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Lecturas




La fiesta de Navidad de Reginald

Saki (Hector Hugh Munro)


Dicen (decía Reginald) que no hay nada más triste que la victoria salvo la derrota. Si alguna vez has pasado unas fiestas supuestamente felices con gente aburrida, quizá puedas considerar ese dicho. Nunca olvidaré las navidades que pasé en casa de los Babwold. La señora Babwold es pariente lejana de mi padre —una de esas señoras que acabas llamando prima—, y eso se consideró motivo suficiente para que yo tuviera que aceptar su invitación, más o menos la sexta vez que la hizo; aunque eso de que los hijos deban pagar los pecados de los padres… Espera, no encontrarás papel en ese cajón; ahí guardo viejos menús y programas de estreno.

La señora Babwold tiene una personalidad bastante solemne, y nadie la ha visto sonreír, ni siquiera cuando dice cosas desagradables a sus amigas o escribe la lista de la compra. Disfruta de sus placeres tristemente. Un elefante en un durbar imperial[1] produce una impresión muy parecida. Su marido se dedica a la jardinería, aunque caigan chuzos de punta. Cuando un hombre sale de casa mientras diluvia para quitar orugas de los rosales, suelo pensar que su vida hogareña deja algo que desear; en cualquier caso, tiene que ser muy molesto para las orugas.

Por supuesto, había más invitados. Había un tal comandante no sé cuántos que había cazado animales en Laponia, o algún lugar por el estilo; he olvidado qué eran, pero no por falta de recordatorio. Nos los servían fríos en casi todas las comidas, y él no dejaba de darnos detalles sobre lo que medían de un extremo al otro, como si creyera que íbamos a hacer con ellos ropa interior para el invierno. Yo lo escuchaba siempre con un embeleso que creía que me sentaba bien, y un día mencioné con la mayor modestia las dimensiones de un okapi que había cazado en las marismas de Lincolnshire. El comandante se puso de un hermoso color púrpura (recuerdo que en ese instante me dieron ganas de pintar el cuarto de baño de ese color), y creo que fue entonces cuando se dio cuenta de que yo no le gustaba. La señora Babwold adoptó su expresión de primeros auxilios a un accidentado, y le preguntó por qué no publicaba un libro de sus recuerdos cinegéticos; sería tan interesante. No recordó hasta más tarde que él ya le había regalado dos gruesos volúmenes sobre el tema, con su retrato y su autógrafo a modo de frontispicio y un apéndice sobre las costumbres del mejillón ártico.

Por la noche era cuando dejábamos de lado las preocupaciones y pasatiempos del día y vivíamos de verdad. Las cartas se consideraban demasiado frívolas y un modo poco instructivo de pasar el tiempo, así que casi siempre jugábamos a lo que llamaban el juego del libro. Te ibas a la gran sala, me figuro que en busca de inspiración, y luego volvías a entrar con una bufanda alrededor del cuello y pinta de bobo, y se suponía que los demás tenían que adivinar que eras Wee MacGreegor[2]. Me resistí a semejante estupidez mientras no fue una descortesía, pero finalmente, en un momento de generosidad, consentí en disfrazarme de libro, aunque les advertí de que tardaría un rato. Esperaron casi cuarenta minutos, mientras yo jugaba a los bolos con unas copas de vino en compañía del chico de los recados; se juega con el corcho del champán, y gana el que tira más copas sin romperlas. Fui el ganador, cuatro de siete quedaron intactas; creo que William se puso demasiado nervioso. En el salón estaban bastante irritados por mi tardanza, y no parecieron calmarse cuando les expliqué que estaba «al final del pasillo[3]».

—Nunca me ha gustado Kipling —fue el comentario de la señora Babwold, cuando cayó en la cuenta del título—. No vi nada ingenioso en Las lombrices de la Toscana… ¿o ese libro es de Darwin?

Es cierto que estos juegos son muy educativos, pero, personalmente, prefiero el bridge.

Se supone que teníamos que celebrar la Navidad siguiendo la vieja tradición inglesa. La gran sala estaba llena de corrientes de aire, pero parecía el lugar idóneo para el festejo, y estaba decorada con abanicos japoneses y farolillos chinos, lo que le daba un aire inglés muy antiguo. Una joven de voz susurrante nos deleitó con un largo recitado sobre una niña que moría o hacia algo igual de trillado, y después el comandante nos hizo una descripción muy vívida de su lucha con un oso herido. En mi fuero interno deseé que los osos ganaran a veces en tales ocasiones; al menos ellos no irían luego pavoneándose por ahí. Antes de que pudiéramos recuperarnos, se nos obsequió con la lectura del pensamiento de un joven del que uno sabía por intuición que tenía una buena madre y un sastre mediocre; el tipo de joven que habla sin parar mientras come puré, y se alisa el pelo con recelo, como si éste fuera a devolverle el golpe. La lectura del pensamiento fue todo un éxito; él anunció que la poesía ocupaba el pensamiento de nuestra anfitriona, y ella reconoció que tenía en mente una de las odas de Austin[4]. Algo que no era ningún disparate. Imagino que en realidad daba vueltas a si un pescuezo de cordero y un poco de pudín de pasas frío bastarían para la cena del servicio al día siguiente. El colmo del desenfreno fue sentarse a jugar al halma[5] progresivo, con chocolate con leche para los ganadores. Me han educado con esmero, y no me gustan los juegos de ingenio que se premian con chocolate con leche, así que me inventé un dolor de cabeza y me retiré al dormitorio. Unos minutos antes me había precedido la señorita Langshan-Smith, una dama de lo más imponente, que siempre se levantaba a una hora intempestiva de la madrugada y daba la impresión de haber hablado con casi todos los gobiernos europeos antes del desayuno. En su puerta había pegado un papel con la petición firmada de que al día siguiente la despertaran a una hora especialmente temprana. Una oportunidad así no vuelve a presentarse en la vida. Tapé todo menos la firma con otra nota en la que escribí que, cuando leyeran esas palabras, ella habría puesto fin a una vida desperdiciada; y que pedía disculpas por las molestias que causaba, amén de expresar su deseo de un funeral militar. Instantes después reventé una bolsa de papel inflada y di un gemido teatral que habría podido oírse en el sótano. Luego seguí con mi intención inicial y me fui a la cama. El ruido que armó aquella gente al forzar la puerta de la buena mujer fue verdaderamente indecoroso; ella se resistió con heroicidad, pero creo que la estuvieron registrando en busca de balas casi un cuarto de hora, como si se tratara de un campo de batalla histórico.

Detesto viajar el 26 de diciembre[6], pero de vez en cuando uno tiene que hacer cosas que le desagradan.


[1] Ceremonias que los gobernantes británicos celebraban con gran pompa en Delhi, inspiradas en un ritual de la corte mogol en el siglo XVIII.

[2] Protagonista de los artículos del Glasgow Evening Times que publicaba el periodista John Joy Bell (1871-1934). Alcanzó tal popularidad que el autor acabó recogiendo sus andanzas en un libro.

[3] En el original, At the End of the Passage [Al final del camino], título de un conocido relato de Rudyard Kipling. Passage, además de «camino», significa «pasillo».

[4] Alfred Austin (1835-1913), poeta inglés casi olvidado en nuestros días.

[5] Juego de tablero, no muy diferente de las damas.

[6] Festivo en Gran Bretaña.


  • Autor: Saki (Hector Hugh Munro)

  • Título: La fiesta de Navidad de Reginald

  • Título Original: Reginald’s Christmas Revel

  • Publicado en: Reginald (1904)

  • Traducción: Marta Salís

 
 
 



Las tres misas rezadas

Alphonse Daudet


—¿Conque dos pavos trufados, Garrigou?

—Sí, reverendo padre: dos pavos magníficos repletos de trufas. Algo sé de ello, puesto que he ayudado a rellenarlos. Al asarlos parecía que les iba a estallar el pellejo de tan tirante como lo tenían…

—¡Jesús y María! ¡Y a mí que tanto me deleitan las trufas! Tráeme pronto la sobrepelliz, Garrigou… Dime, ¿qué otras viandas has divisado en la cocina además de los pavos?

—¡Huy! ¡Todo género de cosas suculentas! Desde mediodía no hemos cesado de desplumar faisanes, abubillas, chochas, gallos silvestres… Las plumas volaban por todas partes… Después trajeron del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…

—¿De qué tamaño eran las truchas, Garrigou?

—Así de gordas, reverendo… ¡Enormes!

—¡Ay, Dios mío! Si me parece estar viéndolas… ¿Has puesto vino en las vinajeras?

—Sí, reverendo padre: he puesto vino en las vinajeras… Pero, a fe mía, no tiene comparación con el que vais a beber bien pronto, al salir de la misa del gallo. Si vierais en el gran comedor del castillo todas esas garrafas que flamean llenas de vino de todos los colores… ¡Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, las flores, los candelabros!… Nunca se habrá visto una cena tan espléndida. El señor marqués ha invitado a todos los próceres de la vecindad. Se sentarán a la mesa lo menos cuarenta personajes, sin contar el corregidor y el escribano. ¡Qué suerte tenéis, pues sois uno de los comensales, reverendo padre!… Sólo con haber olfateado tan hermosos pavos, el olor de las trufas me persigue en todas partes… ¡Aaaah!

—Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de gula, sobre todo en la noche de la Natividad… Ve deprisita a encender los cirios y a dar el primer toque de campana para la misa, pues la medianoche se aproxima y no hay que empezar retrasados…

Este diálogo transcurría en una Nochebuena del año de gracia de mil seiscientos y pico entre el reverendo don Balaguer, antiguo prior de los barnabitas y por entonces capellán a gajes de los señores de Trinquelage, y su monaguillo, Garrigou, o por lo menos lo que él suponía ser el monaguillo Garrigou, pues habéis de saber que aquella noche el diablo había usurpado la faz redonda y los rasgos imprecisos del joven sacristán para, de ese modo, mejor inducir en tentación al reverendo padre y hacerle cometer un abominable pecado de gula. Así, pues, en tanto que el sedicente Garrigou (¡hum, hum!) repicaba más y mejor las campanas de la capilla señorial, el reverendo estaba acabando de revestirse la casulla en la pequeña sacristía del castillo; y con el caletre algo trastornado ya por aquellas descripciones gastronómicas, al tiempo que se vestía iba repitiendo para sus adentros:

—¡Pavos asados y trufados!… ¡Doradas carpas!… ¡Unas truchas así de rollizas!…

Afuera, el viento nocturno soplaba, esparciendo la música de las campanas. Y a esa llamada unas lucecitas iban surgiendo de la sombra en las laderas del Monte Ventoux, en lo alto del cual descollaban los almenados torreones de Trinquelage. Eran familias de granjeros que venían a oír en el castillo la misa del gallo. Trepaban por la cuesta cantando, en grupos de cinco o seis; delante, el padre, linterna en mano, y las mujeres, arrebujadas en sus grandes mantones pardos, a cuyo cobijo se arrimaba la prole. A pesar de la hora y el frío, esas buenas gentes caminaban animosas con la perspectiva de la colación que para ellas habría de estar servida abajo en las cocinas, como todos los años. De vez en cuando, en la áspera subida, la carroza de un patricio, precedida de portadores de hachones, hacía espejear al claro de luna sus cristales, o bien una mula iba trotando y agitando sus sonajas, y al resplandor de los faroles, envueltos en bruma, los colonos reconocían a su bailío y le saludaban al pasar:

—¡Muy buenas noches, maese Arnoton!

—¡Buenas noches nos dé Dios, hijos míos!

La noche era despejada, las estrellas se mostraban abrillantadas por el frío; el cierzo pelaba, y una tenue aguanieve, que resbalaba sobre los indumentos sin mojarlos, guardaba fielmente la tradición de las Nochebuenas blanquivestidas. En lo más alto de la loma aparecía el castillo como meta, con su ingente mole de torres y adarves, el campanario de su capilla enhiesto hacia el azul negruzco, y una muchedumbre de lucecitas que parpadeaban, iban, venían y se agitaban en todas las ventanas, semejando sobre el fondo sombrío del edificio esas chispas que van corriendo sobre las cenizas del papel que se quema. Una vez pasado el puente levadizo y la poterna, para llegar a la capilla era preciso atravesar el primer patio, lleno de carrozas, de escuderos, de literas, todo claro por el resplandor de las antorchas y el llamear de las cocinas. Se escuchaba el tintinear de los asadores, el estrépito de las cacerolas, el entrechocar de la cristalería y la plata removidos en los preparativos de un festín; sobre todo ello, un vapor tibio y bienoliente a carnes asadas y fuertes especias de las laboriosas salsas, provocaba las exclamaciones de los cortijeros, del capellán, del corregidor y de todos los demás.

—¡Qué gran cena vamos a tener después de misa!

¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín!

Es que va a comenzar la misa de medianoche. En la capilla del palacio —una catedral en miniatura, con arcos entrecruzados, de revestimiento de roble que llega a la altura de las paredes— han extendido reposteros y han encendido todos los cirios. ¡Y cuánta gente! ¡Qué hermosos vestidos! He aquí, por de pronto, acomodados en los esculpidos sillones del coro, al señor de Trinquelage, luciendo un traje de raso color salmón, y junto a él todos los nobles próceres invitados… Enfrente, en unos reclinatorios tapizados de terciopelo, se han instalado la anciana marquesa viuda, con su vestido de brocado color de fuego, y la joven señora de Trinquelage, tocada con una eminente torre da encaje encañonado a la última moda de la corte de Francia. Más abajo, vestidos de negro, con vastas pelucas en punta y rostros rasurados, se ve al baile Tomás Arnoton y al escribano maese Ambroy —dos notas graves entre las vistosas sedas y los damascos recamados—. Luego vienen los obesos mayordomos, los pajes, los monteros, los intendentes, doña Bárbara con todas sus llaves al costado pendiendo de un llavero de plata fina. Al fondo, en los bancos, la gente de escaleras abajo: los sirvientes, los granjeros con sus familias y, por último, justo contra la puerta que entreabren y vuelven a cerrar con discreción, los señores pinches, que vienen entre dos salsas a tomar un airecillo de misa y a traer un aroma de réveillon a la iglesia, toda resplandeciente y entibiada por tantos cirios encendidos.

¿Es la vista de esos gorritos blancos lo que ocasiona distracciones al oficiante? ¿No sería más bien la campanilla de Garrigou, esa empecatada campanillita que se agita al pie del altar con una precipitación infernal y que parece decir todo el tiempo: «Apresurémonos, apresurémonos… Cuanto antes hayamos acabado, más pronto estaremos a la mesa»?

El hecho es que cada vez que repica esa campanilla del demonio, el capellán olvida su misa y no piensa ya más que en la cena. Ve en la imaginación a los cocineros, rumorosos y ajetreados, los hornos en que arde una lumbre de forja, el apetitoso vaho que se escapa de las entreabiertas tapaderas de las marmitas, y ese vaho de pavos magníficos, atiborrados, tensos, empedrados de trufas…

O también ve pasar filas de pajes portadores de platos envueltos en tentadoras vaharadas, y se figura entrar con ellos en el gran salón comedor, dispuesto ya para el gaudeamus. ¡Oh, delicia! Ved la amplia mesa toda relampagueante y bien cargada: los pavos reales aureolados con sus plumas, los faisanes desplegando sus tornasoladas alas, los frascos color de rubí, las pirámides de frutas deslumbrantes entre el ramaje verde y aquellos estupendos pescados de que hablaba Garrigou (¡Sí, Sí, Garrigou!), tendidos sobre un lecho de hinojo, con la escama nacarada, como si acabasen de salir del agua con un ramito de hierbas aromáticas en sus hocicos de monstruos. De tal relieve es la visión de estas maravillas que don Balaguer se figura que todos esos manjares miríficos están servidos ante él sobre los bordados del mantelillo del altar, y dos o tres veces, en lugar de Dominus vobiscum, pronuncia el Benedicite, con gran sorpresa suya. Aparte de esos ligeros lapsus, el digno varón desembucha su Oficio muy concienzudamente, sin saltarse una línea, sin omitir una genuflexión, y todo va bastante bien hasta el término de la primera misa, pues sabéis que en la madrugada de Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.

—¡Y va una! —dice el capellán para sus adentros con un suspiro de alivio; luego, sin perder un minuto, hace un signo a su ayudante, o a aquel a quien él imagina que es su ayudante—. Y…

¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín!

La segunda misa va empezar, y con ella comienza también el pecado de don Balaguer.

—¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Apresurémonos! —le grita con vocecita agria la campanilla de Garrigou.

Y lo que es esta vez, el desdichado oficiante se abandona inerme al demonio de la gula, se precipita sobre el misal y devora sus páginas con la avidez de su apetito sobreexcitado. Frenéticamente se prosterna y se levanta, esboza los gestos de santiguarse y las genuflexiones, abrevia todos los movimientos para acabar antes. Apenas extiende sus brazos al leer el Evangelio ni se golpea el pecho en el Confíteor. Entre el monaguillo y él hay una competencia para ver cuál tartajeará más ligerito. Versículos y responsos se atropellan y empujan unos a otros. Los vocablos pronunciados a medias, sin abrir la boca, cosa que haría perder mucho tiempo, finalizan en susurros incomprensibles:

—Oremus… ps… ps… ps…

—Mea culpa… pa… pa… pa…

Lo mismo que vendimiadores presurosos pisando la uva en el lagar, ambos chapuzan en el latín de la misa, lanzando saliva a diestro y siniestro:

Dom… scum —dice Balaguer.

Stutuo… —replica Garrigou.

Y todo el tiempo la endiablada campanilla sigue tintineando en sus oídos, como esos cascabeles que ponen a los caballos de diligencias con objeto de hacerles galopar a toda velocidad. Ya comprendéis que a ese paso pronto está despachada una misa rezada.

—¡Y van dos! —se dice el capellán atropellado.

Luego, sin tomarse el tiempo de respirar, arrebatado y sudoroso, se descuelga por los peldaños del altar y…

¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín!

Empieza la tercera misa. Ya sólo hay que dar algunos pasos más para llegar al comedor; mas, ¡ay!, a medida que el réveillon se acerca, el infortunado Balaguer se siente presa de una locura de impaciencia y de gula. Su visión se acentúa: las carpas doradas, los asados pavos rellenos están ahí, ahí mismo… Ya los toca… Ya los… ¡Oh, Señor! Los platos humean, los vinos embalsaman y, sacudiendo su rabioso cascabel, la pequeña campanilla le grita:

—¡Deprisa, deprisa! ¡Aún más deprisa!

Pero, ¿cómo podría ir más deprisa? Sus labios apenas se mueven…. Ya no pronuncia las palabras. Sólo le queda hacerle trampa a Dios y escamotearle su misa… ¡Y eso es lo que hace el desdichado!… De tentación en tentación, por de pronto, se salta un versículo, luego dos… Después, como la Epístola es demasiado larga, no la termina; roza el Evangelio, pasa ante el credo sin entrar, se salta el padrenuestro, saluda de lejos el prefacio y por brincos y zancadas se precipita así en la condenación eterna, siempre seguido de cerca del infame Garrigou (Vade retro, Satanás), quien le secunda con un maravilloso acuerdo, le levanta la casulla, vuelve los folios dos a dos, zarandea los misales, vuelca y derrama las vinajeras y, sin cesar, sacude la campanilla cada vez más fuerte, cada vez más rápido.

¡Hay que ver la cara de susto de todos los presentes! Se ven forzados a seguir por la mímica del sacerdote esa misa de la que no entienden ni jota; unos se levantan cuando otros se arrodillan, o se sientan cuando los demás están de pie; y las fases de tan singular Oficio se confunden por los bancos en una multitud de actitudes diversas. La estrella de Belén, de camino por las rutas celestes, allá arriba, hacia el pequeño establo, palidece de espanto viendo tanta confusión…

—El señor abad corre mucho… No lo puede una seguir… —murmura la anciana dueña, agitando descompasadamente su cofia.

Maese Arnoton, con sus grandes gafas de acero sobre la nariz, busca en su devocionario dónde diablos está. Mas, en el fondo, todas esas buenas gentes que, también ellas, piensan en engullir la cena, no están contrariadas porque la misa lleve esa marcha vertiginosa; y cuando don Balaguer, con la faz radiante, se vuelve hacia los fieles vociferando con energía Ite missa est, hay en la capilla un vocerío unánime para responderle un Deo gracias tan gozoso, tan animador, que uno se creería sentado ya a la mesa, en el primer brindis del réveillon.

Cinco minutos más tarde, todos los señores tomaban asiento en el gran salón, con el capellán presidiendo. El castillo iluminado resonaba de cantos y gritos, risotadas y rumores; y el venerable don Balaguer hincaba su tenedor en una pechuga de gallineta, anegando el remordimiento de su pecado en oleadas de vino Chateauneuf y en el jugo de las viandas. Tanto bebió y comió el pobre santo varón, que aquella madrugada se murió de un terrible ataque, sin haber tenido ni siquiera tiempo de arrepentirse; luego, a la mañanita, llegó al cielo, todavía rumoroso del eco de aquellos festines nocturnos, y podéis figuraros cómo fue recibido allí.

—¡Retírate de mi vista, mal cristiano! —le dijo el soberano Juez, Señor de nosotros todos—. Tu culpa es suficiente para borrar toda una existencia de virtud… ¡Ah! Me has hurtado una misa del Gallo… Pues bien, como reparación me satisfarás trescientas de ellas, y no serás admitido en el Paraíso hasta que no hayas celebrado en tu propia capilla esas trescientas misas de Natividad en presencia de todos los que han pecado por tu falta…

… Y tal es la verídica leyenda de don Balaguer, lo mismo que cuentan en el país de los olivos. Hoy día ya no existe el castillo de Trinquelage, mas la capilla sigue tan derechita, en todo lo alto del monte Ventoux, en un bosquecillo de encinas. El viento hace batir la puerta desvencijada, la hierba invade el umbral; hay nidos en las esquinas del altar y en el dintel de los altos ventanales cuyas vidrieras de colores han desaparecido desde tiempo atrás. No obstante, parece ser que todos los años, por Navidad, una luz sobrenatural vaga por entre esas ruinas, y que los aldeanos, al ir a las misas y cenas de medianoche, divisan ese espectro de capilla alumbrado por cirios invisibles que arden a la intemperie, incluso bajo la nieve y el viento. Os reiréis de ello si queréis: Un vendimiador del lugar —un tal Garríguez, sin duda descendiente de Garrigou— me ha afirmado que una Nochebuena, hallándose ligeramente achispado, se había extraviado en el monte por el lago de Trinquelage; y escuchad lo que allí había visto:

… Hasta las once, nada. Todo estaba oscuro, silencioso, inanimado. De súbito, a eso de medianoche, en lo más alto del campanario, rompió a tañer un carillón, un viejo, un viejísimo carillón que parecía estar a diez leguas. Pronto, en el sendero que va subiendo, Garríguez vio estremecerse unas luminarias y agitarse sombras indecisas. En el atrio de la capilla iban y venían, cuchicheaban:

—¡Buenas noches, maese Arnoton!

—¡Muy buenas noches, hijos míos!

Cuando hubo entrado toda la gente, el bueno del vendimiador —que era muy valiente— se aproximó en silencio y, mirando a través de la destrozada puerta, presenció un espectáculo singular. Todos aquellos que había visto pasar estaban dispuestos en hilera alrededor del coro, en la nave ruinosa, como si los antiguos bancos existiesen aún. Bellas damas engalanadas de brocados y con cofias de encajes, próceres recamados de arriba abajo, aldeanos luciendo casacones con floripondios, como los de nuestros bisabuelos; todos ellos con un aspecto viejo, marchito, polvoriento y fatigado… De vez en cuando, pajarracos nocturnos —huéspedes habituales de la capilla—, despertados por tantas luminarias, venían a revolotear en torno de los cirios, cuya llama ascendía rectilínea y vaga, como si hubiese ardido tras una gasa; y lo que divertía mucho a Garríguez era cierto personaje de grandes quevedos de acero que a cada instante sacudía su empingorotada peluca negra, sobre la que una de esas aves estaba situada, erguida y enredada allí, batiendo las alas cautelosamente.

En el fondo, un anciano de estatura infantil, arrodillado en medio del coro, agitaba desesperadamente una campanilla sin cascabel y sin voz, mientras que un presbítero revestido de oro viejo iba y venía desde el altar recitando unas plegarias de las que no se oía ni una palabra… Indudablemente, era don Balaguer, celebrando su tercera misa rezada.

FIN


  • Autor: Alphonse Daudet

  • Título: Las tres misas rezadas

  • Título Original: Les Trois Messes basses

  • Publicado en: Contes du lundi (1875)

 
 
 



El deseo de Navidad de Pat Hobby

F. Scott Fitzgerald


Eran las vísperas de Navidad en los estudios. Hacia las once de la mañana, Santa Claus había llegado trayendo regalos para toda aquella población agitada. A cada cual con arreglo a sus gustos y deseos.

Suntuosos presentes de los productores para las estrellas; de los agentes a los productores. Innumerables cajas y paquetes llegados a las oficinas y bungalows. Por todas partes uno podía oír, enterarse, de la generosidad de los actores hacia los directores, o de los regalos que los directores habían distribuido entre sus actores. El champagne había fluido, como un río, desde las oficinas de publicidad hacia las redacciones de la prensa. Aparte de todo esto, aguinaldos de cinco, diez o cincuenta dólares habían caído, como maná, entre las clases de cuello blanco y corbata.

En esta especie de transacción existían, sin embargo, algunas excepciones. Pat Hobby, por ejemplo —que conocía aquel bonito juego desde hacía veinte años—, había tenido la feliz idea de librarse de su secretaria el día anterior. Le iban a enviar una nueva en cualquier momento… Pero no podría esperar que le hiciesen un regalo el primer día.

A la espera de la empleada, salió al pasillo y dio una vuelta por el corredor, echando a hurtadillas un vistazo a los departamentos que estaban abiertos para tratar de descubrir algún indicio de vida. Por unos momentos se detuvo a charlar con Joe Hopper, del departamento de escenografía.

—Esto ya no es como antes —murmuró—; los viejos tiempos han pasado. Antes había una botella en cada mesa, ¿te acuerdas?

—Hay algunas botellas por ahí.

—Pero no muchas que digamos —suspiró Pat—. Y después de esto nos va a caer un trabajo extra, como si lo estuviera viendo.

—Sí, creo que están componiendo un guion con las sobras de todo lo podrido en las redacciones. ¡Es para partirse de risa!

—Yo me parto de risa con estas cosas, puedes creerme. Pero…

De pronto advirtió que una mujer entraba en su despacho con una carpeta en la mano. Se acordó de algo y se quejó amargamente:

—Este Gooddorf me va a hacer trabajar en día de fiesta. Lo estoy viendo.

—Pues yo no lo haría.

—Yo tampoco, pero mis cuatro semanas de vacaciones están programadas para el próximo viernes. Si me pongo tonto, me las pueden reventar.

Hopper sabía bien —viendo alejarse al hombre— que nada ni nadie sería capaz de «reventar» aquellas cuatro semanas. Estaba Pat contratado para trabajar en el script de una ópera al viejo estilo, y todos los muchachos que trabajaban en aquella producción murmuraban que aquello era un engendro maldito.

—Yo soy la señorita Kagle —dijo la nueva secretaria de Pat.

Tendría unos treinta y seis años y era guapa, gordita, con aire cansado, pero, al parecer, eficiente. La muchacha fue hacia la máquina de escribir, sin decir palabra, la examinó ligeramente y luego se sentó ante ella. Súbitamente, sin que nadie pudiera esperarlo, estalló en sollozos.

Pat se sobresaltó. La regla común allí era el propio control contra todos los vientos y sinsabores. ¿No era ya bastante malo aquello de tener que trabajar en vísperas de Navidad? Se fue hacia la puerta del despacho y la cerró… Si alguien pasaba por allí podría pensar que él la estaba insultando o abusando de ella de algún modo.

—Ánimo, ánimo señorita —le dijo—. ¡Qué estamos en Navidad!

Ella se había serenado ya. Se irguió al tiempo que componía la figura y se enjugaba la mejilla y la nariz con un pañuelito.

—Las cosas no son tan malas como uno puede pensar en un principio —le dijo, aunque sin demasiado convencimiento interior, sólo para animarla—. ¿Qué es lo que le ocurre? ¿Es que la han despedido? —Ella movió la cabeza, negando. Dio un suspirito y abrió el bloc de notas—. Usted, ¿para quién trabajaba?

Ella contestó con los dientes apretados:

—Para Harry Gooddorf. —Pat abrió mucho los ojos, teñidos permanentemente de unas vetas sanguinolentas. Recordaba ahora haberla visto, efectivamente, en el antedespacho de Harry—. Desde 1921. Hace dieciocho años. Y ayer me mandó al departamento general. Dice que le causo «depresión». Pero no era así como hablaba, cayéndole la baba durante horas y horas, hace diez o doce años.

—Sí, sí, claro —comentó Pat—; en aquellos tiempos era un «castigador». Se las daba de hombre guapo.

—¡Bueno!, yo podía haberme aprovechado entonces. ¡Fui tonta y no lo hice!

Pat se sintió intrigado.

—¿Tal vez hubo compromiso incumplido…? —insinuó, y ella se encogió de hombros.

—Yo tenía algo más fuerte que eso. ¡Y aún lo tengo, no vaya a creer! Pero las cosas que pasan… Yo, tonta de mí, creí que estaba enamorada de ese hombre… —Se puso las manos en los ojos, como intentando concentrarse y serenarse definitivamente. Luego añadió—: Bien, ¿tiene algo que dictarme?

Pat se acordó de su trabajo, fue a la mesa y cogió el bloque de holandesas encuadernadas.

—Sí, una inserción —empezó—: Escena 114 A. —Pat empezó a dar paseos por el despacho—. Adición. Una toma prolongada de segundos planos —decretó—: Buck y los mexicanos aproximándose a la hacienda.

—¿Adónde?

—A la hacienda…, el rancho —se quedó mirándola por un instante con ojos de reproche—. Ahora, B: dos tomas. Buck y Pedro. Buck dice: «¡Ese hijo de perra… Le comería las tripas!

La señorita Kagle levantó la vista, desconcertada.

—¿De veras quiere que ponga eso?

—¡Claro que sí!

—No creo que vaya bien…

—Soy yo quien escribe, señorita. Ya sé que es fuerte. Pero si ponemos otra cosa la escena pierde garra. Se queda sin fuerza…

—¿Y no tendrán que cambiar la expresión…, digo yo…, más tarde?

Volvió a mirarla con severidad. No le gustaba estar cambiando de secretaria todos los días.

—No se preocupe. El señor Harry Gooddorf no va a alterarse por esto.

—¿Es para el señor Gooddorf para quien trabaja? —preguntó la señorita Kagle con tono de alarma.

—Sí, hasta que me despida.

—¡Oh, yo no debía haber dicho nada…!

—No se preocupe —contestó, queriendo tranquilizarla—. No es amigo mío. Me paga cincuenta y tres a la semana cuando debería pagarme doscientos…

Volvió a los paseos. Repitió las dos inserciones, como recreándose en ellas. Y ahora parecía como si no se estuviera refiriendo a los personajes de la función, sino al propio señor Gooddorf. Repentinamente enmudeció, como absorto en extraños pensamientos.

—Dígame: ¿qué es lo que sabe usted de él? ¿Se portó mal con alguien? Es lo que suele hacer.

—Bueno, señor Hobby, yo siento haber hablado más de la cuenta…

—Llámeme Pat, por favor. ¿Cuál es su nombre de pila?

—Helen.

—¿Casada?

—Ahora no.

—Bien, escuche usted, Helen: ¿qué tal si cenamos juntos?

II

En vísperas de Navidad estaba aún intentando arrancarle a la muchacha su secreto. Tenían casi todo el estudio para ellos solos. Tan sólo unos cuantos técnicos andaban por allí, aunque no se hacían visibles. Habían intercambiado regalos de Navidad. Pat se gastó cinco dólares en chucherías y ella le había comprado una corbata blanca de seda. Y un pañuelo. Perfecto. Él se acordaba de los buenos tiempos, cuando recibía por docenas aquellos mismos obsequios.

El guion iba progresando a ritmo lento; pero la amistad entre ellos corría con velocidad supersónica. El secreto que ella guardaba era cosa que él valoraba en mucho. Aun a riesgo de equivocarse. Se decía, además, que muchas, muchísimas carreras se habían impulsado con resortes de aquella clase. Con secretos más o menos velados de los altos jerarcas. Alguien —estaba seguro de ello— los podría aprovechar. Y ya se relamía, perfilando el contenido de una imaginaria conversación con Harry Gooddorf…

—Mire lo que pasa, señor mío. Es esto: mi experiencia no está siendo aprovechada aquí en forma debida. Escriben los guiones unos indocumentados…, y las correcciones deberían hacerlas los redactores, no yo. Yo podría y debería hacer otras cosas…

—¿Por ejemplo?

—¡Otras cosas! —insistiría Pat con firmeza.

Estaba precisamente embebido en uno de estos sueños, cuando, inesperadamente, el señor Harry Gooddorf hizo su aparición.

—Felicidades, Pat —dijo con tono de jovialidad. Pero enseguida su sonrisa se apagó al ver allí a la señorita Helen—. ¡Hola, Helen! —dijo—. No sabía que usted y el señor Pat trabajaban juntos… Le envié mis recuerdos y mi felicitación al departamento de guiones…

—No debió hacer eso, señor…

Harry se volvió rápidamente hacia Pat.

—Me están atosigando los de arriba, muchacho —comentó—. ¡Tengo que entregar ese guion el jueves!

—Muy bien. Para eso estoy yo aquí —contestó Pat—. Estará listo para el jueves. ¿Le he fallado alguna vez?

—Muchas veces —dijo Harry—. ¡Sí, muchas veces…!

Parecía que iba a agregar algo más, cuando un botones entró con un sobre que alargó a la señorita Kagle. Harry, repentinamente, dio media vuelta y salió del despacho sin más comentarios.

—¡Mejor que se haya ido! —bufó la secretaria con los labios apretados, mientras desgarraba el sobre. ¡Aquí está…! Diez «pavos»…, una miseria de diez pavos, nada menos que de un ejecutivo. ¡Y esto, después de dieciocho años!

Pat creyó que era su momento. Sentado al otro lado de la mesa, empezó a esbozar a la muchacha las líneas principales de su plan.

—Esto va a ser muy fácil para nosotros… —le dijo—. Tú vas a ser, sin duda alguna (ya hacía tiempo que habían decidido tutearse), el jefe nato del departamento de guiones. Y yo, un productor asociado. ¡Ya lo verás! No vamos a estar mendigando toda la vida haciendo correcciones y arreglando las barbaridades de los niños bonitos y estirados. Nosotros…, si las cosas van bien, quiero decir…, ¡nosotros podríamos pensar incluso en casarnos!

Ella se quedó dudando por un largo tiempo. Al fin tomó una cuartilla nueva para ponerla en la máquina y Pat sintió que su castillo de naipes se le venía abajo. Pensó que todo su plan había fracasado…, pero ella dijo:

—Puedo escribirla casi de memoria… Es una carta que él mismo escribió el 3 de febrero de 1921. La firmó y me la dio para que la pusiera en el correo. Pero había cierta rubia en la que el hombre andaba muy interesado, y a mí me escamó aquel secreto.

Helen, mientras hablaba, estuvo tecleando en la máquina, y ahora la nota estaba terminada y se la alargaba a Pat:

Willy Bronson.First National Studios.Personal.Querido Bill:Hemos matado a Taylor. Creo que deberíamos haberlo hecho antes. Pero ahora, por favor, mantén la boca cerrada.Tuyo, Harry.

Pat se quedó mudo por el asombro y miró fijamente a Helen.

—¿Te das cuenta? —preguntó Helen—. El uno de febrero de 1921, alguien asesinó a William Desmond Taylor, nuestro director. ¡Y nunca se supo quién lo hizo!

III

Durante dieciocho años ella había guardado la nota original, con sobre y todo. A Bronson le había enviado tan sólo una copia, calcando al pie la firma de Harry Gooddorf.

—Escucha, cariño —dijo Pat entonces—: ya sabes que siempre pensé que eso era cosa de una mujer… Sí, fue una muchacha, sin duda, quien acabó con Taylor.

Distraído, abrió el cajón para sacar una botella de whisky. Luego añadió, como dando forma a un pensamiento íntimo:

—¿Está eso en lugar seguro?

—Apuesta lo que quieras a que lo está. Nadie podría adivinar dónde.

—Sólo nosotros lo sabemos…

Ante los ojos de Pat se desarrollaba una cinta multicolor en la que no faltaban los coches, las piscinas, los dólares y las mujeres bonitas.

Dobló la nota, se la metió en el bolsillo, echó un trago de whisky y enseguida alargó la mano hacia la percha para tomar su sombrero.

—¿Es que vas a verle ahora? —preguntó Helen alarmada—. ¡Espera un poco hasta que yo me aclare! No tengo ganas de morir yo también asesinada.

—No te preocupes. Nos encontraremos dentro de una hora en The Muncherie, ¿de acuerdo?

Mientras se dirigía al despacho de Gooddorf, tomó la decisión firme de no mencionar hechos ni nombres dentro de los muros del estudio. En tiempos mejores, cuando estaba al frente del departamento de escenarios, Pat había concebido la feliz idea de colocar un dictáfono en todos los despachos de los guionistas y redactores. De este modo, su lealtad hacia los ejecutivos del estudio quedaba bien probada.

La idea fue tomada a broma. Pero más tarde, cuando él mismo se vio rebajado de categoría y vuelto a su condición de redactor, secretamente se preguntó más de una vez si no habrían seguido adelante con aquella desdichada sugerencia suya. Quién sabe si alguna indiscreción suya no había sido el motivo fundamental para que le arrojaran de nuevo a una de aquellas perreras en la que llevaba ya diez años consecutivos. A pesar de todo, la idea de aquellos dictáfonos no se le iba de la cabeza. Dictáfonos que se accionarían, discretamente, con cualquier palanquita oculta o pedal en el momento preciso. Invadido por aquellos tristes pensamientos, entró por fin en el despacho de Gooddorf.

—Harry —preguntó, procurando elegir con cuidado sus palabras—: ¿te acuerdas bien de la noche del 1 de febrero de 1921?

Con ademán de aparente sorpresa, Gooddorf se echó hacia atrás en su sillón giratorio.

—¿Cómo dices?

—Intenta recordar, por favor. Es importante para ti.

La expresión de Pat, vigilando atentamente las reacciones de su interlocutor, era expectante y ansiosa.

—Febrero… de 1921… —musitó Gooddorf—. ¡No! ¿Cómo puedo recordar eso? ¿Es que piensas que llevo un diario? Ni siquiera sé dónde estaba aquella noche.

—Pues estabas aquí, en Hollywood.

—Probablemente. Si tú lo sabes, dímelo.

—Deberías recordarlo tú mismo.

—Vamos a ver… Yo me fui a la costa en el dieciséis, y estuve con aquello de las biografías hasta 1920. Luego empecé con las comedias, ¿no es eso? ¡Eso es! Yo estaba haciendo una pieza… Creo que era la que lleva el título de Knucleduster, y yo estaba rodando los exteriores…

—No siempre. Tú estabas en la ciudad el día 1 de febrero del año 1921…

—¿Qué es esto? —preguntó Gooddorf alarmado—, ¿un interrogatorio de tercer grado?

—No; es sólo que tengo cierta información… Información sobre tus movimientos en esa fecha crítica.

El rostro de Gooddorf enrojeció por unos segundos. Dio la impresión de que iba a coger a Pat por las solapas y lo iba a arrojar violentamente del despacho. Pero no lo hizo. Por el contrario, se moderó, humedeció los labios con la lengua y bajó la vista hacia la mesa del despacho.

—Bien —dijo—, sigo sin comprender qué es lo que pretendes y qué negocio te traes entre manos al venir aquí.

—Es un negocio decente, de hombre honrado, quiero decir.

—¿Y cuándo te has convertido tú en… un hombre decente?

—Toda mi vida lo he sido —replicó Pat sin inmutarse—. Y aunque no fuera así, jamás he llegado a esos extremos. Nunca hice algo semejante.

—¡Santo Dios! —Exclamó Harry, desdeñoso—. Tú dándome lecciones de moral y buenas maneras. ¿Y de qué se trata? ¿Tienes alguna confesión mía por escrito? Esa fecha está más que olvidada.

—No en la memoria de un hombre honrado y decente. Y en cuanto a lo de la confesión escrita… ¡Sí, la tengo!

—Lo dudo mucho, muchacho. A ti te han dado una falsa información. Te han metido en un mal asunto, puedes creerme.

—He visto las pruebas. Con mis ojos —aseguró Pat, lleno de confianza—. ¡Una prueba suficiente como para colgarte!

—Escucha, amigo. No quiero ningún escándalo, ni deseo la menor publicidad. Estoy dispuesto a arrojarte de la ciudad si es preciso.

—De modo que sí… Me vas a arrojar de la ciudad, ¿no es así?

—Vuelvo a repetir que no quiero la menor publicidad.

—En ese caso, será mejor que vengas conmigo.

—¿Adónde?

—Un bar, por ejemplo. Donde podamos estar solos.

Thex  Muncherie, efectivamente, estaba desierto. Solamente Helen Kagle, que esperaba en una mesita y que dio un respingo de susto cuando los vio entrar. Al verla, el semblante de Gooddorf se encendió, con expresión de reproche.

—¡Vaya unas Navidades gloriosas! —exclamó—. Y la familia, que hace una hora que me aguarda. Vamos a ver cuál es vuestro plan. Decís que tenéis algo de mi puño y letra, ¿no es eso?

—Sí, aquí tienes una copia. No trates de quedarte con ella o comértela, porque es una copia, lo repito…

Pat se había sacado el papelito del bolsillo de la chaqueta y leyó la fecha en voz alta. Luego levantó la vista. Conocía al dedillo la técnica realizadora de aquellas escenas. Al pasar de moda los westerns, había trabajado bastante en obras de crimen y misterio. Leyó: «A William Bronson… Querido Bill: Hemos matado a Taylor. Creo que deberíamos haberlo hecho antes. Pero ahora, por favor, mantén la boca cerrada. Tuyo, Harry».

Pat hizo una pausa.

—¡Tú escribiste esto en febrero, el día 3, en 1921!

Se hizo un silencio. Gooddorf se volvió hacia Helen Kagle.

—¿Hizo usted… eso? ¿Le dicté yo, alguna vez, una cosa semejante?

—No —admitió ella con un tono apagado de voz—, eso lo escribió usted mismo. Yo abrí la carta.

—Comprendo. Y bien, ¿qué es lo que pretenden?

—¡Mucho! —respondió Pat, que se sintió muy complacido con la rotundidad de su respuesta.

—¿El qué exactamente?

Pat empezó a explicar. Empezó a explicar los detalles de una carrera brillante, apropiada para un escritor de cuarenta y nueve años. Se bebió, mientras hablaba, tres whiskys seguidos. No cesó de insistir en lo mismo una y otra vez: ¡quería ser un productor, pero mañana mismo!

—¿Por qué mañana? —preguntó Gooddorf—. ¿Eso no puede esperar?

En los ojos de Pat había humedad. Casi, casi, lágrimas reales.

—Estamos en Navidad —dijo—. Se trata de un deseo de Navidad, un deseo que he alimentado durante mucho tiempo. Entiéndelo… ¡Ya he esperado demasiado!

Gooddorf se puso en pie súbitamente.

—¡Jamás! —dijo—. ¡Nunca haré de ti un productor…! No podría hacerle esa faena a la compañía. Llegaremos hasta donde sea preciso. ¡Denúnciame si quieres!

Pat abrió la boca, asombrado:

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que has oído. Y no hay otra alternativa.

Alzó orgullosamente la cabeza y se volvió, comenzando a dirigirse hacia la puerta.

—¡Perfecto! —le gritó Pat—: Tú verás lo que haces, porque es tu última oportunidad.

De pronto se sorprendió al ver que Helen se levantaba y echaba a correr detrás de Gooddorf, al que intentó detener, echándole los brazos al cuello.

—¡No tienes que preocuparte por nada, Harry! —le gritó—. Yo lo destruiré… ¡Todo ha sido una broma!

Su voz sonaba frenética, mientras Gooddorf movía la cabeza y sonreía. De pronto, la muchacha reaccionó y su rostro se ensombreció. Siguió argumentando ante Harry.

—¿Es que no lo has creído? ¿No crees que yo tenga esa carta?

—¡Oh, sí, claro que la tienes, monada…! Pero no es nada de lo que te imaginas —volvió con ella a la mesa en que estaba Pat y se sentó de nuevo. Se encaró con Pat—. ¿Sabes lo que pensé en un principio? Creí que se trataba simplemente de la fecha en que ésta y yo tuvimos una aventura. Eso es lo que creí, y creí que ahora trataba de armar jaleo por aquello. Tendría que estar loca, claro está, porque desde entonces se ha casado dos veces. Lo mismo que yo.

—La nota no tiene nada que ver con eso —replicó Pat, con tono adusto—. Tú mataste a Taylor, y lo admites allí, en esa nota.

Gooddorf asintió con la cabeza.

—Debemos admitir que lo matamos entre todos —dijo—. Éramos una masa sin orden… Taylor, Bronson, yo, y todos los demás, tirándonos a degüello por el dinero. Tuvimos que hacer un pacto, o como quieras llamarle. Un acuerdo para ir despacio. El país estaba esperando que uno de nosotros fuera colgado… Le advertimos a Taylor que fuera cauto y midiera sus pasos, pero no supo o no quiso hacerlo. No quiso oír nuestros consejos y le dejamos ir. Alguna rata lo mató, disparando sobre él… ¡Pero nunca hemos sabido quién fue! —Se levantó de nuevo—. Como alguien debería haber hecho contigo, Pat. Pero tú eras en aquel tiempo un muchacho divertido. Aparte de que todos andábamos muy ocupados.

Pat carraspeó.

—En cierto modo, también a mí me asesinaron —se quejó—. ¡Y a mansalva!

—Demasiado tarde ya —contestó Gooddorf—. Tú has llegado hasta esta Navidad con tus grandes deseos. Yo voy a concederte uno de ellos, pero no te diré nada hoy. No esta tarde.

Cuando hubo desaparecido, Pat y Helen se miraron en silencio. Con decisión, Pat sacó otra vez la nota de su bolsillo y volvió a examinarla. Leyó en voz alta: «Pero ahora, por favor, mantén la boca cerrada…».

Helen suspiró.

—Eso es —dijo—: «Mantener la boca cerrada». ¿Por qué no?

Pat se encogió de hombros, decepcionado.

FIN


  • Autor: F. Scott Fitzgerald

  • Título: El deseo de Navidad de Pat Hobby

  • Título Original: Pat Hobby’s Christmas Wish

  • Publicado en: Esquire, enero de 1940

  • Traducción: Alberto Luis Pérez

 
 
 
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