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Lecturas



Un reloj hace tictac en navidad

Patricia Highsmith


—¿Le sobra a usted un franco, madame?

Así fue como empezó. Michèle bajó la vista por encima de las cajas y bolsas de plástico que llevaba en brazos y miró al niño, que vestía una chaqueta de tweed muy holgada y una gorra del mismo paño que le caía sobre las orejas. Sus ojos eran grandes y negros y tenía una sonrisa atractiva.

—¡Sí! —se las compuso para darle los dos francos que aún tenía entre los dedos después de pagar el taxi.

Merci, madame!

—Y esto —dijo Michèle, recordando de pronto que momentos antes había metido un billete de diez francos en el bolsillo del abrigo.

El niño se quedó boquiabierto.

Oh, madame! Merci!

Una de las bolsas escurridizas había caído al suelo. El niño la recogió.

Michèle sonrió, cerró con un dedo el asa de la bolsa y apretó el botón de la puerta con un codo. La pesada puerta se abrió y Michèle sorteó el umbral elevado. Con un hombro empujó la puerta hasta cerrarla y cruzó el patio de su casa de pisos. Unos bambúes se alzaban como esbeltos centinelas a izquierda y derecha, y a ambos lados del sendero que llevaba al patio «E» crecían laureles y helechos. Charles estaría en casa, porque eran casi las seis. ¿Qué diría al ver tantos paquetes, al saber que había gastado más de tres mil francos? Bueno, Michèle había hecho la mayor parte de las compras de Navidad y uno de los regalos era para que Charles se lo diese a su familia —difícilmente podía quejarse de eso—, mientras que el resto era para el propio Charles y para los padres de Michèle, y sólo uno era para ella misma, un cinturón Hermes al que no había podido resistirse.

—¡Papá Noel! —dijo Charles al verla entrar—. ¿O es Mamá Noel?

Michèle había dejado caer los paquetes sobre el suelo del recibidor.

—¡Uf! ¡Sí, ha sido un buen día! Quiero decir que he hecho muchas cosas. ¡De veras!

—Eso parece. —Charles la ayudó a recoger las cajas y las bolsas.

Michèle se había quitado el abrigo y los zapatos. Tiraron los paquetes sobre la espaciosa cama de matrimonio de su dormitorio mientras Michèle hablaba sin parar. Le comunicó a Charles que había comprado un mantel blanco, muy bonito, para sus padres y le habló del niño que le había pedido un franco en la calle.

—¡Un franco! ¡Después de todo lo que he comprado hoy! Parecía un niño tan simpático, de unos diez años. Y su aspecto era tan pobre… su ropa. Me recordó los viejos cuentos de Navidad. ¿Sabes? Cuando alguien que tiene menos que los demás pide un poquitín. —Michèle sonreía ampliamente, llena de felicidad.

Charles asintió con la cabeza, la familia de Michèle era rica. Charles Clement había subido a fuerza de trabajar, desde aprendiz de albañil a los dieciséis años, hasta llegar a ser director de su propia compañía, la Athenas Construction, a los veintiocho. A los treinta había conocido a Michèle, la hija de uno de sus clientes, y se había casado con ella. A veces Charles se sentía deslumbrado por su éxito en el trabajo y en el matrimonio, porque adoraba a Michèle y ella era preciosa. Pero se dio cuenta de que le resultaba más fácil imaginarse a sí mismo como el niño que pedía un franco, cosa que él nunca hubiera hecho, que como hermano de Michèle, por ejemplo, que dispensaba largueza con su actitud especial, a la vez superior y bondadosa. No era la primera vez que veía aquella actitud en Michèle.

—¿Sólo un franco? —dijo finalmente Charles, sonriendo.

Michèle se echó a reír.

—No, le di un billete de diez francos. Lo llevaba suelto en el bolsillo… y, después de todo, estamos en Navidad.

Charles se rió entre dientes.

—Ese niño volverá.

Michèle se encontraba de pie ante su armario ropero, cuyas puertas de corredera acababa de abrir.

—¿Qué debería ponerme esta noche? ¿El vestido rojo claro, ese que te gusta, o… el amarillo? El amarillo es más nuevo.

Charles le rodeó la cintura con un brazo. La hilera de vestidos y blusas, de faldas largas, parecía un arco iris tangible: oro reluciente, azul aterciopelado, beige y verde, raso y seda. Entre todo aquello ni siquiera pudo ver el de color rojo claro, pero dijo:

—El rojo claro, sí. ¿Te parece bien?

—Naturalmente, querido.

Aquella noche cenarían en casa de unos amigos. Charles volvió a la sala de estar y siguió leyendo su periódico mientras Michèle se duchaba y se cambiaba de ropa. Charles iba en zapatillas: costumbre de viejo, pensó, aunque sólo tenía treinta y dos años. Fuera como fuese, era una costumbre que tenía desde la adolescencia, cuando vivía con sus padres en la zona de Clichy. La mitad de las veces volvía a casa con los zapatos y los calcetines mojados a causa del barro y el agua de alguna obra y las zapatillas de lana le resultaban cómodas. Aparte de las zapatillas, Charles iba vestido para la velada, con un traje azul oscuro, una camisa con gemelos y una corbata de seda con el nudo ya hecho pero sin ajustar aún al cuello de la camisa. Charles encendió su pipa —Michèle aún tardaría mucho— y pasó revista a su elegante sala de estar, pensando en la Navidad. La primera señal de ésta era la corona verde oscuro, de unos treinta centímetros de diámetro, que Michèle seguramente habría comprado aquella mañana y que estaba apoyada en el frutero de la mesa del comedor. Michèle la colocaría en el llamador de la puerta del piso. Charles lo sabía. El metal de la chimenea relucía como de costumbre, el atizador y las tenazas, bruñidos por Geneviève, su femme de ménage. Cuatro de los seis o siete óleos colgados en las paredes representaban a antepasados de Michèle, dos de ellos luciendo cuellos de encaje blancos. Charles se sirvió un poco de whisky Glynfiddigh y se lo tomó a palo seco. El mejor whisky del mundo, en su opinión. Sí, el destino se había portado bien con él. Tenía lujo y confort, adondequiera que mirase. Se quitó las zapatillas y se las llevó al dormitorio. Michèle seguía en el cuarto de baño, tarareando y maquillándose.

Dos días después Michèle volvió a encontrarse con el niño al que diera el billete de diez francos. Ya casi estaba ante la puerta de casa cuando le vio, toda vez que tenía la atención concentrada en el caniche blanco que acababa de comprar. Había despedido el taxi en la esquina y guiaba cuidadosamente al perrito a lo largo de la acera, con su nueva correa negra y dorada. El perrito no sabía en qué dirección ir, a menos que ella tirase de la correa. Daba vueltas en círculo, echaba a correr hacia donde no debía ir hasta que el collar lo detenía, entonces alzaba el morro sonriente hacia Michèle y la seguía al trote. Un hombre se detuvo para admirar el animal.

—Aún no tiene tres meses —dijo Michèle, contestando a la pregunta del hombre.

Fue entonces cuando se fijó en el niño. Llevaba la misma chaqueta de tweed con el cuello subido para protegerse del frío, y Michèle se dio cuenta de que era una chaqueta de hombre, demasiado grande, con los puños doblados hacia atrás y los botones ajustados para que ciñese mejor el cuerpo del niño.

B’jour, madame! —dijo el pequeño—. ¿Este perro es suyo?

—Sí, acabo de comprarlo.

—¿Cuánto le ha costado?

Michèle se rio.

El chico se sacó algo del bolsillo.

—He traído esto para usted.

Era un minúsculo ramito de acebo con bayas rojas. Al cogerlo con la mano libre, se percató de que era de plástico, que los frutos estaban doblados sobre sus tallos artificiales, que el envoltorio de oropel estaba aplastado.

—Gra-gracias —dijo Michèle, regocijada—. Ah, ¿y cuánto te debo por esto?

—¡Ni un céntimo, madame!

El niño mostraba un aire de orgullo y la estaba mirando directamente a los ojos, sonriendo. Le colgaban los mocos.

Michèle apretó el botón de la puerta de su casa.

—¿Quieres subir un minuto… a jugar con el perrito?

Oui, merci! —exclamó el pequeño, contento y sorprendido.

Michèle le guio por el sendero hasta el ascensor. Abrió la puerta del piso y soltó la correa del perrito. Luego sacó un pañuelo de papel del bolso y se lo dio al niño para que se sonase. El niño y el perrito se comportaban de la misma manera, pensó, mirando a su alrededor, dando vueltas en círculo, husmeando.

—¿Qué nombre le pondré al perrito? —preguntó Michèle—. ¿Se te ocurre alguno? ¿Cómo te llamas?

—Paul, madame —contestó el pequeño y volvió a mirar fijamente las paredes, el sofá grande.

—Vamos a la cocina. Te daré… una coca-cola.

El niño y el perrito la siguieron. Michèle puso una escudilla de agua en el suelo, para el perrito, y sacó una botella de coca-cola del frigorífico.

El pequeño bebió la coca-cola en un vaso mientras sus ojos recorrían la cocina blanca y espaciosa, unos ojos que hicieron pensar a Michèle en ventanas abiertas, o acaso en la lente de una cámara.

—¿Le da bistec hâché al perrito, madame? —preguntó el chico.

Con una cuchara, Michèle iba sacando carne picada del paquete de la carnicería y poniéndola en un platito.

—Oh, hoy, sí. Puede que siempre. Un poquito. Más adelante podrá comer de las latas —los ojos del pequeño estaban clavados en la carne que Michèle envolvía. Al verlo, Michèle dijo impulsivamente—: ¿Quieres un poco? ¿Una hamburguesa?

—¡Aunque sea cruda! Un poquito… sí —extendió una mano de uñas sucias y cogió lo que Michèle le ofrecía en una cuchara. Paul se metió la carne en la boca.

Michèle volvió a guardar el paquete de carne en el frigorífico y cerró la puerta con el codo. El hambre del muchacho la ponía nerviosa. Claro que, si era pobre, su familia no comería carne con frecuencia. No quiso preguntarle nada al respecto. Le resultó más fácil, al cabo de un momento, ofrecerle a Paul algunas galletas de una caja que estaba casi llena.

—¡Coge unas cuantas! —dijo, pasándole la caja.

Lentamente, pero sin parar, el chico se las comió todas, mientras él y Michèle contemplaban cómo el perrito pasaba la lengua por el plato hasta dejarlo bien limpio. Entonces Paul recogió el plato y lo llevó al fregadero.

—¿He hecho bien, madame?

Michèle asintió con la cabeza. Ella y Charles tenían lavavajillas y raramente lavaban los platos en el fregadero. El chico metió la caja vacía de galletas en el cubo de la basura, que era amarillo. El cubo estaba casi lleno y el niño preguntó si quería que se lo vaciase. Michèle meneó levemente la cabeza, asombrada, con la sensación de que un ángel navideño había entrado en su hogar: ¡El niño y el perrito blanco! ¡El niño tan hambriento y el perrito tan joven!

—Por aquí… pero no tienes por qué hacerlo.

El pequeño quería ser útil, de modo que Michèle le mostró la bolsa de plástico gris que había en la entrada de servicio y le dijo que vaciase el cubo en ella. Después volvieron a la sala de estar y jugaron con el perrito en la alfombra. Michèle había comprado una pelota de goma azul en la que había una campanita. Paul hacía rodar la pelota con cuidado, para que el perrito la persiguiese. Con mucha cortesía había rehusado quitarse la chaqueta o sentarse. Michèle observó que tenía agujereados los talones de ambos calcetines. Sus zapatos se encontraban en peor estado, rotos entre las suelas y la parte superior. Hasta las vueltas de los tejanos estaban rotas. ¿Cómo podía un niño protegerse del frío con tejanos en aquel tiempo?

—Gracias, madame —dijo Paul—. Ahora me voy.

—¡Aw-ruff! —dijo el perrito, pidiendo al niño que volviese a hacer rodar la pelota.

De pronto Michèle se sintió tan torpe como si se encontrara en compañía de un adulto procedente de un país y una cultura distintos.

—Gracias por tu visita, Paul. Y, por si no vuelvo a verte, te deseo unas felices Navidades.

Paul parecía igualmente incómodo, volvió el cuello y dijo:

—Lo mismo digo, madame. Felices Navidades. ¡Y a ti también! —añadió, dirigiéndose al perrito. Bruscamente dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.

—Me gustaría hacerte un regalo, Paul —dijo Michèle, siguiéndole—. ¿Qué me dices de un par de zapatos? ¿Qué número gastas?

—¡Ja! —¿Se había ruborizado el pequeño?—. El treinta y dos. Puede que el treinta y tres, porque estoy creciendo, dice mi padre —levantó un pie de una manera cómica.

—¿Qué hace tu padre? —A Michèle le encantó hacerle una pregunta práctica.

—Es repartidor. Descarga botellas de camiones.

Michèle se imaginó a un tipo robusto descargando cajas de agua mineral, vino, cerveza, de un enorme camión y cargando en éste las cajas vacías. Veía hombres trabajando así en todo París, cada día, y puede que hasta hubiese visto al padre de Paul.

—¿Tienes hermanos?

—Un hermano. Dos hermanas.

—¿Y dónde vives?

—Oh… vivimos en un sótano.

Michèle no quiso preguntarle nada sobre el sótano, si era un semisótano o un sótano total, ni si su madre también trabajaba. La idea de hacerle un regalo, un par de zapatos, la animó.

—Vuelve mañana sobre las once y tendré un par de zapatos para ti.

Paul puso cara de incredulidad y movió nerviosamente las manos en el bolsillo de la chaqueta.

—Sí, de acuerdo. A las once.

El chico quería bajar solo en el ascensor, así que Michèle le dejó hacer.

Al día siguiente, a poco más de las once, Michèle paseaba por la acera cerca de su casa, con el perrito atado a su correa. La noche antes ella y Charles habían decidido llamarle Ezekiel, nombre que ya habían abreviado y ahora era Zeke. Súbitamente Michèle vio a Paul y a una figura más pequeña detrás de él.

—Mi hermana, Marie-Jeanne —dijo Paul, mirando a Michèle con sus grandes ojos negros; luego miró a su hermana y le empujó la mano hacia Michèle. Michèle cogió la manita y se saludaron. La hermana era una versión más pequeña de Paul, con cabello negro y más largo. Los zapatos. Michèle había comprado dos pares para Paul. Les dijo a los dos niños que subieran con ella. El ascensor otra vez, la puerta del piso abriéndose y la misma expresión maravillada en los ojos de la hermanita.

—Pruébatelos, Paul. Los dos pares —dijo Michèle.

Paul se sentó en el suelo y se probó los zapatos, excitado y feliz.

—¡Todos me van bien! ¡Los dos pares! —en plan de broma se puso el zapato derecho de un par y el izquierdo del otro.

Marie-Jeanne mostraba más interés por el piso que por los zapatos.

Michèle fue a buscar coca-cola. Pensó que bastaría con una botella para cada uno. Los dos niños le enternecían el corazón, pero temía pasarse, perder el control de la situación. Cuando volvió con los refrescos, Zeke empezaba a mordisquear uno de los zapatos nuevos y Paul se reía. La hermanita se apresuró a poner el zapato a salvo. Un poco de coca-cola fue a parar a la alfombra; Michèle fue a buscar una esponja y Paul frotó las manchas, después enjuagó la esponja.

Luego, de repente, los dos niños se marcharon, cada uno con una caja de zapatos bajo el brazo.

Aquella noche Charles no pudo encontrar su abrecartas. Lo dejaba siempre sobre su escritorio, en una habitación que daba a la sala de estar y que hacía las veces de biblioteca y de despacho. Preguntó a Michèle si lo había cogido ella.

—No. ¿No habrá caído al suelo?

—Ya he mirado —dijo Charles.

Pero los dos miraron de nuevo. El abrecartas era de plata, igual que una daga lisa con la empuñadura en forma de serpiente enroscada.

—Ya lo encontrará Geneviève en alguna parte —dijo Michèle, pero en el mismo instante empezó a sospechar de Paul… o incluso de su hermana. Sintió un estremecimiento, una especie de vergüenza propia, como si ella fuera la responsable del robo, el cual era sólo una posibilidad, no un hecho comprobado. Pero Michèle se sintió culpable al mirar la cara ligeramente preocupada de su marido. Charles estaba abriendo una carta con la uña del pulgar.

—¿Qué has hecho hoy, querida? —preguntó Charles, volviendo a sonreír y guardando la carta en una carpeta.

Michèle le contó que había discutido con los de la telefónica a causa del último recibo y que se había salido con la suya. Lo había hecho por indicación de Charles, que no veía clara una conferencia que constaba en el recibo. Luego había ido a la peluquería, pero sólo una hora, y había sacado a Zeke tres veces. Añadió que le parecía que el perrito estaba aprendiendo deprisa. No le dijo a Charles que había comprado dos pares de zapatos para el niño que se llamaba Paul; ni le habló de la visita de Paul y su hermana.

—Y he colgado la corona en la puerta —dijo Michèle—. No me he matado trabajando, lo sé, pero ¿no te has fijado?

—Claro que sí. ¿Cómo iba a pasárseme por alto? —la abrazó y le besó la mejilla—. Muy bonita, querida, la corona.

Era sábado. El domingo Charles trabajó unas cuantas horas en su oficina, a solas, como hacía con frecuencia. Michèle compró un arbolito de Navidad con una base en forma de «X» y se pasó parte de la tarde decorándolo. Finalmente lo había colocado sobre la mesa del comedor, en lugar de en el suelo, porque el perrito no quería dejar de jugar con los adornos. Michèle no esperaba con ilusión la obligatoria visita a los padres de Charles —que nunca tenían un arbolito, e incluso Charles opinaba que los arbolitos de Navidad eran una tontería importada de Inglaterra— el lunes, Nochebuena, a las cinco de la tarde. Los padres de Charles vivían en una vieja casa de pisos, sin ascensor, en el 18.º arrondissement. Intercambiarían regalos y beberían vino tinto caliente, que siempre hacía que Michèle se sintiese mareada. El resto de la velada sería más alegre en casa de los padres de Michèle, en Neuilly. A medianoche harían una cena fría, con champán, y verían en la televisión, en color, cómo la Navidad empezaba en todo el mundo. Le contó todo esto a Zeke.

—¡Tu primera Navidad, Zeke! ¡Y te daremos… un muslo de pavo!

El perrito pareció entender lo que decía Michèle y empezó a correr por la sala de estar con la lengua fuera y una expresión pícara en sus ojos negros. ¿Y Paul y Marie-Jeanne? ¿Estarían sonriendo en aquel momento? Paul quizá sí, con sus dos pares de zapatos. Y tal vez tendría tiempo de comprarle una blusa o una falda a Marie-Jeanne, un pastel para el otro hermano y la otra hermana, antes del día de Navidad. Podría comprar todo aquello el lunes y quizá vería a Paul y podría darle los regalos. La Navidad significaba dar, compartir, comunicarse con amigos y vecinos e incluso con desconocidos. Con Paul, ya había empezado a hacerlo.

—¡Uuuaaauuu! —dijo el perrito, acurrucándose.

—¡Un momento, Zeke, querido! —Mi… chéle corrió a coger la correa.

Se echó encima un chaquetón de pieles y salió con Zeke.

El perrito se dirigió inmediatamente al arroyo y Michèle le dedicó una palabra de alabanza. La mantequería de la acera de enfrente estaba abierta; así que compró una caja de caramelos —una bonita caja de hojalata que le costó más de cien francos— porque la cinta roja que había en ella le había llamado la atención.

Madame… bonjour!

Una vez más, al bajar los ojos, Michèle vio la cara de Paul vuelta hacia ella. Tenía la nariz brillante y enrojecida a causa del frío.

—¡Felices Navidades otra vez, madame! —dijo Paul, con una sonrisa, golpeando el suelo con los pies. Llevaba uno de los dos pares de zapatos nuevos, el de color marrón, y tenía las manos hundidas en los bolsillos.

—¿Te apetece una taza de chocolate caliente? —preguntó Michèle. A pocos metros de donde estaban había un «bar-tabac».

Non, merci —Paul torció el cuello tímidamente.

—¡O un plato de sopa! —dijo Michele, súbitamente inspirada—. ¡Sube a casa conmigo!

—Mi hermana está conmigo. —Paul se volvió rápidamente, rígido de frío, y en aquel momento Marie-Jeanne salió apresuradamente del «bar-tabac».

Ah, bonjour, madame! —Marie-Jeanne sonreía; llevaba una cesta azul, de las que se usan para la compra, que parecía vacía, pero la abrió para enseñarle el contenido a su hermano—. Dos paquetes. ¿Era eso?… Son cigarrillos para mi padre —dijo a Michèle.

—¿Os gustaría subir un momento a ver mi arbolito de Navidad? —La hospitalidad de Michèle seguía tan fuerte como antes. ¿Qué había de malo en darles un poco de sopa y unos caramelos a los dos pequeños?

Subieron con ella. En el piso, Michèle puso la radio y sintonizó con Londres; daban un programa de villancicos. ¡Lo más indicado! Marie-Jeanne se sentó en cuclillas delante del árbol de Navidad y le dijo algo a su hermano sobre los paquetes colocados al pie del árbol, los adornos, los regalitos colgados en las ramas. Michèle estaba calentando una lata de puré de guisantes tras añadirle una cantidad igual de leche. ¡Un alimento bueno, nutritivo! El coro de niños ingleses entonó un villancico francés y los tres unieron sus voces:

Il est ne’ le divin enfantChantez hautbois, résonnez musettes

Luego, como la vez anterior, los pequeños se marcharon súbitamente —sus risas y cháchara—, Zeke ladró como ordenándoles que volviesen y Michèle se quedó con las escudillas vacías y los papeles de los bombones. Obedeciendo un impulso, Michèle les había dado la bonita caja de caramelos para que la llevasen a casa. Y Charles llegaría dentro de unos minutos. Michèle había puesto en orden la cocina y entraba en la sala de estar cuando oyó la puerta del ascensor y los pasos de Charles en el rellano y en aquel mismo momento reparó en un hueco en la repisa de la chimenea. ¡El reloj! ¡El reloj de oro molido de Charles! No era posible que no estuviese allí. Pero había desaparecido.

Oyó la llave en la cerradura y la puerta se abrió.

Michèle cogió una caja —envuelta en papel amarillo, zapatillas para Charles— y la puso en el sitio del reloj.

—¡Hola, querida! —dijo Charles, besándola.

Charles quería una taza de té: la temperatura iba en descenso y casi había pillado un resfriado mientras esperaba un taxi para ir a casa. Michèle preparó té para los dos y procuró sentarse de tal modo que Charles tuviera que estar de espaldas a la chimenea, pero no lo logró, pues Charles se sentó en otro sillón.

—¿Qué hace ese regalo ahí? —preguntó Charles, refiriéndose al paquete amarillo.

Charles tenía buen ojo para el orden. Sonriendo, todavía de buen humor, dejó su primera taza de té y se acercó a la repisa de la chimenea. Cogió el paquete, se volvió hacia el árbol de Navidad, luego miró de nuevo la repisa.

—¿Y dónde está el reloj? ¿Tú lo has quitado de aquí?

Michèle apretó los dientes, anhelando mentir, decir que sí, que ella había puesto el reloj en un armario para que en la repisa quedara espacio para los adornos de Navidad, pero ¿hubiera tenido sentido esa explicación?

—No, yo…

—¿Le pasa algo al reloj? —la cara de Charles se había puesto seria, como si estuviera preguntando por la salud de un familiar al que quisiera.

—No sé dónde está —confesó Michèle.

Charles frunció el ceño y su cuerpo se tensó. Dejó el paquete ligero sobre la mesa donde estaba el árbol.

—¿Has vuelto a ver a aquel niño?… ¿Le has invitado a subir?

—Sí, Charles. Sí… Ya sé que…

—Y puede que hoy sea la segunda vez que sube, ¿no?

Michèle movió la cabeza afirmativamente.

—Sí.

—¡Por el amor de Dios, Michèle! Sabes muy bien que así fue cómo desapareció el abrecartas, ¿no? ¡Pero el reloj! ¡Dios mío, el reloj es mucho más importante! ¿Dónde vive ese chiquillo?

—No lo sé.

Charles hizo un movimiento hacia el teléfono y se detuvo.

—¿Cuándo ha estado aquí? ¿Esta tarde?

—Sí, aún no hace una hora. Charles, ¡lo siento de veras!

—No puede vivir muy lejos de aquí. ¿Cómo habrá podido hacerlo estando tú presente?

—También ha venido su hermana. —Michèle había acompañado a la niña al lavabo.

Por supuesto, el niño habría cogido el reloj entonces y lo había metido en la cesta de la compra.

Charles se hizo cargo y movió la cabeza con gesto apesadumbrado.

—Bueno, si lo empeñan, pasarán unas buenas Navidades, y apuesto que pasarán días antes de que volvamos a verles… si es que volvemos a verles el pelo. ¿Cómo has podido traer a semejantes ladrones a casa?

Michèle titubeó, trastornada por la cólera de Charles. Era una cólera dirigida contra ella.

—Tenían frío y hambre… y son pobres —miró los ojos de su marido.

—Igual que mi padre —dijo Charles, hablando despacio— cuando adquirió ese reloj.

Michèle lo sabía. El reloj de oro molido había sido el orgullo y la alegría de la familia Clement desde que Charles tenía unos doce años de edad. El reloj había sido el único objeto bonito en su casa de familia trabajadora. Había llamado la atención de Michèle durante su primera visita a los Clement, puesto que el resto del mobiliario era horrible, style rustique, todo barniz y formica. Y el padre Charles les había dado el reloj como regalo de boda.

—¡Los muy cerdos! —musitó Charles, chupando un cigarrillo y con los ojos clavados en el hueco de la repisa—. Quizá es que no conoces a esta clase de gente, mi querida Michèle. Pero yo sí la conozco. Porque me crie con ella.

—¡Entonces podrías ser más comprensivo! Si no conseguimos recuperar el reloj, Charles, compraré otro, lo más parecido posible. Recuerdo exactamente cómo era ese reloj.

Charles meneó la cabeza, cerró los ojos y se volvió.

Michèle salió de la sala, llevándose el té consigo. Era la primera vez que veía a Charles al borde de las lágrimas.

Charles no quería asistir a la cena a la que estaban invitados aquella noche. Sugirió que Michèle fuese sola e inventase alguna excusa por su ausencia, y al principio ella dijo que también se quedaría en casa, luego cambió de parecer y se vistió.

—No sé qué tiene de malo mi idea, la de comprar otro reloj —dijo Michèle—. No acierto a ver…

—Quizá nunca lo verás —dijo Charles.

Michèle conocía a Bernard e Yvonne Petit desde hacía mucho tiempo. Ambos ya eran amigos suyos antes de que se casara con Charles. Michèle sentía grandes deseos de contarle a Yvonne lo ocurrido con el reloj, pero no era una historia que pudiera contarse durante una cena con ocho invitados, y cuando llegó la hora del café ya había decidido que lo mejor era no hablar para nada del asunto. Charles estaba muy disgustado y la falta era suya, de Michèle. Pero Yvonne, cuando Michèle se estaba despidiendo, le preguntó si algo la preocupaba, y Michèle se sintió aliviada al contestar que sí. Ella e Yvonne entraron en la biblioteca, que se parecía mucho a la del piso de Michèle, y ésta le contó rápidamente lo sucedido.

—¡Pero si precisamente tenemos aquí el reloj que necesitas! —exclamó Yvonne—. A Bernard ni siquiera le gusta mucho. ¡Ja! Es terrible decir algo así, ¿verdad? Pero el reloj está aquí mismo, querida Michèle. ¡Mira! —Yvonne apartó unas cuantas tarjetas de invitación, para que el reloj de la repisa fuera más visible; manecillas negras, la esfera coronada por una tiara de adornos dorados.

Efectivamente, el reloj se parecía mucho al que había sido robado. Mientras Michèle titubeaba, Yvonne fue a buscar papel de periódico y una bolsa de plástico en la cocina y envolvió bien el reloj. Luego instó a Michèle a cogerlo.

—¡Un regalo de Navidad!

—Pero es que se trata de una cuestión de principios. Conozco a Charles. Y tú también, Yvonne. Si el reloj robado fuera de mi familia, si yo lo hubiese visto toda mi vida, incluso, sé que no me importaría tanto.

—Lo sé, lo sé.

—Es el hecho de que esos chiquillos son pobres… y de que es Navidad. Yo les invité a subir, primero Paul, él solo. El ver cómo se les iluminaba el rostro me resultó tan maravilloso. Se mostraron tan agradecidos por un poco de sopa. Paul me dijo que vivían en un sótano de no sé dónde.

Yvonne la escuchaba, aunque era la segunda vez que Michèle le contaba todo aquello.

—Tú limítate a poner este reloj donde estaba el otro… y espera que todo vaya bien —dijo Yvonne con una sonrisa confiada.

Michèle cogió un taxi y, cuando llegó a casa, Charles estaba en la cama, leyendo. Michèle desenvolvió el reloj en la cocina y lo colocó en la repisa. ¡Era asombroso el parecido con el otro reloj! Charles, desde detrás del periódico, dijo que había sacado a Zeke a dar un paseo media hora antes. Fue lo único que dijo y Michèle no intentó darle conversación.

Al día siguiente, víspera de Navidad, Charles vio el reloj en la repisa al entrar en la sala de estar procedente de la cocina, donde él y Michèle acababan de desayunar. Charles se volvió hacia Michèle con una expresión de asombro en los ojos.

—De acuerdo, Michèle. Ya basta.

—Me lo dio Yvonne. Nos lo dio. Pensé… sólo porque es Navidad… —¿Qué había pensado? ¿Cómo se había propuesto terminar aquella frase?

—No me entiendes —dijo Charles con firmeza—. Anoche le hice a la policía una descripción del reloj. Fui al cuartelillo, ¡y pienso recuperar mi reloj! También les hablé del chico de «unos diez años» y de su hermana y les dije que vivían en alguna parte del barrio, en un sótano.

Charles hablaba como si hubiese declarado la guerra a un enemigo formidable. Para Michèle aquello era absurdo. Luego, mientras Charles hablaba con furia mal reprimida sobre la falta de honradez, sobre hacer caridad a los irresponsables, a aquellos que no se la merecían, que ni siquiera habían tratado de merecérsela, sobre la falta de respeto por la propiedad privada, Michèle empezó a comprender. Charles tenía la sensación de que habían invadido su castillo, de que su propia esposa le había franqueado la puerta al enemigo… y que ella estaba del lado de éste. Charles hubiese podido preguntarle si era comunista, pero no lo hizo. Michèle no se consideraba comunista, nunca se había tenido por tal.

—Opino sencillamente que los ricos deberían compartir lo que tienen —dijo, interrumpiendo a Charles.

—¿Desde cuándo somos ricos? ¿Verdaderamente ricos, quiero decir? —repuso Charles—. Bueno, ya lo sé. Tu familia… ellos sí que son ricos y tú estás acostumbrada a ello. Tú lo heredaste. Eso no es culpa tuya.

¿Por qué diantres iba a ser culpa suya?, se preguntó Michèle y empezó a tener la sensación de que pisaba terreno más firme. A menudo había leído, en libros y periódicos, que la riqueza tenía que compartirse en este siglo, de lo contrario…

—Bueno… y en lo que se refiere a esos chiquillos, volvería a hacer lo mismo —dijo Michèle.

Las mejillas de Charles temblaron de exasperación.

—¡Nos han insultado! ¡Ha sido un robo!

Michèle notó calor en el rostro. Salió de la sala, tan furiosa como Charles. Pero Michèle opinaba que tenía algo de razón. Mejor dicho, que tenía toda la razón. Necesitaba expresarlo con palabras, poner en orden sus argumentos. El corazón le latía rápidamente. Miró de reojo la puerta del dormitorio, esperando ver la figura de Charles, esperando oír su voz pidiéndole que volviera. Pero no fue así.

Charles se fue a trabajar con media hora de retraso y dijo que probablemente no volvería hasta después de las tres y media. Tenían que ir a casa de los padres de Charles entre las cuatro y las cinco. Michèle telefoneó a Yvonne y en el transcurso de la conversación los pensamientos de Michèle se hicieron más claros y dejó de llorar.

—Pienso que la actitud de Charles es equivocada —dijo Michèle.

—Pero a un hombre no debes decirle eso, querida. Ten cuidado.

Aquella tarde a las cuatro Michèle, con mucho tacto, empezó a hablar con Charles. Le preguntó si le gustaba el envoltorio del regalo para su madre. El paquete contenía el mantel blanco que ya había enseñado a Charles.

—No voy a ir. No puedo ir —dijo Charles y, desoyendo las protestas de Michèle, agregó—: ¿Crees que puedo presentarme ante mis padres… reconocer ante ellos que el reloj ha sido robado?

Michèle se preguntó por qué tenía que mencionar el reloj, a menos que quisiera estropear la Navidad. Sabía que era inútil tratar de persuadirle para que fuera con ella, de modo que lo dejó correr.

—Yo sí iré… y les llevaré sus regalos.

Y así lo hizo, dejando a Charles en casa, malhumorado, esperando una posible llamada telefónica de la policía, según dijo.

Michèle había salido cargada con los regalos de los padres de Charles y con los regalos para sus propios padres. Charles le había dicho que aparecería por el piso de los padres de Michèle en Neuilly sobre las ocho de la tarde. Pero no se presentó. Sus padres le sugirieron que llamara por teléfono a Charles: a lo mejor se había quedado dormido o estaba trabajando y había perdido la noción del tiempo, pero Michèle no le telefoneó. Todo era alegre y hermoso en casa de sus padres… su árbol de Navidad, los cubos con el champán, los regalos, uno de ellos era un paraguas de viaje en un estuche de cuero. Charles y el asunto del reloj se cernían como una sombra fea y negra sobre el dorado resplandor de la sala de estar de sus padres, y Michèle volvió a contar desordenadamente lo ocurrido.

Su padre soltó una risita.

—Ya me acuerdo de aquel reloj… creo. No tiene nada de extraordinario. Después de todo, no lo hizo Cellini.

—Sin embargo, se trata del sentimiento, Édouard —dijo la madre de Michèle—. Lástima que haya ocurrido precisamente en Navidad. Y ha sido un descuido por parte tuya, Michèle. Pero… tengo que mostrarme de acuerdo contigo, sí, no eran más que pilluelos de la calle y cedieron a la tentación.

Michèle se sintió más reforzada.

—Esto no es el fin del mundo —dijo su padre, sirviendo más champán.

Al día siguiente, Navidad, Michèle recordó las palabras de su padre; y lo mismo el día después de Navidad. No era el fin del mundo, pero sí el fin de algo. La policía no había encontrado el reloj, pero Charles creía que lo encontrarían. Les había hablado con cierta energía, aseguró a Michèle, y les había proporcionado un dibujo en color del reloj que él mismo había hecho a los catorce años.

—Naturalmente, los ladrones no lo empeñarían tan pronto —le dijo Charles a Michèle—, pero tampoco lo arrojarán al Sena. Antes o después tratarán de obtener dinero a cambio del reloj, y entonces les echaremos el guante.

—Francamente, tu actitud me parece poco cristiana, incluso cruel —dijo Michèle.

—Y a mí la tuya me parece… estúpida.

No era el fin del mundo, pero sí fue el fin de su matrimonio. Ninguna palabra que Charles dijera después, ningún abrazo, si lo había, podría compensar a Michèle por aquel comentario de su esposo. Y, además, había algo igualmente importante. Michèle advirtió en Charles una profunda antipatía, una verdadera aversión hacia ella. ¿Y ella por él? ¿No sentía algo parecido? Charles había perdido algo que Michèle consideraba humano… si es que lo había tenido alguna vez. Con sus orígenes más pobres, menos privilegiados, Charles debería haber tenido más compasión que ella, pensó Michèle. ¿Qué estaba mal? ¿Y qué estaba bien? Michèle se sentía confusa, como le ocurría algunas veces cuando trataba de reflexionar sobre las frases de los villancicos, o sobre algunos poemas, que podían interpretarse de dos maneras, y, pese a todo, el corazón o el sentimiento siempre parecía buscar y encontrar un sendero propio, como había hecho el suyo, ¿y acaso eso no estaba bien? ¿No estaba bien perdonar, especialmente en aquella época del año?

Los amigos, los padres de ambos aconsejaron paciencia. Debían separarse durante una o dos semanas. La Navidad siempre ponía nerviosas a las personas. Michèle podía instalarse en el piso de Yvonne y Bernard, y así lo hizo. Luego ella y Charles podrían hablar otra vez, y así lo hicieron. Pero nada cambió realmente, nada en absoluto.

Michèle y Charles se divorciaron al cabo de cuatro meses. Y la policía nunca llegó a encontrar el reloj.


FIN


  • Autor: Patricia Highsmith

  • Título: Un reloj hace tictac en navidad

  • Título Original: A Clock Ticks at Christmas

  • Publicado en: Mermaids on the Golf Course (1985)

  • Traducción: Jordi Beltrán Ferrer

 
 
 

Actualizado: 24 may




Una bofetada

Horacio Quiroga


Acosta, mayordomo del Meteoro, que remontaba el Alto Paraná cada quince días, sabía bien una cosa, y es ésta: que nada hay más rápido, ni aun la corriente del mismo río, que la explosión que desata una damajuana de caña lanzada sobre un obraje. Su aventura con Korner, pues, pudo finalizar en un terreno harto conocido de él.

Por regla absoluta —con una sola excepción— que es ley en el Alto Paraná, en los obrajes no se permite caña. Ni los almacenes la venden, ni se tolera una sola botella, sea cual fuera su origen. En los obrajes hay resentimientos y amarguras que no conviene traer a la memoria de los mensús. Cien gramos de alcohol por cabeza, concluirían en dos horas con el obraje más militarizado.

A Acosta no le convenía una explosión de esta magnitud, y por esto su ingenio se ejercitaba en pequeños contrabandos, copas despachadas a los mensús en el mismo vapor, a la salida de cada puerto. El capitán lo sabía, y con él el pasaje entero, formado casi exclusivamente por dueños y mayordomos de obraje. Pero como el astuto correntino no pasaba de prudentes dosis, todo iba a pedir de boca.

Ahora bien, quiso la desgracia un día que a instancias de la bullanguera tropa de peones, Acosta sintiera relajarse un poco la rigidez de su prudencia. El resultado fue un regocijo entre los mensús tan profundo, que se desencadenó una vertiginosa danza de baúles y guitarras que volaban por el aire.

El escándalo era serio. Bajaron el capitán y casi todos los pasajeros, siendo menester una nueva danza, pero esta vez de rebenque, sobre las cabezas más locas. El proceder es habitual, y el capitán tenía el golpe rápido y duro. La tempestad cesó enseguida. Esto no obstante, se hizo atar de pie contra el palo mayor a un mensú más levantisco que los demás, y todo volvió a su norma.

Pero ahora tocaba el turno a Acosta. Korner, el dueño del obraje cuyo era el puerto en que estaba detenido el vapor, la emprendía con él:

—¡Usted, y sólo usted, tiene la culpa de estas cosas! ¡Por diez miserables centavos, echa a perder a los peones y ocasiona estos bochinches!

El mayordomo, a fuer de mestizo, contemporizaba.

—¡Pero cállese, y tenga vergüenza! —proseguía Korner—. Por diez miserables centavos… Pero le aseguro que en cuanto llegue a Posadas, denuncio estas picardías a Mitain.

Mitain era el armador del Meteoro, lo que tenía sin cuidado a Acosta, quien concluyó por perder la paciencia.

—Al fin y al cabo —respondió—, usted nada tiene que ver en esto… Si no le gusta, quéjese a quien quiera… En mi despacho yo hago lo que quiero.

—¡Es lo que vamos a ver! —gritó Korner, disponiéndose a subir. Pero en la escalerilla vio por encima de la baranda de bronce al mensú atado al palo mayor. Había o no ironía en la mirada del prisionero; Korner se convenció de que la había, al reconocer en aquel indiecito de ojos fríos y bigotitos en punta, a un peón con quien había tenido algo que ver tres meses atrás.

Se encaminó al palo mayor, más rojo aún de rabia. El otro lo vio llegar, sin perder un instante su sonrisita.

—¡Con que sos vos! —le dijo Korner—. ¡Te he de hallar siempre en mi camino! Te había prohibido poner los pies en el obraje, y ahora venís de allí… ¡Compadrito!

El mensú, como si no oyera, continuó mirándolo con su minúscula sonrisa. Korner, entonces, ciego de ira, lo abofeteó de derecha y revés.

—¡Tomá…, compadrito! ¡Así hay que tratar a los compadres como vos!

El mensú se puso lívido, y miró fijamente a Korner, quien oyó algunas palabras:

—Algún día…

Korner sintió un nuevo impulso de hacerle tragar la amenaza, pero logró contenerse y subió, lanzando invectivas contra el mayordomo que traía el infierno a los obrajes.

Mas esta vez la ofensiva correspondía a Acosta. ¿Qué hacer para molestar en lo hondo a Korner, su cara colorada, su lengua larga y su maldito obraje?

No tardó en hallar el medio. Desde el siguiente viaje de subida, tuvo buen cuidado de surtir a escondidas a los peones que bajaban en Puerto Profundidad (el puerto de Korner) de una o dos damajuanas de caña. Los mensús, más aullantes que de costumbre, pasaban el contrabando en sus baúles, y esa misma noche estallaba el incendio en el obraje.

Durante dos meses, cada vapor que bajaba el río después de haberlo remontado el Meteoro, alzaba indefectiblemente en Puerto Profundidad cuatro o cinco heridos. Korner, desesperado, no lograba localizar al contrabandista de caña, al incendiario. Pero al cabo de ese tiempo, Acosta había considerado discreto no alimentar más el fuego, y los machetes dejaron de trabajar. Buen negocio en suma para el correntino, que había concebido venganza y ganancia, todo sobre la propia cabeza pelada de Korner.

Pasaron dos años. El mensú abofeteado había trabajado en varios obrajes, sin serle permitido poner una sola vez los pies en Puerto Profundidad. Ya se ve: el antiguo disgusto con Korner y el episodio del palo mayor habían convertido al indiecito en persona poco grata a la administración. El mensú, entretanto, invadido por la molicie aborigen, quedaba largas temporadas en Posadas, vagando, viviendo de sus bigotitos en punta, que encendían el corazón de las mensualeras. Su corte de pelo en melena corta, sobre todo, muy poco común en el extremo norte, encantaba a las muchachas con la seducción de su aceite y sus violentas lociones.

Un buen día se decidía a aceptar la primera contrata al paso, y remontaba el Paraná. Cancelaba presto su anticipo, pues tenía un magnífico brazo; descendía a este puerto, a aquél, los sondaba todos, tratando de llegar adonde quería. Pero era en vano: en todos los obrajes se le aceptaba con placer, menos en Profundidad; allí estaba de más. Cogíalo entonces nueva crisis de desgano y cansancio, y tornaba a pasar meses enteros en Posadas, el cuerpo enervado y el bigotito saturado de esencias.

Corrieron aún tres años. En ese tiempo el mensú subió una sola vez al Alto Paraná, habiendo concluido por considerar sus medios de vida actuales mucho menos fatigosos que los del monte. Y aunque el antiguo y duro cansancio de los brazos era ahora reemplazado por la constante fatiga de las piernas, hallaba aquello de su gusto.

No conocía —o no frecuentaba, por lo menos— de Posadas más que la Bajada y el puerto. No salía de ese barrio de los mensús; pasaba del rancho de una mensualera a otro; luego iba al boliche, después al puerto, a festejar en corro de aullidos el embarque diario de los mensús, para concluir de noche en los bailes a cinco centavos la pieza.

—¡Che, amigo! —le gritaban los peones—. ¡No te gusta más tu hacha! ¡Te gusta la bailanta, che, amigo!

El indiecito sonreía, satisfecho de sus bigotitos y su melena lustrosa. Un día, sin embargo, levantó vivamente la cabeza y la volvió, toda oídos, a los conchabadores que ofrecían espléndidos anticipos a una tropa de mensús recién desembarcados. Se trataba del arriendo de Puerto Cabriuva, casi en los saltos del Guayra, por la empresa que regenteaba Korner. Había allí mucha madera en barranca, y se precisaba gente. Buen jornal, y un poco de caña, ya se sabe.

Tres días después, los mismos mensús que acababan de bajar extenuados por nueve meses de obrajes, tornaban a subir, después de haber derrochado fantástica y brutalmente en cuarenta y ocho horas doscientos pesos de anticipo.

No fue poca la sorpresa de los peones al ver al buen mozo entre ellos.

—¡Opama la fiesta, che, amigo! —le gritaban—. ¡Otra vez la hacha, aña-mb!…

Llegaron a Puerto Cabriuva, y desde esa misma tarde la cuadrilla del mensú fue destinada a las jangadas.

Pasó por consiguiente dos meses trabajando bajo un sol de fuego, tumbando vigas desde lo alto de la barranca al río, a punta de palanca, en esfuerzos congestivos que tendían como alambres los tendones del cuello a los siete mensús enfilados.

Luego, el trabajo en el río, a nado, con veinte brazas de agua bajo los pies, juntando los troncos, remolcándolos, inmovilizados en los cabezales de las vigas horas enteras, con los hombros y los brazos únicamente fuera del agua. Al cabo de cuatro, seis horas, el hombre trepa a la jangada, se le iza, mejor dicho, pues está helado. No es así extraño que la administración tenga siempre reservada un poco de caña para estos casos, los únicos en que se infringe la ley. El hombre toma una copa y vuelve otra vez al agua.

El mensú tuvo su parte en este rudo quehacer; y bajó con la inmensa almadía hasta Puerto Profundidad. Nuestro hombre había contado con esto para que se le permitiera bajar en el puerto. En efecto, en la Comisaría del obraje o no se le reconoció, o se hizo la vista gorda, en razón de la urgencia del trabajo. Lo cierto es que recibida la jangada, se le encomendó al mensú, juntamente con tres peones, la conducción de una recua de mulas a la Carrería, varias leguas adentro. No pedía otra cosa el mensú, que salió a la mañana siguiente, arreando su tropilla por la picada maestra.

Hacía ese día mucho calor. Entre la doble muralla de bosque, el camino rojo deslumbraba de sol. El silencio de la selva a esa hora parecía aumentar la mareante vibración del aire sobre la arena volcánica. Ni un soplo de aire, ni un pío de pájaro. Bajo el sol a plomo que enmudecía a las chicharras, la tropilla, aureolada de tábanos, avanzaba monótonamente por la picada, cabizbaja de modorra y luz.

A la una, los peones hicieron alto para tomar mate. Un momento después divisaban a su patrón que avanzaba hacia ellos por la picada. Venía solo, a caballo, con su gran casco de pita. Korner se detuvo, hizo dos o tres preguntas al peón más inmediato, y recién entonces reconoció al indiecito, doblado sobre la pava de agua.

El rostro sudoroso de Korner enrojeció un punto más, y se irguió en los estribos.

—¡Eh, vos! ¿Qué hacés aquí? —le gritó furioso.

El indiecito se incorporó sin prisa.

—Parece que no sabe saludar a la gente —contestó avanzando lento hacia su patrón.

Korner sacó el revólver e hizo fuego. El tiro tuvo tiempo de salir, pero a la loca: un revés de machete había lanzado al aire el revólver, con el índice adherido al gatillo. Un instante después Korner estaba por tierra, con el indiecito encima.

Los peones habían quedado inmóviles, ostensiblemente ganados por la audacia de su compañero.

—¡Sigan ustedes! —les gritó éste con voz ahogada, sin volver la cabeza. Los otros prosiguieron su deber, que era para ellos arrear las mulas, según lo ordenado, y la tropilla se perdió en la picada.

El mensú, entonces, siempre conteniendo a Korner contra el suelo, tiró lejos el cuchillo de éste, y de un salto se puso de pie. Tenía en la mano el rebenque de su patrón, de cuero de anta.

—Levantate —le dijo.

Korner se levantó, empapado en sangre e insultos, e intentó una embestida. Pero el látigo cayó tan violentamente sobre su cara que lo lanzó a tierra.

—Levantate —repitió el mensú.

Korner tornó a levantarse.

—Ahora caminá.

Y como Korner, enloquecido de indignación, iniciara otro ataque, el rebenque, con un seco y terrible golpe, cayó sobre su espalda.

—Caminá.

Korner caminó. Su humillación, casi apopléjica, su mano desangrándose, la fatiga, lo habían vencido, y caminaba. A ratos, sin embargo, la intensidad de su afrenta deteníalo con un huracán de amenazas. Pero el mensú no parecía oír. El látigo caía de nuevo, terrible, sobre su nuca.

—Caminá.

Iban solos por la picada, rumbo al río, en silenciosa pareja, el mensú un poco detrás. El sol quemaba la cabeza, las botas, los pies. Igual silencio que en la mañana, diluido en el mismo vago zumbido de la selva aletargada. Sólo de vez en cuando sonaba el restallido del rebenque sobre la espalda de Korner.

—Caminá.

Durante cinco horas, kilómetro tras kilómetro, Korner sorbió hasta las heces la humillación y el dolor de su situación. Herido, ahogado, con fugitivos golpes de apoplejía, en balde intentó varias veces detenerse. El mensú no decía una palabra, pero el látigo caía de nuevo, y Korner caminaba.

Al entrar el sol, y para evitar la Comisaría, la pareja abandonó la picada maestra por un pique que conducía también al Paraná. Korner, perdida con ese cambio de rumbo la última posibilidad de auxilio, se tendió en el suelo, dispuesto a no dar un paso más. Pero el rebenque, con golpes de brazo habituado al hacha, comenzó a caer.

—Caminá.

Al quinto latigazo Korner se incorporó, y en el cuarto de hora final los rebencazos cayeron cada veinte pasos con incansable fuerza sobre la espalda y la nuca de Korner, que se tambaleaba como sonámbulo.

Llegaron por fin al río, cuya costa remontaron hasta la jangada. Korner tuvo que subir a ella, tuvo que caminar como le fue posible hasta el extremo opuesto, y allí, en el límite de sus fuerzas, se desplomó de boca, la cabeza entre los brazos.

El mensú se acercó.

—Ahora —habló por fin—, esto es para que saludés a la gente… Y esto para que sopapeés a la gente…

Y el rebenque, con terrible y monótona violencia, cayó sin tregua sobre la cabeza y la nuca de Korner, arrancándole mechones sanguinolentos de pelo. Korner no se movía más. El mensú cortó entonces las amarras de la jangada, y subiendo en la canoa, ató un cabo a la popa de la almadía y paleó vigorosamente.

Por leve que fuera la tracción sobre la inmensa mole de vigas, el esfuerzo inicial bastó. La jangada viró insensiblemente, entró en la corriente, y el hombre cortó entonces el cabo.

El sol había entrado hacía rato. El ambiente, calcinado dos horas antes, tenía ahora una frescura y quietud fúnebres. Bajo el cielo aún verde, la jangada derivaba girando, entraba en la sombra transparente de la costa paraguaya, para resurgir de nuevo a la distancia, como una línea negra ya.

El mensú derivaba también oblicuamente hacia el Brasil, donde debía permanecer hasta el fin de sus días.

—Voy a perder la bandera —murmuraba mientras se ataba un hilo en la muñeca fatigada.

Y con una fría mirada a la jangada que iba al desastre inevitable, concluyó entre los dientes:

—¡Pero ése no va a sopapear más a nadie, gringo de un añá membuí!

FIN


  • Autor: Horacio Quiroga

  • Título: Una bofetada

  • Publicado en: Fray Mocho, 28 de enero de 1916

  • Aparece en: El salvaje (1920)

 
 
 

Actualizado: 24 may




Noche de paz

China Miéville


Llamadme infantil, pero me encantan la nieve, los árboles, el espumillón, el pavo y todas esas tonterías. Me encantan los regalos. Me encantan los villancicos y las canciones cursis. En resumidas cuentas, ¡me encanta la Navidad®!

Por eso estaba tan emocionado. Y no solo por mí, también por Annie. Aylsa, su madre, decía que no entendía a qué venía tanta historia ni por qué me importaba tanto, pero yo sabía que Annie se moría de ganas. Puede que ya hubiera cumplido catorce años, pero estaba convencido de que seguía siendo una chiquilla que soñaba con calcetines colgados de la chimenea. Cada vez que me toca pasar esas fechas con Annie (desde el divorcio, Aylsa y yo nos vamos turnando), me esfuerzo de veras por que el veinticinco salga lo mejor posible.

Confieso que Aylsa me hacía sentir mal. Me daba pavor defraudar a Annie. Por eso no tengo palabras para expresar lo contento que me puse cuando supe que por primera vez iba a poder celebrarlo como es debido.

No me malinterpretéis. No tengo acciones de Natividad S. A., ni puedo permitirme una licencia de uso de un día, así que no podía preparar una fiesta autorizada. Había considerado fugazmente comprar una más económica de la competencia, como FeliCs Fiestas o el derivado de alguna empresa no especialista como Navi-Cola, pero la idea de celebrarlo en plan cutre era muy deprimente. Me habría quedado sin poder usar un montón de cosas tradicionales y, la verdad, si no puedes disfrutar de todo, ¿para qué contratar nada? (FeliCs Fiestas tiene los derechos del ponche de huevo, pero el ponche de huevo está asqueroso). El resto de empresas tratan de crear sus propias alternativas a los clásicos patentados como el reno y los muñecos de nieve, pero no terminan de cuajar. Nunca me olvidaré de la tibia impresión que la Lagartija de los Navillancicos causó en Annie.

No, como casi todo el mundo, no íbamos más que a compartir una modesta celebración invernal, solos Annie y yo. Todo iría bien con tal de que procurásemos evitar los productos registrados.

Si utilizas hiedra para decorar igual te libras de la sanción, pero poner acebo es desde luego impensable, así que había hecho acopio de tomates cherry, que pensaba colgar de unos cactus. Como no iba a correr el riesgo de decorar con espumillón, tenía un par de cinturones de colores brillantes que planeaba enrollar en la aspidistra. Ya sabéis, lo típico. Los inspectores tampoco se portan demasiado mal: a veces hasta hacen la vista gorda si te pillan con una o dos bolas colgadas (y menos mal, porque las multas por cualquier uso no autorizado de la Navidad® son astronómicas).

Sin embargo, cuando estaba ya ultimando los preparativos, sucedió algo maravilloso: ¡gané la lotería!

Bueno, no gané el premio gordo, pero sí uno de los premios de consolación, que era bien jugoso: ¡una invitación para una fiesta especial autorizada de Navidad® en el centro de Londres, organizada por la mismísima Natividad S. A.!

Cuando terminé de leer la carta me temblaba todo. Estábamos hablando de Natividad S. A., así que todo sería perfecto. Estarían Papá Noel® y Rudolph el Reno®, y habría Muérdago® y Tartaletas de Frutas® y un Árbol de Navidad® lleno de regalos.

Esto último era lo que peor llevaba. Envolver los regalos en papel de periódico y colocarlos al lado de la aspidistra ya resultaba deprimente, pero desde que Natividad S. A. compró los derechos del papel de colores y del almacenaje arbóreo, los inspectores se han puesto muy duros con lo de la regalística subarbórea con agravante. No dejaba de pensar en que Annie por fin tendría la oportunidad de agacharse y pescar su regalo de debajo de unas hojas aciculares.

Quizá no debería habérselo dicho a Annie, sino sorprenderla justo el mismo día, pero me pudo la emoción. Y si soy sincero, en parte se lo dije porque quería poner celosa a Aylsa. Siempre estaba diciendo que no echaba de menos la Navidad®.

—Piénsalo —le dije—, vamos a poder cantar villancicos legalmente… Ah, perdón, que tú odias los villancicos, claro… —No tuve compasión.

Annie estaba loca de contenta. Se cambió el alias en internet por «nochedepaz» y por lo que pude averiguar se pasaba todo el tiempo presumiendo delante de sus pobres y celosos amigos. Cuando entraba para traerle un té fisgaba por encima de su hombro: los chats estaban llenos de nombres como «campanilla12» y «ramodeflores» y solo veía exclamaciones como «noooo!!!, n4vid4d???!!! que guaaay!!!» antes de que bloqueara la pantalla exigiendo privacidad.

—Ten compasión —le decía—, no se lo restriegues por la cara a tus amigos. —Pero ella solo se reía y me decía que estaban intentando quedar ese día de todos modos, y que no tenía ni idea de lo que hablaba.

Cuando Annie se levantó el veinticinco había por primerísima vez un Calcetín de Navidad® esperándola a los pies de la cama y ella se lo llevó al desayuno con una radiante sonrisa. Yo me regodeé agitando mi pase de Natividad S. A. y diciendo, con toda legalidad:

—Feliz Navidad®, cariño. —Agradecí que la ® fuese muda.

Había enviado el regalo de Annie a Natividad S. A., según indicaban las instrucciones. Le estaría esperando debajo del árbol. Era una consola último modelo que había costado más de lo que podía permitirme, pero sabía que le encantaría. Los videojuegos se le dan genial.

Salimos temprano. Había bastante gente por la calle, y todo el mundo hacía eso que hacemos el veinticinco de no decirnos nada ilegal pero alzar las cejas y felicitarnos las fiestas con solo una sonrisa.

Aunque en teoría los autobuses tenían el mismo horario que un día de diario normal, la mitad de los conductores, naturalmente, se habían puesto «enfermos».

—No tenemos por qué esperar —sugirió Annie—. Nos queda un montón de tiempo. ¿Y si vamos caminando?

—¿Qué me has comprado? —le preguntaba sin cesar—. ¿Cuál es mi regalo? —Hice ademán de curiosear en su bolso pero ella meneó un dedo negativamente.

—Ya lo verás. Estoy muy satisfecha de mi regalo, papá. Creo que es algo que significará mucho para ti.

No deberíamos de haber tardado mucho pero, no sé cómo, nos demoramos, nos entretuvimos, charlamos y, de repente, me di cuenta de que íbamos a llegar tarde. Aquello me espantó. Empecé a meter prisa, pero Annie se puso de mal humor y protestó. Yo me abstuve de señalar de quién había sido la idea de ir caminando. Llevábamos un retraso considerable cuando llegamos al centro de Londres.

—Venga —decía Annie sin parar—. ¿Hemos llegado ya?

Había una asombrosa cantidad de gente en Oxford Street. Una multitud, todos con esa expresión de felicidad disimulada. Yo tampoco podía evitar sonreír. De repente Annie empezó a correr, después volvió para arrastrarme con ella. Luego quiso que fuéramos más rápido. No dejaba de disculparme por chocar con la gente. La mayoría eran chavales de unos veinte años, en parejas o en grupitos. Se apartaban con indulgencia mientras Annie tiraba de mí, corría delante de mí, tiraba de mí.

La cantidad de gente que había era desde luego impresionante.

Oí algo de música y un par de gritos delante. Aquello me alarmó, aunque no eran sonidos de enfado.

—¡Annie! —la llamé, no obstante—. ¡Ven aquí, cariño! —La vi escabulléndose entre el gentío.

Y menudo gentío. ¿Acaso era eso un silbido? ¿De dónde salía toda esa gente? Me empujaron, me arrastraron como si fueran una marea. Vi de pasada a un tipo joven y sentí pánico al darme cuenta de que llevaba puesto un jersey amplio con la nariz de un reno en el pecho. Bastaba un vistazo para saber que no tenía licencia.

—Annie, ven aquí —la llamaba, pero la voz se perdía.

Una mujer joven que había junto a mí estaba alzando la voz y entonando una nota, muy alto.

—Feee…

El chico con el que estaba se unió al canto, luego el amigo del chico y luego el pequeño grupo junto a ellos, de forma que en pocos segundos todo el mundo lo estaba haciendo, en una amalgama de voces melodiosas y desentonadas que se fundían en un alarido prolongado y chillón.

—Feeee…

Y después, con un tempo impecable, aquel centenar de personas se miraron de algún modo a los ojos y la canción continuó:

—… liz Navidad, feliz Navidad…

—¿Estáis locos? —les grité, pero nadie podía oírme por encima de aquel maldito rataplán ilegal. Ay, dios mío. Sabía lo que estaba ocurriendo.

Estábamos rodeados de navidistas radicales.

Empecé a dar vueltas, llamando a Annie a gritos, corriendo en su busca, tratando de encontrar a la policía. Era imposible que las cámaras de las calles no advirtieran lo que estaba pasando. Enviarían a la brigada de Natividad.

Vi a Annie entre la multitud (maldita sea, ¡cada vez llegaba más gente!) y corrí hacia ella. Annie me estaba haciendo señas, miraba a su alrededor ansiosamente, y yo iba apartando a la gente con las manos, pero cuando me acerqué vi que alzaba la vista para mirar a una persona que estaba junto a ella.

—¡Papá! —gritó. Vi que abría más los ojos al reconocerme y después… ¿acaso no vi una mano que la cogía y se la llevaba?

—¡Annie! —Llegué gritando al lugar en el que la había visto, pero se había ido.

Me estaba entrando el pánico: es una chica inteligente y estábamos a plena luz del día, pero ¿de quién era esa maldita mano? La llamé al móvil.

—Papá —respondió. La línea iba fatal con tanta gente. Me puse a hablarle a gritos, preguntándole dónde estaba. Sonaba tensa, pero no asustada—. Vale… Estaré… ver… un amigo… en la fiesta.

—¿Qué? —berreé—. ¿Qué?

—En la fiesta —dijo, y se cortó la llamada.

De acuerdo. La fiesta. Allí es adonde había ido. Me calmé. Avancé entre la multitud a empujones. La cosa se estaba poniendo más radical. Se estaba convirtiendo en la revuelta del espumillón.

Oxford Street estaba abarrotada y de repente me vi en medio de miles de manifestantes. Tardé una angustiosa eternidad en avanzar a través de la manifestación. Lo que me había parecido una muchedumbre anónima estalló de pronto en una miríada de colores y formas. Todo el mundo marchaba con la manifestación. Iba cruzando diversos contingentes. ¿De dónde demonios habían salido todas esas pancartas? Los eslóganes ascendían y descendían por encima de la marea de cabezas como los restos flotantes de un naufragio. «POR LA PAZ, EL SOCIALISMO Y LA NAVIDAD»; «¡NO NOS QUITARÉIS NUESTRAS FIESTAS!»; «PRIVATIZA ESTO». Había un cartel omnipresente, muy simple y escueto: la letra R dentro de un círculo rojo tachado por una línea.

Annie estará bien, pensé con apuro. Ella me había dicho eso mismo. Iba mirando a mi alrededor mientras me abría paso camino de la fiesta, ahora solo a algunas calles de allí. Estaba asimilando la manifestación. ¡Esa gente estaba loca! Tal vez sus intenciones fueran buenas, pero esto no era forma de reivindicar nada. Lo único que iban a conseguir era traerle problemas a todo el mundo. La poli llegaría en cualquier momento.

Aun así, tenía que admirar su creatividad. Los disfraces y los colores, era todo una pasada. No tenía ni idea de cómo habían conseguido pasar inadvertidos por la calle, cómo lo habían organizado. Tenían que haberlo hecho por internet, lo que implicaba un cifrado bastante complejo para engañar a los programas policiales. Cada sección de la marcha parecía estar cantando algo distinto, o cantando canciones que no había oído en años. Estaba caminando por un país de las maravillas invernal.

Pasé junto a un contingente de cristianos que llevaban cruces y cantaban villancicos. Justo enfrente de ellos había un grupo de gente mal vestida que vendía copias de un periódico de izquierdas y portaba pancartas con una fotografía de Marx. Le habían dibujado un sombrero de Papá Noel encima. «Navidad, roja Navidad», cantaban desafinando.

Habíamos llegado ya a la altura de los almacenes Selfridges y un corrillo de personas se había detenido frente a los escaparates, llenos de la típica mezcolanza de perfume y zapatos. Los manifestantes se miraban unos a otros y de nuevo al cristal. Más allá, por una calle lateral, algunos transeúntes contemplaban el extraordinario espectáculo. Me llamó la atención ver compradores «normales», ya que daba la impresión de que no hubiese nadie más que los manifestantes en las calles.

Sabía lo que pensaban los que miraban los escaparates del Selfridges: se estaban acordando (o acordándose de lo que les habían contado, pues muchos de ellos parecían demasiado jóvenes para recordar cómo era la vida antes de la Ley de la Navidad®) de una antigua tradición.

—Si ellos no ponen escaparates de Navidad —rugió una mujer—, ¡tendremos que ponerlos nosotros!

Y sin más, sacaron martillos. Santo cielo. Rompieron el cristal.

—¡No! —Oí que les gritaba un hombre vestido con un elegante abrigo de lana. Los miembros de uno de los grupos que formaba la manifestación parecían horrorizados, y empezaron a bajar las pancartas, que rezaban: «Amigos laboristas de la Navidad»—. Todos queremos lo mismo —gritó el hombre—, pero ¡no podemos tolerar la violencia!

Pero nadie le estaba prestando atención. Supuse que la gente se lanzaría a robar cosas, pero solo las apartaron junto con los cristales rotos. Estaban poniendo nuevos objetos dentro de los escaparates: se sacaban de los bolsos y bolsillos pequeños nacimientos, figuritas de Papá Noel® de papel maché, Regalos® envueltos en papeles chillones, Acebo® y Muérdago® y los desparramaban aquí y allá, decorando toscamente los escaparates.

Seguí adelante. Un hombre se cruzó en mi camino. Formaba parte de un grupo de tipos vestidos de forma elegante que se movían en la periferia de la multitud. Hizo una mueca y me dio un folleto.

INSTITUTO DE IDEAS MARXISTAS VIVASPor qué no nos manifestamosContemplamos con desdén los patéticos intentos de la vieja izquierda de revivir esta ceremonia cristiana. La idea de que el Gobierno haya «robado» «nuestra» Navidad tan solo forma parte de esa cultura del miedo que rechazamos. Ha llegado el momento de hacer una revaluación más allá de la derecha y la izquierda, y de que las fuerzas dinámicas revigoricen la sociedad. Apenas hace un mes, los miembros del IIMV organizamos una conferencia en el IAC sobre por qué las huelgas son aburridas y la caza está de moda…

Aquello no tenía ni pies ni cabeza, así que lo tiré.

Se oyó el estruendo de un helicóptero. Mierda, pensé, ya están aquí.

—Atención —se oyó decir a la voz amplificada del cielo—. Están cometiendo una violación de la cuarta sección del Código de la Navidad®. Dispérsense de inmediato o serán detenidos.

Para mi asombro, aquellas palabras fueron recibidas con un estrepitoso abucheo. Corearon una consigna. Al principio no lograba entender las palabras, pero enseguida se hicieron inconfundibles: «¿Qué Navidad? ¡Nuestra Navidad! ¿Qué Navidad? ¡Nuestra Navidad!». La métrica no era muy buena.

Pasé un grupo que reconocí de las noticias, feministas radicales navidistas vestidas de blanco que llevaban zanahorias en la nariz: las feminieves. Un hombre bajito me adelantó corriendo, iba mirando de reojo a su alrededor, murmurando:

—Demasiado alto, demasiado alto. —Se puso a gritar—: ¡Cualquiera que mida metro sesenta o menos puede venir a cargarse movidas con los Pequeños Ayudantes de Papá Noel!

Un hombre de menos de uno sesenta empezó a reprobarle aquello. Oí las palabras «broma» y «paternalista».

La gente estaba comiendo budines de Navidad®, rodajas de pavo. Incluso estaban ingiriendo coles de Bruselas, solo por fidelidad a sus principios. Alguien me dio una tartaleta de frutas. «¡Bendito seas!», me gritó un pagano radical al oído, y luego me dio un folleto donde se exigía que una vez que hubiéramos recuperado la Navidad la rebautizáramos Solsticidad. Fue apartado a golpes por un grupo de musculosos bailarines de ballet vestidos como cascanueces y hadas de azúcar.

Me estaba acercando al lugar donde se suponía que se iba a celebrar la fiesta, pero ahora había casi más gente en la calle. Iban a acordonar la zona, ¿cómo íbamos a entrar? Había figuras moviéndose entre la multitud. Mierda, pensé, la policía. Pero no. Era un grupo de aspecto enojado y agresivo, que llegaba rompiendo los parabrisas de los coches. Iban vestidos como Papá Noel®.

—Mierda —murmuró alguien—. Es el Bloque Rojo y Blanco.

Estaba claro que venían buscando problemas. Todo el mundo intentó apartarse de ellos. «Largo de aquí», oí que gritaba alguien, pero los del bloque no prestaban atención.

Ahora se veían polis aglomerándose en las calles adyacentes. Los del Bloque Rojo y Blanco los provocaban, arrojaban botellas, gritaban «¡venga, vamos!» como hinchas de Fútbol® completamente tajados.

Retrocedí. Giré y allí estaba, el lugar de la fiesta: Hamleys, la tienda de juguetes. Los vigilantes armados que normalmente la protegían debían de haberse largado hacía un buen rato, en vista del caos. Alcé la vista y vi caras horrorizadas en las ventanas.

Tendría que estar ahí arriba, pensé. Con vosotros. Eran los que iban a la fiesta. Niños y padres que, cercados por la manifestación, observaban a la policía acercarse.

Y, ah, allí estaba Annie, gritándome, de pie bajo los aleros del Hamleys. Solté un gemido de alivio y corrí hacia ella.

—¿Qué está pasando? —gritó. Parecía horrorizada.

Las brigadas de Natividad se estaban acercando a los provocadores del Bloque Rojo y Blanco, golpeando las porras al unísono contra los escudos decorados con espumillón.

—Madre de Dios —susurré. La rodeé con los brazos protectoramente—. Va a haber trifulca. Prepárate para correr.

Pero mientras estábamos allí, cada vez más tensos, ocurrió algo asombroso. Parpadeé y de la nada había aparecido un hombre joven con una túnica blanca. Antes de que alguien pudiera detenerlo estaba en medio de las filas de la policía y del Bloque Rojo y Blanco.

—¡Está loco! —gritó alguien, pero los cientos y cientos de personas presentes empezaron a guardar silencio. El hombre estaba cantando.

La policía avanzó amenazante hacia él, los del bloque hicieron como si lo fueran a apartar a empujones, pero los dos bandos dudaron. Nunca había visto a nadie tan hermoso.

Cantó una única nota de una pureza sobrenatural. La sostuvo durante largos segundos y después continuó:

—Oh pueblecito de Belén cuán quieto tú estás…

Se calló hasta que todos nos pusimos a escuchar con atención.

—Los astros en silencio dan su bella luz en paz…

El bloque estaba callado. Todo el mundo estaba callado.

—Mas en tus oscuras calles brilla hoy la luz de la eternidad…

Y ahora la policía se estaba deteniendo. Estaban bajando las porras. Uno a uno estaban apartando los escudos.

—Los miedos y esperanzas de todos estos años se reúnen hoy aquí…

Aparecieron más figuras de blanco. Caminaban despacio y se unían a su amigo. Sobresaltado, me di cuenta de que me estaba cubriendo los ojos. Una implacable autoridad emanaba de aquellas asombrosas figuras que habían salido de la nada, aquellos altos, majestuosos y extraños jóvenes. El blanco de sus túnicas era de un brillante irreal. Me faltaba el aire.

Ahora todos estaban cantando.

—Cuán queda, quedamente se otorga el maravilloso don. Así imparte Dios a los hombres su bendición…

Uno a uno los policías se fueron quitando los cascos y escuchaban. Podía oír los frenéticos graznidos de sus superiores saliendo de los auriculares que se habían quitado.

—Puede que nadie oiga su llegada, pero en este mundo de pecado… —Los cantantes se callaron y el pecho empezó a dolerme de pura expectación—. Donde los mansos lo recibirán y Cristo los habitará.

Los policías, arrojadas al suelo sus piezas de protección corporal y sus porras, sonreían y lloriqueaban. El primer cantante levantó una mano. Bajó la mirada hacia las armas tiradas en el suelo. Declamó dirigiéndose al Bloque Rojo y Blanco:

—No tendríais que haber intentado pelear —dijo, y parecieron avergonzados. Esperó—. Habríais sido derrotados. Mientras que ahora —prosiguió— estos idiotas se han desarmado. Ha llegado el momento de luchar. —Y se giró, y en masa, él y sus compañeros de canto se lanzaron a por la policía, con las túnicas agitándose al viento.

Los indefensos policías se quedaron boquiabiertos, se dieron la vuelta y la multitud rugió y empezó a seguirlos.

—¡Somos la Liga Gay de la Canción Radical! —gritó el cantante principal con su exquisita voz de tenor—. ¡Orgullosos de estar luchando por la Navidad del pueblo!

Sus camaradas empezaron a corear: «¡Estamos aquí! ¡Somos un coro! ¡Aprended a tolerarlo!».

—¡Es un milagro de Navidad! —exclamó Annie.

Yo me limité a abrazarla hasta que ella murmuró:

—Vale, papá, tranqui.

Detrás de mí la multitud estaba gritando, tomando las calles.

—Es lo que tiene de malo el Bloque Rojo y Blanco —murmuró Annie—. «Estrategia de tensión» y un huevo. Una panda de anarquistas temerarios es lo que son.

—Ya ves —dijo un chico a su lado—. De todos modos, la mitad son policías. Ese es el principio más básico, ¿no? Los que predican la violencia son polis.

Yo estaba atónito, meneando la cabeza del uno al otro como si fuera un imbécil viendo un partido de tenis.

—¿Qué…? —pregunté al fin.

—Vamos, papá —dijo ella, y me besó la mejilla—. De lo contrario no me habrías dejado venir. Tenía que conseguir que viniéramos andando hasta aquí o habríamos llegado demasiado pronto. Nos habríamos quedado atrapados, como ellos. —Señaló a los ganadores del premio, que estaban en los pisos superiores de Hamleys con los ojos abiertos de par en par—. Y después tuve que escabullirme porque no habrías dejado que me uniera. Venga. —Me cogió de la mano—. Ahora que hemos atravesado la barrera policial, podemos seguir por Downing Street.

—Está bien, es la oportunidad perfecta para salir de aquí…

—Papá —interrumpió. Me miró con dureza—. No me lo podía creer cuando ganaste el premio. Nunca pensé que podría tener la oportunidad de estar aquí hoy.

—Alguien te agarró —le dije.

—Fue Marwan. —Señaló al chico que había hablado—. Papá, este es Marwan, Marwan, mi padre.

Marwan sonrió y me estrechó la mano con educación, cambiándose de mano la pancarta. «MUSULMANES POR LA NAVIDAD», rezaba. Se fijó en que la estaba leyendo.

—No es que esté muy metido en todo esto —dijo—, pero no podemos olvidar que toda esta gente se puso de nuestro lado cuando el Umma plc trató de privatizar Eid. Aquello fue muy significativo, ya sabes. Además… —Apartó la mirada con timidez—. Sé que es importante para Annie. —Ella lo miró de reojo. «Vaya», pensé.

—Marwan es «ramodeflores», papá —me decía—. De internet.

—Mira, tengo que decirte que estoy bastante enfadado —dije. Nos estábamos acercando a Downing Street. Marwan se despidió en Trafalgar Square, así que volvimos a quedarnos los dos solos, junto con otros diez mil—. Yo te había comprado, yo… he perdido un montón de… en esa fiesta espera un gran regalo…

—Para serte sincera, papá, la verdad es que no necesito otra consola.

—¿Cómo sabías que…? —empecé a decir, pero ella seguía.

—La que tengo está bien. Y de todos modos, la uso sobre todo para juegos de estrategia, que no consumen tanto. Además, ya tengo todos los progreparches en mi máquina. Iba a ser un peñazo transferirlos, y volvérmelos a descargar sería demasiado arriesgado.

—¿Qué parches?

—Pues cosas como Rojo 3.6. Convierte un montón de juegos. Transforma SimuCityState en OctubreRojo. Esas cosas. Ya he llegado al nivel 4. El malo de final de fase es un zar. En cuanto sepa cómo pasarlo tendré que tirar de poder dual.

Desistí hasta de tratar de entenderla.

A la entrada de la residencia del primer ministro había un gigantesco Árbol de Navidad®, en blanco y plata. Todo el mundo se puso a abuchear mientras nos acercábamos. Estaba protegida por el ejército, así que la gente tuvo cuidado de que el abucheo fuese en tono amistoso. Alguien tiró budín de Navidad®, pero todo el mundo le echó un rapapolvo enseguida.

—¡Eso no es la Navidad! —gritamos todos al pasar—. ¡La Navidad es esto!

Mientras iba oscureciendo, la multitud se fue dispersando un poco, antes de que la policía pudiera reagruparse. Pasamos por el medio de un contingente en el que todos llevaban pañuelos rojos en la cabeza y nos unimos a sus cánticos: «Decora las paredes con ramas de acebo, tra la la la laaa, la la la la. Es la época de La internacional, tra la la la laaaa…».

—Aun así —dije—. Me da un poco de pena que no llegaras a la fiesta.

—Papá —dijo Annie, y me zarandeó—. Estas han sido las mejores Navidades. Las mejores. ¿Vale? Y ha sido muy bonito poder compartirlo contigo.

Me miró de reojo.

—¿Ya lo has adivinado? —me preguntó—. ¿El regalo?

Me miraba fijamente, con mucha seriedad, mucha vehemencia. Me emocionó muchísimo.

Pensé en todo lo que había ocurrido aquel día y en mis reacciones; en todo por lo que había pasado y visto, y de lo que había formado parte. Me di cuenta de lo diferente que me sentía ahora respecto a esa misma mañana. Fue una revelación asombrosa.

—Sí… —dije, vacilante—. Sí, creo que sí. Gracias, cariño.

—¿Sí? —dijo—. ¿Lo has adivinado? Mierda.

Me tendió un pequeño paquete envuelto. Era una corbata.

FIN


  • Autor: China Miéville

  • Título: Noche de paz

  • Título Original: ‘Tis the Season

  • Publicado en: Socialist Review, diciembre de 2004

  • Traducción: Silvia Schettin Pérez

 
 
 
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