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Lecturas

Actualizado: 24 may



Superioridad

Arthur C. Clarke


Al hacer esta declaración —y la hago por voluntad propia—, deseo en primer lugar dejar perfectamente sentado que no trato de ganarme simpatías, ni espero mitigación alguna de cualquier sentencia que pueda pronunciar el Tribunal. Escribo esto para intentar refutar algunos de los mentirosos informes que han aparecido en la prensa que se me ha permitido ver, y que se han transmitido por la radio de la prisión, los cuales han proporcionado una idea absolutamente falsa de las verdaderas causas de nuestra derrota, y como jefe de las fuerzas armadas de mi raza al cesar las hostilidades, considero mi deber protestar contra tales calumnias sobre aquéllos que sirvieron bajo mi mando.

Espero también que esta declaración aclare las razones de la solicitud que por dos veces he dirigido al Tribunal, y que induzca a conceder un favor, para la denegación del cual no creo posible exista razón ninguna.

La causa fundamental de nuestro fracaso fue muy sencilla; a pesar de todas las afirmaciones en sentido contrario, no fue debida a falta de valor por parte de nuestros hombres, ni a falta ninguna de la Flota. Fuimos derrotados solamente por una cosa; por la inferior ciencia de nuestros enemigos. Lo repetiré; por la ciencia inferior de nuestros enemigos.

Cuando comenzó la guerra, no teníamos ninguna duda acerca de nuestra victoria final. Las flotas combinadas de nuestros aliados excedían considerablemente en número y armamentos las que el enemigo podía alinear contra nosotros, y en casi todas las ramas de la ciencia militar éramos superiores a ellos. Estábamos seguros de poder mantener tal superioridad. Nuestra creencia fue, por desgracia, confirmada con exceso en la práctica.

Al comenzar la guerra, nuestras principales armas eran el torpedo automático de largo alcance, el rayo esférico dirigible y diversas formas modificadas del haz de Klydon. Todas las unidades de la Flota estaban equipadas con esas armas, y si bien el enemigo poseía otras semejantes, sus instalaciones eran, en general, de potencia inferior. Además, estábamos respaldados por una Organización de Investigación militar mucho más importante, y con tal ventaja inicial no podíamos posiblemente perder.

La campaña procedió según lo planeado hasta la Batalla de los Cinco Soles. Naturalmente, la ganamos, pero la oposición fue más enérgica de lo que habíamos esperado. Se comprendió entonces que la victoria pudiera ser más difícil, y más lenta, de lo que se había creído en un principio. Por tal razón se convocó una conferencia de comandantes supremos para discutir nuestra futura estrategia.

Estaba presente por vez primera en nuestras conferencias de guerra, el profesor-general Norden, nuevo jefe del Personal de Investigación, quien acababa de ser nombrado para llenar el vacío que había dejado la muerte de Malvar, nuestro científico más ilustre. La jefatura de Malvar, más que ningún otro factor por sí solo, había sido lo que había determinado la eficiencia y el poder de nuestro armamento. Su pérdida había sido un rudo golpe, pero nadie dejaba de creer en la brillantez de su sucesor, si bien muchos de nosotros habíamos dudado si procedía nombrar a un científico teórico para ocupar un cargo de importancia tan vital. Pero no se nos había hecho ningún caso.

Recuerdo muy bien la impresión que Norden produjo en aquella conferencia. Los consejeros militares estaban preocupados, y, como de costumbre, se dirigieron a los científicos en busca de asistencia. ¿Sería posible, preguntaron, mejorar nuestras armas actuales, a fin de aumentar más aún nuestra presente ventaja?

La respuesta de Norden fue completamente inesperada. Con frecuencia se había dirigido tal pregunta a Malvar, y él siempre había hecho lo que le habíamos solicitado.

—Francamente, señores —dijo Norden—, lo dudo. Nuestras armas actuales han llegado ya prácticamente a su forma definitiva. No quisiera criticar a mi predecesor, o el excelente trabajo efectuado por el Personal de Investigación durante las últimas generaciones, pero ¿se dan ustedes cuenta que no ha habido cambio fundamental en los armamentos desde hace más de un siglo? Me temo que ello ha sido debido a una tradición que se ha hecho demasiado conservadora. El Personal de Investigación se ha dedicado demasiado tiempo a perfeccionar viejas armas en lugar de desarrollar otras nuevas. Es una suerte para nosotros que nuestros enemigos hayan hecho lo mismo, pero no debemos suponer que será siempre así.

Las palabras de Norden dejaron una impresión de malestar, como había sido sin duda su intención. Rápidamente lanzó su ataque a fondo.

—Lo que necesitamos son nuevas armas, armas totalmente diferentes de las que se han utilizado hasta hoy. Tales armas son posibles; se necesitará algún tiempo, naturalmente, pero desde que he tomado posesión he reemplazado algunos de los más viejos científicos por hombres jóvenes, y he dirigido la investigación hacia varios campos inexplorados que prometen mucho. Creo, en efecto, que muy pronto seremos testigos de una revolución en los armamentos.

Nos sentíamos escépticos. Había un tono pedante en la voz de Norden que nos hacía recelar de sus afirmaciones. Entonces no sabíamos que nunca prometía nada que no hubiese casi perfeccionado en el laboratorio. En el laboratorio, ésa era la frase clave.

Norden probó lo que había afirmado menos de un mes más tarde, cuando presentó la Esfera de Aniquilación, que producía la desintegración completa de la materia dentro de un radio de varios centenares de metros. Nos entusiasmamos con la potencia de la nueva arma, y estuvimos dispuestos a prescindir de considerar su defecto fundamental, el hecho que era precisamente una esfera, y que, por lo tanto, destruía su relativamente complicado mecanismo de generación en el instante de su formación. Eso naturalmente, significaba que no podía ser utilizada sobre naves de guerra, sino solamente sobre proyectiles dirigidos, por lo cual se comenzó un gran programa para cambiar todos los torpedos de dirección automática a fin de que éstos pudieran transportar la nueva arma. Desde aquel momento, se suspendieron todas las ofensivas.

Nos damos cuenta ahora que aquél fue nuestro primer error. Todavía creo que fue una equivocación lógica, pues entonces nos pareció que todos los armamentos existentes se habían quedado anticuados de la noche a la mañana, y casi los considerábamos supervivientes primitivos. De lo que no nos dimos cuenta entonces, fue de la magnitud de la tarea que intentábamos, y del tiempo que se tardaría en poner en acción la superarma revolucionaria.

No había ocurrido nada semejante durante cien años, y no teníamos experiencia previa que nos sirviese de guía.

El problema de la conversión resultó aún más difícil de lo que habíamos supuesto. Era necesario diseñar una nueva clase de torpedo, pues el modelo corriente era demasiado pequeño. Eso, a su vez, significaba que solamente las mayores naves podían lanzar el arma, pero estábamos dispuestos a aceptar esa penalización. Al cabo de seis meses, se estaba equipando las unidades pesadas de la Flota con la Esfera. Maniobras de entrenamiento y ensayos habían demostrado que funcionaba satisfactoriamente, y estábamos a punto de hacerla entrar en acción. Se estaba ya aclamando a Norden como el artífice de la victoria y, además, nos había prometido nuevas armas aún más espectaculares.

Entonces ocurrieron dos cosas. Una de nuestras naves de guerra desapareció por completo durante uno de los vuelos de entrenamiento, y una investigación demostró que en determinadas condiciones el radar de largo alcance de la nave podía hacer estallar la Esfera tan pronto como era lanzada. La modificación que se requería para superar tal defecto era insignificante, pero ocasionó la demora de otro mes y produjo mucho resentimiento entre el personal naval y los científicos. Estábamos nuevamente a punto de entrar en acción, cuando Norden anunció que el radio de eficacia de la Esfera había sido aumentado diez veces, multiplicando así por mil las probabilidades de destruir una nave enemiga.

De modo que volvieron a comenzar las modificaciones, si bien todo el mundo estaba de acuerdo en que bien valían la pena. Pero, entre tanto, el enemigo se había envalentonado ante la ausencia de nuevos ataques, y había realizado una ofensiva inesperada. Nuestras naves no tenían suficientes torpedos, pues no se producían ya en las fábricas, y se vieron obligadas a retirarse. Y así fue como perdimos los sistemas de Kyrane y Floranus, y la fortaleza planetaria de Rhamsandron.

Fue un contratiempo molesto, pero no grave, pues los sistemas recapturados habían sido poco amistosos y difíciles de administrar. No dudábamos de poder restablecer la situación tan pronto como la nueva arma entrase en acción.

Tales esperanzas se cumplieron solamente a medias. Cuando reanudamos la ofensiva, tuvimos que hacerlo con menos Esferas de Aniquilación de las que habíamos proyectado, lo cual fue una de las razones de lo limitado de nuestro éxito. La otra razón fue más seria.

Mientras nosotros habíamos estado equipando tantas naves como pudimos con nuestra arma irresistible, el enemigo había estado construyendo febrilmente. Sus naves eran del viejo modelo, con el antiguo armamento, pero excedían a las nuestras en número. Cuando entramos en acción, encontramos que los números que se alineaban frente a nosotros eran a veces cien por ciento mayores de lo esperado, ocasionando confusión de blancos entre las armas automáticas, y determinando mayores bajas que las esperadas. Las bajas del enemigo eran aún mayores, pues cuando una Esfera alcanzaba su objetivo, la destrucción era cierta, pero el equilibrio no se desplazó tanto en nuestro favor como habíamos confiado.

Además, mientras las flotas principales estaban combatiendo, el enemigo había lanzado un audaz ataque contra los sistemas de Eriston, Duranus, Carmanidor y Fharanidon, que sosteníamos con pocas fuerzas, reconquistándolos todos. De modo que nos tuvimos que enfrentar con una amenaza a solamente cincuenta años de luz de nuestros planetas patrios.

Durante la reunión de los comandantes supremos siguiente afloraron muchas recriminaciones. La mayor parte de las quejas fueron dirigidas a Norden; en especial, el gran almirante Taxaris mantuvo que, gracias a nuestra evidentemente irresistible arma, estábamos ahora mucho peor que antes. Afirmó que debíamos haber continuado construyendo naves del tipo convencional, evitando así la pérdida de nuestra superioridad numérica.

Norden se mostró igualmente enojado, y calificó al personal naval de chapuceros desagradecidos. Pero pude ver que estaba preocupado —como, a decir verdad, lo estábamos todos— por el giro inesperado de los acontecimientos. Insinuó que podría haber una forma rápida de remediar la situación. Sabemos ahora que la Investigación había estado trabajando en el Analizador de Combate durante muchos años, pero entonces nos apareció como una revelación, y quizá nos dejamos entusiasmar con demasiada facilidad. Por otra parte, el argumento de Norden era seductoramente convincente. ¿Qué importaba, dijo, que el enemigo tuviese el doble de naves que nosotros, si la eficiencia de las nuestras podía ser duplicada, o incluso triplicada? Durante décadas el factor límite en la guerra no había sido mecánico, sino biológico; se había ido haciendo más y más difícil para una sola mente, o grupo de mentes, tratar con la complejidad rápidamente cambiante de la batalla en el espacio tridimensional. Los matemáticos de Norden habían analizado algunos de los encuentros clásicos del pasado y habían demostrado que, incluso cuando habíamos salido victoriosos, nuestras unidades habían operado a mucho menos de la mitad de su eficiencia teórica.

El Analizador de Combate alteraría tal situación, sustituyendo el personal de operaciones por calculadores electrónicos.

La idea no era nueva en teoría, pero hasta entonces no había sido sino un sueño utópico. A muchos de nosotros les parecía aún difícil creer que pudiese ser algo más que un sueño; pero después de haber seguido varias batallas de maniobra, nos convencimos.

Se decidió instalar el Analizador en cuatro de nuestras naves más pesadas, de modo que cada una de las flotas principales pudiese disponer de uno de ellos. Y aquí comenzaron nuestras dificultades, si bien no lo supimos hasta más tarde.

El Analizador contenía poco menos de un millón de tubos de vacío, y requería un equipo de quinientos técnicos para mantenerlo y operarlo. Era completamente imposible acomodar el personal extra a bordo de la nave de guerra, de modo que fue preciso que cada una de las cuatro unidades fuese acompañada de una nave de pasajeros convertida, a fin de transportar a los técnicos que no estaban de servicio. La instalación también fue asunto largo y pesado, pero gracias a gigantescos esfuerzos pudo ser completada en seis meses.

Y entonces, para descorazonamiento nuestro, tuvimos que enfrentarnos con otra crisis. Se habían escogido casi cinco mil hombres de gran habilidad para el servicio de los Analizadores, y se les había sometido a un curso intensivo en las Escuelas de Educación Técnica. Al término de siete meses, un diez por ciento de ellos había sufrido colapsos nerviosos, y solamente se habían calificado un cuarenta por ciento.

De nuevo, todo el mundo empezó a echar la culpa a los demás. Como es natural, Norden dijo que no era posible hacer responsable al Personal de Investigación, con lo cual incurrió en la enemistad de los Mandos de Personal y Adiestramiento. Finalmente se decidió que lo único que podía hacerse era utilizar dos Analizadores en lugar de cuatro, y hacer entrar los otros en acción tan pronto como se hubiese adiestrado personal suficiente. No había mucho tiempo que perder, pues el enemigo estaba aún a la ofensiva, y su moral se elevaba.

Se ordenó a la primera flota con Analizador que recapturase el sistema de Eriston. En el camino, y por uno de los azares de la guerra, la nave de pasajeros que llevaba los técnicos fue alcanzada por una mina errante. Una nave de guerra hubiese sobrevivido, pero aquella nave, con su insustituible cargamento, fue totalmente destruida, de modo que se tuvo que abandonar la operación.

La otra expedición tuvo, al principio, más éxito. No había duda en que el Analizador cumplía la promesa de sus diseñadores, y el enemigo fue penosamente derrotado en el primer combate. Se retiró, dejándonos en posesión de Safhran, Leucon y Hexanerax. Pero su Personal de Información debía haber observado la alteración de nuestra táctica, así como la inexplicable presencia de una nave de pasajeros en el corazón de nuestra flota de guerra. Y también debió haber notado que nuestra primera flota había ido acompañada de una nave semejante, y se había retirado cuando aquélla había sido destruida.

Durante el siguiente encuentro el enemigo utilizó su superioridad numérica para desencadenar un ataque avasallador sobre la nave del Analizador y su inerme consorte. El ataque fue efectuado sin reparar en bajas —como es natural, ambas naves iban muy bien protegidas— y tuvo éxito. El resultado fue la decapitación virtual de la flota, pues resultó imposible volver de nuevo de modo eficaz a los antiguos métodos tácticos. Nos retiramos bajo enérgico fuego, y así perdimos todo lo que habíamos ganado, así como los sistemas de Lorymia, Ismarnus, Beronis, Alfanidon y Sideneus.

Al llegar a este punto, el gran almirante Taxaris expresó su desaprobación de Norden, suicidándose, y yo asumí el mando supremo.

La situación era ahora seria a la vez que enfurecedora. Con testarudo conservadurismo, y una falta completa de imaginación, el enemigo continuaba avanzando con sus naves anticuadas e ineficientes, pero ahora inmensamente superiores en número. Era irritante darse cuenta de que con sólo haber continuado construyendo, sin buscar nuevas armas, podríamos haber estado en una posición mucho más ventajosa. Se celebraron numerosas y acerbas conferencias, en el curso de las cuales Norden defendió a los científicos, mientras todos los demás les culpaban por lo que había ocurrido. Y ahora no podíamos retroceder; era preciso que continuase la búsqueda de un arma irresistible. Al principio hubiese sido un lujo para abreviar la guerra, pero ahora era una necesidad, si teníamos que terminarla victoriosos.

Lo mismo que Norden, estábamos a la defensiva. Él estaba más decidido que nunca a restablecer su prestigio y el del Personal de Investigación. Pero habíamos resultado decepcionados dos veces, y no volveríamos a cometer nuevamente el mismo error. Sin duda los veinte mil científicos de Norden producirían muchos armamentos nuevos, pero no nos íbamos a dejar impresionar.

Nos equivocábamos. El arma final era algo tan fantástico que ahora incluso parece difícil creer que llegó a existir. Su nombre inocente, que no comprometía a nada —el Campo Exponencial—, no daba idea de sus potencialidades reales. Algunos de los matemáticos de Norden lo habían descubierto durante un trabajo de investigación puramente teórico sobre las propiedades del espacio, y ante la inmensa sorpresa de todos se encontró que era físicamente realizable.

Parece muy difícil explicar al profano cómo funcionaba el Campo. Según la descripción técnica, «produce un estado exponencial del espacio, de modo que una distancia finita en el espacio normal lineal, puede llegar a ser infinita en el pseudo-espacio». Norden proporcionó una analogía que a algunos de nosotros nos resultó de utilidad. Es algo así como si se tomase un disco plano de goma —que representaba una región del espacio normal— y se extendiese entonces su centro hasta el infinito. La circunferencia del disco permanecía invariable, pero el «diámetro» sería infinito. Eso era más o menos lo que el Campo hacía con el espacio en derredor suyo.

Por ejemplo, supongamos que una nave provista de tal generador fuese rodeada por un cerco de máquinas hostiles. Si entonces se conectaba el Campo, cada una de las naves enemigas creería que ella, y las naves al otro lado del círculo sería la misma de antes; pero el viaje al centro sería de duración infinita, pues, a medida que se avanzase, las distancias parecerían hacerse más y más grandes, mientras se modificaba la «escala» del espacio.

Era un estado de pesadilla, pero muy útil. Nada podía alcanzar a una nave que llevase el Campo; aunque quedase englobado dentro de una flota enemiga, permanecería tan inaccesible como si estuviese al otro lado del Universo. Por otra parte, y como es natural, no podía combatir sin desconectar el Campo, pero, con todo, quedaba en posición muy ventajosa, no solamente para la defensa sino para la ofensiva, pues una nave equipada con el Campo podía acercarse a una flota enemiga sin ser advertida y aparecer repentinamente en medio de ella.

Esta vez no parecía haber fallos en la nueva arma. Es innecesario decir que tratamos de encontrar todas las objeciones posibles antes de comprometernos nuevamente. Afortunadamente, el equipo era relativamente sencillo y no requería un personal muy numeroso para hacerlo funcionar. Después de discutirlo mucho, decidimos ponerlo en producción acelerada, pues esta vez nos dimos cuenta que el tiempo pasaba rápidamente y que la guerra se iba desarrollando en contra nuestra. Habíamos ya perdido casi todas nuestras conquistas iniciales, y las fuerzas enemigas habían verificado varias incursiones en nuestro propio Sistema Solar.

Conseguimos contener al enemigo mientras volvíamos a equipar la Flota e ideábamos nuevas tácticas de combate. Para utilizar el Campo en la práctica, era necesario localizar una formación enemiga, trazar un rumbo que la interceptase, y conectar el generador por un tiempo previamente calculado. Al desconectar luego el Campo —y si los cálculos habían sido exactos— se hallaría uno en medio del enemigo y podría hacer grandes destrozos durante la confusión que seguiría, retirándose luego por el mismo camino cuando fuere necesario.

Las primeras maniobras de ensayo resultaron satisfactorias, y el equipo pareció ser seguro. Se llevaron a cabo numerosos simulacros de ataque, y las tripulaciones se acostumbraron a la nueva técnica. Yo estuve en uno de los vuelos de ensayo, y recuerdo vívidamente mi impresión cuando se conectó el Campo. Pareció como si las naves en derredor nuestra se empequeñeciesen, como si estuviesen sobre la superficie de una burbuja que se hinchase, y al cabo de un instante habían desaparecido por completo. También habían desaparecido las estrellas, pero pudimos percibir que la Galaxia era aún visible en forma de leve franja luminosa alrededor de la nave. El radio virtual de nuestro pseudo-espacio no era realmente infinito, sino unos cuantos centenares de miles de años de luz, de modo que la distancia a las estrellas más lejanas de nuestro sistema no había aumentado mucho, si bien las más cercanas habían desaparecido del todo, como es lógico.

Sin embargo, estas maniobras de adiestramiento tuvieron que ser suspendidas antes que fuese posible completarlas, debido a una serie de pequeñas dificultades técnicas en diversas piezas del equipo, especialmente en los circuitos de comunicaciones. Tales dificultades resultaban enojosas, pero no importantes, pero se pensó que lo mejor era regresar a la Base para resolverlas.

En aquel momento preciso el enemigo lanzó lo que a todas luces pretendía fuese un ataque decisivo contra el planeta fortaleza de Iton, en los límites de nuestro Sistema Solar. La Flota tuvo que lanzarse al combate antes que fuese posible efectuar reparaciones.

El enemigo debió creer que habíamos conseguido el secreto de la invisibilidad, y en cierto sentido así era. Nuestras naves aparecieron repentinamente de la nada, e infligieron un daño tremendo, por un tiempo. Y entonces ocurrió algo desconcertante e inexplicable.

Cuando comenzaron las dificultades yo estaba al mando de la nave insignia Hircania. Habíamos estado operando como unidades independientes, cada una contra objetivos previamente señalados. Nuestros detectores observaron una formación enemiga a una distancia media que los oficiales de navegación midieron con gran exactitud. Fijaron el rumbo y conectamos el generador. Desconectamos el Campo Exponencial en el momento en que deberíamos haber estado pasando por el centro del grupo enemigo. Pero, sin gran consternación por parte nuestra, emergimos en espacio normal a una distancia de muchos centenares de kilómetros, y cuando encontramos al enemigo, él también nos había encontrado a nosotros. Nos retiramos, y probamos nuevamente. Esta vez nos hallamos tan lejos del enemigo que fue él quien nos encontró primero.

Era evidente que había algún defecto importante. Rompimos el silencio de comunicaciones, e intentamos establecer contacto con otras naves de la Flota para ver si ellas sufrían también la misma dificultad. Fracasamos una vez más, y esta vez el fracaso se escapaba por completo a la razón, pues el equipo de comunicación parecía estar funcionando perfectamente. No pudimos sino suponer, por fantástico que pareciese, que todo el resto de la flota había sido destruido.

No quiero describir las escenas que se produjeron cuando las dispersas unidades de la Flota regresaron a la Base. En realidad nuestras bajas habían sido insignificantes, pero las naves estaban completamente desmoralizadas. Casi todas habían perdido contacto con las demás, y habían descubierto que sus equipos telemétricos mostraban errores inexplicables. Era evidente que el Campo Exponencial era la causa de las perturbaciones, a pesar del hecho que solamente se hacían aparentes cuando se le desconectaba.

La explicación vino demasiado tarde para que nos sirviese de algo, y la derrota final de Norden fue escaso consuelo de la pérdida virtual de la guerra. Como ya he explicado, los generadores del Campo producen una distorsión radial del espacio, y las distancias aparecen tanto mayores cuanto más se acerca uno al centro del pseudo-espacio artificial. Cuando se desconecta el Campo, las condiciones vuelven a lo normal.

Pero no del todo. No era nunca posible restablecer exactamente el estado inicial. Conectar y desconectar el Campo era equivalente a una elongación y contracción de la nave que llevaba el generador, pero había un efecto de histéresis, por decirlo así, y no se podía nunca reproducir del todo la condición inicial, debido a todos los miles de cambios eléctricos y de movimientos de masas a bordo de la nave mientras estaba conectado el Campo. Esas asimetrías y distorsiones eran acumulativas, y aunque rara vez representaban más de una fracción de uno por ciento, eso era ya suficiente. Significaba que los equipos telemétricos de precisión y los circuitos sintonizados en los aparatos de comunicación perdían por completo su ajuste. Una nave, por sí sola, nunca podía percibir la perturbación, solamente cuando la comparaba con el equipo de otra nave, o trataba de comunicarse con ella, podía saber lo que había ocurrido.

Es imposible describir el caos que se produjo. No había ni un solo componente de una nave del que se pudiese esperar con seguridad que podría utilizarse a bordo de otra. Incluso los mismos tornillos y las hembrillas no eran ya intercambiables, y la situación de los suministros se hizo imposible. Si hubiésemos tenido tiempo hubiésemos quizá podido superar incluso esas dificultades, pero las naves enemigas nos estaban atacando ya a millares, con armas que ahora parecían siglos más anticuadas que las que habíamos inventado. Nuestra magnífica flota, mutilada por nuestra propia ciencia, luchó lo mejor que pudo hasta que fue arrollada y forzada a rendirse. Las naves equipadas con el Campo eran aún invulnerables, pero como unidades de combate eran casi inútiles. Cada vez que conectaban sus generadores para escapar de un ataque enemigo, aumentaban la distorsión de sus instalaciones. Al cabo de un mes, todo había terminado.

*

Ésta es la historia verdadera de nuestra derrota, que doy sin prejuzgar mi defensa ante el Tribunal. La he expuesto, como ya he dicho, para contrarrestar las calumnias que han estado circulando contra los hombres que lucharon a mi mando, y para mostrar dónde se encuentra la verdadera culpa de nuestras desgracias.

Finalmente; mi solicitud, que, tal como el Tribunal habrá podido apreciar, no presento frívolamente, y que, por lo tanto, confío me será concedida.

El Tribunal se habrá dado cuenta que las condiciones en que estamos alojados y la vigilancia a que se nos somete día y noche son muy quebrantadoras. Pero no me quejo de eso; ni me quejo del hecho que la falta de acomodación haya hecho necesario alojarnos por parejas.

Pero no se podrá considerar responsable de mis futuros actos si se me sigue obligando a compartir mi celda con el Profesor Norden, ex Jefe del Personal de Investigación de mis fuerzas armadas.

FIN


  • Autor: Arthur C. Clarke

  • Título: Superioridad

  • Título Original: Superiority

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, agosto de1951

  • Aparece en: Expedition to Earth (1953)

  • Traducción: Eduardo Salades

 
 
 


El entierro prematuro

Edgar Allan Poe


Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de ficción. El mero escritor romántico debe evitarlos si no desea ofender o desagradar. Sólo se los usa con propiedad cuando lo severo y lo majestuoso de la verdad los santifican y los sostienen. Nos estremecemos con el más intenso de los «dolores agradables» ante los relatos del paso del Berésina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé, o la asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Pozo Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como invenciones nos inspirarían simple aversión.

He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia; pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que con tanta vivacidad impresiona la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horripilante catálogo de miserias humanas, podría haber elegido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de estos vastos desastres generales. La verdadera desgracia, el infortunio por esencia, es particular, no difuso. ¡Agradezcamos a Dios misericordioso que los horribles extremos de agonía sean soportados por el hombre solo y nunca por el hombre en masa!

Ser enterrado vivo es, fuera de toda discusión, el más terrible de los extremos que jamás haya caído en suerte al simple mortal. Que ha caído con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie capaz de pensar lo negará. Los límites que separan la Vida de la Muerte son, en el mejor de los casos, vagos e indefinidos. ¿Quién puede decir dónde termina una y dónde empieza la otra? Sabemos que hay enfermedades en las cuales se produce una cesación total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, esa cesación es una simple suspensión para darle su justo nombre. Hay tan sólo pausas temporarias en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas de hechicería. La cuerda de plata no estaba suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde se hallaba el alma?

Sin embargo, fuera de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso deben provocar naturalmente, una y otra vez, prematuros entierros, fuera de esta consideración tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y vulgar para probar que realmente un gran número de estas inhumaciones se lleva a cabo. Yo podría referir de inmediato, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy notables, y cuyas circunstancias quizá se conserven frescas todavía en la memoria de algunos de mis lectores, aconteció no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde provocó una penosa, intensa y dilatada conmoción. La mujer de uno de los más respetables ciudadanos —abogado eminente y miembro del Consejo— fue atacada por una súbita e inexplicable enfermedad que burló el ingenio de sus médicos. Después de mucho padecer murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, a decir verdad, ni había razón para sospechar, que no estaba realmente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído, sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos carecían de brillo. Faltaba el calor. Las pulsaciones habían cesado. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. El funeral, en suma, fue apresurado a causa del rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La señora fue depositada en la bóveda familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar este plazo fue abierta para la recepción de un sarcófago; mas, ¡ah!, ¡qué espantoso choque aguardaba al marido cuando abrió en persona la puerta! Al empujar los batientes, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja todavía puesta.

Una cuidadosa investigación brindó la evidencia de que había revivido dos días después de su sepultura; que su lucha dentro del ataúd había provocado la caída de éste desde un nicho o estante al suelo, y que al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que había quedado accidentalmente llena de aceite dentro de la tumba; quizá se hubiera agotado, sin embargo, por evaporación. En el peldaño superior de la escalera que descendía a la espantosa cámara había un gran fragmento del ataúd, con el cual, según las apariencias, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras lo hacía, probablemente, se desmayó o quizá murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que se proyectaba hacia adentro. Allí quedó y así se pudrió, erecta.

En el año 1810 hubo en Francia un caso de inhumación prematura, rodeado de circunstancias que justifican ampliamente el aserto de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y de gran belleza. Entre sus numerosos cortejantes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur o periodista de París. Su talento y su afabilidad general lo habían señalado a la atención de la heredera, quien parecía haberse enamorado realmente de él, pero su orgullo de casta la decidió, por último, a rechazarlo y a casarse con un tal monsieur Renelle, banquero y diplomático de cierta distinción. Después del matrimonio, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a maltratarla de hecho. Después de pasar juntos algunos años desdichados, ella murió; por lo menos, su estado semejaba tanto la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue inhumada no en una bóveda, sino en una tumba común, en su aldea natal. Lleno de desesperación, y todavía inflamado por el recuerdo de su profundo cariño, el enamorado viaja de la capital a la remota provincia donde se encuentra la aldea, con el propósito romántico de desenterrar el cuerpo y apoderarse de sus exuberantes trenzas. Llega a la tumba. A medianoche desentierra el ataúd, lo destapa y, en el momento de desprender el cabello, lo detienen los ojos de la amada, que se abren. La mujer había sido enterrada viva. La vitalidad no había desaparecido del todo, y las caricias del enamorado la despertaron del letargo que fuera equivocadamente tomado por la muerte. El joven la llevó frenético a su alojamiento en la aldea. Empleó ciertos poderosos reconstituyentes aconsejados por no pocos conocimientos médicos. Al fin, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que, lenta y gradualmente, recobró toda su salud. Su corazón no era empedernido, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió más junto a su marido; ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, persuadidos de que el tiempo había cambiado tanto la apariencia de la señora que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Renelle reconoció, efectivamente, a su mujer y la reclamó. Ella rechazó el reclamo y el tribunal la apoyó, resolviendo que las peculiares circunstancias, junto con el largo lapso transcurrido, habían abolido, no sólo desde el punto de vista de la equidad, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algunos libreros americanos harían bien en traducir y editar, relata en uno de los últimos números un suceso muy penoso que presenta las características en cuestión.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y robusta salud, fue derribado por un caballo indomable, recibiendo una contusión muy fuerte en la cabeza que en seguida le hizo perder el sentido. Tenía una ligera fractura de cráneo, pero sin peligro inmediato. La trepanación se realizó con éxito. Se le practicó una sangría y se adoptaron otros muchos métodos comunes de alivio. Pero cayó gradualmente en un sopor cada vez más grave y, por último, se le dio por muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales se realizaron un día jueves. El domingo siguiente frecuentaban el cementerio, como de costumbre, numerosos visitantes cuando, alrededor de mediodía, se produjo un gran revuelo provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, sintió claramente una conmoción en la tierra, como si alguien estuviera luchando debajo. Al principio nadie prestó atención a las palabras del hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia tuvieron, al fin, naturales efectos sobre la multitud. Algunos consiguieron de inmediato unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó ver la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de estar muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en una furiosa lucha, había levantado parcialmente.

Fue llevado en seguida al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de algunas horas reaccionó, reconoció a sus amigos y, con frases entrecortadas, habló de sus angustias en el sepulcro.

A través de su relato resultó claro que la víctima debía haber conservado conciencia de la vida durante más de una hora después de la inhumación, hasta perder el sentido. La fosa había sido llenada descuidadamente con una tierra muy porosa, sin apisonarla, y así le llegó algo de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y trató a su vez de hacerse oír. El tumulto en el interior de la tierra, dijo, fue lo que pareció despertarlo de un profundo sueño, pero apenas despierto comprendió el espantoso horror de su estado.

Este paciente, según se dice, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando sucumbió víctima del charlatanismo de la experimentación médica. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, donde su acción brindó la manera de volver a la vida a un joven abogado de Londres que estuviera enterrado durante dos días. Esto ocurrió en 1831, y en el momento causó profunda sensación en todas partes donde fue tema de conversación.

El paciente, Mr. Edward Stapleton, había muerto aparentemente de fiebre tifus, acompañada de algunos síntomas anómalos que excitaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente deceso, se solicitó a los amigos una autorización para un examen post mortem, pero éstos se negaron a permitirlo. Como sucede con frecuencia ante tales negativas, los médicos resolvieron desenterrar el cuerpo y disecarlo a gusto, en privado. Se hicieron fáciles arreglos con algunos de los numerosos ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después de la inhumación el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en la sala operatoria de un hospital privado.

Al practicarse una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la conveniencia de aplicar la batería. Se hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada peculiar en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor que la ordinaria en la acción convulsiva.

Era tarde. Estaba por amanecer y se juzgó oportuno, al fin, proceder de inmediato a la disección. Pero uno de los estudiantes tenía especiales deseos de probar una teoría propia e insistió en la aplicación de la batería a uno de los músculos pectorales. Después de practicar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hasta el centro del recinto, miró extrañado a su alrededor unos instantes y entonces… habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció unas palabras; el silabeo era claro. Después de hablar, cayó pesadamente al suelo.

Por un momento todos quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que Mr. Stapleton estaba vivo, aunque en síncope. Después de administrársele éter revivió y recobró rápidamente la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes se ocultó, sin embargo, toda noticia de su resurrección hasta que ya no hubo peligro de una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquéllos y su arrobado asombro.

La nota más espeluznante de este incidente se encuentra, sin embargo, en lo que afirma el mismo Mr. Stapleton. Declara que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo oscuro y confuso percibía lo que le estaba ocurriendo desde el momento en que fuera declarado muerto por los médicos hasta aquel en que cayó desmayado sobre el piso del hospital. «Estoy vivo», fueron las palabras incomprensibles que, después de reconocer la sala de disección, había intentado en su apuro proferir.

Sería cosa fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo porque, en realidad, no nos hacen falta para sentar el hecho de que se producen entierros prematuros. Al reflexionar en las muy raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de conocerlos, debemos de admitir que han de ocurrir frecuentemente sin que lo sepamos. En realidad, rara vez se ha removido con cierta extensión un cementerio, por cualquier motivo, sin que aparecieran esqueletos en posturas que insinúan la más horrible de las sospechas.

¡Horrible, sí, la sospecha, pero más horrible el destino! Puede asegurarse sin vacilación que ningún suceso se presta tan terriblemente como la inhumación antes de la muerte para llevar al colmo de la angustia física y mental. La intolerable opresión de los pulmones, las sofocantes emanaciones de la tierra húmeda, las vestiduras fúnebres que se adhieren, el rígido abrazo de la morada estrecha, la negrura de la noche absoluta, el silencio como un mar abrumador, la invisible pero palpable presencia del vencedor gusano, estas cosas, junto con los recuerdos del aire y la hierba que crecen arriba, la memoria de los amigos queridos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán enterarse de él, de que nuestra suerte desesperanzada es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan al corazón aún palpitante a un grado de espantoso e intolerable horror, ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos pensar en nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tópico tienen un interés profundo; interés que, sin embargo, en el sagrado espanto del tópico mismo, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi propio conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal.

Durante varios años sufrí accesos de ese singular trastorno que los médicos se han puesto de acuerdo en llamar catalepsia, a falta de un nombre más definitivo. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones y aun el diagnóstico real de esta enfermedad siguen siendo misteriosos, su carácter evidente y manifiesto es de sobra conocido. Las variaciones parecen serlo especialmente de grado. A veces el paciente yace sólo un día, o un período aún más breve, en una especie de exagerado letargo. Está privado de conocimiento y aparentemente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente, quedan algunas huellas de calor, una ligera coloración se demora en el centro de las mejillas y, aplicando un espejo a los labios, podemos descubrir una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas y aun meses, mientras el examen más minucioso y las más rigurosas pruebas médicas no logran establecer ninguna distinción material entre el estado del paciente y lo que concebimos como muerte absoluta. Muy a menudo lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que lo sabían ya atacado de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo lo salva su apariencia incorrupta. La enfermedad avanza, por fortuna, gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la seguridad principal en cuanto a la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera el carácter grave que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente depositado vivo en la tumba.

Mi caso difería en características sin importancia de los mencionados en los libros de medicina. A veces, sin ninguna causa aparente, me sumía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad para moverme o para hablar o pensar, pero con una confusa conciencia letárgica de vida y de la presencia de aquellos que rodeaban mi lecho, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de improviso, el perfecto conocimiento. Otras veces el acceso era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con vértigo y, de pronto, caía postrado. Entonces todo estaba vacío semanas enteras, y negro, silencioso, y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. De estos últimos ataques despertaba, sin embargo, en una lenta gradación comparada con la instantaneidad del acceso. Así como amanece el día para el mendigo sin casa y sin amigos, para el que rueda por las calles en la larga y desolada noche de invierno, así, tan tardía, tan cansada, tan alegre volvía a mí la luz del Alma.

Pero, fuera de la tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera advertido que sufría tal enfermedad a menos que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse como provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar de inmediato la posesión de mis sentidos y permanecía siempre durante algunos minutos en un estado de extravío y perplejidad, pues las facultades mentales en general y la memoria en especial se hallaban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se tornó macabra. Hablaba «de gusanos, de tumbas, de epitafios». Me perdía en ensueños de muerte, y la idea del entierro prematuro poseía permanentemente mi espíritu. El horrible peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema. Cuando las torvas tinieblas se extendían sobre la Tierra, entonces, presa de los más horrendos pensamientos, temblaba, temblaba como los trémulos penachos de la carroza fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no podía soportar la vigilia, luchaba antes de consentir en dormirme, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, al fin, me hundía en el sueño, era sólo para precipitarme de pronto en un mundo de fantasmas sobre el cual se cernía con sus vastas, negras alas tenebrosas, la única, la sepulcral Idea.

De las innumerables imágenes lúgubres que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en trance cataléptico de duración y profundidad mayores que las habituales. De pronto una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: «¡Levántate!».

Me senté. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía traer a la memoria ni el período durante el cual había caído en trance, ni el lugar donde yacía ahora. Mientras permanecía inmóvil, intentando reunir mis pensamientos, la fría mano me aferró con fuerza de la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:

—¡Levántate! ¿No te ordené que te levantaras?

—Y tú —pregunté—, ¿quién eres?

—No tengo nombre en las regiones donde habito —replicó la voz, plañidera—. Fui un hombre y soy un demonio. Soy implacable, pero digno de lástima. Tú has de sentir que me estremezco. Me rechinan los dientes mientras hablo y, sin embargo, no es por el frío de la noche, de la noche sin fin. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes  dormir tranquilo? No me dejan descansar los gritos de esas grandes agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior y deja que te muestre las tumbas. ¿No es éste un espectáculo de dolor? ¡Contempla!

Miré, y la figura invisible que seguía aferrándome la muñeca hizo abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las débiles irradiaciones fosfóricas de la putrefacción, de modo que pude ver en sus más recónditos escondrijos, y el espectáculo de los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los verdaderos durmientes eran menos, entre muchos millones, que aquellos que no dormían, y había una débil lucha, y había un triste desasosiego general, y de las profundidades de los innúmeros pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y entre aquellos que parecían reposar tranquilos vi gran número que había cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda posición en que habían sido originariamente sepultos. Y la voz me dijo de nuevo, mientras yo miraba:

—¿No es, acaso, ¡ah!, no es, acaso, un lastimoso espectáculo?

Pero antes de que hallara palabras para replicarle, la figura dejó de aferrarme la muñeca, las luces fosforescentes se extinguieron y las tumbas se cerraron con súbita violencia, mientras de ellas brotaba un tumulto de gritos desesperados que repetían: «¿No es acaso, ¡oh Dios!, no es acaso un espectáculo lastimoso?».

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia aun a mis horas de vigilia. Mis nervios se trastornaron y fui presa de perpetuo horror. Vacilaba en cabalgar, en caminar o practicar cualquier ejercicio que me apartara de casa. En realidad, ya no me atrevía a confiar en mí mismo fuera de la inmediata presencia de aquellos que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de mis habituales ataques, me enterraran antes de que se determinara mi verdadero estado. Dudaba del cuidado, de la fidelidad de mis amigos más queridos. Me asustaba pensar que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que no tenía remedio. Llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar cualquier ataque muy prolongado como excusa suficiente para librarse de mí definitivamente. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, por los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición material estuviera tan avanzada que impidiese toda conservación. Y aun entonces mis terrores mortales no atendían a ninguna razón, no aceptaba consuelo. Comencé una serie de laboriosas precauciones. Entre otras cosas mandé rehacer de tal manera la bóveda familiar, que era posible abrirla fácilmente desde el interior. La más ligera presión de una larga palanca que se extendía dentro de la cripta bastaba para abrir rápidamente los portales de hierro. También estaba prevista la libre admisión de aire y luz, y adecuados receptáculos para alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba forrado con un material cálido y suave y provisto de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la bóveda, con el añadido de resortes ideados de tal modo que el más débil movimiento del cuerpo hubiera sido suficiente para soltarla. Además de todo esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana cuya soga (estaba previsto) entraría por un agujero en el ataúd, siendo atada a una de las manos del cadáver. Mas, ¡ay!, ¿de qué sirve la vigilancia contra el Destino del hombre? ¡Ni siquiera esas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las más extremadas angustias de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!

Llegó una época —como ya había ocurrido a menudo— en que me encontré a mí mismo emergiendo de una total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de existencia. Lentamente, con gradación de tortuga, se acercaba el alba gris, pálida, del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de dolor sordo. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Después de un largo intervalo, un retintín en los oídos; luego, tras un lapso aún más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; luego, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que despiertan luchan por convertirse en pensamientos; luego, otra breve zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado, e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes de las sienes al corazón. Y entonces el primer esfuerzo positivo por pensar. Y entonces el primer intento de recordar. Y entonces un éxito parcial y evanescente. Y entonces la memoria ha recobrado tanto su dominio, que en cierta medida tengo conciencia de mi estado. Siento que no estoy despertando de un sueño ordinario. Recuerdo que he padecido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, abruma mi alma estremecida el único peligro horrendo, la única idea espectral, siempre dominante.

Durante unos minutos, ya poseído por esta fantasía, permanecí inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que había de tranquilizarme sobre mi destino, y, sin embargo, algo en el corazón me susurraba que era seguro. La desesperación —tal como ninguna otra desdicha produce—, sólo la desesperación me apremió, después de una larga duda, a levantar los pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Supe que el ataque había terminado. Supe que la crisis de mi trastorno había pasado ya. Supe que había recobrado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, estaba oscuro, todo oscuro, con la intensa y total capacidad de la Noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivos, pero ninguna voz brotó de los cavernosos pulmones que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.

El movimiento de las mandíbulas en el esfuerzo por gritar me mostró que estaban atadas, como se hace habitualmente con los muertos. Sentí también que yacía sobre una sustancia áspera y que algo similar, a los costados, me estrechaba. Hasta ese momento no me había atrevido a mover ninguno de los miembros, pero entonces levanté violentamente los brazos que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Golpearon una sustancia sólida, leñosa, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no pude dudar de que reposaba al fin dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de mi infinita desgracia, vino dulcemente la Esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí y ejecuté espasmódicos conatos para forzar la tapa; no se movía. Me palpé las muñecas en busca de la soga: no la encontré. Y así la Consoladora huyó para siempre y una desesperación aún más vehemente reinó triunfal, pues no podía menos de advertir la ausencia de las almohadillas que había preparado tan cuidadosamente, y entonces llegó de improviso a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la bóveda. Había caído en trance fuera de mi casa, entre extraños, dónde y cómo no podía recordarlo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en un ataúd común claveteado, y arrojado a lo profundo, en lo profundo y para siempre, de alguna tumba ordinaria, anónima.

Cuando esta horrible convicción se abrió paso en las más íntimas estancias de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje grito continuo, un alarido de agonía resonó en los ámbitos de la noche subterránea.

—Vamos, vamos, ¿qué es eso? —dijo una voz áspera, en respuesta.

—¿Qué diablos pasa ahora? —dijo un segundo.

—¡Fuera de ahí! —exclamó un tercero.

—¿Por qué aúlla de esa manera, como si fuese un gato montés? —dijo un cuarto.

Y entonces unos individuos muy rústicos me sujetaron y me sacudieron sin ceremonias. No me despertaron de mi sueño, pues estaba bien despierto cuando grité, pero me devolvieron a la plena posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurría cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo me había internado, en una expedición de caza, varias millas abajo a orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos brindó el único abrigo disponible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos únicas literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Su ancho era de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era precisamente la misma. Me resultó dificilísimo introducirme en ella. Sin embargo dormí profundamente y toda mi visión, pues no era sueño ni pesadilla, surgió naturalmente de las circunstancias de mi posición, del giro habitual de mis pensamientos y de la dificultad, a la cual he aludido, de concentrar mis sentidos y especialmente de recobrar la memoria durante largo tiempo después de despertar de un sueño. Los hombres que me sacudieron eran la tripulación de la chalupa y algunos jornaleros contratados para cargarla. De la carga misma procedía el olor a tierra. La venda alrededor de las mandíbulas era un pañuelo de seda con el cual me había atado la cabeza a falta de mi acostumbrado gorro de dormir.

Las torturas sufridas fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran espantosas, de un horror inconcebible; pero del Mal procede el Bien, porque su mismo exceso provocó en mi espíritu una inevitable reacción. Mi alma adquirió vigor, adquirió temple. Viajé al extranjero. Hice vigorosos ejercicios. Respiré el aire libre del cielo. Pensé en otros temas que la muerte. Dejé a un lado mis libros de medicina. Quemé a Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales, y con ellas se desvanecieron los trastornos catalépticos, de los cuales fueran, quizá, menos consecuencia que causa.

Hay momentos en que, aun para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede cobrar la apariencia del infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no puede considerarse totalmente imaginaria, pero, como los Demonios en cuya compañía Afrasiab realizó su viaje por el Oxus, deben dormir o nos devorarán, debemos permitirles el sueño, o pereceremos.

FIN


  • Autor: Edgar Allan Poe

  • Título: El entierro prematuro

  • Título Original: The Premature Burial

  • Publicado en: Dollar Newspaper, 31 de julio de 1844

  • Traducción: Julio Cortázar

 
 
 


¡Arrepiéntete, Arlequín! dijo el señor Tic-Tac

Harlan Ellison


Nunca falta quien pregunta: «¿De qué se trata?». Para los que siempre necesitan preguntar, para aquéllos a quienes siempre hay que decir las cosas con todas las letras, y que necesitan saber «dónde posan los pies», va esto:

La mayoría de los hombres sirve al estado, no como hombres principalmente, sino como máquinas: con sus cuerpos. Son el ejército en pie, las milicias, los celadores, los policías, las fuerzas de la ley. En muchos casos, no hay ningún ejercicio libre del juicio, o del sentido moral; estos hombres se ponen al mismo nivel que la madera, la tierra y las piedras; acaso tal vez puedan fabricarse hombres de madera que sirvan a los mismos fines. No inspiran más respeto que un títere o que un trozo de tierra. Su valor es igual al de los perros o los caballos.

Sin embargo, se les suele considerar buenos ciudadanos. Otros —en su mayoría legisladores, políticos, juristas, ministros y funcionarios— sirven al estado principalmente con su mente; y, dado que muy rara vez hacen distinciones morales, son tan proclives a servir al diablo, sin quererlo, como a Dios. Muy pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires, los reformistas en el sentido más elevado, y los «hombres», sirven al estado también con sus conciencias, y así, necesariamente, se le oponen casi constantemente; por lo general, el estado suele tratarlos como a enemigos.

HENRY DAVID THOREAU,Desobediencia civil

Allí está la raíz de todo. Ahora comencemos por el medio, y luego sepamos el principio; el final se encargará de sí mismo.

Pero debido a que el mundo era precisamente así, precisamente como dejaron que llegase a ser, durante meses sus actividades no atrajeron la atención de Los-que-mantienen-la-maquinaria-funcionando-normalmente, de los que engrasaban con el mejor lubricante los resortes y muelles de la cultura. Sólo cuando fue evidente que, de algún modo, vaya a saberse cómo, se había convertido en una celebridad, en una notoriedad, acaso en un héroe («sujeto a quien la Oficialidad inevitablemente persigue») para «un segmento emocionalmente perturbado de la población», sólo entonces fueron a ver al señor TicTac y a su maquinaria legal. Pero, por ser el mundo como era y porque no tenían forma de predecir que él llegaría a existir —posiblemente un rebrote de alguna enfermedad erradicada largo tiempo atrás que ahora volvía a surgir en un sistema donde la inmunidad había quedado en el olvido—, posiblemente por eso se le había dejado adquirir demasiada realidad. Ya tenía forma y sustancia.

Había adquirido una personalidad, algo que habían erradicado del sistema muchas décadas atrás. Pero allí estaba, con su personalidad insoslayable y definida. En ciertos círculos —de la clase media— se lo consideraba una vulgar ostentación. Un anarquista de mal gusto. Una vergüenza. En otros, sólo había risillas: los estratos donde el pensamiento se reducía a la forma y el ritual, a lo apropiado y conveniente. Pero más abajo, ah, más abajo, donde la gente pedía santos y pecadores, pan y circo, héroes y villanos, se lo consideraba un Bolívar, un Napoleón, un Robin Hood, un Dick Bong (As de Ases), un Jesús, un Jomo Kenyatta.

Y arriba —donde cada temblor y vibración amenaza con arrancar a los ricos, poderosos y nobles de sus mástiles—, se lo veía como a un peligro, como a un hereje, un rebelde o una desgracia. Se lo conocía en el fondo, en el centro, pero las reacciones importantes se producían mucho más arriba, y por debajo. En la cúspide y en el extremo inferior.

De modo que buscaron la carpeta con su expediente, su tarjeta de tiempo y su cardioplaca, y llevaron todo al despacho del señor TicTac.

El señor TicTac: muy por encima del metro ochenta, adusto, un hombre suave y satisfecho cuando las cosas sucedían a su tiempo. El señor TicTac.

Aun en los cubículos de la jerarquía, donde el temor se generaba pero pocas veces se sufría, lo llamaban el señor TicTac. Pero nadie se lo decía ante la máscara.

Uno no llama a un hombre con un mote aborrecido cuando, detrás de su máscara, ese hombre es capaz de revocar los minutos, las horas, los días y las noches, los años de su vida. En su presencia, había que llamarlo Maestro Custodio del Tiempo. Así era más seguro.

—Aquí dice qué es —observó el señor TicTac con genuina suavidad—, pero no quién es. Esta tarjeta de tiempo que tengo en la mano izquierda contiene un nombre, pero es el nombre de lo que es, no de quién es. La cardioplaca que sostengo en la derecha también contiene un nombre, pero sólo de lo que es, no de quién es. Para poder efectuar la debida revocación, necesito saber quién es éste que es.

Y dijo a sus funcionarios, a los fisgones, a los delatores, a los soplones, a los espías, a los mirones:

—¿Quién es este Arlequín?

Ya no hablaba con voz tan suave. Parecía el tictac de un reloj.

Sin embargo, nunca le habían oído decir un discurso tan largo de un tirón. Ni los funcionarios, ni los fisgones, ni los delatores, ni los soplones, ni los espías. Los mirones no, porque casi nunca andaban por ahí y no sabían nada. Pero incluso ellos salieron disparados a averiguarlo.

¿Quién era el Arlequín?

En lo alto, sobre el tercer nivel de la ciudad, se acurrucó sobre la plataforma vibrante, de marco de aluminio, de la aeronave (¡Bah! ¡Aeronave, las cosas que hay que oír! ¡Es un aeropatín que parece una coctelera! ¡Barato y mal acabado!), y observó el minucioso diseño Mondrian de los edificios.

Cerca de allí, oyó el metronómico izquierda-derecha-izquierda del turno de las 14.47 que ingresaba en la planta de rulemanes Timkin, todos ataviados con zapatillas de suela de goma. Precisamente un minuto después, oyó el derecha-izquierda-derecha, algo más suave, del turno de las 5.00 que terminaba la jornada.

Una sonrisa traviesa surcó sus rasgos bronceados y por un instante se le vieron los hoyuelos. Luego, mientras se rascaba la cabellera tupida y castaña, se encogió de hombros bajo el disfraz de bufón, como si se preparara para lo que vendría. Empujó el mando hacia delante y se inclinó hacia el viento cuando la aeronave perdió altura. Casi rozó una acera, y con toda deliberación lo hizo descender un metro para arrugar las borlas de las peripuestas damas, y tras meterse los pulgares en las inmensas orejas, asomó la lengua, miró hacia arriba y se burló de ellas sin ningún rubor. Se divirtió un poco. Una transeúnte perdió el equilibrio y cayó, lanzando paquetes a diestra y siniestra; otra se mojó la ropa, una tercera se desmayó y cayó de lado: la cinta peatonal se detuvo automáticamente cuando intervinieron los socorristas para resucitarla. Se divirtió otro poco.

Luego giró sobre sí y se alejó montado en una ráfaga errante. ¡Hasta luego!

Rodeó la cornisa del Edificio de Estudios sobre la Traslación del Tiempo, y vio que el turno de empleados partía para abordar la cinta peatonal. Con desplazamientos experimentados y absoluta conservación del movimiento, se introducían de lado en la banda lenta y (en una coreografía que recordaba una película de Busby Berkeley de la antediluviana década del 1930) avanzaban a través de las cintas con paso de avestruz hasta que quedaban alineados sobre la cinta expreso.

Una vez más, expectante, dejó asomar la sonrisa de duende. En el lado izquierdo, al fondo, le faltaba una muela. Perdió altura, se abalanzó sobre ellos y barrió el aire sobre sus cabezas. Luego, apretujándose dentro de la aeronave, soltó las hebillas que aseguraban los extremos de los sacos de factura casera para que la carga no cayese antes de tiempo. A medida que las hebillas fueron abriéndose, mientras la aeronave pasaba sobre los obreros de la fábrica, ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma cayeron formando una cascada sobre la cinta expreso.

¡Pastillas de goma! Miles de millones de caramelos púrpura, amarillos, verdes, con sabor a uva, fresa y menta, redondas, suaves, azucaradas por fuera, tiernas y carnosas por dentro, dulces y sabrosas. Saltando, sacudiéndose, rebotando, tintineando, repiqueteando, cayeron sobre las cabezas, los hombros, los cascos y las corazas de los obreros de la planta Timkin, ensordecedoras, saltarinas y resbaladizas sobre las cintas peatonales y bajo los pies, colmando el cielo con todos los tonos de la felicidad, la infancia y las vacaciones, cayendo copiosamente como una lluvia impenetrable, como una catarata sólida, como un torrente de color y dulzura que derramaba el firmamento para irrumpir en un universo de cordura y orden metronómico con la novedad medio lunática de lo inverosímil. ¡Pastillas de goma!

Los obreros del turno gritaron y rieron mientras los apedreaba el insólito granizo. Rompieron filas mientras las golosinas lograban abrirse paso por entre el mecanismo de las cintas. Se oyó un arañazo horripilante, como si millones de uñas rasparan un millón de pizarras. Después, algo que pareció una tos y un escupitajo. De pronto, las cintas se detuvieron y la gente salió disparada para aquí y para allá en un revuelo de piernas y brazos, mientras todo el mundo reía a mandíbula batiente y se arrojaba pastillitas de colorines a la boca. Era una fiesta, una dicha, una absoluta locura, un regalo. Pero…

El turno se retrasó siete minutos.

La gente regresó al hogar siete minutos más tarde.

El programa maestro llevaba un desfase de siete minutos.

Durante siete minutos, las estimaciones de producción se retrasaron por culpa de las cintas peatonales detenidas.

Él empujó la primera ficha de dominó de la hilera y, una tras otra, fueron cayendo las demás, chic, chic, chic.

El Sistema se alteró por valor de siete minutos. Era una cuestión ínfima, apenas digna de mención, pero en una sociedad en que la única fuerza motriz era el orden, la unidad, la igualdad, la rapidez, la precisión de reloj, la atención al reloj, la veneración a los dioses que regían el paso del tiempo, fue un desastre de consideración.

Así pues, le ordenaron que se presentara ante el señor TicTac. La noticia fue transmitida por todos los canales de la red de comunicación. Se le ordenó que estuviese allí a las 7.00 en punto. Ellos esperaron y esperaron, pero él sólo se presentó a las diez y media, hora en que se limitó a cantar una tonada sobre la luna en un sitio del que nadie había oído hablar, llamado Vermont, y volvió a desaparecer. Pero lo habían estado esperando desde las siete, y eso causó auténticos estragos en su programa. De modo que la pregunta siguió sin respuesta: ¿Quién era el Arlequín?

Pero lo que nadie preguntó (más importante aún que lo otro) fue: ¿cómo hemos llegado a esta situación, en que un bufón irresponsable y jocoso, de jerga y jerigonza, es capaz de perturbar toda nuestra vida económica y cultural con ciento cincuenta mil dólares de pastillas de goma…?

¡Pastillas de goma, por el amor de Dios! ¡Pero si es una locura!

¿Dónde habrá conseguido el dinero para comprar ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma? (Sabían que debía de haberle costado eso, pues un equipo de Analistas de Situación abandonaron cualquier otra tarea y corrieron a las cintas peatonales para recoger y contar los dulces, y para obtener evidencias, lo cual perturbó su propio programa y puso patas arriba toda su sección al menos durante una jornada de trabajo). ¡Pastillas de goma! ¿Pastillas de… goma? ¡Un segundo —segundo del que hubo que dar cuenta—! Hace cien años que no se fabrican pastillas de goma. ¿Dónde las habrá conseguido?

Ésa es otra pregunta interesante. Aunque, con toda seguridad, la respuesta nunca os satisfará por completo. Pero, al fin y al cabo, ¿cuántas respuestas lo logran?

Ya conocéis el medio. Aquí va el comienzo. Todo empezó así:

Un dietario. Día por día, uno por página. 9.00: abrir la correspondencia. 9.45: cita con la comisión de planeamiento. 10.30: analizar con J.L. los diagramas de progreso en la instalación. 11.45: orar para que llueva. 12.00: almuerzo. Etcétera, etcétera.

«Lo siento, señorita Grant, pero la hora para las entrevistas se fijó a las 14.30, y ya son casi las cinco. Lamento que se haya retrasado, pero así son las reglas. Tendrá que esperar hasta el próximo año para poder presentar la solicitud de ingreso en este colegio». Etcétera, etcétera.

El tren local de las 10.10 tiene paradas en Cresthaven, Galesville, Tonawanda Junction, Selby y Farnhurst, pero no en Indiana City, Lucasville y Colton, salvo los domingos. El expreso de las 10.35 para en Galesville, Selby e Indiana City, salvo los domingos y feriados, días en los cuales para en… Etcétera, etcétera.

«No pude esperarte, Fred. Tenía que estar en casa de Pierre Cartain a las 15.00, y tú dijiste que nos encontraríamos bajo el reloj de la terminal a las 14.45. Como no estabas allí, me fui. Siempre llegas tarde, Fred. Si hubieras estado a la hora convenida, habríamos podido arreglar el asunto juntos, pero como no llegaste a tiempo, pues… tuve que hacer el encargo sólo a mi nombre…». Etcétera, etcétera.

«Queridos Sr. y Sra. Atterley: Con referencia a la constante impuntualidad de su hijo Gerold, nos vemos en la obligación de expulsarlo de la escuela a menos que pueda instaurarse algún método más riguroso para asegurar que llegue a sus clases a la hora debida. Dado que es un estudiante ejemplar y que sus notas son altas, su constante alteración de los programas y horarios nos impide mantenerlo en un sistema donde los demás niños parecen capaces de llegar a donde deben con puntualidad, y etcétera, etcétera».

NO PODRÁ VOTAR SI NO SE PRESENTA A LAS 8.45.

«¡No me importa que el guion sea bueno! ¡Lo necesito el jueves!».

HORARIO DE SALIDA: 14.00.

«Ha llegado usted tarde. El empleo está ya ocupado. Lo siento».

SE HAN DESCONTADO DE SU SUELDO VEINTE MINUTOS DE TIEMPO PERDIDO.

«¡Dios mío! ¡Qué tarde se ha hecho, tengo que salir pitando!».

Etcétera. Etcétera. Etcétera. Etcétera cétera cétera tera tera tic tac tic tac tic tac hasta que llega el día en que el tiempo ya no está a nuestro servicio, sino que nosotros comenzamos a servir al tiempo, a ser esclavos de los horarios, pastores del paso del sol por el firmamento, sujetos a una vida tejida en torno de restricciones porque el sistema no funciona si no respetamos los programas como corresponde.

Hasta que llegar tarde pasa a ser más que un pequeño inconveniente. Se convierte en un pecado. Luego, en un delito. Más tarde en un crimen que se castiga así:

«EL 15 DE JULIO DE 2389 A LAS O.OO’OO, el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo requerirá que todos los ciudadanos entreguen sus tarjetas de tiempo y cardioplacas para su procesamiento. Según el Estatuto 555-7-SGH-999, que reglamenta la revocación de tiempo per cápita, todas las cardioplacas se ajustarán a cada titular, y…».

En realidad crearon un método para cercenar la extensión de vida de las personas. Si uno se retrasaba diez minutos, perdía diez minutos de vida. Una hora de retraso merecía idéntico lapso de revocación. Si alguien persistía en su impuntualidad, podía encontrarse con que, un domingo a la noche, llegaba una notificación del Maestro Custodio del Tiempo en la que se le informaba que su tiempo había concluido, y que sería «desactivado» el lunes a las doce del mediodía, y que tuviera a bien dejar en orden sus asuntos, caballero, dama o bisexual.

Así se mantenía en funcionamiento el Sistema: mediante ese sencillo trámite científico (que se apoyaba en procesos tecnológicos celosamente guardados por el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo). Con ello bastaba. Después de todo, era un procedimiento patriótico. Había que cumplir los horarios. ¡Después de todo, estábamos en guerra!

Pero ¿acaso no se está siempre en guerra?

—¡Qué desagradable! —exclamó el Arlequín cuando la Bella Alice le mostró la lámina de «Se Busca»—. Desagradable, y muy poco probable. Después de todo, no estamos en la época del Lejano Oeste. ¿Una pancarta de «Se Busca»?

—No sé si te he dicho que hablas con demasiada inflexión —observó la Bella Alice.

—Lo siento —respondió el Arlequín, humilde.

—No tienes por qué lamentarte. Te pasas el día diciendo «Lo siento». Ay, Everett, cargas con una culpa tan impresionante… Es una verdadera pena…

—Lo siento —repitió, y luego frunció los labios. Los hoyuelos asomaron fugazmente. No había querido decirlo—. Debo volver a salir. Tengo algo que hacer.

La Bella Alice descargó el cuenco de café sobre el mostrador.

—¡Por amor de Dios, Everett! ¿No puedes quedarte en casa una sola noche? ¿Siempre tienes que pasearte con ese espantoso traje de bufón, corriendo como un extraviado y ofuscando a la gente?

—Tengo que… —Se detuvo y se acomodó el sombrero de payaso sobre la cabellera castaña con un tintineo de cascabeles. Se levantó, enjuagó el cuenco de café bajo el grifo rociador y lo puso un momento en el secador—. Tengo que irme.

La mujer no respondió. El fax ronroneaba. Fue hasta él, extrajo una hoja, la leyó y se la arrojó a través del mostrador.

—Se trata de ti. Como siempre. Eres ridículo.

La leyó deprisa. Decía que el señor TicTac trataba de localizarlo. No dejó que la noticia lo preocupara. Saldría una vez más, para llegar tarde nuevamente. Al llegar a la puerta buscó alguna línea de salida y se volvió hacia atrás con petulancia.

—¡Para que te enteres, tú también hablas con inflexión!

La Bella Alice alzó los ojos hacia el techo.

—Eres ridículo.

El Arlequín partió y quiso cerrar de un portazo, pero la puerta se cerró por sus propios medios, suave y lentamente.

Se oyó un débil toc-toc. La Bella Alice se levantó con un exasperado suspiro y abrió la puerta. No se había ido.

—Regresaré a las diez y media, ¿está bien?

Ella asomó su rostro desolado.

—¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué? Sabes que llegarás tarde. ¡Lo sabes mejor que yo! Siempre te retrasas; ¿qué necesidad tienes de decirme estas tonterías? —Cerró la puerta.

Al otro lado, el Arlequín asintió. «Tiene razón. Siempre tiene razón. Llegaré tarde. Siempre llego tarde. ¿Qué necesidad tengo de decirle estas tonterías?».

Se encogió de hombros y partió, para llegar tarde una vez más.

Disparó los cohetes lanzahumos y dibujó en el firmamento: «Exactamente a las 8.00 acudiré a la 1.a Convención Anual de la Asociación Médica Internacional. Espero que podáis acompañarme».

Las palabras ardieron en el cielo, y, desde luego, las autoridades se presentaron para esperarlo. Supusieron, naturalmente, que llegaría tarde. Llegó veinte minutos temprano, mientras sujetaban las redes que debían atraparlo. Les habló por un altavoz estruendoso que los sobresaltó y los sacó de quicio. Tanto, que sus propias redes pegajosas se cerraron sobre ellos y los dejaron pendiendo por encima del anfiteatro, entre pataleos y aullidos. El Arlequín empezó a reír y a reír, y se disculpó profusamente. Los médicos, reunidos en cónclave solemne, estallaron en carcajadas, y aceptaron las disculpas del Arlequín con exageradas inclinaciones de cabeza y reverencias. Todos se divirtieron a más no poder y pensaron que el Arlequín era un payaso de calzón y faralá. Todos, claro está, menos las autoridades, que habían sido enviadas por orden del señor TicTac, y que quedaron colgando como carga a la estiba sobre el suelo del anfiteatro, del modo más inapropiado.

(En otra parte de la misma ciudad donde el Arlequín efectuaba sus «actividades», sucedía algo totalmente ajeno a lo que aquí nos concierne, pero que, sin embargo, ilustra el poder y la coerción del señor TicTac. Un hombre llamado Marshall Delahanty recibía su aviso de desactivación del departamento del señor TicTac. Su esposa tomó la nota de manos del empleado de traje gris que había ido a entregarla, con la tradicional «expresión de condolencia» estampada horrorosamente en el rostro. La mujer supo de qué se trataba aun antes de abrirla. Era una esquela que, en esos días, todos reconocían de inmediato. Contuvo el aliento y la sostuvo lejos de su cuerpo como si se tratara de un portaobjetos impregnado de botulismo; oró porque no fuese para ella. «Que sea para Marsh —pensó, con brutalidad y realismo—, o para alguno de los niños, pero no para mí, Dios santo, por favor, que no sea para mí». Entonces la abrió, y era para Marsh. La mujer sintió alivio y espanto al mismo tiempo. La bala había dado al soldado de atrás.

—Marshall —gritó—. ¡Marshall! ¡Te desactivarán, Marshall! ¡Ay-Dios-mío, Marshall, qué haremos-Marshall-qué-haremos-Dios-mío…!

Y esa noche, en su casa, sólo se oyó el ruido del papel hecho trizas, y el ruido del miedo, y por las chimeneas sólo subió el olor a desesperación: no había nada, absolutamente nada que pudieran hacer.

Pero Marshall Delahanty trató de escapar. Y al día siguiente, bien temprano, cuando llegó el momento de la desactivación, estaba en lo más profundo del bosque canadiense, a trescientos veinte kilómetros de allí. El departamento del señor TicTac desactivó su cardioplaca, y Marshall Delahanty se hincó doblado en dos, mientras corría. El corazón se le detuvo y la sangre se secó durante el trayecto al cerebro. Se murió. Eso fue todo. Sobre el mapa que había en el departamento del Maestro Custodio del Tiempo, se extinguió una lucecita, mientras la notificación entraba en proceso para ser reproducida por facsímil. El nombre de Georgette Delahanty fue sumado a las listas de los beneficiarios con el socorro asistencial hasta que pudiera volver a casarse. Con esto termina la digresión, y todo lo que había que aclarar, pero no os riais, pues es lo que le sucedería al Arlequín si alguna vez el señor TicTac descubría su nombre verdadero. No tiene nada de gracioso).

El nivel comercial de la ciudad brillaba, abigarrado con los colores que la gente usaba los jueves para ir de compras: mujeres con túnicas amarillo canario, y hombres con traje seudotirolés, de cuero y color jade, que les sentaban muy ajustados, salvo por los pantalones bombachos.

Cuando el Arlequín apareció en la cúpula aún en construcción del nuevo Centro de Compras Eficientes, con el altavoz sobre los labios sonrientes, todos lo señalaron, boquiabiertos. Pero él los amonestó:

—¿Por qué dejáis que os manden como a esclavos? ¿Por qué dejáis que os hagan correr y apresurar como hormigas? ¡Tomaos vuestro tiempo! ¡Entreteneos por ahí un rato! ¡Disfrutad del sol, de la brisa, dejad que la vida os conduzca a vuestro propio ritmo! No seáis esclavos del tiempo, es una forma diabólica de morir: lentamente, poco a poco. ¡Fuera el señor TicTac!

¿Quién será ese lunático?, se preguntaron casi todos los clientes. ¿Quién será ese loc… ay, Dios, debo darme mucha prisa, o llegaré tarde…

Los obreros que trabajaban en la cúpula del Centro Comercial recibieron un aviso del Maestro Custodio del Tiempo. En él se les decía que el peligroso criminal conocido como «Arlequín» se encontraba en lo alto de la torrecilla, y que debían prestar su ayuda con suma urgencia para capturarlo. Los obreros se negaron: perderían tiempo previsto para el programa de la construcción. Pero el señor TicTac se las arregló para mover los hilos gubernamentales precisos: se les ordenó que dejaran el trabajo y que atraparan a ese loco que había en la torre, a través de un altavoz. Así pues, unos doce hombres robustos comenzaron a trepar por los andamios, con las placas antigravedad, hacia el Arlequín.

Después del desorden desastroso (durante el cual no hubo víctimas graves, gracias a la consideración del Arlequín por la seguridad personal), los obreros trataron de organizarse y apresarlo, pero fue demasiado tarde. Se había esfumado. Con todo, logró atraer a una multitud nada desdeñable, y el ciclo de compras previsto se demoró durante horas y horas. Así, las demandas de compras del sistema se vieron retrasadas y hubo que tomar medidas para acelerar el ciclo durante el resto de la jornada. Pero como el primer ciclo se retrasó y luego se adelantó, se vendieron demasiadas válvulas de flotador y no suficientes cojinetes, lo cual provocó un fallo en las estimaciones, lo cual, a su vez, hizo necesario enviar cajas y más cajas de Smash-O perecedero a tiendas que por lo general sólo necesitaban una cada tres o cuatro horas. Los envíos se trastocaron, en los transbordos se confundieron los destinos, y, por fin, hasta la industria de los aeropatines sufrió las consecuencias.

—No volváis hasta que no lo hayáis capturado —dijo el señor TicTac con voz muy serena, muy sincera, extremadamente peligrosa. Usaron perros. Usaron sondas. Usaron entrecruzamientos de cardioplacas. Usaron señuelos. Usaron el soborno. Usaron la delación. Usaron la intimidación. Usaron tormentos. Usaron torturas. Usaron servicios de bribones y de policías. Usaron pesquisas. Usaron celadas. Usaron incentivos. Usaron huellas dactilares. Usaron el sistema Bertillon. Usaron astucias, culpas y traiciones. Usaron a Raoul Mitgong, pero no les sirvió de gran cosa. Usaron la ciencia aplicada. Usaron técnicas de criminología.

Y, qué demonios, al final lo atraparon.

Al fin de cuentas, su nombre era Everett C. Marm, y no era gran cosa: sólo un hombre sin sentido del tiempo.

—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor TicTac.

—¡Vete a la porra! —replicó el Arlequín, desdeñoso.

—Tus retrasos suman un total de sesenta y tres años, cinco meses, tres semanas, dos días, doce horas, cuarenta y un minutos, cincuenta y nueve segundos punto cero tres seis uno uno uno microsegundos. Has empleado todo lo que tenías, y más aún. Voy a desactivarte.

—Vete a asustar a otro. Prefiero morir antes que vivir en un mundo opaco con un hombre del saco como tú.

—Es mi trabajo.

—Te sale hasta por las orejas. Eres un tirano. No tienes derecho a mandar a las personas como si fueran esclavos y a matarlas cuando llegan tarde.

—No puedes adaptarte. No encajas en el sistema.

—Suéltame, y verás cómo te encajo el puño contra los dientes.

—Eres un inconformista.

—Eso antes no era ningún delito…

—Pues ahora lo es. Vive en el mundo que te rodea.

—Lo odio. Es un mundo atroz.

—No todos comparten tu opinión. A casi todo el mundo le gusta el orden.

—A mí, no. Y a casi toda la gente que conozco, tampoco.

—No es cierto. ¿Cómo crees que te capturamos?

—No me interesa saberlo.

—Una chica llamada Bella Alice nos dijo dónde te encontrabas.

—Mentira.

—Es cierto. Tú la sacas de quicio. Quiere formar parte de la sociedad, quiere sentirse satisfecha. Voy a desactivarte.

—Pues entonces hazlo, y déjate de discusiones.

—No voy a desactivarte.

—¡Eres un imbécil!

—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor TicTac.

—¡Vete a la porra!

Lo enviaron a Coventry. Y en Coventry lo programaron. Fue como lo que le hacían a Winston Smith en Mil novecientos ochenta y cuatro, que era un libro del que ellos nada sabían, sólo que las técnicas eran cosa muy antigua. Eso hicieron con Everett C. Marm. Así, un día, mucho tiempo después, el Arlequín apareció en la red de comunicación con aspecto de duende, hoyuelos y ojos brillantes. No parecía que le hubieran lavado el cerebro. Dijo que había estado equivocado, que era algo bueno —muy bueno— integrarse al sistema, ser puntual y no andar perdiendo tiempo por ahí. Todos lo miraron en las pantallas públicas que cubrían toda una manzana, de esquina a esquina, y se dijeron «ya ves, después de todo, no era ningún loco. Si así funciona el sistema, pues que siga haciéndolo. De nada sirve luchar contra la burocracia municipal, o, en este caso, contra el señor TicTac». De modo que Everett C. Marm fue destruido, lo cual fue una verdadera lástima, por lo que Thoreau dijo antes, pero nadie puede hacer una tortilla sin romper los huevos, y en toda revolución mueren unos cuantos que no lo merecen; así va la cosa; a veces sucede, y uno se conforma sólo con poder imponer un pequeño cambio. O, para decirlo más explícitamente:

—Ejem, perdóneme, señor…, hum…, no sé cómo…, eh…, decírselo, pero ha llegado tres minutos tarde. El horario se nos ha…, digamos…, desequilibrado.

Sonrió con aire avergonzado.

—¡Ridículo! —murmuró el señor TicTac por detrás de la máscara—. Haga revisar su reloj.

Y se marchó a su oficina, de lo más mrmee, mrmee, mrmee…

FIN


  • Autor: Harlan Ellison

  • Título: «¡Arrepiéntete, Arlequín!» dijo el señor Tic-Tac

  • Título Original: «Repent, Harlequin!» Said the Ticktockman

  • Publicado en: Galaxy Magazine (Diciembre de 1965)

  • Traducción: Paula Tizzano – Márgara Averbach – María Cristina Pinto

 
 
 
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