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Lecturas



Un habitante de Carcosa

Ambrose Bierce


«Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.»

Meditando estas palabras de Hali (¡Dios le conceda la paz eterna!), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa. A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.

Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.

Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: «¿Cómo llegué aquí?». Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí la vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir… ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa. En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.

Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje —un lince— se acercaba. Me vino un pensamiento: «Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta». Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca. Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba. Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:

—¡Que Dios te guarde!

No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.

—Buen extranjero —proseguí—, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.

El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció. Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y sin embargo, yo veía… veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?

Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.

La gruesa raíz del árbol gigante contra el cual me apoyaba, abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida. Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre…! ¡La fecha de mi nacimiento…! ¡Y la fecha de mi muerte!

Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!

Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

*

Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.


FIN


  • Autor: Ambrose Bierce

  • Título: Un habitante de Carcosa

  • Título Original: An Inhabitant of Carcosa

  • Publicado en: San Francisco Newsletter, 25 de diciembre de 1886

  • Traducción: Francisco Torres Oliver

 
 
 

Soñar es un asunto privado

Isaac Asimov publicado


Jesse Weill levantó la vista de su escritorio. Su cuerpo viejo y descarnado, la nariz de prominente caballete, los ojos hundidos y sombríos y las sorprendentes greñas canosas habían definido su aspecto durante los años que Sueños, Inc. se había hecho mundialmente famosa.

—¿Ya está aquí el chico, Joe? —preguntó.

Joe Dooley era un hombre corpulento y de baja estatura. Un puro acariciaba su húmedo labio inferior. Se quitó el cigarro de la boca por un instante e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Ha venido con sus padres. Todos están asustados.

—¿Está seguro de que no se trata de una falsa alarma, Joe? No dispongo de mucho tiempo. —Consultó su reloj—. Asuntos gubernamentales a las dos.

—Es una cosa segura, señor Weill. —El rostro de Dooley era todo seriedad. Sus carrillos temblaban con persuasiva intensidad—. Tal como le conté, lo encontré en el patio de la escuela jugando a algo parecido al baloncesto. Tenía que haber visto al chico. Era malísimo. Cuando tenía la pelota en sus manos, su propio equipo debía ir a cogérsela, y deprisa, pero al mismo tiempo tenía la actitud de una estrella del deporte. ¿Comprende? Para mí fue una revelación involuntaria.

—¿Habló con él?

—Sí, claro. A la hora de comer. Usted ya me conoce. —Dooley hizo un amplío gesto con su puro y cogió la ceniza con su otra mano—. Chico, le dije…

—¿Y cree que servirá para soñador?

—Le dije: «Mira, chico, acabo de llegar de África y…»

—Muy bien. —Weill alzó una mano para interrumpirle—. Siempre me fiaré de su palabra. No sé cómo se las arregla, pero cuando usted dice que un chico es un soñador potencial, no me queda más remedio que aceptarlo. Hágalo pasar.

El chico entró en el despacho con sus padres. Dooley ofreció asiento, y Weill se levantó para estrechar las manos de los recién llegados. Sonrió al niño de una manera tan especial que hasta las arrugas de su rostro reflejaron benevolencia.

—¿Eres Tommy Slutsky?

Tommy asintió silenciosamente con la cabeza. Aparentaba unos diez años y no estaba demasiado desarrollado para su edad. Su cabello negro estaba peinado de forma poco convincente, y su cara increíblemente limpia.

—¿Te portas bien? —preguntó Weill.

La madre del niño sonrió al momento y acarició maternalmente la cabeza de Tommy (un gesto que no suavizó la expresión de ansiedad del rostro de éste).

—Es muy buen chico —dijo la madre.

—Dime, Tommy —prosiguió Weill, haciendo caso omiso de la última y dudosa afirmación. Ofreció un caramelo y el chico lo aceptó tras una ligera vacilación—. ¿Conoces los cilindros de sueños?

—Un poco —respondió Tommy, con una voz aguda e insegura.

El señor Slutsky se aclaró la garganta. Era un hombre ancho de hombros y de dedos gruesos, el tipo de trabajador que, de vez en cuando y para confusión de la eugenesia, procreaba un soñador.

—Alquilamos algunos para el chico —dijo—. Sueños muy viejos.

—¿Te gustaron, Tommy? —inquirió Weill.

—Eran un poco tontos.

—¿Te inventas sueños mejores para ti? ¿Sí?

La sonrisa que se extendió por las facciones infantiles produjo el efecto de mitigar en parte la irrealidad de aquel pelo tan bien peinado y aquella cara tan limpia.

—¿Te gustaría inventar un sueño para mí? —continuó Weill, en un tono muy amable.

—Creo que no. —Tommy se había puesto muy nervioso.

—No será difícil. Ya verás… Joe.

Dooley apartó un biombo y acercó la mesita de ruedas sobre la que estaba la grabadora de sueños.

El chico fijó la vista en el aparato. Weill cogió el casco y lo aproximó al muchacho.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó.

—No —repuso Tommy echándose hacia atrás.

—Es un pensador. Lo llamamos así porque la gente piensa dentro del casco. Póntelo en la cabeza y piensa en cualquier cosa.

—¿Y luego qué pasa?

—Nada. Te sentirás muy bien.

—No. Creo que no me lo pondré.

La madre del joven se inclinó precipitadamente hacia él.

—No te hará daño, Tommy —dijo. Había un inconfundible rasgo de irritación en su voz—. Haz lo que este señor te diga.

Tommy se puso rígido y pareció estar a punto de llorar, pero no lo hizo. Weill le colocó el pensador, cuidadosa y lentamente, y dejó pasar treinta segundos antes de seguir hablando, de modo que el chico comprobara que no debía temer nada y se acostumbrara al suave contacto de las fibrillas (que penetraban en la piel sin que el sujeto pudiera percibirlas apenas) con las suturas de su cerebro. Además, Tommy debía familiarizarse con el tenue zumbido de los vórtices del campo alternador.

—¿Quieres pensar algo para nosotros? —preguntó finalmente.

—¿El qué? —Del casco sólo asomaban la nariz y la boca de Tommy.

—Lo que tú quieras. ¿Qué es lo que más te gustaría hacer cuando salgas del colegio?

Tommy pensó un instante.

—¿Ir en un estratojet?

—¿Por qué no? Estás en un jet. Está despegando ahora mismo.

Hizo una seña a Dooley y éste conectó la grabadora. La prueba duró cinco minutos. A continuación, Tommy y su madre salieron del despacho acompañados por Joe Dooley. El muchacho parecía confundido, pero la experiencia no le había afectado lo más mínimo.

—Bien, señor Slutsky. Si su hijo pasa esta prueba, le pagaremos quinientos dólares anuales hasta que el chico termine sus estudios superiores. Después sólo le pediremos una cosa: que Tommy pase una hora semanal en nuestra escuela especial.

—¿Debo firmar algún papel? —La voz de Slutsky era un poco ronca.

—Sí, desde luego. Es un negocio, señor Slutsky.

—Bueno, no sé. He oído decir que los soñadores son difíciles de encontrar.

—Lo son, lo son. Pero su hijo, señor Slutsky, todavía no es un soñador. Quizá no lo sea nunca. Quinientos dólares anuales es un riesgo para nosotros. Pero no para usted. Cuando Tommy tenga dieciocho años, podríamos encontrarnos con que no es un soñador. Pero usted no habrá perdido nada. Al contrarío, habrá ganado un total aproximado de cuatro mil dólares. Y si es un soñador, él se ganará muy bien la vida y usted seguirá sin haber perdido nada.

—Necesitará un entrenamiento especial, ¿no?

—Oh, sí. Y muy duro. Pero no tenemos que preocuparnos por eso hasta que Tommy termine sus estudios. Luego pasará dos años con nosotros y después se someterá al entrenamiento. Confíe en mí, señor Slutsky.

—¿Me garantizará ese entrenamiento especial?

Weill, que había aproximado un documento a su interlocutor y estaba tendiéndole una pluma al revés, puso ésta correctamente y procuró contener la risa.

—¿Garantizar? No. ¿Cómo voy a hacer tal cosa, cuando todavía no sabemos con certeza si es o no un talento real? No obstante, los quinientos dólares anuales no son nada despreciables.

Slutsky meditó un instante y agitó su cabeza.

—Se lo diré claramente, señor Weill —dijo por fin—. Después de acordar con su empleado que vendríamos aquí, telefoneé a Luster-Think. Dijeron que garantizarían el entrenamiento.

—Señor Slutsky —suspiró Weill—, no me gusta hablar mal de la competencia. Si le dijeron que garantizarían el entrenamiento, lo harán. Pero es imposible hacer un soñador de un muchacho si él carece de tal cualidad. Si cogen a un chico que no tiene el talento adecuado y lo someten a un curso de preparación, lo destrozarán. No será un soñador, eso por descontado, pero tampoco será un ser humano normal. No se arriesgue a hacerle eso a su hijo.

»Sueños, Inc. será honesta con usted. Si es posible, haremos de él un soñador. Si no, se lo devolveremos tal cual y le diremos: «Déjele aprender un oficio.» Será mejor para el chico. Créame, señor Slutsky, tengo hijos, hijas y nietos, y sé lo que le digo: no permitiría que un hijo mío pasara la experiencia sin estar preparado para ella. Ni aunque me ofrecieran un millón de dólares.

Slutsky se limpió la boca con el dorso de la mano y cogió la pluma estilográfica.

—¿Qué dice aquí? —preguntó.

—Se trata simplemente de una opción. Le pagamos ahora mismo cien dólares en efectivo. Sin condiciones. Estudiaremos el sueño del muchacho. Si creemos que el caso vale la pena, volveremos a llamarle y cerraremos el trato de los quinientos dólares anuales. Déjelo todo en mis manos, señor Slutsky, y no se preocupe. No se arrepentirá.

Slutsky firmó.

Weill introdujo el documento en la ranura del archivador y entregó un sobre a Slutsky.

Cinco minutos más tarde, solo en el despacho, Weill se colocó el casco y revivió el sueño de Tommy. Era el típico sueño infantil. El protagonista estaba ante los controles del avión, un aparato que parecía una mezcla de imágenes de las películas, el consuelo de los que carecían de tiempo, ganas o dinero para comprar cilindros de sueños.

Al quitarse el casco, descubrió que Dooley le estaba mirando.

—¿Y bien, señor Weill? ¿Qué le parece? —preguntó ansiosamente Dooley.

—Tal vez, Joe, tal vez. Tratándose de un chico de diez años y sin un ápice de entrenamiento, el caso es prometedor. El muchacho capta muy bien los detalles. Cuando el avión se metió entre las nubes, hubo una clara sensación de almohadones. Y también olor a sábanas limpias, un detalle muy divertido. Podemos ocuparnos de él, Joe.

—Excelente. —La aprobación de Weill satisfizo plenamente a Joe.

—Pero le diré una cosa, Joe: necesitamos descubrirlos más pronto todavía. ¿Y por qué no? Algún día, Joe, todos los niños pasarán la prueba al nacer. Debe de existir una diferencia evidente en el cerebro y habría que encontrarla. De ese modo podríamos seleccionar a los soñadores ya desde el principio.

—Vaya, señor Weill —dijo Joe con aspecto ofendido—. ¿Y qué sucedería entonces con mi empleo?

Weill se rio de buena gana.

—Aún es pronto para que se preocupe, Joe. Eso no sucederá durante nuestras vidas. O al menos, no durante la mía. Seguiremos dependiendo muchos años de talentos exploradores como el suyo. Observe en los parques y las calles… —La rugosa mano de Weill apretó suave y aprobadoramente el hombro de Dooley—, y encuéntrenos unos cuantos Hillary y Janow para que Luster-Think no nos pisen los talones… Ahora puede irse. Quiero comer y estar preparado para mi cita de las dos. El gobierno, Joe, el gobierno. —Y dicho esto, parpadeó nerviosamente.

La cita que Jesse Weill tenía a las dos era con un hombre joven, mofletes de manzana, gafas, cabellos claros y resplandecientes, con la intensidad de una persona que debe cumplir una misión. Mostró sus credenciales a Weill y se presentó como John J. Byrne, agente del Departamento de Artes y Ciencias.

—Buenas tardes, señor Byrne —saludó Weill—. ¿En qué puedo servirle?

—¿Hay alguien que pueda escucharnos? —preguntó el agente. Tenía una sorprendente voz de barítono.

—Nadie en absoluto.

—Entonces, si no le importa, voy a pedirle que asimile esto. —Byrne sacó un pequeño cilindro de aspecto deforme y lo sostuvo entre sus dedos pulgar e índice.

Weill lo cogió, sopesó y observó. Finalizado su examen, exhibió ampliamente su dentadura mientras sonreía.

—No es un producto de Sueños, Inc., señor Byrne —dijo.

—No pensaba que lo fuera. Insisto en que lo asimile. Aunque le recomiendo que ajuste el interruptor automático para que actúe al cabo de un minuto.

—¿Ese es todo el tiempo que se puede resistir?

Weill acercó el receptor a su escritorio y colocó el cilindro en la parte reproductora. Después lo sacó, limpió ambos extremos del cilindro con su pañuelo y efectuó un segundo intento.

—No hace buen contacto —explicó—. Un trabajo de aficionados.

Se colocó en la cabeza el casco de reproducción y ajustó los contactos de las sienes y el interruptor automático. Se recostó en la silla con los brazos cruzados e inició la asimilación.

Sus dedos fueron adquiriendo rigidez y se aferraron a la chaqueta. Una vez interrumpida la emisión, Weill se quitó el casco. Estaba ligeramente enojado.

—¡Qué vulgaridad! —exclamó—. Me alegro de ser viejo y que estas cosas hayan dejado de preocuparme.

—Y sin embargo —dijo Byrne, muy serio—, no es lo peor que hemos encontrado. Además, esta moda está extendiéndose.

—Sueños pornográficos. —Weill hizo un gesto de indiferencia—. Supongo que es un fenómeno lógico.

—Lógico o no, representa un peligro mortal para la moralidad de la nación.

—La moralidad es capazde resistir muchos golpes. El erotismo ha sido una constante de nuestra historia, de un modo o de otro.

—Pero no como éste, señor. Una estimulación directa de mente a mente es mucho más efectiva que las novelas subidas de tono o las películas obscenas. En esos casos, la imagen debe filtrarse hasta los sentidos, perdiendo así parte de su efecto.

—¿Qué desea que haga? —preguntó Weill, ya que difícilmente podía discutir el punto de vista del representante gubernamental.

—¿Se le ocurre una posible procedencia de este cilindro?

—Señor Byrne, no soy policía.

—No, no. No le estoy pidiendo que haga nuestro trabajo. El departamento tiene toda la capacidad necesaria para dirigir sus propias investigaciones. Lo que le pregunto es si puede colaborar con su experiencia en este campo. Usted afirmó que su compañía no fabricó ese cilindro. ¿Quién lo hizo?

—No puede tratarse de un distribuidor conocido. De eso estoy seguro. Es un trabajo muy burdo.

—Quizá lo hayan hecho así a propósito.

—Y ningún soñador profesional ha intervenido en esto.

—¿Está seguro, señor Weill? ¿No es posible que los soñadores hagan este tipo de trabajo por pequeñas e ilegales cantidades de dinero…? ¿O por simple diversión?

—Sí, es posible, pero no en este caso concreto. No hay relieves, son imágenes bidimensionales. Aunque debo reconocer que tampoco hacen falta relieves en este tipo de sueños.

—¿Qué entiende por relieves?

—¿No es usted aficionado a los sueños? —preguntó Weill con una amable sonrisa.

—Prefiero la música. —Byrne había tratado de no mostrarse demasiado virtuoso, pero no lo logró por entero.

—Bueno, eso también está bien. Pero hace un poco difícil explicar el concepto de relieves. Incluso la gente que asimila sueños podría ser incapaz de responder su pregunta. No obstante, si un sueño careciera de relieves, no les gustaría, aunque no supieran explicar el porqué. Mire, cuando un soñador experto inicia su trabajo, sus imágenes no tienen nada que ver con las de la anticuada televisión o las películas. Se trata de una serie de visiones, y cada una de ellas posee diversos significados. Si las analizara con sumo cuidado, descubriría cinco o seis. Cuando se asimilan de forma ordinaria, jamás se advierte la combinación, pero un estudio concienzudo lo demuestra. Créame, mi sección de psicología dedica a ello mucho tiempo. Todos los relieves, distintos significados, se mezclan en un conjunto emocional orientado. Sin ellos, el resultado sería vulgar, insulso.

»Esta mañana hice una prueba a un niño de diez años y que tiene ciertas aptitudes. Para él, una nube no es simplemente una nube sino también un almohadón. La combinación de las dos sensaciones supera la particular de cada una de ellas. El chico es muy primitivo, desde luego; pero cuando termine sus estudios será entrenado y sometido a una disciplina mental. Captará todo tipo de sensaciones y acumulará experiencia. Analizará sueños clásicos del pasado. Aprenderá a controlar y dirigir sus pensamientos, aunque, fíjese bien, siempre he opinado que cuando un soñador improvisa…

Weill se interrumpió bruscamente. Después prosiguió en tono menos apasionado:

—No debería excitarme. Todo lo que trato de explicarle es que todo soñador profesional posee su tipo particular de relieves, una característica que no puede ocultar y que para los expertos tiene el valor de una firma. Y yo, señor Byrne, conozco todas las firmas. Esa obscenidad que ha traído carece por completo de relieves. Un talento de segunda, quizá, pero al igual que usted o yo, no puede pensar.

Byrne enrojeció ligeramente.

—No todo el mundo es incapaz de pensar, señor Weill, aun cuando no elaboren sueños.

—¡Oh, vamos! —Weill agitó su mano—. No se enfade por lo que dice un viejo. No estoy hablando de pensar en el sentido de razonar, sino de soñar. Todos podemos soñar hasta cierto punto, del mismo modo que podemos correr. ¿Pero nos atreveríamos usted y yo a correr la milla en menos de cuatro minutos? Todos podemos hablar, ¿pero acaso como Daniel Webster? Cuando pienso en un bistec, pienso en la palabra bistec. Quizá tengo una imagen fugaz de un filete servido en un plato. Quizá usted sea más imaginativo y vea la grasa, la cebolla frita y las patatas asadas, no lo sé. Pero un soñador… El soñador ve el bistec, lo huele y lo saborea, percibe la satisfacción en el estómago, el cuchillo cortando la carne y muchas cosas más… en un solo instante. Es muy sensitivo. Muy sensitivo. Usted y yo no podemos imitarle.

—De modo que ningún profesional ha hecho esto —dijo Byrne—. Algo es algo. —Guardó el cilindro en el bolsillo interior de su americana—. Confío en que contaremos con su colaboración para poner fin a esta situación.

—Naturalmente, señor Byrne. Se la ofrezco de todo corazón.

—Confío en ello —dijo Byrne, ahora hablando en tono autoritario—. Señor Weill, no me corresponde a mí decidir qué se hará y qué no se hará, pero esto… —Dio una palmada sobre el cilindro—. Esto va a ser una tentación terrible para imponer una censura muy estricta sobre los sueños. —Se incorporó—. Buenas tardes, señor Weill.

—Buenas tardes, señor Byrne. Yo siempre confío en lo mejor.

Francis Belanger irrumpió en el despacho de Jesse Weill con su acostumbrada excitación, cabello pelirrojo en desorden y rostro preocupado y sudoroso. Le sorprendió ver a Weill con los brazos cruzados sobre el escritorio y la cabeza reposando en ellos, de modo que sólo sus canas eran visibles. Belanger tragó saliva.

—¿Jefe?

—¿Eres tú, Frank? —dijo Weill alzando la cabeza.

—¿Qué ocurre, jefe? ¿Está enfermo?

—Soy lo bastante viejo para estar enfermo, pero sigo al pie del cañón. Tambaleándome, pero al pie del cañón. Un funcionario del gobierno estuvo aquí.

—¿Qué quería?

—Nos amenaza con la censura. Trajo una muestra de lo que se está vendiendo por ahí. Sueños baratos para noches de orgía.

—¡Maldita sea! —exclamó Belanger con auténtica irritación.

—El único problema es que la moralidad es un buen pretexto para una campaña. Van a moverse por todas partes. Y si quieres que te diga la verdad, somos vulnerables, Frank.

¿Nosotros? Nuestro material es limpio. Sólo tratamos aventuras y romances.

Weill frunció el entrecejo. Su labio inferior sobresalió por un instante.

—Entre nosotros, Frank. No hay que fingir. ¿Material limpio? Depende del punto de vista. No es un detalle divulgable, pero tú sabes tan bien como yo que todo sueño tiene sus connotaciones freudianas. Es algo que no se puede negar.

—Claro que no. Pero no se ven a simple vista. Si eres un psiquiatra…

—Y también si eres una persona ordinaria. El observador normal no sabe que el detalle está ahí. Incluso es posible que no sepa diferenciar un símbolo fálico de una imagen materna, aunque alguien lo indicara. Pero su subconsciente capta tales detalles. Y son estas connotaciones las que ejercen más influencia.

—De acuerdo, pero ¿qué piensa hacer el gobierno? ¿Limpiar los subconscientes de la gente?

—Primer problema. No sé qué piensan hacer. Lo que tenemos de nuestro lado, y en eso confío, es el hecho de que el público ama sus sueños y no estará dispuesto a renunciar a ellos… Mientras tanto, ¿a qué has venido? ¿Querías verme?

Belanger dejó un objeto sobre el escritorio y se arregló la parte inferior de su camisa, que asomaba por encima de los pantalones.

Weill abrió la reluciente cubierta de plástico y sacó el cilindro que había dentro. En uno de los extremos estaba grabado el título, en color azul pastel y letra caprichosa: Excursión al Himalaya. Llevaba la marca comercial de Luster-Think.

—Un producto de la competencia —dijo Weill con tono solemne. Después, su boca se crispó en una mueca—. Todavía no ha salido al mercado. ¿Dónde lo has obtenido, Frank?

—No importa. Sólo quería que lo asimilara.

Weill suspiró.

—Al parecer, hoy todos queréis que asimile sueños. Frank, ¿no será nada obsceno?

—Tiene sus símbolos freudianos —contestó el enojado Belanger—. Estrechas hendeduras entre los picos de las montañas. Espero que eso no le moleste.

—Soy un viejo. Hace años que dejé de molestarme… pero aquel cilindro estaba tan defectuosamente elaborado que… resultaba ofensivo. Bien, veamos eso que has traído.

Otra vez la grabadora. De nuevo el casco reproductor sobre su cráneo y sienes. En esta ocasión, Weill se recostó en su silla durante quince minutos o más. Entretanto, Francis Belanger fumó apresuradamente dos cigarrillos.

Cuando Weill se quitó el casco y se restregó los ojos, Belanger preguntó:

—¿Qué opina, jefe?

—No es para mí. —Weill arrugó la frente—. Era repetitivo. Con una competencia así, Sueños, Inc. no tiene motivo para preocuparse. Al menos, de momento.

—Ese es su error, jefe. Luster-Think ganará con este tipo de material. Debemos reaccionar.

—Mira, Frank…

—No, escúcheme. Este es el producto del futuro.

¿Este? —Weill contempló el cilindro con expresión incierta y bastante humorística—. Es obra de aficionados. Repetitivo. Sus relieves apenas tienen vida. La nieve tenía un claro sabor a helado de limón. ¿Es que hay alguien actualmente que le encuentre a la nieve sabor a helado de limón, Frank? En los viejos tiempos, sí. Hace veinte años, como mucho. Cuando Lyman Harrison hizo por primera vez sus Sinfonías en la Nieve, se vendió muy bien en el sur. Cimas con franjas de helado y caramelo y resbalosos riscos cubiertos de chocolate. Esto es una payasada, Frank, no sirve para nuestra época.

—Porque usted está atrasado, jefe, se lo digo sinceramente. Cuando usted empezó el negocio de los sueños, cuando obtuvo las patentes y se puso manos a la obra, los sueños eran un artículo de lujo. El mercado era pequeño y no había competencia. Usted podía invertir cualquier cantidad en sueños especializados y venderlos muy caros.

—Lo sé, y nos hemos mantenido firmes en eso. Pero también hemos abierto un negocio de alquiler para las masas.

—Sí, pero no basta. Nuestros sueños son muy sutiles, de acuerdo. Pueden usarse una y otra vez. Sigues encontrando nuevos detalles a la décima ocasión que reproduces el cilindro, sigues descubriendo motivos de diversión. Pero ¿cuántas personas son expertas en la materia? Y otra cosa. Nuestros productos están muy individualizados. Siempre con un protagonista.

—¿Y bien?

—Luster-Think está inaugurando palacios del sueño. Han abierto uno de trescientas plazas de Nashville. Entras, te sientas, te pones el casco y tienes tu sueño. Todo el público asimila el mismo sueño.

—Había oído hablar de ello, Frank, y no es nada nuevo. No resultó la primera vez y tampoco resultará ahora. ¿Quieres saber por qué? Porque en primer lugar, soñar es un asunto privado. ¿Te gustaría que tu vecino supiera lo que estás soñando? En segundo lugar, en uno de esos palacios del sueño la sesión es única, ¿no es así? De modo que el cliente no puede soñar cuando quiere, sino cuando el encargado dice: «¡Ahora!» Y para terminar, hay sueños que gustan a determinadas personas, pero no a todas. Puedo asegurarte que de las trescientas plazas que me has dicho, ciento cincuenta las ocupará gente que no quedará satisfecha. Y si no les ha gustado la sesión, no volverán.

Belanger se subió lentamente las mangas de la camisa y aflojó la corbata.

—Jefe, está diciendo disparates. ¿Qué utilidad tiene demostrar que esos palacios no resultarán rentables? Ya lo están siendo ahora. Hoy ha corrido el rumor de que Luster-Think está preparando un palacio de mil localidades en San Luis. Las personas pueden acostumbrarse al sueño público, aunque toda la gente de la misma sala tenga idéntico sueño. Y pueden aceptar que el sueño se inicie en un momento dado porque resulta una diversión barata y apropiada.

»¡Maldita sea, jefe, es un asunto social! Un chico y una chica van a un palacio del sueño y asimilan un tema romántico de relieves vulgares y situaciones triviales, pero salen de allí con estrellas centelleando en su cabeza. Han tenido juntos el mismo sueño. Han pasado por idénticas emociones. Están en armonía, jefe. Le apuesto lo que quiera a que volverán al palacio y llevarán a todas sus amistades.

—¿Y si no les gusta el sueño?

—Ahí está el secreto, la esencia del asunto. El sueño les gustará, es forzoso que sea así.

»Si preparamos especiales de Hillary con un engranaje conectado a otro engranaje que está conectado a un tercero, con giros sorprendentes en colores amortiguados, con inteligentes cambios de significado y el resto de características de las que tanto nos enorgullecemos… Bueno, es obvio: no todo el mundo se sentirá atraído. Los sueños especializados requieren gustos especializados. Pero Luster-Think se limita a producir sueños sencillos en tercera persona, de forma que ambos sexos encuentren satisfacción. Un material como el que usted acaba de asimilar. Simple, repetitivo, vulgar… Una especie de mínimo común denominador. Quizá no todo el mundo se sienta muy satisfecho, pero nadie rechazará estos productos.

Weill meditó durante un buen rato, y Belanger no pudo hacer otra cosa más que mirarle.

—Frank —dijo Weill al cabo de varios minutos—, empecé basándome en la calidad, y seguiré así. Es posible que tengas razón, quizá los palacios del sueño sean la idea con más futuro. Y si eso es cierto, también nosotros inauguraremos nuestros palacios. Pero con sueños de calidad. Tal vez Luster-Think subestima a la gente normal. No hay que apresurarse ni dejarse llevar por el pánico. Siempre me he basado en la teoría de que la calidad jamás dejará de encontrar un mercado. Muchacho, a veces es un mercado tan enorme que supera todas tus previsiones.

—Jefe…

El zumbido del intercomunicador interrumpió a Belanger.

—¿Qué hay, Ruth? —dijo Weill.

—Es el señor Hillary, señor —anunció su secretaria—. Quiere hablar con usted inmediatamente. Dice que es muy importante.

—¿Hillary? —La voz de Weill denotó sorpresa—. Ruth, que espere un poco. Hágale pasar dentro de cinco minutos.

Weill volvió a encararse con Belanger.

—Frank —dijo—, hoy no es definitivamente uno de mis mejores días. Un soñador debería estar en su casa, al lado de su pensador. Y Hillary es nuestro mejor soñador. Él, más que ningún otro, debería estar en su casa. ¿Cuál supones que será su problema, Frank?

—Cuando hable con él, lo averiguará —respondió simplemente Belanger, todavía pensando en Luster-Think y los palacios del sueño.

—Enseguida lo haré. Dime… ¿Cómo fue su último sueño? No he asimilado el que llegó la semana pasada.

Belanger bajó de las nubes y arrugó la nariz.

—No demasiado bueno —contestó.

—¿Por qué no?

—Era desigual, demasiado vacilante. Usted sabe que no me importan las transiciones bruscas, siempre y cuando el sueño gane en vivacidad. Pero necesariamente debe existir algún tipo de conexión, aunque sólo sea a un nivel profundo.

—¿No sirve para nada?

—Ningún sueño de Hillary es una pérdida total. Pero costó muchos esfuerzos montarlo. Hicimos bastantes recortes e intercalamos algunos fragmentos extraños que Hillary nos había enviado ocasionalmente. Son escenas independientes, ¿comprende? No es un sueño de primera categoría, pero puede pasar.

—¿Hablaste con él al respecto, Frank?

—¿Piensa que estoy loco, jefe? ¿Cree que soy capaz de mostrarme duro con un soñador?

En aquel momento se abrió la puerta. La joven secretaria de Weill exhibió la correspondiente sonrisa y Sherman Hillary entró al despacho.

Sherman Hillary, un hombre de treinta y un años, habría sido reconocido como soñador por cualquier persona. No usaba gafas, pero sus ojos poseían la mirada brumosa de una persona que, o bien necesita llevarlas, o bien no suele fijar su atención en nada mundano. Era de mediana estatura, más bien delgado, pelo negro que pedía un peluquero, mentón prominente, piel pálida y expresión preocupada.

—Hola, señor Weill —saludó en voz baja, e hizo una levísima reverencia en dirección a Belanger, sin atreverse a mirarle.

—Sherman, muchacho —dijo cariñosamente Weill—, tienes muy buen aspecto. ¿Qué ocurre? ¿Un sueño que no te está quedando muy bien? ¿Estás preocupado por eso? Siéntate, siéntate.

El soñador obedeció, ocupando tan sólo el borde de una silla, como preparado para levantarse inmediatamente en cuanto se lo ordenaran.

—He venido para decirle que dejo el trabajo, señor Weill —explicó.

—¿Dejar el trabajo?

—No quiero soñar más, señor Weill.

En aquel instante, el rostro de Weill pareció envejecer diez años más. El soñador se mordió los labios.

—¿Por qué, Sherman? —inquirió Weill.

Porque esto no es vida, señor Weill. Es como si todo pasara de largo con respecto a mí. Al principio no era tan malo. Incluso era un trabajo tranquilizante. Soñaba por las noches, los fines de semana, cuando no me encontraba bien o cuando fuera. Y dejaba de trabajar siempre que no me apetecía hacerlo. Pero ahora soy un profesional experto. Usted me dijo que soy uno de los mejores soñadores y que toda la competencia está pendiente de mí para idear nuevas sutilezas y cambios en los sueños acreditados, como los de vuelos y las fantasías de gusanos que cambian de forma.

—¿Y existe alguien mejor que tú, Sherman? —preguntó Weill—. Tu secuencia dirigiendo una orquesta sigue vendiéndose al cabo de diez años.

—De acuerdo, señor Weill. He cumplido mi parte. No voy a ningún sitio. Tengo olvidada a mi mujer. Mi hija no me conoce. La semana pasada Sarah me obligó a ir a una comida… No recuerdo nada en absoluto. Sarah dice que estuve sentado toda la tarde en el sofá, murmurando y con la mirada perdida. Dice que todo el mundo me observaba. Se pasó toda la noche llorando. Estoy harto de estas situaciones, señor Weill. Quiero ser una persona normal y vivir en este mundo. Prometí a mi mujer que dejaría este trabajo y así lo haré. Me despido, señor Weill.

Hillary se puso en pie y extendió torpemente la mano derecha. Weill hizo un gesto para que volviera a sentarse.

—Si quieres irte, adelante, Sherman. Pero haz un favor a un anciano y déjame que te explique alguna cosa.

—No voy a cambiar de opinión.

—No voy a tratar de convencerte. Sólo quiero explicarte una cosa. Soy viejo y ya estaba en este negocio antes de que nacieras, así que me gustaría hablarte de ello. ¿Me darás ese gusto, Sherman? Te lo suplico.

Hillary tomó asiento de nuevo. Tenía los dientes clavados en su labio inferior y contemplaba sombríamente sus uñas.

—¿Sabes qué es un soñador, Sherman? —prosiguió Weill—. ¿Sabes qué significa para la gente normal? ¿Sabes qué se siente cuando se es como yo, como Frank Belanger, o como tu esposa Sarah? ¿Tener mentes limitadas incapaces de imaginar, de elaborar pensamientos visuales? A la gente normal, como yo mismo, le gustaría evadirse de esta vida aunque sólo fuera por una vez. Pero no podemos hacer tal cosa. Necesitamos ayuda.

»En los viejos tiempos había libros, teatro, cine, radio, televisión… Eran artificios, pero eso no nos importaba. Lo importante era que se estimulaba nuestra imaginación durante algunos minutos. Podíamos concebir apuestos caballeros y bellísimas princesas. Podíamos ser atractivos, ocurrentes, fuertes, inteligentes… todo lo que no éramos.

»Pero el tránsito del sueño entre soñador y receptor siempre era imperfecto. El sueño debía ser transformado en palabras, de un modo o de otro. El mejor soñador del mundo quizá fuera incapaz de traducir sus sueños en palabras. Y el mejor escritor del mundo sólo podía describir con palabras una ínfima parte de sus sueños. ¿Comprendes?

«Pero ahora, con las grabadoras de sueños, todo el mundo puede soñar. Tú, Sherman, y un puñado de hombres como tú, creáis esos sueños de una forma directa y exacta, de vuestra mente a la nuestra y sin que se pierda un ápice de vivacidad. Soñáis para cien millones de personas. Vuestro sueño es el de cien millones de seres humanos. Y eso es muy importante, muchacho. Proporcionáis a toda esa gente una visión fugaz de algo que ellos no podrían vislumbrar por sí mismos.

—He cumplido con mi parte —murmuró Hillary. Estaba desesperado cuando, por segunda vez, se puso en pie—. Todo ha terminado. No me importa lo que me está diciendo. Y si quiere demandarme por incumplimiento de contrato, hágalo.

—¿Demandarte? —Weill se levantó a su vez y apretó un botón del intercomunicador—. Ruth, quiero la copia del contrato del señor Hillary.

Aguardó. Igual que Hillary y Belanger. Weill esbozó una leve sonrisa y sus dedos amarillentos tamborilearon suavemente sobre el escritorio.

Ruth trajo el contrato. Weill lo cogió, miró a Hillary y dijo:

—Sherman, muchacho. No está bien que te quedes aquí, a menos que desees permanecer conmigo.

Belanger empezó a levantar la mano para detener a su jefe, pero ya era demasiado tarde. Boquiabierto, contempló cómo Weill rompía el contrato en cuatro trozos y los arrojaba a la papelera-trituradora.

—Eso es todo —dijo Weill.

La mano derecha de Hillary se extendió automáticamente para estrechar la de Weill

—Gracias, señor Weill —dijo roncamente y muy emocionado—. Siempre se portó muy bien conmigo y se lo agradezco. Siento que las cosas hayan llegado a este punto.

—No te preocupes, muchacho, no te preocupes.

Sherman Hillary salió del despacho a punto de llorar y sin cesar de dar las gracias.

—¡Por el amor de Dios, jefe! —exclamó Belanger-—. ¿Por qué ha permitido que se fuera? ¿Es que no comprende la jugada? Hillary se irá directamente a Luster-Think. Le han pagado para que hiciera esto.

—Te equivocas. Estás totalmente equivocado. Conozco muy bien al muchacho y esas jugadas sucias no van con él. Además, Ruth es una magnífica secretaria y sabe qué debe traerme cuando pido el contrato de un soñador. El documento auténtico sigue a salvo, créeme.

»¡Vaya día que he tenido! Tuve que discutir con un padre de familia para que me permitiera aprovechar un nuevo talento, con un funcionario del gobierno para evitar la censura, contigo para que no te dejaras llevar por planes funestos, y ahora con mi mejor soñador para que no abandone su trabajo. Al padre es posible que lo convenciera. Al funcionario y a ti… no lo sé. Quizá sí, quizá no. Pero en cuanto a Sherman Hillary, no hay duda alguna: el soñador volverá.

—¿Cómo lo sabe?

Weill sonrió. Las arrugas de sus mejillas formaron una red de minúsculas líneas.

—Frank, muchacho —dijo—. Tú sabes recortar sueños y eso te lleva a creer que conoces todos los engranajes del negocio. Pero permite que te diga algo. El engranaje más importante en el negocio de los sueños es el soñador mismo. Es el engranaje que mejor hay que comprender, y yo lo conozco perfectamente.

«Escucha. Cuando era joven… Entonces no había sueños, claro. Cuando era joven conocí a un tipo que escribía guiones para la televisión. Cuando alguien le conocía, averiguaba su profesión y le preguntaba: ¿De dónde sacas esas ideas tan alocadas?, siempre recurría a mí para quejarse amargamente.

»Pero la gente que le hacía esa pregunta desconocía la respuesta. Les parecía imposible inventar uno solo de aquellos guiones. ¿Qué responderles mi amigo? Solía hablar conmigo de este tema y me decía: «No puedo contestar que no lo sé. Por la noche me es imposible dormir porque las ideas bullen en mi cabeza. Me corto cuando me afeito. Cuando hablo, llega un momento en que pierdo el hilo de lo que estoy diciendo. Cuando me pongo al volante del coche, me juego la vida. Y el motivo siempre es el mismo: ideas, situaciones, diálogos… todo se arremolina en mi mente. No puedo explicarte de dónde saco mis ideas. ¿Podrías explicarme cuál es tu truco para no tener ideas? Si pudieras hacerlo, también yo podría gozar de un poco de paz.

»¿Te das cuenta, Frank? Aquí puedes dejar de trabajar cuando quieras. Igual que yo. Es nuestro trabajo, no nuestra vida. Pero ése no es el caso de Sherman Hillary. Vaya donde vaya, haga lo que haga… siempre soñará. Mientras viva, tendrá que pensar, y mientras piense, tendrá que soñar. No le mantenemos prisionero en esta empresa, nuestro contrato no representa una cárcel para él. La auténtica prisión es su propio cráneo. Sherman volverá. ¿Qué otra cosa puede hacer?

—Si está en lo cierto, lo siento por el muchacho.

—Yo lo siento por todos ellos —dijo tristemente Weill—. Con el paso de los años he descubierto una cosa: el trabajo de los soñadores consiste en hacer felices a las personas. A otras personas.


FIN



  • Autor: Isaac Asimov

  • Título: Soñar es un asunto privado

  • Título Original: Dreaming Is a Private Thing

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Diciembre de 1955

  • Traducción: César Terrón

 
 
 

Actualizado: 24 may


La noche del tigre

Stephen King



Vi por primera vez al señor Legere cuando el circo pasó por Steubenville, pero yo sólo llevaba dos semanas en el espectáculo, y tal vez él hubiera hecho indefinidamente sus visitas irregulares. Nadie quería hablar gran cosa del señor Legere, ni siquiera aquella última noche, cuando parecía que el fin del mundo estaba al caer…, la noche que desapareció el señor Indrasil.

Pero si he de explicárselo desde el principio, debería empezar diciendo que me llamo Eddie Johnston, y que nací y me crie en Sauk City. Allí fui a la escuela, tuve mi primer amor y trabajé durante algún tiempo en el almacén del señor Lillie, una vez terminados mis estudios en la escuela superior. Eso fue hace algunos años…, a veces más de los que quisiera contar. No es que Sauk City sea un lugar tan malo. Algunas personas se contentan con sentarse en el porche de sus casas en las cálidas y perezosas noches de verano, pero a mí eso me producía una cierta comezón, como cuando te pasas demasiado tiempo sentado en la misma silla. Así que dejé el almacén y me enrolé en el Circo Americano de Farnum y Williams, con sus tres pistas y sus exhibiciones secundarias. Supongo que lo hice en un momento de aturdimiento, cuando la musiquilla del circo me nubló el juicio.

Me convertí entonces en un peón nómada. Ayudaba a levantar y desmontar las carpas, limpiar las jaulas y, a veces, vender algodón de azúcar cuando el vendedor regular tenía que ausentarse, y vociferar para Chips Baily, el cual padecía malaria, y en ocasiones tenía que ir a algún sitio muy lejano. En general eran cosas que hacen los muchachos para que les regales localidades…, cosas que solía hacer yo mismo de niño. Pero los tiempos cambian, y ya no parecen presentarse como antes.

Aquel tórrido verano pasamos por Illinois e Indiana, el público era bueno y todo el mundo se sentía feliz. Todos excepto el señor Indrasil, el cual nunca era feliz. Era el domador de leones, y su aspecto me recordaba al Rodolfo Valentino que había visto en viejas fotografías. Un hombre alto, de rasgos apuestos y arrogantes y una agreste cabellera negra. La expresión de sus ojos era extraña, furiosa…, la más furiosa que he visto jamás. Casi siempre estaba callado; un par de sílabas del señor Indrasil eran todo un sermón. Todos los miembros del circo mantenían con él una distancia tanto mental como física, porque sus accesos de cólera eran legendarios. Se rumoreaba, siempre en susurros, que en una ocasión, después de una actuación especialmente difícil, uno de los peones derramó café sobre las manos del señor Indrasil, y éste estuvo a punto de matarle antes de que lograran separarle del muchacho. No sé si será cierto. Lo que sí sé es que llegué a temerle más que al frío señor Edmont, el director de mi escuela, al señor Lillie e incluso a mi padre, el cual era capaz de frías reprimendas que te dejaban temblando de vergüenza y desaliento.

Cuando limpiaba las jaulas de los grandes felinos, las dejaba siempre impecables. El recuerdo de las pocas ocasiones en que fui objeto de las iras del señor Indrasil todavía me hace flaquear las rodillas.

Eran sus ojos, sobre todo…, grandes, oscuros y totalmente inexpresivos. Los ojos y la sensación de que un hombre capaz de dominar a siete gatazos ojo avizor en un pequeña jaula, por fuerza tenía que ser también un salvaje.

Y las dos únicas cosas a las que él temía eran el señor Legere y el único tigre del circo, una bestia enorme llamada Terror Verde.

Como he dicho, vi por primera vez al señor Legere en Steubenville, cuando él contemplaba la jaula de Terror Verde como si el tigre conociera todos los secretos de la vida y de la muerte.

Era enjuto, moreno, sosegado. Sus ojos profundos, muy hundidos en las cuencas, tenían una expresión de dolor y cavilosa violencia en sus honduras con reflejos verdes, y siempre cruzaba las manos a la espalda mientras contemplaba taciturno al tigre.

Terror Verde era una fiera digna de verse, un enorme y hermoso espécimen con un impecable pelaje rayado, ojos verde esmeralda y grandes colmillos como escarpias de marfil. Sus rugidos solían oírse en todo el recinto del circo…, fieros, airados y absolutamente salvajes. Parecía gritar su desafío y su frustración al mundo entero.

Chips Baily, que llevaba en el circo Farnum y Williams desde Dios sabe cuándo, me dijo que el señor Indrasil solía utilizar a Terror Verde en sus actuaciones, hasta que una noche el tigre saltó de repente desde su plataforma elevada y casi le arrancó la cabeza antes de que el señor Indrasil pudiera salir de la jaula. Observé que el señor Indrasil siempre llevaba el cabello largo, cubriéndole la nuca.

Todavía puedo recordar la escena aquel día en Steubenville. Hacía calor, un calor sofocante, y el público iba en mangas de camisa. Por ello destacaban los señores Legere e Indrasil. El señor Legere, que estaba de pie en silencio junto a la jaula del tigre, vestía traje y chaleco, y no tenía el rostro húmedo de sudor. El señor Indrasil llevaba una de sus bonitas camisas de seda y calzones de gruesa tela blanca, y los miraba a ambos, pálido como un muerto, con una expresión de cólera lunática, odio y temor en sus ojos saltones. Sostenía una almohaza y un cepillo, y las manos le temblaban espasmódicamente, aferradas a aquellos objetos.

De repente me vio y dio rienda suelta a su ira.

—¡Tú! —gritó—. ¡Johnston!

—Sí, señor.

Sentí un hormigueo en la boca del estómago. Sabía que la ira de Indrasil estaba a punto de volcarse sobre mí, y el temor que me inspiraba aquella idea me hizo sentir débil. Me gusta pensar que soy tan valiente como cualquier hijo de vecino, y si se hubiese tratado de alguien más, creo que hubiera estado plenamente decidido a defenderme. Pero no era nadie más. Era el señor Indrasil, y tenía ojos de loco.

—Estas jaulas, Johnston. ¿Crees que están limpias?

Señaló con un dedo, cuya dirección seguí. Vi cuatro trocitos dispersos de paja y un acusador charco de agua de la manguera al fondo de una de las jaulas.

—S… sí, señor —le respondí, y lo que pretendía que fuera firmeza se convirtió en una débil bravata.

Se hizo un silencio, como la pausa eléctrica que antecede a un aguacero. La gente empezaba a mirar, y yo tenía la vaga conciencia de que el señor Legere nos observaba con sus ojos insondables.

—¿Sí, señor? —atronó de repente el señor Indrasil—. ¿Sí, señor? ¿Sí, señor? ¡No te burles de mi inteligencia, muchacho! ¿Crees que no veo, que no puedo oler? ¿Pusiste el desinfectante?

—Ayer puse el desinfec…

—¡No me repliques! —gritó, y entonces bajó súbitamente la voz, lo que me hizo sentir un hormigueo en la piel—. No te atrevas a replicarme. —Ahora todo el mundo nos miraba. Yo quería vomitar, morirme—. Ahora mismo vas a ir al cobertizo de las herramientas, vas a coger el desinfectante y fregar estas jaulas —susurró, midiendo cada palabra. De repente, tendió una mano y me agarró de un hombro—. Y nunca, nunca, vuelvas a replicarme.

No sé de dónde salieron mis palabras, pero de pronto estaban allí, brotando de mis labios.

—No le he replicado, señor Indrasil, y no me gusta que diga eso. Yo… me ofendo si dice una cosa así. Ahora déjeme ir.

Su rostro se puso repentinamente rojo, luego blanco y finalmente casi azafranado de ira. Sus ojos eran llameantes umbrales del infierno.

En aquel momento pensé que iba a morir.

El señor Indrasil emitió un sonido gutural inarticulado, y la presión de su mano en mi hombro se hizo insoportable. Su mano derecha subió alto, muy alto…, y entonces descendió con increíble velocidad.

Si aquella mano hubiera alcanzado mi rostro, como mínimo me habría derribado al suelo sin sentido y, en el peor de los casos, me habría roto el cuello.

Pero no me alcanzó.

Otra mano surgió como por ensalmo en el espacio, directamente delante de mí. Ambos miembros en tensión colisionaron con un ruido sordo. Era el señor Legere.

—Deja en paz al muchacho —le dijo fríamente.

El señor Indrasil se lo quedó mirando durante un largo momento, y creo que no había nada tan desagradable en todo el asunto como observar el temor del señor Legere y la loca avidez de herir (¡o matar!) mezclados con aquella mirada terrible.

Entonces dio media vuelta y se alejó.

Me volví hacia el señor Legere.

—No me des las gracias.

Y no era un «no me des las gracias», sino un «no me des las gracias», no un gesto de modestia, sino una orden literal. Con su súbito relámpago de intuición —de concordancia afectiva, si usted quiere— comprendí exactamente qué quería decir con aquel comentario. Yo era un peón en lo que debía de ser un largo combate entre los dos hombres. Había sido capturado por el señor Legere más que por el señor Indrasil. Había detenido al domador de leones no para protegerme, sino porque ello le daba una ventaja, por pequeña que fuera, en su guerra privada.

—¿Cómo se llama? —le pregunté, en absoluto ofendido por lo que había deducido.

Después de todo, había sido sincero conmigo.

—Legere —dijo rápidamente, y se volvió para marcharse.

—¿Está usted en el circo? —le pregunté, pues no quería que se fuera tan fácilmente—. Parecía… conocerle.

Una leve sonrisa apareció en sus labios delgados, y una llamita de afecto brilló fugazmente en sus ojos.

—No. Podríamos decir que soy un policía.

Y antes de que pudiera replicarle, desapareció entre la gente que pasaba por allí.

Al día siguiente desmontamos las carpas y nos marchamos.

Volví a ver al señor Legere en Danville y, dos semanas después, en Chicago. En los intervalos procuré evitar al señor Indrasil tanto como me fue posible, y mantuve impecablemente limpias las jaulas de los felinos. La víspera de nuestra partida para Saint Louis, les pregunté a Chips Baily y Sally O’Hara, la pelirroja funámbula, si los señores Legere e Indrasil se conocían. Estaba bastante seguro de que así era, porque el señor Legere difícilmente seguía al circo para saborear nuestro estupendo helado de lima.

Sally y Chips intercambiaron miradas por encima de sus tazas de café.

—Nadie sabe gran cosa de lo que hay entre esos dos —dijo Sally—. Pero es algo que dura desde hace mucho tiempo…, quizá veinte años, desde que llegó aquí el señor Indrasil, tras dejar el circo Ringling Brothers, y tal vez incluso antes de eso.

Chips asintió.

—Ese tipo, Legere, llega al circo casi todos los años, cuando pasamos por el Medio Oeste, y se queda con nosotros hasta que cogemos el tren hacia Florida, en Little Rock. Vuelve tan irritable al viejo domador de felinos como si fuera uno de sus gatos.

—Me dijo que era policía —comenté—. ¿Qué creéis que busca por aquí? ¿No suponéis que el señor Indrasil…?

Chips y Sally intercambiaron una mirada extraña, y ambos se levantaron tan bruscamente que estuvieron a punto de romperse la espalda.

—He de ver si esos pesos y contrapesos están bien almacenados —dijo Sally, y Chips musitó algo no muy convincente acerca de la necesidad de revisar el eje trasero de su remolque.

Y así es como solía terminar toda conversación acerca de los señores Indrasil o Legere…, apresuradamente, con muchas excusas forzadas.

Nos despedimos de Illinois y de la comodidad al mismo tiempo. Se produjo una abrumadora oleada de calor, al parecer en el mismo instante en que cruzamos el límite del Estado, y aquel calor nos acompañó durante mes y medio, mientras avanzábamos lentamente por Missouri y entrábamos en Kansas. Todo el mundo estaba nervioso, incluidos los animales. Y entre ellos, naturalmente, los felinos, que eran responsabilidad del señor Indrasil. Éste trataba a los peones en general, y a mí en particular, sin la menor consideración. Yo sonreía y procuraba aguantarlo, aunque el calor me ponía también muy irascible. No se puede discutir con un loco, y había llegado a la conclusión de que eso era sin lugar a dudas el señor Indrasil.

Nadie dormía muy bien, y ésa es la maldición de los artistas de circo. La falta de sueño hace que los reflejos sean más lentos, lo cual aumenta el peligro. En Independence, Sally O’Hara cayó a la red de nylon desde veinte metros de altura y se fracturó el hombro. Andrea Solienni, nuestra amazona a pelo, se cayó de uno de sus caballos durante un ensayo, y un casco la golpeó y la dejó inconsciente. Chips Baily sufría en silencio con su fiebre crónica, el rostro como una máscara de cera y las sienes bañadas en un sudor frío.

Y en muchas ocasiones las cosas tenían peor cariz para el señor Indrasil. Los leones estaban nerviosos e irritables, y cada vez que entraba en la Jaula de los Gatos Endiablados, como la llamábamos, ponía en peligro su vida. Alimentaba a los leones con excesiva cantidad de carne antes de entrar, algo que hacen raramente los domadores de leones, contrariamente a la creencia popular. Tenía el rostro cada vez más fatigado y ojeroso, y la mirada frenética.

El señor Legere casi siempre estaba allí, junto a la jaula de Terror Verde, mirándole. Y eso, claro, aumentaba la presión del señor Indrasil. Todo el circo empezó a ponerse nervioso cuando veía pasar a aquel personaje con camisa de seda, y supe que todos pensaban lo mismo: «Va a reventar, y cuando lo hace…».

Cuando lo hiciera, sólo Dios sabía lo que ocurriría.

La oleada de calor continuó, y las temperaturas rebasaban los treinta grados todos los días. Parecía como si los dioses de la lluvia se burlaran de nosotros. En cuanto abandonábamos una ciudad, ésta recibía la bendición de los aguaceros, y cada ciudad en la que entrábamos estaba reseca y ardiente.

Y una noche, en la carretera entre Kansas City y Green Bluff, vi algo que me trastornó más que ninguna otra cosa.

Hacía calor…, un calor abominable. Ni siquiera merecía la pena tratar de dormir. Me revolvía en mi litera como un hombre que sufre fiebre delirante sin poder conciliar nunca el sueño. Finalmente me levanté, me puse los pantalones y salí.

Nos habíamos detenido en un pequeño campo, formando un círculo. Otros dos peones y yo habíamos descargado las jaulas de los felinos, a fin de que pudieran beneficiarse del menor soplo de brisa. Allí estaban ahora las jaulas, pintadas de color plata apagado por la hinchada luna de Kansas, y una persona de elevada estatura que llevaba unos calzones de basta tela blanca se hallaba junto a la mayor de ellas. Era el señor Indrasil.

Azuzaba a Terror Verde con una pica larga y puntiaguda. El gatazo se movía en silencio en la jaula, tratando de evitar la aguda punta. Y lo aterrador era que cuando el palo punzaba la carne del tigre, éste no rugía de dolor y cólera, como debería hacer, sino que mantenía un silencio ominoso, más aterrador para quien conoce a los felinos que el rugido más intenso.

Aquello también había surtido efecto en el señor Indrasil.

—Estás tranquilo, ¿verdad, maldito? —gruñía; con los potentes brazos flexionados, empujó la pica. Terror Verde retrocedió, abriendo horriblemente los ojos, pero no emitió ningún sonido—. ¡Ruge! —dijo entre dientes—. ¡Vamos, monstruo, ruge! ¡Ruge!

Y hundía más el palo en el flanco del tigre.

Entonces vi algo extraño. Pareció que una sombra se movía en la oscuridad bajo uno de los remolques más distantes, y la luz de la luna pareció incidir en unos ojos que miraban…, unos ojos verdes.

Un viento frío pasó silenciosamente por el claro, levantando polvo y revolviéndome el pelo.

El señor Indrasil alzó la vista y escuchó, con una curiosa expresión en el rostro. De repente, dejó caer el palo, se volvió y regresó a su remolque.

Miré de nuevo el lejano remolque, pero la sombra había desaparecido. Terror Verde permanecía inmóvil entre los barrotes de su jaula, mirando el remolque del señor Indrasil. Y entonces se me ocurrió pensar que odiaba al señor Indrasil no porque fuera cruel o arisco, pues el tigre respeta estas cualidades a su propia manera animal, sino más bien porque se apartaba incluso de la norma salvaje del tigre. Era un bribón. Ésa es la única forma en que puedo decirlo. El señor Indrasil no era sólo un tigre humano, sino también un tigre bribón.

La idea cristalizó en mi interior, turbadora y un tanto temible. Volví adentro, pero seguí sin poder dormir.

El calor continuó.

Por el día nos freíamos, por la noche dábamos vueltas, inquietos, sudorosos, insomnes. Todos teníamos la piel enrojecida por el sol, y había peleas por las cosas más triviales. Todo el mundo estaba llegando al punto de explosión.

El señor Legere seguía con nosotros, observando en silencio, superficialmente impasible, pero yo percibía que en lo más profundo de su ser fluían corrientes de… ¿de qué? ¿De odio? ¿De miedo? ¿De venganza? No podía saber qué era, pero no me cabía ninguna duda de que aquel hombre era potencialmente peligroso, tal vez más de lo que lo era el señor Indrasil, si alguien encendía alguna vez su mecha particular.

Vestido siempre con su impecable traje marrón a pesar de las elevadas temperaturas, no se perdía ninguna función del circo. Permanecía en silencio junto a la jaula de Terror Verde, al parecer en profunda comunicación con el tigre, que siempre estaba sosegado cuando aquel hombre se hallaba cerca.

De Kansas fuimos a Oklahoma, y la temperatura no se suavizaba. Era raro que pasara un día sin que tuviéramos un caso de postración debido al calor. El público empezaba a reducirse. ¿Quién quería sentarse bajo una asfixiante carpa de lona cuando había un cine con aire acondicionado a la vuelta de la esquina?

Todos estábamos tan nerviosos como los gatos, por usar una frase especialmente apropiada a la situación. Y cuando plantamos las carpas en Wildwood Green, Oklahoma, creo que todos sabíamos que estábamos a punto de llegar a alguna clase de clímax. Y la mayoría sabíamos que tendría que ver con el señor Indrasil. Había sucedido algo extraño antes de nuestra primera función en Wildwood. El señor Indrasil estaba en la Jaula de los Gatos Endiablados, adiestrando a sus irascibles leones. Uno de ellos perdió el equilibrio en su pedestal, se tambaleó y casi lo recobró. Entonces, en aquel preciso momento, Terror Verde soltó un terrible rugido que amenazaba con rompernos los tímpanos.

El león cayó, aterrizó pesadamente y, de repente, se lanzó con la precisión de una bala contra el señor Indrasil. Éste, asustado, soltó una maldición y levantó su silla para protegerse de los zarpazos. Logró salir de la jaula en el mismo instante en que el león se estrellaba contra los barrotes.

Mientras el domador se recobraba y se preparaba para entrar de nuevo en la jaula, Terror Verde lanzó otro rugido…, pero éste se parecía monstruosamente a una inmensa y desdeñosa risotada.

El señor Indrasil miró a la bestia, pálido, y luego dio media vuelta y se alejó. No salió de su remolque en toda la tarde.

Aquella tarde se alargó interminablemente. Pero a medida que subía la temperatura, todos empezamos a mirar con esperanza hacia el oeste, donde se estaban formando enormes cúmulos de nubes.

—A lo mejor llueve —le dije a Chips, deteniéndome junto a la plataforma desde la que vociferaba, ante la pista de exhibiciones secundarias.

Pero él no respondió a mi sonrisa esperanzada.

—Eso no me gusta —replicó—. No hay viento y hace demasiado calor. Es señal de granizo o de tornados. —Su expresión se volvió más sombría—. Mira, Eddie, salir de un tornado llevando a remolque un montón de animales salvajes enloquecidos no es una excursión de placer. Más de una vez, al cruzar la región de los tornados, he agradecido a Dios que no lleváramos elefantes. Sí —añadió tristemente—, es mejor confiar en que las nubes se queden en el horizonte.

Pero las nubes no se quedaron en el horizonte, sino que avanzaron lentamente hacia nosotros, como ciclópeas columnas celestes de base purpúrea y un temible negro azulado en los cumulonimbos. Cesó todo movimiento del aire, y el calor cayó sobre nosotros como una mortaja de lana. De vez en cuando, la tormenta se aclaraba la garganta en la lejanía del oeste.

Hacia las cuatro, el señor Farnum en persona, maestro de ceremonias y medio propietario del circo, se presentó y nos dijo que se suspendería la función de la noche. Sólo teníamos que asegurar las instalaciones y buscar un agujero conveniente para refugiarnos en caso de que hubiera problemas. Se habían divisado trombas en varios lugares entre Wildwood y Oklahoma City, algunas a sesenta kilómetros de nosotros.

Cuando se hizo el anuncio, había muy poco público, y la gente paseaba apáticamente por la zona de exhibiciones secundarias, o curioseaba entre las jaulas de los animales. Pero el señor Legere no había estado presente en todo el día. La única persona junto a la jaula de Terror Verde era un sudoroso escolar con un montón de libros bajo el brazo. Cuando el señor Farnum anunció que el Servicio Meteorológico había advertido la proximidad de un tornado, el muchacho se escabulló rápidamente.

Yo y los otros dos peones pasamos el resto de la tarde deslomándonos, asegurando los cables de las carpas, cargando los animales en los remolques y asegurándonos de que todo estaba bien atado.

Al final sólo quedaron las jaulas de los felinos, y para éstas había una disposición especial. Cada jaula tenía un «pasadizo» especial de tela metálica que se plegaba como un acordeón y que, cuando se extendía del todo, conectaba con la Jaula de los Gatos Endiablados. Cuando era preciso mover las jaulas más pequeñas, se podía reunir a los felinos en la jaula grande mientras se cargaban las otras. La jaula grande rodaba sobre un gigantesco juego de ruedas que podía girar en todas direcciones, y era posible moverla a mano, colocándola en una posición que permitiera a cada felino regresar a su jaula propia. Parece complicado, y lo era, desde luego, pero ésa era la única forma en que se hacía.

Primero trasladamos a los leones y luego a Terciopelo Ébano, la dócil pantera negra que casi le había costado al circo los ingresos de toda una temporada. Era bastante difícil convencer a los animales para que se levantaran y caminaran por los pasadizos, pero todos preferíamos ese trabajo a pedirle ayuda al señor Indrasil.

Cuando llegó el momento de trasladar a Terror Verde había oscurecido…, un fantasmagórico y húmedo crepúsculo amarillento se cernía sobre nosotros. El cielo había adquirido un resplandor uniforme que nunca había visto hasta entonces, y no me gustaba lo más mínimo.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo el señor Farnum, mientras hacíamos rodar trabajosamente la Jaula de los Gatos Endiablados para conectarla con la parte trasera de la jaula de exhibición de Terror Verde—. El barómetro está bajando rápidamente. —Meneó la cabeza, preocupado—. Esto tiene mala pinta, chicos, mala pinta.

Se escabulló a toda prisa, todavía meneando la cabeza.

Conectamos el pasadizo metálico en la jaula de Terror Verde y abrimos la parte trasera.

—Hala, pasa —le dije alentadoramente.

Terror Verde me dirigió una mirada amenazante y no se movió.

Atronó de nuevo, con más intensidad y más cerca. El cielo se había vuelto ictérico, el color más feo que he visto jamás. Los demonios del viento empezaron a tirar bruscamente de nuestras ropas y arremolinar las envolturas de caramelos y los conos de algodón de azúcar que ensuciaban el suelo.

—Vamos, vamos —le urgí, empujándole con las varillas de punta roma que nos daban para obligarles a moverse.

Terror Verde lanzó un horrible rugido y agitó una pata con cegadora velocidad. Me arrebató de las manos el palo de dura madera y lo astilló como si fuera una ramita tierna. Ahora el tigre se había levantado, y sus ojos tenían una expresión asesina.

—Mirad —dije con voz temblorosa—, uno de vosotros tendrá que ir en busca del señor Indrasil. No podemos esperar aquí.

Como para subrayar mis palabras, estalló un trueno más potente, que parecía el palmoteo de unas gigantescas manos cósmicas.

Kelly Nixon y Mike McGregor se apresuraron a hacerlo. Yo quedé excluido debido a mi anterior enfrentamiento con el señor Indrasil. Se lo jugaron a cara o cruz y le tocó a Kelly, el cual nos dirigió una silente mirada en la que leímos que preferiría enfrentarse a la tormenta, y fue en busca del domador.

Tardó casi diez minutos en volver. El viento estaba adquiriendo velocidad y el crepúsculo se fundía en la noche. Estaba asustado, y no temo admitirlo. Aquel extraño cielo, los terrenos desiertos del circo, los agudos y bruscos vórtices del viento…, todo eso conforma un recuerdo que permanecerá vívido en mi memoria para siempre.

Terror Verde no hacía el menor ademán de moverse por el pasadizo.

Kelly Nixon volvió corriendo, con los ojos muy abiertos.

—¡He llamado a su puerta durante casi cinco minutos! —jadeó—. ¡No he podido levantarle!

Nos miramos sin saber qué hacer. Terror Verde era una fuerte inversión para el circo. No podíamos dejarlo a la intemperie. Perplejo, me volví en busca de Chips, el señor Farnum o cualquiera que pudiera decirme qué hacer. Pero todos se habían ido. Éramos responsables del tigre. Consideré la posibilidad de intentar cargar la jaula a pulso en el remolque, pero yo no iba a poner mis dedos en aquella jaula.

—Bueno, no tenemos más remedio que ir a buscarle… los tres. Vamos.

Y corrimos hacia el remolque del señor Indrasil, a través de la oscuridad que aumentaba a pasos agigantados.

Aporreamos su puerta hasta que debió pensar que todos los demonios del infierno iban a por él. Por fortuna, finalmente la puerta se abrió y apareció el señor Indrasil, tambaleándose y mirándonos, con ojos de loco abrillantados por el alcohol. Olía como una destilería.

—Dejadme en paz —gruñó—, malditos seáis.

—Señor Indrasil… —tuve que gritar para hacer oír mi voz sobre el estruendo del viento.

Aquella tormenta no se parecía a nada de lo que había oído o leído jamás. Era como el fin del mundo.

—Tú —dijo entre sus dientes apretados. Alargó una mano y me cogió por la pechera de la camisa—. Voy a enseñarte una lección que nunca olvidarás. —Lanzó una mirada furibunda a Kelly y Mike, agazapados en las sombras movedizas de la tormenta—. ¡Marchaos!

Los dos echaron a correr, y no los culpé. Ya he dicho que el señor Indrasil… estaba loco. Y no era la suya una locura ordinaria… Era como un animal loco, como uno de sus propios felinos que se hubiera vuelto majareta.

—De acuerdo —musitó, sus ojos como dos quinqués prendidos—. No hay ningún amuleto que te proteja ahora, ningún talismán. —Sus labios se contorsionaron en una sonrisa demencial, horrible—. Él no está aquí ahora, ¿verdad? Somos de la misma clase, él y yo. Quizá los dos únicos que quedamos. Mi dios de la venganza…, y yo soy el suyo.

Desbarraba, y no traté de detenerle. Al menos no centraba su mente en mí.

—Volvió aquel felino contra mí, allá por el año cincuenta y ocho. ¡Siempre tuvo más poder que yo! El muy estúpido pudo ganar un millón…, los dos pudimos ganarlo, si no hubiera sido tan altanero y poderoso… ¿Qué ha sido eso?

Era Terror Verde, que había empezado a rugir aterradoramente.

—¿No has encerrado a ese maldito tigre? —gritó, casi con voz de falsete, y me sacudió como si fuera un muñeco de trapo.

—¡No quiere moverse! —me oí replicar también a gritos—. Tiene usted que…

Pero él me dio un empujón. Tropecé con los escalones plegados bajo la puerta de su remolque y caí al suelo. Con algo entre un sollozo y una maldición, el señor Indrasil pasó por mi lado, el rostro lleno de ira y temor.

Me levanté y fui tras él como hipnotizado. Alguna intuición dentro de mí me decía que estaba a punto de presenciar la representación del último acto.

Fuera del refugio que proporcionaba el remolque del señor Indrasil, la fuerza del viento era tremenda. Rugía como un tren de carga a toda velocidad. Me sentía como una hormiga, una mota, una molécula desprotegida ante aquella atronadora fuerza cósmica.

Y el señor Legere estaba en pie junto a la jaula de Terror Verde.

Era como una escena de Dante. El espacio casi vacío de jaulas dentro del círculo formado por los remolques; los dos hombres enfrentados y silenciosos, con las ropas y el cabello agitados por el viento aullador; la hirviente bóveda del cielo; los ondulantes trigales al fondo, como almas condenadas dobladas por el látigo de Lucifer.

—Ha llegado la hora, Jason —dijo el señor Legere, con una voz cortante que el viento llevó al otro lado del claro.

El cabello frenéticamente agitado del señor Indrasil se alzó alrededor de la lívida cicatriz que le cruzaba la nuca. Apretó los puños, pero no dijo nada. Yo casi podía percibir que hacía acopio de su voluntad, de su fuerza vital, de su verdadero inconsciente, se rodeaba con todo aquello como una corona profana.

Y entonces vi con horror que el señor Legere desenganchaba el pasadizo de Terror Verde… ¡y el fondo de la jaula estaba abierto!

Grité, pero el viento ahogó mis palabras.

El gran tigre saltó y pasó como una flecha por el lado del señor Legere. El señor Indrasil se tambaleó, pero no echó a correr. Bajó la cabeza y miró fijamente al tigre.

Terror Verde se detuvo.

Volvió su enorme cabeza hacia el señor Legere, casi dio media vuelta y luego, lentamente, se enfrentó de nuevo al señor Indrasil. Había en el aire una sensación aterradoramente palpable de una fuerza dirigida, un revoltijo de voluntades en conflicto centradas alrededor del tigre. Y las voluntades eran parejas.

Creo que al final fue la propia voluntad de Terror Verde —su odio al señor Indrasil— lo que inclinó la balanza.

El felino empezó a avanzar, sus ojos como ardientes faros infernales.

Y algo extraño comenzó a sucederle al señor Indrasil. Parecía plegarse sobre sí mismo, encogerse como un acordeón. La camisa de seda se deformó, el cabello negro y ondulante se transformó en un asqueroso hongo alrededor de su cuello.

El señor Legere gritó algo y, simultáneamente, Terror Verde saltó. No vi lo que siguió. Un instante después, una fuerza tremenda me derribó y caí al suelo de espaldas. Tuve la sensación de que extraían todo el aire de mi cuerpo. Desde un ángulo absurdamente inclinado tuve un atisbo de una inmensa tromba ciclónica, y entonces descendió la oscuridad.

Cuando desperté me vi en mi camastro, detrás de los arcones para guardar el grano en el remolque que servía como almacén general. Me sentía como si me hubiera aporreado el cuerpo con mazas de gimnasia acolchadas.

Apareció Chips Baily, con el rostro cejijunto y pálido. Vio que tenía los ojos abiertos y sonrió aliviado.

—No sabía si ibas a despertar alguna vez. ¿Cómo estás?

—Dislocado —le dije—. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo llegué aquí?

—Te encontramos al lado del remolque del señor Indrasil. El tornado casi se te llevó de recuerdo, muchacho.

Al oír el nombre del señor Indrasil, huyeron mis espantosos recuerdos.

—¿Dónde está el señor Indrasil? ¿Y el señor Legere?

Su mirada se volvió sombría y empezó a responder con evasivas.

—Habla sin tapujos —le dije, irguiéndome penosamente sobre un codo—. Tengo que saberlo, Chips. Necesito saberlo.

Algo en mi rostro debió decidirle.

—De acuerdo, pero esto no es exactamente lo que les dijimos a los policías… De hecho, apenas les contamos nada. Sería estúpido hacer creer que estamos locos. En cualquier caso, Indrasil se ha ido. Ni siquiera sabía que ese Legere estaba por aquí.

—¿Y Terror Verde?

La mirada de Chips volvió a oscurecerse.

—Él y otro tigre lucharon a muerte.

—¿Otro tigre? No hay otro…

—Sí, pero encontraron a dos, tendidos en la sangre de ambos. Ha sido un endiablado estropicio. Se desgarraron la garganta mutuamente.

—¿Qué…, dónde…?

—¿Quién sabe? Les dijimos a los policías que teníamos dos tigres. Así es más sencillo todo.

Y antes de que pudiera decir otra palabra, Chips me dejó.

Así termina mi relato…, aunque he de añadir un par de cosas. Recordé las palabras que gritó el señor Legere antes de que llegara el tornado: «¡Cuando un hombre y un animal viven en la misma concha, Indrasil, los instintos determinan el molde!».

La otra cosa es lo que me mantiene despierto por las noches. Más tarde Chips me lo dijo, sin darle mayor importancia. Lo que me dijo fue que el extraño tigre tenía una larga cicatriz en la nuca.


FIN


  • Autor: Stephen King

  • Título: La noche del tigre

  • Título Original: The Night of the Tiger

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, febrero de 1978

  • Traducción: Jordi Fibla Feito

 
 
 
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