban que estuviese sujeto a semejantes accesos? Tranquilícese, querida amiga —prosiguió el doctor Maynaud esforzándose por sonreír—; es la primera vez… y sin duda también la última… pues —añadió— ya ve por mi rostro, mi querida Paulina, que un segundo beso como el de anoche no dejaría más que un cadáver.

—¡Doctor!, por el amor de Dios, ¿qué tiene usted? —exclamó la joven, asustada de las miradas del médico más aún que de sus palabras.

—Le debo la explicación de esa extraña escena, mi querida niña, así como a su madre y a todos nuestros amigos. Es usted muy buena interesándose tan vivamente por la salud de un pobre viejo que el año que viene, por estas fechas, sin duda no la entristecerá ya con su presencia…

—¡Amigo mío!

—¡Doctor!

II

Fue un clamor de simpatía general; y, sin embargo, nadie se atrevió a contradecir al doctor Maynaud: tanto había cambiado su semblante desde la víspera.

—Soy viejo, amigos míos, pues en 1806 tenía veinte años y era estudiante de medicina en la Facultad de Montpellier.

Aquel año, el día de Todos los Santos hizo un tiempo magnífico para fecha otoñal tan avanzada. Un último sol doraba las hojas que aún quedaban en las ramas de los árboles, que revestían de un manto gozoso las murallas más grises de Montpellier. Estábamos de vacaciones, pues naturalmente no se daban clases los días de fiesta solemne; por eso salí con tres amigos —tres estudiantes que amaban como yo el aire libre y la libertad— a dar una vuelta y explorar los alrededores.

Al caer la noche, tras haber pasado el día en correrías por el campo, nos encaminamos a la ciudad y fuimos a parar a una tabernita de los suburbios apreciada por los estudiantes. Encontramos en ella a algunos de los nuestros, se entabló la conversación y pedimos al tabernero una cena suculenta.

El vino era bueno, los licores exquisitos; nos enzarzamos en una de esas animadas charlas que el ingenio sostiene, fustiga la polémica y arrojan la mente sobreexcitada en un mundo de ideas un poco incoherentes, porque uno tras otro se han rozado todos los temas, se ha profundizado en todas las cuestiones y sostenido todas las tesis. Mitad el vino, mitad la cháchara tal vez, cuando a eso de las once de la noche quisimos levantarnos para volver a nuestras casas, apenas nos teníamos en pie. Unos estaban borrachos y otros bastante achispados.

Los borrachos se quedaron en la taberna tumbados en los bancos o debajo de la mesa. Y los que sólo estaban calamocanos, y yo era uno de éstos, se afianzaron mal que bien sobre sus piernas, y volvieron en grupo a Montpellier.

Al principio, hicimos el camino juntos, y la conversación continuó ininterrumpida. Pero de trecho en trecho comenzaron las defecciones; algunos reconocieron el camino y volvieron a sus casas; otros se quedaron atrás, apoyándose en los muros y preguntando a los viandantes rezagados.

Yo no era ni de los que entre las brumas de la embriaguez conservaban la razón bastante lúcida para comportarse normalmente, ni de los que la habían perdido por completo. Pronto me vi solo en medio de la ciudad, y bastante inseguro del camino que debía seguir.

Al principio me limité a caminar sin rumbo fijo; la noche estaba serena y tenía en la cabeza como un molino. Pero poco a poco la turbulencia de mis pensamientos se calmó y traté de reconocer las calles y las plazas.

No era fácil, pues la luna no había salido todavía, y la ciudad de Montpellier no abrigaba entonces la menor sospecha de que un día estaría iluminada por el gas. Sólo ante la alcaldía, la prefectura y las escuelas lucían algunos míseros faroles.

Marchaba yo, pues, a tientas, esforzándome por penetrar las tinieblas de la embriaguez al par que las de la noche.

Por último creí reconocer un barrio que de ordinario frecuentaba. Me orienté y, fluctuando mi mente entre la vigilia y el ensueño, entré por una callejuela tortuosa que solía recorrer a menudo.

Maquinalmente tanteé todas las puertas de esta calle, pues me parecía que iba por fin a encontrar la mía y descubrir la cerradura en que podría introducir mi llave maestra. Y cuanto más buscaba, cuantas más veces cruzaba la calle de derecha a izquierda, más arraigaba en mi mente la idea de que me hallaba en las inmediaciones de mi casa.

Esta vez topé con una puerta bien conocida, y sin fijarme en la bandera que ondeaba encima para significar que se trataba de un edificio público, introduje mi llave en la cerradura. Giré con dificultad la llave maestra al principio, mas con ayuda de unas cuantas sacudidas, la puerta terminó por abrirse.

Entré, avanzando como los ciegos con las manos extendidas, y di algunos pasos en diversos sentidos para encontrar la escalera. Al cabo de un instante, sentí una puerta interior que cedía bajo la simple presión de mi mano. La empujé y, apenas la hube franqueado, volvió a cerrarse pesadamente golpeando contra la pared.

Mi primer movimiento fue el de mirar a mi alrededor, pero la oscuridad me impedía distinguir nada. Notaba únicamente que no estaba en mi habitación. Una sensación de frío me inducía a pensar que aquel lugar no estaba habitado, y por el retumbo de mis pasos sobre las losas comprendía que el recinto era amplio y poco amueblado.

Por un instante me creí en una iglesia; pero en los templos arde noche y día la lámpara del santuario, mientras que aquel lugar helado y silencioso no estaba iluminado por nada.

Quise salir y volví atrás en dirección a la puerta. Pero, bien porque la embriaguez hiciera todavía inseguros mis pasos, bien porque la puerta no tuviera por la parte de dentro apariencias sensibles, el caso es que no pude encontrarla.

Entonces quise saber definitivamente en qué lugar me había extraviado, y como, a través de la sombra, distinguía al otro lado de la sala una gran vidriera cubierta por una cortina, avancé hacia aquella parte para tener un poco de claridad.

No había dado diez pasos cuando tropecé violentamente con la esquina de un mueble o de una cornisa. Me desvié un poco y proseguí mi camino con más precauciones, pero no tardé en verme detenido por un segundo choque.

Extendí las manos y sentí un contacto de mármol; luego, a un segundo movimiento que hice, otro frío más intenso, más penetrante, más repulsivo a mi carne, me heló la sangre en las venas. Porque aquel frío, un estudiante de medicina y cirugía, como yo lo era entonces, no podía dejar de reconocerlo: ¡era el frío de la muerte!

De pronto los vapores de la embriaguez se disiparon y recobré toda la lucidez de mi mente. Estaba en el anfiteatro anatómico, donde se depositaban sobre mesas de mármol los muertos del hospital para su estudio y disección.

Estaba yo muy acostumbrado, sin embargo, a encontrarme en aquel lugar siniestro; no era un principiante a quien la vista de un cadáver llena de espanto. Pero la sorpresa, la oscuridad, la época del año, tal vez, pues oía tocar las campanas a muerto, todo contribuyó a infundirme un sentimiento de invencible terror.

Retrocedí horrorizado y por segunda vez busqué la puerta, sin conseguir dar con ella, porque el anfiteatro era circular y la puerta, a contrapeso como las de las iglesias, encajaba perfectamente en la pared.

El miedo me hizo un nudo en la garganta y agitó mis miembros con un temblor convulsivo. Daba vueltas en torno a aquellos muros inflexibles como un prisionero en su calabozo; apoyaba las manos en cada entrepaño, esperando hallar por fin la puerta y hacerla ceder a mi presión. Pero todas mis tentativas fueron en vano. Las paredes parecían rechazarme. Quizás el miedo me había quitado las fuerzas hasta para mover una puerta.

Las campanas seguían doblando, lentas e inexorables. Me castañeteaban los dientes; un sudor frío perlaba mi frente. Había salido la luna, y su pálida luz se filtraba a través de la roja cortina de la ventana. Poco a poco los objetos empezaron a salir de la sombra. Distinguí los instrumentos de cirugía, que arrojaban sobre las paredes largas sombras extrañas; luego, las mesas de mármol negro, cuyas aristas retenían un rayo de luz; luego, los escalpelos desperdigados; después, los cadáveres…

Había dos; solamente dos.

Uno, el de un viejo ya trabajado por nuestras manos. Le reconocí al punto. Otro, el de una joven fallecida la víspera y todavía fresca.

El viejo, descuartizado, sanguinolento, medio separados los miembros del cuerpo, tenía un aspecto espeluznante.

La joven, hermosa, con esa fascinadora belleza de la muerte que la pulmonía deja a sus víctimas, atraía invenciblemente mis miradas.

Estaban dando las doce de la noche, y cada toque del reloj mezclaba su tañido solemne al canto fúnebre de las campanas. Comenzaba el día de los difuntos. Mi terror se hizo aún más intenso. Me parecía que aquellos cadáveres iban a pedirme cuentas por mi profanación, pues el 2 de noviembre, en todas las facultades de medicina, el anfiteatro permanece cerrado; se respeta a los muertos, como si ese día sus almas velaran en torno a sus cuerpos.

Inmóvil y helado de frío, permanecía acurrucado al pie de la pared del recinto, sin poder apartar los ojos del cadáver de la joven.

De pronto me estremecí. Me había parecido oír un gemido ahogado.

Escuché, aguzando el oído con ese terror que hace adquirir a los sentidos una extraordinaria sutileza; un ruido más prolongado turbó el silencio.

Miré a mi alrededor y creí ver moverse lentamente la cabeza del viejo sobre su cabecera de mármol.

Tuve miedo de volverme loco, la sangre se me subió a la cabeza y me azotó violentamente las sienes.

Quería huir a toda costa, pero mis esfuerzos insensatos sólo servían para hacerme dar vueltas en torno al mismo círculo.

Las campanas, lentas al principio como las quejas de un enfermo, se pusieron a tocar a vuelo, acompasando sus apremiantes tañidos como estertores de agonía. El trepidar de los cristales repetía su son con notas lamentables. Se habría dicho que los muertos lloraban pidiendo merced y piedad; o que se despertaban, que se levantaban en nutridas legiones, lanzando a los cuatro vientos su grito de guerra.

Caí de rodillas, sin fuerzas ya ni juicio, turbada la vista, extraviada la razón.

Ahora, sin ningún género de dudas, había oído un suspiro cerca de mí; ¡ahora había visto moverse los cadáveres!

Me sentí morir. El viejo había empezado a lanzar lúgubres gemidos, pues no lograba mover la cabeza, despojada del cráneo, ni sus miembros, lacerados por el escalpelo o cercenados por la sierra.

Hacía esfuerzos inauditos para incorporarse sobre el mármol, y a cada movimiento se estremecía su encéfalo sanguinolento.

Por fin consiguió sentarse, y sus ojos, fuera casi de las órbitas, escrutaron las tinieblas.

—Hoy es el día de los difuntos —dijo con voz que resonó hasta en lo más profundo de mis entrañas—; ¡los muertos se despiertan y se vengan!

»¿Quién está ahí, conmigo, en este horrible antro de cadáveres…? ¡Una joven! ¡Chiquilla, levántate!

»Levántate, pues aún tienes tus miembros y descansas en la ignorancia del suplicio que te espera.

»¡Hoy es el día de los difuntos…! ¡Los muertos se despiertan y se vengan!».

Lentamente, la joven se levantó a su vez abriendo sus ojos fijos.

—¡Pobre muchacha! ¡Ah, acabas de expirar y no imaginas las torturas que nos reservan los vivos, esas execrables criaturas…! Los muertos, dicen, ¿qué son al fin y al cabo? ¡Carne inerte que va a pudrir la tierra! ¡Materia insensible apta para ejercitar el escalpelo!

»Y sin embargo, esta carne helada que no estremece ningún escalofrío, siente, padece… hasta la hora de su total disolución… Cuando el instrumento cortante hiende la piel, sentimos la punta aguda y punzante; cuando nuestras entrañas se esparcen fuera del vientre, quisiéramos poder retenerlas, defenderlas contra el sacrílego que las roba; cuando nuestro cerebro gime bajo el trépano, cuando nuestro corazón sangra bajo el bisturí, sufrimos desgarrados por los más intensos dolores: unos dolores de los que nuestros verdugos no tienen idea, ¡ellos que todavía pueden morir!

»¡Ah, tengo el cráneo abierto! ¡Sufro horriblemente!

»¿Qué buscan en mi cabeza… el pensamiento tal vez?

»¡Y en nombre de la ciencia los bárbaros nos trinchan, nos descuartizan y nos hurgan en las entrañas…!

»¡Ja, ja, ja! ¡Pero ellos serán muertos un día! —añadió con una retumbante carcajada.

»Hoy es el día de los difuntos… ¡los muertos se despiertan y se vengan!

»¡Vamos! Deja tu lecho de mármol y acércate al mío… ¡Así! Acércate, tú que puedes andar… ¡Muy bien! Siéntate ahora y contempla a nuestro alrededor los instrumentos de tortura…

»¡Pobre niña! Muerta hace unas horas, tú crees dormir, ¿no? ¡Pues bien, ya vendrán…! No tardarán en venir… Te abrirán el pecho para buscar la tisis que te ha matado… Te desgajarán los huesos y no podrás gritar… Te hurgarán en el corazón y sentirás hundirse en él una y mil veces la buida lanceta, entre el estruendo de sus risotadas. ¡Pues encima se ríen, los miserables, mientras nos despedazan…! ¡Hablan de sus orgías…! ¡Hablan de sus barraganas!

»Y luego, cuando todo haya terminado, cuando una parte de tu ser haya sido arrojada al vertedero, cuando tus manos o tus pies, tan hermosos ahora, hayan sido cortados y se los hayan llevado para jugar con ellos, envolverán tus restos en una tosca sábana, ¡una sábana de caridad!, los meterán en una caja de mal unidas tablas y los arrojarán en una fosa innoble… ¡Al azar! ¡Encima de mí, encima de los muertos de ayer, bajo los de mañana, entre un viejo mendigo y algunos restos de vergüenza o de crimen!

»Sentirás todo eso: el peso de la tierra, la presión de otro ataúd sobre el tuyo, el frío de la nieve, la humedad de la lluvia…

»Tus sufrimientos durarán mucho… mucho tiempo… hasta que los gusanos hayan roído tus huesos; hasta que la árida tierra se haya bebido el jugo de tu carne, para criar hierba y flores…

»Ahí tienes lo que sufren los muertos, bajo la tiranía de los vivos que reinan sobre la tierra… Pero hoy es el día de los difuntos… ¡los difuntos se levantan y se vengan…!

Y el cadáver, orgulloso de su reinado de una hora, se incorporó, terrible, paseando en torno suyo una mirada fija.

—… Pero ¿qué veo…? ¡Mira! ¿Quién se esconde allí abajo a la sombra de una mesa…? Habría un muerto con nosotros… ¡Cómo brillan esos ojos…! ¿Será un vivo, quizá…?

»¿Un vivo? ¿Un verdugo…? ¡Sí, sí… es un vivo…! Mira cómo se encoge… como parece pedir un refugio a las paredes… Escucha en su garganta el estertor del miedo… ¡Ja, ja, ja! ¡Ahora es la nuestra! ¡Hala, muchacha, hala! En tus manos lo dejo, ¡es tu presa!

»Ponle la mano en el corazón y sentirás si late…

»¿Late…? ¡Ah, pues entonces, véngate, difunta…!

El doctor vaciló y sus labios se pusieron pálidos; la palabra expiró en su garganta.

Todos le rodearon inmediatamente. Le hicieron respirar sales, pero su desfallecimiento no duró más que unos segundos. Sus ojos volvieron a abrirse, la palabra tornó a sus labios, y con voz ahogada añadió:

—Entonces sentí las dos manos de la muerta estrecharme el cuello con un cerco helado… y, en la mejilla… ahí, donde ven ustedes esa cicatriz… donde usted me besó, Paulina… experimenté un dolor tan agudo que el pensamiento no puede siquiera concebirlo. Fue primero una mordedura, hecha con unos dientes que parecían diamantes de hielo; luego una succión horrible, que me sorbía la vida…

Perdí el conocimiento.

Cuando abrí los ojos era de día y estaba en mi lecho con una fiebre ardiente. A mi alrededor se apretaban mis camaradas y mis amigos.

—¡Pero, hombre! —me dijeron, riendo—. ¿Se puede saber qué diablo vas a hacer de noche al anfiteatro con los finados? ¿Tomas a las difuntas por modistillas cuando estás con la trompa?

—Hoy… hoy es el día de los difuntos —repetía yo maquinalmente—. ¡Los muertos se despiertan y se vengan!

—¡No digas disparates! ¿Te has vuelto loco? Vamos a aplicarte unas compresas de agua fría a la cabeza…

Conté la horrible historia, pero los estudiantes no vieron en mi relato más que el eco de una hora de delirio.

—¡Visiones! —exclamaron—. ¡Vapores de borracheras mezclados con remembranzas de cuentos de viejas…!

Luego se esforzaron por demostrarme a la luz de la razón la imposibilidad de tales hechos. Me refirieron todas las historias de alucinaciones, desde la más remota antigüedad; y por un momento estuve dispuesto a creer que había sido víctima de una espantosa pesadilla hija del vino y el miedo.

Vacilaba yo, pues, entre sus razonamientos y mi memoria, cuando algo desplazó un apósito que tenía sobre la cabeza y sentí un vivo escozor en la mejilla.

Volvieron de pronto todos mis terrores; pedí un espejo, arrojando lejos de mí las compresas y las hilas. En mi mejilla sangraba una herida en la que se veía la marca de diez dientes.

—¿Y esto? —alegué—. ¿También es un sueño? Si mi cerebro delirante ha oído hablar a los muertos, si este drama fúnebre se debe tan sólo a la fuerza de mi imaginación sobreexcitada, ¿también me he mordido yo mismo?

No había nada que responder a esta prueba terrible. Mis amigos dudaron y se callaron.

Me atendieron y me curé. Pero desde entonces no volví a entrar en un anfiteatro anatómico, y he defendido a todos mis muertos contra la autopsia. Las chicas jóvenes, cuando son altas y pálidas como Paulina, me causan un efecto extraño.

Ahora comprenderán ustedes lo que el beso imprevisto de esta querida niña me hizo experimentar ayer, en una fecha y a una hora en que, a lo largo de treinta años, nunca he podido librarme de mis terrores. Por un segundo me hizo el efecto de… Paulina, ¡de ésta no saldré!

La señora de M. y sus amigos rodearon inmediatamente al doctor Maynaud para tranquilizarle. Mil protestas de simpatía le llegaron de todas partes. Se habló de curación, de olvido, del día de mañana…

Pero al año siguiente, la velada de Todos los Santos transcurrió tristemente en la quinta de la señora de M. En la reunión consabida de amigos y vecinos faltaba el doctor y, al recordarlo, nadie pudo evitar que se le encogiera de angustia el corazón.

FIN


  • Autor: Claude Vignon

  • Título: Los muertos se vengan

  • Título Original: Les morts se vengent

  • Publicado en: Minuit!! Récits de la veillée (1856)

  • Traducción: Ediciones del Arce

 
 
 

Actualizado: 24 may



Hay que aguantar a los niños

Stephen King


Su nombre era señorita Sidley, de profesión maestra.

Era una mujer menuda que tenía que erguirse para escribir en el punto más alto de la pizarra, como hacía en aquel preciso instante. Tras ella, ninguno de los niños reía ni susurraba ni picaba a escondidas de ningún dulce que sostuviera en la mano. Conocían demasiado bien los instintos asesinos de la señorita Sidley. La señorita Sidley siempre sabía quién estaba mascando chicle en la parte trasera de la clase, quién guardaba un tirachinas en el bolsillo, quién quería ir al lavabo para intercambiar cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades. Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo.

Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba para enderezar su maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el vestido estampado. Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una mujer con ojos de pedernal. Pero la temían. Su afilada lengua era una leyenda en el patio de la escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus ojos podían convertir las rodillas más robustas en pura gelatina.


En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista de palabras que tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga carrera docente podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan cotidiano. Podía volver la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad.

—Vacaciones —anunció mientras escribía la palabra en la pizarra con su letra firme y prosaica—. Edward, haz una frase con la palabra vacaciones, por favor.

—Fui de vacaciones a Nueva York —recitó Edward.

A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal como les había enseñado la señorita Sidley.

—Muy bien, Edward —aprobó la maestra mientras escribía la siguiente palabra.

Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo convencida de que el éxito dependía tanto de los pequeños detalles como de las grandes acciones. Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que nunca fallaba.

—Jane —dijo en voz baja.

La aludida, que había estado hojeando a escondidas su libro de lectura, alzó la mirada con ademán culpable.

—Cierra ese libro inmediatamente, por favor.

Se oyó el sonido del libro al cerrarse. Jane clavó una mirada llena de odio en la espalda de la señorita Sidley.

—Y permanecerás en clase durante quince minutos después de que suene el timbre.

—Sí, señorita Sidley —murmuró Jane con labios temblorosos.

Uno de sus pequeños trucos consistía en el modo en que utilizaba las gafas. Toda la clase quedaba reflejada en los gruesos cristales, y siempre sentía una leve punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y asustados cuando los sorprendía en alguno de sus malvados jueguecitos. En aquel momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada y fantasmal de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sidley no habló. Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daba un poco más de cuerda.

—Mañana —articuló con toda claridad—. Robert, haz una frase con la palabra mañana, por favor.

Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase estaba silenciosa y adormilada aquel caluroso día de finales de septiembre. El reloj eléctrico que pendía sobre la puerta indicaba que todavía quedaba media hora para que sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes cabezas cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y temible amenaza que representaba la espalda de la señorita Sidley.

—Estoy esperando, Robert.

—Mañana pasará algo malo —repuso Robert.

Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sidley, que había desarrollado el séptimo sentido propio de todos los docentes estrictos, no le gustaron ni pizca.

—Ma-ña-na —terminó Robert, tal como le habían enseñado.

Mantenía las manos unidas sobre el pupitre y en aquel momento volvió a arrugar la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto, la señorita Sidley tuvo la certeza de que Robert conocía el pequeño truco de las gafas.

Muy bien, de acuerdo.

Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin regañar a Robert, dejando que su cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje. Mientras escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no tardaría en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo que todos los niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra sabía lo que estaba haciendo. Y entonces sería castigado.

El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado. La señorita Sidley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo en la pizarra.

De pronto, Robert se transformó.

La señorita Sidley apenas entrevió el cambio, tan solo distinguió durante una fracción de segundo el rostro de Robert mientras se transformaba en algo… diferente.

Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la punzada de dolor que le acometió en la espalda.

Robert la miraba con expresión inocente y perpleja. Sus manos seguían unidas sobre la mesa. En su cogote se apreciaban los primeros indicios de un remolino. No parecía asustado.

«Ha sido fruto de mi imaginación —se dijo la maestra—. Estaba buscando algo, y mi mente me ha jugado una mala pasada. Parece absolutamente inocente… Sin embargo…»

—¿Robert?

Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un timbre que impulsara a Robert a confesar. Pero no lo logró.

—¿Sí, señorita Sidley?

Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace en el fondo de un río de cauce lento.

—Nada.

Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas audible recorrió el aula.

—¡Silencio! —ordenó al tiempo que se daba la vuelta—. Otro sonido y nos quedaremos todos con Jane después de la clase.

Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada permanecía clavada en Robert, quien se la devolvió con infantil inocencia. «Quién, ¿yo? Yo no, señorita Sidley.»

La maestra se volvió hacia la pizarra y empezó a escribir sin espiar a través de sus gafas. La última media hora se le antojó interminable, y tuvo la sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la clase. Una mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto, ¿eh?».

No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en su mente, como un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos muelas, un grano de arena que le parecía una montaña.

Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en huevos escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que estaba envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad. No sería una de aquellas maestras solteronas que patalean y gritan cuando las sacan a rastras de sus clases al llegar el momento de la jubilación. Le recordaban a los jugadores incapaces de apartarse de la mesa de juego cuando van perdiendo. Pero ella no iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora.

Bajó la vista hacia los huevos escalfados.

¿Verdad?

Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y decidió que el de Robert sobresalía sobre los demás.

Se levantó y encendió otra luz.

Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert apareció ante ella, esbozando una desagradable sonrisa en la oscuridad que se extendía tras sus párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse…

Pero antes de que pudiera distinguir en qué se estaba convirtiendo aquel rostro, se sumió en las tinieblas del sueño.

La señorita Sidley pasó una noche inquieta, por lo que al día siguiente se mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi esperando que alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota a un compañero. Pero la clase permaneció en silencio… en un profundo silencio. Todos los alumnos la miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus miradas sobre ella, como si se tratara de hormigas ciegas que se pasearan por su cuerpo.

«¡Basta! —se dijo con severidad—. ¡Te estás comportando como una chiquilla asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros!»

Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse más aliviada que sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases. Los niños se alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por estatura y cogidos de la mano.

—Podéis retiraros —dijo y se quedó escuchando con amargura los gritos de los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del brillante sol.

«¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo que relucía. Algo que me miraba fijamente, sí, me miraba fijamente y sonreía y no era un niño, desde luego que no. Era viejo y malvado y…»

—¿Señorita Sidley?

La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios escapó una pequeña exclamación involuntaria.

Era el señor Hanning.

—No pretendía asustarla —dijo el hombre con una sonrisa de disculpa.

—No se preocupe —repuso la maestra en un tono más hosco del que pretendía dar a sus palabras.

¿En qué estaría pensando? ¿Qué era lo que le pasaba?

—¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el lavabo de chicas?

—Ahora mismo voy.

La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la parte baja de la espalda. El señor Hanning la contempló con expresión compasiva. «No se esfuerce —pensó la señorita Sidley—. A la solterona no le divierte esto en absoluto. Ni siquiera le interesa.»

Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de chicas. Las risas de unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol se apagaron al acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes de reanudar sus carcajadas y gritos en el patio.

La señorita Sidley frunció el ceño mientras pensaba que los niños habían sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños nunca habían sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos; pero se apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido. Un sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había existido. Una suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como si…

«¿Se ocultaran detrás de máscaras? ¿Es eso?»

Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se trataba de una estancia pequeña en forma de L. Los retretes estaban alineados a lo largo del brazo más largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo de la parte más corta de la habitación.

Mientras inspeccionaba los recipientes de las toallas de papel, divisó su imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al contemplarse con mayor detalle. No le gustó nada lo que vio… ni pizca. Percibió una mirada que no había tenido dos días antes, una mirada temerosa, vigilante. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del rostro pálido y respetuoso de Robert se había adueñado de ella.

La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y susurrando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas, oyó que pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar los recipientes de toallas.

—Y entonces…

Risitas ahogadas.

—Ella lo sabe, pero…

Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido.

—La señorita Sidley está…

«¡Basta! ¡Dejad de hacer ese ruido!»

Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a causa de la luz que se filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos, unidas en su infantil excitación.

Otro pensamiento cruzó su mente.

«Ellas sabían que estaba ahí.»

Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían.

Las zarandearía. Las sacudiría hasta que les castañetearan los dientes y sus risas se convirtieran en aullidos; les golpearía la cabeza contra la pared de azulejos hasta que confesaran que lo sabían.

En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse. Parecieron alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas jorobadas que impulsaron a la señorita Sidley a retroceder hacia los lavabos de porcelana, con el corazón desbocado.

Pero las niñas siguieron riendo.

Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se convirtieron en sonidos asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido lento y turgente de humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del contenido del desagüe se tratara.

Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto, empezó a gritar. El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta adquirir proporciones dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento. Las risitas, como carcajadas del diablo, la siguieron hasta las tinieblas.

Por supuesto, no podía contarles la verdad.

La señorita Sidley lo supo desde el momento en que abrió los ojos y distinguió los rostros ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen. Esta última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín del gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban a la señora Sidley con curiosidad que se fueran a casa.

Las dos niñas le dedicaron una sonrisa… una sonrisa lenta, que indicaba que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela.

Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No permitiría que la gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros tentáculos de la senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría con sus reglas hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar el problema de raíz.

—Creo que he resbalado —explicó en tono sereno mientras se incorporaba, haciendo caso omiso del terrible dolor de espalda que la atormentaba—. Algún charco de agua.

—Es terrible —exclamó el señor Hanning—. Terrible. ¿Se ha…?

—¿Se ha hecho daño en la espalda, Emily? —intervino la señora Crossen.

El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud.

La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor.

—No —repuso—. De hecho, parece que la caída ha obrado un pequeño milagro. Hace años que no tengo la espalda tan bien.

—Podemos llamar al médico… —sugirió el señor Hanning.

—No hace falta —replicó la señorita Sidley con una sonrisa serena.

—Llamaré a un taxi desde la oficina.

—Ni hablar —objetó la señorita Sidley mientras se dirigía a la puerta del lavabo—. Siempre voy en autobús.

El señor Hanning exhaló un suspiro y miró a la señora Crossen, quien puso los ojos en blanco y permaneció en silencio.

Al día siguiente, la señorita Sidley obligó a Robert a quedarse en la escuela después de clase. El muchacho no había hecho nada malo, por lo que se limitó a acusarlo de una falta imaginaria. No sintió remordimientos por ello. Era un monstruo, no un niño. Tenía que obligarlo a confesarlo.

La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que Robert lo sabía y que esperaba que eso le favorecería. Pero se equivocaba. Esa era otra de sus pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo constante durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había sido tan intenso como en aquel momento… bueno, casi.

Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del exterior.

Durante un momento, permaneció inmóvil, con la mirada clavada en Robert. Esperó a que el niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert siguió mirándola con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse en las comisuras de sus labios.

—¿Por qué sonríes, Robert? —inquirió en voz baja.

—No lo sé —repuso el chico sin dejar de sonreír.

—Dímelo, por favor.

Robert permaneció en silencio.

Y siguió sonriendo.

Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy lejanos, como pertenecientes a un sueño. Solo el zumbido hipnótico del reloj de pared era real.

—Somos bastantes —anunció Robert de pronto, como si hablara del tiempo.

Ahora le tocó el turno a la señorita Sidley de permanecer en silencio.

—Once en esta escuela.

«Malvado —se dijo la maestra asombrada—. Muy malvado, increíblemente malvado.»

—Los niños que dicen mentiras van al infierno —replicó con toda claridad—. Sé que muchos padres ya no se lo explican a su… prole…, pero te aseguro que es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al infierno. Y las niñas también.

La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada.

—¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sidley? ¿Quiere verlo bien?

Un hormigueo recorrió la espalda de la maestra.

—Márchate —ordenó con brusquedad—. Y trae a tu madre o a tu padre a la escuela mañana. Entonces arreglaremos todo este asunto.

Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro del niño se contrajera; esperó la aparición de las lágrimas.

En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más, se amplió hasta mostrar sus dientes.

—Será como cuando traemos algo a clase para explicar qué es, ¿verdad, señorita Sidley? A Robert… al otro Robert… le gustaba ese juego. Todavía está escondido en el fondo de mi cabeza. —La sonrisa se curvó en las comisuras de los labios como si de papel quemado se tratara—. A veces se pone a correr por ahí… me pica. Quiere que le deje salir.

—Márchate —repitió la señorita Sidley en tono impávido.

El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano.

Robert empezó a transformarse.

De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos se aplanaron y ensancharon como yemas que alguien hubiese pinchado con un cuchillo, la nariz se amplió como un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se alargó, y el cabello dejó de ser cabello para convertirse en una maraña desordenada y crispada.

Robert soltó una risita ahogada.

El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su nariz, pero la nariz había devorado la parte baja de su rostro; las fosas nasales se habían fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca abierta de par en par.

Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita Sidley distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que aquel engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo dejaran salir de allí.

La maestra echó a correr.

Huyó gritando por el pasillo, y los pocos alumnos que quedaban en la escuela se volvieron para mirarla con ojos inocentes y abiertos de par en par. El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que la maestra cruzaba las amplias puertas acristaladas de la entrada, un espantapájaros loco y gesticulante dibujado contra el brillante sol de septiembre.

El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en la garganta.

—¡Señorita Sidley! ¡Señorita Sidley!

Robert salió de la clase y contempló la escena con curiosidad.

La señorita Sidley no oía ni veía nada en absoluto. Bajó a trompicones los escalones de entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la calle, dejando tras de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se escuchó el atronador y profundo sonido de un claxon, y una fracción de segundo más tarde, el autobús se precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el rostro del conductor aparecía contraído en una máscara de temor. Los frenos chirriaron como dragones enojados.

La señorita Sidley cayó al suelo, y las enormes ruedas del vehículo se detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y enclaustrado en la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando, mientras el gentío se agolpaba a su alrededor.

Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza. Estaban colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en torno a una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un pequeño sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su rostro.

A lo lejos, se escuchaba el balbuceo del conductor del autobús.

—… loca o algo así… Dios mío, unos centímetros más y…

La señorita Sidley clavó la mirada en los niños. Sus sombras la cubrían por entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos esbozaban pequeñas sonrisas enigmáticas, y la señorita Sidley supo que no tardaría en ponerse a gritar de nuevo.

En aquel instante, el señor Hanning disolvió el círculo que se había cerrado en torno a ella, ahuyentó a los niños y entonces, la señorita Sidley estalló en débiles sollozos.

No volvió a dar clase al tercer curso hasta al cabo de un mes. Con toda tranquilidad, explicó al señor Hanning que no se sentía bien últimamente, y el hombre le sugirió que acudiera a un médico y le comentara el asunto. La señorita Sidley convino en que era la única medida sensata y racional que cabía tomar. Asimismo, añadió que si la junta escolar deseaba que presentara su dimisión, se la entregaría de inmediato aunque ello le dolería mucho. Con expresión incómoda, el señor Hanning repuso que no creía que aquello hiciera falta. En consecuencia, la señorita Sidley regresó a finales de septiembre, dispuesta una vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las reglas.

Durante la primera semana, permitió que las cosas siguieran su curso. Tenía la sensación de que toda la clase la contemplaba con ojos hostiles y enigmáticos. Robert la miraba sonriendo desde su asiento en la primera fila, y la maestra no pudo reunir el valor suficiente como para llamarlo a recitar la lección.

En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se acercó a ella con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro.

—Somos tantos que no lo creería —dijo—. Ni usted ni nadie —añadió con un malvado guiño que la dejó petrificada—. Quiero decir, si intentara explicárselo a alguien…

Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio la miró con fijeza y estalló en carcajadas.

La señorita Sidley dedicó a Robert una sonrisa llena de serenidad.

—Pero, Robert, ¿de qué estás hablando?

Pero Robert continuó sonriendo mientras regresaba para incorporarse al juego.

La señorita Sidley llevó la pistola a la escuela en el bolso. El arma había pertenecido a su hermano, quien se la había arrebatado a un soldado alemán muerto poco después de la batalla del Bulge. Jim llevaba diez años muerto. No había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos cinco, pero cuando la abrió la vio brillar con destellos apagados. Los cartuchos de munición seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como le había enseñado Jim.

Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a Robert. Robert le devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que flotaba justo debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia.

No tenía idea de qué era lo que anidaba bajo la piel de Robert, y tampoco le importaba; solo esperaba que el auténtico Robert hubiera desaparecido por completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el verdadero Robert debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de aquella cosa sucia y serpenteante que había soltado una risita ahogada en la clase y la había obligado a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso de que siguiera vivo, liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de misericordia.

—Hoy haremos un examen —anunció la señorita Sidley.

Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos en sus sillas, sino que se limitaron a mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso de sus ojos. Pesados, sofocantes.

—Será un examen muy especial. Os iré llamando uno a uno al aula de mimeografía, y ahí pasaréis el examen. Después os daré un caramelo y podréis iros a casa. ¿No os parece estupendo?

Los niños esbozaron sonrisas vacuas y permanecieron en silencio.

—Robert, tú serás el primero.

Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la nariz de un modo bastante ostensible.

—Sí, señorita Sidley.

La maestra tomó su bolso y ambos recorrieron el amplio pasillo, pasando junto al apagado sonido de los alumnos que recitaban la lección tras las puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final del pasillo, junto a los lavabos. La habían insonorizado dos años antes; la vieja máquina era muy antigua y ruidosa.

La señorita Sidley cerró la puerta con llave una vez estuvieron dentro.

—Nadie puede oírte —dijo con toda tranquilidad mientras sacaba el revólver del bolso—. Ni a ti ni a esto.

—Pero somos muchos —terció Robert con una sonrisa inocente—. Muchos más de los que hay aquí en la escuela.

Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de papel del mimeógrafo.

—¿Le gustaría volver a ver cómo me transformo?

Antes de que la señorita Sidley pudiera replicar, el rostro de Robert empezó a relucir y convertirse en la máscara grotesca que ya conocía. La maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia atrás, sobre los estantes de papel, y a continuación se deslizó hasta el suelo, un niño muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho.

Tenía un aspecto patético.

La señorita Sidley se inclinó sobre él, jadeando. De pronto, palideció. El niño no se movió.

Era humano.

Era Robert.

¡No!

«Ha sido todo producto de tu imaginación, Emily. Fantasías tuyas.»

¡No, no, no!

Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a doce alumnos y los habría matado a todos si la señora Crossen no hubiera llegado a la sala en busca de un paquete de papel rayado.

La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una mano a los labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita Sidley la alcanzó y le colocó una mano en el hombro.

—Tenía que hacerse, Margaret —le explicó—. Es terrible, pero tenía que hacerse. Son todos unos monstruos.

La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados en alegres ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando. La chiquilla cuya mano sostenía la señorita Sidley empezó a llorar de un modo constante y monótono. Uaaaaahhh… uaaaahhh… uaaaahhh.

—Transfórmate —ordenó la señorita Sidley—. Enséñaselo a la señora Crossen. Demuéstrale que tenía que hacerse.

La niña siguió llorando sin comprender.

—¡Maldita sea, transfórmate! —gritó la señorita Sidley—. ¡Maldita zorra, maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! Que Dios te maldiga, ¡transfórmate!

La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un abrir y cerrar de ojos, la señora Crossen se abalanzó sobre la otra mujer como un gato. De pronto, la espalda de la señorita Sidley cedió.

No hubo juicio.

Los informes pedían a gritos un juicio, los desolados padres lanzaron juramentos histéricos contra la señorita Sidley, y la ciudad quedó paralizada, pero, al final, prevaleció la calma y no se celebró ningún juicio. La legislatura estatal estipuló oposiciones más estrictas para la admisión de maestros, y la señorita Sidley fue recluida en Juniper Hill, Augusta. Ahí se sometió a un exhaustivo análisis, se le administraron los medicamentos más avanzados y más tarde empezó a asistir a sesiones de terapia ocupacional. Al cabo de un año, bajo estricta vigilancia, se le permitió participar en una sesión de encuentro experimental.

Se llamaba Buddy Jenkins, de profesión psiquiatra.

Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las manos, mientras observaba una habitación equipada como guardería. En la pared más alejada, una vaca saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La señorita Sidley estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre las rodillas, rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y babeaban. Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos al menor indicio de agresividad por parte de la mujer.

Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sidley reaccionaba bien. Leía en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a un chiquillo que había tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico tuvo la impresión de que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció el ceño y apartó la vista de los niños.

—Sáquenme de aquí, por favor —rogó en voz baja y monótona, sin dirigirse a nadie en particular.

La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños mientras la seguían con ojos abiertos y vacuos, pero, al mismo tiempo, profundos. Uno de ellos esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos dedos en la boca en ademán malicioso.

Aquella noche, la señorita Sidley se rebanó el cuello con un trozo de espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a observar a los niños con creciente atención. Al final, apenas si podía apartar la mirada de ellos.

FIN


  • Autor: Stephen King

  • Título: Hay que aguantar a los niños

  • Título Original: Suffer the Little Children

  • Publicado en: Cavalier, febrero de 1972

  • Aparece en: Nightmares (1979)

  • Traducción: Bettina Blanch Tyroller

 
 
 


Conversaciones en una lengua muerta

Thomas Ligotti


Conveniens vitae mors fuit ista suae.OVIDIO

I

Tras despojarse del uniforme, bajó las escaleras para rebuscar en los cajones de la cocina, en los que trasteó ruidosamente entre cubiertos y utensilios de cocina. Finalmente encontró lo que buscaba. Un cuchillo de trinchar, el cuchillo de las fiestas, la herramienta tradicional que había usado todos estos años. Su cuchillito-amorcito.

Primero talló un ojo, horadando el triángulo con la punta del cuchillo y retirando con cuidado la pulpa del agujero. Pellizcó la hoja, deslizó dos dedos por el borde sin filo y desgajó el ojo sobre el periódico que había colocado con sumo cuidado junto al lavabo. Otro ojo, una nariz, una boca aullante ovalada. Listo. A falta del vaciado manual de las entrañas de semillas y fibras para reemplazarlas por una pequeña vela corta como las de vigilia. Guíalos, santo farol, a través de la oscuridad y el desastre. Hacia mí. Hacia mi yoíto-chiquitito.

Vació varias bolsas de dulces en un enorme cuenco de patatas fritas, toqueteando los caramelos aquí y allá: gruesos caramelos, bolas ácidas amargas, besos de chocolate para los niños. Probó unos cuantos masticándolos para apreciar su sabor y textura. Unos pocos más. Pero no demasiados, algunos de sus compañeros de trabajo ya empezaban a llamarle culo gordo en cuanto se daba media vuelta. Además, estropearía su cena de fiesta que tanto le había costado preparar en el escaso tiempo que le quedaba antes del anochecer. Mañana comenzaría la dieta y a prepararse comidas más frugales.

Al anochecer sacó la calabaza al porche y la colocó sobre una mesa pequeña pero alta sobre la que había dejado caer una sábana que ya no utilizaba como tal. Recorrió con la mirada el viejo vecindario. Detrás de las barandillas de otros porches y en los ventanales de un lado a otro de la calle brillaba una raza de nuevos rostros en el barrio. Los invitados de la fiesta vienen a pasar la noche, con pocas esperanzas de poder sobrevivir hasta el día siguiente. El día de Todos los Santos el padre Mickiewicz iba a celebrar una misa a primera hora de la mañana, a la cual tendría el tiempo justo de asistir antes de ir a trabajar.

Ningún niño todavía. Espera. Allí vienen, correteando por la calle: un espantapájaros, un robot, y… ¿qué es eso?… oh, un payaso de cara blanca. No era la cosa con cara de calavera que había pensado al principio, pálida y con las cuencas de los ojos vacías, como la luna que brillaba glacialmente en una de las noches más claras que jamás hubiera visto. Las estrellas eran una gélida efervescencia.

Mejor meterse dentro. Pronto llegarán. Esperando tras el cristal de la puerta principal con el brazo apoyado en el cuenco de dulces, agarró nervioso un puñado de ellos y los dejó caer uno a uno de nuevo en el cuenco, un bucanero regodeándose con su botín… un pirata con cara de color ceniza; un parche en la cuenca del ojo vacía, una calavera pirata en su gorra con una «x» marcando el lugar de las tibias, corriendo por el camino de entrada y subiendo a la carga las escaleras del porche con un sable embutido en los pantalones.

—Truco o trato.

—Bueno, bueno, bueno —dijo, elevando la entonación de cada «bueno» sucesivo—. Que me aspen si no es el mismísimo Barbanegra. ¿O es Barbazul? Siempre me olvido. Pero tú no tienes ninguna barba, ¿verdad?

El pirata sacudió la cabeza tímidamente para expresar que no.

—Entonces quizás deberíamos llamarte SinBarba, al menos hasta que empieces a afeitarte.

—Tengo bigote. Truco o trato, señor —dijo el chico, sosteniendo en alto con gesto impaciente una funda de almohada vacía.

—Y buen bigote es, sí señor. Aquí tienes, pues —dijo, lanzando un puñado de dulces al saco—. Y rebana algunas gargantas a mi salud —gritó mientras el chico daba media vuelta y se alejaba corriendo.

No debería haber dicho esas palabras tan alto. Vecinos. No, nadie le había oído. Esta noche las calles se han llenado de gente gritando, y todos los gritos parecen iguales. Se escuchan las voces por todo el vecindario, música que rebota contra la sonora tabla del silencio y la fría infinidad del otoño.

Por allí llegan algunos más. Viva.

Truco o trato: un esqueleto obeso, los michelines sobresalen por debajo de los huesos del disfraz. Qué lástima, especialmente a su edad. El culo gordo del cementerio y del patio del colegio. Dale un puñado extra de caramelos. «Muchas gracias, señor». «Venga, toma más». Entonces el esqueleto bajó anadeando los escalones del porche, y su imagen se esfumó en la vacuidad de la noche con un repiqueteo de la bolsa de papel llena de caramelos mientras se alejaba hasta convertirse en un susurro.

Truco o trato: un bebé demasiado grande, con biberón y pañal, con un problema en la piel en erupción sobre su rostro preadolescente. «Bueno, cuchi cuchi», le dijo al infante mientras dejaba caer una lluvia de caramelos dentro de su saco abierto. El bebé se marchó dando tumbos con una mueca insolente, con los pañales abultados resbalándole por la espalda y desapareciendo de nuevo en la negrura de la que había emergido momentáneamente.

Truco o trato: un vampiro enano, no podía tener más de seis años. Saluda a su mamá que le espera en la calle. «Das mucho miedo. Tus padres deben estar orgullosos. ¿Te has maquillado tú solo?», susurró. El pequeñajo levantó la mirada en silencio, tenía los ojos con manchurrones de rímel negro. A continuación usó un diminuto dedo con la uña puntiaguda pintada de esmalte negro para señalar la silueta de su guardián cerca de la calle. «Mamá, ¿eh? ¿Le gustan a ella los caramelos? Seguro que sí. Aquí tienes algunos para mamá y algunos más para ti, de los rojos bonitos para chupar. Eso es lo que a vosotros los vampiros que dais miedo os gusta, ¿verdad?», y acabó la frase con un guiño. Bajando los escalones con cuidado, el niño de la noche regresó con su madre, y ambos continuaron a la siguiente casa, uniéndose a las tropas anónimas de sus predecesores.

Otros llegaron y se marcharon. Un extraterrestre moqueando, un par de fantasmas malolientes, un tubo de dentífrico asmático. El desfile fue aumentando sus filas a medida que pasaba la noche. Se levantó el aire y una cometa rota luchaba por liberarse de las garras de un olmo al otro lado de la calle. El cielo de octubre seguía resplandeciendo sobre los árboles, como si hubieran aplicado un barniz brillante a la noche. La luna se encendió hasta desprender un destello lacrimoso, mientras las voces se apagaban abajo. Cada vez había menos disfraces dispuestos a perpetrar engaños en el vecindario. Estos serán probablemente los últimos que se acerquen al porche. De todas formas, casi no quedan dulces.

Truco o trato. Truco o trato.

Extraordinarios estos dos últimos. Obviamente hermano y hermana, quizás gemelos. No, la niña parece mayor. Una pareja ganadora, especialmente la novia.

—Bueno, felicidades a la novio y el novia. Ya sé que lo he dicho al revés. Eso es porque vosotros estáis al revés, ¿verdad? ¿De quién ha sido la idea? —preguntó lanzando dulces como si fuera arroz en la bolsa del novio con esmoquin. Qué rostros, tan claros. Estrellas relucientes.

—Eh, tú eres el cartero —dijo el chico.

—Muy observador. Te vas a casar con un tipo listo —le dijo a la chica novio.

—Yo también me he dado cuenta —respondió ella.

—Claro que sí. Sois unos chicos muy listos, los dos. Eh, chicos, debéis estar cansados después de haber estado andando toda la noche —los niños se encogieron de hombros, ignorando lo que significaba estar cansados—. Yo desde luego sí lo estoy después de entregar el correo de un lado a otro de estas calles. Y lo hago todos los días, excepto los domingos, por supuesto. Luego me voy a la iglesia. ¿Vosotros vais a la iglesia?

Aparentemente sí iban a misa. Aunque a la iglesia equivocada.

—¿Sabéis?, en nuestra iglesia organizamos excursiones y actividades de ese tipo para los niños. Eh, tengo una idea…

Un coche que circulaba por la calle redujo la velocidad mientras barría con el foco policial las casas de la otra acera. Algunos festejantes desaparecidos, probablemente.

—Da igual mi idea, chicos. Truco o trato —dijo abruptamente, colmando a la niña novio de caramelos, que se alejó inmediatamente. Luego se volvió al niño novia, a quien ofreció el resto del contenido del enorme cuenco mientras adoptaba una expresión escrupulosamente neutra al hacerlo. ¿Estaba el chico ruborizándose o era sólo la luz de la calabaza iluminada?

—Vamos, Charlie —llamó la hermana desde la acera.

—Feliz Halloween, Charlie. Hasta el año que viene.

O quizás nos veamos por el barrio.

Sus pensamientos vagaron durante unos instantes. Cuando recobró el control, los chicos ya se habían marchado, todos ellos. Excepto los imaginarios, ideales de su tipo. Como ese chico y su hermana.

Dejó que la vela terminara de quemarse en la calabaza. Que aproveche al máximo su corta vida. Al día siguiente estaría muerta y desechada con el resto de desperdicios, una carcasa apagada apoyada cariñosamente contra la bolsa de basura. Al día siguiente… El día de Todos los Santos. Recoge a Madre para ir a misa por la mañana. Podría contar como visita semanal ese sagrado día de precepto. Recuerda también hablar con el padre M. acerca de llevar a ese grupo de chavales al partido de fútbol.

Los niños. Su actuación anual ya se había celebrado, el maquillaje había sido limpiado y los disfraces estaban de nuevo en sus cajas. Después de apagar las luces del piso de arriba y el de abajo y echarse en la cama, todavía escuchaba «truco o trato» y veía sus rostros en la oscuridad. Y cuando ellos intentaban disolverse en el fondo de su mente adormecida… él los traía de nuevo.

II

«Ttrrruco o ttrrrato», parloteaba un trío de vagabundos fisgones y gandules. Hacía mucho más frío este año y él llevaba el abrigo de lana azul grisáceo con el que repartía el correo. «Éstos para ti, éstos para ti y éstos para ti», dijo en un tono de voz de neutra eficiencia. Los gorrones no se mostraron muy agradecidos por la dádiva. Ya no tienen aprecio por nada. Las cosas cambian tan rápido. Olvídalo, cierra la puerta, ráfagas heladas.

Hacía semanas que los olmos y los arces rojos del vecindario habían sido atacados por un frío poco habitual para esa época del año y se habían quedado desnudos hasta los huesos. En ese momento las nubes coagulaban el cielo, un turbio techo morado a través del cual no brillaba ninguna estrella. Se avecinaba una nevada.

Pocos niños celebraban la festividad este año, y un buen número de los que habían salido apenas parecían preocuparse por la originalidad o fastuosidad de sus disfraces. Muchos se conformaban con pintarse la cara con un trozo de corcho quemado y salir a pedir en ropa de diario.

Parecía que habían cambiado tantas cosas. Todo el mundo estaba hastiado, una máquina inexorable de cinismo. Tu madre muere inesperadamente y te dan dos días de baja en tu trabajo. Cuando regresas, la gente aún quiere tener que ver menos contigo que antes. Extraño, cómo se puede sentir la pérdida de algo que nunca estuvo ahí desde un principio. Una mujer bajita y malhumorada muere… y de repente hay una ausencia regia, como si una reina hubiera abandonado cruelmente su trono. Era la diferencia entre una noche con una sola estrella y otra sin nada más que una asfixiante oscuridad.

Pero recuerda aquellos tiempos cuando ella solía… No, nihil nisi bonum. Dejad que los muertos, etcétera, etcétera. El padre M. celebró un excelente servicio funerario, y no servía de nada arruinar esa sensación perfecta de irreversibilidad que el cura había logrado transmitir en relación a la fase terrenal de la existencia de su madre. Así que, ¿por qué traerla de nuevo a sus pensamientos? La Noche de los Muertos, recordó.

Ya no quedaban muchos emisarios de los difuntos recorriendo las calles del vecindario. Ya habían regresado a casa los que habían salido en primer lugar. Mejor cerrar hasta el próximo año, pensó. No, espera.

Aquí están otra vez, avanzada la noche como el año anterior. Quítate el abrigo, un repentino fogonazo de calor. Una vez más las cálidas estrellas habían regresado brillando con su verdadera luz. Cómo resplandecían esos dos pequeños puntos en la oscuridad. Su intensidad estelar penetró en él directamente, una brillante tensión. En esos momentos se sentía agradecido por la predominante penumbra de la noche de Halloween de ese año, la cual exacerbaba aún más su presente estado de placer. Que ambos llevaran los mismos disfraces que el año pasado era más de lo que hubiera podido desear.

—Truco o trato —dijeron desde lejos, repitiendo la invocación cuando el hombre que estaba de pie tras el cristal no respondió y se limitó a permanecer allí mirándolos. Entonces el hombre abrió la puerta de par en par.

—Hola, pareja feliz. Qué alegría veros de nuevo. ¿Os acordáis de mí, el cartero?

Los niños intercambiaron miradas y el chico respondió:

—Sí, claro —la chica coreó en respuesta con una risita, aumentando el deleite del hombre ante aquella situación.

—Bueno, aquí estamos un año más tarde y vosotros dos aún seguís vestidos y esperando a que comience la boda. ¿O es que acabáis de celebrarla? A este paso no vais a progresar mucho. ¿Y qué pasará el año que viene? ¿Y el siguiente? Nunca vais a envejecer, ¿me entendéis? Nada cambiará. ¿Os parece bien?

Los niños intentaron asentir mostrando un gesto de comprensión, pero sólo lograron unos movimientos y expresiones faciales de educado desconcierto.

—Bueno, a mí también me parece bien. Confidencialmente, desearía que las cosas hubieran dejado de cambiar para mí hace mucho tiempo. De todas formas, ¿os apetecen unos caramelos?

Los caramelos fueron ofrecidos y los niños dijeron «graaaaciiias» de la misma forma que lo habían dicho en una docena de otras casas. Pero justo antes de que pudieran seguir su camino… el hombre llamó su atención una vez más.

—Eh, creo que os vi a los dos jugando en el jardín de vuestra casa un día mientras repartía el correo. Es una casa blanca grande en Pine Court, ¿verdad?

—No —dijo el chico mientras bajaba con cuidado los escalones del porche para no tropezarse con el vestido. Su hermana ya se había alejado impaciente hasta la acera.

—Es roja con contraventanas negras. En la calle Fresno.

Y se unió a su hermana sin esperar una reacción a su respuesta y, uno al lado del otro, la novia y el novio se alejaron por la calle, ya que no parecía haber ninguna otra casa cerca donde conseguir más caramelos. El hombre observó cómo se hacían cada vez más diminutos en la distancia hasta que finalmente desaparecieron en la oscuridad.

Hace frío aquí fuera, cierra la puerta. No había nada más que hacer; había logrado fotografiar el encuentro para el álbum familiar de su imaginación. Sus rostros relucían más brillantes y claros este año. Quizás no habían cambiado en realidad ni nunca lo harían. No, pensó en la oscuridad de su dormitorio. Todo cambia y siempre a peor. Pero ellos no experimentarían ninguna transformación repentina en ese momento, no en sus pensamientos. Una y otra vez los volvía a traer para asegurarse de que eran los mismos.

Puso la alarma del reloj para despertarse para la misa de la mañana al día siguiente. Nadie le acompañaría a la iglesia este año. Tendría que ir solo.

Solo.

III

En el siguiente Halloween la nieve hizo su aparición de forma prematura, una fina base de blancura que se aferraba a la tierra y a los árboles y que le confería un pálido rostro al barrio. Brillaba bajo la luz de la luna, una espuma escarchada. Este centelleante abajo se reflejaba en las estrellas tenuemente situadas arriba en la noche. Una monstruosa masa de nubes de nieve al oeste amenazaba con entrometerse, interponiéndose entre el reflejo y su fuente y convirtiéndolo todo en un vacío gris. Todos los sonidos eran amortiguados por el frío, que los convertía en graznidos de aves migratorias en un anochecer vacío de noviembre.

Ni siquiera es noviembre aún y míralo, pensó mientras miraba por el cristal de la puerta principal. Muy pocos habían salido esa noche, y los que lo habían hecho encontraron menos casas abiertas, puertas cerradas, y las luces apagadas en los porches los apartaban dejándolos vagar a tientas por las calles. Él mismo había perdido bastante de su espíritu festivo, y ni siquiera había sacado una calabaza encendida para marcar su refugio en la noche.

Pero claro, ¿cómo habría podido cargar con un objeto tan pesado teniendo la pierna como la tenía? Una buena caída por las escaleras y comenzó a recibir del gobierno una paga por invalidez, tumbado durante meses en la soledad de su casa.

Había rezado por un castigo y sus plegarias habían sido atendidas. No la propia pierna, que sólo le producía dolor físico e inconveniencias, sino el otro castigo: la soledad. Recordaba que éste era el modo en que le habían corregido de niño: castigado al sótano, exiliado a la bodega de fría piedra sin el alivio de la luz, a excepción de un haz brumoso que entraba por un polvoriento ventanuco en un rincón. Y en ese rincón se quedaba en pie, tan cerca como podía de la luz. Fue allí cuando en una ocasión vio una mosca retorciéndose en una tela de araña. La miró y miró y finalmente la araña salió para comenzar a darse un banquete con su presa. Él lo observó todo, aturdido por el horror y el asco. Cuando acabó le entraron ganas de hacer algo. Y lo hizo. Con sigilo de predador logró agarrar a la pequeña araña y sacarla de su red. En realidad no le supo a nada, y tan solo notó un cosquilleo momentáneo sobre su lengua reseca.

—Truco o trato —oyó. Y casi se levantó para arrastrarse con su bastón hasta la puerta. Pero el lema de Halloween había sido pronunciado en otro lugar en la distancia. ¿Por qué sonó tan cerca durante un instante? Ecos de la imaginación in crescendo, donde lejos es cerca, arriba es abajo, dolor es placer. Quizá debería cerrar ya por hoy. Parecía haber tan sólo unos pocos niños celebrando la fiesta este año. Sólo los rezagados más desganados seguían por las calles a estas alturas. Bueno, en ese momento apareció uno.

—Truco o trato —dijo una suave y débil voz de niña. De pie al otro lado de la puerta había una bruja ricamente ataviada, con un abrigado chal negro y guantes negros además del vestido negro. Sostenía una vieja escoba en una mano y una bolsa en la otra.

—Tendrás que esperar un minuto —dijo él a través de la puerta mientras se esforzaba por levantarse del sofá con la ayuda del bastón. Dolor. Bien, bien. Recogió una bolsa llena de caramelos de encima de la mesita del café, estaba dispuesto a ofrecerle todo su contenido a la pequeña damisela de negro. Pero entonces reconoció quién era tras el maquillaje de color amarillo cadáver. Cuidado. No sería conveniente hacer nada extraño. Finge que no sabes quién es. Y no digas nada sobre casas rojas y contraventanas negras. Ni una palabra sobre la calle Fresno.

Para empeorar aún más las cosas, divisó la silueta de uno de los padres de pie en la acera. Garantizando la seguridad del último hijo vivo, pensó. Pero quizá tenían otros, aunque él sólo había visto al hermano y la hermana. Cuidado. Finge que no te resulta familiar; después de todo, lleva un disfraz distinto al que había llevado los últimos dos años. Sobre todo, no digas ni una sola palabra sobre ya sabes quién.

¿Y qué ocurriría si preguntase inocentemente dónde estaba su hermano pequeño este año? ¿Le diría ella: «Lo mataron», o quizás «Está muerto», o quizás sólo «Se ha ido»?, dependiendo de cómo hubieran afrontado sus padres todo el asunto. Con suerte, no tendría que enterarse.

Abrió la puerta sólo lo suficiente para entregar los dulces y con voz meliflua dijo:

—Aquí tienes, mi pequeña bruja —esta última parte se le escapó sin pretenderlo.

—Gracias —respondió ella entre dientes, entre miles de dientes de miedo y experiencia. Eso le pareció a él.

La niña dio media vuelta y mientras descendía los escalones del porche su escoba iba golpeando cada escalón a sus espaldas. Una vieja escoba desgastada e inservible. Perfecta para las brujas. Y la clase de escoba perfecta para mantener a un niño a raya. Una antigualla fea apoyada en una esquina, un utensilio de disciplina siempre a mano, siempre a la vista del niño hasta que el objeto se transformaba en una imagen de pesadilla. La escoba de Madre.

Una vez que la niña y su madre se hubieron perdido de vista, cerró la puerta al mundo y, tras haber sobrevivido al tenso episodio, se sintió realmente agradecido por una soledad que hacía tan sólo unos minutos tanto había temido.

Oscuridad. Cama.

Pero no podía dormir, y mucho menos soñar. Terrores hipnóticos se instalaron en su mente, una sucesión grotesca de imágenes parecidas a escabrosas viñetas de viejos tebeos. Rostros imposiblemente distorsionados pintados en colores chillones brincaban ante su ojo mental, totalmente fuera de su control. Éstos iban acompañados de una serie de ruidos de feria que parecían emanar de alguna zona situada entre su cerebro y el dormitorio iluminado por la luna que le envolvía. Un zumbido de voces entre excitadas y aterradas llenaba el fondo de su imaginación, interrumpidas por gritos hipernítidos que utilizaban su nombre como una excusa para producir ruido. Era una versión abstracta de la voz de su madre, aunque en esos momentos carecía de cualquier cualidad sensual que pudiera identificarla como tal, permaneciendo tan solo como una idea pura. La voz pronunciaba su nombre desde una habitación lejana de su memoria. Sam-u-el, gritaba con una terrible urgencia de oscuro origen. Entonces, de repente… truco o trato. Las palabras resonaban, cambiando de significado mientras se desvanecían en el silencio: truco o trato… por la calle… nos encontraremos… fresnos, fresnos. No, no fresnos, sino otra clase de árboles. El chico paseaba por detrás de algunos arces grandes, eclipsado por ellos. ¿Sabía que un coche lo seguía esa noche? Pánico. No lo pierdas ahora. No lo pierdas. Ah, ahí estaba, al otro lado. Bonitos árboles. Los buenos viejos árboles. El chico se volvió y llevaba en la mano una telaraña enmarañada de cuerdas cuyos extremos llegaban hasta las estrellas, que comenzó a mover como cometas o aviones de juguete o marionetas voladoras, mirando hacia el cielo nocturno y pidiendo a gritos la ayuda que nunca llegó. La voz de Madre empezó a gritar de nuevo; luego, las otras voces se mezclaron convirtiéndose en un nauseabundo y balbuceante coro de voces muertas que parloteaban al unísono. La Noche de los Muertos. Todos los muertos conversaban con él con una sola vocecilla-bobadilla.

Truco o trato, decía.

Pero ésta no sonaba como si fuera parte del delirio. Las palabras parecían originarse fuera de él, porque su articulación le sirvió para interrumpir el adormecimiento y liberarlo de su terrible peso. Con un cuidado instintivo de su pierna coja, logró arrancarse las sábanas y colocar ambos pies sobre el suelo firme. Esto le hizo sentirse seguro, pero entonces:

Truco o trato.

Se oía fuera. Alguien en el porche. «Ya voy», gritó en la oscuridad, el sonido de su propia voz le despertó al absurdo de lo que acababa de decir. ¿Es que estos meses de soledad finalmente le habían hecho pagar el precio a costa de su cordura? Escucha atentamente. Quizás no volverá a oírla.

Truco o trato. Truco o trato.

Truco, pensó. Pero tendría que bajar al primer piso para asegurarse. Esperaba ver una silueta o siluetas riéndose y jugando escabullándose en la oscuridad en el instante en que abriera la puerta. Tendría que apresurarse, no obstante, si quería pillarlos. Maldita pierna, ¿dónde está el bastón? A continuación, encontró el albornoz en la oscuridad y se lo echó encima del cuerpo en ropa interior. Y ahora a sortear esas crueles escaleras. Enciende la luz del pasillo. No, eso los alertaría de su presencia. Bien pensado.

Estaba logrando bajar las escaleras a buen ritmo teniendo en cuenta las lúgubres condiciones en las que se encontraba. Ni esto ni aquello ni la oscuridad de la noche[3]. La oscuridad de la noche. La muerte de la noche. La Noche de los Muertos.

Con esa extraña energía de los tullidos, bajó despacio por las escaleras manteniendo en todo momento su bastón un escalón por delante para apoyarse. Concéntrate, repetía en su mente, la cual estaba comenzando a vagar por extraños lugares en la oscuridad. ¡Cuidado! Casi se tropieza en ese momento. Por fin llegó a los pies de las escaleras. Escuchó un sonido que atravesó la pared desde el porche, parecido a una pequeña explosión. Bueno, aún estaban allí. Podría atraparlos y tranquilizar su mente en cuanto a la fuente de sus imaginaciones. El esfuerzo de bajar las escaleras había conseguido dejarle hiperventilado e inseguro de todo.

Intentando que transcurriera el intervalo de tiempo más corto posible entre las dos acciones, giró el cerrojo de encima del pomo y abrió la puerta tan súbitamente como fue capaz. Un viento frío se filtraba por los bordes de la puerta exterior y se coló al interior de la casa. Fuera en el porche no había ninguna señal de jóvenes traviesos. Espera, sí que la había.

Tuvo que encender las luces del porche para verla. Justo delante de la puerta una calabaza de Halloween había sido lanzada con fuerza contra el cemento, rompiendo el carnoso caparazón y explotando en cientos de fragmentos que salpicaban todo el suelo del porche. Abrió la puerta exterior para inspeccionarlo de cerca y un fuerte viento invadió la casa, soplando por encima de su cabeza con gélidas alas. Menudo vendaval, cierra la puerta. ¡Cierra la puerta!

—Pequeños gilipollas —dijo muy claramente, un intento de mitigar su sensación de caos y delirio.

—¿Quién? ¿Mi yoíto-chiquitito? —dijo una voz a sus espaldas.

En la parte superior de las escaleras. Una silueta bajita y aparentemente con algo en la mano. Un arma. Bueno, él al menos tenía un bastón.

—¿Cómo has entrado, niño? —preguntó sin estar seguro de si realmente era un niño, teniendo en cuenta su voz extrañamente híbrida.

—Ni de coña soy un niño, colega. No existen tales seres en el lugar de donde vengo. Ni caramelitos. Voy disfrazado.

—¿Cómo has entrado? —repitió, creyendo aún que podría establecer una forma racional de acceso a su vivienda.

—¿Entrado? Ya estaba dentro.

—¿Aquí? —preguntó él.

—No, no aquí. Allí-tara-rí —la figura señalaba en ese momento hacia la ventana del piso de arriba, hacia el cielo caleidoscópico—. ¿No es una maravilla? Sin niños, sin nada.

—¿Qué quieres decir? —inquirió con inspiración onírica; la normalización del sueño era lo único que impedía que su mente se derrumbase llegados a este punto.

—¿Qué quiero decir? No quiero no decir nada, asquerosillo.

Doble negación, pensó, aliviado por haber recuperado el contacto con el mundo real de la corrección gramatical. Doble negación: dos espejos vacíos reflejando el vacío del otro con una capacidad infinita, sin que nada anule a nada.

—Psí, ahí es donde vas a ir tú.

—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo? —preguntó, apretando aún más su bastón y sintiendo la proximidad del punto álgido de esta confrontación.

—¿Cómo? No te preocupes. Tú ya te has asegurado de saber cómo… ómo… ómo… ¡TRUCO O TRATO!

Y de repente la criatura bajó planeando a través de la oscuridad.

IV

Lo encontró al día siguiente el padre Mickiewicz, el cual le había telefoneado antes al ver que este puntual parroquiano no había asistido como de costumbre a la misa de la mañana del Día de Todos los Santos. La puerta estaba abierta de par en par y el cura descubrió el cuerpo a los pies de la escalera, con el albornoz y la ropa interior grotescamente desarreglados. El pobre hombre parecía haber sufrido una nueva caída, mortal en este caso. Una vida sin sentido acaba con una muerte sin sentido: Su muerte ha sido en todo conforme con su vida, como escribió Ovidio. Así declaró el cura en su elogio ad hoc, aunque no en el que leyó durante el funeral del fallecido.

Pero ¿por qué estaba la puerta abierta si se cayó por las escaleras?, se llegó a preguntar el padre M. La policía respondió a esta pregunta con teorías sobre un intruso o intrusos desconocidos. Dada la naturaleza del delito, especulaban con algún tipo de venganza, que sin embargo el testimonio informal del cura desmentía. La idea de una venganza contra un hombre así resultaba inverosímil, si no totalmente absurda. Sí, absurda. Sin embargo, el motivo no había sido el robo y parecía que el hombre había sido apaleado hasta morir, posiblemente con su propio bastón. Más tarde aparecieron indicios de que el cadáver había sido violado, pero con un objeto mucho más largo y áspero que el bastón del que originalmente se había sospechado. En esos momentos buscaban algún objeto con las dimensiones de una escoba, probablemente una escoba muy vieja, astillada y podrida. Pero jamás la encontrarían en los lugares en que estaban buscando.

FIN


  • Autor: Thomas Ligotti

  • Título: Conversaciones en una lengua muerta

  • Título Original: Conversations in a Dead Language

  • Publicado en: Deathrealm, primavera de 1989

  • Traducción: Marta Lila Murillo

 
 
 
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