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Lecturas



Hacía cola a la puerta de la Embajada estadounidense de Lagos, mirando al frente sin apenas moverse, con una carpeta de plástico azul bajo el brazo. Era la persona cuarenta y ocho de una cola de casi doscientas que se extendía desde las verjas cerradas de la Embajada estadounidense, pasando por delante de las verjas más pequeñas y cubiertas de enredadera de la Embajada checa. No se fijó en los vendedores de periódicos que tocaban silbatos y te ponían The Guardian, The news y The Vanguard en la cara. Ni en los mendigos que iban de un lado para otro con un plato esmaltado. Ni en las bicicletas de los vendedores de helados que pasaban tocando el timbre. No se abanicó con una revista ni apartó de un manotazo la mosca que le rodeaba la oreja. El hombre que tenía detrás le dio unos golpecitos en la espalda y preguntó:

—¿Tienes cambio, abeg? Dos de diez por uno de veinte.

Y ella lo miró un rato para enfocarlo y recordar dónde estaba antes de sacudir la cabeza.

—No.

El aire estaba cargado de calor húmedo. Pesaba sobre su cabeza, haciéndole aún más difícil mantener la mente vacía, que era lo que el doctor Balogun le había recomendado el día anterior. No había querido recetarle más tranquilizantes porque necesitaba estar despierta para la entrevista del visado. Era muy fácil decirlo, como si ella supiera qué hacer para tener la mente vacía, como si estuviera en su poder hacerlo, como si ella provocara esas imágenes del cuerpo pequeño y rollizo de su hijo Ugonna derrumbándose, la salpicadura en su pecho tan roja que quería regañarlo por jugar con el aceite de palma de la cocina. No es que él pudiera llegar al estante de los aceites y las especias, o desenroscar el tapón de la botella de plástico del aceite de palma. Sólo tenía cuatro años.


El hombre de detrás le dio de nuevo unos golpecitos. Ella se volvió sobresaltada y casi gritó a causa del dolor agudo que le recorrió la espalda. Torcedura muscular, había dicho el doctor Balogun, asombrado de que no tuviera nada más grave después de haberse tirado por el balcón.

—Mira qué está haciendo ese soldado inútil —dijo el hombre.

Ella giró el cuello despacio para mirar hacia el otro lado de la calle. Se había reunido una pequeña multitud. Un soldado azotaba a un hombre con gafas con un látigo largo que se curvaba en el aire antes de aterrizarle en la cara o en el cuello, no estaba segura porque tenía las manos levantadas para protegerse. Vio cómo las gafas se le resbalaban y le caían. Vio el tacón de la bota del soldado aplastar la montura negra, los cristales coloreados.

—Mira cómo suplica la gente al soldado —continuó el hombre a sus espaldas—. Estamos demasiado acostumbrados a suplicar a los soldados.

Ella no dijo nada. Él era perseverante en su amabilidad, a diferencia de la mujer que tenía delante, que había exclamado: «¡Estoy hablando contigo y sólo me miras como un mu-mu!», y desde entonces le hacía el vacío. Tal vez él se preguntaba por qué ella no participaba de la camaradería que se había extendido entre los demás componentes de la cola. Porque todos habían madrugado (los que habían dormido) para llegar a la Embajada estadounidense antes del amanecer; porque todos se habían peleado para ponerse en la cola de los visados, esquivando los látigos de los soldados que los llevaban de un lado para otro; porque todos temían que la Embajada estadounidense decidiera no abrir sus puertas y tener que volver al cabo de dos días, ya que estaba cerrada los miércoles; por todo ello habían hecho amistad. Las mujeres y los hombres con camisa de cuello abotonado intercambiaban periódicos y denuncias del gobierno del general Abacha mientras los jóvenes, con tejanos y savoir-faire, se daban mutuamente consejos sobre cómo responder las preguntas para obtener un visado de estudiante.

—Mírale la cara, cuánta sangre. Se la ha cortado el látigo —dijo el hombre de detrás.

Ella no miró, porque sabía que la sangre sería tan roja como el aceite de palma fresco. En lugar de ello miró hacia Eleke Crescent, una sinuosa calle de embajadas con grandes extensiones de césped y una multitud a ambos lados. Una acera viviente. Un mercado que nacía durante el horario de la Embajada estadounidense y desaparecía en cuanto ésta cerraba sus puertas. Estaba el puesto de alquiler de sillas cuyo montón, a cien nairas la hora, disminuía a toda velocidad. Las maderas apoyadas sobre bloques de cemento con caramelos, mangos y naranjas expuestos. Los jóvenes que llevaban sobre la cabeza bandejas de cigarrillos apoyadas en rollos de tela. Los mendigos ciegos con lazarillos que cantaban bendiciones en inglés, yoruba, lengua criolla, igbo o hausa cuando alguien echaba monedas en su plato. Y, por supuesto, el estudio de fotos improvisado. Un hombre alto detrás de un trípode, con un letrero escrito con tiza en el que se leía: «Fotos excelentes en sólo una hora, según las especificaciones para un visado estadounidense». Ella se había hecho las fotos allí, sentada en un taburete desvencijado, y no le sorprendió salir granulada y con la cara mucho más clara. Pero no tenía otra alternativa, no había podido hacérselas antes.

Hacía dos días había enterrado a su hijo en una tumba cercana a un huerto en su ciudad natal de Umunnachi, rodeada de personas bien intencionadas a quienes no recordaba. El día anterior había llevado a su marido dentro del maletero de su Toyota a la casa de un amigo que lo había sacado clandestinamente del país. Y el anterior no le había hecho falta hacerse una foto de pasaporte; su vida había sido normal y había llevado a Ugonna al colegio, le había comprado una salchicha envuelta en hojaldre en Mr. Biggs, había cantado con Majek Fashek que sonaba por la radio del coche. Si un adivino le hubiera dicho que en unos pocos días no reconocería su vida, se habría reído. Tal vez hasta le habría dado diez narias más por tener una imaginación tan desbordante.

—A veces me pregunto si la gente de la Embajada estadounidense mira por la ventana y disfruta viendo latigar a los soldados —decía el hombre de detrás.

Ella deseó que se callara. Eran sus comentarios lo que hacía tan difícil tener la mente en blanco, vacía de pensamientos de Ugonna. Volvió a mirar hacia el otro lado de la calle; el soldado se alejaba y aún a esa distancia alcanzó a ver su ceño fruncido. El ceño de un adulto que podía latigar a otro si quería y cuando quería. Su arrogancia al andar era tan ostentosa como la de los hombres que hacía cuatro noches habían tirado abajo la puerta trasera y habían irrumpido en su casa.

—¿Dónde está tu marido? ¿Dónde está?

Habían abierto los armarios de las dos habitaciones, hasta los cajones. Ella podría haberles dicho que su marido medía más de metro ochenta, que no podía esconderse en un cajón. Tres hombres con pantalones negros. Olían a alcohol y a sopa de pimentón, y cuando mucho más tarde abrazó el cuerpo inerte de Ugonna, supo que no volvería a comer sopa de pimentón.

—¿Adónde se ha ido tu marido? ¿Adónde? —Le pusieron una pistola en la sien.

—No lo sé. Se fue ayer —respondió ella, y se quedó quieta mientras notaba la orina tibia que le caía por las piernas.

Uno de ellos, el que llevaba una camiseta negra con capucha y olía más fuerte a alcohol, tenía los ojos sorprendentemente enrojecidos, tanto que parecían escocerle. Fue el que más gritó, dando patadas al televisor.

—¿Sabes el artículo que escribió tu marido en el periódico? ¿Sabes que es un mentiroso? ¿Sabes que los que son como él deberían estar en la cárcel por causar problemas, porque, no quieren que Nigeria avance?

Se sentó en el sofá donde su marido siempre veía las noticias de la noche de la NTA y tiró de ella hasta sentarla torpemente en su regazo. Le clavó la pistola en la cintura.

—¿Por qué te casaste con un alborotador, mujer?

Ella sintió su horrible dureza, olió su aliento fermentado.

—Déjala en paz —dijo el otro, el de la calvicie que brillaba como si estuviera cubierta de vaselina—. Vámonos.

Ella se soltó y se levantó del sofá, y el hombre de la camiseta con capucha, todavía sentado, le pegó por detrás. Fue entonces cuando Ugonna se echó a llorar y corrió hacia ella. El hombre de la camiseta con capucha se rió de lo blando que era el cuerpo de ella mientras agitaba la pistola. Ugonna gritó; nunca gritaba cuando lloraba, no era esa clase de niño. Entonces la pistola se disparó y en el pecho de Ugonna apareció una salpicadura de aceite de palma.

—Mira estas naranjas —decía el hombre de detrás, ofreciéndole una bolsa de plástico con seis naranjas peladas.

Ella no lo había visto comprarlas. Sacudió la cabeza.

—Gracias.

—Coge una. Me he fijado en que no has comido nada desde esta mañana.

Ella lo miró bien por primera vez. Un rostro anodino con una piel oscura anormalmente tersa para un hombre. Había grandes aspiraciones en su camisa impecablemente planchada y su corbata azul, y en el cuidado con que hablaba inglés, como si temiera cometer un error. Tal vez trabajaba para uno de los bancos de nueva generación y se ganaba mucho mejor la vida de lo que ella nunca había creído posible.

—No, gracias.

La mujer de delante se volvió para mirarla antes de ponerse a hablar con alguien sobre un servicio eclesial específico llamado el Ministerio del Milagro del Visado Estadounidense.

—Debería comer algo —insistió el hombre de detrás, aunque dejó de ofrecerle las naranjas.

Ella volvió a sacudir la cabeza; seguía notando el dolor en un punto entre los ojos. Era como si al saltar del balcón se le hubieran aflojado partes dentro de la cabeza que entrechocaban dolorosamente. Saltar no había sido su única opción, podría haberse subido al mango cuya rama llegaba al balcón o haber bajado corriendo por las escaleras. Los hombres habían estado discutiendo tan acaloradamente que habían dejado fuera la realidad, y por un momento creyó que el estallido no había sido un arma sino la clase de trueno que estallaba al comienzo de harmattan, la salpicadura roja había sido realmente aceite de palma y Ugonna había logrado alcanzar la botella de algún modo y había fingido que se desmayaba, aunque nunca había jugado a eso. Luego las palabras de los hombres la hicieron retroceder. «¿Crees que dirá a la gente que ha sido un accidente? ¿Es esto lo que Oga nos pidió que hiciéramos? ¡Un niño! Tenemos que golpear a la madre. No, eso multiplicará por dos el problema. ¡Vámonos de aquí, amigo!».

Ella había salido entonces al balcón y había saltado por encima de la barandilla sin pensar en los dos pisos, y había gateado hasta el contenedor que había junto a la verja. Cuando oyó el rugido del coche alejarse, volvió a su piso oliendo a las pieles de plátano podrido del contenedor. Sostuvo el cuerpo de Ugonna en sus brazos, estrechó su silencioso pecho contra el suyo y se dio cuenta de que nunca se había sentido tan avergonzada. Le había fallado.

—Estás impaciente por conseguir tu visado, ¿eh? —preguntó el hombre de detrás.

Ella se encogió de hombros para evitar que le doliera la espalda y se obligó a sonreír.

—Sólo acuérdate de mirar a los ojos al entrevistador mientras te hace preguntas. Aunque cometas un error, no te corrijas, o creerán que estás mintiendo. Tengo muchos amigos a los que han rechazado por tonterías. Yo voy a pedir un visado para visitante. Mi hermano vive en Texas, y quiero ir allí de vacaciones.

Hablaba como las voces que la habían rodeado, personas que habían ayudado a escapar a su marido y a organizar el funeral de Ugonna, que la habían llevado a la embajada. No desfallezcas mientras respondes las preguntas, le habían dicho las voces. Háblales de Ugonna, cómo era, pero no exageres, porque todos los días la gente les miente para obtener visados, sobre parientes muertos que nunca han nacido. Haz que Ugonna parezca real. Llora, pero no demasiado.

—Ya no dan visados de inmigración a nuestra gente a menos que el solicitante sea rico según sus criterios. Pero tengo entendido que en Europa la gente no tiene problemas en conseguirlos. ¿Vas a pedir un visado de inmigrante o de visitante?

—Asilo político. —Ella no lo miró a la cara; más bien percibió su sorpresa.

—¿Asilo político? Será muy difícil de demostrar.

Ella se preguntó si había leído The New Nigeria, si había oído hablar de su marido. Probablemente sí. Todo el que apoyaba la prensa defensora de la democracia conocía a su marido, sobre todo porque era el primer periodista que había tachado públicamente de farsa el complot de golpe de Estado, y que había escrito un artículo acusando al general Abacha de haberse inventado un golpe para tomarse la libertad de matar y encarcelar a sus adversarios. Los soldados habían irrumpido en las oficinas del periódico y se habían llevado un elevado número de ejemplares de esa edición en un camión negro; aun así, habían circulado fotocopias por Lagos; un vecino había visto un ejemplar pegado a la pared de un puente junto a letreros que anunciaban cruzadas religiosas y películas recién estrenadas. Los soldados habían detenido dos semanas a su marido y le habían cortado la piel de la frente, dejándole una cicatriz en forma de L. Los amigos le habían tocado la cicatriz cuando se reunieron en su piso para celebrar su puesta en libertad con botellas de whisky. Ella recordaba que alguien le había dicho «Nigeria se arreglará gracias a ti», y recordaba la expresión de su marido, esa emocionada mirada de mesías mientras hablaba del soldado que le había ofrecido un cigarrillo después de golpearlo, sin parar de tartamudear como solía hacer cuando estaba muy animado. El tartamudeo le había parecido encantador hacía años; ya no.

—Mucha gente pide asilo político y no lo consigue —dijo el hombre a sus espaldas, quien tal vez había estado hablando todo el tiempo.

—¿Lees The New Nigeria? —preguntó ella.

No volvió la cara hacia el hombre. En lugar de ello observó cómo más adelante una pareja compraba unos paquetes de galletas; los paquetes crujieron al abrirse.

—Sí. ¿Quieres uno? Puede que todavía les quede alguno a los vendedores.

—No. Sólo lo preguntaba.

—Es un gran periódico. Esos dos editores son la clase de personas que Nigeria necesita. Ponen en peligro su vida para decirnos la verdad. Son realmente valientes. Ojalá hubiera más gente con esa clase de coraje.

No era coraje sino egoísmo exacerbado. Hacía un mes, cuando su marido había olvidado la boda de un primo de ella a pesar de haber accedido a ser el padrino, y le había dicho que no podía anular su viaje a Kaduna porque su entrevista al periodista detenido era demasiado importante, ella había mirado al hombre motivado y distante con quien se había casado, y había dicho: «No eres el único que odia el gobierno». Asistió sola a la boda y él se fue a Kaduna, y cuando volvió apenas hablaron; la mayor parte de su conversación siempre había girado en torno a Ugonna, de todos modos. No creerás lo que ha dicho hoy el niño, decía ella cuando él volvía del trabajo, y pasaba a explicar con detalle que Ugonna había dicho que en sus copos de avena Quaker había pimienta y no pensaba comérselos. O cómo la había ayudado a correr las cortinas.

—Entonces, ¿cree que lo que hacen esos editores es valiente? —Ella se volvió hacia el hombre de detrás.

—Por supuesto. No todos podemos hacerlo. Ése es el verdadero problema de este país, no tenemos suficientes valientes.

Él le lanzó una mirada llena de desconfianza y superioridad moral, como si se cuestionara si era defensora del gobierno, una de esas personas que criticaban los movimientos a favor de la democracia y sostenían que en Nigeria sólo funcionaría un gobierno militar. En otras circunstancias ella podría haberle hablado de su carrera periodística, empezando por la universidad en Zaria, cuando había organizado una manifestación para protestar contra la decisión del gobierno del general Buhara de recortar los subsidios de los estudiantes. Podría haberle hablado de que había colaborado para el Evening News de Lagos, que había cubierto la noticia del intento de asesinato del director de The Guardian, y cómo había dimitido cuando por fin se quedó embarazada, porque su marido y ella llevaban cuatro años intentándolo y ella tenía el útero lleno de fibromas.

Dio la espalda al hombre y observó cómo los mendigos recorrían la cola de los visados. Hombres altos y delgados con largas túnicas mugrientas que pasaban cuentas de rezo citando el Corán; mujeres con ojos ictéricos que llevaban bebés enfermos con telas deshilachadas a la espalda; una pareja ciega conducida por su hija, con medallas azules de la Virgen María que les colgaban del cuello. Se acercó un vendedor de periódicos tocando un silbato. Ella no vio The New Nigeria entre los periódicos que sostenía en equilibrio en el brazo. Tal vez se había agotado. El último artículo de su marido, «De los tiempos de Abacha hasta hoy: 1993-1997», no le había preocupado al principio, porque no había escrito nada nuevo sobre él, sólo sobre listas de asesinatos, contratos fallidos y dinero desaparecido. No es que los nigerianos desconocieran esa información. No había esperado que el artículo provocara muchos problemas o atrajera mucha atención, pero apenas un día después de su publicación, la radio BBC lo comentó en las noticias y entrevistó a un catedrático de ciencias políticas nigeriano que vivía en el exilio, quien afirmó que su marido merecía un premio en Derechos Humanos. «Lucha con la pluma contra la represión, presta su voz a los que no tienen voz, da a conocer al mundo la realidad».

Su marido había tratado de ocultarle su nerviosismo. Pero después de que alguien telefoneara de forma anónima —recibía continuamente llamadas anónimas, era esa clase de periodista, de los que siempre cultivaban las amistades— para decirle que el jefe de Estado en persona estaba furioso, dejó de disimular; le permitió ver cómo le temblaban las manos. Los soldados se dirigían hacia allí para detenerlo, dijo el que llamó. Corría la voz de que sería el último arresto, que nunca volvería. Unos minutos después de la llamada se escondió en el maletero del coche, para que, si le preguntaban los soldados, el vigilante pudiera afirmar con sinceridad que no sabía adonde se había ido su marido. Ella llevó a Ugonna a la casa de un vecino y empezó a rociar el maletero de agua, pese a las prisas que le metió su marido, porque le pareció que sería más fresco y respiraría mejor. Lo llevó a la casa de su coeditor. Al día siguiente él la llamó desde la República de Benín; el coeditor tenía contactos que lo habían llevado a la frontera. Su visado estadounidense, que había obtenido para asistir a un curso formativo de Atlanta, seguía siendo válido y en cuanto llegara a Nueva York pediría asilo político. Ella le dijo que no se preocupara, que ella y Ugonna estarían bien, que al final del trimestre escolar solicitaría un visado y se reunirían con él en Estados Unidos. Esa noche Ugonna estuvo intranquilo y ella dejó que se quedara levantado hasta tarde jugando con su coche mientras ella leía. Cuando vio a los tres hombres irrumpir por la puerta de la cocina, se odió por no haber insistido a Ugonna que se acostara. Ojalá…

—Ah, este sol es despiadado. Los de la embajada estadounidense podrían construir al menos un toldo para nosotros —dijo el hombre a sus espaldas—. Podrían utilizar parte del dinero que recaudan con nuestros visados.

Alguien detrás de él dijo que los americanos se quedaban con el dinero recaudado. Otro replicó que los hacían esperar al sol a propósito. Y otro se rió. Ella hizo señas a la pareja de mendigos ciegos y buscó en su bolso un billete de veinte nairas. Cuando lo echó al plato, ellos cantaron «Dios te bendiga. Tendrás dinero, tendrás un buen marido, tendrás un buen empleo» en lengua criolla, y a continuación en igbo y en yoruba.

Ella los observó alejarse. No le habían dicho: «Tendrás muchos hijos». Había oído cómo se lo decían a la mujer de delante.

Las puertas de la embajada se abrieron de par en par y un hombre con uniforme marrón gritó:

—Que pasen los primeros cincuenta de la cola y rellenen las solicitudes. Los demás, vuelvan otro día. La embajada sólo puede atender hoy a cincuenta.

—¿Hemos tenido suerte, abi?, —dijo el hombre a sus espaldas.

Ella observó a la entrevistadora de los visados sentada detrás de la cristalera, el pelo castaño que le caía lacio por el cuello doblado, la forma en que sus ojos verdes miraban los papeles por encima de una montura plateada, como si las gafas fueran innecesarias.

—¿Puede volver a explicarme su caso, señora? No me ha dado detalles —pidió con una sonrisa alentadora.

Ésa era su oportunidad para hablar de Ugonna, ella lo sabía. Miró hacia la ventanilla contigua, un hombre con traje oscuro inclinado hacia la cristalera en actitud reverencial, como si rezara al entrevistador del otro lado. Y se dio cuenta de que prefería morir a manos del hombre de camisa negra con capucha o del de la brillante calva antes de decir una palabra sobre Ugonna a esa entrevistadora o a cualquier otra persona de la Embajada estadounidense. Antes de vender a Ugonna por un visado para ponerse ella a salvo.

Habían matado a su hijo, eso era todo lo que podía decir. Lo habían matado. Nada sobre su risa, que le empezaba aguda y tintineante por encima de la cabeza. O lo que le gustaban los dulces y las galletas. O cómo le agarraba el cuello con fuerza cuando la abrazaba. O que su marido dijo que sería un artista porque en lugar de intentar construir algo con sus bloques los colocaba uno al lado del otro, alternando los colores. Ellos no merecían saber nada.

—¿Señora? ¿Dice que fue el gobierno? —preguntó la entrevistadora de los visados.

El «gobierno» era una etiqueta tan grande que era liberadora, daba a la gente margen para maniobrar, excusarse y volver a acusar. Tres hombres. Tres hombres como su marido, su hermano o el hombre que tenía detrás en la cola del visado. Tres hombres.

—Sí. Eran agentes del gobierno.

—¿Puede demostrarlo? ¿Tiene pruebas que lo demuestren?

—Sí. Pero lo enterré ayer. El cuerpo de mi hijo.

—Señora, siento lo de su hijo —dijo la entrevistadora—. Pero necesito pruebas de que fue el gobierno. Hay luchas entre grupos étnicos, hay asesinatos personales. Necesito pruebas de que fue cosa del gobierno y necesito pruebas de que su vida corre peligro si permanece en Nigeria.

Ella miró los labios rosa pálido que se movían dejando ver unos dientes diminutos. Unos labios rosa pálido en una cara aislada y pecosa. Le urgía preguntar a la entrevistadora si unos artículos de The New Nigeria justificaban la vida de un niño. Pero no lo hizo. Dudaba que ella estuviera al corriente de los periódicos a favor de la democracia o de las largas y agotadoras colas que se formaban fuera de las verjas de la embajada, en zonas acordonadas y sin sombra donde bajo un sol de justicia brotaban amistades, jaquecas y desesperación.

—¿Señora? Estados Unidos ofrece una nueva vida a las víctimas de la persecución política, pero necesita pruebas.

Una nueva vida. Era Ugonna quien le había dado una nueva vida, y le sorprendió lo deprisa que se adaptó a su nueva identidad, la nueva persona en la que él la había convertido. «Soy la madre de Ugonna», decía en su parvulario, a los profesores, a los padres de otros niños. En su funeral que celebraron en Umunnachi, como sus amigas y familiares habían ido con vestidos del mismo estampado de Ankara, alguien había preguntado «¿Quién es la madre?», y ella había levantado la cabeza, momentáneamente alerta. «Yo soy la madre de Ugonna». Quería regresar a la casa de sus antepasados y plantar ixoras, de aquellas cuyos tallos delgados como agujas había sorbido de niña. Bastaría con una planta, tan pequeña era su tumba. Cuando floreciera y las flores dieran la bienvenida a las abejas, quería arrancarlas y sorberlas acuclillada en la tierra. Luego colocaría las flores sorbidas una al lado de la otra, como había hecho Ugonna con sus bloques. Se dio cuenta de que ésa era la nueva vida que ella quería.

En la ventanilla contigua, el entrevistador americano hablaba demasiado alto por el micrófono.

—¡No voy a aceptar sus mentiras, señor!

El solicitante nigeriano con traje oscuro empezó a gritar y hacer gestos.

—¡Esto es vergonzoso! ¿Cómo puede tratar así a la gente? ¡Llevaré este asunto a Washington!

Y agitó su carpeta de plástico transparente repleta de documentos, hasta que un guardia de seguridad se acercó y se lo llevó de allí.

—¿Señora? ¿Señora?

¿Era cosa de su imaginación o había compasión en la cara de la entrevistadora? Vio la rapidez con que se echaba hacia atrás su pelo dorado rojizo, aunque no le molestara, y cómo éste se quedaba quieto sobre su cuello, enmarcando una cara pálida. Su futuro estaba en esa cara. La cara de una persona que no la comprendía, que probablemente no cocinaba con aceite de palma, ni sabía que el aceite de palma si estaba fresco era de un rojo muy brillante, y cuando no, se volvía de un naranja grumoso.

Se dio la vuelta muy despacio y se encaminó hacia la puerta. Oyó la voz de la entrevistadora a sus espaldas.

—¿Señora?

Ella no se volvió. Salió de la embajada estadounidense, se abrió paso entre los mendigos que seguían dando vueltas con sus platos esmaltados y se subió al coche.

FIN



  • Autor: Chimamanda Ngozi Adichie

  • Título: La embajada estadounidense

  • Título Original: The American Embassy

  • Publicado en: Prism International 40.3, primavera de 2002

  • Traducción: Aurora Echevarría

 
 
 

Actualizado: 24 may



Un cuento medieval

Mark Twain


I La revelación del secreto

Era de noche. Reinaba la quietud en el grandioso y antiguo castillo feudal de Klugenstein. El año 1222 llegaba a su término. En lo alto, en la más elevada de las torres del castillo, brillaba una única luz. Allí se celebraba un concilio secreto. El anciano señor de Klugenstein meditaba con aire grave sentado en su silla ceremonial. En ese momento, dijo con tierno acento:

—¡Hija mía!

Un joven de noble presencia, vestido de pies a cabeza con cota caballeresca, respondió:

—Hablad, padre.

—Hija mía, ha llegado el momento de revelarte el misterio que te ha intrigado durante toda tu joven vida. Debes saber, pues, que tiene su origen en lo que ahora voy a revelarte. Mi hermano Ulrich es el gran duque de Brandeburgo. Nuestro padre, en su lecho de muerte, estipuló que si Ulrich no tenía ningún hijo varón, la sucesión debería pasar a nuestra casa, en el supuesto de que yo hubiera tenido un hijo. Y aún hay más: en el caso de que ninguno de los dos fuera padre de varón alguno, sino tan solo de hembras, la sucesión pasaría entonces a la hija de Ulrich, siempre y cuando esta pudiera demostrar que no había sido mancillada; y en el caso de que no fuera así, mi hija sería la sucesora, siempre que conservara su nombre inmaculado. Y así fue como mi buena esposa y yo rogamos fervientemente para ser bendecidos con un hijo, pero nuestras plegarias fueron en vano. Naciste tú. Yo estaba desconsolado. ¡Veía cómo se me escapaba de las manos tan valiosa retribución, cómo se esfumaba tan espléndido sueño! ¡Y había depositado tantas esperanzas…! Cinco años llevaba Ulrich viviendo en unión conyugal, sin que su mujer hubiera dado a luz heredero alguno de un sexo u otro.

»“Pero, un momento”, me dije, “no está todo perdido”. Un plan salvador se fue abriendo paso en mi mente. Tú naciste a medianoche. Solo la nodriza, la niñera y seis doncellas conocían tu sexo. Antes de que pasara una hora, mandé ahorcarlas a todas. A la mañana siguiente, toda la baronía enloqueció de contento ante la noticia de que en Klugenstein había nacido un “hijo”: un heredero del poderoso ducado de Brandeburgo. Y el secreto fue guardado celosamente. La propia hermana de tu madre cuidó de tu crianza y, pasado aquel tiempo, ya no hubo nada que temer.

»Cuando tenías diez años, Ulrich tuvo una hija. Aquello nos dejó abatidos, pero confiábamos en la buena labor del sarampión, los doctores y otros enemigos naturales de la infancia, aunque nuestras ilusiones acababan frustrándose siempre. La niña vivía, crecía… ¡Que el cielo la maldiga! Pero eso no importa. No tenemos por qué temer. Porque… ja, ja…, ¿acaso no tenemos nosotros un hijo? ¿Y no es nuestro hijo el futuro duque? ¿No es así, queridísimo Conrad? Porque, aunque seas ya una mujer de veintiocho años, jamás se te ha llamado con otro nombre que no fuera este.

»El caso es que la edad ya está dejando sentir su peso sobre mi hermano y él mismo se siente débil. Las labores de gobierno le están pasando una penosa factura, y por eso reclama tu presencia junto a él para que actúes como duque de hecho, ya que no puedes serlo aún de derecho. Tus servidores ya están dispuestos; partirás esta misma noche.

»Y ahora, presta atención. Recuerda muy bien cada una de mis palabras. Existe una ley, tan antigua como la misma Germania, según la cual si una mujer se sienta, aunque sea solo un instante, en la gran silla ducal antes de ser coronada solemnemente en presencia del pueblo… ¡MORIRÁ! Así pues, tenlo bien presente. Finge humildad. Pronuncia tus sentencias desde la silla del primer ministro, que está a los pies del trono. Hazlo así hasta que estés coronada y a salvo. Es muy improbable que tu sexo llegue a descubrirse jamás, pero aun así la prudencia aconseja que todo en este traicionero mundo se haga de la forma más segura posible.

—¡Oh, padre mío! ¿Para esto ha sido toda mi vida una mentira? ¿Para poder privar a mi indefensa prima de todos sus derechos? ¡Evítame este horror, padre, compadécete de tu hija!

—¡Desgraciada! ¿Es esta mi recompensa por la augusta fortuna que mi ingenio ha forjado para ti? Por los huesos de mi padre, que tus sensibleros lamentos no se avienen para nada con mi ánimo. Así que ponte en camino para presentarte ante el duque, y cumple con el mayor rigor con mi propósito.

Baste con esto sobre la conversación que sostuvieron. Contentémonos con saber que las plegarias, las súplicas y las lágrimas de la piadosa joven de nada sirvieron. Ni aquellas ni nada pudieron conmover al obstinado señor de Klugenstein. Así que, al final, con gran pesar de su corazón, la hija vio cómo las rejas del castillo se cerraban tras ella, para encontrarse luego cabalgando en la oscuridad, rodeada de una caballeresca legión de vasallos armados y de un bravo séquito de sirvientes.

El viejo barón permaneció en silencio durante varios minutos tras la partida de su hija, y luego, volviéndose hacia su entristecida esposa, dijo:

—Señora, nuestros asuntos parecen ir viento en popa. Hace ya tres meses que envié al astuto y apuesto conde Detzin en su diabólica misión con respecto a Constance, la hija de mi hermano. Si fracasa, no estaremos del todo a salvo, pero si se ve coronado por el éxito no habrá fuerza capaz de impedir que nuestra hija se convierta en duquesa, aunque la mala fortuna haya decretado que nunca pueda llegar a ser duque.

—Mi corazón está lleno de presagios; aun así, puede que todo vaya bien.

—¡Calla, mujer! Deja para las lechuzas esos graznidos. ¡Vete a dormir y a soñar con Brandeburgo y la grandeza!

II Festejo y lágrimas


Seis días después de los acontecimientos relatados en el capítulo anterior, la brillante capital del ducado de Brandeburgo resplandecía con el boato militar y el júbilo de las leales gentes que desbordaban las calles para recibir a Conrad, el joven heredero de la corona. El corazón del viejo duque estaba henchido de felicidad, ya que la apostura y el gracioso porte de Conrad habían ganado al punto su afecto. Los grandes salones del palacio rebosaban de nobles que prodigaban su entusiasta bienvenida a Conrad; y tan feliz y alegre parecía todo, que el recién llegado sintió desvanecerse todos sus temores y pesares para dar paso a una reconfortante placidez.

Pero en una remota estancia del palacio se desarrollaba una escena de muy distinta índole. La hija única del duque, lady Constance, se hallaba de pie junto a una ventana, con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto. Estaba sola. En ese instante empezó a llorar de nuevo, exclamando en voz alta:

—El villano de Detzin se ha marchado; ¡ha abandonado el ducado! Al principio no podía creerlo, pero ¡ay de mí!, ha resultado ser muy cierto. ¡Y le quería tanto…! Y osé amarle, aunque sabía que el duque, mi padre, jamás habría consentido que me casara con él. Le amaba, pero ahora le odio. ¡Le odio con toda mi alma! Oh, ¿qué será de mí? Estoy perdida, completamente perdida. ¡Me volveré loca!


III La trama se enmaraña


Transcurrieron unos meses. Todos pregonaban las excelencias del gobierno del joven Conrad, ensalzando la sabiduría de sus juicios, la magnanimidad de sus sentencias y la modestia con que se conducía en su elevado cargo. Pronto el viejo duque lo dejó todo en sus manos, manteniéndose al margen y escuchando con orgullosa satisfacción cómo su heredero promulgaba los decretos de la corona desde su silla de primer ministro. Parecía evidente que alguien tan amado, elogiado y honrado por todos como lo era Conrad no podía ser más que feliz. Sin embargo, por extraño que parezca, no lo era, pues veía con amargura que la princesa Constance había comenzado a amarle. El amor de los demás era para él una feliz circunstancia, pero el de la joven suponía una peligrosa amenaza. Y observó asimismo que el viejo duque, que había descubierto la pasión de su hija, se mostraba encantado con ello, y soñaba ya con un futuro matrimonio. Cada día se esfumaba algo de la profunda tristeza que había asolado el rostro de la princesa; cada día la esperanza y el ánimo irradiaban con más fuerza de sus ojos; y, de vez en cuando, una vaga sonrisa llegaba incluso a aflorar al semblante que tan turbado había estado.

Conrad estaba desconsolado. Se maldecía amargamente por haber cedido al instinto que le había hecho buscar la compañía de alguien de su propio sexo cuando se sentía como un extraño, como un recién llegado en el lugar, cuando estaba triste y anhelaba una simpatía que solo las mujeres puedan dar o sentir. Al percatarse, empezó a evitar a su prima. Pero solo consiguió empeorar las cosas, pues, naturalmente, cuanto más trataba de evitarla, tanto más buscaba ella su compañía. Al principio, Conrad experimentó un gran desconcierto, y luego llegó incluso a espantarse. La muchacha le perseguía, le acosaba, la encontraba cerca de él a todas horas, en todas partes, tanto de día como de noche. Parecía singularmente ansiosa. Existía una especie de misterio en todo aquello.

La situación no podía continuar así eternamente. Todo el mundo lo comentaba. El duque empezaba a sentirse perplejo. El pobre Conrad se estaba convirtiendo en un verdadero fantasma, acosado por el miedo y el pesar de su desgracia. Un día, al salir de una antesala privada anexa a la galería de los retratos, Constance se acercó a él y, cogiendo sus manos entre las suyas, exclamó:

—¡Oh!, ¿por qué me evitáis? ¿Qué he hecho, qué he dicho, para perder la amable opinión que de mí teníais…? Pues no me cabe duda de que en otro tiempo la tuvisteis. Conrad, no me despreciéis; compadeceos de un corazón torturado. No puedo más, me es imposible contener por más tiempo las palabras que, si no son pronunciadas, me matarían: ¡OS AMO, CONRAD! Ahora podéis despreciarme si lo deseáis, pero ya está dicho.

Conrad se quedó sin habla. Constance titubeó un momento y luego, malinterpretando su silencio, flameó en sus ojos una incontrolable alegría y le echó los brazos al cuello diciendo:

—¡Os enternecéis, os enternecéis! ¡Podéis amarme…, me amaréis! Decid que me amaréis, mi vida, mi adorado Conrad…

Conrad exhaló un gemido. Una mortal palidez cubrió su rostro y tembló como un álamo mecido por el viento. Luego, en su desesperación, apartó de sí a la infeliz muchacha y exclamó:

—¡No sabéis lo que pedís! ¡Es de todo punto imposible!

Y huyó como un criminal, dejando a Constance aturdida y estupefacta. Pasado un minuto, la muchacha seguía aún allí gimiendo y llorando, y Conrad gimiendo y llorando en su habitación. Ambos quedaron desconsolados. Ambos veían cómo la desgracia les miraba directamente a la cara.

Poco a poco, Constance volvió a ponerse en pie y se alejó de allí diciendo:

—¡Y pensar que estaba desdeñando mi amor cuando yo creía que su cruel corazón se conmovía por mí! ¡Le odio! ¡Ese mal hombre me ha despreciado…, me ha despreciado como a un perro!


IV La atroz revelación


Transcurrió el tiempo. En el semblante de la hija del buen duque se instaló de nuevo la tristeza. Ya no volvió a verse juntos a Constance y a Conrad. El duque se lamentaba profundamente de aquello. Pero, a medida que pasaron las semanas, el color fue retornando a las mejillas de Conrad, renacía en sus ojos la vivacidad de otros tiempos y volvió a desempeñar sus tareas de gobierno con clara y madura sapiencia.

Entonces empezó a circular por el palacio un extraño rumor, que luego fue creciendo y extendiéndose. Los comadreos de la ciudad se hicieron eco de él, y pronto circuló por todo el ducado. El rumor era este:

—¡Lady Constance ha dado a luz un hijo!

Cuando el señor de Klugenstein se enteró, levantó por tres veces de su cabeza el yelmo emplumado y exclamó:

—¡Larga vida al duque Conrad! ¡Desde este día, ya tiene asegurada la corona! Detzin ha salido airoso de su misión, y el muy bribón será debidamente recompensado.

Y difundió la noticia a lo largo y ancho, y durante cuarenta y ocho horas no se hizo en toda la baronía otra cosa que bailar y cantar, y se celebraron procesiones y festejos para conmemorar el gran acontecimiento, todo ello a expensas del viejo Klugenstein, que no cabía en sí de orgullo y satisfacción.


V La horrible catástrofe


El juicio estaba a punto de celebrarse. Todos los grandes señores y barones de Brandeburgo estaban reunidos en el salón de justicia del palacio ducal. No quedaba un espacio libre donde pudieran caber más espectadores sentados ni de pie. Conrad, revestido de púrpura y armiño, ocupaba la silla del primer ministro, y a ambos lados se sentaban los grandes jueces del reino. El viejo duque había ordenado severamente que el juicio de su hija debía llevarse a cabo sin consideración a su rango, y luego se había retirado a su lecho con el corazón destrozado. Sus días estaban contados. El pobre Conrad había suplicado, como por su propia vida, que se le evitara la desgracia de enjuiciar el crimen de su prima, pero su ruego no había sido atendido.

En el pecho de Conrad anidaba el corazón más apesadumbrado de toda la asamblea.

El más jubiloso se hallaba en el de su padre, pues, a escondidas de su hija «Conrad», el viejo barón de Klugenstein había llegado al lugar y se encontraba entre la multitud de nobles, henchido de espíritu triunfante ante la creciente fortuna de su casa.

En cuanto los heraldos hubieron hecho la debida proclamación y se hubo procedido a los demás preliminares, el venerable presidente del tribunal de justicia dijo:

—¡Que el reo se levante!

La infeliz Constance obedeció y, tras apartar su velo, afrontó la mirada de la multitud. El presidente del tribunal continuó:

—Nobilísima dama, ante los grandes jueces de este reino ha sido denunciado, y probado, que su alteza ha dado a luz a un niño fuera de los sagrados vínculos matrimoniales, y según nuestras leyes ancestrales la condena que os corresponde es la de pena de muerte, salvo en la única contingencia de que su alteza el duque en funciones, nuestro buen señor Conrad, así lo dictamine en su solemne sentencia; así pues, prestad atención.

Conrad empuñó con renuencia su cetro, y en ese instante su corazón de mujer suspiró lastimeramente bajo su atavío por la condenada prisionera, y las lágrimas afloraron a sus ojos. Abrió sus labios para hablar, pero el noble presidente del tribunal se apresuró a decir:

—¡Desde ahí no, su alteza, desde ahí no! No puede pronunciarse un juicio contra nadie de la línea ducal, ¡SALVO DESDE EL TRONO DUCAL!

Un estremecimiento recorrió el corazón del pobre Conrad, y un temblor se apoderó del férreo semblante de su padre. NO HABIENDO SIDO CORONADO, ¿se atrevería Conrad a profanar el trono? El joven dudó y el temor le hizo palidecer. Pero tenía que hacerlo. Todos los ojos del auditorio lo miraban ya con asombro. Si dudaba más tiempo, aquellas miradas se tornarían recelosas. Ascendió al trono. En ese momento, volvió a empuñar el cetro y dijo:

—Prisionera, en el nombre de nuestro soberano lord Ulrich, duque de Brandeburgo, procedo a desempeñar el solemne deber que me ha sido encomendado. Prestad atención a mis palabras. Por las antiguas leyes de nuestra patria, a menos que señaléis al partícipe de vuestro oprobio y le entreguéis al verdugo, vuestra muerte será inevitable. Aferraos a esa oportunidad. Salvaos mientras estáis a tiempo. ¡Nombrad al padre de vuestro hijo!

En la asamblea se produjo un solemne silencio, tan profundo que la gente podía oír el latido de sus propios corazones. Luego Constance se volvió lentamente, con los ojos refulgentes de odio y, señalando a Conrad con el dedo, dijo:

—¡Ese hombre eres tú!

Un espantoso convencimiento de su indefensión, de su peligrosa situación sin esperanza, hizo que el corazón de Conrad se estremeciera con un escalofrío de muerte. ¿Qué poder terrenal podría salvarle? Para refutar aquella acusación, tenía que revelar que era una mujer, y el hecho de que una mujer se sentara sin ser coronada en la silla ducal… ¡suponía la muerte! En ese mismo momento, y al mismo tiempo, él y su anciano padre se desmayaron y cayeron al suelo.

*

El resto de esta emocionante y accidentada historia NO se encontrará ni en esta ni en ninguna otra publicación, tanto actual como futura.

La verdad es que he colocado a mi héroe (o heroína) en una situación tan comprometida que no sé cómo arreglármelas para sacarle (o sacarla) de ella, y por eso prefiero desentenderme de todo este asunto y dejar a esa persona que se las componga como pueda… o se quede como está. Creía que iba a resultar bastante sencillo enderezar este pequeño entuerto, pero en este momento no lo tengo tan claro.

(1870)



  • Autor: Mark Twain

  • Título: Un cuento medieval

  • Título Original: A Medieval Romance

  • Publicado en: Buffalo Express, 1870

  • Traducción: Sin datos

 
 
 



El cuento del niño malo

Mark Twain


Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno se para a observar se dará cuenta de que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que éste se llamara Jim, pero ¡qué le vamos a hacer si era de esta manera!

Otra característica peculiar de nuestro protagonista era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una progenitora devota y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo fuera cruel e insensible con él.

La mayoría de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen una madre enferma, que les enseña a rezar antes de acostarse, y los arrulla para que se duerman con su voz dulce y lastimera, y que al despedirse les da el beso de las buenas noches y se arrodilla al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim, y su mamá no estaba enferma, ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.


Por el contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partiera la nuca no se perdería gran cosa. Sólo conseguía acostarlo a base de coscorrones, y nunca le daba el beso de buenas noches, sino que, por el contrario, al salir de su habitación, le solía propinar un fuerte tirón de orejas.

Este niño malo robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió toda la mermelada y rellenó el frasco con betún para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido… No, no se sintió mal, ni oyó una voz que le susurraba al oído: «¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No crees que es pecado? ¿Adónde van los niños malos que devoran la mermelada de su querida madre?», ni tampoco se puso de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni siquiera se levantó, con el corazón aliviado, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre su fechoría y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; ese tipo de cosas les suceden a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: engulló la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba «de rechupete»; metió el betún, y se dijo que éste también estaría de rechupete, y muerto de risa pensó que cuando su madre se levantara y descubriera su travesura, iba a llorar de rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque él hizo como que no sabía nada, ella le dio unos cuantos azotes con el cinturón, y fue él quien lloró. Todo lo que le pasaba a este niño era curioso… era diferente a lo que les ocurre a los niños malos de los libros.

Una vez se subió a un árbol, en la finca de Acorn, el granjero, a robar manzanas, y la rama no se partió, ni él se cayó, ni se rompió el brazo, ni el enorme chucho del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y bajó sano y salvo; se quedó esperando al perro, y cuando éste lo atacó, le pegó un ladrillazo, ¡Qué extraño…! No sucede así en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres vestidos de chaqué, sombrero de copa y pantalones hasta las rodillas, y de mujeres con trajes modelo imperio, y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en la clase de religión.

Una vez le robó la navaja al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se la metió en la capucha a George Wilson… el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases dominicales de catecismo. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y cuando ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto, para pasmo de todos, un juez de paz con peluca blanca que dijera indignado: «No castigue usted a este noble muchacho… ¡Aquél es el taimado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me ha visto, he sido testigo del robo». Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, partiera leña, estudiara leyes, ayudara a su esposa en las tareas domésticas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún juez entrometido y vejestorio entró e intervino, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra, y Jim se alegró porque, como bien saben ustedes, detestaba a los niños buenos, y decía que éste era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este niño malo y negligente.

Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y que en otra ocasión en que se vio atrapado en una tormenta mientras pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde ahora hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente todo niño malo que sale a pasear en barca un domingo se ahoga, y que a todos cuantos les sorprende una tempestad, mientras se hallan pescando los domingos, indefectiblemente les cae un rayo. Los botes que son conducidos por niños malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los chicos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se zafó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí…, ésa debe ser la razón.

Nada malo le pasaba. Llegó incluso al extremo de darle tabaco a un elefante del zoológico, y éste no le pegó en la cabeza con la trompa. Registró la despensa buscando licor de hierbabuena, y no se equivocó ni se tomó el ácido clorhídrico. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enfadó y le pegó un puñetazo a su hermana pequeña en la sien, y ella no quedó herida, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del muchacho. Al contrario; la niña recuperó rápidamente su salud.

Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y completamente desvencijado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que tuvo que hacer fue presentarse en comisaría.

Con el paso del tiempo se hizo mayor, se casó y tuvo una familia numerosa. Una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a base de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su localidad natal, es universalmente respetado y pertenece al Consejo Municipal. Es fácil de ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su encantadora existencia.

FIN



  • Autor: Mark Twain

  • Título: El cuento del niño malo

  • Título Original: The Story of the Bad Little Boy That Bore a Charmed Life

  • Publicado en: Californian magazine, 1865

  • Traducción: Carlota Martín Aparicio


 
 
 
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