top of page

Lecturas

Actualizado: 24 may



Luto

María Fernanda Ampuero


Por primera vez en su vida, Marta se sentó en la cabecera de la mesa e hizo sentar a su hermana, limpia, vestida de lino blanco y ungida con aceites perfumados, a su diestra. Trajo más vino antes de que se acabara el botijo anterior y, sin decir las oraciones, se devoró el pollo, las patas gordas del pollo con su corteza crujiente, acaramelada, sabrosa, que nunca jamás habían sido para ella. Miró a María que parecía una bárbara arrasando con los colmillos pechuga, muslos, rabadilla, y le entró risa floja. La risa del vino y de la libertad. La risa que nada más puede salir de una cabecera de la mesa y de comer la dorada gordura del pollo y de ver a la hermosa María: la boca y las manos sucias y con esas mismas manos grasientas agarrar la copa para beber una gran buchada de vino con la boca llena. Vino. Par de libertinas. Tuvo ganas de decirle a María míranos, míranos, qué poco nosotras, tan llenas de goce, hoy que deberíamos guardar un luto tieso, hoy que la casa debería estar cubierta de liencillo negro. Nos quedamos solas, hermana mía, más que solas: sin un hombre en casa, y tendríamos que estar tiritando como cachorros de perra muerta.

Pero nada dijo. Le sonrió. Y María le devolvió la sonrisa con los dientes cubiertos de trocitos de carne oscura. Se saciaron y siguieron comiendo nada más por ver qué pasaba y ya con los vientres inflados salieron al patio abrazadas por las caderas. La noche estaba estrellada. Las bestias dormían, también la servidumbre. Dormía el mundo entero un sueño ronco, intoxicado. Había comida, había agua, había tierra, había techo. Marta casi pudo olfatear en el aire el mar de las vacaciones, cuando los padres vivían, cuando él no era él, sino uno más: tres niños corriendo por la playa y regresando a cada rato, mira mamá una concha, mira papá un cangrejo. Tiempos buenos, sí, el aire olía a días buenos cuando papá no volvía agrio y azotaba a todo el que se ponía por su camino con una vara de cuero delgadita que abría la piel en silencio, como si nada, hasta que salía la sangre como una sorpresa roja y el dolor aguijoneaba. Empezaba por mamá, seguía por el hermano y por Marta que se las arreglaba por esconder a María de la varilla. Ese papá los convertía en otras personas, en otra familia. Tal vez ni siquiera habría que usar esa palabra sagrada: familia. Los días de papá hediondo, fermentado, ellos se metían debajo de la cama y mamá gritaba y a veces él cambiaba la vara por el látigo y ese sí que avisaba que venía el dolor con un tchas, tchas, tchas en el aire.


Marta abrazó más a su hermana María, ahora frente a frente, ahora mirándola a su cara de niñita envejecida, tan bella sin embargo, con esos ojos raros, verdes, tan turbadores. Le enjugó las lágrimas con los labios y le dijo que la quería y le dijo también que la perdonara. María sabía a qué se refería. Entonces María, llena de vino y de pollo y de noche libérrima, se quitó el vestido y cerró los ojos y se abrió de brazos para que su hermana la viera entera, desnuda, en cruz. Para que viera lo que es capaz de hacer la gente cuando nada la detiene. Para que entendiera en los tajos en la piel que ante la indefensión triunfa siempre la crueldad. Alguien había escrito con un objeto punzante la palabra zorra en su estómago, alguien había pisoteado su mano derecha hasta convertirla en un colgajo, alguien había mordido sus pezones hasta dejarlos arrancados, guindando de un trocito de piel de sus pechos redondos, alguien le introdujo aperos del campo por el ano dejándole una hemorragia perenne, alguien le produjo un aborto a patadas, alguien, nadie, hizo nada durante esos días que quedó inconsciente y las ratas, con sus dientecitos empeñosos, comenzaron a comérsela por las mejillas, por la nariz, alguien, seguramente su hermano, le dejó la espalda como el mimbre de tantos latigazos. Tchas, tchas, tchas.

E infecciones, llagas, podredumbre, sangre, fracturas, anemias, males venéreos, pústulas, dolor.

Marta se arrodilló ante su hermana. Elevó sus brazos abiertos hacia ella y le susurró diez, treinta, cien veces, nunca más, nunca más, nunca más. Y se arrepintió de estar lozana, de estar virgen, de estar viva. Y lloró y escupió en el suelo y maldijo al hermano. Maldijo la tumba del hermano y su maldito nombre y su maldita verga y su maldito cuerpo que ya estaría empezando a pudrirse. Y abrazada a las rodillas flacas, llenas de apostillas, de su hermana dijo:

—No tengo otro dios que tú, María.

Entonces la puerta trasera se cerró de un golpe y dieron un grito. Carajo, el viento. María se vistió y entraron a la casa, de repente inhóspita y helada como una cueva. Al acercar la vela a la mesa, se dieron cuenta de que esa especie de corteza sobre los restos del pollo eran decenas de cucarachas grandes de color tostado que empezaron a correr por la mesa haciendo un ruido crujiente de hojas secas. Las dos gritaron como si hubieran visto un aparecido. Marta dijo que en esos casos, y solo en esos casos, es cuando se necesita un hombre en la casa y María, que estaba subida a una silla y con las faldas arrebujadas hasta la cintura, empezó a reírse como una posesa y a responder que no, que prefería a las cucarachas, todas las del mundo, a tener a un hombre en casa. Entonces saltó con los dos pies desnudos al suelo y cayó, precisa, un pie sobre cada una, sobre dos cucarachas que se destaparon como una cajita y soltaron un jugo blanquinoso. Marta le decía que se callara, que las iban a escuchar, pero también se reía de que una estupidez como esa las hubiera hecho gritar así y de que su hermana no llevara ropa interior en mitad del comedor y de que no necesitaban a un hombre, menos a ese hombre y, mientras tanto, no paraba de mover las piernas y de sacudirse el vestido por si a algún bicho se le ocurriera trepársele y parecía que estuviera bailando y si alguien las hubiera visto: la una desnuda de cintura para abajo, pura risa, matando cucarachas y la otra bailando como una cualquiera, nunca hubiera pensado que hace apenas cuatro días, cuatro, un hermano, el único hermano, se les murió a esas dos mujeres.

Pero así era.

Llevaba tiempo enfermo, decían que era algún mal que se había traído del desierto. Que se había traído de alguna mujer del desierto, pensaba María, pero jamás lo comentó con su hermana ni con nadie. Ella había visto cosas así: hombres sanos al pie de la tumba en cuestión de meses, con las vergüenzas negras, quemadas como la paja del arroz y delirando sobre el demonio o el sabor dulcísimo de los dátiles de alguna tierra que no existe. María estaba segura de que su hermano había muerto de pecado, pero ¿quién lo creería? Ella era la que arrastraba esa carga, no su hermano, sí, claro, su perfecto hermano: limpio como las aguas del cielo. María era memoriosa. Recordaba el día en el que su hermano la echó de la casa principal y la puso a dormir más allá de los esclavos y de las cuadras, en un establo oscuro, apenas cubierto. Su hermana puta no merecía dormir en lino ni en seda bordada como Marta, la hermana buena, la hermana mística. La puta merecía dormir entre ratas y sobre jergones hediondos. La puta, aliada del maligno, se tocaba entre las piernas y gemía. En eso consistía ser puta: en gustar del gusto. Una vez la vio. Entró a la habitación y encontró a María con la mano entre las piernas. En esta casa no va a haber putas, dijo. Eso fue todo. Esa noche la ató a un abrevadero y bajo las estrellas preciosas le partió la cara a patadas. Cuando Marta salió a pedir piedad, él levantó la mano y le dijo que si daba un paso más la mataría. Te haré lo mismo, le dijo, pero además te mataré. Quien defiende a una puta es una puta, le gritó. Y entonces Marta se quedó arrodillada sobre el polvo del patio viendo a su hermano romper a su hermanita a golpes.

Ahora estaban las dos solas. Marta se había pasado a la habitación del hermano y la suya, exquisita, había quedado para María. Ahora era tiempo de mimarla, de adorarla, de glorificarla. Allá en ese establo la habían violado, a ella, que era virgen, todos los esclavos, incluso los que hasta la semana anterior le decían niña María. Por ahí desfilaban los hombres, jóvenes y ancianos. Allí, sobre ella, nacía y moría la sexualidad del pueblo. Allí la había maltratado y penetrado por el ano y la vagina y torturado él, que se hacía llamar puro, que se hacía llamar hombre de dios, que era querido amigo de aquel, el más santo de los santos, ese que cuando venía a casa levantaba una actividad torrencial y al que María lavaba los pies polvorientos y callosos con perfumes exóticos, divinos, suyos.

Marta lo sabía porque más de una noche lo había seguido y lo había observado todo con los ojos templados de terror. Y después, cuando los cerraba, volvía a verlos otra vez y otra vez y otra vez. Hermano sobre hermana. María como un cuerpo muerto, los ojos cerrados, moviéndose con la inercia del impulso, como un blanco cadáver —una mosca salvaje siempre recorriéndole la boca, los ojos, las fosas nasales— todavía manchado de sangre y él, él mirando para todos lados como un delincuente, caminando bajo la luna de vuelta a la casa mayor, con la verga manchada de esa misma sangre. ¿Tendría la regla María? ¿O es que estaba tan devastada por dentro que ya no había carne sino hemorragia? Ni el cielo ni la tierra volverían a ser iguales. Hermano sobre hermana, como en lo más profundo de las tinieblas.

Eso pasó muchas muchas muchas noches.

El catre donde yacía su hermana —casi muerta, apenas viva— era un muladar de excreciones donde los bichos proliferaban y que para algunos hombres, aunque gratis, aunque fácil, ya resultaba demasiado repulsivo. Un cuerpo putrefacto, desagradable, pestilente. María, la dulce y hermosísima María, la de los ojos como gemas de montañas remotas, hija del mar y del desierto, resultaba ahora asquerosa para el más mugriento de los forasteros. A veces, alguien muy urgido le tiraba un balde de agua por encima y así, mojada, se cuidaba de no tocarla demasiado mientras la penetraba rápido, con violencia, como a una cabra.

Marta no podía cuidar a su hermana. Las paredes tenían ojos y bocas y lenguas parecidas a las de las serpientes. Se lo dirían a él inmediatamente y él le haría lo mismo: pondría a las dos, una al lado de la otra, en el mismo catre, en el mismo infierno. Podía dar una moneda a alguna sirvienta para que llevara un cubo de agua y una esponja y lavara el cuerpo amoratado, gris y sanguinolento de su hermana, pero no era seguro que lo hiciera. Había que tener fe. Fe en la sirvienta. Fe en el esclavo que le llevaría un trozo de pescado y leche y pan. Fe en el guarda que impediría, también por monedas, que siguieran usándola todos los hombres del pueblo. Al menos durante esos días del mes. Al menos durante las fechas santas. Al menos hoy. Fe en el niño que le daría una nota que dijera aguanta, nos iremos de aquí las dos. Pero nada más fe, el más enclenque de los sentimientos. La fe no sirvió, por ejemplo, cuando los visitó el amigo del hermano, el más santo de los santos, y preguntó por María y sus ojos de piedra rara y hubo excusas y volvió a preguntar por María y sus ojos de un verde de otro mundo y el hermano no pudo hacer más que llevarlo al establo inmundo donde la tenía tirada, medio desnuda y manchada de toda excreción, abierta, en una postura más infame que la de un animal destazado y aquel hombre, santísimo de toda santidad, empezó a llorar y a gritar y a preguntar y a agitar al hermano como diciendo nadie podrá perdonarte por lo que aquí hiciste, suéltala ahora mismo, estúpido sádico maldito loco. Pero el hermano nada más dijo ella es pecadora, señor, ella es la más pecadora de las mujeres. Yo la he visto. Goza del pecado carnal, señor. No me lo han dicho. Tuve la desdicha de presenciarlo, señor, es repugnante. Y si la suelto, señor, entonces las otras creerán que eso se puede sin consecuencias, que se puede ser así y no.

Y entonces el hombre, al que María había lavado los pies con su propio pelo, se puso de rodillas, rezó por ella un rato, unos minutos, y entró a la casa a cenar y a beber con los muchachos. Cuando se iba, después de abrazarlo, dijo al hermano: deberías soltarla. La voz sonaba llorosa, tal vez borracha. Y el hermano moviendo mucho la cabeza, mirando hacia abajo, dijo que sí, señor, se hará tu voluntad. Marta salió a su encuentro, se puso de rodillas: por favor. Es la casa de tu hermano, le contestó el santo a Marta, y no puedo imponerme a él, el respeto a un hombre se demuestra en el respeto a su casa, pero ya le he dicho que debe soltarla y rezaré porque así se haga. Debes tener fe, le dijo a Marta, fe, Marta, fe, antes de desaparecer en el desierto.

A Marta esa palabra ya le sabía a mierda en la lengua.

Y María siguió en el establo.

Cuando el hermano enfermó, Marta, a la que todos alababan su entrega, su disponibilidad, sus habilidades, sus guisos, sus ternuras, sus infusiones, se volcó a cuidarlo. Lo alimentaba, limpiaba, medicaba e incluso aplicaba ungüento blanco en sus partes privadas en carne viva. Todo aquello que un observador hubiese podido confundir con cariño, era realizado con un odio profundo. Ante el ojo ajeno, Marta era pura delicadeza, pero a solas lo alimentaba con caldos fríos, gelatinosos, siempre con algo de estiércol fresco, arena o gusanos que recogía en los patios y que metía, cuidándose de que la vean, en una cajita. El momento de la limpieza que realizaba al cuerpo del hermano, que se había convertido en una sola llaga púrpura, sanguinolenta y llena de pus, empezaba siendo tierna, con agua tibia, aceite de coco y esponja marina y, de pronto, sin aviso, sin cambios en la respiración, se volvía feroz. Marta cambiaba la esponja de mar por lana de acero y arrastraba los brazos arriba y abajo como se lija la madera. Finalizaba su pulimento con alcohol de quemar. Era imaginativa, tanto vertía cera caliente en las heridas como alcanfor, ortiga o limón. Después salía de la habitación y se quedaba sentada en una silla al pie de la puerta, con sus manos cruzadas sobre el regazo, piadosas, y los ojos muy cerrados, mientras dentro su hermano se retorcía de dolor y hacía ruidos espantosos, sordos, porque ya no podía gritar: la enfermedad le había arrebatado la lengua y en su lugar le había dejado una especie de papilla rosa que se movía dentro de la boca desdentada con algo de monstruoso y de lascivo.

Cualquiera que hubiera visto a Marta hubiese creído que rezaba por la mejoría de su hermano enfermo, pero estaba rezando porque muriera lento, con el mayor dolor posible.

Un día el hombre murió. No fue fácil ni fue rápido, los estertores horrorosos duraron horas. Estaba sediento y nadie le dio de beber. Marta cerró puertas y ventanas y, como si fuera un espectáculo, se sentó a verlo morir. Lo dejó agonizar en soledad, a pesar de que el hermano estiraba su mano esquelética hacia ella, tal vez pidiendo compañía, contacto. Que pusiera una mano viva, como poner un pajarito, sobre su mano casi muerta, que enjugara sus sudores y que vertiera sobre su frente al menos un par de lágrimas, dos diamantes pequeños, para dárselas a lo que sea que estuviera del otro lado de la muerte. Los agónicos gimen, se agitan, lloran: temen a que todo lo que se ha dicho sobre el cielo y el infierno sea mentira. O que sea verdad.

Cuando el hombre al fin se quedó inmóvil, la boca desencajada y los ojos muy abiertos, como si le hubieran contado algo graciosísimo, Marta se levantó muy despacio, abrió la puerta, recorrió los salones, salió al patio y con toda la teatralidad del mundo se tiró al suelo y chilló y chilló y chilló hasta que vinieron todos los vecinos. Se tapaba la cara con las manos, no había llanto. Estaba iluminada como un astro. María escuchó el grito y el corazón se le paralizó. Luego cerró los ojos, infestados de lagañas, y los volvió a abrir muy despacio como un recién nacido. Y como un recién nacido empezó a berrear llamando a su hermana.

A los cuatro días, cuatro, apareció por el pueblo el amigo, el santo hombre, y entonces Marta tuvo que fingir, decir no, no, no, y llorar su llanto sin lágrimas por el hermano muerto. Si hubieras estado aquí, le dijo porque no se le ocurrió otra cosa. Si hubieras estado aquí. Pero sabía que esas palabras eran tan ridículas como un pésame, como una plegaria. Lo que fue, fue. Lo que es, es. Entonces el amigo, el santo hombre, pidió que lo llevaran al sepulcro y ahí lo dejaron, de rodillas, llamando al muerto como se llama a alguien desde el portal de su casa, como si al otro lado de la piedra quedara todavía alguna vida para escuchar.

Marta se encogió de hombros ante semejante insensatez y volvió a su casa, a la fiesta de su hermana libre, a la vida.

Esa noche, mientras Marta y María cenaban cordero, un golpe en la puerta las sobresaltó. Debe ser el viento. El viento en esta época, tan terrible. Siguieron comiendo hasta que Marta y María al escuchar el gemido de la puerta levantaron la cabeza y vieron que cedía a la presión de una mano. Se abría.

Primero entraron las moscas y enseguida el hermano muerto, rodeado de un olor nauseabundo. Abría y cerraba la boca, como llamándolas por sus nombres, pero ningún sonido, nada más gusanos, salían de su boca desdentada.

FIN


  • Autor: María Fernanda Ampuero

  • Título: Luto

  • Publicado en: Pelea de gallos (2018)

 
 
 


El regalo de los Reyes Magos

O. Henry


UN dólar con ochenta y siete centavos: eso era todo. Y, además, sesenta de los centavos en moneda menuda, en peniques ahorrados con trabajo, uno a uno o dos a dos, protestándole al del almacén y al verdulero y al carnicero, hasta que a una se le subían los colores a la cara por la silenciosa acusación de avaricia que aquel afanoso regateo traía consigo. Delia contó el dinero tres veces. Sí: un dólar ochenta y siete. Y el día siguiente era el de Navidad.

Estaba claro que no podía hacer más que echarse sobre la cama miserable y llorar. Y eso fue lo que Delia hizo y lo que nos lleva a pensar de nuevo que la vida está compuesta por gemidos, resoplidos de fastidio y sonrisas, si bien con predominio de los resoplidos. Mientras esta ama de casa pasa poco a poco de la primera situación a la segunda, echemos un vistazo a su hogar. Se trata de un pisillo amueblado de los de ocho dólares a la semana. No puede decirse realmente que sea algo indescriptible, pero sí que merece ser clasificado por la policía como antro de mendicantes.

En el zaguán de la planta baja existía un buzón donde no podía echarse ninguna carta y un timbre eléctrico del que ningún dedo mortal habría podido arrancar un sonido. Asimismo formaba parte de la entrada al zaquizamí una tarjeta en la que podía leerse: Señor Jaime Dillingham Young.

Aquel anuncio había nacido a las caricias del viento en un período anterior y próspero, cuando su dueño cobraba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus ingresos se habían reducido a veinte, las letras del apellido Dillingham estaban borrosas, como si pensaran seriamente en reducirse a su vez a una modesta, humildísima D. Sin embargo, cada vez que el señor James Dillingham Young regresaba a casa y llegaba a su piso de la primera planta se le seguía llamando «Jim» y era cariñosamente abrazado por la señora Dillingham Young, que ya ha sido presentada al lector con el nombre de Delia. Todo lo cual está bastante bien.

Al acabar de llorar, Delia se retocó las mejillas con una borla, se incorporó junto a la ventana y miró con tristeza a un gato gris que caminaba sobre un patio gris por una tapia gris. Al día siguiente era Navidad y ella no tenía más que un dólar ochenta y siete para comprarle un regalo a Jim. Había luchado durante meses por ahorrar todos los peniques posibles, y ese era el resultado; con veinte dólares a la semana no se puede llegar muy lejos, mientras que los gastos habían superado con mucho a sus cálculos… como ocurre siempre. De manera que sólo un dólar ochenta y siete para comprarle un regalo a Jim. A su Jim. Y había pasado muchas horas alegres planeando algo realmente bonito para él. Algo hermoso, original y auténtico, algo un tanto digno del honor de ser poseído por Jim.

Entre las ventanas de aquella habitación había un alto espejo de pared. Quizá haya visto usted un espejo de pared en un apartamento de ocho dólares. Observando su imagen en una rápida sucesión de bandas longitudinales, una persona muy delgada y muy ágil puede tener una visión bastante exacta de su aspecto. Y, como Delia era esbelta, había conseguido dominar ese arte.

De pronto, se alejó de la ventana y se detuvo ante el espejo. Sus ojos brillaban, pero su cara se puso pálida a los veinte segundos. Con un gesto veloz, Delia se soltó el pelo y lo dejó caer cuan largo era.

Bueno, es necesario aclarar ya que Jaime Dillingham Young y su mujer se enorgullecían de dos cosas: del reloj de oro de Jim, heredado de su padre y de su abuelo, y de la mata de pelo de ella. Si la misma Reina de Saba hubiera vivido enfrente, en el apartamento del otro lado de la escalera, Delia habría podido dejar colgar alguna vez su cabellera por la ventana, tanto para secarla como para demostrar a Su Majestad que le traían sin cuidado joyas y presentes. Y si el Rey Salomón hubiera sido el portero y tenido todos sus tesoros amontonados en el sótano, Jim siempre habría sacado su reloj al pasar, nada más que para verlo mesarse las barbas de envidia.

De manera que, en este momento, el hermoso pelo de Delia cae sobre sus hombros en oleadas, reluciendo como una cascada de aguas castañas. Le llegaba más abajo de las rodillas; era casi un vestido. De momento, Delia volvió a recogérselo ágil y nerviosa. Se desalentó un instante y permaneció inmóvil mientras un par de lágrimas salpicaba la raída alfombra carmesí.

Después, Delia se encajó su vieja chaqueta marrón y su viejo sombrero marrón, y, con un revolotear de faldas y aquel fulgor brillante en los ojos, salió apresuradamente y bajó las escaleras hacia la calle.

Madame Sofronie. Pelo de todas clases, rezaba el letrero ante el que se detuvo poco después. Subió a la carrera un tramo de escalera y se detuvo jadeando. Demasiado blanca y demasiado fría, Madame Sofronie no parecía ser la «Sofronie» de su anuncio.

—¿Quiere comprarme el pelo? —preguntó Delia.

—Compro pelo —dijo Madame Sofronie—. Quítese el sombrero y vamos a ver.

Delia dejó caer su cascada de cabellos castaños.

—Veinte dólares —tasó Madame levantando con mano experta aquella gloria.

—Démelos pronto —dijo Delia.

Y las dos horas siguientes discurrieron para ella ligeras, como sobre rosadas alas (perdónesenos la manida comparación): Delia se dedicó a recorrer las tiendas buscando el regalo para Jim.

Por fin lo encontró. Ideal. Sin duda lo habían hecho para Jim y para nadie más; en ninguna otra tienda vendían algo que pudiera comparársele y ella se las había trotado todas. Era una cadena de reloj, de platino, y de sencillo y pudoroso aspecto que hablaba a las claras de su valor, dado ya por el metal mismo y sin ninguna decoración bastarda, como deben ser todas las cosas de verdadero mérito. Era incluso digna del reloj, y, apenas le puso la vista encima, Delia entendió que tenía que ser para Jim. Se parecía a él: poseía serenidad y valor, dos cosas igualmente aplicables a la cadena y al que iba a ser su dueño. Le pidieron veintiún dólares por ella y volvió precipitadamente a casa con los ochenta y siete centavos. Y no le cabía duda de que, con aquella cadena en su reloj, Jim podría lucir una justificada ansiedad por saber la hora en cualquier momento y en compañía de cualquiera. Aunque su reloj era magnífico, Jim solía mirarlo a hurtadillas, dada la vieja correíta de cuero que usaba a manera de cadena.

Pero cuando Delia volvió a casa, su entusiasmo cedió paso en parte a la prudencia y la razón. Tomó sus tenacillas, encendió el gas y se entregó a reparar los estragos causados por la generosidad sumada al amor, lo cual es siempre una tarea enorme, querido lector. Un trabajo mastodóntico.

No habían pasado aún cuarenta minutos cuando su cabeza estaba ya cubierta de pequeños y apretados rizos que la semejaban admirablemente a un escolar que ha faltado a clase. Larga, cuidadosa y críticamente se miró al espejo.

«Si él no me mata antes de mirarme por segunda vez —se dijo—, le pareceré una corista barata de Coney Island. Pero… ¿qué podía hacer? ¿Qué podía hacer con un dólar ochenta y siete?»

A las siete, el café estaba preparado y la sartén caliente y lista para recibir la cena.

Jim no llegaba tarde nunca. Delia cerró su mano con la cadena de reloj y se sentó junto a un ángulo de la mesa, cerca de la puerta por la que Jim debía entrar. Después oyó sus pasos en el primer tramo de la escalera y se demudó un momento. Nada más que un momento. Acostumbraba a dedicar silenciosas plegarias a las cosas cotidianas más simples, y musitó:

—Señor, te lo ruego, hazle creer que soy bella todavía.

La puerta se abrió y Jim entró y la cerró a sus espaldas. Estaba flaco y muy serio.

¡Pobre chico, no tenía más que veintidós años y soportaba ya la carga de una familia! Necesitaba un gabán nuevo y andaba por ahí sin guantes.

Jim se adelantó, impasible como un perro de caza sobre la pista de una codorniz. Sus ojos estaban clavados en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar. Aquello la espantó: no era ni rabia, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos que ella esperaba ver en su cara. Sólo sabía que su marido la estaba mirando fijamente, con un aire tan raro…

Delia se levantó nerviosa y fue a su encuentro.

—Jim querido —gritó—, no me mires más así. Me hice cortar el pelo y lo vendí porque tenía que hacerte el regalo de Navidad. Volverá a crecerme… No te importa, ¿verdad?… tenía que hacerlo. Mi pelo crece con mucha facilidad. ¡Di «Felices Pascuas», Jim, y seamos felices! No te imaginas qué lindo… qué hermoso regalo te he comprado.

—¿Te has cortado el pelo? —preguntó Jim penosamente, como si sólo notara aquel hecho tan claro después de un intenso esfuerzo mental.

—Sí, y lo he vendido —dijo Delia—. ¿No te gusto lo mismo así, de todos modos? Sigo siendo yo misma, sin mi pelo… ¿verdad?

Jim, curiosamente, paseó la mirada por la habitación.

—¿Dices que te has quedado sin tu pelo? —interrogó con un aire ausente, casi idiota.

—No lo busques —dijo Delia—. Lo he vendido como te dije… vendido para siempre. Y es Navidad, chico. Sé bueno conmigo porque lo he vendido por ti. Quizá mis cabellos pudieran contarse, pero nadie podría medir nunca el amor que te tengo —siguió con repentina y grave dulzura—. ¿Pongo a hacer la comida, Jim?

Superada su situación de trance, Jim pareció despertar rápidamente y estrechó a su Delia. Durante diez segundos, miremos hacia cualquier objeto sin importancia, en dirección opuesta. Ocho dólares a la semana o un millón al año: ¿qué más da? Un matemático o un hombre de negocios nos ofrecerían una respuesta equivocada. Los Reyes Magos aportaron en su día regalos muy valiosos, pero no contaban con algo así. Luego explicaremos esta confusa afirmación.

Jim sacó un paquetito del bolsillo y lo echó sobre la mesa.

—No te equivoques conmigo, Delia —dijo—. No creo que existan corte de pelo, afeitado o champú capaces de hacerme querer menos a mi mujercita. Pero, si abres ese paquete, comprenderás por qué me quedé desconcertado en el primer momento.

Los blancos, ágiles dedos de ella arrancaron la cuerda y el papel. Entonces Delia rompió en un extasiado grito de alegría, y luego, ¡vaya por Dios!, hubo una rápida transición femenina a las lágrimas histéricas y a los gemidos, lo cual requirió el inmediato uso de todas las facultades consoladoras del amo y señor de la casa…, porque ahí estaban las peinetas, el juego de peinetas que Delia contempló largo rato con adoración en un escaparate de Broadway: unas estupendas peinetas de legítimo carey, bordes adornados con piedras preciosas y el tono justo para casar de maravilla con el hermoso pelo desaparecido. Eran peinetas de lujo, ella lo sabía bien, y su corazón las había deseado y había languidecido por ellas sin la menor esperanza de poseerlas. Y ahora eran suyas. Pero las trenzas que debían lucirlas no estaban ya allí.

Con todo, Delia las apretó contra su pecho. Por fin, pudo mirar a Jim con ojos empañados y una sonrisa, y decir:

—¡Mi cabello crece tan aprisa!

Momento en el que saltó como un gato chamuscado, exclamando:

—¡Oh, oh!

Porque Jim todavía no había visto su hermoso regalo. Delia se lo tendió con vehemencia sobre la palma abierta de su mano, y el opaco metal precioso pareció refulgir con un reflejo del alegre y apasionado espíritu de aquella mujer.

—¿Verdad que es estupenda, Jim? Me recorrí media ciudad para dar con ella. Y ahora tendrás que mirar la hora cien veces al día. Dame el reloj, que quiero ver cómo le sienta la cadena.

Pero, en vez de atender, la petición, Jim se dejó caer en el sofá, cruzó las manos tras la nuca y sonrió:

—Delia —dijo—: dejemos por el momento nuestros regalos de Navidad y guardémoslos. Son demasiado buenos para manosearlos ahora… Vendí el reloj a fin de reunir el dinero necesario para comprar tus peinetas. Y bueno… ¿Qué te parece si pones la cena al fuego?

Como ustedes saben, los Reyes Magos eran unos señores sabios, formidablemente sabios, que llevaron regalos al Niño en el pesebre y que inventaron, por tanto, el arte de hacer regalos en el más bello período festivo del año. Como eran sabios, sus obsequios fueron sin duda los más sabios y quizá hasta gozaron del privilegio de poder ser cambiados caso de resultar repetidos. Aquí les he contado torpemente la pacífica historia de dos criaturas atolondradas que vivían en un pisillo de mala muerte y que, imprudentemente, sacrificaron el uno por el otro los tesoros más grandes que poseían. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy que, de cuantos se hacen regalos entre sí, aquellos dos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los sabios son los seres como ésos. Ellos son los Reyes Magos.


  • Autor: O. Henry (William Sydney Porter)

  • Título: El regalo de los Reyes Magos

  • Título Original: The Gift of the Magi

  • Publicado en: The New York Sunday World, 10 de diciembre de 1905

  • Traducción: Sin datos

 
 
 



Foster, estás muerto

Philip K. Dick


El colegio era un fastidio, como siempre, sólo que hoy era peor. Mike Foster dejó de tejer sus dos cestas a prueba de agua y se incorporó, mientras todos los chicos que le rodeaban seguían trabajando. El frío sol de la tarde brillaba en el exterior del edificio de acero y hormigón. El transparente aire del otoño realzaba los tonos verdes y marrones de las colinas. Algunos NATS volaban perezosamente en círculos sobre la ciudad.

La inmensa y ominosa forma de la señora Cummings, la maestra, se aproximó a su pupitre.

—Foster, ¿has terminado?

—Sí, señora —respondió. Levantó las cestas—. ¿Puedo marcharme?

La señora Cummings examinó las cestas con aire crítico.

—¿Has acabado tus trampas?

El muchacho rebuscó en su pupitre y sacó una complicada trampa para cazar animales pequeños.

—Todo terminado, señora Cummings, y también mi cuchillo.


Le enseñó la hoja afilada del cuchillo, fabricada a partir de un bidón de gasolina desechado. La mujer tomó el cuchillo y pasó su dedo experto sobre el filo con expresión escéptica.

—No es lo bastante fuerte —afirmó—. Lo has afilado demasiado. Perderá el filo la primera vez que lo utilices. Baja al laboratorio de armas y examina los cuchillos que hay. Después, afílalo otra vez y consigue una hoja más gruesa.

—Señora Cummings, ¿puedo hacerlo mañana? —suplicó—. ¿Puedo irme ahora, por favor?

Todos los demás alumnos contemplaban la escena con interés. Mike Foster se ruborizó. Odiaba destacar, pero tenía que marcharse. No podía permanecer en el colegio ni un momento más.

—Mañana es el día dedicado a cavar —rugió la señora Cummings, inexorable—. No tendrás tiempo de trabajar en tu cuchillo.

—Lo haré después de cavar —le aseguró.

—No, cavar no es lo tuyo. —La anciana examinó los esqueléticos brazos y piernas del chico—. Será mejor que termines hoy tu cuchillo, y pases todo el día de mañana en el campo.

—¿De qué sirve cavar? —preguntó Mike Foster, desesperado.

—Todo el mundo debe saber cavar —respondió con paciencia la señora Cummings. Los niños rieron. Acalló sus carcajadas con una mirada hostil—. Todos saben lo importante que es saber cavar. Cuando la guerra empiece, toda la superficie se llenará de escombros y desechos. Para sobrevivir, será necesario cavar, ¿verdad? ¿Alguno de ustedes ha visto a una ardilla cavar alrededor de las raíces de las plantas? La ardilla sabe que encontrará algo de valor bajo la superficie de la tierra. Todos seremos como ardillas. Todos tendremos que aprender a cavar en los escombros y encontrar cosas útiles, porque ahí es donde estarán.

Mike Foster se quedó manoseando el cuchillo con aire afligido, mientras la señora Cummings se alejaba por el pasillo. Algunos niños le dirigieron una sonrisa de desprecio, pero nada hizo mella en la capa de infelicidad que le recubría. Cavar no le serviría de nada. Cuando las bombas cayeran, moriría al instante. No servirían de nada las vacunas que le habían aplicado en los brazos, muslos y nalgas. Había malgastado el dinero asignado. Mike Foster no viviría lo suficiente para atrapar todas las infecciones bacteriológicas. A menos que…

Se levantó como impulsado por un resorte y siguió a la señora Cummings hacia su escritorio.

—Por favor, debo irme —suplicó, torturado por la desesperación—. Debo hacer algo.

Los cansados labios de la señora Cummings dibujaron una mueca de irritación, pero los ojos atemorizados del muchacho la frenaron.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Te encuentras mal?

El chico se quedó petrificado, incapaz de responder. La clase, complacida con el cuadro, murmuró y rio hasta que la señora Cummings, irritada, golpeó en el escritorio con un lápiz.

—Silencio —ordenó. Su voz se suavizó un ápice—. Michael, si tus reacciones son inadecuadas, baja a la clínica psíquica. Es inútil que sigas trabajando si estás afectado. La señorita Groves estará encantada de optimizarte.

—No —respondió Foster.

—En ese caso, ¿qué te pasa?

La clase se agitó. Otras voces respondieron por Foster. La desdicha y la humillación paralizaron su lengua.

—Su padre es un anti-P —explicaron las voces—. No tienen refugio y no están alistados en la Defensa Civil. Su padre ni siquiera ha contribuido a los NATS. No han hecho nada.

La señora Cummings miró con asombro al muchacho silencioso.

—¿No tienen refugio?

El chico negó con la cabeza.

Una extraña sensación se apoderó de la mujer.

—Pero…

Quería decir «pero morirán en la superficie», y lo sustituyó por «pero ¿adónde irán?».

—A ningún sitio —respondieron las dulces voces—. Todo el mundo estará en sus refugios y él se quedará arriba. Ni siquiera tiene pase para el refugio del colegio.

La señora Cummings se quedó estupefacta. Había dado por sentado que todos los niños del colegio tenían un pase que les permitía acceder a las intrincadas cámaras subterráneas situadas debajo del edificio. Pero no. Sólo los niños cuyos padres pertenecían a la DC, que contribuían a la defensa de la comunidad. Y si el padre de Foster era un anti-P…

—Tiene miedo de estar sentado aquí —canturrearon las voces con calma—. Tiene miedo que ocurra mientras está sentado aquí, porque los demás estarán a salvo en el refugio.

Caminaba con parsimonia, las manos hundidas en los bolsillos, y daba patadas a las piedras que encontraba en la acera. Anochecía. Los cohetes públicos descargaban montones de viajeros fatigados, contentos de volver a casa después de recorrer ciento cincuenta kilómetros desde las fábricas del oeste. Algo destelló en las lejanas colinas: una torre de radar que giraba silenciosamente en la oscuridad. Los NATS habían aumentado de número. Las horas del crepúsculo eran las más peligrosas. Los observadores visuales eran incapaces de localizar los misiles de alta velocidad que se acercaban a tierra. Suponiendo que esos misiles llegaran.

Una máquina de noticias le gritó cuando pasó. Guerra, muerte, sorprendentes armas nuevas inventadas en la patria y en el extranjero. Hundió los hombros y continuó su camino, dejó atrás los pequeños cascarones de hormigón que hacían las veces de casas, todos exactamente iguales, robustas cajas reforzadas. Brillantes letreros de neón destellaron más adelante, en la penumbra creciente: el distrito comercial, infestado de tráfico y gente.

Se detuvo media manzana antes de llegar al laberinto de neones. A su derecha tenía un refugio público. La entrada parecía un túnel, provista de un torniquete mecánico que brillaba débilmente. Cincuenta centavos la entrada. Si se encontraba en plena calle y tenía cincuenta centavos en el bolsillo, ningún problema. Había entrado en refugios públicos muchas veces, durante los ataques ficticios. En otras ocasiones, espantosas ocasiones dignas de una pesadilla que jamás olvidaba, no tenía los cincuenta centavos. Se había quedado mudo y aterrorizado, mientras la gente pasaba de largo a toda velocidad y los agudos aullidos de las sirenas sonaban por todas partes.

Continuó su camino poco a poco hasta que llegó al punto más iluminado, las enormes y relucientes salas de exhibición de la General Electronics, que ocupaban dos manzanas, iluminadas por todas partes, un inmenso cuadrado de color. Se detuvo y examinó por millonésima vez las formas fascinantes, el escaparate que siempre le obligaba a detenerse cuando pasaba.

En el centro del inmenso bloque había un único objeto, un conjunto de máquinas, vigas de apoyo, puntales, paredes y cerraduras. Todos los reflectores apuntaban hacia él; enormes letreros pregonaban sus mil y una ventajas…, como si pudiera existir alguna duda.

¡El nuevo refugio subterráneo a prueba de bombas y radiaciones, modelo 1972, ya ha llegado! Compruebe sus inmejorables prestaciones:—Ascensor automático de descenso. A prueba de averías, energía eléctrica autónoma, cierre centralizado.—Casco triple garantizado para soportar una presión de 5 atmósferas.—Sistema de calefacción y refrigeración autónomo. Sistema de purificación del aire.—Tres fases de descontaminación del agua y los alimentos.—Cuatro fases desinfectantes de preexposición a las quemaduras.—Proceso antibiótico completo.—Cómodos plazos.

Contempló el refugio durante largo rato. En esencia, consistía en un gran depósito, con un gollete en un extremo que era el tubo de descenso y una escotilla de huida en el otro. Era completamente autónomo, un mundo en miniatura que suministraba su propia luz, calor, aire, agua, medicamentos y alimentos, casi inagotables. Ya abastecido, contaba con cintas de audio y vídeo, diversiones, camas, sillas, monitor, todo lo indispensable en un hogar de la superficie. De hecho, era una casa subterránea. No faltaba nada que fuera necesario o consagrado al ocio. Una familia estaría a salvo, incluso cómoda, durante el ataque con bombas H o bacteriológicas más grave.

Costaba veinte mil dólares.

Mientras contemplaba en silencio la gigantesca muestra, un vendedor salió, camino de la cafetería.

—Hola, hijo —saludó automáticamente cuando pasó junto a Mike Foster—. No está mal, ¿verdad?

—¿Puedo entrar? —se apresuró a preguntar Foster—. ¿Puedo bajar?

El vendedor se detuvo cuando reconoció al muchacho.

—Tú eres aquel chico, aquel maldito chico que no deja de perseguirnos.

—Me gustaría bajar. Sólo un par de minutos. No tocaré nada, se lo prometo. No tocaré nada.

El vendedor era un joven rubio, atractivo, de unos veintipocos años. Vaciló, indeciso. El chico era muy pesado, pero tenía una familia, y eso significaba un cliente en perspectiva. El negocio iba mal. Septiembre finalizaba y las ventas continuaban en descenso. Decir al muchacho que fuera a vender sus cintas-noticiario no serviría de nada; por otra parte, era un mal negocio alentar a los niños a que manosearan la mercancía. Hacían perder el tiempo, rompían cosas, hurtaban objetos pequeños cuando nadie les miraba.

—Ni hablar —contestó el vendedor—. Oye, dile a tu padre que pase por aquí. ¿Ha visto lo que tenemos?

—Sí —dijo Mike Foster con voz tensa.

—¿Qué le retiene? —El vendedor indicó con un gesto majestuoso la gran muestra reluciente—. Le haremos un buen precio por el antiguo, teniendo en cuenta el índice de inflación y el estado en que se encuentre.

—No tenemos ninguno —confesó Mike Foster.

El vendedor parpadeó.

—¿Cómo has dicho?

—Mi padre dice que es tirar el dinero. Dice que intentan asustar a la gente para que compre cosas innecesarias. Dice…

—¿Tu padre en un anti-P?

—Sí —contestó Mike Foster, desolado.

El vendedor lanzó un suspiro.

—Muy bien, muchacho. Lamento que no podamos hacer negocios. No es culpa tuya. ¿Qué demonios le ocurre? ¿Contribuye a los NATS?

—No.

El vendedor maldijo por lo bajo. Un aprovechado, bien seguro porque el resto de la comunidad entregaba el treinta por ciento de sus ingresos para mantener un sistema defensivo constante.

—¿Qué opina tu madre? —preguntó—. ¿Está de acuerdo con él?

—Dice que… —Mike Foster se interrumpió—. ¿Puedo bajar un momento? No tocaré nada. Sólo por esta vez.

—¿Cómo vamos a venderlo si dejamos que los niños lo toqueteen? No vamos a rebajar el precio porque sea un modelo de demostración. Ya nos ha pasado demasiadas veces. —La curiosidad del vendedor aumentó—. ¿Cómo se convierte uno en anti-P? ¿Siempre ha pensado igual, o es que alguien le lavó el cerebro?

—Dice que ya han vendido a la gente todos los coches, lavadoras y televisores que podían utilizar. Dice que los NATS y los refugios antibombas no sirven de nada, que la gente nunca compra cosas verdaderamente útiles. Dice que las fábricas pueden seguir produciendo fusiles y máscaras antigás sin cesar, y que mientras la gente tenga miedo los seguirán comprando, porque piensan que si no lo hacen los matarán. Puede que un hombre se canse de pagar un coche nuevo cada año y se detenga, pero nunca dejará de comprar refugios para proteger a sus hijos.

—¿Y tú lo crees?

—Me gustaría tener un refugio. Si tuviéramos un refugio como ése, bajaría a dormir cada noche. Lo tendríamos a mano cuando lo necesitáramos.

—Es posible que no haya guerra —dijo el vendedor. Intuyó la desdicha y miedo del muchacho y le dedicó una sonrisa bondadosa—. Deja de preocuparte. Creo que ves demasiadas películas… Sal a jugar, por ejemplo.

—Nadie está a salvo en la superficie. Debemos quedarnos abajo. Yo no tengo adónde ir.

—Dile a tu padre que venga a echar un vistazo —murmuró el vendedor, incómodo—. Quizá lo convenzamos. Tenemos muchas modalidades de venta a plazos. Dile que pregunte por Bill O’Neill. ¿De acuerdo?

Mike Foster se alejó por la calle en sombras. Sabía que debía volver a casa, pero los pies le pesaban y le dolía todo el cuerpo. El cansancio le trajo a la memoria lo que había dicho el profesor de gimnasia el día anterior, durante los ejercicios. Estaban practicando suspensión de la respiración; retenían el aire en los pulmones y corrían. Lo había hecho mal. Los otros aún seguían corriendo cuando él se detuvo, expulsó el aire y se quedó inmóvil, jadeando en busca de aliento.

—Foster —dijo el profesor, irritado—, estás muerto. Lo sabes, ¿verdad? Si hubiera sido un ataque con gases… —Meneó la cabeza, preocupado—. Ve allí y practica tú solo. Si quieres sobrevivir, debes mejorar.

Pero no confiaba en sobrevivir.

Cuando llegó al porche de su casa, vio que las luces de la sala de estar ya estaban encendidas. Oyó la voz de su padre, y también la de su madre, más débilmente, desde la cocina. Cerró la puerta y empezó a quitarse la chaqueta.

—¿Eres tú? —preguntó su padre.

Bob Foster estaba repantingado en su butaca, el regazo lleno de cintas y papeles de su tienda de muebles.

—¿Dónde has estado? La cena está preparada desde hace media hora.

Se había quitado la chaqueta y subido las mangas de la camisa. Sus brazos eran pálidos y delgados, pero musculosos. Estaba cansado. Tenía los ojos grandes y oscuros, y su cabello empezaba a ralear. Movió las cintas de un montón al otro.

—Lo siento —dijo Mike Foster.

Su padre consultó el reloj de cadena; estaba seguro que era el único hombre que aún llevaba reloj.

—Ve a lavarte las manos. ¿Qué has estado haciendo? —Escrutó a su hijo—. Estás raro. ¿Te encuentras bien?

—He ido al centro.

—¿Para qué?

—A mirar los refugios.

Su padre, sin decir nada, tomó un fajo de documentos y los guardó en una carpeta. Apretó los labios y profundas arrugas surcaron su frente. Resopló furioso cuando las cintas cayeron al suelo. Se agachó para recuperarlas. Mike Foster no hizo nada para ayudarle. Se acercó al ropero y colgó la chaqueta en la percha. Cuando se volvió, su madre estaba dirigiendo la mesa con la cena hacia el comedor.

Comieron en silencio, concentrados en sus platos y sin mirarse.

—¿Qué viste? —preguntó por fin su padre—. Lo mismo de siempre, imagino.

—Ya han llegado los nuevos modelos del 72 —respondió Mike Foster.

—Son iguales que los modelos del 71. —Su padre tiró el tenedor con violencia. La mesa lo capturó y absorbió—. Algunos accesorios nuevos, un poco más de cromo, y punto. —Miró a su hijo, desafiador—. ¿Estoy en lo cierto?

Mike Foster jugueteó desmañadamente con su pollo a la crema.

—Los nuevos tienen un ascensor de descenso a prueba de averías. No puedes quedarte a mitad de camino. Basta con entrar, y él hace el resto.

—El año que viene saldrá uno que te recogerá arriba y te bajará. Éste de ahora quedará obsoleto en cuanto la gente lo compre. Eso es lo que quieren, que sigas comprando. Sacan nuevos modelos lo más de prisa posible. El que has visto es de 1972, pero aún estamos en 1971. ¿Es que no pueden esperar?

Mike Foster no contestó. Lo había oído miles de veces. Nunca había nada nuevo, sólo cromo y accesorios, y los antiguos ya no servían para nada. La explicación de su padre era enérgica, apasionada, casi frenética, pero carecía de sentido.

—Compremos uno antiguo, entonces —barbotó—. No me importa, cualquiera servirá. Incluso uno de segunda mano.

—No, tú quieres uno nuevo. Brillante y reluciente, para impresionar a los vecinos. Montones de cuadrantes, botones y aparatos. ¿Cuánto piden por él?

—Veinte mil dólares.

Su padre dejó escapar el aliento.

—Así de sencillo.

—En cómodos plazos.

—Claro. Pagas durante el resto de tu vida. Intereses, recargos… ¿Cuál es la garantía?

—Tres meses.

—¿Y qué pasa cuando se avería? Deja de purificar y descontaminar. Se cae en pedazos en cuanto se cumplen los tres meses.

Mike Foster meneó la cabeza.

—No. Es grande y sólido.

Su padre enrojeció. Era un hombre bajo, delgado, de huesos frágiles. De repente, pensó en las batallas perdidas que definían su vida, la lucha enconada por progresar, siempre aferrándose a algo, un trabajo, dinero, la tienda de muebles, de tenedor de libros a gerente, y por fin propietario.

—Nos asustan para que los engranajes sigan funcionando —gritó con desesperación a su mujer y a su hijo—. No quieren otra depresión.

—Bob, para ya —dijo su mujer, en voz baja y con parsimonia—. No puedo aguantarlo más.

Bob Foster parpadeó.

—¿De qué estás hablando? —murmuró—. Estoy cansado. Esos malditos impuestos. Por culpa de las grandes cadenas, es imposible que una tienda pequeña siga abierta. Tendría que haber una ley. —Su voz se quebró—. Creo que he perdido el apetito. —Se levantó—. Voy a tenderme en el sofá y dormiré una siesta.

El rostro enjuto de su mujer se encendió de furia.

—¡Debes comprar uno! No soporto el modo en que hablan de nosotros. Todos los vecinos y comerciantes, todos los que están enterados. Lo escucho en todas partes. Desde el día que pusieron la bandera. Anti-P. El último de la ciudad. Todo el mundo contribuye a pagar esos aparatos que vuelan ahí arriba, excepto nosotros.

—No —respondió Bob Foster—. No puedo comprarlo.

—¿Por qué?

—Porque no puedo permitírmelo —respondió con sencillez.

Se hizo el silencio.

—Lo invertiste todo en esa tienda —dijo Ruth por fin—. Y se está hundiendo. Te aferras a ella como un náufrago a un clavo ardiendo. Nadie quiere ya muebles de madera. Eres una reliquia… Una curiosidad.

Descargó el puño sobre la mesa, que se alzó al instante para recoger los platos sucios, como un animal sobresaltado. Salió como una furia del comedor y volvió a la cocina. Los platos tintineaban en el depósito de lavado mientras corría.

Bob Foster suspiró, cansado.

—No discutamos. Estaré en la sala. Déjenme dormir un par de horas. Hablaremos más tarde.

—Siempre más tarde —comentó Ruth con amargura.

Su marido desapareció en la sala de estar, una silueta menuda, encorvada, de cabello gris desgreñado, los omóplatos como alas rotas.

Mike se levantó.

—Voy a hacer los deberes —dijo.

Siguió a su padre, con una extraña expresión en el rostro.

La sala de estar estaba en silencio, el televisor apagado y la lámpara a la mínima potencia. Ruth manipulaba los controles de la cocina para que preparara los platos del mes siguiente. Bob Foster descansaba tendido en el sofá, descalzo y con la cabeza apoyada en una almohada. Su rostro estaba pálido de cansancio. Mike vaciló un momento antes de hablar.

—¿Puedo pedirte algo?

Su padre gruñó, se removió, abrió los ojos.

—¿Qué?

Mike se sentó frente a él.

—Cuéntame otra vez aquello de cuando le diste un consejo al presidente.

Su padre se irguió.

—Yo no le di ningún consejo al presidente. Sólo hablé con él.

—Cuéntamelo.

—Te lo he contado un millón de veces. Cada tanto, desde que eras un bebé. Tú estabas conmigo. —Su voz se suavizó, mientras recordaba—. Eras un bebé; te llevábamos en brazos.

—¿Qué aspecto tenía?

—Bueno —empezó su padre, deslizándose en una rutina que había practicado y pulido durante años—, más o menos como en la tele. Un poco más bajo.

—¿Por qué vino aquí? —preguntó Mike con avidez, aunque conocía casi todos los detalles. El presidente era su héroe, el hombre que más admiraba en el mundo—. ¿Por qué vino a nuestra ciudad desde tan lejos?

—Iba de gira. —La amargura se insinuó en la voz de su padre—. Pasó por casualidad.

—¿Qué clase de gira?

—Recorría todo el país, visitando ciudades. —La amargura se intensificó—. Quería ver cómo nos iba. Quería comprobar si habíamos comprado suficientes NATS, refugios antibombas, vacunas antibacterias, máscaras antigás e instalaciones de radar para repeler los ataques. La General Electronics Corporation empezaba a montar sus grandes salas de muestra, todo brillante, reluciente y caro. El primer equipo defensivo para uso doméstico. —Torció los labios—. Todo en cómodos plazos. Anuncios, carteles, focos, gardenias y platos gratis para las señoras.

Mike Foster contuvo el aliento.

—Ése fue el día que recibimos nuestra Bandera de Preparación —dijo, emocionado—. Ése fue el día que vino a entregarnos la bandera. Y la izaron en el centro de la ciudad. Todo el mundo gritaba y lanzaba hurras.

—¿Te acuerdas?

—Creo… Creo que sí. Recuerdo a la gente y ruidos. Y hacía calor. Fue en junio, ¿verdad?

—El 10 de junio de 1965. Un gran acontecimiento. Por aquel entonces, pocas ciudades tenían la gran bandera verde. La gente aún compraba coches y televisores. No habían descubierto que aquellos días habían terminado. Los televisores y los coches son útiles… Puedes fabricar y vender tantos como quieras.

—Te dio a ti la bandera, ¿verdad?

—Bueno, nos la dio a todos los comerciantes. La Cámara de Comercio lo había arreglado. Competencia entre las ciudades, a ver quién compra más en menos tiempo. Mejorar la ciudad al tiempo que se estimulan los negocios. Tal como enfocaban el asunto, la idea era que, si debíamos comprar nuestras máscaras antigás y nuestros refugios antibombas, debíamos cuidarlos bien. Como si alguna vez hubiéramos estropeado los teléfonos o las aceras, o las autopistas, porque el Estado las proporcionaba. O los ejércitos. ¿Acaso no han existido siempre los ejércitos? ¿Acaso los gobiernos no han organizado siempre a los ciudadanos para la defensa? Supongo que la defensa cuesta demasiado. Supongo que ahorran un montón de dinero, disminuyen la deuda nacional gracias a esto.

—Cuéntame lo que dijo —susurró Mike Foster.

Su padre buscó la pipa y la encendió con dedos temblorosos.

—Dijo: «Aquí tienen su bandera, muchachos. Han hecho un buen trabajo». —Bob Foster tosió cuando aspiró el acre humo de la pipa—. Estaba bronceado, tenía la cara colorada, no se cortaba un pelo. Sudaba y sonreía. Sabía tratar a la gente. Conocía a mucha gente por el nombre. Contó un chiste divertido.

El chico tenía los ojos abiertos de par en par.

—Vino de tan lejos y habló contigo.

—Sí, hablé con él. Todos gritaban y lanzaban hurras. Se izó la bandera verde, la gran Bandera de la Preparación.

—Y tú dijiste…

—Yo le dije: «¿Eso es todo lo que nos ha traído? ¿Un trozo de tela verde?». —Bob Foster apretó la pipa—. Fue entonces cuando me convertí en un anti-P, aunque en aquel momento no lo supe. Sólo sabía que nos habían dejado solos, de no ser por un trozo de tela verde. En lugar de un país, una nación, ciento setenta millones de personas coordinadas para defenderse, éramos un montón de pequeñas ciudades aisladas, pequeños fuertes amurallados. Como en la Edad Media. Con ejércitos aislados de los demás…

—¿Volverá algún día el presidente?

—Lo dudo. Estaba… Estaba de paso.

—Si vuelve —susurró Mike, nervioso, sin atreverse a albergar esperanza alguna—, ¿iremos a verle?

Bob Foster se incorporó. Sus brazos huesudos eran de color blanco. Su rostro enjuto estaba demacrado por la preocupación. Y la resignación.

—¿Cuánto valía ese maldito trasto que viste? —preguntó con voz ronca—. El refugio antibombas.

El corazón de Mike dejó de latir.

—Veinte mil dólares.

—Hoy es jueves. Iremos a verlo el sábado. —Bob Foster dio unos golpecitos en su pipa casi apagada—. Lo compraré a plazos. Ya se acerca la temporada de ventas de otoño. Suele irme bien… La gente compra muebles de madera para regalar en Navidad. —Se levantó con brusquedad—. ¿Trato hecho?

Mike no pudo responder, sólo asentir con la cabeza.

—Bien —dijo su padre, con patética jovialidad—. Ya no tendrás que ir a mirar el escaparate.

El refugio fue instalado (pagando otros doscientos dólares) por una eficiente brigada de operarios ataviados con guardapolvos marrones, que llevaban escritos en la espalda las palabras GENERAL ELECTRONICS. Repararon con celeridad el patio trasero, colocaron en su sitio los arbustos, alisaron la superficie y deslizaron respetuosamente la factura por debajo de la puerta principal. El camión de reparto, ya vacío, se alejó calle abajo y el barrio quedó en silencio de nuevo.

Mike Foster estaba con su madre y un grupo de vecinos admirados en el porche posterior de la casa.

—Bien —dijo por fin la señora Carlyle—, ya tienen refugio. El mejor del mercado.

—Ya lo creo —reconoció Ruth Foster. Era muy consciente de la gente que la rodeaba; hacía mucho tiempo que no se congregaban tantos vecinos en su casa. Se sentía embargada de una sombría satisfacción, cercana al resentimiento—. Esto ya es otra cosa —dijo con aspereza.

—Sí —corroboró el señor Douglas desde la calle—. Ahora ya tienen un sitio donde ir. —Tomó el grueso libro de instrucciones que los operarios habían dejado—. Dice que pueden abastecerlo para un año. Pueden vivir ahí abajo doce meses sin necesidad de subir ni una vez. —Sacudió la cabeza, admirado—. El mío es un modelo antiguo, del 69. Sólo tiene autonomía para seis meses. Me parece que…

—Para nosotros es suficiente —le interrumpió su mujer, con cierto anhelo en la voz—. ¿Podemos bajar a verlo, Ruth? Está preparado, ¿verdad?

Mike emitió un sonido estrangulado y saltó hacia adelante. Su madre sonrió.

—Él será el primero en bajar a verlo. En realidad, es para él.

El grupo de hombres y mujeres, cruzados de brazos para protegerse del frío viento de septiembre, aguardó y contempló al muchacho, mientras éste se acercaba a la boca del refugio y se detenía a unos pasos de distancia.

Entró en el refugio con cautela, casi temeroso de tocar algo. La boca era grande para él; había sido construida de modo que un adulto entrara sin problemas. En cuanto pisó el ascensor, éste descendió con un silbido hacia el fondo del refugio. El ascensor cayó sobre los amortiguadores y el chico salió dando tumbos. El ascensor volvió a la superficie y, al mismo tiempo, selló la parte subterránea del refugio, mediante una impenetrable capa de acero y plástico levantada en la estrecha boca.

Las luces se encendieron automáticamente. El refugio estaba vacío. Aún no habían bajado los suministros. Olía a barniz y a grasa de motor. Los generadores zumbaban bajo sus pies. Su presencia activó los sistemas de purificación y descontaminación. Medidores y cuadrantes empotrados en la pared de hormigón entraron en acción.

Se sentó en el suelo, las rodillas levantadas, el rostro solemne, los ojos abiertos como platos. Sólo se oía el ruido de los generadores; estaba aislado del mundo por completo. Se encontraba en un pequeño cosmos autónomo. Tenía todo cuanto necesitaba, bueno, lo tendría dentro de poco: comida, agua, aire, cosas que hacer. Nada era más preciso. Podía extender la mano y tocar todo lo que necesitaba. Podía quedarse hasta el fin del tiempo, sin moverse. Sin que le faltara nada, sin miedo, acompañado por el ruido de los generadores y las paredes ascéticas que le rodeaban por todas partes, tibias, cordiales, como un recipiente vivo.

Lanzó un grito de júbilo que rebotó de pared en pared. El eco le ensordeció. Cerró los ojos y apretó los puños. Una inmensa alegría le invadió. Volvió a gritar y dejó que los ecos se derramaran sobre él, su voz reforzada por las paredes próximas, sólidas, increíblemente poderosas.

Los chicos del colegio se enteraron antes que llegara por la mañana. Le saludaron cuando se acercó, todos sonrientes y dándose codazos.

—¿Es verdad que han comprado un nuevo modelo General Electronics S-72? —preguntó Earl Peters.

—Es verdad —respondió Mike. Su corazón se hinchió de una confianza que jamás había poseído—. Vengan a verlo —dijo con tanta indiferencia como logró fingir—. Se los enseñaré.

Siguió adelante, consciente de sus caras envidiosas.

—Bien, Mike —dijo la señora Cummings, cuando iba a salir de la clase al finalizar la jornada—. ¿Cómo te sientes?

Se detuvo junto a su escritorio, tímido y embargado de un silencioso orgullo.

—Muy bien —admitió.

—¿Ya contribuye tu padre a los NATS?

—Sí.

—¿Y has conseguido un pase para el refugio del colegio?

Exhibió con alegría la pequeña cinta azul que rodeaba su muñeca.

—Ha enviado un cheque al Ayuntamiento por todo. Dijo: «Ya que he llegado hasta aquí, no cuesta nada continuar hasta el final».

—Ya tienes todo cuanto poseen los demás. —La anciana sonrió—. Me alegro mucho. Ya eres un pro-P, aunque no exista esa expresión. Eres… como todos los demás.

Al día siguiente, las máquinas de noticias propagaron a los cuatro vientos que los rusos habían inventado los proyectiles perforadores.

Bob Foster estaba de pie en medio de la sala de estar, la cinta-noticiario en las manos, su flaco rostro congestionado de furia y desesperación.

—¡Es un complot, maldita sea! —su voz adquirió un tono histérico—. Acabamos de comprar ese trasto y fíjate. ¡Fíjate! —Tiró la cinta a su mujer—. ¿Lo ves? ¡Te lo dije!

—Ya lo he visto —se revolvió Ruth—. Estarás pensando que el mundo aguardaba tu reacción. No paran de mejorar las armas, Bob. La semana pasada fueron las escamas que envenenan las semillas. Hoy, los proyectiles perforadores. No esperarás que el progreso se detenga porque cambiaste de opinión por fin y compraste un refugio, ¿verdad?

El hombre y la mujer se miraron.

—¿Qué demonios vamos a hacer? —preguntó Bob Foster en voz baja.

Ruth volvió a la cocina.

—Me han dicho que van a sacar adaptadores.

—¡Adaptadores! ¿Qué quieres decir?

—Para que la gente no tenga que comprar nuevos refugios. Vi un anuncio en la tele. Van a sacar al mercado una especie de parrilla mecánica, en cuanto el gobierno lo apruebe. Se extienden sobre el terreno e interceptan los proyectiles perforadores. Los interceptan, detonan en la superficie, y no se introducen en el refugio.

—¿Cuánto valen?

—No lo han dicho.

Mike Foster estaba sentado en el sofá, muy atento. Se había enterado de la noticia en el colegio. Estaban pasando la prueba sobre las bayas, examinando muestras de bayas silvestres para diferenciar las inofensivas de las tóxicas, cuando el timbre anunció una asamblea general. El rector leyó la noticia sobre los proyectiles perforadores y pronunció una breve conferencia sobre el tratamiento de urgencia que debía aplicarse a la nueva variante del tifus, desarrollada en fechas recientes.

Sus padres continuaron discutiendo.

—Tendremos que comprar uno —dijo con calma Ruth Foster—. De lo contrario, dará igual que tengamos o no un refugio. Los proyectiles perforadores fueron diseñados a propósito para penetrar en la superficie y buscar el calor. En cuanto los rusos hayan producido…

—Compraré uno —dijo Bob Foster—. Compraré una parrilla antiproyectiles y lo que haga falta. Compraré todo lo que saquen al mercado. Nunca dejaré de comprar.

—No es para tanto.

—Este juego posee una auténtica ventaja sobre vender coches y televisores a la gente. Con algo así, debemos comprar. No es un lujo, algo grande y reluciente que impresione a los vecinos, algo superfluo. Si no compramos, morimos. Siempre se ha dicho que la forma de vender algo es crear anhelo en la gente. Crear una sensación de inseguridad, como decirles que huelen mal o tienen un aspecto ridículo. Esto deja en pañales al desodorante o la brillantina. Es imposible escapar. Si no compras, te matarán. La campaña publicitaria perfecta. Compra o muere, el nuevo lema. Pon en tu patio trasero un nuevo refugio antibombas de la General Electronics, o te matarán.

—¡Deja de hablar así! —gritó Ruth.

Bob Foster se dejó caer en la silla de la cocina.

—Muy bien. Me rindo. Picaré el anzuelo.

—¿Comprarás una? Creo que se pondrán a la venta en Navidad.

Había una extraña expresión en su rostro.

—Compraré uno de esos malditos trastos en Navidad, como todo el mundo.

Los adaptadores fueron un éxito.

Mike Foster caminaba lentamente por la calle abarrotada de gente. Era diciembre y anochecía. Los adaptadores brillaban en todos los escaparates. De todas las formas y tamaños, para toda clase de refugios. De todos los precios, para todas las economías. La muchedumbre estaba alegre y emocionada, todo sonrisas, cargada de paquetes y abrigos, la típica muchedumbre de todas las Navidades. Copos de nieve pintaban de blanco el aire. Los coches avanzaban con precaución por las calles abarrotadas. Luces, letreros de neón e inmensos escaparates iluminados brillaban por todas partes.

Su casa estaba oscura, silenciosa. Sus padres aún no habían llegado. Los dos estaban trabajando en la tienda. El negocio iba mal y su madre había sustituido a uno de los empleados. Mike alzó la mano hacia la cerradura codificada y la puerta se abrió. La estufa automática había conservado la casa caliente y confortable. Se quitó la chaqueta y dejó los libros.

No permaneció en la casa mucho rato. Salió por la puerta trasera al porche, con el corazón acelerado.

Se obligó a detenerse, dar media vuelta y entrar de nuevo en la casa. Era mejor no apresurarse. Había planificado cada momento, desde el instante en que vio el eje del túnel recortarse contra el cielo nocturno. Había convertido el proceso en un arte; no había emoción desperdiciada. Había dotado de belleza todos sus movimientos. La abrumadora sensación de presencia cuando el túnel del refugio se cerraba a su alrededor. La helada corriente de aire que se producía cuando el ascensor descendía hasta el fondo.

Y la grandeza del refugio en sí.

Cada tarde, en cuanto llegaba, se enterraba bajo la superficie, encerrado y protegido en su silencio de acero, igual que desde el primer día. Ahora, la cámara estaba llena. Llena de ingentes cantidades de comida, almohadas, libros, cintas de audio y vídeo, cuadros en las paredes, telas de alegres colores y texturas, incluso jarrones con flores. El refugio era su lugar, donde se acurrucaba rodeado de todo lo que necesitaba.

Demorándose lo máximo posible, recorrió la casa y buscó entre las cintas de audio. Estuvo sentado en el refugio hasta la hora de la cena, escuchando «Wind in the willows». Sus padres sabían dónde encontrarle; siempre estaba en el mismo sitio. Dos horas de felicidad ininterrumpida, a solas en el refugio. Y después, cuando la cena terminaba, volvía de nuevo hasta la hora de acostarse. En ocasiones, por la noche, cuando sus padres dormían, se levantaba con sigilo y se acercaba a la boca del refugio, y descendía a las profundidades. Se escondía hasta el amanecer.

Encontró la cinta y salió corriendo al patio. Feas nubes negras cruzaban el cielo grisáceo. Las luces de la ciudad se encendían poco a poco. El patio se veía frío y hostil. Avanzó con paso vacilante hacia los peldaños…, y se quedó petrificado.

Distinguió una enorme cavidad bostezante, una boca vacía, sin dientes, abierta al cielo de la noche. No había nada más. El refugio había desaparecido.

Permaneció inmóvil durante una eternidad, la cinta aferrada en su mano, la otra apoyada sobre la barandilla del porche. La noche cayó. El hueco se disolvió en la oscuridad. Todo el mundo se hundió en el silencio y las tinieblas abismales. Salieron algunas estrellas. Se encendieron las luces de las casas próximas, frías y débiles. El muchacho no vio nada. Estaba inmóvil, el cuerpo rígido como una piedra, contemplando el gran pozo que había sustituido al refugio.

De pronto, su padre apareció junto a él.

—¿Cuánto rato llevas aquí? —preguntó su padre—. ¿Cuánto rato, Mike? ¡Contéstame!

Mike consiguió reponerse con un violento esfuerzo.

—Has vuelto pronto —murmuró.

—Me fui de la tienda a propósito. Quería estar aquí cuando tú… llegaras a casa.

—Ya no está.

—Sí. —La voz de su padre era fría, desprovista de emoción—. El refugio ya no está. Lo siento, Mike. Les llamé y dije que se lo llevaran.

—¿Por qué?

—No podía pagarlo, sobre todo en Navidad, ahora que todo el mundo compra esas parrillas. No podía competir con ellas. —Su voz se quebró—. Fueron muy legales. Me devolvieron la mitad del dinero. —Su voz adquirió un tono irónico—. Sabía que si hacía un trato con ellos antes de Navidad, saldría mejor librado. Podrán vendérselo a otra persona.

Mike no dijo nada.

—Intenta comprenderlo —continuó su padre—. Tuve que invertir todo el capital que pude reunir en la tienda. Tenía que sacarla adelante. Era la tienda o el refugio. Y si elegía el refugio…

—Nos quedábamos sin nada.

Su padre le apretó el brazo.

—Y en ese caso, también habríamos tenido que desprendernos del refugio. —Sus fuertes y delgados dedos se hundieron espasmódicamente en su piel—. Ya eres mayor para entender las cosas… Compraremos otro más adelante, quizá no el más grande, pero algo. Fue un error, Mike. El maldito adaptador acabó de estropearlo todo. Seguiré contribuyendo a los NATS, y pagaré tu pase del colegio. No se trata de una cuestión de principios —terminó, desesperado—. No puedo hacer nada. ¿Lo entiendes, Mike? Tenía que hacerlo.

Mike se apartó de él.

—¿Adónde vas? —Su padre le persiguió—. ¡Vuelve aquí!

Intentó atrapar a su hijo, pero en la oscuridad tropezó y cayó. Las estrellas le cegaron cuando su cabeza golpeó contra una esquina de la casa. Se puso en pie con gran esfuerzo y buscó algún apoyo.

Cuando recobró la vista, el patio estaba vacío. Su hijo se había ido.

—¡Mike! —gritó—. ¿Dónde estás?

No obtuvo respuesta. El viento de la noche acumuló nubes de nieve a su alrededor; el aire frío transportaba un sabor amargo. Viento y oscuridad, nada más.

Bill O’Neill examinó el reloj de pared. Eran las nueve y media. Ya podía cerrar las puertas y clausurar el gigantesco almacén. Echar a las ruidosas multitudes y volver a casa.

—Gracias a Dios —exclamó, mientras sostenía la puerta para que saliera la última anciana, cargada con paquetes y regalos. Tecleó el código de cierre y bajó la persiana—. Menuda turba. Nunca había visto a tanta gente junta.

—Asunto concluido —dijo Al Connors desde la caja registradora—. Voy a contar el dinero. Ve a echar un vistazo. Asegúrate que no quede ni uno.

O’Neill se alisó el cabello y se aflojó la corbata. Encendió un cigarrillo con ansia y fue a inspeccionar la tienda. Comprobó los interruptores, apagó los escaparates. Por fin, se acercó al gigantesco refugio antibombas que ocupaba el centro de la planta.

Subió la escalerilla hasta la boca y entró en el ascensor. Un segundo después se encontraba en el interior del refugio, similar a una caverna.

En un rincón, Mike Foster estaba acurrucado, las rodillas apretadas contra la barbilla, rodeando con sus brazos huesudos los tobillos. Tenía la cabeza gacha; sólo se veía su cabello castaño enmarañado. No se movió cuando el vendedor se acercó, estupefacto.

—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó O’Neill, sorprendido e irritado. Su furia aumentó—. Creía que habían comprado uno. —Entonces, recordó—. Ah, ya. Nos lo devolvieron.

Al Connors hizo acto de presencia.

—¿Qué te retiene? Salgamos de aquí y… —Vio a Mike y se quedó sin habla—. ¿Qué hace ése aquí abajo? Échale y larguémonos.

—Vamos, muchacho —dijo O’Neill con suavidad—. Es hora de volver a casa.

Mike no se movió.

Los dos hombres intercambiaron una mirada.

—Creo que tendremos que sacarle a rastras —dijo Connors. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre el aparato de descontaminación—. Vamos. Acabemos de una vez.

Tuvieron que hacerlo los dos. El muchacho luchó con desesperación, sin decir palabra, utilizando las uñas, los pies y hasta los dientes cuando le agarraron. Le arrastraron hasta el ascensor y consiguieron activar el mecanismo. O’Neill fue con él; Connors le siguió a continuación. Cargaron al muchacho hasta la puerta, le sacaron y aseguraron los cerrojos.

—Vaya… —jadeó Connors, desplomándose sobre el mostrador. Tenía la manga desgarrada y un corte en la mejilla. Sus gafas colgaban de una oreja. Tenía el pelo desgreñado y estaba agotado—. ¿Crees que deberíamos llamar a la policía? Ese chico no está en sus cabales.

O’Neill, jadeante, se apoyaba en la puerta y escudriñaba la calle. Vio al chico sentado en la acera.

—Sigue ahí —murmuró.

La gente empujaba al chico por todas partes. Por fin alguien se detuvo y le levantó. El muchacho se soltó y desapareció en la oscuridad. La persona que le había ayudado recogió sus paquetes, vaciló un instante y prosiguió su camino. O’Neill apartó la vista.

—Vaya complicación. —Se secó la cara con el pañuelo—. Nos enfrentó.

—¿Que le pasaba? No dijo ni una palabra.

—Es muy desagradable devolver cosas en Navidad —contestó O’Neill. Tomó su chaqueta con mano temblorosa—. Es una pena. Ojalá hubieran podido quedárselo.

Connors se encogió de hombros.

—O pagas, o estás fuera.

—¿Por qué no les ofrecimos un trato especial? Tal vez… —O’Neill se esforzó en buscar las palabras—. Tal vez sería mejor vender el refugio a precio de mayorista para esa gente.

Connors le dirigió una mirada iracunda.

—¿A precio de mayorista? Todo el mundo se apuntaría. No sería justo. ¿Cuánto tiempo aguantaría el negocio? ¿Cuánto tiempo duraría la GEC?

—No mucho, imagino —admitió O’Neill.

—Utiliza la cabeza —rio Connors—. Necesitas un buen trago. Acompáñame al ropero. Tengo guardada una botella de Haig & Haig. Te pondrá en forma antes de volver a casa. Lo necesitas.

Mike Foster vagaba sin rumbo por las calles, entre las multitudes de gente que volvían a casa después de las compras. No veía nada. La gente le empujaba, pero no se daba cuenta. Luces, gente contenta, las bocinas de los coches, el rumor de los semáforos. Su mente estaba vacía, muerta. Caminaba como un autómata, sin conciencia ni sentimientos.

A su derecha, un letrero de neón parpadeaba en la oscuridad. Un letrero enorme, brillante y llamativo:

PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTADREFUGIO PÚBLICOENTRADA 50 CENTAVOS


FIN


  • Autor: Philip K. Dick

  • Título: Foster, estás muerto

  • Título Original: Foster, You’re Dead

  • Publicado en: Star Science Fiction Stories No. 3 (1955)

  • Traducción: Juan A. Ramió

 
 
 
bottom of page