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Lecturas

Actualizado: 24 may



El abeto

Hans Christian Andersen


En el bosque crecía un bonito abeto. Ocupaba un buen lugar, porque el sol le bañaba con sus rayos, el viento no lo azotaba y a su alrededor crecían muchos camaradas más grandes que él, pinos y abetos. Pero el pequeño abeto era muy impaciente, quería crecer muy de prisa. No pensaba en el calor del sol y en la buena temperatura. No se preocupaba de los niños de los labradores que pasaban por su vera jugando y charlando, cuando iban a coger fresas o frambuesas. A veces, recogían una cesta llena o bien ensartaban las fresas en una varilla, y se sentaban al lado del abeto y decían:

— ¡Oh, qué bonito es este abeto tan chiquitín! Pero el árbol no quería escuchar esto.

Al año siguiente, tenía un gran nudo, y al otro, aún más grande. Los abetos, según el número de nudos que poseen, así tienen de años.

— ¡Oh, si fuese un árbol muy grande como los demás —suspiraba el pequeño abeto—, podría extender las ramas a mi alrededor y, desde la copa, contemplar el mundo entero! Los pájaros construirían sus nidos en mis ramas y, cuando hiciera viento, yo saludaría con la copa tan cortésmente como los otros.

El sol, los pájaros y las nubes rosas, que bogaban por el cielo y sobre él mañana y noche, no le producían ningún placer.

En el invierno, cuando la nieve extendía por todas partes su blancura deslumbrante, a veces una liebre corría asustada y saltaba por encima del pequeño árbol…, lo que era muy molesto. Pero pasaron dos inviernos, y al tercero, el abeto era lo bastante grande para que la liebre se viese obligada a dar la vuelta

“¡Oh, crecer, crecer, hacerse grande y viejo, eso es lo mejor del mundo!”, se decía el árbol.

Cada año, por el otoño, llegaban los leñadores y abatían algunos de los mayores árboles, y el joven abeto, que tenía ya la talla precisa, temblaba, ya que los grandes y magníficos árboles caían a tierra temblando y se desgajaban. Les cortaban las ramas, y presentaban un aspecto desolador, desnudos, largos y delgados. Apenas se los reconocía, y después los cargaban en unos coches de caballos que los transportaban fuera del bosque.

¿Adónde iban? ¿Qué suerte los esperaba?

En la primavera, cuando llegaban las golondrinas y las cigüeñas, el árbol les preguntaba:

—¿No sabéis adónde los conducen? ¿No os los habéis encontrado por algún sitio?

Las golondrinas no sabían nada; pero la cigüeña, después de reflexionar, movió la cabeza y dijo:

—Sí, me parece que sí. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba hacia Egipto. Y en los barcos había unos mástiles soberbios. Estoy segura de que eran ellos, porque olían a abeto. No estés triste, porque ellos llevaban la cabeza bien alta.

—¡Oh! ¿Por qué no seré bastante grande para volar por encima del mar? ¿Cómo es exactamente esa mar y a qué se parece?

—¡Oh, es muy complicado de explicar! —dijo la cigüeña, y se marchó.

—Alégrate de tu juventud —le dijeron los rayos del sol—. Alégrate de tu verdor creciente, de la joven vida que está dentro de ti.

Y el viento besó al árbol, y el rocío vertió sobre él sus lágrimas, pero el abeto no comprendía estas cosas.

Cuando llegó la época de Navidad, todos los árboles jóvenes fueron abatidos; árboles que, a veces, ni eran tan grandes ni tan viejos como ese abeto que siempre estaba impaciente por partir. Estos árboles jóvenes, que eran precisamente los más bellos, conservaban siempre sus ramas. Los cargaban en los coches de caballos que los transportaban fuera del bosque.

—¿Adónde van? —preguntó el abeto—. No son más grandes que yo. Uno de ellos es aún más pequeño. ¿Por qué conservan todas sus ramas? ¿Adónde los conduce el coche?

— ¡Nosotros lo sabemos! ¡Nosotros lo sabemos! —piaron los gorriones—. Nosotros, en la ciudad, hemos echado una ojeada por los cristales de las ventanas. Sabemos adónde los conduce el coche. ¡Oh, se convierten en algo esplendoroso! Algo que no se puede imaginar. Nosotros hemos mirado por las ventanas y hemos visto cómo los plantan en el centro del templado salón, y los adornan con objetos encantadores: manzanas doradas, panes de especias, juguetes y cientos de luces.

—Y ¿después…? —preguntó el abeto, agitando todas sus ramas—, Y ¿después…? ¿Qué pasa después?

—¡Ah!, nosotros no hemos visto nada más. Pero era soberbio.

—¿Estaré destinado a seguir esa senda gloriosa? —decía el árbol entusiasmado—. ¡Es aún mejor que ir por el mar! ¡Cuántos deseos siento! ¿Aún no es Navidad? Ahora soy tan alto y tan grueso como los que se llevaron el año pasado… ¡Oh!, ¿por qué no estaré ya sobre el coche?… ¿Por qué no me encontraré en el salón, rodeado de todo ese esplendor?.. Y ¿después…? Sí, lo que pase después debe de ser aún mejor, todavía más hermoso, sin duda alguna. Porque a mí también me adornarán así y entonces seré más grande, más espléndido… ¡Oh, cuánto me gustaría estar ya allí! ¡No sé lo que me pasa!

¡Goza con nosotros! —dijeron el viento y la luz del sol—. ¡Goza de tu verde juventud a pleno aire!

Pero él no gozaba con nada de eso. Quería crecer rápidamente, y tanto en invierno como en verano estaba siempre verde. Su verde era de color oscuro, y las personas que lo veían, decían:

—¡Vaya árbol bonito!

Y en Navidad fue de los primeros en ser abatido. El hacha se hundió profundamente en su tronco, y cayó al suelo dando un suspiro. Sintió dolor, desfallecimiento. No podía pensar en ninguna dicha. Estaba desolado por tener que abandonar su ambiente familiar, el lugar en donde había crecido. Comprendía muy bien que nunca más volvería a ver a sus viejos y queridos camaradas, los capullitos y las flores de su alrededor, tal vez ni a los mismos pajarillos. La partida no tenía, en verdad, nada de agradable.

El árbol no volvió en sí hasta que fue descargado en un patio junto con otros varios, y oyó a un hombre decir:

—Es soberbio. No queremos ningún otro.

Dos criados de librea se acercaron al árbol y lo cogieron y transportaron a una grandiosa y magnífica sala. En los muros estaban colgados soberbios retratos, y cerca de la gran chimenea de ladrillos pulimentados había grandes vasos chinos con leones pintados en sus panzas. Había mecedoras, sillones de seda, grandes mesas cubiertas de libros de láminas y de juguetes de incalculable valor…, según decían los niños. Y el abeto fue plantado en un tonel lleno de arena, aunque nadie podía saber que era un tonel porque estaba envuelto en una tela verde y colocado sobre una gran alfombra de colores. ¡Oh, qué emocionado estaba el árbol! ¿Qué iba a pasar? Los criados y las doncellas se pusieron a hermosearlo. De cada rama colgaban redecillas envueltas en papeles de colores. Dentro de cada redecilla se veían bombones. Manzanas y nueces doradas estaban colocadas en las ramas como si hubieran crecido en ellas, y más de cien lamparitas rojas, azules y blancas estaban fijas en las ramas. Muñecas, que tenían aspectos de personas —el árbol no había visto jamás nada parecido—, se tenían en pie en medio de lo verde, y en todo lo alto, en la copa, le colocaron una estrella enorme y brillante. Era soberbio, verdaderamente magnífico. Y todo el mundo decía:

—¡Esta noche va a ser una maravilla!

—¡Oh! —se decía el abeto—, quisiera que ya fuera por la noche; quisiera estar ya todo alumbrado. Y después, ¿qué pasará? ¿Vendrán los árboles del bosque a verme? ¿Quedaré plantado aquí para servir le adorno durante el verano y el invierno?

No sabía a qué atenerse. Y la impaciencia le producía un grave dolor de corteza, y el dolor de corteza es tan penoso para un árbol como para nosotros el dolor de cabeza.

Al fin las luces se encendieron. ¡Qué resplandor, qué magnificencia! El árbol, de nervioso, se puso a temblar y una de las luces prendió fuego a una rama. Y se produjo una gran llamarada.

—¡Dios nos guarde! —gritaron las criadas, que se apresuraron a apagarlo.

Y el árbol no pudo menos de sentirse inquieto. ¡Eso estaba feo! Tenía miedo de perder su esplendor. Estaba atormentado en su gloria… Pero, de pronto, los dos batientes de las puertas se abrieron y una nube de niños se precipitó en la sala, como si quisiera derribar el árbol. Las personas mayores los seguían más tranquilas. Los pequeños se detuvieron, mudos…, pero solo un instante. En seguida empezaron a dar gritos de alegría, y se produjo una verdadera algarabía. Bailaban alrededor del árbol y se pusieron a coger todos los regalos.

—Pero ¿qué hacen estos locos? —se preguntaba el abeto—. ¿Qué va a pasar?

Las bujías lucieron hasta llegar a las ramas, y a medida que se consumían, las apagaban, y los niños fueron autorizados a despojar el árbol. Se agarraron a él tan fuertemente que todas sus ramas crujieron. Si no hubiera estado atado y sujeto por la punta y la estrella de oro ni bien sujeto al suelo, hubiese rodado por el pavimento.

Los niños hacían piruetas con sus preciosos juguetes. Nadie miraba al árbol, salvo la anciana criada, que echaba de cuando en cuando una mirada por entre las ramas, pero era solo para ver que no habían olvidado un higo o una manzana.

—¡Un cuento! ¡Un cuento! —gritaron los niños mientras empujaban hacia el árbol a un hombre barrigudo.

Y el hombre se sentó bajo el abeto.

—De esta forma, podemos hacernos la ilusión de que estamos en mitad del bosque —dijo—, y, además, también será bueno para el árbol escuchar mi relato. Pero no os voy a contar un cuento. ¿Queréis que os cuente la historia de Ivede-Avede o la de Klumpe-Dumpe, que se cayó desde lo alto de la escalera, pero que llegó hasta la silla de honor y se casó con la princesa?

—Ivede-Avede—gritaron unos niños.

—Klumpe-Dumpe—gritaron otros.

El tumulto no tenía trazas de acabar; solo el abeto estaba callado y pensaba: “¿No voy a mezclarme con ellos? ¿Voy a permanecer, aquí sin hacer rada?”

Pero él ya había tomado parte en la fiesta. Había hecho lo que tenía que hacer.

El hombre contó la historia de Klumpe-Dumpe que se cayó desde lo alto de la escalera, pero que llegó hasta la silla de honor y se casó con la princesa. Los niños aplaudieron con fuerza y gritaron:

—¡Cuéntalo! ¡Cuéntalo!

También querían oír la de Ivede-Avede. pero solo tuvieron la de Klumpe-Dumpe. El árbol estaba quieto y soñador. Los pájaros del bosque no habían contado jamás nada parecido. Klumpe-Dumpe se había caído por la escalera y, a pesar de todo, se había casado con la princesa.

“Sí, sí. Así va el mundo —se dijo el abeto, que creía la historia verdadera, porque era un hombre tan elegante quien la contaba—. ¿Quién sabe? Quizá yo también me caiga por una escalera y me case con una princesa.”

Y se regocijaba ante la idea de que, al día siguiente, volverían a adornarlo con luces, juguetes, oro y frutas.

—Mañana no me moveré siquiera —resolvió—. Gozaré de mi esplendor. Mañana oiré otra vez la historia de Klumpe-Dumpe y tal vez la de Ivede-Avede.

Y el árbol permaneció inmóvil y pensativo durante toda la noche.

A. la mañana siguiente entraron un criado y una criada.

“Vuelve a comenzar la gala”, se dijo el árbol.

Pero se lo llevaron fuera del salón, lo subieron por la escalera, lo introdujeron en el desván y lo dejaron en un rincón oscuro. Allí no entraba claridad por ninguna parte.

—¿Qué significa esto? ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué historia oiré?

Se apoyó contra el muro y reflexionó largamente…, y tuvo mucho tiempo para reflexionar, porque pasaron días y noches. Nadie subía allí, y cuando, al fin, iba alguien era para meter grandes cajas en el rincón. El árbol quedó oculto por completo. Parecía como si todo el mundo lo hubiera olvidado.

“En el exterior, ahora es invierno—pensaba—. La tierra está dura y cubierta de nieve. Los hombres no pueden plantarme. Esta es, sin duda, la causa de que deba permanecer aquí abrigado hasta la primavera. ¡Cómo se comprende esto! ¡Los hombres son verdaderamente buenos!… Solo si este lugar no fuese tan oscuro y tan terriblemente solitario… ¡Ni una liebre siquiera!… Se estaba tan agradable allá abajo, en el bosque, cuando, sobre el lecho de nieve, la liebre pasaba corriendo. Sí, aun cuando se atrevía a saltar por encima de mí en mi niñez. Aquí, la soledad es muy penosa.”

—¡Hii!, ¡hii! —dijo en ese momento un ratoncito que salía de su agujero, seguido de otro. Se acercaron al abeto y se guarecieron entre sus ramas.

—Hace mucho frío—dijeron los ratoncitos—. Pero aquí se está deliciosamente bien. ¿No es verdad, viejo abeto?

—Yo no soy viejo—replicó el abeto—. ¡Los hay mucho más viejos que yo!

—¿De dónde has venido? Y ¿qué sabes —le preguntaron los ratones, que eran terriblemente curiosos—. Háblanos, pues, del lugar más exquisito de la tierra. ¿Has estado allí? ¿Has estado en la despensa, donde se encuentra queso en los estantes, donde el jamón cuelga del techo, donde se baila sobre las velas? Allí se entra delgado y se sale bien gordo.

—No lo conozco —dijo el árbol—. Pero conozco el bosque, donde el sol luce y los pájaros cantan.

Y les contó toda su juventud. Los ratoncitos no habían oído jamás nada parecido. Le escucharon con gran atención y dijeron:

—Sí, has visto cosas muy bellas. ¡Oh, cuán dichoso debes de haber sido!

—¿Yo? —dijo el abeto, y reflexionó sobre lo que había contado—. Sí, fue una época, en verdad, muy agradable.

Después habló de la noche de Navidad, cuando había sido adornado con luces y bombones.

— ¡Oh —exclamaron los ratoncitos—, cuán dichoso llenes que haber sido, viejo abeto!

—No soy viejo —replicó el árbol—. Ha sido este invierno cuando he llegado del bosque. Estoy en la edad más bella, detenido solo en mi crecimiento.

— ¡Qué bien sabes hablar! —exclamaron los ratoncitos.

A la noche siguiente volvieron con otros cuatro ratoncitos que querían oír lo que decía el abeto, y cuanto más hablaba el árbol, más se acordaba de todo, y pensaba:

“¡Era una época bien agradable! Pero puede volver, puede volver. Klumpe-Dumpe cayó desde lo alto de la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa.”

Y el abeto pensaba en un lindo álamo blanco que crecía en el bosque: para él era como una verdadera y encantadora princesa.

—¿Quién es Klumpe-Dumpe? —preguntaron los ratoncitos.

Y el abeto contó la historia. La recordaba palabra por palabra. Los ratoncitos estaban a punto de alcanzar la cima del árbol, tan contentos estaban. A la noche siguiente, vinieron muchos más ratoncitos, y el domingo dos ratas. Pero estas dijeron que la historia no era divertida, y los ratoncitos estaban disgustados, porque el cuento, entonces, les agradó menos.

—¿Es la única historia que sabes? —le preguntaron las ratas.

—Sí, la única —respondió el abeto—. La oí la noche que fui más feliz; pero yo no pensaba, aquella noche, lo dichoso que era.

—Es una historia detestable. ¿No sabes ninguna referente al tocino y las velas? ¿Ninguna historia de despensa?

—No —respondió el abeto.

—Pues bien. ¡Gracias! —replicaron las ratas, dieron media vuelta y se fueron a sus asuntos.

Los ratoncitos terminaron también por marcharse, y el árbol suspiró:

—¡Era un placer tener a mi alrededor a esos ratoncitos ágiles que escuchaban mis relatos! Ahora, todo ha terminado ¡Esto también!… Pero no dejaré de divertirme cuando vengan a buscarme.

Pero ¿cuándo sería eso?… Eso tuvo lugar una mañana. Llegaron gentes que organizaron una limpieza en el desván. Las cajas fueron desplazadas de su sitio, el árbol tirado. En verdad, lo arrojaron un poco duramente al suelo. Pero un hombre lo llevó muy pronto hacia la escalera, donde lucía la luz del día.

—¡Vaya! Al fin, comienza de nuevo la vida —se dijo el árbol.

Sintió en su cuerpo el aire, los primeros rayos del sol…, y ya estaba fuera, en el patio. Todo eso fue tan rápido, que el árbol olvidó por completo de mirarse. ¡Había tanto que ver a su alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, donde todo estaba en flor. Las rosas sobresalían por la baja cerca y perfumaban el ambiente; los tilos estaban en flor, y las golondrinas volaban, cantando:

— ¡Quirre virro rápido, que mi marido ha llegado!

Pero no era en el abeto en quien pensaban.

“Ahora voy a vivir”, se dijo con alegría, y extendió largamente sus ramas.

¡Ay, estaban secas y amarillas! Se hallaba tumbado en un rincón lleno de malas hierbas y de ortigas. La estrella de papel dorado continuaba en su copa y brillaba bajo el sol esplendoroso.

En el patio jugaban algunos de los alegres niños que habían bailado alrededor del árbol en Navidad y se habían mostrado tan felices. Uno de los más pequeños corrió hacia él y le arrancó la estrella de oro.

— ¡Mirad lo que queda aún sobre este feo árbol de Navidad! —dijo, y dobló las ramas, que crujieron bajo sus zapatos.

El árbol contempló el esplendor de las flores y el verdor del jardín. Se miró a sí mismo y echó de menos su rincón oscuro del desván. Pensó en la época verde de su juventud, cuando se hallaba en el bosque, en la alegre noche de Navidad y en los ratoncitos, tan contentos de escuchar la historia de Klumpe-Dumpe,

“¡Todo ha terminado —pensaba el pobre árbol—. ¡Si, al menos, hubiese sido feliz cuando podía serlo!… ¡Todo acabó!”

El criado llegó hasta donde él estaba y cortó el árbol en pequeños trozos, con los que formó un gran montón, que ardió estupendamente en la cocina, dentro de la caldera. De él salían profundos suspiros, suspiros que retumbaban. Cuando los niños que estaban jugando se acercaron al fuego, gritaron:

— ¡Pif! ¡Paf!

Pero a cada estallido, que era un profundo suspiro, el árbol pensaba en un día de verano en el bosque o en una noche de invierno bajo las estrellas titilantes. Pensaba en la noche de Navidad y en la historia de Klumpe-Dumpe, el único cuento que había oído y que supo contar…, y terminó por consumirse.

Los niños jugaron en el patio, y el más pequeño llevaba sobre su pecho la estrella de oro que había adornado el árbol en su noche más feliz. Terminada aquella noche, terminó el árbol, y el cuento también termina. ¡Termina, termina, como terminan todas las historias!

FIN


  • Autor: Hans Christian Andersen

  • Título: El abeto

  • Título Original: Grantræet

  • Publicado en: Nye Eventyr. Første Bind. Anden Samling (1844)

  • Traducción: Salvador Bordoy Luque – José Antonio Fernández Romero

 
 
 


La estrella blanca

Emilia Pardo Bazán


De los tres Reyes de Oriente, llamados Magos, el más sabidor era el viejo Baltasar. En su palacio, de altas techumbres sostenidas con vigas de cedro, rodeado de fuertes muros de granito, y que guardaba escogida tropa, compuesta de mozos de las más nobles familias, había construido una especie de observatorio, una torre redonda, donde se encerraba, para consultar despacio las constelaciones y cubrir de enigmáticas rayas y letras de un desconocido alfabeto los pergaminos que le traían en abundancia, bien flexibles y curtidos, en lindos rollos, y las tablillas plaqueadas de cera que, surcadas por el estilete, iban alineándose alrededor de la cámara, en estantes de maderas preciosas.

El anciano rey no estaba engreído de su ciencia. En aquellos azules espacios que escrutaban sus ojos ansiaba adivinar leyes misteriosas, no sospechadas armonías de la creación; pero no lo conseguía. El ansia de conocer, de rasgar los velos en que envuelve sus operaciones la potencia creadora, le absorbía tanto, que descuidaba su reino. Un sobrino, ambicioso y activo, iba captándose las simpatías del pueblo y de la nobleza militar, y si no desposeía a su tío, era porque le consideraba entregado a inofensivas manías e incapaz de estorbar en nada.

En cambio, el rey Gaspar, sin ocuparse del cielo, consagraba sus artes mágicas al dominio y conquista de la tierra. Cuando al frente de sus aguerridas tropas entraba en país enemigo, iba prevenido de augurios y horóscopos. Todos creían que Gaspar estaba dotado del don de adivinación y se comunicaba directamente con el poder oculto que concede, al azar de la lucha, la victoria, y le seguían sin miedo, con fanatismo. Al verle, recio y resuelto, en la madurez de su edad, rigiendo su generoso bridón, sonriendo lleno de confianza entre las nubes de dardos y los remolinos de la batalla furiosa, repetían que un encanto le hacía invulnerable. Y, en efecto, jamás fue herido el Mago Rey: haciendo proezas de valor en todos los combates, ni flecha ni piedra logró alcanzarle, ni tajo de espada pudo rasguñar sus vestiduras. Pretendieron los romanos sojuzgar la tierra que Gaspar regía, y fueron rechazadas las veteranas legiones, maltrechas y rotas. Cuando el procónsul que las mandaba refirió al Senado que el rey sabía de magia y no era posible vencerle, se rieron del que venía dominado por supersticiones orientales y daba crédito a consejas ridículas. Y, entretanto, Gaspar, no satisfecho, se consumía en el afán de mayores conquistas, de llegar hasta Roma, de entrar en la ciudad y ponerle fuego y apoderarse del universal poder.

El tercer Mago, Melchor, reinaba sobre los etíopes, pueblo el más antiguo del mundo. Era joven; no pasaría de los veinticinco años, y su corazón y sus sentidos ardían con llamaradas de incendio. A pesar de su negra piel, su cuerpo era una estatua de bronce bruñido, esbelta, musculosa y elegante de formas. Rico en polvo de oro, perlas, plumas de avestruz y gomas olorosas, los trajinantes y caravaneros que le compraban estas mercancías inestimables solían traerle en cambio esclavas blancas de diversos países. Temblorosas, tristes o resignadas, entraban en el palacio, que les tenía dispuesto Melchor, las hijas del Cáucaso, de perfecta belleza y rasgados ojos; las griegas, diestras en hacer versos y recitarlos al son de la lira; las persas, que huelen a rosa; las gaditanas, que saben de danzas voluptuosas; las fenicias, envueltas en negros velos; las hebreas, de nobles facciones, y hasta las romanas altivas, que no pocas veces se daban la muerte, ahorcándose con un jirón de su túnica, antes que sufrir la esclavitud y el abrazo del bárbaro rey. Melchor quería que sus cautivas estuviesen rodeadas de delicias y lujo. El palacio-serrallo era enorme y lo cercaban jardines y frondas de arbustos y árboles en flor, de hoja perenne, que aromaban el aire. Lagos tranquilos, surcados por embarcaciones diminutas, ofrecían los placeres del baño y del paseo, y en las barquillas remaban, en vez de hombres, simios amaestrados y esclavas de torso rudo, de gruesos labios rientes, forzudas y solícitas. Porque Melchor sufría de un mal cruel: en su apasionamiento, era celoso con rabia y recataba a sus mujeres de toda mirada varonil. Hubiese querido guardarlas dentro de una fortaleza sin que les diese ni el aire, pero la experiencia le había demostrado que, enclaustradas, enfermaban de consunción y morían de fiebre, y optó por rodear de altas tapias una extensión enorme y guardar allí el tesoro que con nadie quería compartir.

En el deleitoso retiro pasaba las tardes y las noches, revistando a sus hermosas, presenciando sus danzas y juegos, oyendo sus cánticos, preguntándoles por sus patrias lejanas y sintiendo un dolor recóndito cuando, al recuerdo, lágrimas involuntarias asomaban a los magníficos ojos de las concubinas.

A veces, Melchor, con dulzura, las interrogaba:

—¿No eres feliz, Dircé? ¿No me quieres, Faustina? ¿Anhelarías otro amor, Guluya?

Y cualquiera que la respuesta fuese, por tiernas que contestasen las caricias a la pregunta, Melchor quedaba triste hasta la muerte. Porque comprendía que su piel oscura, sus cabellos lanosos, no eran gratos, y que las bellas aparentaban una felicidad no sentida. Cada una de ellas había dejado, en su país, un predilecto: un heleno de perfil puro, de musculatura firme, bajo tez dorada; un tribuno militar; un patricio elegante; un pastor de Galilea, de rizos negros; un régulo ibérico que devoraba el espacio sobre un caballo de la Turdetania. Y Melchor, desesperado de borrar la memoria de sus invisibles rivales, acudía a la magia para conseguir el bien, a todos superior, de ser amado. No le bastaba la sumisión mecánica, el consentimiento de aquellos cuerpos seductores; exigía el alma, con rabiosa exigencia, no saciada nunca. Y ensayaba filtros y conjuros, encantaciones y evocaciones, convocando a las hechiceras de Tesalia, que se reúnen a la luz de la luna, a las pitonisas de Israel, practicando ritos sombríos, adoraciones de la serpiente y crueles ceremonias de propiciación del mal. Robaba cabellos, fragmentos de uñas y agua en que se habían lavado sus amadas, y con estos despojos componía bebedizos de amorosa sugestión. Pero el amor no llegaba; Melchor no lo sentía vibrar en la humilde obediencia de las hermosas. Y salía de sus regazos más sediento, más magullado del alma, más melancólico, y se encerraba, a veces, semanas enteras, sin querer poner los pies en el recinto del serrallo, hasta que, alentando un poco, volvía a su inútil lucha con lo imposible, para recaer en la pena y en el despecho. ¡Una sola que le diese amor! ¡Y a ésa toda su vida!

En una de las crisis de sentimental desesperanza, pensó Melchor que acaso el viejo rey Baltasar, con su sabiduría, pudiese darle un remedio. Y, acompañado de séquito fastuoso, con escolta de camellos cargados de polvo de oro y mirra, emprendió el viaje, llegando en cuatro jornadas a la capital del viejo Mago. En el camino se había encontrado a Gaspar, que, al frente de una escogida hueste, se dirigía también a visitar al anciano rey, para proponerle una alianza. La misma pretensión expuso a Melchor. ¿Por qué no se unían los monarcas de Oriente y caían sobre Roma, que se declaraba señora de las demás naciones y las sometía a vasallaje y tributo? Melchor encontraba acertado el propósito de Gaspar, pero ambos convinieron en remitirse al parecer de Baltasar el Sapientísimo, que leía en los astros, sin duda, el porvenir.

Acogidos por el viejo con afabilidad y honor, reuniéronse a la tarde los tres Magos en la terraza del palacio real, y habiendo comido y bebido hasta saciarse, a la hora en que el sol se ha puesto y el firmamento es como tendido pabellón de terciopelo turquí, tachonado de diamantes y gemas, Baltasar, en tono paternal y benigno, dijo a sus huéspedes y convidados:

—Lo que desea Gaspar es muy conforme a su grande ánimo, a su valor de león; pero un pobre anciano como yo ya no sabe de guerras ni de hazañas. Si queréis, tratad de esa alianza con mi sobrino, que me ayuda a llevar el peso del Estado. Yo, en esta noche señalada, quiero hablaros de algo más importante.

—¿Más importante que expugnar a Roma?

—¿Más importante que el amor?

Estas dos exclamaciones no sorprendieron a Baltasar. Sus ojos de vidente se clavaron en los dos monarcas y sonrió con indulgencia.

—Oídme —pronunció—. Hace largos años que mis pupilas escrutan el espacio y registran los movimientos y giros de los cuerpos celestes. Inútilmente trato de descubrir qué interés tiene para la humanidad esa aglomeración de planetas y soles. ¿No os admira que sean tantos, tan centelleantes, tan remotos, que no se acerquen a nosotros jamás, mirándonos indiferentes desde la inmensidad fría?

Callaron Gaspar y Melchor, y prosiguió el Mago:

—Desde hace algún tiempo, sin embargo, parece que tengo el presentimiento de que el cielo habrá de acercarse a la tierra. Mis cálculos me permiten afirmar que aparecerá una estrella desconocida y esa estrella será la única que tendrá piedad de los humanos. He advertido signos de su aparición. Estamos aquí tres hombres que sufrimos de un ansia infinita. ¿No es cierto? ¿Por qué no había de ser esta misma noche cuando se presente la estrella bienhechora?

El alto silencio, que parecía venir en ondas mudas del desierto cercano, la solemnidad del momento, impresionaron a los otros dos reyes. Su fantasía se entreabrió, como enorme cáliz de datura cargado de aroma.

Baltasar continuó, alzando sus dos manos abiertas como para orar:

—Los que estamos cerca de la muerte y hemos sido castos toda la vida y hemos permanecido en contacto con las ideas inmateriales, tenemos a veces revelaciones difíciles de explicar. Yo, en mi observatorio, he pensado que el mundo sufre, víctima de la injusticia y del dolor, y tiene que llegar la hora de que el cielo se acuerde de él. No adivino cómo podrá ser salvado el hombre, y, no obstante, creo firmemente que deberá serlo y que esta verdad está escrita en letras de lumbre en el cielo mismo. Si esto se os figura aprensiones de mi cabeza, ya debilitada por los años, no me las quitéis, porque son mi único consuelo, la recompensa de mi existencia, dedicada a lo espiritual.

—Padre mío, Baltasar —exclamó el negro, en quien la fe fue más súbita, y que besaba las manos del sabidor—, creo comprender lo que dices. El mundo está lleno de amargura. Se necesita alguna esperanza, y los que tenemos dolorido el corazón la buscamos como el ciervo las fuentes de agua viva.

—Se necesita —declaró Gaspar más reacio— derrocar a la insolente, a la inicua Roma; libertarnos de su tiranía.

—Hijo Gaspar —imploró el Mago mayor—, cree y verás caer Roma sin necesidad de combates, ni de sangre vertida en ellos. Cree y espera, que se acerca la hora; en verdad te lo digo.

Y Gaspar, a su vez, cayó postrado ante el viejo. Éste alzaba los ojos a la bóveda esplendente, toda acribillada de puntitos de luz. No se oía ni la respiración de los tres Reyes. No corría ni un soplo de aire.

De pronto, entre las luminarias del firmamento, una asomó que antes no era visible. Un astro de luz más blanca que las otras surgía con lentitud, majestuoso, y se acercaba tanto, que semejaba una luna pequeña. Alumbraba la terraza toda y arrastraba en pos de su globo de perla una cola de fulgor, larga, magnífica, desarrollada como el extremo del manto de una reina austral. Y Baltasar, a su vez, dobló la rodilla y lloró de gozo.

—¿La veis? —repetía—. ¿La veis?

Fue Melchor, el fervoroso, quien primero pronunció la frase decisiva:

—¡Sigámosla!

Y la siguieron, ignorando adónde los conducía, seguros de que era a la salvación. Los tres, por el polvoriento y prolijo desierto de arena, caballeros en sus dromedarios, iban felices, olvidado Baltasar de la ciencia; Gaspar, de la gloria; Melchor, de la amorosa locura. Irradiaba en sus ojos algo sobrenatural, y la estrella, precediéndoles siempre, parecía envolverlos en un triunfo perpetuo. Su claridad, de día, eclipsaba a la del sol.

Y, por haberla seguido, ¿no lo sabéis?, los Magos Reyes, de vuelta a sus reinos, fueron santos…

FIN


  • Autor: Emilia Pardo Bazán

  • Título: La estrella blanca

  • Publicado en: La Esfera, 3 de enero de 1912

 
 
 

Un cetro final, una corona duradera

Ray Bradbury


—¡Allí está!

Los dos hombres miraron hacia abajo. El helicóptero también se inclinó a un lado. La costa aparecía más lejos.

—No. Es sólo una roca y algo de musgo…

El piloto levantó la cabeza, lo cual indicó la elevación del helicóptero, que giró y se alejó del paraje. Las blancas rocas de Dover desaparecieron. Pasaron por encima de verdes prados, yendo atrás y adelante, como una gigantesca libélula que daba vueltas por entre las ráfagas heladas del invierno que ponía escarcha en sus alas.

—¡Espera! ¡Allí! ¡Desciende!

El aparato descendió y la hierba subió. El acompañante del piloto, lanzando un gruñido, abrió la portezuela, y, como si fuera una máquina necesitada de lubricante, se dejó caer cuidadosamente en tierra. Corrió. Al perder el aliento, aflojó el paso para gritar débilmente contra el viento:

—¡Harry!

Su grito consiguió que una forma encorvada, cerca de la loma fronteriza, se levantara tambaleándose y echara a correr.

—¡Yo no he hecho nada!

—¡No es la justicia, Harry! ¡Soy yo! ¡Sam Welles!

El viejo que huía ante él aflojó la marcha y se detuvo rígidamente al borde del arrecife que dominaba el mar, sujetándose la larga barba con las enguantadas manos.

Samuel Welles, jadeando, corrió hacia él, pero al llegar a su altura no le tocó, como temiendo que volviese a huir.

—Harry, maldito idiota. Llevo semanas buscándote. Temí no poder encontrarte.

—Y yo temía que me encontraras.

Harry, que había tenido los ojos cerrados, los abrió para contemplar temblorosamente su barba, sus guantes y a su amigo Samuel. Allí estaban los dos ancianos, muy grises, muy fríos, sobre una elevación de piedra desnuda, un día de diciembre. Se conocían desde hacía tanto tiempo, tantos años, que podían leer sus mutuos pensamientos en sus respectivas expresiones. Su boca y sus ojos, por consiguiente, eran semejantes. Podían haber sido antiguos hermanos. La única diferencia estaba en el individuo que se había como despegado del helicóptero. Bajo sus ropas oscuras se podía divisar una incongruente camisa hawaiana, multicolor. Harry trataba de no mirarla.

De pronto, sus ojos se encontraron.

—Harry, he venido a avisarte.

—No es preciso. ¿Por qué crees que me escondía? ¿Es éste, acaso, el último día?

—Sí, el último.

No se movieron, reflexionando ambos sobre lo mismo.

Mañana, Navidad. Y ahora estaban en la tarde de la Nochebuena, cuando se marchaban las últimas embarcaciones. E Inglaterra, una roca en un mar de agua y niebla, sería un monumento de mármol escrito por la lluvia y enterrado en la bruma. Al día siguiente, sólo las gaviotas poseerían la isla. Y mil millones de mariposas «monarch» volarían en junio como adornos de un desfile frente al mar.

Harry, con los ojos fijos en la marea, dijo:

—Al crepúsculo todos esos malditos idiotas habrán abandonado la isla, ¿eh?

—Exactamente.

—Mala cosa. Y tú, Samuel, ¿has venido a raptarme?

—A convencerte, sería más propio.

—¿Convencerme? ¡Dios santo, Sam!, ¿no me conoces desde hace cincuenta años? ¿No has podido adivinar que desearía ser el último hombre de toda Bretaña? No, eso no suena bien, ¿… de toda la Gran Bretaña?

«El último hombre de toda la Gran Bretaña —pensó Harry—. ¡Oh!, Dios, esto suena bien. Es la gran campana de Londres que se oye en medio de todas las lloviznas, a través del tiempo de estos extraños día y hora, cuando el último, el último excepto uno, abandone este montículo racial, esta tumba verde en medio de un mar de luz helada. El último…, el último.»

—Escucha, Samuel. Mi tumba está cavada. Y no quiero abandonarla.

—¿Quién te meterá dentro?

—Yo, cuando llegue el momento.

—¿Y quién la cubrirá?

—Hay polvo para cubrir el polvo, Sam. El viento lo hará. ¡Ah, Dios mío! —sin querer, las palabras se escaparon de entre sus labios. Quedó asombrado al ver que sus lágrimas se helaban al descender de sus cegados ojos—. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué tantas despedidas? ¿Por qué se han ido las últimas embarcaciones del Canal, los últimos reactores? ¿Adónde se marcha la gente, Sam? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido?

—Pues es muy sencillo, Harry —repuso Samuel Welles, quedamente—. El clima de aquí es muy malo. Siempre lo fue. Nadie se atrevía a comentarlo siquiera, ya que no podía encontrarse una solución. Pero ahora Inglaterra ha terminado. El futuro pertenece a…

Los ojos de ambos se dirigieron al sur.

—¿A las malditas islas Canarias?

—A Samoa.

—¿A las costas brasileñas?

—No te olvides de California, Harry.

Los dos se echaron a reír.

—California… ¡Por todos los diablos! ¡Un lugar divertido! Y, sin embargo, ¿no había este mediodía un millón de ingleses desde Sacramento a Los Ángeles?

—Y otro millón en Florida.

—Dos millones hacia abajo, sólo en los últimos cuatro años.

Ambos asintieron ante el cálculo.

—Bien, Samuel, el hombre dice una cosa. El sol dice otra. De modo que el hombre hace lo que su piel le dice a su sangre. Y la sangre al fin dice: «Al sur.» Lleva dos mil años diciéndolo. Pero nosotros fingíamos no oírlo. Un hombre con su primer bronceado a causa de los rayos del sol es un hombre en medio de un nuevo amor, lo sepa o no lo sepa. Finalmente, se tumba bajo un cielo extraño y le dice a la cegadora luz: «¡Enséñame, oh, Dios mío, enséñame!»

Samuel Welles meneó la cabeza con cierto temor.

—Sigue hablando así y no tendré que raptarte.

—No, el sol puede haberte enseñado a ti, Samuel, pero no a mí. Ojalá pudiese. Lo cierto es que no será muy divertido estar solo. No puedo discutir contigo, Sam, ni convencerte para que te quedes y formemos la pareja de antaño, tú y yo, como cuando éramos chicos, ¿eh?

Golpeó rudamente el codo de su amigo.

—Diantre, me haces pensar que soy un desertor del rey y la patria.

—No es cierto. Tú no abandonas nada, ya que aquí no hay nadie. ¿Quién habría soñado, de chicos, en 1980, que llegaría el día en que una promesa de verano perpetuo llevaría a John Bull a las cuatro esquinas de un más allá?

—Toda mi vida he pasado frío, Harry. Son muchos años de ponerme ropa y no tener bastante carbón en la estufa. Son muchos años en que el cielo no aparecía más que por una grieta entre dos nubes el primer día de junio, y en que ni el olor a heno iniciaba junio o un día seco y ventoso agosto. Y esto año tras año. Y no lo resisto más, Harry, no puedo.

—Ni lo necesitas. Nuestra raza ha padecido mucho. Tú te lo has ganado, te mereces este largo retiro, este largo descanso en Jamaica, Puerto Príncipe o Pasadena. Dame la mano. ¡Y estréchala con fuerza otra vez! Este es un gran momento de la historia. ¡Tú y yo lo estamos viviendo ahora!

—Seguro, por Dios.

—Mira, Sam, cuando te hayas ido y te hayas establecido en Sicilia, Sidney, o en Orange Navel, California, cuenta este «momento» a la Prensa. Podrías llenar una columna. ¿Y los libros de historia? Bien, ¿no podría haber en ellos media página dedicada a nosotros dos, el último en marcharse y el último en quedarse? Sam, ¡oh!, Sam, me estás rompiendo los huesos de la mano, pero estrecha fuerte, muy fuerte, porque ésta es nuestra despedida final.

Estaban de pie, jadeando, con los ojos arrasados en llanto.

—Harry, ¿quieres acompañarme hasta el helicóptero?

—No. Temo a esos malditos aparatos. La idea del sol en medio de un día oscuro podría asaltarme y obligarme a volar contigo.

—¿Qué mal hay en ello?

—¿Mal? ¡Oh!, Samuel, yo debo guardar nuestras costas de cualquier invasión. Los normandos, los vikingos, los sajones. En los años venideros recorreré toda la isla, manteniendo la guardia desde Dover hacia el norte, en torno a los arrecifes, para después regresar de nuevo a Folkestone.

—¿Te invadirá Hitler, amigo?

—Tal vez sí, él con sus fantasmas de acero.

—¿Y cómo lucharás contra él, Harry?

—¿Crees que caminaré solo? No, por el camino puedo encontrar a César en una playa. Le gustaba mucho, de modo que dejó un par de caminos. Marcharé por esos caminos y pediré a esos fantasmas que rechacen a los de los invasores. Sí, es cosa mía evocar o no evocar fantasmas, elegir o no toda la maldita historia de esta isla, ¿no crees?

—Ciertamente.

El último hombre se volvió hacia el norte, luego al oeste y por fin al sur.

—Y cuando lo haya visto todo, desde aquel castillo al faro de allá, y escuchado las batallas y los cañonazos de la Primera Guerra Mundial, y las gaitas de Escocia con su agrio sonido, cada semana del Año Nuevo, Sam, bajaré por el Támesis, y cada 31 de diciembre, hasta el fin de mis días, el vigilante nocturno de Londres, o sea yo mismo, yo, sí, efectuará sus rondas y hará sonar las campanas de las antiguas iglesias. Las naranjas y los limones son las campanas de San Clemente. Y las campanas de Bow, las de Santa Margarita y San Pablo. Haré bailar las cuerdas de las campanas en tu honor, Sam, y espero que el viento frío sople hacia el cálido sur, donde tú estarás poniendo algunos pelos grises en tus orejas tostadas por el sol.

—Yo estaré escuchando, Harry.

—¡Escucha más aún! Me sentaré en la Cámara de los Lores y en el Parlamento, y haré debates, perdiendo ahora y ganando después. Y puedes afirmar que nunca en la historia tantos debieron tanto a tan pocos, y escucharé las sirenas de las canciones antiguas y olvidadas, y todo cuanto se radió antes de nacer nosotros. Y unos instantes antes del primero de enero, treparé y me alojaré con los ratones en el Big Ben, cuando resuene el reloj con el cambio de año. Y sin duda, en algún momento, me sentaré en la piedra de Scone.

—¡Oh, no!

—¿No? O en el lugar donde estaba antes de que la enviaran al sur, a la bahía del verano. Y dame una especie de cetro, una serpiente hibernada tal vez, atontada por la nieve de un parque decembrino. Y coloca una corona de pasta sobre mi cabeza. Y llámame amigo de Ricardo, Enrique, pariente proscrito de Isabel I y II. Solo en el desierto de Westminster con el callado Kipling y la historia bajo el pie, muy anciano, quizá loco, gobernante y gobernado. ¿No podría elegirme a mí mismo rey de las neblinosas islas?

—Tal vez, ¿y quién te censuraría por ello?

Samuel Welles volvió a abrazar con fuerza a su amigo y luego echó a correr hacia el aparato. De pronto se volvió para exclamar:

—¡Dios mío! Acaba de ocurrírseme. Tu nombre es Harry. Un nombre estupendo para un rey.

—No es malo.

—Perdóname por dejarte.

—El sol lo perdona todo, Samuel. Vete donde quieras.

—Pero, ¿me perdonará Inglaterra?

—Inglaterra está en el lugar donde esté su gente, Y yo me quedo con los huesos viejos. Tú te vas con la sangre caliente, Sam, y debes tratar de conseguir un buen bronceado.

—Adiós.

—Que Dios vaya contigo. ¡Oh, tú y esa maldita camisa de colores!

El viento gimió entre ambos y, por más que gritaron, ya no se oyeron. Agitaron las manos y Samuel trepó al aparato, que ascendió con rapidez y flotó como una enorme flor blanca de verano.

Y el último hombre se quedó de pie en el risco, sollozando.

«Harry, ¿no odias los cambios? ¿No estás contra el progreso? ¿No comprendes los motivos de todo esto? ¿No entiendes que los buques, los aviones, los reactores y la promesa de un clima amable, han alejado de aquí a todo el mundo? ¡Oh!, si, lo entiendo, lo entiendo. ¿Cómo podrían resistirse cuando un agosto perenne les aguarda tan cerca?»

En cierta ocasión, el agosto en las islas británicas duró sólo media hora, no, cinco minutos, unos segundos, para alejarse de nuevo hacia el sur, hacia el verano eterno. Y los sueños, la gente y las máquinas se marcharon al sur como enormes aves que; al llegar, ya no pensaron en regresar al norte para emparejarse y por eso anidaron en bandadas trashumantes a lo largo de las costas ecuatoriales.

Estadísticas. Dos millones de personas llegaron, casi de la noche a la mañana, a Sudamérica. Cinco millones se esparcieron por las cálidas praderas africanas. Diez millones aterrizaron poco después, en Cabo Kennedy, en Taos y en Santa Bárbara. Diez millones, millón más o menos, en Australia, Madagascar y el mar de Tasmania. ¡Un terremoto absoluto del clima y noventa mil aparatos voladores habían estremecido y tentado a los hombres a abandonar sus viejas costumbres, y a repartirlos como granos de dorada arena en los oasis de los desiertos para vivir eternamente mejor!

¡Sí, sí! Harry lloró, rechinó los dientes y se inclinó al borde del promontorio para blandir sus puños hacia el aparato que se desvanecía en el cielo.

—¡Traidores! ¡Volved! No podéis abandonar la vieja Inglaterra, no podéis dejar Pip y Humbug, el duque de Hierro y Trafalgar, la Guardia Real bajo la lluvia, Londres ardiendo, las bombas que caen y las sirenas, el nuevo bebé mantenido en alto en el balcón del palacio real, la procesión funeraria de Churchill aún en la calle… sí, ¡aún en la calle! Ni a César, que no se ha presentado ante el Senado, ni las extrañas cosas ocurridas esta noche en Stonehenge. ¡No podéis abandonar todo esto, todo esto!

De rodillas, al borde del acantilado, como el último rey de Inglaterra, Harry Smith lloró a solas.

El helicóptero ya había desaparecido en dirección a las islas de agosto, donde el verano canta su dulzura con los pájaros.

El anciano se volvió a contemplar el paisaje y pensó que todo estaba igual que cien mil años antes. Un gran silencio y unas inmensas tierras áridas, y ahora, ya muy tarde, la concha vacía de las ciudades, y el rey Enrique, o el viejo Harry, que era ya el noveno de la dinastía.

Anduvo ciegamente por la hierba y encontró su bolsa de libros y unos pedazos de chocolate en un saco. Cogió su Biblia, las obras de Shakespeare, las ya muy leídas de Johnson, así como las siempre comentadas de Dickens, Dryden y Pope, y se quedó de pie en la carretera que daba la vuelta a Inglaterra.

Mañana, Navidad. Deseaba felicidad para todo el mundo. Sus siervos, esparcidos por todo el globo, ya tenían el regalo del sol. Suecia estaba vacía. Los noruegos habían huido. Ya nadie vivía en los climas helados de Dios. Todos se calentaban en los hogares continentales de las mejores tierras, con vientos cálidos y cielos amables. No más luchas por sobrevivir. Los hombres, nacidos de nuevo en Cristo al día siguiente, viviendo ya en los parajes del sur, habrían vuelto realmente a un pesebre eterno y siempre lleno.

Y esta noche, en alguna iglesia, él pediría perdón por haberlos llamado traidores.

—Una última cosa, Harry —se dijo—. Azul.

—¿Azul? —se preguntó a sí mismo.

—Por el camino encontrarás tiza azul. ¿No se pintaron alguna vez con ella los ingleses?

—Sí, hombres azules, de pies a cabeza.

—Nuestros finales son nuestros principios, ¿eh?

Se ajustó bien el gorro. El viento era frío. Y sabía a los primeros copos de nieve.

—¡Oh, notable muchacho! —exclamó, inclinándose desde una ventana imaginaria para contemplar la mañana de Navidad, como un viejo vuelto a nacer, jadeando de alegría—. Delicioso chiquillo, ¿está un gran pájaro, el pavo, colgado en el escaparate de la gallinería?

—Está aún colgado allí —respondió el chiquillo.

—¡Ve y cómpralo! Vuelve con el tendero y te daré un chelín. Vuelve antes de cinco minutos y te daré una corona.

Y el chico fue a comprar el pavo.

Y abrochándose el abrigo, acarreando sus libros, el viejo Harry Ebenezer Scrooge Julio César Pickwick Pip y otro medio millar marcharon juntos por la carretera bajo el tiempo invernal. La carretera era larga y agradable. Las olas cañoneaban la costa. El viento era como las gaitas del norte.

Diez minutos más tarde, cuando había atravesado cantando una colina, a juzgar por su aspecto, todas las tierras de Inglaterra parecieron dispuestas a esperar a la gente que, muy pronto, cualquier día de la historia, podía llegar…

FIN


  • Autor: Ray Bradbury

  • Título: Un cetro final, una corona duradera

  • Título Original: A Final Sceptre, a Lasting Crown

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, octubre de 1969

  • Traducción: Miguel Giménez Sales

 
 
 
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