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Lecturas




La sangre de Medusa

José Emilio Pacheco


… la espada sin honor, perdido todolo que gané, menos el gesto huraño.Gilberto Owen

Cuando Perseo despierta sus primeras miradas nunca son para Andrómeda. Sale al jardín, se lava el rostro en la fuente de mármol y observa desde la terraza la ciudad de Micenas. Se sabe amo absoluto, semidiós respetado. Sin embargo lo habitan la tristeza y el recuerdo de sus viejas hazañas. Tendido bajo un árbol, contempla el vientre que se alza cada día más entre su túnica y espera, cabizbajo, el llamado de Andrómeda.

Fermín Morales apagó el cigarro antes de entrar en la vecindad. A su esposa le molestaba verlo fumar y él quería ahorrarse una nueva disputa. Cruzó el zaguán húmedo y subió por la escalera desgastada. Al entrar en su cuarto vio a Isabel: cubierta por una bata de franela, hojeaba en la cama Confidencias, La Familia y Sucesos para Todos. Los rizos artificiales le recordaron a Fermín un nudo de serpientes que de niño había observado en una feria en Nonoalco.

Perseo ya no visita sus caballerizas. Le entristece ver a Pegaso, anciano, ciego, con las alas marchitas, ruina de aquel hijo del viento que nació de la sangre de Medusa. Hoy la cabeza de la Gorgona y su cabellera de serpientes adornan el escudo de Atenea. Pero Medusa venga su derrota.

Pegaso ya no es el mismo que tantas veces se reflejó desde los cielos sobre el Mediterráneo, ni el que avisó a Perseo que una Hespéride lo había descubierto cuando cortaba las manzanas de oro en el jardín prohibido. Al ver a su caballo alado el rey de Micenas no puede evitar que lo llenen la melancolía y la sensación de que su paso por la tierra ya se acerca al final.

Tiempo atrás el Oráculo de Delfos vaticinó a Acrisio, rey de Argos, que moriría a manos de su nieto. Para impedirlo encerró a Dánae en una cámara subterránea de bronce, con sólo una abertura que dejaba pasar el aire y la luz. Dánae era la única hija de Acrisio y la mujer más bella del reino. Zeus, convertido en lluvia de oro, logró violar la cárcel inexpugnable y engendró a Perseo en el vientre de Dánae.

Nueve meses después Acrisio no se atrevió a matarlos por temor a las Furias que persiguen a quienes derraman su propia sangre. Metió en un cofre a la madre y al hijo y los echó al mar. Las olas llevaron su carga a la isla de Sérifos. Polidecto recibió en su corte a Dánae y al niño que llevaba en los brazos.

Perseo llegó a la adolescencia. Polidecto quiso alejarlo para quedarse con Dánae. Le dio el encargo de ir a la isla de las Gorgonas, que estaba en Occidente, cerca del Gran Océano, y traerle la cabeza de Medusa. Así, Polidecto condenaba a muerte a Perseo: nadie en el mundo podía sobrevivir a la Gorgona que con sólo mirarlos petrificaba a los vivos.

No obstante, como hijo de Zeus, Perseo era un semidiós y merecía la ayuda del Olimpo. Cubierto por el escudo de Atenea, defendido por la espada de Hermes y el casco de Hades, Perseo entró en la cueva de las Gorgonas. Para no verla de frente y transformarse en piedra bajo su mirada, se guió por la imagen de Medusa reflejada en el escudo. Se acercó a ella y la decapitó de un solo tajo.

Un caballo alado brotó de su sangre. El héroe montó en Pegaso y fue a Sérifos para liberar a su madre. Petrificó a Polidecto y a sus cortesanos al mostrarles la cabeza muerta de la Gorgona. En vez de asumir el trono Perseo dio el reino de la isla a su amigo Lidys, el pescador que había rescatado el cofre en la playa.

Dánae le pidió reconciliarse con su abuelo. Perseo se trasladó a Argos, derrocó al usurpador Preto y devolvió el poder a Acrisio. A pesar de todo, el Oráculo de Belfos era infalible. La profecía se cumplió: durante los juegos que celebraron la victoria Perseo lanzó un disco de metal y sin proponérselo dio muerte a Acrisio. No quiso permanecer en la ciudad manchada de sangre y decidió fundar Micenas.

Isabel tenía cincuenta y cinco años cuando conoció a Fermín que apenas iba a cumplir veinte. Ambos trabajaban en el Ministerio de Comunicaciones. Fermín era muy tímido y nunca se había acercado a ninguna mujer. A los seis meses se casaron. Él se empleó como chofer particular y ella dejó la oficina. Desde entonces habitaron en la vecindad de las calles de Uruguay. Su existencia se transformó en una interminable reyerta.

Perseo recorre sus dominios. Observa la Puerta de los Leones, las murallas ciclópeas, piedras invulnerables erguidas para cercar el sitio en que poco a poco va muriendo el rey de Micenas. Camina bajo el sol recién nacido y observa su sombra ya encorvada. Su padre Zeus no lo preservó del tiempo. Cronos, su abuelo, lentamente lo devora como si en Perseo se vengara de Zeus por haberlo desterrado del Olimpo. El viento asedia la ciudad amurallada. Desde la terraza Andrómeda observa a Perseo y también siente que la historia del héroe ha llegado a su fin.

Isabel opinaba que en la guerra de los sexos las mujeres sólo podían librarse de la opresión y el martirio mediante el ejercicio del poder absoluto. Exigió a Fermín que le entregara íntegras sus quincenas y no fuera sin permiso a ningún sitio. Los sábados iban juntos al cine y los domingos a Chapultepec. Los celos de Isabel acosaban a Fermín y eran motivo de continuas escenas. Incapaz de pedir el divorcio o alejarse de ella, se limitaba a esperar la muerte de su esposa que en 1955 había cumplido setenta años.

Perseo se tiende sobre la hierba. Tose, se agita, mira a su alrededor y cree que el día amaneció nublado. No quiere aceptar el oscurecimiento de sus ojos. Se levanta, camina hacia el palacio. Los guardias lo saludan elevando sus lanzas. En la cámara real las esclavas visten a Andrómeda. Perseo la mira, oculto tras una cortina.

También Andrómeda es distinta a la princesa etíope que compitió en hermosura con las hijas de Nereo, el dios del mar. Celosas de Andrómeda, las Nereidas la ataron a una roca para que la devorase un monstruo marino. Perseo llegó cabalgando en Pegaso. Venció al dragón y se casó con Andrómeda. Hoy el amor entre los dos es sólo el recuerdo de aquellos días que sucedieron al combate.

Fermín puso algún reparo a la cena. Isabel lo echó de la casa. Vagó por las calles, ávido de huir y temeroso de regresar. Sin embargo volvió a las pocas horas e imploró perdón. Isabel, en respuesta, le arrojó a la cara la olla de fideos. Fermín tomó un cuchillo de cocina y lo clavó siete veces en el cuerpo de Isabel que se desplomó como una estatua rota.

Las vecinas se asomaron a la puerta. Fermín bajó las escaleras y se echó a correr hacia San Juan de Letrán. Media hora después, cuando los policías lo capturaron en la Alameda, no opuso resistencia ni dio explicaciones. Quedó en un silencio que ya jamás iba a romper. Dijeron que había enloquecido a raíz del crimen. En realidad se limitaba a escuchar el viento en las ramas y el agua en las fuentes. Hoy pasa los días tratando de apresar el polvo suspendido en un rayo de luz.

Alza la vista al cielo. A su lado el mundo parece más opaco, más hastiado de ser y de acabarse. Al centro de la tumba que los sepulta en vida Perseo y Fermín son el mismo hombre y sus historias forman una sola historia. El sol hiere sus ojos. En su prisión de piedra él espera que llegue el caballo con alas que nació de la sangre de Medusa.

FIN


  • Autor: José Emilio Pacheco

  • Título: La sangre de Medusa

  • Publicado en: Cuadernos del Unicornio, 1958

 
 
 

Actualizado: 24 may


Agravante

Emilia Pardo Bazán


Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico, se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo —a quien los indios llaman el Buda o Saquiamuni— aún reprueba con mayor energía a los hipócritas intolerantes que a los débiles pecadores.

Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspondiente —sin abanico no hay chino— y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora, poniéndola como sólo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.

A los pocos días se esparció la voz de que la ciencia sinense había sufrido cruel e irreparable pérdida con el fallecimiento del doctísimo Li-Kuan —que así se llamaba nuestro filósofo— y de que su esposa Pan-Siao se hallaba inconsolable, a punto de sucumbir a la aflicción. En efecto, cuantos indicios exteriores pueden revelar la más honda pena, advertíanse en Pan-Siao el día de las exequias: torrentes de lágrimas abrasadoras, ojos fijos en el cielo como pidiéndole fuerzas para soportar el suplicio, manos cruzadas sobre el pecho, ataques de nervios y frecuentes síncopes, en que la pobrecilla se quedaba sin movimiento ni conciencia, y sólo a fuerza de auxilios volvía en sí para derramar nuevo llanto y desmayarse con mayor denuedo.

Entre los amigos que la acompañaban en su tribulación se contaba el joven Ta-Hio, discípulo predilecto del difunto, y mancebo en quien lo estudioso no quitaba lo galán. Así que se disolvió el duelo y se quedó sola la viudita, toda suspirona y gemebunda, Ta-Hio se le acercó y comenzó a decirle, en muy discretas y compuestas razones, que no era cuerdo afligirse de aquel modo tan rabioso y nocivo a la salud; que sin ofensa de las altas prendas y singulares méritos del fallecido maestro, la noble Pan-Siao debía hacerse cargo de que su propia vida también tenía un valor infinito y que todo cuanto llorase y se desesperase no serviría para devolver el soplo de la existencia al ilustre y luminoso Li-Kuan.

Respondió la viuda con sollozos, declarando que para ella no había en el mundo consuelo, además de que su inútil vida nada importaba desde que faltaba lo único en que la tenía puesta; y entonces el discípulo, con amorosa turbación y palabras algo trabadas —en tales casos son mejores que muy hilados discursos—, dijo que, puesto que ningún hombre del mundo valiese lo que Li-Kuan, alguno podría haber que no le cediese la palma en adorar a la bella Pan-Siao; que si en vida del maestro guardaba silencio por respetos altísimos, ahora quería, por lo menos, desahogar su corazón, aunque le costase ser arrojado del paraíso, que era donde Pan-Siao respiraba, y que si al cabo había de morir de amante silencioso, prefería morir de rigores, acabando su declaración con echarse a los diminutos pies de la viuda, la cual, lánguida y algo llorosa aún, tratándole de loquillo, le alzó gentilmente del suelo, asegurando benignamente que merecía, en efecto, ser echado a la calle, y que si ella no lo hacía, era sólo en memoria de la mucha estimación en que tenía a su discípulo el luminoso difunto. Y, sin duda, la misma estimación y el mismo recuerdo fueron los que, de allí a poco —cuando todavía por mucho que la abanicase, no estaría seca la tierra de la fosa de Li-Kuan— impulsaron a su viuda a contraer vínculos eternos con el gallardo Ta-Hio.

Vino la noche de bodas, y al entrar los novios en la cámara nupcial, notó la esposa que el nuevo esposo estaba no alegre y radiante, sino en extremo abatido y melancólico, y que lejos de festejarla, callaba y se desviaba cuanto podía; y habiéndole afanosamente preguntado la causa, respondió Ta-Hio con modestia que, le asustaba el exceso de su dicha, y le parecía imposible que él, el último de los mortales, hubiese podido borrar la imagen de aquel faro de ciencia, el ilustre Li-Kuan. Tranquilizóle Pan-Siao con extremosas protestas, jurando que Li-Kuan era, sin duda, un faro y un sapientísimo comentador de la profunda doctrina del Libro de la razón suprema, pero que una cosa es el Libro de la razón suprema y otra embelesar a las mujeres, y que a ella Li-Kuan no la había embelesado ni miaja. Entonces Ta-Hio replicó que también le angustiaba mucho estar advirtiendo los primeros síntomas de cierto mal que solía padecer, mal gravísimo, que no sólo le privaba del sentido, sino que amenazaba su vida. Y Pan-Siao, viéndole pálido, desencajado, con los ojos en blanco, agitado ya de un convulsivo temblor…

—Mi sándalo perfumado —le dijo—, ¿con qué se te quita ese mal? Sépalo yo para buscar en los confines del mundo el remedio.

Suspiró Ta-Hio y murmuró:

—¡Ay mísero de mí! ¡Que no se me quita el ataque sino aplicándome al corazón sesos de difunto! —Y apenas hubo acabado de proferir estas palabras cayó redondo con el accidente.

Al pronto quedó Pan-Siao tan confusa como el lector puede inferir; pero en seguida se le vino a las mientes que, en los primeros instantes de inconsolable viudez, había mandado que al luminoso Li-Kuan le enterrasen en el jardín, para tenerle cerca de sí y poderle visitar todos los días. A la verdad, no había ido nunca: de todos modos, ahora se felicitaba de su previsión. Tomó una linterna para alumbrarse, una azada para cavar y un hacha que sirviese para destrozar las tablas del ataúd y el cráneo del muerto; y resuelta y animosa se dirigió al jardín, donde un sauce enano y recortadito sombreaba la fosa.

Dejó en el suelo la linterna y el hacha, dio un azadonazo…, y en seguida exhaló un chillido agudo, porque detrás del sauce surgió una figura que se movía, y que era la del mismísimo Li-Kuan, ¡la del esposo a quien creía cubierto por dos palmos de tierra!

—Sierpe escamosa —pronunció el filósofo con voz grave—, arrodíllate. Voy a hacer contigo lo que venías a hacer conmigo; voy a sacarte los sesos, si es que los tienes. Entre mi discípulo Ta-Hio y yo hemos convenido que sondaríamos el fondo de tu malicia, y, sobre todo, de tu mentira. No castigo tu inconstancia que sólo a mí ofende, sino tu fingimiento, tu hipocresía, que ofenden a toda la Humanidad. ¿Te acuerdas de la dama del abanico?

Y el esposo cogió el hacha, sujetó a Pan-Siao por el complicado moño, y contra el tronco del sauce le partió la sien.

FIN


  • Autor: Emilia Pardo Bazán

  • Título: Agravante

  • Publicado en: El Liberal, 30 de agosto de 1892

 
 
 


Nuestro invitado

Héctor Camarillo


Mi vida desdichada se convirtió en un infierno.Amparo Dávila


Lo recuerdo bien, fue después de discutir con mis padres y desear su muerte. Corrí hasta mi habitación, hice a un lado las plegarías e insulté al divino sin cuidado. Me quedé dormido entre sollozos.

La noche siguiente lo vi por primera vez. Mis padres lo habían traído. Cuando vi su rostro, el mío se descompuso. Su nariz afilada parecía husmear en cada rincón del departamento. Sus ojos grises, apagados, penetrantes, podían escarbar en mi alma. Y esa sonrisa…. esa maldita sonrisa, tensa, sin despegar los labios, parecía saber algo, quién sabe qué.

El departamento no era tan pequeño: una sala-comedor, cocina, baño y nuestras habitaciones. La del fondo, al final del pasillo junto al baño, la adaptaron para él. «Pasará unos días con nosotros, sé amable y educado…», dijo mi padre. Su presencia me inquietaba, me ponía la piel de gallina. Desde que llegó, el ambiente se tornó pesado, opresivo, como si su oscuridad me acechara, sin siquiera mirarme.

Durante las siguientes noches no pude pegar los ojos.

Una tarde, mientras dibujaba en mi restirador, sentí su presencia detrás de mí. Me quedé inmóvil, no quise voltear. Su respiración, pesada y entrecortada, inundaba el cuarto. De reojo, lo vi: parado junto a mi cama, me observaba como si quisiera devorarme… hacerme algo mucho peor. Grité. Mi voz desgarró el silencio y mamá corrió desesperada. «¡Llévatelo, por favor, llévatelo! Estuvo aquí conmigo». El cansancio y la desesperación terminaron por romperme. «¿De qué hablas? Él tiene prohibido abandonar su cuarto…», mi madre, enojada, azotó la puerta.

Por las noches escuchaba sus pasos arrastrarse a lo largo del pasillo. Se detenía frente a mi puerta, la raspaba suave con sus uñas, parecía un aviso. Desde mi cama veía la silueta de sus pies moverse en el umbral, mientras su sombra, inquieta, buscaba la forma de colarse bajo mis sábanas. Una pesadilla eterna, tangible, que me hacía vivir despierto.

La única vez que pude conciliar el sueño, comenzó a chillar. Eran lamentos de una bestia encadenada, hambrienta, sin intenciones de callarse. Si él lograba salir de su habitación, yo estaría perdido. Me escondí entre las cobijas y enterré mi cabeza bajo la almohada. Mi garganta, paralizada, me impidió gritar. Temblaba. Cada músculo de mi cuerpo se sentía frágil, como si una enfermedad me devorara por dentro.

Estaba harto, desesperado. Tripliqué mis oraciones, recité cada palabra como un mantra. Pedí perdón hasta el cansancio, la redención no parecía llegar. Sabía que ese castigo era un regalo del de arriba, un precio que debía pagar por mis injurias. En verdad estaba muy arrepentido.

«Tu madre y yo saldremos de viaje mañana. Vendrá la abuela a cuidarte…»

Cuando la abuela cruzó la puerta principal, su rostro reflejó desconcierto. Vi cómo los vellos de sus brazos se erizaban. De cierta manera, lo sabía. Me abrazó con fuerza y me susurró al oído: «Alardea frente a Dios y rendirás cuentas con el diablo». Sus palabras me zarandearon, no supe qué responder ni cómo reaccionar. ¡Por fin, alguien me entendía!

El viaje de mis padres se demoró dos días más. La abuela se debilitaba, me aseguró haberlo visto, escuchado. «Tenemos que deshacernos de él», dijo. Traté de no pensar en ello, me atormentaba; sin embargo, era lo mejor.

Esa misma noche hubo un apagón. La abuela encendió unas velas, pero su luz era débil, incapaz de despejar la penumbra. Aun con las ventanas cerradas, las puertas se azotaron con ira. La temperatura descendió bruscamente, congeló el tiempo. Tomé la mano de mi abuela y caminamos por el pasillo, precavidos. Las sombras se transformaron en rostros siniestros de miradas incisivas que nos apuñalaban con cada paso. Cruzamos las demás habitaciones para refugiarnos en el baño. Silencio. La abuela agarró la navaja de afeitar de mi padre y bañó su pañuelo en agua bendita. Me dijo: «Cierra los ojos».

Me guió por el camino y nos detuvimos en la puerta de su habitación. Escuché crujir la madera y, al adentrarnos, la oscuridad nos envolvió. Oí a mi abuela rezar, me uní a ella; él comenzó a gemir.

Un golpe seco resonó en el suelo, seguido de varias carcajadas que hicieron eco en el cuarto. Me tapé los oídos.

De pronto, todo quedó en silencio.

«Por lo que más quieras, no abras los ojos».

Su voz me rozó la espalda y un escalofrío me sacudió los huesos; esa no era la voz de mi abuela.

FIN


  • Autor: Héctor Camarillo

  • Título: Nuestro invitado

  • Publicado en: Inédito

 
 
 
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