top of page

Lecturas

Actualizado: 24 may




El espectro

Horacio Quiroga


Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.

Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo estamos muertos.

De todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin indiferencia, deteníame bruscamente el corazón. Y ante la idea de que alguna vez podía ser mía, la mandíbula me temblaba. ¡Enid!

Tenía ella entonces, cuando vivíamos en el mundo, la más divina belleza que la epopeya del cine ha lanzado a miles de leguas y expuesto a la mirada fija de los hombres. Sus ojos, sobre todo, fueron únicos; y jamás terciopelo de mirada tuvo un marco de pestañas como los ojos de Enid; terciopelo azul, húmedo y reposado, como la felicidad que sollozaba en ella.

La desdicha me puso ante ella cuando ya estaba casada.

No es ahora del caso ocultar nombres. Todos recuerdan a Duncan Wyoming, el extraordinario actor que, comenzando su carrera al mismo tiempo que William Hart, tuvo, como éste y a la par de éste, las mismas hondas virtudes de interpretación viril. Hart ha dado al cine todo lo que podíamos esperar de él, y es un astro que cae. De Wyoming, en cambio, no sabemos lo que podíamos haber visto, cuando apenas en el comienzo de su breve y fantástica carrera creó —como contraste con el empalagoso héroe actual— el tipo de varón rudo, áspero, feo, negligente y cuanto se quiera, pero hombre de la cabeza a los pies, por la sobriedad, el empuje y el carácter distintivos del sexo.

Hart prosiguió actuando y ya lo hemos visto.

Wyoming nos fue arrebatado en la flor de la edad, en instantes en que daba fin a dos cintas extraordinarias, según informes de la empresa: El páramo y Más allá de lo que se ve. Pero el encanto —la absorción de todos los sentimientos de un hombre— que ejerció sobre mí Enid, no tuvo sino una amargura: Wyoming, que era su marido, era también mi mejor amigo.

Habíamos pasado dos años sin vernos con Duncan; él, ocupado en sus trabajos de cine, y yo en los míos de literatura. Cuando volví a hallarlo en Hollywood, ya estaba casado.

—Aquí tienes a mi mujer —me dijo echándomela en los brazos.

Y a ella:

—Apriétalo bien, porque no tendrás un amigo como Grant. Y bésalo, si quieres.

No me besó, pero al contacto con su melena en mi cuello, sentí en el escalofrío de todos mis nervios que jamás podría yo ser un hermano para aquella mujer.

Vivimos dos meses juntos en el Canadá, y no es difícil comprender mi estado de alma respecto de Enid. Pero ni en una palabra, ni en un movimiento, ni en un gesto me vendí ante Wyoming. Sólo ella leía en mi mirada, por tranquila que fuera, cuán profundamente la deseaba.

Amor, deseo… Una y otra cosa eran en mí gemelas, agudas y mezcladas; porque si la deseaba con todas las fuerzas de mi alma incorpórea, la adoraba con todo el torrente de mi sangre sustancial.

Duncan no lo veía. ¿Cómo podía verlo?

A la entrada del invierno regresamos a Hollywood, y Wyoming cayó entonces con el ataque de gripe que debía costarle la vida. Dejaba a su viuda con fortuna y sin hijos. Pero no estaba tranquilo, por la soledad en que quedaba su mujer.

—No es la situación económica —me decía—, sino el desamparo moral. Y en este infierno del cine…

En el momento de morir, bajándonos a su mujer y a mí hasta la almohada, y con voz ya difícil:

—Confíate a Grant, Enid… Mientras lo tengas a él, no temas nada. Y tú, viejo amigo, vela por ella. Sé su hermano… No, no prometas. Ahora puedo ya pasar al otro lado…

Nada de nuevo en el dolor de Enid y el mío. A los siete días regresábamos al Canadá, a la misma choza estival que un mes antes nos había visto a los tres cenar ante la carpa. Como entonces, Enid miraba ahora el fuego, achuchada por el sereno glacial, mientras yo, de pie, la contemplaba. Y Duncan no estaba más.

Debo decirlo: en la muerte de Wyoming yo no vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras él vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó —la alimenté— con la mía propia. Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su mujer fue, mientras él vivió —y lo hubiera sido eternamente—, intangible para mí. Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que él acaba de fracasar. Y Enid era mi vida, mi porvenir, mi aliento y mi ansia de vivir, que nadie, ni Duncan —mi amigo íntimo, pero muerto—, podía negarme.

Vela por ella… ¡Sí, mas dándole lo que él le había restado al perder su turno: la adoración de una vida entera consagrada a ella!

Durante dos meses, a su lado de día y de noche, velé por ella como un hermano. Pero al tercero caí a sus pies.

Enid me miró inmóvil, y seguramente subieron a su memoria los últimos instantes de Wyoming, porque me rechazó violentamente. Pero yo no quité la cabeza de su falda.

—Te amo, Enid —le dije—. Sin ti me muero…

—¡Tú, Guillermo! —murmuró ella—. ¡Es horrible oírte decir esto!

—Todo lo que quieras —repliqué—. Pero te amo inmensamente.

—¡Cállate, cállate!

—Y te he amado siempre… Ya lo sabes…

—¡No, no sé!

—Sí, lo sabes.

Enid me apartaba siempre, y yo resistía con la cabeza entre sus rodillas.

—Dime que lo sabías…

—¡No, cállate! Estamos profanando…

—Dime que lo sabías…

—¡Guillermo!

—Dime solamente que sabías que siempre te he querido…

Sus brazos se rindieron cansados, y yo levanté la cabeza. Encontré sus ojos al instante, un solo instante, antes que Enid se doblegara a llorar sobre sus propias rodillas.

La dejé sola; y cuando una hora después volví a entrar, blanco de nieve, nadie hubiera sospechado, al ver nuestro simulado y tranquilo afecto de todos los días, que acabábamos de tender, hasta hacerlas sangrar, las cuerdas de nuestros corazones.

Porque en la alianza de Enid y Wyoming no había habido nunca amor. Faltole siempre una llamarada de insensatez, extravío, injusticia —la llama de pasión que quema la moral entera de un hombre y abrasa a la mujer en largos sollozos de fuego—. Enid había querido a su esposo, nada más; y lo había querido, nada más que querido ante mí, que era la cálida sombra de su corazón, donde ardía lo que no le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse todo lo que de ella no alcanzaba hasta él.

La muerte, luego, dejando hueco que yo debía llenar con el afecto de un hermano… ¡De hermano, a ella, Enid, que era mi sola sed de dicha en el inmenso mundo!

A los tres días de la escena que acabo de relatar regresamos a Hollywood. Y un mes más tarde se repetía exactamente la situación: yo de nuevo a los pies de Enid con la cabeza en sus rodillas, y ella queriendo evitarlo.

—Te amo cada día más, Enid…

—¡Guillermo!

—Dime que algún día me querrás.

—¡No!

—Dime solamente que estás convencida de cuánto te amo.

—¡No!

—Dímelo.

—¡Déjame! ¿No ves que me estás haciendo sufrir de un modo horrible?

Y al sentirme temblar mudo sobre el altar de sus rodillas, bruscamente me levantó la cara entre las manos:

—¡Pero déjame, te digo! ¡Déjame! ¿No ves que también te quiero con toda el alma y que estamos cometiendo un crimen?

Cuatro meses justos, ciento veinte días transcurridos apenas desde la muerte del hombre que ella amó, del amigo que me había interpuesto como un velo protector entre su mujer y un nuevo amor…

Abrevio. Tan hondo y compenetrado fue el nuestro, que aun hoy me pregunto con asombro qué finalidad absurda pudieron haber tenido nuestras vidas de no habernos encontrado por bajo de los brazos de Wyoming.

Una noche —estábamos en Nueva York— me enteré que se pasaba por fin El páramo, una de las dos cintas de que he hablado, y cuyo estreno se esperaba con ansiedad. Yo también tenía el más vivo interés de verla, y se lo propuse a Enid. ¿Por qué no?

Un largo rato nos miramos; una eternidad de silencio, durante el cual el recuerdo galopó hacia atrás entre derrumbamiento de nieve y caras agónicas. Pero la mirada de Enid era la vida misma, y presto entre el terciopelo húmedo de sus ojos y los míos no medió sino la dicha convulsiva de adorarnos. ¡Y nada más!

Fuimos al Metropole, y desde la penumbra rojiza del palco vimos aparecer, enorme y con el rostro más blanco que a la hora de morir, a Duncan Wyoming. Sentí temblar bajo mi mano el brazo de Enid.

¡Duncan!

Sus mismos gestos eran aquéllos. Su misma sonrisa confiada era la de sus labios. Era su misma enérgica figura la que se deslizaba adherida a la pantalla. Y a veinte metros de él, era su misma mujer la que estaba bajo los dedos del amigo íntimo…

Mientras la sala estuvo a oscuras, ni Enid ni yo pronunciamos una palabra ni dejamos un instante de mirar. Largas lágrimas rodaban por sus mejillas, y me sonreía. Me sonreía sin tratar de ocultarme sus lágrimas.

—Sí, comprendo, amor mío… —murmuré, con los labios sobre el extremo de sus pieles, que, siendo un oscuro detalle de su traje, era asimismo toda su persona idolatrada—. Comprendo, pero no nos rindamos… ¿Sí?… Así olvidaremos…

Por toda respuesta, Enid, sonriéndome siempre, se recogió muda a mi cuello.

A la noche siguiente volvimos. ¿Qué debíamos olvidar? La presencia del otro, vibrante en el haz de luz que lo transportaba a la pantalla palpitante de la vida; su inconsciencia de la situación; su confianza en la mujer y el amigo; esto era precisamente a lo que debíamos acostumbrarnos.

Una y otra noche, siempre atentos a los personajes, asistimos al éxito creciente de El páramo.

La actuación de Wyoming era sobresaliente y se desarrollaba en un drama de brutal energía: una pequeña parte en los bosques del Canadá y el resto en la misma Nueva York. La situación central constituíala una escena en que Wyoming, herido en la lucha con un hombre, tiene bruscamente la revelación del amor de su mujer por ese hombre, a quien él acaba de matar por motivos aparte de este amor. Wyoming acababa de atarse un pañuelo a la frente. Y tendido en el diván, jadeando aún de fatiga, asistía a la desesperación de su mujer sobre el cadáver del amante.

Pocas veces la revelación del derrumbe, la desolación y el odio han subido al rostro humano con más violenta claridad que en esa circunstancia a los ojos de Wyoming. La dirección del film había exprimido hasta la tortura aquel prodigio de expresión, y la escena se sostenía un infinito número de segundos, cuando uno solo bastaba para mostrar al rojo blanco la crisis de un corazón en aquel estado.

Enid y yo, juntos e inmóviles en la oscuridad, admirábamos como nadie al muerto amigo, cuyas pestañas nos tocaban casi cuando Wyoming venía desde el fondo a llenar él solo la pantalla. Y al alejarse de nuevo a la escena del conjunto, la sala entera parecía estirarse en perspectiva. Y Enid y yo, con un ligero vértigo por este juego, sentíamos aún el roce de los cabellos de Duncan que habían llegado a rozarnos.

¿Por qué continuábamos yendo al Metropole? ¿Qué desviación de nuestras conciencias nos llevaba allá noche a noche a empapar en sangre nuestro amor inmaculado? ¿Qué presagio nos arrastraba como a sonámbulos ante una acusación alucinante que no se dirigía a nosotros, puesto que los ojos de Wyoming estaban vueltos al otro lado?

¿A dónde miraban? No sé a dónde, a un palco cualquiera de nuestra izquierda. Pero una noche noté, lo sentí en la raíz de los cabellos, que los ojos se estaban volviendo hacia nosotros. Enid debió de notarlo también, porque sentí bajo mi mano la honda sacudida de sus hombros.

Hay leyes naturales, principios físicos que nos enseñan cuán fría magia es ésa de los espectros fotográficos danzando en la pantalla, remedando hasta en los más íntimos detalles una vida que se perdió. Esa alucinación en blanco y negro es sólo la persistencia helada de un instante, el relieve inmutable de un segundo vital. Más fácil nos sería ver a nuestro lado a un muerto que deja la tumba para acompañarnos, que percibir el más leve cambio en el rostro lívido de un film.

Perfectamente. Pero a despecho de las leyes y los principios, Wyoming nos estaba viendo. Si para la sala, El páramo era una ficción novelesca, y Wyoming vivía sólo por una ironía de la luz; si no era más que un frente eléctrico de lámina sin costados ni fondo, para nosotros —Wyoming, Enid y yo— la escena filmada vivía flagrante, pero no en la pantalla, sino en un palco, donde nuestro amor sin culpa se transformaba en monstruosa infidelidad ante el marido vivo

¿Farsa del actor? ¿Odio fingido por Duncan ante aquel cuadro de El páramo?

¡No! Allí estaba la brutal revelación; la tierna esposa y el amigo íntimo en la sala de espectáculos, riéndose, con las cabezas juntas, de la confianza depositada en ellos…

Pero no nos reíamos, porque noche a noche, palco tras palco, la mirada se iba volviendo cada vez más a nosotros.

«¡Falta un poco aún!…» —me decía yo.

«Mañana será…» —pensaba Enid.

Mientras el Metropole ardía de luz, el mundo real de las leyes físicas se apoderaba de nosotros y respirábamos profundamente.

Pero en la brusca cesación de luz, que como un golpe sentíamos dolorosamente en los nervios, el drama espectral nos cogía otra vez.

A mil leguas de Nueva York, encajonado bajo tierra, estaba tendido sin ojos Duncan Wyoming. Mas su sorpresa ante el frenético olvido de Enid, su ira y su venganza estaban vivas allí, encendiendo el rastro químico de Wyoming, moviéndose en sus ojos vivos, que acababan, por fin, de fijarse en los nuestros.

Enid ahogó un grito y se abrazó desesperadamente a mí.

—¡Guillermo!

—Cállate, por favor…

—¡Es que ahora acaba de bajar una pierna del diván!

Sentí que la piel de la espalda se me erizaba, y miré:

Con lentitud de fiera y los ojos clavados sobre nosotros, Wyoming se incorporaba del diván. Enid y yo lo vimos levantarse, avanzar hacia nosotros desde el fondo de la escena, llegar al monstruoso primer plano… Un fulgor deslumbrante nos cegó, a tiempo que Enid lanzaba un grito.

La cinta acababa de quemarse.

Mas, en la sala iluminada las cabezas todas estaban vueltas hacia nosotros. Algunos se incorporaron en el asiento a ver lo que pasaba.

—La señora está enferma; parece una muerta —dijo alguno en la platea.

—Más muerto parece él —agregó otro.

El acomodador nos tendía ya los abrigos y salimos.

¿Qué más? Nada, sino que en todo el día siguiente Enid y yo no nos vimos. Únicamente al mirarnos por primera vez de noche para dirigirnos al Metropole, Enid tenía ya en sus pupilas profundas la tiniebla del más allá, y yo tenía un revólver en el bolsillo.

No sé si alguno en la sala reconoció en nosotros a los enfermos de la noche anterior. La luz se apagó, se encendió y tornó a apagarse, sin que lograra reposarse una sola idea normal en el cerebro de Guillermo Grant, y sin que los dedos crispados de este hombre abandonaran un instante el gatillo.

Yo fui toda la vida dueño de mí. Lo fui hasta la noche anterior, cuando contra toda justicia un frío espectro que desempeñaba su función fotográfica de todos los días crió dedos estranguladores para dirigirse a un palco a terminar el film.

Como en la noche anterior, nadie notaba en la pantalla algo anormal, y es evidente que Wyoming continuaba jadeante adherido al diván. Pero Enid —¡Enid entre mis brazos!— tenía la cara vuelta a la luz, pronta para gritar… ¡cuando Wyoming se incorporó por fin!

Yo lo vi adelantarse, crecer, llegar al borde mismo de la pantalla, sin apartar la mirada de la mía. Lo vi desprenderse, venir hacia nosotros en el haz de luz; venir en el aire por sobre las cabezas de la platea, alzándose, llegar hasta nosotros con la cabeza vendada. Lo vi extender las zarpas de sus dedos… a tiempo que Enid lanzaba un horrible alarido, de esos en que con una cuerda vocal se ha rasgado la razón entera, e hice fuego.

No puedo decir qué pasó en el primer instante. Pero en pos de los primeros momentos de confusión y de humo, me vi con el cuerpo colgado fuera del antepecho, muerto.

Desde el instante en que Wyoming se había incorporado en el diván, dirigí el cañón del revólver a su cabeza. Lo recuerdo con toda nitidez. Y era yo quien había recibido la bala en la sien.

Estoy completamente seguro de que quise dirigir el arma contra Duncan. Solamente que, creyendo apuntar al asesino, en realidad apuntaba contra mí mismo. Fue un error, una simple equivocación, nada más; pero que me costó la vida.

Tres días después Enid quedaba a su vez desalojada de este mundo. Y aquí concluye nuestro idilio.

Pero no ha concluido aún. No son suficientes un tiro y un espectro para desvanecer un amor como el nuestro. Más allá de la muerte, de la vida y de sus rencores, Enid y yo nos hemos encontrado. Invisibles dentro del mundo vivo, Enid y yo estamos siempre juntos, esperando el anuncio de otro estreno cinematográfico.

Hemos recorrido el mundo. Todo es posible esperar menos que el más leve incidente de un film pase inadvertido a nuestros ojos. No hemos vuelto a ver más El páramo. La actuación de Wyoming en él no puede ya depararnos sorpresas, fuera de las que tan dolorosamente pagamos.

Ahora nuestra esperanza está puesta en Más allá de lo que se ve. Desde hace siete años la empresa filmadora anuncia su estreno y hace siete años que Enid y yo esperamos. Duncan es su protagonista; pero no estaremos más en el palco, por lo menos en las condiciones en que fuimos vencidos. En las presentes circunstancias, Duncan puede cometer un error que nos permita entrar de nuevo en el mundo visible, del mismo modo que nuestras personas vivas, hace siete años, le permitieron animar la helada lámina de su film.

Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía, si se equivoca al vernos y hace en la tumba el menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el camino está entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming, y su eléctrica resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no seguiremos el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella de nuevo. Y es el mundo cálido del que estamos expulsados, el amor tangible y vibrante de cada sentido humano, lo que nos espera entonces a Enid y a mí.

Dentro de un mes o de un año, ello llegará. Sólo nos inquieta la posibilidad de que Más allá de lo que se ve se estrene bajo otro nombre, como es costumbre en esta ciudad. Para evitarlo, no perdemos un estreno. Noche a noche entramos a las diez en punto en el Gran Splendid, donde nos instalamos en un palco vacío o ya ocupado, indiferentemente.

FIN


  • Autor: Horacio Quiroga

  • Título: El espectro

  • Publicado en: El Hogar, Buenos Aires, 29 de julio de 1921

  • Aparece en: El desierto (1924)

 
 
 

Actualizado: 24 may




La marca de Caín

Arthur C. Clarke


Tibor no lo vio. Estaba durmiendo e inmerso en su inevitable y doloroso sueño.

Sólo Joey se encontraba despierto sobre cubierta, en la fresca quietud que precede a la aurora, cuando apareció el llameante meteoro encima de Nueva Guinea. Observó cómo ascendía el cielo hasta pasar directamente por encima de su cabeza, apagando las estrellas y proyectando sombras que se movían rápidamente sobre la atestada cubierta. La fuerte luz perfiló el aparejo desnudo, las cuerdas enrolladas y los tubos de aire, las escafandras hábilmente colocadas para la noche, incluso la isla baja y cubierta de palmeras a media milla de distancia. Al pasar hacia el sudoeste, sobre el vacío del Pacifico, empezó a desintegrarse.

Desprendió glóbulos incandescentes, dejando una estela de fuego a lo largo de un cuarto de su trayectoria en el cielo. Empezaba ya a extinguirse cuando Joey lo perdió de vista. Todavía resplandeciendo, se hundió en el horizonte, como si tratase de arrojarse contra la cara del sol oculto.

Si la vista era espectacular, el silencio absoluto resultaba enervante. Joey se quedó esperando, pero ningún sonido llegaba del cielo hendido. Cuando unos minutos más tarde se oyó un súbito chasquido en el mar, a poca distancia, la sorpresa le produjo un involuntario sobresalto; después se maldijo por haberse dejado asustar por una manta, aunque tenía que ser muy grande para haber hecho aquel ruido al saltar. No oyó nada más, y entonces volvió a dormirse.

En su estrecha litera, a popa del compresor de aire, Tibor no oyó nada. Dormía tan profundamente después del trabajo del día que le quedaba poca energía, incluso para los sueños. Y cuando los tenía, no eran los que hubiese querido. En las horas de oscuridad, cuando su mente rondaba por el pasado, nunca se detenía, en recuerdos de deseo. Había tenido mujeres en Sydney, en Brisbane, en Darwin y en Thursday Island, pero ninguna en sus sueños. Lo único que siempre recordaba al despertar, en la fétida quietud del camarote, era el polvo, el fuego y la sangre cuando los tanques rusos entraron en Budapest. Sus sueños no eran de amor sino sólo de odio.

Cuando Nick lo sacudió para despertarlo, estaba esquivando a los guardias en la frontera austríaca. Tardó unos segundos en hacer el viaje de quince mil kilómetros hasta el Great Barrier Reef. Entonces bostezó, echó a patadas a las cucarachas que le hacían cosquillas en los dedos de los pies, y bajó de la litera.

El desayuno era el mismo de siempre, desde luego: arroz, huevos de tortuga y carne en conserva, regado todo ello con té fuerte y dulce. Lo mejor de la comida de Joey era la abundancia. Tibor estaba acostumbrado a la monótona dieta. Lo compensaba, al igual que de otras privaciones, cuando volvía al continente.

El sol apenas había asomado en el horizonte cuando amontonaron los platos en la pequeña cocina y el lugre emprendió su ruta. Nick parecía animado al ponerse al timón y apartarse de la isla. El viejo pescador de perlas tenía motivos para estarlo, ya que el banco de conchas en el que trabajaban era el más rico que Tibor había visto jamás. Con un poco de suerte llenarían la bodega en un día o dos y volverían a Thursday Island con media tonelada de conchas a bordo. Y entonces, con un poco más de suerte, podría dejar este peligroso trabajo y volver a la civilización.

Y no es que lamentase nada. El griego lo había tratado bien, y él había encontrado algunas perlas muy buenas al abrir las conchas. Pero ahora, después de nueve meses en el Reef, comprendía por qué el número de submarinistas blancos podía contarse con los dedos de una mano. Los japoneses, los canacas y los isleños podían soportarlo; pero muy pocos europeos.

El diésel enmudeció y el Arafura se detuvo.

Estaban a unos tres kilómetros de la isla, baja y verde sobre el agua, pero separada de ésta por una estrecha franja de playa deslumbrante. No era más que un banco de arena sin nombre, del que había logrado apoderarse un pequeño bosque. Sus únicos moradores eran las innumerables y estúpidas pardelas que anidaban en el blando suelo y hacían la noche odiosa con sus gritos agoreros.

Los tres buceadores apenas hablaron mientras se vestían. Cada uno sabía lo que tenía qué hacer y no perdía tiempo en llevarlo a cabo. Al abrocharse Tibor la gruesa chaqueta de twill, Blanco, su ayudante, lavó el cristal del casco con vinagre, para que no se empañase. Entonces Tibor bajó por la escalera de cuerda, mientras le ponían el pesado casco y el coselete de plomo.

Aparte de la chaqueta, cuyo relleno repartía el peso por igual sobre sus hombros, llevaba su ropa corriente. En aquellas aguas cálidas no había necesidad de trajes de caucho. El casco actuaba simplemente como una pequeña campana de buzo mantenida en posición por su propio peso. En caso de emergencia, el que lo llevaba (si tenía suerte) podía desprenderse de él y subir nadando sin estorbos a la superficie. Tibor lo había visto hacer, pero no tenía el menor deseo de experimentarlo.

Cada vez que se plantaba en el último escalón, agarrando el saco para las conchas con una mano y el cable de seguridad con la otra, acudía a su mente la misma idea. Estaba dejando el mundo que conocía; pero ¿era para una hora… o para siempre?

Abajo, en el fondo del mar, estaban las riquezas y la muerte y uno no podía estar seguro de cuál de las dos cosas le esperaba allí. Lo más probable es que fuera un día más de trabajo pesado y sin incidentes, como lo eran la mayoría de los días de la vida monótona del pescador de perlas. Pero Tibor había visto morir a uno de sus compañeros al enredarse el tubo del aire en la hélice del Arafura. Y había sido testigo de la agonía de otro, víctima de la enfermedad de los buzos. En el mar, nada era nunca seguro o cierto. Uno se arriesgaba con los ojos abiertos.

Y si perdía, de nada servían las lamentaciones.

Se apartó de la escalera, y el mundo del sol y el cielo dejó de existir. Debido al peso del casco, tuvo que agitar frenéticamente los pies para mantener el cuerpo vertical. Sólo podía distinguir una niebla azul y amorfa al hundirse hacia el fondo. Esperó que Blanco no tirase demasiado pronto del cable de seguridad. Tragando saliva y bufando, trató de despejar los oídos al aumentar la presión. El derecho se «destapó» con bastante rapidez, pero un dolor punzante, insoportable, aumentó rápidamente en el izquierdo, que lo molestaba desde hacía varios días. Metió la mano debajo del casco, se tapó la nariz y sopló con toda su fuerza. Hubo una brusca y silenciosa explosión dentro de su cabeza y el dolor cesó al instante. Ya no tendría más dificultades en esta inmersión.

Tibor tocó el fondo antes de verlo.

Su visión hacia abajo era muy limitada pues no podía inclinarse sin correr el riesgo de que se inundase el casco. Podía ver a su alrededor, pero no inmediatamente debajo de él. Lo que contempló era tranquilizador en su monotonía: un llano cenagoso y ligeramente ondulado que se difuminaba a unos tres metros de distancia. A un metro a su izquierda un pececillo mordisqueaba un trozo de coral del tamaño y la forma de un abanico. Esto era todo. Aquí no había belleza ni era un lugar de ensueño submarino. Pero había dinero. Y eso era lo que importaba.

El cable de seguridad dio un ligero tirón al empezar a derivar en la dirección del viento, moviéndose de lado sobre el sector, y Tibor empezó a avanzar con el paso saltarín y lento que le imponía la ingravidez y la resistencia del agua. Como buzo número dos, trabajaba desde la proa. En medio estaba Stephen, todavía algo inexperto, y a popa Billy, el primer buzo. Los tres hombres raras veces se veían cuándo estaban trabajando; cada uno tenía su propio territorio que explorar, mientras el Arafura se deslizaba en silencio a favor del viento. Sólo en los extremos de los zigzags que trazaban, a veces se veían de refilón como vagas sombras entre niebla.

Se necesitaba práctica para distinguir las conchas debajo del camuflaje de algas y hierbas, pero con frecuencia los moluscos se delataban ellos mismos. Cuando sentían las vibraciones del hombre que se acercaba, se cerraban de golpe, y entonces se producía un fugaz destello nacarado en la penumbra. Sin embargo, incluso éstas escapaban a veces pues el barco en movimiento podía arrastrar al pescador antes de que pudiese agarrar su presa. En los primeros días de aprendizaje, a Tibor se le habían escapado bastantes ostras grandes, cualquiera de las cuales podía haber contenido una perla fabulosa. O así se lo había imaginado, antes de que se extinguiese para él el atractivo de la profesión y se percatase de que aquellas perlas resultaban tan raras que era mejor olvidarse de ellas.

La perla más valiosa que había pescado se había vendido por veinte libras, y las conchas que recogía en una buena mañana valían más. Si la industria hubiese dependido de las perlas y no del nácar, habría quebrado hacía años. No había sentido del tiempo en este mundo de niebla. Uno caminaba debajo de la embarcación móvil e invisible, con el zumbido del compresor de aire golpeándole los oídos, y la verde neblina moviéndose delante de los ojos. A largos intervalos se descubría una concha, se la arrancaba del fondo del mar y se metía en la bolsa. Si uno tenía suerte, podía recoger un par de docenas en una sola inmersión. Pero también era posible que no encontrase ninguna.

Uno estaba alerta ante el peligro, pero éste no le preocupaba. Los verdaderos riesgos eran accidentes sencillos y nada espectaculares, como que se enredasen el tubo del aire o el cable de seguridad, no los tiburones, los grandes peces ni los pulpos. Los tiburones huían al descubrir burbujas de aire y en todas las horas de inmersión, Tibor sólo había visto un pulpo de medio metro de diámetro. En cuanto a los peces gigantescos, bueno, había que tomarlos en serio porque se podían tragar de golpe a un buzo si estaban hambrientos. Pero no era probable encontrarlos en esta llanura desalada. No había cuevas de coral donde pudiesen establecer sus hogares.

Por consiguiente, la impresión no habría sido tan fuerte, si este ambiente gris y uniforme no le hubiese dado una sensación de seguridad.

Estaba caminando con regularidad hacia una pared de niebla inalcanzable que se retiraba tan deprisa como acercaba él. Y entonces, sin previo aviso, una particular pesadilla tomó cuerpo encima de él.

Tibor odiaba las arañas, y había cierta criatura en el mar que parecía deliberadamente dispuesta a aprovecharse de aquella fobia. Él no había visto ninguna y su mente había eludido siempre la idea de semejante encuentro, pero sabía que el cangrejo araña japonés puede medir tres metros y medio desde las patas de un lado a las del otro. El hecho de que fuese inofensivo no le importaba en absoluto. Un cangrejo araña grande como un hombre no tenía derecho a la existencia.

En cuanto vio aparecer aquella jaula de miembros flacos en la masa gris de las aguas, Tibor empezó a chillar con terror incontrolable. No recordaba haber tirado del cable de seguridad, pero Blanco reaccionó con la percepción instantánea del ayudante ideal. Resonando todavía sus gritos en el casco, Tibor sintió que lo arrancaban del fondo del mar y lo subían hacia la luz, el aire… y la cordura.

Mientras ascendía, comprendió lo absurdo de su miedo y recuperó algo de su dominio. Pero cuando Blanco le quitó el casco, aún temblaba violentamente y tardó algún tiempo en poder hablar.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó Nick—. ¿Es que todos queréis terminar el trabajo antes de la hora?

Entonces Tibor se dio cuenta de que no había sido el primero en subir. Stephen estaba sentado en mitad del barco, fumando un cigarrillo, y al parecer totalmente despreocupado. Un ayudante izaba al buzo de popa, que se preguntaría sin duda qué había sucedido, ya que el Arafura se había detenido y todas las operaciones se habían suspendido hasta que se resolviese la cuestión.

—Hay una especie de embarcación hundida ahí abajo —dijo Tibor—. Tropecé con ella. Lo único que pude ver fue un montón de cuerdas y de palos.

Para su gran contrariedad, el recuerdo hizo que empezase a temblar de nuevo.

—No veo por qué eso te provocó el tembleque —gruñó Nick.

Tampoco podía comprenderlo Tibor, sobre la cubierta bañada por el sol. Era imposible explicar cómo podía una forma inofensiva, vista a través de una niebla, llenar completamente la mente de terror.

—Casi me enredé con aquello —mintió—. Blanco tiró de mí con el tiempo justo.

—¡Hum! —murmuró Nick, no muy convencido—. En todo caso, no es un barco. —Señaló hacia el buzo que estaba en mitad de la embarcación—. Steve tropezó con un montón de cuerdas y de tela, dice que como un nylon grueso. Parece una especie de paracaídas. —El viejo griego miró disgustado la mojada colilla de su puro y la arrojó por encima de la borda—. En cuanto hayas subido Billy, iremos a echar un vistazo. Puede que valga algo; recordad lo que le ocurrió a Jo Chambers.

Tibor lo recordaba; la historia era famosa a lo largo del Great Barrier Reef. Jo había sido un pescador solitario que, en los últimos meses de la guerra, había descubierto un DC-3 en aguas poco profundas a pocos kilómetros de la costa de Queensland. Después de prodigios de recuperación sin ayuda de nadie, se había abierto paso en el fuselaje y empezado a descargar cajas de herramientas perfectamente protegidas con envolturas impermeables. Durante un tiempo había realizado un fructífero negocio de importaciones, pero cuando la policía dio con él, reveló de mala gana la identidad de su proveedor. Los «polis» australianos pueden ser muy persuasivos.

Y fue entonces, después de semanas y semanas de fatigoso trabajo debajo del agua, cuando Jo descubrió lo que había estado transportando el DC-3 además de las herramientas que, por valor de unos pocos miles de dólares, había estado vendiendo a los garajes y talleres del continente.

Las grandes cajas de madera que no se había decidido a abrir contenían la paga de una semana de las fuerzas del Pacífico.

Aquí no habría tanta suerte, pensó Tibor al saltar de nuevo al agua. Pero el avión (o lo que fuese) podía contener instrumentos valiosos y tal vez habría una recompensa para quien los descubriese. Además, estaba en deuda consigo mismo. Quería ver exactamente qué era lo que le había causado semejante susto.

Diez minutos más tarde supo que no era ningún avión. Tenía otra forma y era mucho más pequeño; sólo unos seis metros de largo y la mitad de ancho. El estrecho objeto tenía escotillas de acceso y pequeñas portillas a través de las cuales atisbaban el mundo unos instrumentos desconocidos. Daba la impresión de estar desarmado, aunque un extremo parecía haber sido fundido por un terrible calor. Del otro brotaba una maraña de antenas, todas ellas rotas o torcidas por el choque contra el agua. Incluso ahora tenían un increíble parecido con las patas de un insecto gigante.

Tibor no era tonto. Enseguida sospechó lo que era aquello.

Sólo subsistía un problema, y lo resolvió con facilidad. Aunque borradas en parte por el calor, aún había palabras legibles grabadas en algunas escotillas. Los caracteres eran cirílicos, y Tibor conocía el ruso lo bastante como para captar referencias a materiales electrónicos y sistemas de presurización.

«Así que han perdido un sputnik», se dijo, satisfecho. Podía imaginar lo sucedido. Aquella cosa había descendido demasiado aprisa y a un lugar equivocado. En uno de los extremos había restos de flotadores; se habían reventado con el impacto y el vehículo se había hundido como una piedra.

La tripulación del Arafura tendría que disculparse con Joey. No había estado bebiendo. Lo que había visto arder en el cielo seguramente sería el cohete portador, que se había separado de su carga y caído sin control en la atmósfera de la Tierra.

Tibor permaneció durante mucho rato en el fondo del mar, con las rodillas dobladas a la manera típica del buzo, mientras observaba aquella criatura del espacio atrapada ahora en el elemento extraño. Su mente estaba llena de planes a medio elaborar, pero ninguno de ellos estaba todavía claro.

Ya no le importaba el dinero del salvamento. La perspectiva de la venganza era mucho más importante.

Aquí estaba una de las creaciones de las que más se enorgullecía la tecnología soviética, y Szabo Tibor, oriundo de Budapest, era el único hombre del mundo que lo sabía.

Tenía que haber alguna manera de aprovechar la situación, de producir daño al país y a la causa que ahora odiaba con tan ardiente intensidad. Aún no se había entretenido en analizar el verdadero motivo de este odio. Aquí, en este mundo solitario de mar y cielo, de vaporosos manglares y deslumbrantes bancos de coral, no había nada que le recordase el pasado. Sin embargo, no podía librarse de él. Algunas veces despertaban los demonios de su mente y tenía accesos de rabia o un deseo cruel y desenfrenado de destrucción. Hasta ahora había tenido suerte; no había matado a nadie. Pero algún día…

Un inquieto tirón de Blanco interrumpió sus sueños de venganza.

Dio una señal tranquilizadora a su ayudante e inició un examen más atento de la cápsula. ¿Cuánto pesaba? ¿Podía ser izada fácilmente? Debía descubrir muchas cosas, antes de trazar algún plan definitivo.

Se apoyó en la pared de metal ondulado y empujó cautelosamente. Percibió un claro movimiento, al oscilar la cápsula sobre el fondo marino. Tal vez podría ser levantada, incluso con las pocas poleas de que disponía el Arafura. Probablemente era más ligera de lo que parecía.

Tibor apretó el casco contra la sección plana de la cápsula y escuchó con atención.

Había tenido cierta esperanza de oír algún ruido mecánico, como el zumbido de motores eléctricos. Pero el silencio era absoluto. Golpeó el metal con el mango de su cuchillo, tratando de calcular su grosor y de localizar cualquier punto débil. Su tercer intento dio resultado, pero no fue lo que esperaba.

La cápsula le respondió con un furioso y desesperado repiqueteo.

Hasta este momento a Tibor no se le había ocurrido pensar que pudiese haber alguien en el interior. La cápsula le había parecido demasiado pequeña.

Entonces se dio cuenta de que había estado pensando en términos de aviación convencional. Allí había espacio suficiente para un pequeño camarote a presión en el que un abnegado astronauta podría pasar unas pocas horas encogido.

Así como un calidoscopio puede cambiar completamente su dibujo en un solo movimiento, así los planes medio elaborados en la mente de Tibor se disolvieron y cristalizaron después en una nueva forma. Se humedeció los labios con la lengua detrás del grueso cristal del casco. Si Nick hubiese podido verlo, ahora se habría preguntado, como había hecho ya algunas veces, si su buzo número dos estaba completamente cuerdo. Todas sus ideas de una venganza remota e impersonal contra algo tan abstracto como una nación o una máquina se alejaron de su mente.

Ahora sería una cuestión de hombre a hombre.

—Te has tomado tiempo, ¿no? —dijo Nick—. ¿Qué has descubierto?

—Es ruso —dijo Tibor—. Algún tipo de sputnik. Si lo atamos con una cuerda creo que podremos levantarlo del fondo. Pero es demasiado pesado para subirlo a bordo.

Nick dio una chupada a su eterno puro, con expresión reflexiva.

El jefe estaba preocupado por una cuestión que no se le había ocurrido a Tibor. Si se realizaba alguna operación de salvamento allí, todos sabrían el sitio donde había estado el Arafura. Cuando llegase la noticia a Thursday Island, su banco de ostras particular sería limpiado en un santiamén…

Tendrían que mantener en secreto todo el asunto o remolcar ellos mismos aquella maldita cosa y no decir dónde la habían encontrado. En todo caso, más parecía un engorro que algo valioso. Nick, que compartía casi todos los prejuicios de los australianos contra la autoridad, estaba convencido de que lo único que sacarían de su trabajo sería una bonita carta de agradecimiento.

—Los muchachos no quieren bajar —anunció—. Creen que es una bomba. Quieren dejarla donde está.

—Diles que no se preocupen —replicó Tibor—. Yo me encargaré de esto.

Trató de mantener su voz fría y normal, pero aquello era demasiado bonito para ser verdad. Si los otros oían los golpes desde dentro de la cápsula, sus planes se derrumbarían.

Señaló hacia la isla verde y adorable en el horizonte.

—Sólo podemos hacer una cosa. Si conseguimos levantarla medio metro del fondo podremos llevarla hacia la costa. Una vez en aguas poco profundas, no será muy difícil arrastrarla hasta la playa. Utilizaremos los botes y tal vez enganchemos una polea en uno de aquellos árboles.

Nick consideróla idea sin mucho entusiasmo. Dudaba de que el sputnik pudiese pasar a través del arrecife, incluso a sotavento de la isla, Pero era partidario de alejarlo de su banco de conchas. Siempre podrían dejarlo en otra parte, señalar el lugar con una boya y reclamar el mérito del hallazgo.

—Está bien —dijo—. Baja. Esa cuerda. de dos centímetros es la más fuerte que tenemos; será mejor que te la lleves. Pero no te pases todo el día en esto; ya hemos perdido bastante tiempo.

Tibor no tenía intención de pasar todo el día ahí. Seis horas serían más que suficientes. Ésta era una de las primeras cosas que había aprendido de las señales a través de la pared.

Era una lástima que no pudiese oír la voz del ruso; pero el ruso podía oírle y esto era lo que realmente importaba. Cuando apoyó el casco en el metal y grito, la mayoría de sus palabras fueron comprendidas. Hasta ahora había sido una conversación amistosa; Tibor no tenía intención de mostrar sus cartas hasta el momento psicológico adecuado.

La primera operación había sido establecer una clave: un golpe para decir «Sí» y dos para decir «No». Después se trataba sólo de hacer las preguntas más convenientes. Con tiempo, no había un hecho ni una idea que no se pudiese comunicar por medio de estas dos señales. Habría sido mucho más difícil si Tibor se hubiese visto obligado a emplear su rudimentario ruso. Se había alegrado, aunque no sorprendido, al descubrir que el piloto atrapado comprendía perfectamente el inglés.

Había aire en la cápsula para otras cinco horas; su ocupante estaba ileso; sí, los rusos sabían el lugar donde había caído.

La última respuesta dio que pensar a Tibor. Tal vez el piloto estaba mintiendo, pero podía ser verdad lo que decía. Aunque algo había funcionado evidentemente mal en el regreso proyectado a la Tierra, los buques de rastreo del Pacífico tenían que haber localizado el lugar del impacto, aunque no podía saber con qué exactitud. Pero ¿qué importaba eso? Podían tardar días en llegar aquí, aunque viniesen a toda velocidad a las aguas territoriales australianas sin molestarse en pedir permiso a Canberra. Era dueño de la situación. Toda la fuerza de la URSS no podría hacer nada para frustrar sus planes antes de que fuese demasiada tarde.

La pesada cuerda cayó en rollos sobre el fondo marino, levantando una nube de limo que se alejó como humo, impulsado por la lenta corriente. Ahora que el sol estaba más alto en el cielo, el mundo submarino ya no se encontraba envuelto en una penumbra gris. El fondo del mar era incoloro pero brillante, y el límite de la visión estaba ahora casi a cinco metros de distancia.

Tibor pudo observar toda la cápsula espacial por primera vez. Era un objeto tan peculiar, diseñado para condiciones más allá de toda experiencia normal, que engañaba a la vista. Uno buscaba en vano la parte de delante y la de atrás. No había manera de saber en qué dirección apuntaba al volar a toda velocidad en su órbita.

Tibor apretó el casco contra el metal y gritó.

—¡He vuelto! —anunció—. ¿Puede oírme?

Pam.

—He traído una cuerda y voy a atarla a los cables del paracaídas. Estamos a unos tres kilómetros de una isla. En cuanto la hayamos atado, pondremos rumbo hacia ella. No podemos sacarle del agua con la polea que llevamos a bordo, así que trataremos de llevarle a la playa. ¿Comprende?

Pam.

Sólo tardó unos momentos en atar la cuerda; ahora era mejor que se apartase antes de que el Arafura empezase a levantar la cápsula.

Pero primero tenía que hacer algo.

—¡Eh! —gritó—. He atado la cuerda. Levantaremos esto dentro de un minuto. ¿Me oye?

Pam.

—Entonces también podrá oír esto: nunca saldrá vivo de ahí. También esto lo he atado bien.

Pam, Pam.

—Tardará cinco horas en morir. Mi hermano tardó más, cuando pasó por un campo de minas. ¿Comprende? ¡Soy de Budapest! Le odio a usted, a su país y a todo lo que éste defiende. Me han arrebatado mi casa, mi familia; han convertido a mis compatriotas en esclavos. ¡Ahora me gustaría ver su cara! Me gustaría verle morir. También a Theo le vi morir. Cuando estemos a medio camino de la isla, esta cuerda se romperá por donde yo la corte. Bajaré y ataré otra, y ésta también se romperá. Puede quedarse sentado y esperar las sacudidas.

Tibor se detuvo bruscamente, agotado por la violencia de sus emociones.

No había lugar para la lógica o la razón en este orgasmo de odio. No se detuvo para pensar, porque no se atrevía a hacerlo. Pero en lo más recóndito de su mente, la verdad se estaba abriendo paso hacia la luz de la conciencia.

No era a los rusos a quienes odiaba por todo lo que habían hecho. Se odiaba a sí mismo, porque había hecho más.

La sangre de Theo y de diez mil compatriotas había manchado sus propias manos. Nadie había sido más comunista que él ni nadie había creído más estúpidamente la propaganda de Moscú. En el instituto y en la universidad había sido el primero en buscar y denunciar a los «traidores» (¿a cuántos de ellos había enviado a los campos de trabajo o a las cámaras de tortura de la AVO?). Cuando descubrió la verdad, ya era demasiada tarde. Y ni siquiera entonces había luchado. Había echado a correr.

Había corrido por todo el mundo, tratando de escapar a su culpa, y las drogas del peligro y la disipación lo habían ayudado a olvidar el pasado. Los únicos placeres que ahora le ofrecía la vida eran los abrazos sin amor que buscaba febrilmente cuando estaba en tierra firme, y su actual modo de existencia era prueba de que aquello no era suficiente.

Si ahora podía hacer tratos con la muerte, era sólo porque había venido aquí en busca de ella.

No hubo ningún sonido en la cápsula. Su silencio parecía despectivo, burlón. Tibor la golpeó con furia con el mango del cuchillo.

—¿Me has oído? —gritó—. ¿Me has oído?

Ninguna respuesta.

—¡Maldito seas! ¡Sé que estás escuchando! ¡Si no contestas, haré un agujero en la cápsula para que entre el agua!

Estaba seguro de que podía conseguirlo con la afilada punta del cuchillo. Pero esto era lo último que quería hacer; sería demasiado rápido, un fin demasiado fácil.

Seguía sin oír nada; tal vez el ruso se había desmayado. Tibor esperó que no fuese así, pero era inútil demorarse aún más. Propinó un fuerte golpe de despedida a la cápsula e hizo señal a su ayudante.

Nick tenía noticias para él cuando salió a la superficie.

—La radio de Thursday Island no ha parado un momento —dijo—. Los rusos están pidiendo a todo el mundo que busquen uno de sus cohetes. Dicen que debe estar flotando en alguna parte, frente a la costa de Queensland. Parece que están muy interesados en recuperarlo.

—¿Han dicho algo más sobre él? —preguntó ansiosamente Tibor.

—Sí, que ha dado un par de vueltas alrededor de la Luna.

—¿Eso es todo?

—Nada más, que yo recuerde. Usaban muchos términos científicos que no comprendía.

Era de suponer; cuando fallaba alguno de sus experimentos, los rusos lo mantenían en secreto tanto como les era posible.

—¿Has dicho a Thursday Island que lo hemos encontrado?

—¿Estás loco? Además, el transmisor no funciona; no podría hacerlo, aunque quisiera. ¿Has fijado bien la cuerda?

—Sí; mira si puedes levantarla del fondo.

El extremo de la cuerda había sido atado alrededor del palo mayor y en pocos segundos quedó tirante. Aunque el mar estaba en calma, había un ligero oleaje y el lugre oscilaba en ángulos de diez o quince grados. A cada balanceo, las bordas se elevaban medio metro y descendían de nuevo. Había un montacargas con capacidad para varias toneladas, pero era necesario tener mucho cuidado al emplearlo.

La cuerda vibró, la madera crujió y, por un momento, Tibor temió que la debilitada cuerda se rompiese demasiado pronto. Pero resistió y se elevó la carga.

La izaron más a la segunda oscilación y más a la tercera.

Entonces se desprendió la cápsula del fondo marino y el Arafura escoró ligeramente a babor.

—Vamos —dijo Nick, empuñando la rueda del timón—. Tendríamos que llevarla a medio kilómetro antes de que choque de nuevo.

El lugre empezó a moverse despacio en dirección a la isla, transportando su carga escondida debajo de él.

Apoyándose en la borda y dejando que el sol evaporase el agua de su ropa mojada, Tibor se sintió en paz por primera vez en… ¿cuántos meses? Incluso el odio había cesado de arder en su cerebro. Tal vez, como el amor, era una pasión que nunca podía satisfacerse. Pero al menos había sido saciada de momento.

No flaqueaba en su resolución. Estaba implacablemente empeñado en la venganza que, de manera tan extraña, tan milagrosa, se había puesto a su alcance. La sangre pedía sangre y al fin podrían descansar los fantasmas que lo acosaban.

Empezó a preocuparse cuando estaban a dos tercios del camino hacia la isla y la cuerda no se había roto.

Todavía faltaban cuatro horas. Demasiado tiempo. Por primera vez se le ocurrió pensar que su plan podría fracasar. ¿Y si a pesar de todo Nick conseguía llevar la cápsula a la playa antes de la hora límite?

Con un fuerte chasquido que hizo vibrar toda la embarcación, la cuerda saltó en el agua, rociando en todas direcciones.

—Debí pensarlo —dijo Nick—. Estaba empezando a dar saltos. ¿Quieres bajar de nuevo o prefieres que envíe a uno de los muchachos?

—Ya me encargo yo —respondió apresuradamente Tibor—. Puedo hacerlo más deprisa que ellos.

Era cierto, pero tardó veinte minutos en localizar la cápsula. El Arafura se había apartado mucho de ella antes de que Nick pudiera parar el motor, y Tibor llegó a preguntarse si la hallaría.

Describió grandes arcos en el fondo del mar, y sólo terminó la búsqueda cuando se enredó accidentalmente en el paracaídas. La tela oscilaba con lentitud en la corriente, como un extraño y horrible monstruo marino; pero Tibor ya no temía nada, salvo el fracaso, y su pulso no se aceleró al ver aquella masa blanquecina delante de él.

La cápsula estaba arañada y manchada de limo, pero parecía indemne. Ahora yacía de costado y parecía una gigantesca cántara de leche que se hubiese volcado. El pasajero tenía que haber saltado mucho en el interior. Pero si había caído de la Luna tenía que estar muy protegido y probablemente seguiría en buen estado. Tibor confió en que así fuese. Sería una lástima perder las tres horas restantes.

Una vez más apoyó el casco oxidado en el ya no tan brillante metal de la cápsula.

—¡Eh! —gritó—. ¿Puedes oírme?

Tal vez el ruso tratara de engañarle guardando silencio, pero esto sería pedir demasiado a su sangre fría. Tibor tenía razón. Casi inmediatamente sonó el fuerte golpe de respuesta.

—Me alegro de que estés ahí —gritó—. Todo está saliendo como te dije, aunque me parece que tendré que cortar un poco más la cuerda.

La cápsula no respondió. Nunca volvió a responder, a pesar de que Tibor la golpeó una y otra vez en la siguiente inmersión… y en la siguiente.

Pero ahora ya no lo esperaba porque habían tenido que detenerse un par de horas para capear una turbonada y el tiempo límite había pasado antes de que hiciese su último descenso.

Esto lo contrariaba un poco pues había proyectado un mensaje de despedida. Pero gritó de todos modos, aunque sabía que gastaba energías en vano.

Por la tarde, temprano, el Arafura se había acercado lo más posible a tierra. Había sólo unos pocos metros de agua debajo de él y la marea estaba descendiendo. La cápsula asomaba a la superficie en el seno de cada ola y al fin quedó firmemente varada en un banco de arena. Era inútil tratar de arrastrarla más. Estaría pegada allí hasta que la marea alta la desalojase.

Nick observó la situación con ojos de experto.

—Esta noche hay una marea de un par de metros —dijo—. Tal como ahora está situada, la cápsula sólo estará a medio metro del agua en la bajamar. Podremos ir hasta ella con los botes.

Esperaron frente al banco de arena mientras bajaba la marea y el sol. Las intermitentes emisiones de radio informaban de que la búsqueda se acercaba, pero estaba todavía lejos de ellos. Avanzada la tarde, la cápsula estaba casi enteramente fuera del agua. La tripulación condujo el pequeño bote hacia ella con una renuencia que el propio Tibor compartía, a su pesar.

—Tiene que haber una puerta en el costado —indicó de pronto Nick—. ¿Crees que habrá alguien dentro?

—Podría ser —respondió Tibor con voz no tan firme como hubiera deseado.

Nick lo miró con curiosidad. El buzo se había portado de una manera extraña durante todo el día, pero se abstuvo de preguntarle qué le sucedía. En esta parte del mundo, uno aprendía pronto a cuidar de sus propios asuntos.

El bote, meciéndose ligeramente en la mar rizada, había llegado ahora junto a la cápsula. Nick alargó una mano y agarró uno de los trozos retorcidos de antena. Después, con la agilidad de un gato, subió a la superficie curva de metal. Tibor no intentó seguirlo; desde el bote observó en silencio, cómo examinaba la escotilla de entrada.

—A menos que esté atrancada —dijo Nick—, tiene que haber alguna manera de abrirla desde fuera. Sería mala suerte que se necesitara alguna herramienta especial.

Su temor era infundado. La palabra «abrir» había sido grabada en diez idiomas alrededor de la cerradura y sólo se necesitaban unos segundos para comprender su funcionamiento. Al salir silbando el aire, Nick lanzó un «¡Uf!» y palideció de pronto. Miró a Tibor como buscando apoyo, pero Tibor eludió su mirada.

Nick se metió entonces de mala gana en la cápsula.

Estuvo allí mucho rato. Al principio pudieron oír golpes sordos en el interior, seguidos de una retahíla de palabrotas bilingües.

Y entonces siguió un silencio que se fue prolongando cada vez más. Cuando al fin apareció la cabeza de Nick en la, escotilla, su cara correosa, curtida por el viento, estaba gris y surcada de lágrimas. Cuando Tibor vio su increíble aspecto, sintió una súbita y terrible premonición. Algo había ido horriblemente mal, pero su mente estaba demasiado confusa para prever la verdad. Ésta se le manifestó bien pronto, cuando Nick le tendió su carga, no mucho más grande que una muñeca de gran tamaño.

Blanco la cogió, mientras Tibor se retiraba a la popa del bote. Al mirar aquella cara tranquila y como de cera, unos dedos de hielo parecieron atenazar no sólo su corazón sino también su bajo vientre. En ese mismo instante, al comprender el precio de su venganza, el odio y el deseo murieron para siempre dentro de él.

La astronauta era tal vez más bella en la muerte de lo que había sido en vida. Aunque menuda, tenía que haber sido fuerte y muy capacitada para que le confiasen aquella misión. Yaciendo a los pies de Tibor, no era una rusa ni la primera mujer que había visto la cara oculta de la Luna. Era simplemente una muchacha a la que él había matado.

—Tenía esto apretado en la mano —dijo Nick con voz vacilante—. Tardé mucho rato en sacarlo de su puño.

Tibor apenas le oía, y ni siquiera miró el pequeño rollo de cinta magnetofónica que Nick tenía en la palma de la mano. No podía adivinar, en aquel momento de insensibilidad, que las Furias aún tenían que ensañarse con su alma… y que pronto todo el mundo estaría escuchando una voz acusadora de ultratumba, marcándole más irrevocablemente que a cualquier hombre desde Caín.


FIN

  • Autor: Arthur C. Clarke

  • Título: La marca de Caín (Odio)

  • Título Original: Hate (At the End of the Orbit)

  • Publicado en: If, noviembre de 1961

  • Traducción: José María Aroca

 
 
 

Actualizado: 24 may



¡Oh, ser un blobel! 

Philip K. Dick


Insertó una moneda platinada de veinte dólares en la ranura y el analista se conectó, después de una pausa, con un brillo amistoso en los ojos. El analista giró en la silla, y agarró una pluma y una libreta de papel amarillo del escritorio.

—Buenos días, señor —dijo—. Ya puede empezar.

—Hola, doctor Jones. Supongo que usted no es el mismo doctor Jones que escribió la biografía definitiva de Freud. Eso fue hace un siglo. —Rió nerviosamente. Siendo un indigente, no estaba acostumbrado a tratar con los nuevos psicoanalistas totalmente homeostáticos—. ¿Hago asociación libre, le hablo de mi vida o qué?

—Quizá pueda comenzar diciéndome quién es usted und warum mich…, y por qué me ha escogido —dijo el doctor Jones.

—Soy George Munster del pasaje 4, edificio WEF-395, comunidad de San Francisco fundada en 1996.

—Tanto gusto, señor Munster.

El doctor Jones extendió la mano y George Munster se la estrechó. La mano, de una temperatura corporal agradable, era decididamente blanda. El apretón, sin embargo, era viril.

—Verá usted —dijo Munster—, soy ex soldado, veterano de guerra. Así es como obtuve mi apartamento en WEF-395. ¡Opción preferencial para veteranos!

—Ah, sí —dijo el doctor Jones, midiendo el paso del tiempo con un suave tictac—. La guerra con los blobels.

—Luché tres años en esa guerra —dijo Munster, alisándose nerviosamente el pelo largo, negro y ralo—. Odiaba a los blobels y me alisté como voluntario. Sólo tenía diecinueve años y tenía un buen empleo, pero la campaña para liberar el sistema solar de los blobels era lo primordial para mí.

—Mmm —dijo el doctor Jones, moviendo la cabeza y emitiendo su tictac.

—Luché bien —continuó George Munster—. De hecho, obtuve dos condecoraciones y un ascenso en el campo de batalla. Me nombraron cabo. Eso fue porque, sin ayuda de nadie, eliminé un satélite de observación lleno de blobels. Nunca sabremos exactamente cuántos, pues siendo blobels tienden a fusionarse y separarse de manera confusa.

Se interrumpió, abrumado por la emoción. Era agobiante recordar la guerra y hablar de ella. Se tendió en el diván, encendió un cigarrillo y trató de calmarse.

Los blobels habían migrado desde otro sistema estelar, probablemente Próxima. Varios miles de años atrás se habían instalado en Marte y Titán, obteniendo un gran éxito en sus proyectos agrarios. Eran evoluciones de las amebas unicelulares originales, muy grandes y con un sistema nervioso muy organizado, pero seguían siendo amebas. Tenían seudópodos, se reproducían por fisión binaria y eran repulsivos para los colonos terrícolas.

La guerra había estallado por problemas ecológicos. El Departamento de Asistencia Extranjera de la ONU deseaba modificar la atmósfera de Marte para hacerla más adecuada para los colonos procedentes de la Tierra. Pero este cambio era perjudicial para las colonias de blobels que ya estaban asentadas en Marte, lo cual provocó un conflicto.

Y, reflexionó Munster, no era posible cambiar sólo la mitad de la atmósfera de un planeta, a causa del movimiento browniano. Al cabo de diez años, la atmósfera modificada se había extendido por el planeta entero, provocando graves daños a los blobels. Al menos eso alegaban. En represalia, una flota blobel se aproximó a la Tierra y puso en órbita una serie de sofisticados satélites diseñados para alterar su atmósfera. Esta alteración no llegó a producirse porque la Oficina de Guerra de la ONU entró en acción; misiles autodirigidos destruyeron los satélites, y de este modo estalló la guerra.

—¿Está usted casado, señor Munster? —preguntó el doctor Jones.

—No, doctor. Y —Munster se estremeció—, sabrá por qué cuando termine de contarle. Verá, doctor… —Apagó el cigarrillo—. Seré franco. Yo era un espía de la Tierra. Esa era mi función. Me asignaron esa tarea por mi valentía en el campo de batalla. Yo no lo pedí.

—Entiendo —dijo el doctor Jones.

—¿De veras? —La voz de Munster se quebró—. ¿Sabe lo que era necesario en aquellos días para que un terrícola pudiera ser espía entre los blobels?

El doctor Jones asintió con la cabeza.

—Sí, señor Munster. Usted tenía que abandonar su forma humana y asumir la repelente forma de un blobel.

Munster guardó silencio. Abrió y cerró sus manos con amargura. Frente a él, el doctor Jones medía el tiempo con su tictac.

Esa noche, de vuelta en su pequeño apartamento de WEF-395, Munster abrió una botella de Teacher’s y se sentó a beber en una taza. Ni siquiera tenía fuerzas para buscar un vaso en el armario de la cocina. ¿Qué había conseguido en su sesión con el doctor Jones? Nada, por lo que él veía. Y había reducido aún más sus magros recursos económicos.

Magros porque durante doce horas diarias, él revertía, a pesar de todos sus esfuerzos y los esfuerzos de la Agencia de Hospitalización de Veteranos de la ONU, a su forma de blobel. Un guiñapo amorfo de aspecto unicelular, en medio de su apartamento de WEF-395. Sus recursos económicos consistían en una pequeña pensión de la Oficina de Guerra. Encontrar un empleo era imposible, porque apenas lo contrataban, la tensión lo hacía revertir allí mismo, ante las narices de su nuevo jefe y sus compañeros. No era éste el mejor modo de crear buenas relaciones laborales.

A las ocho de la noche sintió que revertía una vez más. Era una experiencia vieja y familiar para él, y la detestaba. Se apresuró a apurar su bebida, dejó la taza en una mesa, y sintió cómo se diluía en un charco homogéneo.

Sonó el teléfono.

—No puedo contestar —rezongó.

El contestador del teléfono recogió su angustiado mensaje y se lo transmitió a la persona que llamaba. Munster era una masa gelatinosa y transparente en medio de la alfombra; con movimientos ondulantes se dirigió hacia el teléfono, que aún sonaba a pesar de su orden, y sintió un furioso rencor. ¿Acaso no tenía suficientes problemas, sin tener que lidiar con un teléfono fastidioso?

Llegó hasta el aparato, extendió un seudópodo y sujetó el auricular. Con gran esfuerzo modeló su sustancia gelatinosa hasta obtener algo parecido a un aparato vocal de resonancia opaca.

—Estoy ocupado —gritó en dirección al micrófono con voz estentórea—. Llame más tarde.

«Llama mañana por la mañana —pensó mientras colgaba—. Cuando haya podido recobrar mi forma humana.» El apartamento quedó en silencio.

Suspirando, Munster se deslizó por la alfombra hasta la ventana, donde se irguió en posición vertical para ver el paisaje; tenía una mancha fotosensible en la superficie externa, y aunque no poseía un cristalino pudo apreciar con nostalgia la bahía de San Francisco, el puente Golden Gate y la isla de Alcatraz, que ahora era un campo de recreo para niños.

«Maldición —pensó con amargura—. No puedo casarme. No puedo vivir una auténtica existencia humana, porque revierto a la forma que esos tíos de la Oficina de Guerra me impusieron durante la campaña.»

Cuando aceptó la misión, no sabía que sufriría ese efecto de forma permanente. Le habían asegurado que era provisional, que sólo duraría mientras continuasen las hostilidades o alguna otra frase castrense. «Hostilidades, y un cuerno —pensó Munster con furioso e impotente rencor—. Ya han pasado once años.»

Los problemas psicológicos, la presión que sufría, eran tremendos. Por eso había visitado al doctor Jones.

De nuevo sonó el teléfono.

—De acuerdo —protestó Munster, y se deslizó trabajosamente por la habitación—. ¿Quieres hablar conmigo? —dijo mientras se aproximaba. El viaje era largo para alguien con forma de blobel—. Yo hablaré contigo. Incluso puedes encender la pantalla de vídeo y mirarme. —En el teléfono activó el interruptor que abría ambos canales, audio y vídeo—. Echa un buen vistazo —rugió, y exhibió su blanda forma ante la cámara de vídeo.

—Lamento molestarle en casa, señor Munster —dijo la voz del doctor Jones—, sobre todo cuando se encuentra en ese embarazoso estado. —El analista homeostático hizo una pausa—. Pero he dedicado un tiempo a tratar de resolver su problema. Quizá tenga, al menos, una solución parcial.

—¿Qué? —dijo Munster, sorprendido—. ¿Insinúa usted que ahora la ciencia médica puede…?

—No, no —se apresuró a decir el doctor Jones—. Los aspectos físicos trascienden mi competencia. Debe tener eso en cuenta, Munster. Cuando usted me consultó por su problema, se refería a la adaptación psicológica…

—Iré al consultorio a hablar con usted —dijo Munster, y de pronto comprendió que no podía. En su forma blobel tardaría días en reptar por la ciudad hasta el consultorio del doctor Jones—. Jones, usted ve los problemas que tengo. Estoy prisionero en este apartamento todas las noches, desde las ocho, hasta casi las siete de la mañana. Ni siquiera puedo ir a visitarlo para obtener ayuda.

—Silencio, Munster —interrumpió el doctor Jones—. Intento decirle algo. Usted no es el único que se encuentra en ese estado. ¿Lo sabía?

—Claro —suspiró Munster—. Ochenta y tres terrícolas fueron convertidos en blobels durante la guerra. De los ochenta y tres —conocía estos datos de memoria—, sesenta y uno sobrevivieron, y ahora existe una organización llamada Veteranos de la Guerra Antinatural, que cuenta con cincuenta socios. Yo soy uno de ellos. Nos reunimos dos veces por semana y revertimos al unísono… —Quería colgar. Así que esto era todo lo que había obtenido por su dinero, esta noticia vieja—. Adiós, doctor.

—Munster —murmuró nerviosamente el doctor Jones—, no me refiero a otros terrícolas. He investigado esto. Por lo que veo, según las listas de prisioneros de la biblioteca del Congreso, quince blobels fueron transformados en seudoterrícolas para espiar para su bando. ¿Comprende?

Después de una pausa, Munster murmuró:

—No del todo.

—Usted sufre un bloqueo mental que le impide recibir ayuda —dijo el doctor Jones—. He aquí mi propuesta, Munster. Venga a mi consultorio mañana a las once. Allí encontraremos la solución a su problema. Buenas noches.

—Cuando estoy en forma blobel no tengo demasiadas luces, doctor —dijo fatigosamente Munster—. Tendrá que disculparme.

Colgó, todavía intrigado. Así que había quince blobels paseándose por Titán en ese momento, condenados a tomar formas humanas. ¿Y qué? ¿A él de qué le servía esto? Quizá lo descubriera a las once de la mañana.

Al entrar en el consultorio del doctor Jones vio a una joven sumamente atractiva sentada en un sillón junto a una lámpara, leyendo un ejemplar de Fortune.

Automáticamente, Munster se sentó en un lugar desde donde pudiera observarla. Un elegante cabello teñido de blanco le caía en trenzas sobre la nuca. La observó con deleite, fingiendo leer su propio ejemplar de Fortune. Piernas esbeltas, codos menudos y delicados. Y un rostro de rasgos bien delineados y nítidos. Ojos inteligentes, nariz respingona. «Una muchacha encantadora», pensó. Se deleitó en esa imagen, hasta que de pronto, ella alzó la cabeza y lo miró fríamente.

—Es aburrido esperar —murmuró Munster.

—¿Visita a menudo al doctor Jones? —preguntó ella.

—No. Esta es la segunda vez.

—Yo nunca he estado aquí —dijo la muchacha—. Consultaba a otro psicoanalista electrónico totalmente homeostático en Los Angeles. Anteayer el doctor Bing, mi analista, me llamó para decirme que subiera a un avión y viera al doctor Jones esta mañana. ¿El doctor Jones es bueno?

—Supongo que sí —dijo Munster. «Veremos —pensó—. Eso es exactamente lo que no sabemos a estas alturas.»

La puerta del consultorio se abrió y apareció el doctor Jones.

—Señorita Arrasmith, señor Munster —dijo, saludándolos a ambos—. ¿Quieren pasar?

—¿Quién paga los veinte dólares? —preguntó la señorita Arrasmith, poniéndose de pie.

El analista guardó silencio. Se había desconectado.

—Yo pagaré —dijo la señorita Arrasmith hurgando en su cartera.

—De ninguna manera —dijo Munster—. Permítame.

Sacó un billete de veinte dólares y lo insertó en la ranura del analista.

—Es usted un caballero, señor Munster —dijo de inmediato el doctor Jones. Sonriendo, condujo a ambos al consultorio—. Tomen asiento, por favor. Señorita Arrasmith, permita que sin preámbulos explique su situación al señor Munster. —Y dirigiéndose a Munster dijo—: La señorita Arrasmith es una blobel.

Munster miró a la muchacha de hito en hito.

—Obviamente —continuó el doctor Jones—, ahora tiene forma humana. Se trata de un estado de reversión involuntaria. Durante la guerra operó detrás de las líneas terrícolas, actuando para la Liga de Guerra Blobel. Fue capturada y encarcelada, pero la guerra terminó y no fue juzgada ni sentenciada.

—Me liberaron —dijo la señorita Arrasmith con voz baja y controlada—, aún con forma humana. Me quedé aquí por vergüenza. No podía regresar a Titán y… —Su voz tembló.

—Este estado representa una gran vergüenza para cualquier blobel de casta alta —explicó el doctor Jones.

La señorita Arrasmith asintió con la cabeza, aferrando un pañuelo de lino irlandés y tratando de parecer equilibrada.

—Así es, doctor. Viajé a Titán para comentar mi estado con las autoridades médicas de allá. Después de una costosa y prolongada terapia, pudieron inducir un retorno a mi forma natural por un período de… —vaciló—, una cuarta parte del tiempo. Pero las otras tres cuartas partes soy como ustedes me ven ahora.

Agachó la cabeza y se llevó el pañuelo al ojo derecho.

—Cielos —protestó Munster—, es usted afortunada. La forma humana es infinitamente superior a la forma blobel. Yo lo sé bien. Un blobel debe reptar…, es como una gran medusa, sin esqueleto que lo mantenga erguido. Y la fisión binaria es espantosa, realmente espantosa, comparada con la forma terrícola de…, usted sabe, reproducción.

Se sonrojó.

El doctor Jones medía el tiempo con su tictac.

—Durante un período de seis horas ustedes dos coinciden en su forma humana —declaró—. Y durante una hora coinciden en su forma blobel. En total, son siete horas sobre veinticuatro en las que ambos tienen forma idéntica. En mi opinión… —jugó con su pluma y su papel—, siete horas no está mal. No sé si me he explicado con claridad.

—Pero el señor Munster y yo somos enemigos naturales —dijo la señorita Arrasmith al cabo de un momento.

—Eso fue hace años —dijo Munster.

—Correcto —convino el doctor Jones—. Es verdad, la señorita Arrasmith es básicamente blobel y usted, Munster, es terrícola, pero… —Gesticuló—. Ambos son parias en sendas civilizaciones. Ambos son seres marginados y, en consecuencia, el ego sufre una pérdida gradual de identidad. Predigo para ambos un deterioro paulatino que desembocará en un grave trastorno mental. A menos que ambos intenten un acercamiento.

El analista calló.

—Creo que somos afortunados, señor Munster —murmuró la señorita Arrasmith—. Como dijo el doctor Jones, nuestras formas coinciden siete horas por día. Podemos disfrutar de ese tiempo juntos, en vez de sufrir este desdichado aislamiento.

Le sonrió esperanzadamente, acomodándose el abrigo. Sin duda tenía una bonita silueta; el vestido escotado daba una buena idea de ello. Estudiándola, Munster reflexionó.

—Dele tiempo —le dijo el doctor Jones a la señorita Arrasmith—. Mi análisis predice que él sabrá entender y hará lo correcto.

Acomodándose el abrigo y enjugándose los grandes ojos oscuros, la señorita Arrasmith esperó.

Varios años después, sonó el teléfono en el consultorio del doctor Jones, quien respondió de la manera habitual.

—Por favor, señor o señora, deposite veinte dólares si desea hablarme.

—Escuche —dijo una recia voz masculina al otro lado de la línea—, ésta es la Oficina Legal de la ONU y no depositamos veinte dólares para hablar con nadie. Así que active ese mecanismo interno, Jones.

—Sí, señor —asintió el doctor Jones, y con la mano derecha activó la palanca que tenía detrás de la oreja y le permitía actuar gratuitamente.

—Allá por el 2037 —expuso el experto legal de la ONU—, ¿usted aconsejó a una pareja que se casara? ¿Un tal George Munster y una tal Vivian Arrasmith, hoy señora Munster?

—Pues sí —respondió el doctor Jones, tras consultar sus bancos de memoria integrados.

—¿Había investigado las ramificaciones legales de su decisión?

—Bien —dijo el doctor Jones—, eso no era de mi incumbencia.

—Puede ser acusado de aconsejar actos que contravienen las leyes de la ONU.

—Pero ninguna ley prohíbe el matrimonio entre una blobel y un terrícola.

—De acuerdo, doctor —dijo el experto de la ONU—. Me conformaré con echar un vistazo a sus historias clínicas.

—En absoluto —protestó el doctor Jones—. Eso atentaría contra mi ética profesional.

—Entonces conseguiremos una orden judicial y las incautaremos.

—Como quiera.

El doctor Jones llevó la mano atrás de la oreja para desconectarse.

—Espere. Quizá le interese saber que ahora los Munster tienen cuatro hijos. Y, siguiendo la ley de Mendel, la progenie sigue una secuencia uno-dos-uno. Una chica blobel, un varón híbrido, una chica híbrida, una chica terrícola. El problema legal surge porque el Consejo Supremo blobel reclama a la chica blobel pura como ciudadana de Titán y también sugiere que uno de los dos híbridos sea cedido a la jurisdicción del Consejo —explicó el experto legal de la ONU—. Por otra parte, el matrimonio Munster se está disolviendo. Están tramitando el divorcio y es difícil encontrar las leyes que se aplican a su situación.

—Sí, supongo que sí —admitió el doctor Jones—. ¿Por qué se está disolviendo el matrimonio?

—No lo sé ni me importa. Quizá por el hecho de que ambos adultos y dos de los cuatro hijos alternan diariamente entre la forma blobel y la terrícola. Quizá la tensión se ha vuelto excesiva. Si quiere darles consejo psicológico, atiéndalos. Adiós.

El experto de la ONU colgó.

«¿Fue un error aconsejarles que se casaran?», se preguntó el doctor Jones. Quizá debería localizarlos. Les debo eso al menos. Y abriendo el directorio de Los Angeles, empezó a buscar en la «M».

Habían sido seis años difíciles para los Munster.

En primer lugar, George se había trasladado de San Francisco a Los Angeles. Él y Vivian se habían instalado en un apartamento de tres habitaciones en vez de dos. Vivian, que tenía forma terrícola las tres cuartas partes del tiempo, había conseguido empleo; a plena vista del público, daba información sobre vuelos de pasajeros en el Quinto Aeropuerto de Los Angeles. En cambio, George…; su pensión equivalía a sólo una cuarta parte del sueldo de su esposa y esto lo amargaba. Para colmo, había buscado un modo de ganar dinero en casa. En una revista había encontrado este valioso anuncio:

GANE DINERO RÁPIDO SIN MOVERSE DE CASA. CRÍE RANAS TORO GIGANTES DE JÚPITER, CAPACES DE DAR SALTOS DE TREINTA METROS. SE PUEDEN UTILIZAR EN CARRERAS DE RANAS (DONDE ESTÉN AUTORIZADAS) Y…

En 2038 había comprado su primera pareja de ranas importadas de Júpiter y se había puesto a criarlas para obtener rápidos beneficios en su propio apartamento, en un rincón del sótano que Leopold, el dependiente parcialmente homeostático, le permitía usar gratuitamente.

Pero en la relativamente débil gravedad terrícola las ranas eran capaces de dar saltos enormes. Y el sótano resultó ser demasiado pequeño para ellas; rebotaban de pared en pared como verdes pelotas de ping pong y pronto murieron. Obviamente se necesitaba algo más que una parte del sótano de los apartamentos QEK-604 para criar a esos malditos bichos.

Luego había nacido su primera hija. Era una blobel pura; consistía en una masa gelatinosa las veinticuatro horas del día y George esperaba en vano que cobrara forma humana, aunque fuera sólo un instante.

Tuvo un feroz enfrentamiento con Vivian por este asunto, en uno de los períodos en que ambos tenían forma humana.

—¿Cómo puedo considerarla hija mía? —le preguntó—. Para mí es una criatura alienígena. —Estaba desalentado, horrorizado—. El doctor Jones debió haber previsto esto. Quizá sea hija tuya, tiene tu mismo aspecto.

Los ojos de Vivian se llenaron de lágrimas.

—Lo dices como un insulto.

—Claro que sí. Luchamos contra las alimañas como vosotros. No os considerábamos mejores que rayas venenosas. —Se puso el abrigo terriblemente malhumorado—. Me voy a la sede de los Veteranos de la Guerra Antinatural, a beber una cerveza con los muchachos.

Poco después se reunió con sus compañeros de la guerra, feliz de salir del apartamento.

La sede de Veteranos era un decrépito edificio de hormigón en el centro de Los Angeles, una reliquia del siglo XX que necesitaba una mano de pintura. La organización iba escasa de fondos porque la mayoría de sus socios vivían, como George Munster, de pensiones de la ONU. Sin embargo, había una mesa de billar, un viejo televisor 3D, algunas cintas de música popular y un juego de ajedrez. George usualmente bebía cerveza y jugaba al ajedrez con sus compañeros, tanto en forma humana como blobel; en ese lugar ambas eran aceptadas.

Esa noche se sentó con Pete Ruggles, un veterano que también se había casado con una hembra blobel que revertía, como Vivian, a la forma humana.

—Pete, no puedo seguir así. Mi hija es una masa viscosa. He querido hijos toda la vida, ¿y qué tengo ahora? Algo que parece arrojado a la playa por el mar.

Pete, que también tenía forma humana en ese momento, bebió un sorbo de cerveza.

—Caramba, George —respondió—. Admito que es un mal asunto, pero debías saber en qué te metías cuando te casaste con ella. Y, por Dios, según la ley de Mendel, el próximo niño…

—Quiero decir —interrumpió George—, que no siento respeto por mi propia esposa, y eso es lo fundamental. La considero una cosa. Y a mí también. Ambos somos cosas.

Bebió la cerveza de un trago.

—Pero desde el punto de vista blobel… —dijo Pete pensativamente.

—Oye, ¿de qué lado estás? —exclamó George.

—No me grites o te pegaré.

Poco después se enzarzaban en una pelea a puñetazos. Por suerte, Pete revirtió a blobel en el momento preciso y la cosa no pasó a mayores. Ahora George estaba solo, en forma humana, mientras Pete reptaba hacia otra parte, quizá para reunirse con otros muchachos que también habían asumido forma blobel.

«Quizá podamos fundar una nueva sociedad en una luna remota —se dijo George melancólicamente—. Ni terrícola ni blobel.

»Tengo que regresar con Vivian —resolvió George—. ¿Qué otra cosa me queda? Tengo suerte de haberla encontrado. De otro modo sólo sería un veterano bebiendo cerveza en este lugar cada día y cada noche, sin futuro, sin esperanzas, sin una auténtica vida…»

Ahora tenía un nuevo plan para ganar dinero. Era una empresa de pedidos por correo; había puesto un anuncio en el Saturday Evening Post: MAGNETITAS MÁGICAS DE LA SUERTE, ¡DE OTRO SISTEMA SOLAR! Las piedras procedían de Próxima y se podían comprar en Titán; Vivian le había organizado el acuerdo comercial con su gente. Pero hasta ahora pocas personas habían enviado el dólar cincuenta. «Soy un fracaso», se dijo George.

Afortunadamente, el siguiente hijo, nacido en el invierno de 2039, fue un híbrido; tenía forma humana el cincuenta por ciento del tiempo, y de este modo George tuvo al fin un hijo que era miembro de su propia especie, al menos de vez en cuando.

Aún estaba celebrando el nacimiento de Maurice, cuando una delegación de vecinos de los apartamentos QEK-604 llamó a su puerta.

—Tenemos una petición —dijo el presidente de la delegación, moviendo los pies con embarazo—, para solicitar que usted y la señora Munster se vayan de QEK-604.

—Pero ¿por qué? —preguntó George, desconcertado—. ¡Hasta ahora nunca han puesto objeciones a nuestra presencia!

—Pero ahora ustedes tienen un niño híbrido que querrá jugar con los nuestros, y no lo consideramos saludable para nuestros hijos.

George les cerró la puerta en las narices. Cada vez más, sentía la presión y la hostilidad de la gente que los rodeaba. «Y pensar —caviló con amargura— que luché en la guerra para salvar a estas gentes. Desde luego no ha valido la pena.»

Una hora después estaba de vuelta en la sede de Veteranos, bebiendo cerveza y hablando con su compañero Sherman Downs, también casado con una blobel.

—Sherman, así no vamos a ninguna parte. Nadie nos quiere. Tenemos que emigrar. Quizá probemos suerte en Titán, en el mundo de Vivian.

—Por todos los santos —protestó Sherman—. Me saca de quicio que te rindas, George. ¿Acaso tu cinturón reductor electromagnético no está empezando a venderse?

Durante los últimos meses, George había fabricado y vendido un complejo artilugio reductor electrónico que Vivian le había ayudado a diseñar. Se basaba en un artefacto blobel que era muy popular en Titán, pero desconocido en la Tierra. Y había funcionado bien. George tenía más pedidos de los que podía servir. Pero…

—Tuve una experiencia espantosa, Sherman —confesó George—. El otro día estaba en una tienda y me hicieron un gran pedido de cinturones reductores. Me entusiasmé tanto… —Se interrumpió—. Te imaginarás lo que sucedió. Revertí ante los ojos de un montón de clientes, y cuando el comprador vio eso, canceló su pedido. Era lo que todos tememos… Deberías haber visto cómo cambió su actitud hacia mí.

—Contrata a alguien que se encargue de las ventas —dijo Sherman—. Un terrícola puro.

—Yo soy terrícola puro —gruñó George—. Nunca lo olvides. Jamás.

—Sólo quiero decir…

—Sé lo que quieres decir —lo cortó George.

Intentó pegarle a Sherman, pero por fortuna falló y en el alboroto ambos revirtieron a su forma blobel. Se enzarzaron en una viscosa pelea pero, al fin, otros veteranos lograron separarlos.

—Soy tan terrícola como cualquiera —declaró George, desde su forma blobel—. Y aplastaré a quien diga lo contrario.

En su forma blobel no podía regresar a casa, y tuvo que telefonear a Vivian para que fuera a buscarlo. Era humillante. «El suicidio —pensó—. Ésa es la respuesta.»

¿Cuál era la mejor manera? En forma blobel no podía sentir dolor, así que le convenía hacerlo durante la reversión. Había varias sustancias que podían disolverlo. Por ejemplo, podía arrojarse a una piscina con mucho cloro, como la que QEK-604 tenía en su sala de recreo.

Vivian, en su forma humana, lo encontró una noche mientras vacilaba al borde de la piscina.

—George, te lo suplico, vuelve a ver al doctor Jones.

—No —dijo él con voz estentórea, configurando un sistema parecido al vocálico con una parte del cuerpo—. Es inútil, Vivian. No quiero seguir así.

Hasta los cinturones habían sido idea de Vivian, no de él. Iba a remolque en todo…, siempre detrás de ella, y rezagándose cada vez más con cada día que pasaba.

—Tienes mucho que ofrecer a los niños —dijo Vivian.

Eso era verdad.

—Quizá pase por la Oficina de Guerra de la ONU —decidió—. Hablaré con ellos para ver si la ciencia médica ha inventado algo nuevo que pueda estabilizarme.

—Pero si te estabilizas como terrícola —dijo Vivian—, ¿qué será de mí?

—Compartiríamos dieciocho horas cada día. ¡Todas las horas en que tienes forma humana!

—Pero no querrías seguir casado conmigo. Porque entonces, George, podrías salir con una terrícola.

Comprendió que no era justo para ella, así que abandonó la idea.

En la primavera de 2041 nació su tercer bebé, también una niña, e híbrida como Maurice. Era blobel de noche y terrícola de día. Entretanto, George encontró una solución para algunos de sus problemas. Se procuró una amante.

Él y Nina se veían en el hotel Elysium, un destartalado edificio de madera en el centro de Los Angeles.

—Nina —dijo George, bebiendo whisky Teachers y sentado junto a ella en el desvencijado sofá del hotel—, has hecho que mi vida sea digna de vivirse.

Le desabotonó los botones de la blusa.

—Te respeto —dijo Nina Glaubman, ayudándolo con los botones—. A pesar de que…, bueno, eres un ex enemigo de nuestra gente.

—Por Dios —protestó George—, no debemos pensar en los viejos tiempos. Tenemos que olvidar el pasado.

«Sólo cuenta el futuro», pensaba.

Su cinturón reductor había tenido tanto éxito, que su empresa había contratado a quince empleados terrícolas a tiempo completo, y poseía una pequeña y moderna fábrica en los alrededores de San Fernando. Si los impuestos de la ONU hubieran sido razonables, ya sería rico. Reflexionando acerca de eso, George se preguntaba cuál sería la tasa impositiva en las tierras administradas por los blobels. En Ío, por ejemplo. Quizá debería echarle un vistazo.

Una noche, en Veteranos, discutió el tema con Reinholt, el esposo de Nina, quien presuntamente ignoraba lo que había entre Nina y George.

—Reinholt —dijo George con dificultad, mientras bebía su cerveza—. Tengo grandes planes. El socialismo sobreprotector de la ONU no va conmigo. Me está asfixiando. El Cinturón Mágico Munster es… —gesticuló—… más de lo que la civilización terrícola puede comprender. ¿Me entiendes?

—Pero George —dijo Reinholt con frialdad—, tú eres terrícola. Si emigras a territorio blobel con tu fábrica, traicionarás a tu…

—Escucha —dijo George—, tengo una auténtica hija blobel, dos hijos medio blobel, y una cuarta en camino. Tengo fuertes lazos emocionales con esa gente, en Titán e Ío.

—Eres un traidor —dijo Reinholt, asestándole un puñetazo en la boca—. Y no sólo eso —continuó, pegándole en el estómago—, sino que estás liado con mi esposa. Te mataré.

Para escapar, George revirtió a la forma blobel. Los golpes de Reinholt atravesaron inofensivamente la sustancia húmeda y gelatinosa. Luego, Reinholt también revirtió, y penetró en él con ferocidad, tratando de absorber y consumir el núcleo de George.

Al igual que otras veces, otros veteranos los separaron antes de que pudieran causarse daños irreparables.

George todavía temblaba, esa noche, mientras hablaba con Vivian en el salón de su apartamento de ocho habitaciones en el grande y flamante edificio ZGF-900. Era una situación delicada, y desde luego, Reinholt se lo contaría a Vivian. Sólo era cuestión de tiempo. El matrimonio, a juicio de George, había terminado. Quizá éste fuera el último momento que compartían.

—Vivian —dijo con urgencia—, debes creerme. Te amo. Tú y los niños, además de la empresa de cinturones, sois toda mi vida. —Se le ocurrió una idea desesperada—. Marchémonos ahora, esta noche. Prepara a los niños y vete ya mismo a Titán.

—No puedo —respondió Vivian—. Sé cómo me trataría mi gente, y cómo os trataría a ti y a los niños. George, vete tú. Traslada la fábrica a Ío. Yo me quedaré aquí.

Las lágrimas humedecieron sus ojos oscuros.

—Por Dios, ¿qué clase de vida sería ésa? Tú en la Tierra y yo en Ío…, no sería un matrimonio. ¿Y quién se queda con los niños?

Posiblemente Vivian obtendría la custodia. Pero su empresa contaba con abogados de talento. Quizá pudiera usarlos para resolver sus problemas domésticos.

A la mañana siguiente, Vivian se enteró de su relación con Nina y también contrató a un abogado.

—Escucha —dijo George, hablando por teléfono con su principal abogado, Henry Ramarau—. Consígueme la custodia de la cuarta niña. Ella será terrícola. Y haré concesiones con los dos híbridos. Yo me quedaré con Maurice y ella puede quedarse con Kathy. Y, desde luego, también se quedará con esa masa viscosa, esa presunta hija. En lo que a mí respecta, es suya de todos modos. —Colgó bruscamente y se volvió hacia el comité de dirección de su compañía—. ¿Dónde estábamos? Ah, el análisis de las leyes fiscales de Ío.

Durante las siguientes semanas, la idea de trasladarse a Ío le pareció cada vez más viable desde el punto de vista de los beneficios y las ventajas fiscales.

—Compra terrenos en Ío —le ordenó George a su agente, Tom Hendricks—. Y cómpralos baratos. Queremos empezar bien. —A su secretaria, la señorita Nolan, le dijo—: No deje que nadie entre en mi oficina hasta nuevo aviso. Me temo que pronto sufriré un atentado. Por rechazo ante este traslado de la Tierra a Ío. Y también por problemas personales.

—Sí, señor Munster —respondió la señorita Nolan, acompañando a Tom Hendricks fuera de la oficina—. Nadie lo molestará.

Podía confiar en que ella no permitiría que nadie entrara mientras George revertía a su forma blobel, como le sucedía con frecuencia últimamente. La presión que sufría era inmensa.

Cuando George recobró su forma humana, la señorita Nolan le informó que había llamado un tal doctor Jones.

—Maldición —dijo George, acordándose de lo ocurrido seis años atrás—. Pensé que ya estaría en la pila de la chatarra. Llame al doctor Jones, y avíseme cuando lo tenga. Me tomaré un minuto para hablar con él.

Era como en los viejos tiempos en San Francisco. Poco después, la señorita Nolan tenía al doctor Jones al teléfono.

—Doctor —dijo George, recostándose en la silla giratoria y acariciando una orquídea que tenía sobre el escritorio—, me alegra oírle.

—Señor Munster —dijo el analista homeostático—, veo que ahora tiene secretaria.

—Sí, ahora soy un magnate de los negocios. Estoy en el negocio de los cinturones reductores. Es algo parecido al collar antipulgas que usan los gatos. ¿En qué puedo servirle?

—Creo que tiene usted cuatro hijos.

—En realidad tres, más una cuarta en camino. Escuche, doctor, esa cuarta hija es vital para mí. Según la ley de Mendel, es terrícola pura, y estoy haciendo todo lo que está en mi mano para obtener la custodia. Usted se acordará de Vivian, ¿no? Pues bien, ella regresó a Titán, con su gente, donde corresponde. Yo estoy pagando a algunos de los mejores médicos para que me estabilicen. Estoy harto de esta reversión constante, noche y día. No tengo tiempo para tonterías.

—Por el tono, noto que usted es un hombre importante y atareado, señor Munster. Ha progresado desde que lo vi la última vez.

—Vaya al grano —dijo George con impaciencia—. ¿Por qué ha llamado?

—Pensé que, bueno…, que quizá pudiera reconciliarlo con Vivian.

—Bah —resopló George—. ¿Esa mujer? Nunca. Escuche, doctor, tengo que colgar. Estamos acabando de perfilar una estrategia comercial, aquí en Munster Inc., y estoy muy ocupado.

—Señor Munster —preguntó el doctor Jones—, ¿hay otra mujer?

—Hay otra blobel, si a eso se refiere —dijo George, y colgó. «Dos blobels es mejor que ninguna», se dijo. Y regresó a sus ocupaciones. Apretó un botón del escritorio y la señorita Nolan asomó la cabeza en su oficina—. Señorita Nolan, póngame con Hank Ramarau, quiero averiguar…

—El señor Ramarau espera en la otra línea. Es urgente.

Pasando a la otra línea, George dijo:

—Hola, Hank. ¿Qué hay de nuevo?

—Acabo de descubrir que para poder dirigir tu fábrica de Ío debes ser ciudadano de Titán.

—Eso es fácil de solucionar —dijo George.

—Pero para ser ciudadano de Titán… —Ramarau titubeó—. Te lo diré del modo más fácil, George. Tienes que ser blobel.

—Rayos, soy blobel. Al menos durante parte del tiempo. ¿Eso no basta?

—No —dijo Ramarau—. También investigué ese aspecto, conociendo tu enfermedad, y tiene que ser el cien por cien del tiempo. Noche y día.

—Mmm, esto es malo, pero lo arreglaremos de algún modo. Escucha, Hank, tengo una cita con Eddy Fulbright, mi coordinador médico. Te llamaré después, ¿de acuerdo?

Colgó y se sentó, frunciendo el entrecejo y frotándose la barbilla. «Bien —decidió—, si las cosas son así, son así. Los hechos son hechos, y no podemos permitir que se interpongan en nuestro camino.» Descolgó el teléfono y llamó a su médico, Eddy Fulbright.

La moneda platinada de veinte dólares rodó por la ranura y activó el circuito. El doctor Jones se conectó, miró hacia arriba y vio a una despampanante joven de pechos puntiagudos a quien reconoció —por medio de un rápido escrutinio de sus bancos de memoria— como la esposa de George Munster, Vivian Arrasmith.

—Buenos días, Vivian —dijo cordialmente—. Tenía entendido que estaba usted en Titán.

Se puso de pie, ofreciéndole una silla.

—Doctor —gimió Vivian, enjugándose los grandes ojos oscuros—, todo se está derrumbando. Mi esposo tiene un romance con otra mujer…, sólo sé que se llama Nina, y los muchachos de la Asociación de Veteranos hablan de ello. Supongo que es terrícola. Ambos queremos el divorcio. Pero tendremos una espantosa batalla legal por los niños. —Se acomodó púdicamente el abrigo—. Además estoy esperando una cuarta criatura.

—Lo sé —dijo el doctor Jones—. Esta vez terrícola pura, si la ley de Mendel no miente, aunque sólo se aplicaba a las camadas.

—Estuve en Titán, hablando con expertos en derecho y medicina —sollozó la señora Munster—, con ginecólogos, y sobre todo con especialistas en orientación conyugal. El mes pasado recibí toda clase de consejos. Ahora acabo de regresar a la Tierra pero no encuentro a George; ha desaparecido.

—Ojalá pudiera ayudarla, Vivian. Charlé con su esposo el otro día, pero sólo habló de generalidades; evidentemente, es un magnate tan importante que es difícil tener una conversación con él.

—Y pensar que lo ha conseguido todo porque yo le di una idea, una idea blobel.

—Ironías del destino. Ahora bien, si quiere conservar a su esposo, Vivian…

—Estoy resuelta a conservarlo, doctor Jones. Con franqueza, me he sometido a terapia en Titán, la más novedosa y cara, y es porque amo mucho a George, aun más de lo que amo a mi propia gente o mi planeta.

—¿A qué se refiere? —preguntó el doctor Jones.

—Gracias a los más modernos adelantos médicos del sistema solar, me han estabilizado, doctor Jones. Ahora tengo forma humana veinticuatro horas al día en vez de dieciocho. He renunciado a mi forma natural con tal de conservar mi matrimonio con George.

—El sacrificio supremo —dijo el doctor Jones, conmovido.

—Ahora, si tan sólo pudiera encontrarlo, doctor…

En la ceremonia de inauguración de Ío, George Munster se deslizó gradualmente hasta la pala, extendió un seudópodo, aferró la herramienta y excavó una cantidad simbólica de terreno.

—Es un gran día —dijo con voz hueca y estentórea, mediante la imitación de aparato vocal que había modelado con la sustancia viscosa y plástica que constituía su cuerpo unicelular.

—Así es, George —convino Hank Ramarau, que llevaba los documentos legales.

El funcionario de Ío, que era una gran masa transparente, como George, se acercó a Ramarau y sostuvo los documentos.

—Los entregaré a mi gobierno —declaró con voz tonante—. Estoy seguro de que están en orden, señor Ramarau.

—Le garantizo —le dijo Ramarau al funcionario— que el señor Munster no revierte a la forma humana en ningún momento. Ha utilizado las técnicas más avanzadas de la ciencia médica para lograr esta estabilidad en la fase unicelular de su rotación. Munster no nos engañaría al respecto.

«Este momento histórico —proclamó telepáticamente la gran mancha que era George Munster ante la multitud de blobels que asistían a la ceremonia—, significa un estándar de vida más alto para los ionianos. Traerá empleos y prosperidad a la zona, además del orgullo nacional de participar en la manufacturación de lo que ahora reconocemos como un invento nativo, el Cinturón Mágico Munster.»

La multitud de blobels lanzó hurras telepáticos.

«Esto es motivo de orgullo para mí», les transmitió George Munster, y comenzó a reptar hacia el coche, donde su chófer esperaba para llevarlo al hotel de Ciudad Ío.

Un día se adueñaría del hotel. Estaba invirtiendo las ganancias de su negocio en bienes raíces locales. Era un gesto patriótico y rentable, como le habían dicho otros ionianos, otros blobels.

«Al fin soy un hombre de éxito», dijo George Munster a todos los que estaban a distancia suficiente para recibir sus emisiones telepáticas. Entre hurras frenéticos, se deslizó rampa arriba y entró en su coche fabricado en Titán.

FIN


  • Autor: Philip K. Dick

  • Título: ¡Oh, ser un blobel! 

  • Título Original: Oh, to Be a Blobel!

  • Publicado en: Galaxy Magazine, febrero de 1964

  • Traducción: Carlos Gardini

 
 
 
bottom of page