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Lecturas

Actualizado: 24 may



El nuevo Papá Noel

Brian Aldiss


Roberta, la menuda anciana, bajó el reloj del estante y lo puso sobre la hornalla; luego tomó la tetera e intentó darle cuerda. El reloj había llegado casi al punto de ebullición antes de que ella se diera cuenta. Chillando en voz baja, para no despertar al viejo Robin, tomó el reloj con un repasador y lo dejó caer sobre la mesa. Marchaba furiosamente. Lo contempló.

Aunque Roberta daba cuerda al reloj todas las mañanas al levantarse, llevaba meses sin echarle una mirada. Esa mañana, al contemplarlo, vio que eran las 7:30 del día de Navidad, 2388.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Navidad, ya! ¡Si parece que apenas han pasado las Pascuas!

Ni siquiera tenía idea de que fuera el año de 2388. Tanto ella como Robin llevaban mucho tiempo en la fábrica. Se sintió contenta de que fuera Navidad, porque le gustaban las sorpresas… pero también sintió algo de miedo. Porque aquello la llevaba a recordar al Nuevo Papá Noel, y habría preferido no pensar en eso. El Nuevo Papá Noel, según se decía, hacía sus rondas en la mañana de Navidad.

—Debo contárselo a Robin —dijo.

Pero el pobre Robin había estado demasiado susceptible en los últimos tiempos; era de suponer que se pondría de malhumor al encontrarse de pronto con la Navidad encima. De cualquier modo, como Roberta era incapaz de reservarse nada, tendría que bajar a contárselo a los vagabundos.

Tras poner la tetera al fuego, salió de la vivienda para entrar a la fábrica, como un ratón que emergiera de su nido oloroso a pastel de fruta. Roberta y Robin vivían en lo alto de la fábrica, y los vagabundos habían fijado su domicilio ilegal en la parte más baja. Roberta fue bajando en puntas de pies por muchas, muchas escaleras de metal.

La fábrica estaba poblada por ese tipo de sonidos que Robin llamaba «el ruido silencioso». Era constante, día y noche, y hacía tiempo que los dos humanos habían dejado de escucharlo. Cuando los dos fueran ya incapaces de oír nada, el ruido proseguiría. Esa mañana, las máquinas estaban más atareadas que nunca, y no tenían el menor aspecto navideño. Roberta reparó especialmente en dos máquinas por las que sentía un odio especial: una se movía como un telar, empacando un alambre increíblemente fino en cajas increíblemente pequeñas; la otra se revolcaba como si luchara contra algún enemigo invisible, aparentemente sin producir nada.

La anciana pasó con cautela junto a ellas y bajó al sótano. Al llegar frente a una puerta gris, llamó con los nudillos. De inmediato pudo oír que los vagabundos se echaban contra la puerta, del lado interior, gritándose ásperamente.

Roberta, incapaz de alzar la voz, esperó que hicieran silencio, y entonces dijo, tan claramente como pudo:

—Soy yo, muchachos.

Tras una pausa muda, la puerta se abrió unos milímetros. Enseguida se abrió por completo. Tres siluetas ojerosas se presentaron ante ella, con expresiones de angustia: Jerry, el ex-escritor, y Tony y Dusty, quienes nunca habían sido ni serían más que vagabundos. Jerry, el más joven, tenía cuarenta años; le quedaba, por lo tanto, media vida para dormitar por ahí. Tony tenía cincuenta y cinco, y Dusty sufría de erupciones.

—¡Creímos que era la Barredora Infernal! —exclamó Tony.

Cada mañana, la Barredora Infernal barría toda la fábrica. Cada mañana, los vagabundos se veían obligados a parapetarse en la habitación, para que la barredora no los arrojara con todas sus pertenencias por los vertederos de basura.

—Entre, por favor —dijo Jerry—. Perdone el desorden.

Roberta entró; fatigada por su larga caminata, se sentó en un cajón de embalaje. El cuarto de los vagabundos la ponía nerviosa; sospechaba que a veces llevaban mujeres allí; además, había calzoncillos colgados en un rincón.

—Tengo algo que deciros, a los tres —empezó.

Todos esperaron, corteses aunque intrigados. Jerry se limpiaba las uñas con una chincheta.

—Acabo de olvidar qué era —confesó la anciana.

Los vagabundos suspiraron ruidosamente, con alivio. Tenían miedo de todo lo que amenazara perturbar su tranquilidad. Tony se sintió comunicativo.

—Hoy es Navidad —dijo, echando a su alrededor una mirada furtiva.

—¿De veras? —exclamó Roberta—. ¡Pero si recién han pasado las Pascuas!

—Permítanos —dijo Jerry— desearle una Navidad segura y un Año Nuevo libre de persecuciones.

Esa muestra de cortesía hizo rebrotar los temores latentes de Roberta.

—Vosotros… no creéis en el Nuevo Papá Noel, ¿verdad? —les preguntó.

Ninguno respondió, pero la cara de Dusty tomó el color de la cáscara de limón; ella comprendió que sí, que creían en él. También ella.

—Será mejor que vengáis al departamento para celebrar este día feliz —dijo—. Después de todo, la unión hace la fuerza.

—Yo no puedo pasar por la fábrica —dijo Dusty—; las máquinas me hacen brotar la erupción. Es una especie de alergia.

—De cualquier modo, iremos —decidió Jerry—. Nunca se debe desperdiciar una invitación.

Los cuatro treparon las escaleras como pesados ratones, y atravesaron la fábrica en constante expansión. Las máquinas fungieron ignorarlos.

En el departamento los esperaba un verdadero pandemónium. La tetera estaba hirviendo, y Robin gritaba pidiendo auxilio. Aunque oficialmente estaba condenado a guardar cama, podía levantarse en momentos críticos; ahora estaba de pie junto a la puerta del cuarto, y Roberta tuvo que ir a quitar la tetera del fuego antes de ir a tranquilizarlo.

—¿Y por qué has traído aquí a esa gente? —inquirió, en un violento susurro.

—Porque son nuestros amigos, Robin —contestó Roberta, tratando de llevarlo de nuevo a la cama.

—¡Ésos no son amigos míos! —protestó él.

Se le ocurrió algo terrible para decirle; temblando, luchó con la idea, y finalmente no dijo nada. El esfuerzo lo dejó débil e irritable. Era horrendo estar bajo el dominio de su mujer. Su obligación, como cuidador de la gran fábrica, era cuidar de que no entrara ninguna persona indeseable; pero, tal como estaban las cosas, no podía expulsar a los vagabundos, puesto que su mujer los defendía. La vida era, sin lugar a dudas, algo exasperante.

—Vinimos a desearle una segura Navidad, señor Proctor —dijo Jerry, deslizándose en el dormitorio con sus dos compañeros.

—¡Navidad, y yo con erupciones!

—No es Navidad —gimoteó Robin, mientras Roberta le metía los pies bajo las frazadas—. Lo decís sólo para molestarme.

¡Si pudieran al menos intuir la cólera que rodaba por sus venas como una enfermedad! En ese momento, el conducto de distribución del correo tintineó, y un sobre entró en la habitación, como lanzado por una catapulta. Robin lo tomó de manos de Roberta y lo abrió, tembloroso. Dentro había una tarjeta de Navidad, firmada por el Ministro de Fábricas Automáticas.

—Esto prueba que hay otra gente viva en el Mundo —dijo Robin.

Aquellos tres tontos no eran lo bastante importantes como para recibir tarjetas de Navidad. Su esposa echó una mirada miope sobre la firma del ministro.

—Esto es un sello de goma, Robin —dijo—. No prueba nada.

Eso terminó de ponerlo furioso. ¡Que lo contradijera delante de esa canalla! Además, desde la Navidad pasada las mejillas de Roberta se habían arrugado más, cosa que lo molestaba profundamente. Cuando estaba a punto de desollarla, sus ojos se posaron casualmente en la dirección escrita en el sobre; decía: «Robin Proctor, F. A. X10».

—¡Pero si esta fábrica no es X10! —protestó a viva voz—. Es la SC541.

—A lo mejor hace treinta y cinco años que estamos en una fábrica que no nos corresponde —dijo Roberta—. ¿Qué importancia tiene?

La pregunta era tan absurda que el anciano apartó las cobijas hasta los pies de la cama.

—¡Bueno, ve a averiguar, vieja estúpida! —chilló—. El número de la fábrica está grabado en la salida. Ve a ver qué dice. Si no dice SC541, debemos salir de aquí enseguida. ¡Rápido!

—La acompaño —dijo Jerry a la anciana.

—¡Todos vosotros iréis con ella! —dijo Robin—. No quiero que os quedéis aquí conmigo. ¡Me asesinaríais en esta misma cama!

Sin gran sorpresa (aunque Tony lanzó, al pasar, una mirada triste a la tetera vacía) se encontraron en los preñados estratos de la fábrica, y bajaron hacia la salida. Allí había cintas transportadoras que llevaban los productos terminados hacia los vehículos que esperaban.

—Esto no me gusta mucho —dijo Roberta, intranquila—. Con sólo echar una mirada fuera siento que mi agorafobia se agrava.

De cualquier modo, hizo lo que Robin le había indicado. Sobre la puerta de salida, un cartel rezaba: X10.

—Robin no me creerá cuando se lo diga —se quejó.

—Yo creo que la fábrica cambió de nombre —observó Jerry, tranquilo—. Quizá cambió también de ramo. Después de todo, no hay nadie que verifique; puede hacer lo que quiera. ¿Siempre ha fabricado estos huevos?

En silencio, contemplaron la interminable línea móvil de huevos de acero. Eran pulidos, grandes como huevos de avestruz; salían al exterior, donde varios robots los apilaban dentro de los camiones encargados del transporte.

—Nunca supe de una fábrica que pusiera huevos —rió Dusty, rascándose el hombro—. Será mejor que volvamos antes de que la Barredora Infernal nos atrape.

Subieron lentamente los innumerables escalones.

—Yo creía que aquí se fabricaban televisores —dijo Roberta, en algún momento.

—Si ya no hay hombres —observó Jerry, sombrío—, no hacen falta televisores.

—No recuerdo bien si…

Cuando se lo dijeron a Robin, se descompuso de furia; llegó a caerse de la cama, y amenazó con bajar a ver con sus propios ojos el nombre de la fábrica. Sólo se contuvo porque tenía la secreta teoría de que la fábrica entera no era sino una de las tantas alucinaciones de Roberta.

—Y en lo que respecta a los huevos… —barbotó.

Jerry metió la mano en uno de sus rotosos bolsillos y sacó uno de los huevos, depositándolo en el piso. En el silencio siguiente, todos pudieron oír que el huevo hacía tic-tac

—Hiciste mal, Jerry —dijo Dusty en tono áspero—. Eso equivale a… interferir —todos miraron a Jerry, más asustados aún porque ignoraban la causa del miedo que sentían.

—Lo traje porque pensé que la fábrica debía hacernos un regalo de Navidad —explicó Jerry, soñador, agachándose para mirar el huevo—. Saben… Hace mucho tiempo, antes de que las máquinas declararan prescindibles a los escritores como yo, conocí a un robot-escritor. Lo habían dejado para chatarra, pero me contó un par de cosas. Me dijo que las máquinas, al asumir las obligaciones del hombre, también habían adoptado sus mitos. Por supuesto, adaptaron esos mitos a sus propias creencias. Pero creo que les gustaría la idea de entregar regalos de Navidad.

Dusty hizo rodar a Jerry de un puntapié.

—¡Toma, por tu idea! —le dijo—. ¿Estás loco, muchacho? Las máquinas vendrán aquí a buscar ese huevo. No sé qué podemos hacer.

—Pondré el té para preparar la tetera —dijo Roberta, con mucho tino.

Ese comentario estúpido colmó la paciencia de Robin.

—¡Devolved el huevo, todos vosotros! —chilló—. Eso es robar, y nada más que robar, y yo no quiero que se me complique en semejante cosa. ¡Y después, vosotros, vagabundos, salid de la fábrica!

Jerry, que se había acomodado a gusto en el suelo, dijo, sin levantar la vista:

—No quisiera asustarlo, señor Proctor, pero el Nuevo Papá Noel vendrá por usted, si no tiene cuidado. Aquel viejo mito navideño fue uno de los que las máquinas adoptaron y modificaron. El Nuevo Papá Noel es todo metal y vidrio; en vez de dejar juguetes nuevos, se lleva a las máquinas y a la gente que ya está vieja.

Roberta, que escuchaba junto a la puerta, quedó tan blanca como una sábana.

—Tal vez es por eso que el Mundo se ha despoblado tanto últimamente —dijo—. Será mejor que vaya a preparar un poco de té.

Robin se las compuso para salir de la cama, aguijoneado por su tremenda irritación. Mientras avanzaba tambaleante hacia Jerry, el huevo se cascó.

Se partió limpiamente en dos mitades, dejando al descubierto una pequeña maquinaria. Cuatro diminutos maniquíes saltaron fuera y entraron en acción. En un segundo, mediante pequeñísimos soldadores, habían convertido la cáscara en una doble cúpula; del interior surgía un ruido de martillos.

—¡Van a construir otra fábrica aquí mismo, esos desfachatados! —exclamó Roberta.

Intentó aplastar las cúpulas con la tetera, pero ni siquiera logró mellarlas. De inmediato, un leve tintineo invadió la habitación.

—¡Cielos! —exclamó Jerry—. ¡Están telegrafiando para pedir ayuda! ¡Debemos salir enseguida de aquí!

Salieron con Robin, que temblaba de cólera.

Y el Nuevo Papá Noel los atrapó a todos en la escalera.


FIN


  • Autor: Brian Aldiss

  • Título: El nuevo Papá Noel

  • Título Original: The New Father Christmas

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, enero de 1958

  • Traducción: Márius Lleget

 
 
 

Mis muertos tristes

Mariana Enríquez


Ahora es tiempo de que ustedes vuelvan. Ya se fueron suficiente tiempo. LYDIA DAVIS, Ni puedo ni quiero

Primero, creo, debo describir el barrio. Porque en el barrio está mi casa, y en la casa está mi madre. Una cosa no se entiende sin la otra. No se entiende por qué no me voy. Porque puedo irme. Puedo irme mañana.

El barrio ha cambiado desde mi infancia. Solía ser viviendas para obreros construidas en los años treinta en calles angostas; casas de piedra, hermosos jardines pequeños y ventanas altas con persianas de hierro. Se puede decir que los propios vecinos las fueron arruinando con sus innovaciones: los aires acondicionados, los techos de tejas, algún piso más arriba construido con materiales diferentes, revestimientos y pinturas exteriores de colores ridículos, o la eliminación de las puertas de madera originales reemplazadas por otras más baratas. Pero, además del mal gusto, el barrio se tornó isla. De un lado nos limita la avenida: es como un río feo, se cruza, no hay mucho en sus orillas. Pero al sur tenemos los monoblocs que se fueron volviendo más y más peligrosos, con los chicos que venden paco en las escaleras y a veces se tirotean si hubo alguna escaramuza o si simplemente están de malhumor porque perdieron un partido de fútbol. Al norte había un parque donde iba a construirse no sé qué centro deportivo que nunca se llevó a cabo y ahora el predio está ocupado por casas pobrísimas; las mejores, de ladrillo hueco, y las más precarias, de chapa y cartón. Los monoblocs y esta villa se comunican. Entiendo lo que pasa: cuando la miseria acecha de la forma en que acecha en mi país y en mi ciudad, si hay que recurrir a lo ilegal para sobrevivir, se recurre. Se gana más dinero que en un trabajo legal. Además, no hay tanto trabajo legal, para nadie. Y si vivir mejor implica un riesgo, bueno, hay mucha gente dispuesta a tomarlo.

La mayoría de mis vecinos, los de esta isla de casitas construidas cuando el mundo era otro, no creen lo mismo. Quiero aclarar: yo también tengo miedo. Yo tampoco quiero que me atrape una bala perdida, a mí o a mi hija cuando viene de visita (poco), ni que me roben sistemáticamente en la parada del colectivo o cada vez que el auto se ve detenido por la luz roja en la esquina de los monoblocs. Yo también vuelvo llorando cuando un adolescente enarbola un cuchillo y me arrebata el teléfono. Pero no quiero matarlos a todos. No creo que sean lacras y negros y extranjeros y descartables e irrecuperables. Mi exmarido, que vive en la Patagonia y trabaja en una empresa petrolera, me dice que los vecinos están asustados. Yo le digo que el fascismo en general empieza con miedo y se transforma en odio. Él me dice que venda la casa y que me mude al Sur, cerca de él. Estamos separados, pero somos amigos. Siempre fuimos amigos. Su nueva mujer es adorable. Yo suelo poner por excusa a Carolina, nuestra hija, pero es solo una excusa. Carolina vive lejos de mí y de esta casa y trabaja como productora de moda en una revista de páginas satinadas. No me necesita.

Yo me quedo porque mi madre vive aquí. ¿Una muerta puede vivir? Está presente, entonces. Desde que la descubrí entiendo mejor la palabra. La presentí antes de verla.


Mi madre fue una mujer feliz hasta que se enfermó de cáncer y vino a mi casa a morir. La agonía fue larga, dolorosa e indigna. No siempre es así. El enfermo sabio que desde su cama, ya sin pelo y con la piel amarillenta, imparte lecciones de vida es una romantización ridícula, pero es cierto que hay personas que sufren menos. Se trata de fisiología y también de temperamento. Mi madre tenía reacciones alérgicas a la morfina. No podía usarla. Tuvimos que recurrir a analgésicos inútiles. Murió gritando. Una enfermera y yo la cuidamos todo lo que pudimos. No pudimos mucho. Soy médica, pero hace rato que no trabajo con pacientes y prefiero ser administrativa en una empresa de medicina privada. A los sesenta ya no tengo ánimo, paciencia ni pasión. También es cierto que durante mucho tiempo negué (la negación es una droga poderosa) lo que tuve que asumir con mi madre. Hay fantasmas que se me presentan. Que me buscan. No los veo yo sola: en el hospital, las enfermeras salían corriendo. Yo las tranquilizaba, les decía «chicas, están sugestionadas».

La escuché gritar una mañana, a mi madre. No una madrugada, no durante la noche: a esa hora llena de luz, tan extraña para un fantasma. Las casas del barrio, aunque bonitas, están muy cerca, a la manera de las semi-detached británicas: fueron construidas por empresarios ingleses del ferrocarril para sus trabajadores. Mi vecina Mari, que nunca sale de su casa porque tiene terror a que le roben y la maten y quién sabe qué otras fantasías fóbicas, se asomó desde su ventana, que da a mi pequeño jardín delantero, con los ojos desorbitados justo cuando yo salía para verificar que no hubiese nadie en la calle, un acto reflejo tonto empujado por mi propio pánico: no podía creer estar escuchando los gritos de mi madre muerta. Pensé que, quizá, se trataba de alguien en la calle. Un accidente, una pelea. Mari también recordaba los gritos verdaderos de mi madre y estaba estupefacta, helada.

–Es la televisión, Mari, métase adentro –le dije.

–¿Es que usted se da cuenta del parecido, doctora?

–Mucho. Estoy muy impresionada.

Y entré.

Como no sabía qué hacer, me puse a buscar la fuente de los gritos por la casa y a pedir, como si rezara, que bajase el volumen. No le pedí que dejara de aullar: que fuese más discreta, eso le pedía. Se lo había pedido a otros fantasmas en el hospital antes, en una clínica después. A veces funcionaba, este ruego. Mi madre siempre tuvo sentido del humor, así que el pedido de bajar el volumen la hizo reír. No la encontré ese día, que me tomé libre en el trabajo, pero sí por la noche, sentada en el piso de la habitación donde había muerto, ahora convertida en un depósito de muebles que nunca me tomo el tiempo de tirar o regalar. Estaba delgada, pero como al principio de su cáncer; no era esa mujer seca y afiebrada de los últimos meses. No quise acercarme: apoyada en la puerta, con las rodillas temblando, le canté. Y mientras cantaba me dejé caer hasta que quedamos las dos frente a frente, sentadas, yo con las piernas cruzadas, ella sobre sus rodillas. Era la canción que la tranquilizaba cuando el dolor era insoportable, o al menos eso elegía creer yo. Esa noche no gritó.

Pero los fantasmas, aprendí, se fastidian. No sé qué piensan, si es que piensan, porque más bien repiten, y las repeticiones parecen actos reflejos sin pensamiento, pero sí que hablan y sí que opinan y sí que tienen arranques de malhumor. Mi madre anda por la casa, a veces siente mi presencia, a veces no. Y de vez en cuando parece que le vuelve la furia. La de su cuerpo degradado, la del ano contranatura y la humillación; ella había sido elegante, recuerdo que lloraba «el olor, el olor». Era peor que el sufrimiento físico, a veces. Entonces grita. A veces son gritos de pura rabia. Yo tengo varias formas de tranquilizarla que no tiene sentido enumerar aquí.

Lo interesante es lo que empezó a pasar en el barrio. Entonces me di cuenta de que ni yo estaba loca –lo pensé: cualquiera que ve a su madre muerta subiendo una escalera lo piensa– ni ella era una fantasma única.

Mis vecinos hacen reuniones de «seguridad». No consiguen mucho. En el barrio hubo algunas invasiones a casas, robos violentos, le pegaron a una anciana. Es horrible lo que pasa. Pero ellos son todavía más horribles. En las reuniones gritan que pagan sus impuestos (es parcialmente cierto: la mitad evade lo que puede, como todo argentino de clase media), que se compraron armas y hacen cursos para usarlas, y describen las maneras en que piensan que la policía debe actuar: siempre proponen el asesinato, el insulto, el ejemplo medieval o el ojo por ojo o cosas por el estilo. Hay un hombre mayor, un poco más que yo, a quien no conozco, que dice que es necesario exhibir las cabezas de estos «negros» en picas, como en la época de la Colonia. Nadie lo censura, nadie siquiera pone los ojos en blanco. Todas las reuniones terminan con el recuerdo de los buenos abuelos de los vecinos, esos inmigrantes europeos que vinieron con una mano atrás y otra adelante, que llegaron para trabajar honestamente, que eran pobres pero dignos. Otro mito. Los inmigrantes de aquella época eran, en muchos casos, pobres y ladronzuelos, otros eran anarquistas perseguidos por la policía, en gran parte se convirtieron en comerciantes deshonestos que preferían ganar dinero antes que plantearse cualquier tipo de responsabilidad ética. Pero ya no discuto, si alguna vez discutí. Estoy resignada a ese sentido común que comparten. El sentido común es una mentira, pero discutir una mentira creíble es una empresa de titanes.

Voy a las reuniones porque quiero enterarme de lo que planean. No quiero que un día cierren la calle y no saberlo de antemano. Ya me pasó con una alarma que disparé sin querer cuando me apoyé en una puerta para chequear los mensajes en mi teléfono. También colocaron una cámara en mi casa sin mi permiso, pero debo reconocer que el artefacto me viene bien. Al menos puedo ver si alguien intenta romper la cerradura. De hecho, ya lo intentaron un par de veces. Ahora la cámara se rompió y no encuentro el tiempo de arreglarla. Me parece escuchar la voz de mi hija: «Mamá, por terca te van a matar y te voy a encontrar muerta yo y espero que tengas plata ahorrada para mi terapia porque de la mía no gasto».

La reunión de emergencia convocada a mediados de julio resultó un zafarrancho infernal.

Lo que había pasado era horrible y teníamos a las cámaras de televisión, de canales de aire, de cable y de cualquier medio por todo el barrio. Tres chicas, adolescentes, volvían de una fiesta, de madrugada. Para llegar a los monoblocs debían cruzar el barrio. Alguien les disparó desde un auto. Ni tuvieron tiempo de correr. Murieron en la calle. Como eran muy chiquitas, las tres de quince años, iban de la mano y amontonadas para poder ver los mensajes en la pantalla del teléfono. Así aparecen en la foto: amontonadas pero caídas, una sobre otra, con sus remeras cortas que dejan ver sus estómagos planos, las calzas ensangrentadas y las zapatillas nuevas. Una tenía la cara destrozada de disparos y miraba la copa de un árbol con lo que le quedaba de ojos. Las otras, debajo, se desangraron en el lugar. Cuando fue llamada la reunión de vecinos, aún no había detalles sobre los asesinos, pero por las características lo ocurrido parecía obvio: las chicas debían ser hijas o parientas o algo de un delincuente más o menos importante: un pirata del asfalto, un mininarco, un regenteador de mujeres. Esa persona le debía dinero a alguien, o había ofendido a alguien: era una venganza. Los días confirmaron la teoría de los vecinos. En la esquina donde mataron a las chicas se puso un cordón policial amarillo, pero alrededor empezaron a aparecer ramos de flores y corazoncitos de cartón y osos de peluche, un altar callejero con ofrendas más adecuadas para niñas que para adolescentes.

Las vi un atardecer, cuando volvía del trabajo. El taxi me deja en esa misma esquina, la del cordón policial y los regalos que las recuerdan. «Lu, te queremos siempreeeeee.» «Justicia para Natalia.» «Mi angelito, te fuiste demasiado pronto.» Venían sacándose fotos: las tres cabezas apretadas para entrar en foco, las lenguas con piercing afuera (¿por qué les gusta sacar la lengua a las chicas?), una segunda tanda de fotos con los labios haciendo trompita, esa sensualidad demasiado temprana que se ve falsa, y que se veía especialmente morbosa en sus fotos verdaderas usadas por los informes periodísticos, fotos robadas de Instagram o de TikTok, según me explicó mi hija: yo no entendía esas imágenes con nariz de perro u orejitas de conejo y entonces me enteré de que eran «filtros».

Las chicas fantasma venían riéndose. A esa hora, ya casi de noche, mi barrio está desierto. La noche es oscura y llena de terrores, dice una sacerdotisa en la serie épica que mira mi hija con verdadera locura fanática y con la que no me puedo enganchar porque tiene demasiados personajes (la violencia de la serie, que a otros los perturba, a mí no me molesta). Las chicas fantasma no podían conectar el flash y eso les daba más risa. Eran increíblemente compactas, no hay otra manera de explicarlo. Parecían chicas vivas haciendo las cosas que las quinceañeras hacen: ignorantes de lo que pasa a su alrededor, vestidas con ropa un talle o dos más chica que la adecuada para sus cuerpos, el pelo teñido de colores, un remolino de empujones y mechas azules, verdes, negrísimas. Las ventanas del barrio se empezaron a abrir tímidamente y el silencio sonó como un disparo. Alguien de una casa que estaba justo donde las chicas pasaban gritó. Yo las tenía a cincuenta metros de distancia, pero ya podía verlas bien y comprendí: a una le sangraba el cuello. La sangre manaba despacio, chorreaba, ella se la limpiaba distraída como si fuese agua de lluvia o cerveza que algún jovencito le había tirado encima en una fiesta. La otra, la de la cara destrozada, sacaba fotos despreocupada; y la más menuda, delgada hasta la enfermedad, tenía tres manchas rojas en el vientre. No quise mirar más, me recordaba a mi madre, su cáncer, su flacura moribunda.

Entonces las chicas se pusieron a mirar las fotos que habían sacado. Y lo que vieron las hizo llorar. «No, no, no», decían, y sacudían las cabezas, se miraban entre ellas, miraban las fotos y veían el verde marrón de la podredumbre, la sangre, los disparos que dejaban ver los huesos, los ojos ciegos. Las fotos rompían el hechizo de amistad y vida eterna de los quince. Después del llanto, empezaron las corridas. Las chicas fantasma corrían desesperadas y el ulular era de verdad aterrador. La desesperación del desconcierto. ¿Acaso se sabían muertas recién en ese instante? Qué injusto: los muertos tienen la suerte de no ver cómo se descomponen. Incluso los fantasmas. Mi madre, por ejemplo: su imagen no se pudre. Hay distintos tipos de fantasmas. Me pregunto si esa imagen emana de ellos mismos o de quienes los vemos. Si son o no una construcción colectiva.

Los vecinos empezaron a gritar también. Era la locura. Doscientos metros de locura. Escuché que alguien se desmayaba y algún otro clamaba por una ambulancia, pero ¿quién iba a llamarla con las chicas ahí, podridas bajo la hermosa luz dorada del atardecer? Una de ellas, la de la sangre que le corría desde el cuello –los disparos le habían abierto la arteria–, me recordó a Carolina. No sé por qué. No por la ropa: esa chica vestía las remeras y calzas baratas que se consiguen en el barrio, quizá incluso en el supermercado. Pero algo en cómo llevaba esa ropa ordinaria que tenía puesta me recordaba la elegancia insólita de mi hija (digo «insólita» porque yo no tengo la gracia de comprender qué color va con cuál ni qué pantalón logra que mis piernas parezcan más largas). Sí, su calza era barata, de licra negra, pero usaba una camisa blanca muy bonita que le caía sobre las nalgas y, con unas zapatillas grandotas, posiblemente de varón, el conjunto tenía un estilo –un urban chic, diría mi hija– muy particular. Las zapatillas eran de un azul francia descarado y alrededor del cuello ensangrentado colgaba una cadenita con un pendiente estilo victoriano que rompía lo callejero con un toque irónico. Al describirla copio, creo, el estilo de mi hija, que a sus producciones de moda siempre les agrega una breve nota explicativa. Quizá porque me hacía acordar a Carolina me les acerqué. Claro que tenía miedo, el corazón me saltaba en la boca del estómago como si se hubiese corrido de lugar. Y ya no tengo edad para estos sobresaltos: ya estoy en riesgo de que una arritmia se vuelva incontrolable, incluso de una angina de pecho. Además, los vecinos miraban. Pero no podía dejarlas así. ¿Sabía que era capaz de calmarlas? Lo sabía. Estas cosas se saben. En el hospital, cuando tranquilicé a mis primeros fantasmas hace ya más de diez años, también lo sabía. Pero en el hospital no se tranquilizaban mucho. Eran demasiados y se potenciaban. El contagio y la histeria también funcionan entre los espíritus, es bien curioso. Por supuesto, nadie jamás va a estudiar esto porque nadie lo creería. A mí misma me da vergüenza. Pienso en el tema y recuerdo los programas del cable, vergonzosos en su falsedad, en su armado, sobre médiums de Hollywood y cazadores de fantasmas, por ejemplo. Programas de televisión de la crisis de ideas y de la crisis económica, hechos con malos actores y peores guiones, todos idénticos, todos ignorantes, ni siquiera entretenidos. Yo no soy eso, me digo, pero también soy eso, de alguna manera.

Llamé a las chicas por su nombre, lo que bastó para que me miraran. No para que dejaran de gritar. Para eso hizo falta conversar con ellas. Pedirles que borraran las fotos. Les costaba obedecer, a todos les cuesta. Y después invitarlas a seguir adelante. Hacerlas reír un poco. Hablarles de la ropa. Preguntarles de qué fiesta venían. Nunca hablar del crimen. Gritaron un poco más cuando vieron el recordatorio y la cinta policial, pero enseguida los gritos se desvanecieron en llanto y abrazos, lágrimas de autocompasión hasta que ellas también se desvanecieron o, mejor, se diluyeron, sus imágenes se volatilizaron como si hubiesen estado pintadas con acuarela o como se evapora el alcohol.

Tuve que sentarme en el cordón un segundo. Pronto vino el vecino Julio, muy amable; alguna vez tuvo un bar precioso en una de las esquinas del barrio, pero no pudo seguir alquilando el local, demasiado caro, demasiado caras las bebidas y la comida y pocos clientes, en fin, la historia de los restaurantes y bares que funden, que a mí me dan una infinita tristeza y por eso le tengo a Julio más afecto del que quizá se merece.

–¿Qué hizo, doctora?

–Es Emma, Julio, decime Emma, por favor.

–¿Qué hizo, Emma?

La pregunta se repitió semanas. Hubo reuniones semisecretas entre los que habían visto lo sucedido. Después las reuniones se ampliaron hasta abarcar a los que no estaban presentes. Por supuesto, hubo muchísima desconfianza e incredulidad. Yo estaba agotada. Les conté sobre mi madre. Mi vecina Mari dio fe de la veracidad de la historia, pero me recriminó que aquella vez le mentí diciéndole que los gritos eran de la televisión.

–Mari, ¿qué quería que le dijera? Yo también tenía miedo. Pensaba que estaba loca.

Eso no era cierto, no del todo. Una sabe cuándo se vuelve loca y no ocurre de un día para otro, ni siquiera como consecuencia de un trauma. Todo, todo en el cuerpo es un proceso. La muerte también.

Los vecinos me empezaron a buscar en secreto. Avergonzados. La epidemia de fantasmas –porque era eso– coincidía con el peor momento del barrio. Quien ordenó el crimen de las tres adolescentes ahora comandaba los negocios en los monoblocs y, como aterrorizaba a la gente, los robos habían escalado hasta el secuestro. Un tipo de secuestro particular: lo llamaban «exprés». La víctima era atrapada con un auto y llevada de recorrida por cajeros de banco hasta reunir una cantidad que los ladrones consideraran aceptable. A veces los exprés terminaban con violencia, muchos golpes, violaciones, incluso algún disparo, todo por un malentendido increíble: los ladrones, en la mayor parte de los casos muy jóvenes, no estaban bancarizados. No tenían trabajo; por lo tanto, no tenían cuenta en el banco. Así, ignoraban el mecanismo de retiro de dinero en los cajeros automáticos de la Argentina. Por una cuestión de seguridad, el monto permitido para extracción es muy bajo. Unos 25.000 pesos por día, el doble si el dueño de la tarjeta es socio del banco de donde saca dinero. Si alguien tiene más de una cuenta, puede aumentar la cifra sacando de dos bancos distintos. Pero si no, pues bien, es un monto muy magro. Y los ladrones, estos chicos excitados y asustados, quieren más. Y como no entienden lo que es extraer dinero porque nunca lo hicieron, creen que se les miente. Que se los desprecia o se los quiere engañar. «¿Te creés que soy un boludo vos? Ya vas a ver.» Y entonces el golpe, el culatazo, el pánico. A mí todavía no me lo hicieron, pero pasa seguido y también le pasa a la gente que vive en los monoblocs, y lo aclaro porque no quiero ser injusta, de ninguna manera son todos delincuentes en los monoblocs, hay mucha gente que tiene un departamento ahí de la misma manera que yo tengo una casa acá y nadie puede o quiere mudarse y eso es todo.

El primer vecino llegó justamente cuando yo charlaba con mamá. A veces converso con ella. Está ahí, después de todo, y aunque no habla, sí me mira, y a veces asiente. Si no está furiosa, se ríe. Es una lástima que no hable porque podríamos pasarla mejor. A mis amigas no las invito a casa por si aparece mamá. Y mi hija viene cada vez menos, pero no es su culpa, tiene mucho trabajo. En este país es mejor que aproveche: nunca se sabe cuánto puede durar un empleo, si uno está al borde de ser echado o no (la orden de despedir personal puede ser repentina), y conseguir otro puesto resulta en una espera de años. Mejor mitigar esa espera con un buen ahorro. Hablamos por teléfono, chateamos. Ella no sabe lo de su abuela. Se lo diría, pero para qué. Por ahora no hace falta.

El primer vecino fue Paulo. Tiene dos hijas chicas, van a la primaria. La mujer «sufre de los nervios», es decir, tiene ataques de pánico. Paulo tiene un hermano en Estados Unidos y en las reuniones se la pasa hablando de qué bien viven allá, qué país seguro es. Yo no lo corrijo. Ya dije que no me gusta pelear. Paulo dio muchas vueltas antes de contarme su problema. Hasta me pidió si podía fumar y se sorprendió cuando le di permiso. Para aflojar la tensión le dije: «Usted sabe que la mayoría de los médicos fuman. Demasiado estrés».

El problema de Paulo, entonces: hacía unos tres meses, un ladrón había intentado ingresar a su casa. Por el techo. Sabía que era un ladrón porque venía con una pequeña pistola. Una 22. Lo vieron: Paulo encerró a su mujer y a las nenas, buscó un martillo –él no era de los que habían comprado armas– y se preparó a llamar a la policía. Pero entonces vio, por la ventana del primer piso donde estaba, cómo el ladrón resbalaba y caía al patio desde el techo. Entonces recordé lo sucedido, había sido tema de conversación en una de las reuniones de vecinos: se había pedido más presencia policial a la comisaría 9, la que nos corresponde. El ladrón murió por el golpe. No le pregunté a Paulo si lo dejó morir, pero creo que así fue. Estoy segura de que el hombre cayó del techo y quizá se habría salvado si la ambulancia hubiera llegado a tiempo. Puedo ver a Paulo mirándolo morir desde la ventana, con su martillo en la mano, sintiéndose un dios barrial con el poder de decidir sobre la muerte de otro. ¿Yo hubiese hecho lo mismo por salvar a mi familia? Puede ser. Es fácil pensar con ética cuando lo que amamos no está en peligro. Me gusta imaginar que no lo hubiese hecho, sin embargo. Soy una persona biempensante. Prefiero la ingenuidad y el paternalismo antes que el odio.

Como sea: el ladrón volvía. Lo escuchaban caminar por el techo. La mujer lo había oído primero y él, Paulo, no le había creído. Después de todo, sufría de los nervios, la pobre. Hasta que escuchó él mismo los pasos. Y entonces lo vio caer una vez más hacia el patio. Sin ruido. Eso hace su fantasma ladrón: camina y cae, camina y cae. Desde el suelo, me dijo Paulo, «se nos caga de risa».

Acepté ir una noche. La mujer que sufre de los nervios aprovechó para mostrarme la medicación que le recetan. Grosso modo, me pareció demasiada cantidad, pero sé que los médicos de ahora prefieren prescribir de más a hacer un tratamiento integral. Me ofrecieron cenar con ellos, salchichas con puré («por las nenas», explicó la madre, «no comen otra cosa»), pero yo ya había comido en casa. Esperé. Los pasos llegaron cuando las criaturas estaban en la cama, afortunadamente. Decidí que mi trabajo empezaría cuando el fantasma hubiese caído: una vez finalizada su ronda nocturna.

Unos minutos con él lo disuadieron. No importa qué le dije, qué hice: llega un momento en que resulta muy mecánico. Este era mi tercer encuentro con fantasmas revueltos, pero en realidad ya había tranquilizado a los otros, a mi madre y a las chicas asesinadas, muchas veces. Yo no envío a los fantasmas a ninguna parte, ni buena ni mala. No hay paz ni cierre. No hay reconciliación. No hay pasaje. Todo eso es ficción. Solo los tranquilizo y evito que reincidan con una frecuencia inaguantable para los vivos, por un tiempo. Pero vuelven, como si se olvidaran y hay que volver a empezar. ¿Por qué será? Recuerdo que, con mi marido, recién casados, teníamos una gata preciosa, de nariz negra, toda blanca, que siempre parecía olvidarse de que los fines de semana la agasajábamos con un atún especial, más caro, que le gustaba mucho. Cuando yo me preguntaba si no tendría algún problema de memoria, mi marido me decía: «No, es que tiene un cerebro chiquito. ¿No ves lo chica que es su cabeza?». ¡Es que su cara era tan inteligente! Y los fantasmas son un poco así. Parecen humanos, parecen inteligentes, pero sin embargo son un filamento obligado a repetir. No tienen cerebro, pero tienen algo que podríamos denominar «pensante». Sucede que es igual de chiquito que el de mi gata, que se llamaba Florencia y ronroneaba entre mi marido y yo todas las noches, antes de dormir. Extraño a mi marido, pero no como pareja. Extraño su amistad, sus charlas, su comida (es un excelente cocinero). Pero él necesita enamorarse y cuidar, y yo necesito estar sola.

Después del fantasma del ladrón vinieron otros. Por qué esta invasión, le pregunté una vez a mi madre, y ella pareció escuchar atenta. No me contestó, no puede, pero yo sabía la respuesta: el barrio no estaba invadido. Era yo. Yo los atraía. Por eso no tenía sentido irme salvo que aprendiera cómo arrancarme el imán. Pero el imán no me molestaba. El miedo se transformó muy pronto en adrenalina. Cuando pasaban muchos días sin que un vecino tocase la puerta, ya empezaba a impacientarme.

Pero esta historia importa solamente por un fantasma en particular, con el que actué diferente. Al que no pude o no quise ayudar. ¿O es a los vecinos a quienes ayudo? Todo está mezclado.

Mi hija cumple años el 23 de diciembre. Ese año, quizá porque nos habíamos visto poco, me invitó a su fiesta más «íntima» (había hecho otra, con amigos, el fin de semana anterior: ella no es supersticiosa, le da igual festejar con anticipación) y me ofreció quedarme para la Navidad y hasta Año Nuevo con ella, si quería, en su departamento de Palermo. Sabía que tendría invitaciones a fiestas para el Año Nuevo, así que decliné esa invitación, pero sí acepté la de Navidad y algunos días más. Dejé la casa con un bolso y viajé en taxi: había vendido el auto. No estaba vieja, pero tampoco tan joven como para manejar con la atención requerida en una ciudad como Buenos Aires. Los días con mi hija estuvieron muy bien. Peleamos poco y nos reímos mucho. Vimos su serie épica y medio me enamoré de Ned Stark, un espécimen de esos que nunca tuve, de mandíbula cuadrada y espalda de bestia. Además, no era tanto más joven que yo, el actor. Unos diez años, calculé. Una noche estuve a punto de contarle sobre mis habilidades espiritistas de la vejez, cuando abrimos un champán y lo tomamos muy frío, con helado de limón, ideal para el calor húmedo y el agobio de la ciudad. Pero tuve miedo de arruinar días casi perfectos. Ella tenía derecho a creerme demente. Así que volví el 29 por la tarde a mi casa, en subterráneo, porque cruzar la ciudad era un despropósito: a las habituales protestas de fin de año se le agregaban varias más: los estatales pidiendo aumento, los piqueteros cortando las avenidas (el reclamo: bolsas de comida), los despedidos frente al Ministerio de Trabajo (el pedido: reincorporación) y una marcha clamando seguridad muy grande frente al Congreso. Habían asesinado a un adolescente de dieciséis años, Matías y un apellido italiano. Aparentemente lo habían secuestrado. Un secuestro exprés, solo que, como el chico era menor, no tenía tarjeta de banco, entonces los captores cambiaron de idea y decidieron pedirle plata a la familia. La familia no tenía dinero. Esa misma noche, todavía en el auto –no debían saber adónde llevarlo– el chico se les escapó. No llegó muy lejos y lo fusilaron en la villa cercana a mi casa, la que nos cerca por el norte, la que alguna vez iba a ser un campo de deportes y después fue un descampado y ahora es un barrio que aunque amenazan con desalojar es probable que nunca lo hagan. ¿Adónde van a mandar a la gente? Algunas casitas, además, ya son de ladrillo bueno y tienen piso de arriba. Hace poco, yendo a comprar, vi que abrieron un kiosco y una heladería. Se hicieron detenciones en la villa, pero aparentemente los captores no eran de ahí. En la televisión pedían la pena de muerte, como siempre que ocurre un crimen espantoso.

Extrañamente y a pesar de que el asesinato había sido en un lugar tan cercano, los vecinos de mi barrio no llamaron a una reunión de urgencia. La esperé durante unos días (el mensaje en el teléfono, a veces el papel pegado con cinta scotch en la puerta), pero no hubo nada más que silencio, las miradas bajas en la verdulería, cierto apuro en la compra de cigarrillos en el kiosco. Lo atribuí a los nervios, aunque en general mis vecinos no reaccionan con este estado tenso, sino con una ansiedad agigantada y gritona.

Los golpes en la puerta me despertaron. Era tarde, lo supe antes de mirar el reloj: desde muy joven me acuesto de madrugada, una costumbre de las guardias en el hospital que nunca pude sacudirme. Eran golpes sutiles: llamaban a la puerta. Decidí ignorarlos. Pero continuaban, rítmicos, insistentes, con creciente urgencia, hasta que me di cuenta de que ahora golpeaban con los dos puños como si quisieran tirar la puerta abajo. Tuve miedo. Pensé en cerrar la puerta de mi habitación, pero, claro, no tenía llave. ¿Qué podía interponer entre quien quería entrar y yo? ¿Debía llamar a mi vecina Mari? ¿A la policía? Me senté en la cama y, cuando escuché los susurros, el sudor de mis manos se heló, pero, al mismo tiempo, me tranquilicé: los golpes no eran de una persona real. Su voz baja, su súplica, no podía llegar hasta mí desde la puerta de la calle. «Por favor, ábrame», decía. Me trataba de usted. Hablaba con respeto. «Por favor, me estoy escapando. No quiero robar, no soy ladrón, me tenían secuestrado. Por favor, ábrame, que me matan, me matan.»

Bajé la escalera corriendo y miré por la ventana. El chico estaba en la vereda. Un adolescente alto, bien visible bajo la luz del poste. Estaba pálido como todos los muertos, pero no podía verle las heridas a pesar de que estaba vestido de verano, una remera blanca, pantaloncitos de fútbol, zapatillas. ¿Cómo lo habían matado? No podía recordarlo. Durante los días con mi hija había estado alegremente lejos de las noticias y la televisión. Entonces aquí estaba Matías de apellido italiano, muerto a cuadras de mi casa, y yo no sabía por qué tocaba la puerta ni me había enterado de que su asesinato había sido tan cerca.

Aunque eso podía intuirlo. ¿El silencio de mis vecinos estaba relacionado con esta aparición? Claro que sí, me dije. Y en más de un sentido.

El adolescente Matías dejó de tocar la puerta. Se acercó a la ventana y en sus ojos, vivos, totalmente vivos, con algo de insecto, ese brillo zumbón de los escarabajos, vi la venganza y la furia. No le tuve miedo porque sabía que no podía concretar esa venganza en el mundo material, pero la frustración de no poder actuar le agregaba capas a su ira, capas sin fin. Iba a pasarse lo que tuviera de tiempo (y sospecho que Matías de apellido italiano tenía todo el tiempo que existe) recorriendo esta calle. Hasta que no existiese más la calle, si era necesario. No iba a dejar dormir a los que habían ayudado a matarlo nunca. Nunca.

–¿No vas a abrirme? –dijo. Su voz era clara, no muy diferente a la de una persona viva. Ya no hablaba con respeto.

Me acerqué a la puerta, usé la llave y la abrí. Matías se quedó en el umbral. Entonces le vi el disparo en la sien. Era sutil, como un lunar. No sangraba. Me recordó a los suicidas que solía recibir en el hospital. La mayoría eran hombres, la mayoría tenían su edad o unos años más, no todos eran tan precisos con el disparo, solían destrozarse la cara o tenían la costumbre de meterse el caño en la boca.

–Ahora es tarde –me dijo Matías.

Yo supe que no podía tranquilizarlo, no a este, y le dije en voz bien alta:

–¡No estaba esa noche en casa! Vos lo sabés. Te hubiese abierto.

–¿Sí? No te creo –dijo.

Una conversación, no solo contestar preguntas. Matías de apellido italiano podía tener conversaciones. ¿En qué se diferenciaba de los demás? Me quedé en el umbral con la puerta abierta y la luz encendida y lo observé. Continuaba. Corría de una casa a otra y golpeaba, golpeaba cada puerta. Primero despacio, después con los puños, al final a patadas. Primero pedía que le abrieran con ruego y gentileza y terminaba insultando, aterrorizado pero también asombrado en su enojo, en su desesperación. Mis vecinos encendían las luces pero nadie abría. Escuché a alguno gemir.

Matías de apellido italiano siguió golpeando hasta que salió el sol. Recién entonces volví a entrar. Él no se saltó ninguna casa. Todas tuvieron su merecido.

Busqué su apellido italiano en internet. Cremonesi. Matías Cremonesi. Dieciséis años, estaba en la secundaria, jugaba al básquet –claro, con esa estatura– y lo habían fusilado en una pequeña cancha de fútbol de la villa. Uno de los asesinos había sido atrapado. Como es lógico, declaró que el arma la llevaba otro, ese otro que había disparado, y que solo lo habían hecho porque el chico, al escapar, les vio las caras. Y se conocían. Este asesino confeso era del barrio de monoblocs; Matías también. ¿Por qué secuestrar a un vecino? El secuestrador, un adolescente de diecinueve, dijo que no era la intención, que solamente querían que sacara plata de un cajero, «pero dijo que no tenía tarjeta, nos mintió, y ahí nos calentamos, estábamos un poco sacados».

Era verdad que no tenía tarjeta. A su edad nadie tenía cuenta en el banco y los padres no debían tener dinero ni tiempo para hacerle una extensión. Se manejaba con efectivo, como todos los pibes, como sus asesinos. Los otros, amateurs, no lo sabían.

Recibí la visita de mi vecino Julio, el del restorán fallido, ese mediodía. Los vecinos habían mandado a Julio porque sabían que me caía bien. Julio no dio rodeos como Paulo, el que había visto morir al ladrón. Fue concreto. No sentía culpa. Sí, todos habían escuchado al chico esa noche. Sí, todos pensaron que era un truco, una mentira de un ladrón inteligente que se quería hacer pasar por víctima para entrar en una casa. Sí, cuando espiaron por la ventana y vieron a un adolescente confirmaron la sospecha, ¿o acaso los ladrones no eran todos chicos? No me vengas con que son víctimas también, me dijo. Pensás así. Todos víctimas de esta sociedad. Dejate de joder, Emma. Yo no había abierto la boca. A vos porque nunca te robaron, no son víctimas de nada. Seguí sin abrir la boca. Entendí que intentaba manejar su culpa.

–¿Cuánto tiempo tocó las puertas? –quise saber–. ¿Cuánto tiempo pidió entrar?

Bajo el odio en su mirada de fantasma, Matías tenía el miedo impregnado, la adrenalina de su última noche cuando, además de morir, supo que estaba solo, que nadie iba a ayudarlo ni siquiera marcando un número de teléfono, que estaba rodeado de verdugos sin capucha, escondidos tras máscaras de clase media y buena vecindad.

Julio no quiso contestar. Dijo que no sabía. Bastante tiempo. ¿Importa?

Importa, le dije. Porque el chico está furioso. ¿Y qué voy a decirle para que nos deje en paz? ¿Que nos equivocamos? No le basta.

–Tenés que intentarlo.

–No –contesté–. No sé cómo.

–No querés. Pensás que sos mejor que nosotros. ¡Vos tampoco le hubieses abierto!

–Eso me dijo Matías anoche.

–No lo llames por el nombre.

–¿Por qué no? Tiene nombre.

–¿Y cómo vamos a dormir? ¿Y los chicos?

–Julio: lo hubiesen pensado antes. Compren hipnóticos. Yo se los puedo recetar. Es un medicamento muy noble, sin efectos secundarios.

Pasmado, Julio golpeó la mesa.

–¿Me tratás de estúpido?

–Para nada. Yo no soy sirvienta de ustedes. Estoy dispuesta a soportar esta presencia hasta que él cambie. Pero en general no cambian, sabés. Y podrías dejar de gritar en mi casa, no es la mejor manera de convencerme.

Julio se fue y se llevó consigo mi decepción. Pensaba que era una mejor persona. Otros vinieron a rogarme. Varios. Les dije que se fueran a llorar a la iglesia. Estaban enojados conmigo, pero se les iba a pasar: quizá se volvieran locos. Ninguno me pidió recetas para hipnóticos. La cantidad de sufrimiento que una persona es capaz de soportar cuando tiene prejuicios frente a las drogas psiquiátricas es algo que no deja de sorprenderme. O quizá no querían nada mío, al menos por ahora.

Matías volvió todas las noches a cumplir su rutina. Algunos vecinos gritaban más que él. Cuando me despertaba –pocas veces porque yo sí usaba hipnóticos–, chateaba con mi exmarido, que, allá en el Sur, también se desvelaba. «Es la edad», me decía. «Ya no duermo bien.»

Con los días, uno de mis vecinos, el remisero, se quebró. Declaró en la policía que Matías Cremonesi le había tocado la puerta de la remisería pidiendo, por favor, que lo llevara hasta su casa en auto, rogando ser pasajero. Pero Matías Cremonesi no tenía dinero encima y mi vecino el remisero le negó el viaje porque no podía pagarlo. Un viaje de setecientos metros, como mucho. Además, agregó, su aspecto no le había dado confianza. Parecía drogado. ¿Y si mentía, si quería robarle?

Qué podía robarle, pensé, si no tenía nada. Nadie usaba esa remisería. Mi vecino remisero se la pasaba tomando mate y escuchando fútbol. Debía hacer dos viajes por semana. Quizá tres. Tenía local propio: no hubiese podido mantener un alquiler.

Lamentaba mucho haberse equivocado, pobre pibe, pero ustedes no saben la inseguridad que vivimos en el barrio.

Le conté a mi marido que esa noche, cuando el barrio había dejado a Matías en la calle y en el peligro, la noche de su muerte, yo había dormido en casa de nuestra hija Carolina. «Pero», le escribí en el chat, «¿y si hubiese estado? ¿Le hubiera abierto la puerta? ¿O me hubiese comportado igual que los demás?» «Capaz no le abrías», me contestó. «Pero al menos hubieras llamado a la policía. ¿Ni eso hicieron?»

«Ni eso hicieron», le dije.

Nunca le conté que el fantasma del chico venía todas las noches a recordarnos nuestra miseria, nuestra mezquindad y nuestra cobardía. Era un secreto con mis vecinos. ¡Mi familia quedaba tan lejos! Salvo mamá, claro. Mi exmarido me ofreció, otra vez, ir a vivir con él y su mujer al Sur. «Ella está embarazada», me dijo. «Sos loco», le contesté. «A los sesenta años ya no estás en edad de ser padre.»

«Por qué creés que no duermo», me contestó.

«Lo voy a pensar», mentí.

La mujer de mi exmarido tiene un embarazo de riesgo y creo que a él le gustaría tenerme cerca para ayudarla en alguna emergencia o complicación. Pero yo ya no estoy del lado de los vivos. No puedo dejar sola a mi madre, que cada vez pasa más noches sentada en la cocina, como cuando estaba enferma y el dolor no la dejaba dormir. Ni a las chicas podridas que se ríen de la mano por la calle, aunque aparecen cada vez menos. ¿Adónde se irán, si se van del todo alguna vez? ¿O en esos largos periodos que desaparecen? El otro día, una de ellas, la que me hace acordar a mi hija, me sacó una foto con su Samsung fantasma. ¿Dónde estará mi imagen? ¿A quién se la muestran? No quiero abandonar tampoco al ladrón borracho que murió solo en el patio bajo la mirada de Paulo: a veces lo veo en los techos, expectante como un búho. ¿Planea algo? Tampoco quiero dejar solo al impiadoso Matías, aunque me odie: sus golpes son mi canción de cuna. No sé si podría dormir sin su visita. Todos ellos, mis muertos tristes, son mi responsabilidad. Le pregunté a mi madre si alguna vez Matías me dejará apaciguarlo, y ella hizo algo insólito: me sacó la lengua. Mi madre tiene puesto un vestido azul muy bonito, con estampado de anclas; parece una marinera vieja y experimentada. Le devolví el saludo sacándole la lengua también y nos reímos las dos, y me pregunté si voy a envejecer con ella en esta casa, madre e hija de la misma edad, subiendo y bajando la escalera, sentadas en la cocina, las anclas de su vestido, las manchas de café en mi camisa blanca, afuera un futuro de chicos muertos y una ciudad que ya no sabe qué hacer.

FIN


  • Autor: Mariana Enríquez

  • Título: Mis muertos tristes

  • Publicado en: Un lugar soleado para gente sombría (2024)

 
 
 




Un árbol de Navidad y una boda

Fiódor Dostoyevski


El otro día vi una boda… ¡Pero prefiero hablaros de un árbol de Navidad! La boda estuvo bien, me gustó mucho, pero lo otro fue mejor. No me explico por qué, viendo esa boda, me acordé de aquel árbol de Navidad. Ocurrió así. Justamente cinco años atrás, en vísperas de Año Nuevo, fui invitado a un baile infantil. La persona que me había invitado era un señor conocido en el mundo de los negocios, con muchas amistades, relaciones y aficionado a las intrigas. Podía suponerse, por tanto, que el baile infantil era un pretexto para que los padres se reunieran y charlaran de temas interesantes como por azar, de un modo inocente, casual. Yo era un extraño entre todos; no tenía ningún tema que tratar con ellos, y por eso pasé la velada bastante ajeno a todos. Había allí otro caballero que, al parecer, tampoco tenía nada que ver con toda esa gente y que, como yo, asistía por pura casualidad a la fiesta familiar… Me fijé en él antes que en nadie. Era un hombre alto, enjuto, muy serio y vestido con gran corrección. Se notaba enseguida que no estaba para diversiones ni festejos familiares. Cuando conseguía retirarse a un rincón, dejaba inmediatamente de sonreír y fruncía sus espesas cejas negras. A excepción del amo de la casa, no conocía a nadie en aquel baile. Se notaba a la legua que se sentía aburrido, pero que mantenía valientemente, hasta el final, su papel de hombre feliz que se estaba divirtiendo. Supe más tarde que se trataba de un señor de provincias que venía a resolver un complicado y lioso pleito en la capital. Había traído una carta de recomendación para el anfitrión de la casa, y, aunque éste no le protegía con amore, le había invitado por cortesía a su baile infantil. No se jugaba a las cartas, nadie le había ofrecido un cigarro, nadie entablaba conversación con él, probablemente porque desde lejos reconocían al pájaro por su plumaje, de modo que el caballero en cuestión se vio obligado, a fin de hacer algo con sus manos, a pasarse toda la tarde alisándose las patillas. Sus patillas, en efecto, eran hermosas. Pero las alisaba con tanto celo que, viéndole, podía pensarse decididamente que primero fueron creadas las patillas y luego el hombre para alisarlas.

Además de este señor, que participaba así en la felicidad familiar del anfitrión, padre de cinco rollizos chiquillos, me fijé en otro de los invitados. Pero éste era de índole completamente distinta. Se llamaba Yulián Mastákovich. A primera vista, podía adivinarse que era un invitado de honor y que su relación con el dueño de la casa venía a ser la misma que la de éste con el señor que se alisaba las patillas. Tanto el anfitrión como la anfitriona le dirigían un sinfín de cumplidos, le agasajaban, cuidaban de que bebiese, le mimaban, le llevaban a presentarle a todos los invitados, pero a él no se lo presentaban a nadie. Observé que los ojos del dueño de la casa se anegaron en lágrimas cuando Yulián Mastákovich dijo que raras veces pasaba una velada de manera tan agradable. Sentí como algo de temor en presencia de semejante personaje y, por eso, después de haber admirado a los niños, me retiré a una pequeña sala, completamente vacía, y me instalé en el cenador de flores de la anfitriona, que ocupaba casi la mitad del recinto.

Todos los niños eran encantadores en extremo, y de ningún modo querían portarse como los mayores pese a las muchas recomendaciones de las institutrices y niñeras. En un abrir y cerrar de ojos dejaron pelado el árbol de Navidad, hasta el último caramelo, y tuvieron tiempo, incluso, de romper la mitad de los juguetes, antes de saber a quién iba destinado cada uno de ellos. Era muy lindo, sobre todo, un niño de ojos azules y pelo rizado que se empeñaba en disparar contra mí su fusil de madera. Pero más que él me llamó la atención su hermana, una niña de once años aproximadamente, bella como un cupidillo, pensativa, pálida, de grandes ojos melancólicos. Los niños la habían molestado, no sé por qué; se había retirado a la misma sala donde estaba yo y se puso a jugar en un rincón con su muñeca. Los invitados señalaban con respeto a un rico arrendador, padre de la niña, y uno de los invitados observó en voz baja que su dote era de trescientos mil rublos. Me volví para ver a los que se interesaban por semejante circunstancia y mis ojos se detuvieron en Yulián Mastákovich, que, con los brazos en la espalda y algo ladeada la cabeza, prestaba una atención extraordinaria a la charla trivial de esas personas. Luego no pude dejar de admirar la sabiduría de los anfitriones en el reparto de los juguetes. La niña, que ya tenía una dote de trescientos mil rublos, recibió una muñeca de gran valor. Los otros regalos iban disminuyendo de valor en consonancia con la posición social de sus padres. El último en recibir fue un niño delgadito, pecoso, pelirrojo, de unos diez años, al que correspondió tan sólo un libro de relatos que trataba de la hermosura de la naturaleza, de lágrimas de emoción, etcétera, sin grabados y sin viñetas siquiera. Era el hijo de la institutriz de los niños de la casa, una pobre viuda. El niño era tímido y vergonzoso. Vestía una chaqueta de pana barata. Con el libro en las manos anduvo mucho tiempo admirando los juguetes recibidos por los otros niños; tenía grandes deseos de jugar con ellos, pero no se atrevía. Se notaba que sentía y comprendía su condición. Me gusta mucho observar a los niños. Son extremadamente interesantes sus primeros pasos independientes en la vida. Observé que el niño pelirrojo se sentía tan tentado por los ricos juguetes de los otros niños, sobre todo por el teatro, en el cual ansiaba desempeñar algún papel, que decidió incluso ser hipócrita. Sonreía obsequioso a los otros, regaló su manzana a un chiquillo regordete que llevaba un pañuelo lleno de golosinas e incluso aceptó cargar con uno en sus espaldas con tal de que no le echaran de allí. Pero un minuto más tarde, el más travieso de todos le dio una buena tunda. El pelirrojo no se atrevió ni a llorar. En eso apareció la institutriz, su madre, y le ordenó que no molestara a los demás niños en sus juegos. El niño entró en la misma sala donde estaba la niña. Ella le admitió de muy buena gana en sus juegos y los dos, con mucho cuidado, se pusieron a vestir a la preciosa muñeca.

Llevaría ya más de media hora en el verde cenador, semiadormilado por las infantiles voces del niño pelirrojo y la hermosa niña con trescientos mil rublos de dote que jugaba con la muñeca, cuando entró de pronto en la habitación Yulián Mastákovich. Había aprovechado una escandalosa riña entre los niños para salir inadvertido del salón. Poco antes de eso le había visto hablando muy animadamente con el padre de la futura y bien dotada novia, a quien acababa de conocer; habían departido acerca de las ventajas de cierto empleo oficial comparado con otro. Entró y permaneció como indeciso, calculando algo con los dedos.

—Trescientos…, trescientos —susurraba— Once…, doce…, trece, etcétera. Dieciséis. ¡Cinco años! Si calculamos por ciento, serán doce cinco veces, igual a sesenta, y si a esos sesenta…, bueno, supongamos que, en total, al cabo de cinco años, serán cuatrocientos. ¡Sí, eso es…! ¡Pero el muy bribón no los tendrá a un cuatro por ciento! Tal vez se lleve un ocho o un diez por ciento. Supongamos que sean quinientos mil; eso, por lo menos, está seguro; luego el resto para trapos, humm…

Terminó de reflexionar, se sonó y estaba a punto de retirarse cuando vio de pronto a la niña y se contuvo. A mí, como las macetas me ocultaban, no me vio. Me pareció que estaba sumamente agitado. O bien había influido en ello el cálculo, o bien alguna otra cosa, pero lo cierto es que se frotaba las manos y no podía permanecer quieto. Esa agitación aumentó hasta nec plus ultra; entonces se detuvo, lanzando otra mirada decidida a la futura novia. Intentó avanzar hacia ella, pero antes miró en torno suyo. Luego, andando de puntillas, como si se sintiera culpable, inició su aproximación hacia la niña. Se acercó con una sonrisita, se inclinó hacia ella y le dio un beso en la cabeza. La niña, que no esperaba semejante arrebato, lanzó un grito de susto.

—¿Qué haces aquí, preciosa? —preguntó en voz baja, mirando a su alrededor al tiempo que acariciaba la mejilla de la niña.

—Estamos jugando…

—¡Ah! ¿Con él? —preguntó Yulián Mastákovich, mirando de reojo al niño—. Deberías ir a la sala, monín —le dijo.

El niño callaba y le contemplaba con los ojos muy abiertos. Yulián Mastákovich volvió a mirar en torno suyo y se inclinó nuevamente hacia la niña.

—¿Y esto qué es, preciosa? ¿Una muñeca? —preguntó.

—Una muñeca —respondió la niña, poniendo cara seria y algo intimidada.

—Una muñeca… ¿Y sabes, preciosa niña, de qué está hecha esta muñeca?

—No lo sé —respondió la niña en un susurro, bajando la cabeza.

—Pues de trapos, monina. Niño, vete a la sala a jugar con tus amigos —dijo Yulián Mastákovich mirando con severidad al pelirrojo.

La niña y su amigo se enfurruñaron y se asieron de las manos. No querían separarse.

—¿Y sabes por qué te han regalado esta muñeca? —preguntó Yulián Mastákovich bajando más y más la voz.

—No lo sé.

—Pues por haber sido una niña amable y bien educada durante toda la semana.

Yulián Mastákovich, en extremo emocionado, volvió a mirar en torno suyo y, bajando aún más el tono de su voz, preguntó en un susurro tembloroso de impaciencia y emoción:

—¿Me querrás, linda niña, cuando vaya a ver a tus padres?

Dicho esto, Yulián Mastákovich intentó besar de nuevo a la linda niña, pero el pelirrojo, viéndola a punto de llorar, la asió de otra mano y empezó a gimotear, mostrando así su plena identificación con ella. Yulián Mastákovich se enojó de veras.

—¡Vete, vete de aquí! —dijo al niño—. ¡Vete a la sala! ¡Ve a jugar con tus compañeros!

—¡No!, ¡no quiero, no quiero! ¡Váyase usted! —exclamó la niña—. ¡Déjelo, déjelo! —decía a punto de llorar.

Un ruido en la puerta asustó a Yulián Mastákovich y le obligó a erguir su majestuoso tronco. Pero el niño pelirrojo se asustó aún más que él; dejó a la niña y se deslizó silenciosamente, casi pegado a la pared, hasta el comedor. Para no despertar sospechas, Yulián Mastákovich se dirigió también hacia allá. Estaba rojo como una amapola y, al mirarse en el espejo, pareció avergonzarse de sí mismo. Tal vez sentía cierta impaciencia y ardor. Tal vez estuviese tan impresionado por el cálculo hecho recientemente con ayuda de los dedos, tan seducido y entusiasmado por él, que pese a toda su seriedad e impotencia decidió proceder como un chiquillo y abordar directamente al objeto de sus ilusiones, aunque tan sólo transcurridos cinco años podría convertirse éste en verdadero objeto. Seguí al respetable personaje hasta el comedor y fui testigo de una extraña escena. Yulián Mastákovich, encendido de rabia e ira, increpaba al pelirrojo, quien, asustado, retrocedía sin saber dónde meterse.

—¡Lárgate! ¿Qué estás haciendo aquí? Robando fruta, ¿eh? ¿Esto es lo que tú haces, pájaro? ¡Fuera, mocoso, lárgate de aquí, ve a jugar con tus compañeros!

El atemorizado chiquillo recurrió al desesperado recurso de esconderse debajo de la mesa; su perseguidor, acalorado en extremo, entonces sacó su largo pañuelo de batista y empezó a golpear con él al niño —que ni se movía— por debajo de la mesa. Añadiremos que Yulián Mastákovich propendía a la obesidad. Era un hombre bien entrado en carnes, de tez sonrosada, con algo de tripa y gruesos muslos, en una palabra, lo que suele denominarse rechoncho. El esfuerzo le hacía sudar, jadear y enrojecer terriblemente. Por fin, se puso casi furioso, tan grande era su indignación y tal vez (¿quién sabe?) sus celos. Yo me eché a reír a carcajadas. Yulián Mastákovich se volvió y, pese a toda su importancia, quedó anonadado. En aquel instante entró en el comedor, por otra puerta, el anfitrión. El chiquillo, mientras tanto, había salido de debajo de la mesa y se limpiaba los codos y las rodillas. Yulián Mastákovich se apresuró a llevar el pañuelo, que sostenía con una mano por la punta, hacia la nariz.

El dueño de la casa nos miró a los tres con cierta perplejidad, pero, como hombre de mundo y de gran experiencia, aprovechó inmediatamente la ocasión para poder hablar a solas con Yulián Mastákovich.

—Este es el niño que tuve el honor de recomendarle —dijo, señalando al pelirrojo.

—¿Cómo? —preguntó Yulián Mastákovich, no recobrado aún del todo.

—Es el hijo de la institutriz de mis hijos —continuó el anfitrión con voz suplicante—, una pobre viuda, esposa de un honrado funcionario, y por eso…, si usted, Yulián Mastákovich, pudiese…

—¡Ah, no, no! —exclamó presuroso Yulián Mastákovich—. Perdóneme, Philip Alexeievich, totalmente imposible. Ya me he enterado: no hay plazas y, aunque las hubiese, son diez candidatos para una sola, candidatos que tienen muchos más derechos que él… Lo lamento mucho, mucho…

—¡Es una lástima! —dijo el anfitrión— . Es un niño dócil, modesto…

—Me parece muy travieso —respondió Yulián Mastákovich con un nervioso temblor de labios—. ¡Vete, chico! ¿Qué haces aquí parado? ¡Ve a jugar con tus compañeros! —dijo volviéndose hacia el niño.

Creo que en aquel momento no pudo contenerse para mirarme de reojo. Tampoco yo pude contenerme y me eché a reír abiertamente en sus propias narices. Yulián Mastákovich se volvió enseguida y, con voz bastante audible para mí, preguntó al amo de la casa quién era ese extraño joven. Se pusieron a cuchichear y salieron de la habitación. Más tarde les volví a ver. Yulián Mastákovich movía con desconfianza la cabeza, escuchando las palabras del anfitrión.

Cansado de reír, regresé al salón. Vi que el gran personaje, rodeado de padres y madres, del dueño y la dueña de la casa, hablaba con mucho ardor a una dama que acababan de presentarle. La dama sujetaba de la mano a la niña con la cual acababa de representar Yulián Mastákovich la escena descrita. Ahora se deshacía en alabanzas entusiastas a la belleza, el talento, las gracias y la buena educación de la chiquilla. Era evidente que trataba de ganarse a la madre, que le oía casi con lágrimas en los ojos. El padre sonreía. El anfitrión se sentía complacido ante esas muestras de general alegría. También los invitados manifestaban su complacencia, incluso se ordenó a los niños que suspendieran sus juegos para no molestar a los mayores. El aire estaba saturado de veneración. Oí luego cómo la madre de la atractiva niña, conmovida hasta lo más hondo, rogaba con gran finura a Yulián Mastákovich que honrase su casa con su inapreciable presencia; oí con qué sincero entusiasmo aceptaba Yulián Mastákovich la invitación, y cómo después los invitados, dispersándose en distintas direcciones, según lo exigía la corrección, se derretían en alabanzas emocionadas al hombre de negocios, a su señora, a la niña y, en particular, a Yulián Mastákovich.

—¿Está casado ese caballero? —pregunté casi en voz alta a uno de mis conocidos, el que más próximo estaba a Yulián Mastákovich.

Yulián Mastákovich me lanzó una mirada iracunda y escrutadora.

—¡No! —respondió mi conocido, profundamente molesto por la torpeza que yo había cometido adrede…

Hace poco pasé por delante de la iglesia N.; quedé sorprendido al ver una gran muchedumbre. La gente hablaba de una boda. El día era desapacible; empezaba a helar. Entré en la iglesia, siguiendo a los demás, y vi al novio. Era un hombre rollizo, no muy alto, panzudo y vestido de gran etiqueta. Corría agitadamente de un lado a otro dando órdenes. Por fin oí decir que había llegado la novia. Me abrí paso y vi una belleza maravillosa que apenas había alcanzado la reciente primavera de la vida. Pero la hermosa estaba pálida y triste. Miraba con aire distraído y me pareció, incluso, que tenía los ojos enrojecidos por recientes lágrimas. La clásica pureza de sus facciones daba cierta solemne dignidad a su belleza. Mas tras esa severa solemnidad, tras esa tristeza se traslucía una imagen infantil e inocente, algo sumamente ingenuo, núbil, no formado aún, que, sin ruegos, parecía suplicar piedad.

La gente decía que acababa de cumplir dieciséis años. Miré al novio con atención y, de pronto, reconocí en él a Yulián Mastákovich, a quien no había visto en cinco años. Luego miré a la novia… ¡Dios mío! Me abrí paso a codazos para salir de la iglesia cuanto antes. La gente comentaba que la novia era rica, que tenía una dote de quinientos mil rublos… y que en ropa llevaba…

«¡Calculó bien!», pensé yo, abriéndome paso hacia la calle…

FIN


  • Autor: Fiódor Dostoyevski:

  • Título: Un árbol de Navidad y una boda

  • Título Original: Ёлка и свадьба

  • Publicado en: Anales de la Patria, septiembre de 1848

  • Traducción: Lidia Kúper de Velasco

 
 
 
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