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Lecturas

Actualizado: 24 may

La luz del mundo

Ernest Hemingway



Cuando nos vio franquear la puerta, el cantinero levantó la vista, tomó la tapa de cristal y cubrió con ella las dos vasijas de los aperitivos gratuitos.

—Dame una cerveza —dije.

El cantinero sirvió un vaso, cortó la espuma desbordante con la espátula y luego quedó aguardando con el vaso en la mano. Puse la moneda de cinco centavos sobre el mostrador y solo entonces deslizó el vaso de cerveza hacia mí.

—¿Y tú? —preguntó a Tom.

—Cerveza.

Sirvió, cortó la espuma y, cuando vio el dinero, empujó la cerveza hacia Tom.

—¿Qué pasa? —preguntó Tom.

El cantinero no le contestó. Se limitó a mirar sobre nuestras cabezas y dijo a un hombre que acababa de entrar:

—Usted, ¿qué quiere?

—Whisky —dijo el hombre.

El cantinero dejó sobre el mostrador una botella, un vaso y una jarra de agua.

Tom extendió el brazo y quitó la tapa a una de las vasijas de aperitivos. Contenía patitas de cerdo encurtidas sobre las cuales descansaba una tijera de madera cuyas puntas eran dos tenedores que se cerraban para trinchar.

—No —dijo el cantinero, y volvió a colocar la tapa en la vasija. Tom tenía en la mano la tijera de madera

—Vuelve a poner eso en su lugar —dijo el cantinero.

—Sabes dónde te lo voy a poner —dijo Tom.

El cantinero metió la mano debajo del mostrador sin quitarnos la vista de encima. Puse cincuenta centavos sobre el mostrador y el cantinero se enderezó.

—¿Qué te sirvo? —me preguntó.

—Cerveza –dije, y antes de servirme la cerveza, destapó dos fuentes.

—¡Tus patitas de cerdo apestan! –exclamó Tom y escupió lo que tenía en la boca.

El cantinero no dijo nada. El hombre que había tomado whisky pagó y salió sin volverse.

—¡Tú eres el que apestas! –dijo el cantinero a Tom—. Todos los tipos como tú son unos apestosos.

—Dice que somos apestosos —me dijo Tom.

—Oye —le pedí—. Vámonos de aquí.

—¡Salgan enseguida de aquí, par de vagos! —gritó el cantinero.

—Ya dije que nos íbamos —respondí—. Eso no fue idea tuya.

—Pero volveremos —dijo Tom.

—¡Cuidado con volver a pisar este lugar!

—Dile lo equivocado que está —Tom se volvió en mi dirección.

—Vámonos.

Afuera era noche cerrada.

—¿Qué clase de sitio es este pueblo? –preguntó Tom.

—¡Que sé yo! –le dije—. Vamos a la estación.

Habíamos entrado al pueblo por un extremo y nos dirigíamos hacia el otro para salir de él. Olía a cueros curtidos y aserrín. Oscurecía cuando entramos y ahora que era de noche comenzaba a hacer frío: los charcos en el camino se helaban alrededor de los bordes.

En la estación había cinco putas esperando la llegada del tren, y seis hombres blancos y cuatro indios. La sala de espera estaba llena de gente y de humo rancio. La estufa estaba encendida y hacía calor. Cuando entramos nadie hablaba y la taquilla estaba cerrada.

—¡Cierren la puerta, no! –exclamó alguien.

Busqué con la vista al que había dicho esas palabras. Era uno de los hombres blancos. Vestía pantalones gastados, botas de goma de leñador y una camisa a cuadros como los demás, pero no llevaba sombrero, su rostro era blanco, y sus manos blancas y finas.

—¿No la vas a cerrar?

—Claro que sí —dije, y la cerré.

—Gracias —dijo el hombre.

Uno de los hombres blancos soltó una estúpida risita.

—¿Nunca has tenido algo que ver con un cocinero? —preguntó.

—No.

—Puedes hacer de este lo que te dé la gana. A él le gusta —dijo el hombre mirando al cocinero.

El cocinero volvió la cabeza apartando la vista del hombre con los labios apretados.

—Se pone jugo de limón en las manos —rió el hombre—. Y por nada del mundo las mete en el agua de los platos. Mire lo blancas que las tiene.

Una de las putas soltó una risotada. Era la puta más grande que jamás había visto en mi vida y también la mujer más grande. Llevaba puesto uno de esos vestidos de seda de colores tornasolados. Había otras dos putas casi tan grandes como ella, pero ella debía pesar unas trescientas cincuenta libras. Al mirarla no se podía creer que existiera realmente. Las tres putas iban vestidas iguales, con esa tela de colores cambiantes. Estaban sentadas en el banco una al lado de la otra. Eran enormes. Las otras putas tenían aspecto ordinario. Eran rubias oxigenadas.

—Mirale las manos —el hombre señaló con la cabeza al cocinero.

La puta rió de nuevo y su cuerpo se sacudió. El cocinero se volvió hacia ella y le dijo rápidamente:

—¡Eres una montaña de carne asquerosa!

—¡Ay, Dios mío! —dijo, sin dejar de reírse y sacudirse. Tenía una voz hermosa—. Oh, dulce Cristo.

Las otras dos putas, las grandes, se comportaban con mucho aplomo y buena disposición de ánimo, como si no se dieran cuenta de lo que ocurría: pero eran grandes, casi tanto como la más grande de todas. Pesaban bien sus doscientas cincuenta libras por cabeza. Las otras dos putas se daban aires de dignidad.

De los hombres, además del cocinero y del que había hablado, había otros dos que eran leñadores: uno de ellos escuchaba interesado, pero debía de ser un poco tímido. El otro parecía como si se dispusiera a hablar. Además había dos suecos. Dos de los indios estaban sentados en uno de los extremos del banco; otro, de pie, recargaba el cuerpo contra la pared.

El hombre que se disponía a decir algo, me habló en voz queda:

—Sería lo mismo que encaramarte en una montaña de heno.

Yo reí y le dije a Tom lo que me había dicho el hombre.

—¡Por Dios que nunca he estado en un lugar como este! —dijo Tom—. Mira a esas tres.

Entonces habló el cocinero:

—¿Qué edad tienen ustedes, muchachos?

—Yo tengo noventa y seis y él sesenta y nueve —dijo Tom.

—¡Jo, jo, jo! —rió la puta grande sacudiéndose.

Tenía una voz verdaderamente hermosa, las otras putas no se rieron.

—¿No pueden darme una respuesta normal? —preguntó el cocinero—. Hice la pregunta solo por ser cordial.

—Tenemos diecisiete y diecinueve años —dije yo.

—¿Por qué lo has dicho? —dijo Tommy volviéndose a mí.

—Está bien. No te preocupes.

—Pueden llamarme Alice —dijo la puta más grande y luego empezó a sacudirse de nuevo.

—¿Ese es tu nombre? —preguntó Tommy.

—Claro —dijo— Alice es mi nombre. ¿No es verdad? —y se volvió hacia el hombre que estaba sentado al lado del cocinero.

—Alice: así se llama ella.

—Desde luego que tenías que llamarte Alice —dijo el cocinero.

—Es mi verdadero nombre —dijo Alice.

—¿Cómo se llaman las otras muchachas? —pregunto Tom.

—Hazel y Ethel —dijo Alice.

Hazel y Ethel sonrieron. No eran muy inteligentes que digamos.

—¿Cómo te llamas? —pregunté a una de las rubias.

—Frances —replicó.

—¿Frances, qué?

Frances Willson. ¿Y a ti qué te importa?

—¿Y tú cómo te llamas? —pregunté a la otra rubia.

—No seas tan confiado —dijo.

—Solo quiere hacerse amigo nuestro —dijo el hombre que había hablado—. ¿No quieres que todos seamos amigos?

—No —dijo la rubia oxigenada—. Por lo menos no quiero ser amiga tuya.

—Es una malgeniosa —dijo el hombre—. Respondona y malgeniosa.

Una rubia miró a la otra y negó con la cabeza.

—Son unos pesados —dijo la rubia respondona.

Alice comenzó a reír de nuevo y a sacudirse.



          

—Eso no tiene nada de gracioso —dijo el cocinero—. Todos ustedes se ríen, pero nada de esto tiene gracia. Ustedes, muchachos, ¿para dónde van?

—¿A dónde vas tú? —preguntó Tom.

—Quiero ir a Cadillac —dijo el cocinero—. ¿Han estado ustedes allí alguna vez? Mi hermana vive allí.

—Él mismo es una hermana —dijo el hombre empecinado en ridiculizar al cocinero.

—¿Por qué no me sueltas? —inquirió el cocinero—. ¿No podemos hablar de cosas edificantes?

—En Cadillac nació Steve Ketchel y también Ad Wolgast —dijo el hombre tímido.

—Steve Ketchel —dijo una de las rubias con voz aguda y repentina, como si ese nombre hubiera apretado un gatillo dentro de ella—. Lo mató su propio padre. Sí, ¡por Dios!, su propio padre. Ya no hay hombres como Steve Ketchel.

—¿Su nombre no era Stanley Ketchel? –preguntó el cocinero.

—¡Ho! ¡Cállate! —dijo la rubia—. ¿Qué sabes tú de Steve? ¿Stanley? No se llamaba Stanley. Steve Ketchel era el hombre más fino y más hermoso que jamás ha existido. Nunca conocí un hombre tan limpio y tan blanco como Steve Ketchel. Nunca hubo un hombre como él. Se movía como un tigre y era el derrochador más elegante y espléndido que jamás ha existido.

—¿Tú lo conocías? —preguntó uno de los hombres

—¿Si lo conocía? ¿Si lo conocía? ¿Si lo amé? ¿Y me lo preguntan? Lo conocía como no conocieron ustedes a nadie en el mundo, y lo amaba como se ama a Dios. Era el hombre más grande, el mejor, el más blanco y el más hermoso que jamás ha existido. Steve Ketchel, sí señor. Y su propio padre lo mató como a un perro.

—¿Estuviste en la costa con él?

—No. Lo conocí antes. Fue el único hombre que amé en mi vida.

Todos miraban con respeto a la rubia oxigenada que había dicho todo con tono teatral, pero Alice comenzó a sacudirse de nuevo. Me di cuenta porque estaba a su lado.

—Debiste haberte acostado con él —dijo el cocinero.

—No quise arruinar su carrera —dijo la rubia oxigenada—. No quería convertirme en una carga para él. No era una esposa lo que el necesitaba. ¡Oh, Dios! ¡Qué hombre ese!

—Muy bien pensado —dijo el cocinero— ¿Pero no lo noqueó Jack Johnson?

—Fue una mala jugada —dijo la oxigenada—. Este perro negro lo cogió de sorpresa. Él acababa de derribarlo, cuando ese negro degenerado lo alcanzó de chiripa con un golpe, y lo noqueó.

La taquilla se abrió y los tres indios se dirigieron hacia ella a comprar sus boletos.

—Cuando Steve lo tumbó —dijo la oxigenada— se volvió hacia mí y me sonrió.

—Creí que dijiste que no habías estado en la costa con él —dijo alguien.

—Fui solo para ver esa pelea. Steve se volvió para sonreírme y ese negro hijo de puta dio un salto desde el suelo y lo cogió de sorpresa. Steve hubiera podido hacer morder el cordobán a cien hombres como ese negro degenerado.

—¡Era un gran boxeador! —dijo uno de los leñadores—.

—¡Por Dios que lo era! —dijo la oxigenada—. Y por Dios que ahora no hay boxeadores como él. Era como un Dios. Tan blanco, limpio, hermoso y elegante, rápido como un tigre o como un relámpago.

—Vi la película de la pelea —dijo Tom.

Todos nos sentíamos conmovidos. Alice se sacudía, y al mirarla vi que estaba llorando. Los indios habían salidos al andén.

—Era para mí más de lo que hubiera podido ser cualquier marido —dijo la rubia oxigenada—. Estábamos casados a los ojos de Dios. Le pertenecía y le perteneceré siempre. No me importa lo que pueda ocurrirle a mi cuerpo. Pueden tomarlo; pero mi alma pertenece a Steve Ketchel. ¡Por Dios que era un hombre de verdad!

Todos nos sentíamos muy afectados. Estábamos tristes y turbados. Alice, que todavía estaba sacudiéndose, dijo en voz grave:

—Eres una maldita mentirosa. Nunca te has acostado con Steve Ketchel en tu vida y lo sabes muy bien.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó con orgullo la rubia.

—Lo digo porque es verdad —Alice—. Soy la única aquí que ha conocido a Steve Ketchel. Nací en Mancelona y allí lo conocí. Esa es la pura verdad y tú sabes que lo es. ¡Que Dios me quite la vida aquí mismo, si no es cierto lo que digo!

—¡Que me la quite a mí también si he mentido!

—¡Es verdad, verdad, verdad! Y tú lo sabes. No es una mentira como esa que tú has tratado de hacernos creer. Y me acuerdo exactamente de lo que Steve Ketchel me dijo.

—¿Qué te dijo? —preguntó al rubia, ufana.

—Me dijo que yo estaba más que buena. Eso fue lo que me dijo.

—¡Eso es una mentira! —dijo la oxigenada.

—Es verdad. Eso fue exactamente lo que me dijo.

—¡Es una mentira! —dijo la rubia con orgullo.

—¡Es la verdad! ¡La verdad! ¡Lo juro por Jesús, María y José que es la verdad!

—Steve nunca podría haber dicho eso. Él no se expresaba así —la rubia riendo feliz.

—Es la verdad —dijo Alice con su hermosa voz—. Y no me importa si me crees o no.

—Es imposible que Steve pueda haber dicho eso —declaró con énfasis la rubia oxigenada.

—Lo dijo —Alice sonrió—. Y recuerdo que entonces yo estaba más que buena, como él decía. Incluso, ahora soy mejor hembra que tú. ¡Tú no eres más que hueso y mala idea!

—¡No puedes insultarme! —dijo la rubia—. ¡Montaña de pus! Yo tengo mis recuerdos.

—No –dijo Alice, con aquella dulce voz—. No tienes ningún recuerdo verdadero, como no sea cuando te ligaron las trompas y te metiste a puta. Todo lo demás lo has leído en los periódicos. Yo soy limpia y tú lo sabes, y gusto a los hombres, aunque soy grande. Eso a ti te consta. Y nunca miento. Eso te consta también.

—Déjame con mis recuerdos. Con mis verdaderos y maravillosos recuerdos.

Alice la miró y luego nos miró a nosotros y su rostro perdió aquella expresión agraviada. Sonrió. Su cara era casi la más bonita que había visto en mi vida. Tenía una piel suave y tersa, y una hermosa voz. Era muy agradable. Pero, ¡demonios!, ¡qué grande era! ¡Era tan grande como tres mujeres juntas! Tom me vio mirarla y me dijo:

—Vamos.

—Adiós —dijo Alice.

Ciertamente tenía una hermosa voz.

—Adiós —dije yo.

—¿Dónde van, muchachos? —pregunto el cocinero.

—En dirección contraria a la tuya —repuso Tom.


FIN

 
 
 

Actualizado: 24 may

Crónica

Guy de Maupassant


¡Por fin! ¡Por fin! Honor a la justicia de nuestro país; resulta casi asombrosa. En quince días, ha practicado dos detenciones sorprendentes.


Ha condenado a un año de cárcel a una joven furia que había desfigurado con vitriolo el rostro de su rival.


Luego, ocho días después, aplicó idéntico castigo a un marido, primero complaciente, luego celoso, que había alojado una bala de revólver en el vientre de su feliz competidor.


Esta nueva forma de apreciar este tipo de delitos es seguramente preferible a la antigua. Pero deja aún que desear.


En el primer caso, un médico, que hacía la corte a dos mujeres, es la causa de esta espantosa venganza, peor que la misma muerte. Una pobre muchacha, desfigurada, vuelta repulsiva, llevará hasta el final de sus días las marcas horribles de la infidelidad perfectamente excusable de un hombre.


¿Quién es, por tanto, el culpable, si es que lo hay? ¡Seguro que el hombre!


Viene, como testigo, a deponer sobre los hechos.


Pues bien, la única, la verdadera condenada, la gran castigada, es la inocente.


Un año de cárcel, muy bien. No es nada. Por un año de cárcel, se puede privar de nariz y orejas y abrasar los ojos a una rival cuya belleza os molesta. ¿Acaso la única forma de castigar esta confusión en la elección de la víctima y este error sobre el culpable no sería condenar a una reparación pecuniaria, la única a la que se muestra profundamente sensible la Humanidad? ¿No debería ordenarse que, durante diez, veinte años, hasta la muerte, ya que las atroces heridas duran hasta la descomposición final, que, hasta la muerte, la que ha mutilado así a su rival, en vez de castigar al amante, le pague una pensión, le pase una renta, le dé, si es una trabajadora, la mitad de lo que gana y, si es rica, una suma considerable?


La otra podría donarlo a los pobres, si tal es su deseo.


En el segundo caso, el marido, un obrero, había tolerado todas las aventuras de su mujer. Diez veces la recuperó y diez veces volvió ella a irse. Llevó su complacencia hasta el punto de decirle al abrir la puerta: «Te concedo ocho días, no más. En ocho días, tienes tiempo de satisfacer tu capricho. Luego debes volver y portarte con sensatez».


Ella respondió: «Sí, mi querido ogro». Hizo su petate para una semana, y luego se puso en camino, muy contenta, porque él había confiado en la palabra dada.


Al entrar en casa de su amigo, ella le dijo sin duda: «¿Sabes?, dispongo de ocho días».


El otro debió de responder: «¡Vaya, pues muy bien! Tu marido es muy amable. Le invitaré a una copa la próxima vez que le vea».


También ese hombre dormía tranquilo. Ahora bien, una mañana, se topa con el marido. Va a su encuentro, le da la mano, para proponerle que entren en la taberna de enfrente. ¿Qué podía temerse? ¡Aún tenía tres días por delante!


Pero el marido, faltando a su palabra, violando el acuerdo al que había llegado con su mujer, traidor como un general que, durante el armisticio, mientras ondea la bandera blanca sobre las murallas, dispara contra el enemigo confiado e inerme, el marido le dio la mano, pero la mano armada con un revólver e hizo fuego. Veamos, ¿es esto honesto y leal?


Y la culpable, la única, la verdadera culpable, la esposa infiel, vuelve tan tranquila al domicilio conyugal. ¡Por si fuera poco, va a tener un año de libertad! ¡Los señores miembros del jurado acaban, finalmente, por recompensarla! ¡El marido le concedía ocho días, ellos le conceden un año! ¡Pero, en tales condiciones, todo son ventajas al engañar al marido! Cuántas mujeres conozco que reflexionarán… y tal vez…


No conviene olvidar, sin embargo, que, desde hace seis meses, la moral ha cambiado en Francia. Las jóvenes que recurren al vitriolo y los maridos que recurren a la pistola están expuestos actualmente a ir a dormir durante un tiempo sobre la paja húmeda de una mazmorra. ¡Bueno, mejor así!



¿Quién sabe? Tal vez, dentro de un año, se les condene a trabajos forzados, y, dentro de cinco, al no estar ya el señor Grévy, se les guillotine.


De modo que lo que era perfectamente excusable hace poco, ya no lo es. Mejor no caer jamás bajo las garras de la justicia, hermanos.


Lo que resultaría interesante, por ejemplo, es saber cómo actuarían, ante los mismos casos y en las mismas circunstancias, los jueces de los principales pueblos del mundo.


¿Cómo sería tratado ese marido veleidoso e imprevisible por un tribunal inglés, por un tribunal español, por los tribunales italianos, alemanes, rusos, musulmanes, daneses o escandinavos?


Apostaría ciento contra uno a que el mismo hombre, por ese idéntico crimen, sería condenado a muerte aquí, puesto en libertad allá, simplemente apercibido en tal latitud y felicitado en tal otra.


La acción es la misma, pero la manera de juzgar difiere tanto, por tantas razones, según los lugares y las costumbres, que el Judío Errante, por ejemplo, no debe de saber nunca si ha hecho algo bueno o malo, si merece ser alentado o bien castigado.


Recuerdo haber leído un día el relato de un crimen espantoso, de un crimen contra natura, cometido en Italia, y se me ocurrió pensar, mientras leía los horribles detalles, que era un delito muy italiano, el fruto que puede dar la herencia de una raza.


Un criminal inglés, un criminal francés, no menos feroces, pero diferentes, éste con un escepticismo insolente, aquél con un cinismo sombrío, no habrían tenido esa suerte de fanatismo supersticioso, esa crueldad convencida.


Me dirigía yo de Génova a Marsella, solo en mi vagón. Era en primavera, hacía calor. Los deliciosos aromas de los naranjos, de los limoneros y de los rosales de que está cubierta esa costa, entraban, adormecedores y embriagadores, por las ventanillas bajadas.


Dos señoras, que se habían apeado en Bordighera, habían dejado en el asiento un viejo periódico desgarrado, un periódico italiano, del mes de agosto de 1882.


Lo cogí, sin ninguna intención, y me puse a hojearlo. Y he aquí que encontré este artículo de la crónica negra:


En los alrededores de San Remo vivía una viuda con su único hijo. La mujer era una persona de edad, de condición humilde, y quería a su pequeño como a lo único que tenía en este mundo.


Cayó enfermo, de una enfermedad desconocida, que los médicos fueron incapaces de diagnosticar. Se desmejoraba, cada día más pálido y débil. Se moría.


Finalmente, fue declarado incurable, desahuciado sin esperanza. La madre, loca de dolor, había llamado a todos los curanderos de la región, rezado a todas las Vírgenes, dicho rosarios en todas las capillas.


Por último, fue a ver a una especie de brujo, un anciano temido que echaba suertes, practicaba la magia negra y la medicina, prestaba clandestinamente a la gente todas las ayudas perseguidas por la ley, y que conocía, decían, remedios secretos maravillosos.


Ella le suplicó que fuera con ella, prometiéndole que si curaba a su pobre hijo, le daría todo cuanto le pidiera, todo, incluso su vida, prodigando las más exaltadas promesas, tan fáciles de hacer en los momentos de enloquecimiento, y, por otra parte, tan propias del amable pueblo italiano, que recurre en toda ocasión a los adjetivos calificativos más expresivos.


El brujo la siguió. Y, ya sea porque fue más clarividente que los médicos, ya porque tuvo la suerte de cara, lo cierto es que el niño se curó, gracias a sus cuidados o, quizá, a pesar de ellos.


Cuando ella le vio de nuevo levantarse, caminar, correr y alegre como en otro tiempo, la madre, delirando de alegría, volvió a ver al salvador: «Vengo a mantener mi promesa —dijo—; ¿qué quiere que le dé?».


Él exigió todo cuanto poseía, todo. Campo, huerto, casa, mobiliario, dinero, todo, excepto lo que llevaban puesto la mujer y su chiquillo.


Ella se quedó aterrada ante aquella imprevista y terrible pretensión.


«¡Pero todo no puedo dárselo! Pues soy vieja y no puedo trabajar. Él es demasiado joven aún para hacer nada. ¿Es que vamos a tener que mendigar?»


Ella le suplicó, le demostró que para ellos suponía la muerte: para ella debilitada, para su hijo recién curado; que no podía llevárselo así por los caminos, pidiendo, sin un techo para pasar la noche, sin una silla para sentarse, sin una mesa para comer.


Ella le ofreció la mitad de sus bienes, las tres cuartas partes, reservándose tan sólo lo imprescindible para vivir durante unos años, hasta que el pequeño fuera mayor.


Y ella regresó a su casa espantada


Algunos días más tarde, le trajeron a su hijo agonizante, retorciéndose de unos dolores espantosos. Murió tras haber balbuceado que el brujo, habiéndole encontrado por la calle, le había hecho ingerir unas grageas.


El hombre fue detenido. Confesó su crimen con aplomo, con orgullo.


«Sí —dijo—, le envenené. Me pertenecía, puesto que yo le había salvado. ¿Qué pueden reprocharme? La madre no mantuvo su promesa: por lo que yo deshice lo que había hecho, le arrebaté la vida de su hijo que ella me debía. Estaba en mi derecho.»


Trataron de hacerle comprender la horrible, la monstruosa acción que había cometido.


Permaneció inconmovible en su razonamiento.


«El niño me pertenecía, puesto que yo le había salvado.»


No sé cuál fue el fallo al haber aplazado el tribunal para ocho días más tarde la sentencia.


Una causa similar se habría convertido, en Francia, en una causa célebre, como la de La Pommerais o la de la señora Lafarge. En Italia pasó inadvertida. Entre nosotros, este hombre habría sido sin duda condenado a muerte. Allí, quizá ha sido condenado a un año de cárcel como lo han sido aquí este mes la mujer del vitriolo o el marido armado.


FIN


 
 
 

Actualizado: 24 may

Los crisantemos

John Steinbek


La niebla alta como franela gris del invierno aislaba el valle Salinas del cielo y del resto del mundo. Se aposentaba como una tapa sobre las montañas de alrededor y convertía el gran valle en un tarro cerrado. El arado mordía hondo la superficie del terreno amplio y llano del fondo y dejaba la tierra negra brillante como el metal allí donde clavaba las rejas. En las fincas del otro lado del río Salinas, al pie de la colina, los campos de rastrojos amarillentos parecían bañados por el sol frío y pálido, pero en diciembre la luz del sol no llegaba al valle. Los espesos grupos de sauces del río ardían con hojas afiladas y amarillas.

Era una época de calma y espera. El aire era frío y tierno. Un viento ligero soplaba desde el suroeste, de manera que los granjeros confiaban vagamente en que no tardaría en llegar la lluvia; pero la niebla y la lluvia nunca van juntas.

Al otro lado del río, en el rancho de Henry Allen había poco trabajo por hacer; se había segado y almacenado el heno y los huertos estaban arados y listos para recibir la lluvia en sus entrañas cuando llegara. Al ganado de las laderas más altas le crecía la lana y se le espesaba el pelaje.

Elisa Allen, que estaba trabajando en su jardín de flores, miró al otro extremo del patio y vio a Henry, su marido, hablando con dos hombres con traje de negocios. Los tres estaban de pie junto al cobertizo del tractor, cada uno con un pie apoyado en el lateral del pequeño Fordson. Fumaban y contemplaban la máquina mientras charlaban.

Elisa los observó un momento y luego volvió a su trabajo. Tenía treinta y cinco años. El rostro enjuto y fuerte y los ojos claros como el agua. Su cuerpo parecía inmovilizado y pesado dentro de la ropa de trabajo, un sombrero negro de hombre encasquetado sobre los ojos, zapatones, un vestido estampado cubierto casi completamente por un gran delantal de pana con cuatro bolsillos enormes para las tijeras, el desplantador y el raspador, las semillas y el cuchillo con los que trabajaba. Usaba unos pesados guantes de cuero para protegerse las manos.

Estaba cortando los tallos de crisantemo viejos con un par de tijeras cortas y fuertes. De vez en cuando miraba a los hombres junto al cobertizo del tractor. La cara de Elisa era entusiasta, madura y guapa; incluso el trabajo con las tijeras rezumaba exceso de entusiasmo y fuerza. Los tallos de crisantemo parecían demasiado pequeños e inofensivos para tanta energía.

Se apartó una nube de pelo de los ojos con el dorso del guante y dejó una mancha de tierra en la mejilla. Detrás de Elisa se erguía la granja blanca y limpia, rodeada de geranios rojos hasta la altura de las ventanas. Era una casita con aspecto de muy barrida y ventanas con aspecto de muy frotadas, y un felpudo limpio para el barro en los escalones de la entrada.

Elisa lanzó otra mirada al cobertizo del tractor. Los desconocidos estaban metiéndose en su Ford cupé. Se quitó un guante y hundió sus fuertes dedos en el bosque verde de los brotes de crisantemo nuevos que estaban creciendo alrededor de la raíces viejas. Extendió las hojas y rebuscó entre el puñado de brotes apretados. Ni áfidos, ni cochinillas, ni caracoles, ni orugas. Sus dedos de terrier destrozaban tales pestes sin darles tiempo a empezar.

Elisa dio un respingo al oír la voz de su marido. Henry se había acercado en silencio y se inclinaba por encima de la alambrada que protegía el jardín de flores del ganado, los perros y las gallinas.

—Otra vez en marcha —dijo él—. Te viene una nueva cosecha.

Elisa enderezó la espalda y volvió a ponerse el guante de jardinera.

—Sí. Este año vienen fuertes. —Su tono y su rostro traslucían cierta petulancia.

—Tienes un don con las cosas —observó Henry—. Algunos de los crisantemos amarillos de este año hacían veinticinco centímetros. Ojalá trabajaras en el huerto y consiguieras manzanas de ese tamaño.

Elisa agudizó la mirada.

—Pues a lo mejor también podría hacerlo. Tengo un don para las cosas, es verdad. Mi madre también lo tenía. Podía clavar cualquier cosa en el suelo y hacerla crecer. Decía que había que tener manos de sembradora para saber hacerlo.

—Bueno, está claro que con las flores funciona.

—Henry, ¿quiénes eran esos hombres con los que hablabas?

—Vaya, pues claro, es lo que he venido a explicarte. Son de la Western Meat Company. Les he vendido las treinta cabezas de novillos de tres años. Y casi al precio que yo quería, además.

—Bien. Bien por ti.

—Y he pensado —continuó Henry—, he pensado que es sábado por la tarde y quizá podríamos ir a Salinas a cenar en un restaurante y luego al cine… para celebrarlo.

—Bien —repitió ella—. Claro que sí. Estará muy bien.

Henry adoptó su tono de broma.

—Esta noche hay combate. ¿Qué tal ir a verlo?

—Uy, no —dijo ella jadeando—. No, no me gustaría ir al combate.

—Era broma, Elisa. Iremos al cine. Veamos. Ahora son las dos. Voy a por Scotty y bajaremos los novillos de la colina. Nos llevará unas dos horas. Llegaremos al pueblo hacia las cinco y cenaremos en el hotel Cominos. ¿Te apetece?

—Pues claro que me apetece. Está bien cenar fuera de casa.

—Muy bien. Voy a preparar un par de caballos.

—Así tendré tiempo de sobras para trasplantar algunos de estos bulbos, supongo.

Oyó a su marido llamando a Scotty junto al granero. Un poco después vio a los dos hombres cabalgando por la colina amarillo pálido arriba en busca de los novillos.

Había un pequeño cuadrado de arena para que arraigaran los crisantemos. Elisa removió la tierra con el desplantador una y otra vez, la alisó y la aplastó. Luego excavó diez zanjas paralelas para colocar los bulbos. De vuelta en el arriate de los crisantemos, arrancó las raíces crujientes, recortó las hojas de cada una con las tijeras y las apiló ordenadamente en un montoncito.

Se oyó un chirrido de ruedas y el avance de unos cascos por el camino. Elisa levantó la vista. El camino rural discurría a lo largo del denso banco de sauces y álamos de Virginia que bordeaba el río, y por allí se acercaba un curioso vehículo, con un curioso tiro. Era un coche de caballos con una cubierta redonda de lona como la de los carromatos de los primeros colonos. Tiraban de él un viejo caballo castaño y un burrito blanco y gris. Un hombretón con barba de tres días iba sentado entre los faldones de la lona y conducía al renqueante equipo. Bajo la carreta, entre las ruedas traseras, avanzaba con calma un perro mestizo larguirucho. En la lona se distinguía varias palabras pintadas con letras torpes y retorcidas. «Se arreglan ollas, sartenes, cuchillos, tijeras, cortacéspedes.» Dos líneas de artículos y el triunfalmente definitivo «Se arreglan». La pintura negra se había corrido formando goterones debajo de cada letra.

Elisa, en cuclillas en el suelo, esperó a ver pasar de largo el disparatado carromato. Pero no pasó. El vehículo giró hacia la entrada delantera de la granja entre los crujidos y chirridos de las ruedas viejas y encorvadas. El perro larguirucho salió disparado de entre las ruedas y se adelantó. Al instante los dos ovejeros de la casa corrieron a su encuentro. Luego los tres se pararon y agitando las colas erguidas, con las patas prietas y tensas y con dignidad diplomática, empezaron a girar lentamente, olisqueándose con delicadeza. La carreta avanzó hasta la alambrada de Elisa y se detuvo. Ahora el perro recién llegado, sintiéndose en inferioridad numérica, bajó la cola y se retiró bajo el vehículo con el pelo del lomo erizado y mostrando los dientes.

El hombre del carromato dijo en voz alta:

—Es un mal perro si llega a empezar la pelea.

Elisa se rió.

—Ya lo veo, ya. ¿Cuánto le cuesta empezarla por lo general?

El hombre se sumó a la risa de Elisa de buena gana.

—A veces le lleva semanas y semanas —dijo. Descendió muy rígido, por encima de las ruedas. El caballo y el burro se encorvaron como flores sin regar.

Elisa vio que era un hombre muy grande. A pesar de que el pelo y la barba empezaban a llenársele de canas, no parecía viejo. El traje negro y gastado que llevaba estaba arrugado y manchado de aceite. Las carcajadas habían abandonado su cara y sus ojos en el momento mismo en que la voz había dejado de reír. Tenía los ojos oscuros y llenos de esa mirada inquietante que se apodera de los ojos de los camioneros y los marineros. Las manos callosas que descansaban sobre la alambrada estaban agrietadas, cada grieta era una raya negra. Se quitó el sombrero estropeado.

—Me he desviado de mi ruta habitual, señora —dijo—. ¿Este camino polvoriento cruza el río hacia la carretera de Los Ángeles?

Elisa se levantó y guardó las gruesas tijeras en el bolsillo del delantal.

—Bueno, sí, pero primero da muchas vueltas y luego vadea el río. No creo que su equipo logre superar la arena.

—Le sorprendería saber lo que son capaces de superar esas bestias —contestó él con cierta aspereza.

—¿Cuando logran arrancar?

—Sí. —El hombre sonrió un segundo—. Cuando logran arrancar.

—Bueno. Creo que ahorraría tiempo si volviera al camino de Salinas y cogiera allí la carretera.

Él paseó un dedo enorme sobre la alambrada para las gallinas arrancándole unas notas al metal.

—No tengo prisa, señora. Voy de Seattle a San Diego y vuelta atrás todos los años. Así ocupo todo mi tiempo. Unos seis meses en cada sentido. Intento seguir al buen tiempo.

Elisa se quitó los guantes y los embutió en el bolsillo del delantal con las tijeras. Se tocó el borde inferior de su sombrero de hombre, en busca de pelos furtivos.

—Parece un modo bonito de vivir —dijo Elisa.

Él se inclinó confidencialmente sobre la alambrada.

—A lo mejor se ha fijado en el anuncio del carromato. Arreglo ollas y afilo cuchillos y tijeras. ¿Necesita que le haga algo?

—Uy, no —contestó rápidamente Elisa—. Para nada. —La resistencia endureció su mirada.

—Las tijeras son lo peor —explicó él—. La mayoría de la gente simplemente las estropea cuando intenta afilarlas, pero yo sé hacerlo. Tengo una herramienta especial. Es bastante peculiar, está patentada. Pero no hay duda de que funciona.

—No. Tengo todas las tijeras afiladas.

—Está bien. Por ejemplo, una olla —continuó él con seriedad—, una olla combada o con un agujero. Puedo dejársela como nueva y así no tendrá que comprar ollas nuevas. Es un ahorro.

—No —dijo ella secamente—. Le digo que no necesito que me arregle nada.

El rostro del hombre dibujó una tristeza exagerada. La voz adoptó un tono bajo y quejumbroso.

—Hoy no he hecho nada. A lo mejor me quedo sin cenar. Verá, estoy fuera de mi ruta habitual. En la carretera de Seattle a San Diego conozco a gente. Me guardan sus cosas para que se las afile porque saben que lo hago tan bien que les ahorro dinero.

—Lo siento —dijo Elisa, irritada—. No necesito que me arregle nada.

Los ojos del hombre abandonaron la cara de Elisa y bajaron a rebuscar por el suelo. Vagaron hasta que encontraron el arriate de crisantemos en el que había estado trabajando.

—¿Qué plantas son ésas, señora?

La irritación y la resistencia desaparecieron del rostro de Elisa.

—Oh, son crisantemos, blancos gigantes y amarillos. Los cultivo cada año, los más grandes de por aquí.

—¿Es una flor de tallo largo? ¿Que parece un soplo de humo coloreado?

—Esa misma. Qué modo tan bonito de describirla.

—Tienen un olor un poco desagradable hasta que te acostumbras.

—Tienen un olor amargo, pero huelen bien —replicó ella—, no es nada desagradable.

Él cambió rápidamente de tono.

—A mí me gusta.

—Este año he conseguido flores de veinticinco centímetros.

El hombre se asomó aún más sobre la alambrada.

—Mire. Conozco a una señora un poco más allá que tiene el jardín más bonito que haya visto. Tiene casi todos los tipos de flores menos crisantemos. La última vez que estuve arreglándole una tina con el fondo de cobre (un trabajo duro, pero se me da bien) me dijo: «Si alguna vez encuentra unos crisantemos bonitos, tráigame algunas semillas». Eso me dijo.

Los ojos de Elisa se llenaron de desconfianza e impaciencia.

—Pues no debía de saber gran cosa sobre crisantemos. Puedes cultivarlos con semillas pero resulta mucho más sencillo plantar esos pequeños brotes que ve usted aquí.

—Ah. Supongo que no puedo coger uno, ¿no?

—Pues claro que puede. Le pondré unos cuantos en arena húmeda para que se los lleve. Si los mantiene húmedos, echarán raíces en la maceta. Y luego la señora podrá trasplantarlos.

—Seguro que le gustaría tener algunos, señora. ¿Dice usted que son bonitos?

—Bonitos —dijo Elisa—. Muy bonitos. —Le brillaban los ojos. Se quitó el sombrero ajado y sacudió su preciosa melena negra—. Se los pondré en una maceta para que se los lleve. Pase al patio.

Mientras el hombre cruzaba la cerca Elisa corrió impaciente por el sendero bordeado de geranios hasta detrás de la casa. Regresó con un gran maceta roja. Ni pensó en los guantes. Se arrodilló en el suelo junto al semillero y excavó la tierra arenosa con los dedos y luego la pasó a la maceta nueva. Después cogió el montoncito de brotes que había preparado. Los hundió en la arena con sus fuertes dedos y presionó alrededor con los nudillos.

El hombre permanecía de pie a su lado.

—Le diré lo que hay que hacer —le dijo Elisa—. Para que después se lo explique a la señora.

—Sí, intentaré acordarme.

—Bueno, mire. Éstos echarán raíces dentro de un mes más o menos. Luego tiene que trasplantarlos, separados por unos treinta centímetros cada uno, a una tierra rica como ésta, ¿ve? —Levantó un puñado de tierra oscura para que el hombre echara un vistazo—. Crecerán rápido y altos. Y recuerde: dígale a la señora que tiene que podarlos en julio, dejarlos a unos veinte centímetros.

—¿Antes de que florezcan?

—Sí, antes de florecer. —Tenía el semblante tenso de entusiasmo—. Ya volverán a crecer. Hacia finales de septiembre saldrán los capullos.

Elisa calló un momento, parecía perpleja.

—Es cuando necesitan más cuidados —dijo dubitativa—. No sabría cómo explicárselo. —Le miró fijamente a los ojos, inquisitiva. Abrió un poco la boca, como si estuviera escuchando—. Trataré de explicarme. ¿Ha oído hablar alguna vez de las manos de sembradora?

—La verdad, no, señora.

—Bueno, yo sólo puedo explicarle la sensación. Es cuando estás descartando los brotes que no quieres. Todo depende de la punta de tus dedos. Observas trabajar a tus dedos. Lo hacen todo ellos solos. Lo notas. Eligen los brotes. Nunca se equivocan. Siguen a la planta, ¿entiende? Tus dedos y la planta se comprenden. Lo notas. Cuando eres así no puedes equivocarte. ¿Lo entiende? ¿Puede entenderlo?

Elisa estaba de rodillas en el suelo con la vista levantada hacia el hombre. El pecho se le hinchaba apasionadamente.

El hombre entrecerró los ojos. Apartó la vista con timidez.

—Quizá lo entienda —dijo—. A veces, por la noche, en ese carromato…

Elisa lo interrumpió con voz ronca.

—Nunca he llevado una vida como la suya, pero sé a lo que se refiere. En la oscuridad de la noche… Vaya, las estrellas tienen las puntas afiladas y todo está en calma. ¡Y subes y subes! Las estrellas puntiagudas son atraídas hacia el interior de tu cuerpo. Es así. Caliente y agudo y… maravilloso.

Todavía de rodillas, Elisa alargó la mano hacia las piernas enfundadas en los pantalones negros y grasientos. Sus dedos indecisos estuvieron a punto de tocar la tela. Luego dejó caer la mano. Se agachó como un perro adulador.

—Lo explica de una forma muy bonita —dijo él—. Sólo que cuando no has cenado, no lo es tanto.

Entonces ella se levantó, muy derecha y con cara avergonzada. Le ofreció la maceta y se la colocó suavemente en los brazos.

—Tenga. Déjela en la carreta, en el asiento, donde pueda vigilarla. Quizá encuentre algo que pueda arreglarme.

Rebuscó en la pila de latas de detrás de la casa y encontró dos sartenes de aluminio viejas y abolladas. Las llevó de vuelta y se las dio al hombre.

—Tenga, a lo mejor puede arreglarlas.

Él cambió de actitud. Adoptó un aire profesional.

—Se las voy a dejar como nuevas.

Montó un pequeño yunque en la parte posterior del carromato y sacó un martillo automático de una caja de herramientas grasienta. Elisa cruzó la verja para verle aporrear las abolladuras de las ollas. La boca del hombre parecía segura y cómplice. En una parte difícil de la tarea se chupó el labio inferior.

—¿Duerme en el carromato? —preguntó Elisa.

—En el mismísimo carromato, señora. Llueva o brille el sol, estoy más seco que una vaca vieja.

—Debe de ser agradable. Tiene que ser muy agradable. Ojalá las mujeres pudiéramos hacer estas cosas.

—No es vida para una mujer.

Ella levantó un poquito el labio superior, mostrándole los dientes.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede asegurarlo? —dijo Elisa.

—No lo sé, señora —replicó él—. Por supuesto que no lo sé. Aquí tiene sus cacharros, arreglados. No tendrá que comprarlos nuevos.

—¿Cuánto es?

—Bueno, cincuenta centavos. Mantengo los precios bajos y el trabajo de calidad. Por eso tengo clientes satisfechos de una punta a otra de la carretera.

Elisa le trajo una moneda de cincuenta centavos de la casa y se la dio en la mano.

—Igual un día de éstos se lleva una sorpresa y encuentra competencia. Yo también sé afilar tijeras. Y puedo arreglar los golpes de cacharros pequeños. Podría demostrarle de qué es capaz una mujer.

Él volvió a meter el martillo en la caja grasienta y apartó de la vista el pequeño yunque.

—Sería una vida solitaria para una mujer, y peligrosa también, con todos los animales que se arrastran por debajo de la carreta por las noches. —Trepó al balancín, apoyándose en la grupa blanca del burro para mantener el equilibrio. Se acomodó en el asiento y cogió las riendas—. Gracias, señora. Haré lo que me ha dicho; retrocederé hasta el camino de Salinas.

—Si tarda mucho en llegar, acuérdese de mantener la arena húmeda.

—¿La arena, señora?… ¿Arena? Ah, claro. Se refiere alrededor de los crisantemos. Así lo haré. —Chasqueó la lengua. Las bestias estiraron lujosamente de los collares. El perro mestizo ocupó su lugar entre las ruedas traseras. El carromato dio la vuelta y retrocedió lentamente por el camino por donde había venido, siguiendo el río.

Elisa se quedó de pie junto a la alambrada contemplando el lento avanzar de la caravana. Tenía la espalda recta, la cabeza echada hacia atrás, los ojos entrecerrados, para que la escena penetrara en ellos vagamente. Movió los labios en silencio, formando las palabras «Adiós, adiós». Luego susurró: «Una dirección prometedora. Resplandeciente». El ruido de sus susurros la sobresaltó. Sacudió la cabeza para volver en sí y miró alrededor para comprobar si alguien la había oído. Sólo los perros la habían escuchado. Levantaron la cabeza hacia ella desde el suelo y luego estiraron el cuello y volvieron a dormirse. Elisa se volvió y entró apresuradamente en la casa.


Pasó la mano por detrás de la cocina y tocó el depósito de agua. Estaba lleno de agua caliente sobrante de la comida de mediodía. En el cuarto de baño, se quitó la ropa sucia y la tiró en un rincón. Luego se frotó con un trozo pequeño de piedra pómez piernas y muslos, espalda y pecho y brazos, hasta acabar con la piel arañada y enrojecida. Después de secarse se colocó delante del espejo del dormitorio y contempló su cuerpo. Metió estómago y sacó pecho. Se giró y se miró la espalda por encima del hombro.

Al cabo de un rato empezó a vestirse, despacio. Se puso la ropa interior más nueva, sus medias más bonitas y el vestido que era símbolo de su belleza. Se peinó cuidadosamente el pelo, se repasó las cejas con un lápiz y se pintó los labios.

Antes de acabar oyó los cascos de los caballos y los gritos de Henry y su ayudante que traían de vuelta al corral a los novillos pelirrojos. Oyó el golpe de la cancela al cerrarse y se preparó para la llegada de Henry.

Se oyeron pasos en el porche. Henry entró en la casa llamándola:

—Elisa, ¿dónde estás?

—En mi cuarto, vistiéndome. Aún no estoy lista. Tienes agua caliente en el baño. Date prisa. Se hace tarde.

Cuando le oyó chapotear en la bañera, Elisa le colocó el traje oscuro sobre la cama, con la camisa, los calcetines y la corbata a un lado. Le dejó los zapatos limpios en el suelo junto a la cama. Luego salió al porche y se sentó en posición remilgada y muy rígida. Miró al frente, hacia el camino del río donde la ristra de sauces seguía viéndose amarilla por las hojas heladas, de modo que bajo la gran niebla gris parecían una delgada tira de sol. Era el único color distinguible en aquella tarde gris. Estuvo sentada inmóvil mucho rato. Pestañeaba muy de vez en cuando.

Henry salió dando un portazo, metiéndose la corbata debajo de la americana. Elisa se enderezó y endureció el gesto. Henry se paró en seco y la miró.

—Vaya, vaya, Elisa. ¡Qué guapa estás!

—¿Guapa? ¿Te parezco guapa? ¿Qué quieres decir con «guapa»?

Henry siguió adelante.

—No sé. Quiero decir que pareces distinta, fuerte y feliz.

—¿Soy fuerte? Sí, fuerte. ¿Qué quieres decir con «fuerte»?

Él parecía desconcertado.


—Es como si estuvieras interpretando —dijo con impotencia—. Es como una representación. Pareces tan fuerte que podrías romper un ternero con la rodilla, tan feliz que te lo comerías como si fuera una sandía.

Por un momento Elisa perdió la rigidez.

—¡Henry! No hables así. No sabes lo que dices. —Recuperó la compostura—. Soy fuerte —alardeó—. Antes no sabía que era fuerte.

Henry miró hacia el cobertizo del tractor, y cuando volvió a fijarse en Elisa, era otra vez la de siempre.

—Sacaré el coche. Puedes ir poniéndote el abrigo mientras arranco.

Elisa entró en la casa. Le oyó conducir hasta la cancela y dejar el motor al ralentí y luego se tomó un buen rato para ponerse el sombrero. Estiraba de un lado y apretaba de otro. Cuando Henry apagó el motor, ella se enfundó el abrigo y salió.

El pequeño biplaza sin capota iba dando botes por el camino polvoriento que seguía el río, espantando a los pájaros y empujando a los conejos hacia los arbustos. Dos grullas batieron con fuerza las alas por encima de la hilera de sauces y se dejaron caer sobre el lecho del río.

En el camino, a lo lejos, Elisa divisó una mancha oscura. Sabía lo que era.

Intentó no mirar cuando pasaron por el lado, pero sus ojos no la obedecieron. Se dijo por lo bajo con tristeza «Podría haberlos tirado lejos del camino. No le habría costado tanto. Pero se ha quedado la maceta», razonó. «Tenía que quedarse la maceta. Por eso no ha podido tirarlos lejos del camino.»

El coche tomó una curva y Elisa vio el carromato delante de ellos. Se volvió por completo hacia su marido para no ver el pequeño carro cubierto y su equipo desparejo cuando el coche lo adelantara.

Todo pasó en un momento. Estaba hecho. Elisa no miró atrás.

Dijo en voz alta, para hacerse oír por encima del motor:

—Estará bien la cena de esta noche.

—Ya has vuelto a cambiar —se quejó Henry. Apartó una mano del volante y le dio unas palmaditas en la rodilla a Elisa—. Debería sacarte a cenar más a menudo. A los dos nos vendría bien. El rancho es demasiada presión.

—Henry, ¿podemos beber vino con la cena?

—Pues claro. ¡Hecho! Será estupendo.

Elisa permaneció en silencio un rato, luego dijo:

—Henry, ¿en esos combates, los hombres se hacen mucho daño?

—A veces un poco, pero no a menudo. ¿Por qué?

—Bueno, he leído que se rompen la nariz, que les corre la sangre por el pecho. He leído que los guantes de boxeo se empapan de sangre y pesan.

Él se giró para mirarla.

—¿Qué ocurre, Elisa? No sabía que leías ese tipo de cosas. —Detuvo el coche y luego viró a la derecha por el puente del río Salinas.

—¿Alguna vez van mujeres a los combates?

—Claro, algunas. ¿Qué pasa, Elisa? ¿Quieres ir? No creo que te gustara, pero si de verdad quieres verlo podemos ir.

Ella se relajó en el asiento.

—Uy, no. No. No quiero ir. Seguro que no. —Él no podía verle la cara—. Bastará con tomar algo de vino en la cena. Será más que suficiente. —Elisa se levantó el cuello del abrigo para que él no viera que estaba llorando débilmente: como una anciana.


FIN

 
 
 
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