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Lecturas




AHORA VAN a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después que viera por primera vez el trasatlántico inmenso, sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de su iglesia, y siguió navegando en tinieblas hacia la ciudad colonial fortificada contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos, y aunque él era entonces un niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para escuchar hasta muy tarde en la playa las arpas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que el trasatlántico desaparecía cuando la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y desapareciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tanteos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del puerto, hasta que algo debió fallar en sus agujas de orientación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fragor de hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos en la selva prehistórica que empezaba en las últimas calles de la ciudad y terminaba en el otro lado del mundo, así que él mismo creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su cargamento de loros inocentes con el buche lleno de diamantes, pensó, me dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme, claro, quedó tan convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acordarse de la visión hasta la misma noche del marzo siguiente, cuando andaba buscando celajes de delfines en el mar y lo que encontró fue el trasatlántico ilusorio, sombrío, intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez, sólo que él estaba entonces tan seguro de estar despierto que corrió a contárselo a su madre, y ella pasó tres semanas gimiendo de desilusión, porque se te está pudriendo el seso de tanto andar al revés, durmiendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida, y como tuvo que ir a la ciudad por esos días en busca de algo cómodo en que sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su mecedor se le habían gastado las balanzas en once años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al hombre del bote que se fuera por los arrecifes de modo que el hijo pudiera ver lo que en efecto vio en la vidriera del mar, los amores de las mantarrayas en primaveras de esponjas, los pargos rosáceos y las corvinas azules zambulléndose en los pozos de aguas más tiernas que había dentro de las aguas, y hasta las cabelleras errantes de los ahogados de algún naufragio colonial, pero ni rastros de trasatlánticos hundidos ni qué niño muerto, y sin embargo, él siguió tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la vigilia del marzo próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir era una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en un remate de turcos, en la cual se sentó a descansar aquella misma noche, suspirando, mi pobre Holofernes, si vieras lo bien que se piensa en ti sobre estos forros de terciopelo y con estos brocados de catafalco de reina, pero mientras más evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de chocolate la sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera corriendo, empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra, hasta que él volvió en la madrugada y la encontró muerta en la poltrona, todavía caliente pero ya medio podrida como los picados de culebra, lo mismo que les ocurrió después a otras cuatro señoras, antes que tiraran en el mar la poltrona asesina, muy lejos, donde no le hicieran mal a nadie, pues la habían usado tanto a través de los siglos que se le había gastado la facultad de producir descanso, de modo que él tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado que se robaba en los botes, mientras la voz se le iba volviendo de bramante y sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que miró por casualidad hacia el mar, y de pronto, madre mía, ahí está, la descomunal ballena de amianto, la bestia berraca, vengan a verlo, gritaba enloquecido, vengan a verlo, promoviendo tal alboroto de ladridos de perros y pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto William Dampier, pero los que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de ver el aparato inverosímil que en aquel instante volvía a perder el oriente y se desbarataba en el desastre anual, sino que lo contramataron a golpes y lo dejaron tan mal torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia, ahora van a ver quién soy yo, pero se cuidó de no compartir con nadie su determinación sino que pasó el año entero con la idea fija, ahora van a ver quién soy yo, esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para hacer lo que hizo, ya está, se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde esperando su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la salsamuera humana del Caribe, pero tan absorto en su aventura que no se detuvo como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los mandarines de marfil tallados en el colmillo entero del elefante, ni se burló de los negros holandeses en sus velocípedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces con los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo cautivados por la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de brasileras al carbón, porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas, y ya estaba él remando en el bote robado hacia la entrada de la bahía, con la lámpara apagada para no alborotar a los policías del resguardo, idealizado cada quince segundos por el aletazo verde del faro y otra vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca de las boyas que señalaban el canal del puerto no sólo porque viera cada vez más intenso su fulgor opresivo sino porque la respiración del agua se iba volviendo triste, y así remaba tan ensimismado que no supo de dónde le llegó de pronto un pavoroso aliento de tiburón ni por qué la noche se hizo densa como si las estrellas se hubieran muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua, trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinitos ojos de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del faro y por un instante volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de marzo, el aire cotidiano de los pelícanos, de modo que él se quedó solo entre las boyas, sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas acababa de preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas desde la primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el trasatlántico volvió a aparecer y ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos, hasta que él tuvo la revelación abrumadora que aquel percance de las boyas era la última clave del encantamiento, y encendió la lámpara del bote, una mínima lucecita roja que no tenía por qué alarmar a nadie en los minaretes del resguardo, pero que debió ser para el piloto como un sol oriental, porque gracias a ella el trasatlántico corrigió su horizonte y entró por la puerta grande del canal en una maniobra de resurrección feliz, y entonces todas sus luces se encendieron al mismo tiempo, las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas en su cielo y los cadáveres de los animales se fueron al fondo, y había un estrépito de platos y una fragancia de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el bombardino de la orquesta en las cubiertas de luna y el tumtum de las arterias de los enamorados de alta mar en la penumbra de los camarotes, pero él llevaba todavía tanta rabia atrasada que no se dejó aturdir por la emoción ni amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca que ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a un lado para que no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar delante de ella, porque ahora sí van a saber quién soy yo, y siguió orientando el buque con la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo obligó a descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal invisible y se lo llevó de cabestro como si fuera un cordero de mar hacia las luces del pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que ahora no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince segundos, y allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de las casas, la ilusión, y todavía el trasatlántico iba detrás de él, siguiéndolo con todo lo que llevaba dentro, su capitán dormido del lado del corazón, los toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su hospital, el agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió confundir los farallones con los muelles porque en aquel instante reventó el bramido descomunal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los caracoles de la orilla, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos, el pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido, y él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cataclismo, gritando en medio de la conmoción, ahí lo tienen, cabrones, un segundo antes que el tremendo casco de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido de las noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra desde la proa hasta la popa, y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el medio día de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre y como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía, chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.


FIN


[1968]

  • Autor: Gabriel García Márquez

  • Título: El último viaje del buque fantasma

  • Publicado en: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972)

 
 
 

Actualizado: 24 may


El beso

Angela Carter


Los inviernos del Asia central son sombríos y de un frío penetrante, los veranos sudorosos y malolientes traen mosquitos, cólera y disentería, pero en abril el aire acaricia como el roce de la piel de los muslos y el aroma de todos los árboles floridos impregna el vaho sofocante de las letrinas de la ciudad.

Cada ciudad tiene su propia lógica. Imaginen una ciudad de líneas rectas, geométricas, trazadas con las tizas de colores de un niño, en ocre, en blanco, en terracota pálido. Las galerías bajas y claras de las casas parecen surgir de la tierra blancuzca, rosada, como si hubieran nacido de ella en lugar de haber sido construidas. Todo está cubierto por una capa delgada y arenosa de polvo, parecida al polvillo que dejan las tizas en los dedos.


En contraste con esa palidez descolorida, las superficies iridiscentes de los azulejos de cerámica que cubren los antiguos mausoleos son un embeleso para la vista. Al mirarlo, el azul palpitante del Islam se convierte en verde. Bajo una cúpula bulbosa en la que alternan el lapislázuli y el verde hoja, en una tumba de jade yacen los restos de Tamerlán, el flagelo de Asia. Visitamos una ciudad realmente fabulosa. Estamos en Samarkanda.


La revolución les prometió vestidos de seda a las campesinas de Uzbekistán y al menos ésa fue una promesa que no dejó de cumplir. Las mujeres lucen túnicas de raso liviano, rosa y amarillo, rojo y blanco, negro y blanco, rojo, verde y blanco, con franjas difusas de colores que encandilan como una ilusión óptica, y se adornan con joyas de vidrio rojo.


Da la impresión de que siempre anduvieran con el entrecejo fruncido porque se pintan una gruesa línea negra que cruza las dos cejas sin dejar un espacio en el medio. Se delinean los párpados con kohl. Su aspecto es impresionante. Dividen sus largos cabellos en dos o tres decenas de trenzas arremolinadas. Las jóvenes usan pequeños bonetes de terciopelo bordados con hilos de metal y abalorios. Las mujeres mayores se cubren la cabeza con un par de pañuelos de lana con dibujos de flores, uno ceñido sobre la frente, otro que cae suelto hasta los hombros. Nadie ha usado velo durante sesenta años.


Las mujeres caminan con tanta resolución como si no vivieran en una ciudad imaginaria. No saben que tanto ellas como los hombres cubiertos con turbantes, chaquetas de cuero de oveja y botas son criaturas tan extraordinarias para los extranjeros como un unicornio. Con todo su exotismo deslumbrante e inocente, viven en abierta contradicción con la historia. No saben lo que yo sé acerca de ellas. No saben que esta ciudad no es todo lo que hay en el mundo. Lo único que conocen del mundo es esta ciudad, bella como una ilusión, en la que crecen lirios en las acequias. En el salón de té, un loro verde picotea los barrotes de su jaula de mimbre.


El olor del mercado es penetrante y agreste. Una chica con una raya negra sobre las cejas rocía rábanos con el agua que va sacando de un vaso. A comienzos de año, sólo se pueden comprar los frutos secos —albaricoques, melocotones, pasas— que quedan del verano pasado, excepto unas pocas granadas, valiosísimas, arrugadas, que conservan en aserrín durante el invierno y que ahora descansan abiertas en los puestos para enseñar el húmedo nido de granates que hay en su interior. Las pepitas saladas de albaricoque, aún más deliciosas que los pistachos, son una especialidad de Samarkanda.


Una vieja vende calas. Hoy por la mañana, bajó de las montañas, donde los tulipanes silvestres florecen como enormes burbujas sanguinolentas, y las tórtolas engatusadoras anidan entre las rocas. A la hora del almuerzo, la mujer remoja pedazos de pan en un tazón de leche cortada y mastica lentamente. Cuando haya vendido las flores, regresará al lugar donde crecen.


Apenas parece vivir en lo temporal. O bien, es como si estuviera esperando que Sherezada vea llegar el postrero amanecer y, después de su último cuento, se quede en silencio. Entonces, la vendedora de calas podría desaparecer.


Una cabra mordisquea jazmines silvestres entre las ruinas de una mezquita construida por la hermosa esposa de Tamerlán.


La esposa de Tamerlán comenzó a construirle esta mezquita para darle una sorpresa, mientras él luchaba lejos en las guerras, pero cuando le avisaron que estaba por regresar enseguida, todavía quedaba un arco sin terminar. Se dirigió directamente a hablar con el arquitecto y le suplicó que se diera prisa, pero el arquitecto le respondió que sólo terminaría su trabajo a tiempo si ella le daba un beso. Un beso, un solo beso.


La esposa de Tamerlán no sólo era muy hermosa y virtuosa, sino también muy astuta. Fue al mercado, compró una canasta de huevos, los hirvió y los pintó de doce colores distintos. Hizo llamar al arquitecto al palacio, le mostró la canasta y le pidió que eligiera un huevo y se lo comiera. Él eligió un huevo rojo. ¿Qué sabor tiene? El sabor de un huevo. Le pidió que comiera otro.


Él eligió un huevo verde.


¿Qué sabor tiene este huevo? El mismo que el del anterior. Otro más.


Él se comió un huevo color púrpura.


Un huevo sabe igual que cualquier otro huevo, dijo, si los dos están frescos.


¿Ve usted?, dijo ella. Cada huevo parece distinto a los demás, pero todos tienen el mismo sabor. Puede besar a cualquiera de mis criadas, la que prefiera, pero déjeme en paz.


Está bien, dijo el arquitecto. Pero regresó poco después, llevando una bandeja con tres escudillas y se podría haber pensado que las tres estaban llenas de agua.


Beba de estas escudillas, le dijo.


Ella tomó un sorbo de la primera, luego un sorbo de la segunda; pero cuando bebió de la tercera empezó a toser y a escupir porque no contenía agua sino vodka.


El vodka y el agua parecen iguales pero su sabor es muy distinto, dijo él. Y lo mismo ocurre con el amor.

Entonces, la esposa de Tamerlán besó al arquitecto en los labios. Él regresó a la mezquita y terminó el arco el mismo día en que el victorioso Tamerlán entró cabalgando en Samarkanda con su ejército y sus estandartes y jaulas repletas de reyes cautivos. Pero cuando fue a visitar a su esposa, ella se apartó de él porque ninguna mujer puede regresar al harén después de haber bebido vodka. Tamerlán comenzó a azotarla con un látigo hasta que ella confesó que había besado al arquitecto y entonces él envió a los verdugos directamente a la mezquita.


Los verdugos encontraron al arquitecto en lo alto del arco y corrieron escaleras arriba con los cuchillos desenvainados, pero cuando él los oyó acercarse le crecieron alas y se fue volando hacia Persia.

Éste es un relato de contornos simples, geométricos, de colores tan puros como las tizas de colores de un niño. La esposa de Tamerlán de este relato se habría pintado una raya negra a lo ancho de la frente y habría recogido sus cabellos en decenas y decenas de pequeñas trenzas, como cualquier otra mujer de Uzbekistán. Habría comprado rábanos blancos y rojos en el mercado para prepararle la cena a su esposo. Después de huir de él, probablemente se haya ganado la vida vendiendo en el mercado. Tal vez vendía calas.

FIN


  • Autor: Angela Carter

  • Título: El beso

  • Título Original: The Kiss

  • Publicado en: Black Venus (1985)

  • Traducción: Teresa Gottlieb

 
 
 

Actualizado: 24 may




Casualidad

Emilia Pardo Bazán


Mi amigo Luis Cortada es hombre de humor, aficionado a faldas como ninguno. Aunque guarda la reserva que el honor prescribe, sus dos o tres compinches de confianza conocemos sus principios y modo de entender tales cuestiones. «El amor —sostiene Luis— debe ser algo grato, regocijado y ameno; si causa penas, inquietudes y sofocos, hay que renegar de él y hacerse fraile». Cuando le hablan de dramas pasionales se encoge de hombros y declara desdeñosamente:


—Los que ustedes llaman enamorados no son sino locos, que tomaron esa postura en vez de tomar otra. Podían buscar la cuadratura del círculo o el movimiento continuo; podían creerse el sha de Persia o el káiser; podían suponer que guardaban en una cueva millones en oro y pedrería… Prefieren figurarse que en su alma existe un ideal sublime, que les eleva al quinto cielo, que nadie como ellos ha sentido, y por el cual deben sufrir, si es necesario, martirio, muerte y deshonor. ¿Dónde cabe mayor insania? Y lo más terrible es que esa clase de dementes andan sueltos. No, conmigo eso no va. Adoro a las mujeres…, pero soy muy justo y las adoro a todas por igual, sin creer en la divinidad de ninguna.


Hay que suponer que el sistema de Luis era el mejor, pues las mujeres se morían por él.


No se sabe qué hechizo existía en aquel muchacho, ni muy guapo ni muy feo, de cara redonda y fino bigote castaño, de ojos alegres y frente muy blanca, en la cual el pelo señalaba cinco atrevidas puntas. Sin que él se alabase jamás de sus triunfos, nos constaban y, en nuestra involuntaria y poco malévola envidia, los atribuíamos a aquella misma constante ecuanimidad y confianza en sí mismo, a la indiferencia con que pasaba de la rubia a la morena, sin concederles el tributo de un suspiro cuando se rompía el lazo. «Este chico —repetíamos— tiene música dentro».


Me llamó la atención ver que de pronto Luis perdía su jovialidad, andaba cabizbajo y mustio, y hasta, a veces, inquieto y hosco. Yo era, de los de la trinca, el más íntimo, el que le veía diariamente, o en su casa o en la mía, y no pude menos de preguntarle, atribuyendo el fenómeno al inevitable amor, que al fin, llegada la hora, le hubiese cogido en sus redes de oro y hierro. La hipótesis le sublevó.


—Te prohíbo —me dijo severamente— que dudes de mi cordura… Solo que, entérate, eso de la pasión y demás zarandajas tiene, entre otros encantos, el de que lo mismo puede dañar el padecerlo como el hacerlo sentir… Igual fastidia querer o ser querido… ¿Te has enterado? Y mutis.


—Como tú eres tan listo para mudarte de casa, no creí que te dejases coger en ninguna ratonera…


—Yo me entiendo… —repuso él, fruncido un ceño receloso sobre los ojos, que habían perdido su expresión regocijada.


Pasaba esta conversación en mi despacho, donde Luis, nerviosamente, había encendido y tirado casi enteros hasta tres excelentes puros. En su visible estado de agitación, sacaba la petaca, la dejaba sobre la mesa, volvía a guardarla, se tentaba el bolsillo y, en suma, ejecutaba movimientos inconscientes, reveladores de distracción profunda. Momentos así son los que aprovechan los ladrones llamados descuideros para quitar el reloj o la cartera a sus víctimas. Tal pensamiento fue el que se me ocurrió cuando, minutos después de haberse marchado Luis, vi que sobre mi mesa-escritorio se había dejado no la petaca, sino la cartera misma, que era de igual cuero y tamaño, y, sin duda, en su trastorno, confundió con ella.


Lo delicado —lo reconozco, señores— hubiese sido coger esa cartera y guardarla bajo llave sin mirarla. Pero la conciencia y la delicadeza también tienen sus sofismas, y yo me di a mí mismo la excusa de que no me proponía otro fin, al ser indiscreto, sino tratar de saber lo que preocupaba a mi amigo, para venirle en ayuda. Y tomé y abrí la cartera, que contenía un fajillo de billetes y, en el otro departamento, papeles doblados y un retrato de mujer.


—¡Calle! —exclamé—. ¡La señora de Ramírez Madroño!


Era, en efecto, la esposa del riquísimo industrial, rubia bastante bonita, aunque de una fisonomía a veces extraña, unos ojos que relumbraban o se apagaban como gusanos de luz, y una cara larga y descolorida, como efigie de marfil antiguo. ¡Vaya, conque también ella! ¡De fama tan limpia! ¡Y nosotros, que ni aun por coqueta la teníamos! ¡Este Luis! Nada, que llevaba dentro, no ya música, una orquesta entera…


No es fácil detenerse cuando ha empezado a despertarse la curiosidad. Mis ojos ávidos recorrieron los billetitos en que la mano parecía haber dejado candentes surcos…, cuando, en lo mejor de la exploración, pegué un salto en el sillón giratorio y solté una exclamación sin forma, como se hace cuando se está solo… Acababa de leer un párrafo: «Alma mía, ya se notan los efectos… Todo obstáculo entre nosotros debe desaparecer…, y pronto desaparecerá. Envíame otro paquetito como los anteriores…».


Tan horripilado me quedé, que ni aun advertí que habían llamado a la puerta, ni que un hombre se precipitaba en mi despacho. Era él, era Luis, descompuesto, con los ojos saltándosele, la respiración ahogada. Yo, a mi vez, me quedé aturdido. No podía dudar de que me hubiese visto leyendo.


¡Qué plancha! Pero, con asombro, noté que Luis, en vez de conservar su actitud del primer momento, poco a poco iba modificándola, adoptando la de un hombre que se goza en la confusión de otro. Al cabo, mirándome cara a cara, soltó una franca risa y me echó al cuello los brazos, exclamando afectuosamente:


—No te apures, hijo, no te apures… En parte, me has hecho un favor con curiosear mi cartera. No me decidía a franquearme; así desahogaré contigo. Me has visto pensativo, cosa en mí bien rara, y ahora comprenderás por qué. He tenido la segunda desgracia: la primera, bueno, es enamorarse; la segunda…


—¡Sí, ya sé! —pude, por fin, articular—. La segunda desgracia es que se han enamorado de ti.


—¡Ajá! De eso se trata. He metido la mano en un cesto de flores y había en él la viborilla del amor. ¡Condenado! El caso es que la señora…; bueno, tú ya no ignoras cómo se llama.


—No, no lo ignoro… Y de veras que me ha sorprendido. La tenía por…


—Sí, sí, claro. Una señora intachable… hasta que llegó su cuarto de hora, con la fatalidad de que entonces pasase yo y no otro. En fin, que está, ¡no sabes!, de atar… Se le ha metido en la cabeza que su punto de honra es adorarme y unirse a mí por toda la vida, para lo cual tiene que…


Se le atragantó el verbo, y yo vine en su ayuda, articulando:

—Que cometer un crimen… ¡Atiza! ¡De tales entusiasmos líbrenos Dios!…


—Eso he dicho yo siempre: ¡líbrenos Dios! Ya sabes mis teorías… Líbrenos de cuanto sea fuerte, hondo, trascendental… ¡Si no tiene vuelta!… Pero, en fin, ahora no se trata de eso. Vamos a lo urgente. Te explicaré cómo por un lado me ves reír y por otro me encuentras tan cabizbajo.


Respiró un instante. Luego se decidió:

—Todo cuanto te diga de la resolución de esa mujer sería poco… ¡Si bregaría yo con ella! Todas mis razones no la han podido disuadir. Y para evitar mayores males, ¿qué dirás que he discurrido? Desde hace un mes le envío paquetitos de un veneno activísimo… De lo que remedia las dispepsias y el flato… ¡Bicarbonato de sosa químicamente puro!… ¡Y eso es lo que surte efecto!…


La risa de mi amigo se me pegó… Celebramos con grandes carcajadas la farsa inocente.

—¡Y figúrate que me dice que ya nota efectos!…


Redoblamos las carcajadas. Sin embargo, de pronto me quedé serio y le cogí la mano:


—¡Aguarda, aguarda, Luisillo! Y si advierte que es inofensivo lo que la remites…, ¿puede… sustituir…, idear… otra cosa?


Mi amigo se puso blanco de terror. Evidentemente la hipótesis no se le había ocurrido ni un instante. Era quizá lo único en que no había pensado.


—¡Demonio! —fue lo que pronunció, al fin, dándose una palmada en la frente.


Momentos después, ya hecha alianza ofensiva y defensiva, debatíamos el plan de campaña. En primer término, Luis propuso el remedio de la cobardía: la fuga. Un viaje a París…, a Buenos Aires…, al Polo Norte…


Yo aconsejé el de la semicobardía: el aplazamiento.


—Mándale otra dosis mayor de bicarbonato —propuse— y veremos lo que pasa. Probablemente, ganar tiempo es ganarlo todo.


Se avino a mi parecer Luis, y transcurrieron quince días en que nada nuevo ocurrió.

Las cartas, sin embargo, denunciaban algo increíble: el creciente efecto de una droga tan inofensiva…


—¡Esto no puede ser! ¡Esa mujer está como una cesta de gatos! —declaró mi amigo, queriendo disimular la zozobra con la indignación—. ¿Qué diantres de efecto cabe? ¿Me lo quieres decir?


—Oye, Luis —resolví—: ese es un punto que importa averiguar. Es necesario que hoy mismo nos enteremos de cuál es el estado de salud del señor Ramírez Madroño, muy señor nuestro. A la noche reúnete conmigo en la cervecería, que te prometo noticias. No sería prudente que tú mismo las indagases.


Mi procedimiento fue de lo más sencillo. Por teléfono público pedí comunicación con la casa de Ramírez Madroño. Y la central dio por respuesta que estaba descolgado el teléfono a causa de la grave enfermedad del dueño de la casa. Y al entrar en la cervecería pedí un diario de la noche y leí la noticia de que el señor Ramírez Madroño había muerto.


Cuando comuniqué esta nueva a Luis, casi sufrió un síncope. Le hice entrar en una farmacia, le froté las sienes con vinagre y, a la salida, le insulté:


—¡Cobarde! ¡Tonto! ¡Ánimo! ¡Vaya un simple! ¿Tú has dado a ese señor, anda y dime, ningún jarope malo? ¿Entonces? Se murió porque Dios lo ha dispuesto…


No conseguí que mi amigo se reanimase. Pasó la noche en una especie de delirio, acusándose de imaginarios crímenes. Al otro día le metí en el tren, arropado con una manta y temblando de fiebre, y me fui con él a Barcelona, donde embarcamos para Italia.


Yo volví a Madrid tan pronto como pude estar seguro de que Luis había recobrado el uso de su razón y la salud de cuerpo. Convinimos en que el aire patrio le sería muy dañoso en bastantes meses. En efecto, tardó mucho en volver.


Pude cerciorarme de que el fallecimiento de Ramírez Madroño no había causado ninguna extrañeza: tenía en el estómago una úlcera mortal.


En cuanto a su esposa, tampoco sorprendió que, después de varios ataques de convulsiones histéricas, explicables por la pena, hubiese caído en una especie de atonía, y luego en una devoción estrecha y rigurosa, sin salir de la iglesia en toda la mañana. Era para mí evidente que jamás sospechó la piadosa burla de Luis. Al revés de otras, su arrepentimiento fue real, e imaginario su delito.

FIN


  • Autor: Emilia Pardo Bazán

  • Título: Casualidad

  • Publicado en: La Ilustración Española y Americana, núm. 9, 1913

 
 
 
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