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Lecturas


La aventura de un lector

Italo Calvino


En el cabo la carretera del litoral pasaba por la parte más alta; abajo, en el fondo del acantilado y todo alrededor, el mar se extendía hasta el horizonte alto y esfumado. También el sol estaba en todas partes, como si el cielo y el mar fueran dos lentes de aumento. Allá abajo, contra la melladura irregular de los escollos del cabo, el agua batía tranquila, sin espuma. Amedeo Oliva bajó por una rampa de peldaños empinados con la bicicleta al hombro y la dejó en un lugar a la sombra, después de poner la cadena antirrobo. Siguió bajando la escalerilla entre desmoronamientos de tierra amarilla y seca y agaves suspendidos en el vacío, e iba buscando con la mirada el pliegue rocoso más cómodo para tenderse. Llevaba bajo el brazo una toalla enrollada y en medio de la toalla, el bañador y un libro.

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El cabo era un lugar solitario: unos pocos grupos de bañistas se zambullían o tomaban el sol escondidos unos de otros por las anfractuosidades del terreno. Entre dos rocas que lo ocultaban a la vista, Amedeo se desvistió, se puso el bañador y empezó a saltar de una cresta a otra de los escollos. Atravesó así, brincando con sus piernas flacas, la mitad de la escollera, por momentos volando casi sobre las narices de parejas de bañistas semiocultas, tendidas sobre toallas de baño. Después de un bloque de arenisca, de superficie porosa e irregular, empezaban los escollos lisos, de contornos redondeados; Amedeo se quitó las sandalias y llevándolas en la mano siguió corriendo descalzo, con la seguridad del que sabe calcular a ojo las distancias entre roca y roca y tiene unos pies cuyas plantas no le temen a nada. Llegó a un lugar donde la pared rocosa caía a pico sobre el mar: la pared estaba atravesada a media altura por una especie de escalón. Allí Amedeo se detuvo. Sobre un saliente plano acomodó su ropa bien doblada, y encima puso las sandalias con la suela hacia arriba, para que una ráfaga de viento no se lo llevara todo (en realidad apenas soplaba una ligerísima brisa del mar, pero ese gesto de precaución debía de ser habitual en él). Llevaba consigo una bolsita que era un cojín de goma; sopló hasta inflarlo, lo apoyó en un punto, y desde allí hacia abajo, en un tramo del borde rocoso en ligero descenso, tendió la toalla. Se dejó caer boca arriba y ya abría con las manos el libro en la página señalada. Así pasó largo rato tendido en la roca, bajo el sol que reververaba por todas partes, la piel seca (tenía el bronceado opaco, irregular, de quien toma el sol sin método pero es resistente a las quemaduras), apoyó en el cojín de goma la cabeza cubierta con una gorra de tela blanca, mojada (sí: había bajado hasta un escollo al nivel del agua para empaparla), inmóvil, solo los ojos (invisibles detrás de las gafas oscuras) seguían por las líneas blancas y negras el caballo de Fabrizio del Dongo. A sus pies se abría una pequeña cala de agua verdeazul, transparente casi hasta el fondo. Los escollos, según la exposición, eran de un blanco calcinado o estaban cubiertos de algas. En el fondo había una playita de guijarros. Cada tanto Amedeo alzaba los ojos hacia el espectáculo circundante, los posaba en un centelleo de la superficie y en la marcha oblicua de un cangrejo; después volvía absorto a la página donde Raskolnikof contaba los peldaños que lo separaban de la puerta de la vieja o Lucien de Rubempré, antes de meter la cabeza en el nudo corredizo, contemplaba las torres y los techos de la Conciergerie.


Desde hacía un tiempo Amedeo tendía a reducir al mínimo su participación en la vida activa. No es que no le gustara la acción; más aún, del gusto por la acción se alimentaban todo su carácter y sus preferencias; y sin embargo, de año en año, el furor de ser él quien actuaba iba disminuyendo, disminuyendo tanto que era como para preguntarse si alguna vez lo había sentido realmente. No obstante, el interés por la acción sobrevivía en el placer de la lectura: su pasión eran siempre las narraciones de hechos, las historias, la trama de las vicisitudes humanas. Novelas del siglo XIX, ante todo, pero también memorias y biógrafías y así sucesivamente hasta llegar a las novelas policíacas y a la ciencia ficción, que no desdeñaba pero que le daban menos satisfacción aunque solo fuera porque eran libritos breves: a Amedeo le gustaban los volúmenes gruesos y sentía al abordarlos el placer físico que da hacer frente a un gran esfuerzo. Sopesarlos en la mano, apretados, espesos, sólidos, observar con un poco de aprensión el número de páginas, la vastedad de los capítulos; después entrar en ellos: un poco reticente al principio, sin ganas de hacer el primer esfuerzo de recordar los nombres, de seguir el hilo de la historia; después confiar en ellos, deslizándose por los renglones, atravesando el enrejado de la página uniforme, y más allá de los caracteres de plomo aparecía entonces la llama y el fuego de la batalla y la bala que silbando en el cielo caía a los pies del príncipe Adrei, ahora es la tienda atestada de estampas, de estatuas y Frédéric Moreau palpitante hacía su aparición en casa de los Arnoux. Más allá de la superficie de la página se entraba en un mundo en el que la vida, antes era más vida que la de aquí, de este lado: como la superficie del mar que nos separa del mundo azul y verde, grietas hasta perderse de vista, extensiones de fina arena ondulada, seres mitad animales mitad plantas.



El sol era ardiente, el escollo quemaba y al cabo de un momento Amedeo se sentía uno con la roca. Llegaba al final del capítulo, cerraba el libro poniendo como señal el folleto publicitario, se quitaba la gorra de tela y las gafas, se ponía de pie medio atontado, y con grandes saltos llegaba a la punta extrema del escollo donde a toda hora un grupo de chiquillos se zambullía y volvía a trepar. Amedeo se erguía en un peldaño a pico sobre el mar, no demasiado alto, a un par de metros del agua, contemplaba con ojos todavía deslumbrados la transparencia luminosa que se extendía bajo sus pies y de golpe se tiraba. Su zambullida era siempre igual, de pez, bastante correcta, pero con cierta rigidez. El paso del aire asoleado al agua tibia habría sido casi imperceptible si no fuese brusco. No reaparecía en seguida, le gustaba nadar debajo del agua, cada vez más hondo, rozando casi el fondo, hasta faltarle la respiración. Le daba mucho placer el esfuerzo físico, imponerse tareas difíciles (por eso iba a leer su libro en el cabo, al que subía en bicicleta, pedaleando furiosamente bajo el sol meridiano): nadando bajo el agua, trataba siempre de llegar a una pared de roca que emergía en cierto lugar de la arena del fondo, cubierta de un espeso matorral de hierbas marinas. Volvía a la superficie entre esas rocas y nadaba un poco alrededor; empezaba practicando el crawl con método, pero gastando más fuerzas de lo necesario; en seguida, cansado de tener la nariz metida en el agua como un ciego, pasaba a una brazada más libre, «marinera»; la vista le daba más satisfacción que el movimiento, y poco después de la «marinera» pasaba a nadar de espaldas, cada vez de manera más irregular y con interrupciones, hasta detenerse para hacer el muerto. Giraba y se revolvía en aquel mar como en un lecho sin orillas, y se proponía como objetivo o bien llegar a un islote, o bien dar algunas brazadas, y no cejaba hasta no llevar a buen término su propósito; unas veces se dejaba estar indolentemente, otras avanzaba hacia mar abierto deseoso de tener el cielo y el agua a su alrededor, a veces volvía a acercarse a los escollos que emergían alrededor del cabo para no perder ninguno de los itinerarios posibles del pequeño archipiélago. Pero mientras nadaba se daba cuenta de que la curiosidad que iba creciendo en él era la de conocer la continuación —pongamos— de la historia de Albertine. ¿La encontraría o no Marcel? Nadaba furiosamente o hacía el muerto, pero su corazón estaba entre las páginas del libro que había dejado en la orilla. Entonces, con rápidas brazadas alcanzaba su escollo, buscaba el punto donde se treparía, y así casi sin darse cuenta se encontraba arriba, frotándose los hombros con la toalla de esponja. Volvía a encasquetarse la gorra de tela, se tendía de nuevo al sol y comenzaba el nuevo capítulo.


No era sin embargo un lector apresurado, famélico. Había llegado a la edad en que la segunda, la tercera o la cuarta lectura dan más placer que la primera. Y sin embargo, le quedaban todavía muchos continentes por descubrir. Cada verano, los preparativos más laboriosos antes de partir al mar eran los de la pesada maleta de libros: según la inspiración y los razonamientos de los meses de vida ciudadana, Amedeo escogía cada año ciertos libros famosos que quería releer y ciertos autores que afrontaba por primera vez. Y allí en el escollo los iba agotando, alzando a menudo los ojos de la página para reflexionar, juntar las ideas. En cierto momento, al levantar la vista, vio que en la playita de guijarros, en el fondo de la cala, se había tendido una mujer.


Estaba muy bronceada, era flaca, ni demasiado joven ni de gran belleza, pero le pegaba estar desnuda (llevaba un «dos piezas» sucinto y bien arrollado en los bordes para tomar todo elsol posible), y atrajo la mirada de Amedeo. El observó que, mientras leía, separaba cada vez más a menudo los ojos del libro y los alzaba en el aire, y ese aire era el que había entre la mujer y él. La cara de ella (estaba tendida en la orilla en pendiente, sobre una colchoneta de goma, y a cada ojeada Amedeo veía las piernas no carnosas pero armoniosas, el vientre perfectamente liso, el pecho exiguo pero quizá no desagradable aunque probablemente un poco marchito, los hombros algo huesudos, como el cuello y los brazos, y la cara oculta por gafas negras y por el ala del sombrero de paja), ligeramente marcada, era vivaz, perspicaz e irónica. Amedeo la clasificó como el tipo de mujer independiente, que veranea sola, que a los balnearios populosos prefiere la escollera más desierta y le gusta estar así poniéndose negra como el carbón: evaluó la parte de indolente sensualidad y de insatisfacción crónica que había en ella; pensó furtivamente en las probabilidades que ofrecía para una aventura de rápido desenlace, las comparó con la perspectiva de una conversación convencional, de un programa nocturno, de posibles dificultades logísticas, del esfuerzo de atención que es siempre necesario para trabar conocimiento aunque sea superficial con una persona y siguió oyendo, convencido de que la mujer no podía en realidad interesarle.


Pero o había pasado demasiado tiempo tendido en aquel lugar de la roca, o era que esos rápidos pensamientos le habían dejado una huella de inquietud, el hecho es que se sentía dolorido; las asperezas de la roca debajo de la toalla que le servía de colchón empezaban a resultarle incómodas. Se levantó para buscar otro lugar donde acostarse. Durante un instante dudó entre dos sitios que parecían igualmente cómodos: uno más alejado de la playita donde estaba la señora bronceada (inclusive al otro lado de un espigón de piedra que le impediría verla), el otro más próximo. La idea de acercarse y de que por sabe Dios qué juego de circunstancias imprevisibles se viera obligado a iniciar un diálogo e interrumpir por lo tanto la lectura, le hizo preferir en seguida el lugar más alejado, pero, pensándolo bien, se podría creer que él quería escapar de la señora recién llegada, y eso podía parecer poco elegante, de modo que optó por el lugar más cercano, de todos modos la lectura lo absorbía tanto que no sería desde luego la vista de la señora —que por lo demás ni siquiera era demasiado guapa— lo que pudiera distraerlo. Se tendió sobre un costado, sujetando el libro de modo que le ocultara la vista de ella, pero le cansaba mantener el brazo a esa altura y terminó por bajarlo. Entonces, la misma mirada que se deslizaba por los renglones, cada vez que tenía que volver al comienzo, encontraba, apenas más allá del margen de la página, las piernas de la veraneante solitaria. También ella se había desplazado un poco, buscando una posición más cómoda, y el hecho de haber alzado las rodillas y cruzado las piernas exactamente en la dirección de Amedeo, le permitía examinar mejor algunas proporciones de la señora, nada desagradables. En una palabra, Amedeo (aunque el filo de una roca le cortara la cadera) no hubiera podido encontrar una posición mejor: el placer que podía darle la vista de la señora bronceada —un placer marginal, un extra, pero no por ello despreciable ya que podía disfrutarlo sin esfuerzo— no perjudicaba el placer de la lectura, sino que se insertaba en su curso normal, de modo que estaba seguro de poder seguir leyendo sin tener la tentación de apartar la mirada.


Todo estaba en calma, solo se deslizaba el fluir de la lectura a la que el paisaje inmóvil servía de marco, y la señora bronceada se había convertido en una parte necesaria de ese paisaje. Amedeo contaba naturalmente con su propia capacidad para permanecer largo rato absolutamente inmóvil, pero no tenía en cuenta la movilidad de la mujer, que ya se levantaba, se ponía de pie, avanzaba entre los guijarros hacia la orilla. Se había puesto en movimiento —comprendió en seguida Amedeo— para ver de cerca una gran medusa que un grupo de chiquillos arrastraba hacia la orilla, empujándola con unas cañas. La señora bronceada se inclinaba hacia el cuerpo invertido de la medusa e interrogaba a los chicos; sus piernas se alzaban sobre zuecos de madera de tacones muy altos, incómodos para aquellas rocas; su cuerpo, visto de atrás como ahora lo veía Amedeo, era el de una mujer más agradable y más joven de lo que le había parecido antes. Pensó que para un hombre en busca de aventuras el diálogo de ella con los chiquillos pescadores habría sido una ocasión «clásica»: acercarse, comentar también él la captura de la medusa e iniciar así la conversación. ¡Justo lo que él no hubiera hecho por todo el oro del mundo!, pensó para sí, sumiéndose de nuevo en la lectura. Claro que esta norma de conducta le impedía también satisfacer una curiosidad natural respecto a la medusa que era, por lo que se veía, de dimensiones insólitas, y de una extraña tonalidad esfumada, entre el rosa y el violeta. Curiosidad ésta por los animales marinos que, lejos de distraerlo, era coherente con el mismo tipo de pasión por la lectura; además, en aquel momento el interés por la página que estaba leyendo —un largo pasaje descriptivo— había ido disminuyendo; en una palabra, era absurdo que para defenderse del peligro de iniciar una conversación con la veraneante, él se vedase también impulsos espontáneos y bien justificados, como el de distraerse unos pocos minutos observando de cerca una medusa. Puso la señal, cerró el libro y se levantó: su decisión no podía ser más oportuna: justo en ese momento la señora se separaba del grupito de muchachos, disponiéndose a volver a su colchoneta. Amedeo lo notó mien tras se iba acercando y sintió la necesidad de decir en seguida una frase en voz alta. Gritó a los muchachos:


–¡Cuidado! ¡Puede ser peligrosa!


Los chicos, en cuclillas alrededor del animal, ni siquiera levantaron los ojos: con los trozos de caña que tenían en la mano seguían tratando de levantarla y darle la vuelta; pero la señora se giró vivamente y se acercó de nuevo a la orilla, con aire entre interrogativo y asustado:


–¡Uy!, qué miedo, ¿muerde?


–Si se toca quema la piel —explicó él, y se dio cuenta de que se había dirigido, no a la medusa sino a la veraneante, que quién sabe por qué se cubría el pecho con los brazos en un estremecimiento inútil y sus miradas casi furtivas pasaban del animal boca arriba a Amedeo. El la tranquilizó y así, como era de prever, empezaron a hablar, pero no importaba, porque Amedeo volvería en seguida al libro que lo esperaba; le bastaba echar un vistazo a la medusa y por eso acompañó a la señora bronceada, que se inclinó en medio del círculo de chiquillos. La señora observaba ahora con asco, los nudillos de los dedos contra los dientes, y en cierto momento estando uno al lado del otro sus brazos se tocaron y tardaron un momento en separarse. Amedeo se puso entonces a hablar de medusas: su competencia directa no era mucha, pero había leído algunos libros de famosos pescadores y exploradores submarinos, de modo que —sobrevolando la fauna menuda— llegó en seguida a hablar de la famosa «manta». La veraneante lo escuchaba mostrando un gran interés y cada tanto intervenía, siempre a destiempo, como suelen hacer las mujeres.


–¿Ve esta mancha roja que tengo en el brazo? ¿No habrá sido una medusa? —Amedeo palpó el punto, un poco más arriba del codo, y dijo que no. Estaba un poco rojo porque se había apoyado en el codo mientras estaba echada.


Con eso, todo se terminó. Se saludaron, ella volvió a su lugar, él al suyo y reanudó la lectura. Había sido un intermedio que duró el tiempo justo, ni mucho ni poco, una relación humana no antipática (la señora era cortés, discreta, dócil) justamente porque apenas había comenzado. Pero en el libro encontraba una adhesión a la realidad mucho más plena y concreta, donde todo tenía un significado, una importancia, un ritmo. Amedeo se sentía en una disposición perfecta: la página escrita le abría la verdadera vida, profunda y apasionante, y alzando la vista encontraba una conjunción casual pero placentera de colores y sensaciones, un mundo accesorio y decorativo que no podía comprometerlo en nada. La señora bronceada, desde su colchoneta, le sonrió y le hizo un gesto de saludo, él respondió también con una sonrisa y un gesto vago y bajó en seguida la mirada. Pero la señora había dicho algo.


–¿Cómo dice?


–¿Lee, sigue leyendo?


–Eh…


–¿Es interesante?


–Sí.


–¡Que siga bien!


–Gracias.


No debía alzar más los ojos. Por lo menos hasta el final del capítulo. Lo leyó de un tirón. Ahora la señora tenía un cigarrillo en la boca y se lo señalaba con un gesto. Amedeo tuvo la impresión de que desde hacía ya un momento ella trataba de llamar su atención.


–¿Cómo?


–… cerillas, disculpe…


–Ah, no, no fumo…


El capítulo había terminado, Amedeo leyó rápidamente las primeras líneas del siguiente, que encontró sorprendentemente apasionantes, pero para abordar el nuevo capítulo sin preocupaciones, había que solucionar cuanto antes la cuestión de las cerillas.


–¡Espere!


Se levantó, salió saltando entre los escollos, medio aturdido por el sol, hasta encontrar un grupito de gente que fumaba. Pidió prestada una caja de cerillas, corrió hasta la señora, le encendió el cigarrillo, volvió corriendo a devolver la caja, le dijeron:


–Quédesela, quédesela, por favor —corrió de nuevo hasta la señora para dejarle la caja, ella le dio las gracias, él esperó un momento antes de irse, pero comprendió que después de aquella pausa tenía que decir algo más y dijo:


–¿No se baña?


–Dentro de un rato —dijo la señora—, ¿y usted?


–Yo ya me he bañado.


–¿Y no vuelve a meterse en el agua?


–Sí, leo otro capítulo y nado otro poco.


–Yo también, fumo el cigarrillo y me zambullo.


–Hasta luego, entonces.


–Hasta luego.


Esta especie de cita le devolvió una calma que —ahora se daba cuenta— no conocía desde que había advertido la presencia de la veraneante solitaria: ahora ya no le pesaba sobre la conciencia la idea de mantener con aquella señora una relación cualquiera; todo quedaba postergado al momento del baño —baño que de todos modos él se hubiera dado, aunque ella no estuviera— y ahora podía abandonarse sin remordimientos al placer de la lectura. Al punto de no advertir que en cierto momento —cuando aún no había llegado al final del capítulo— la veraneante, terminado el cigarrillo, se había levantado y se le había acercado para invitarlo a bañarse. Vio los zuecos y las piernas rectas a poca distancia del libro, alzó la mirada, volvió a bajarla a la página —el sol era deslumbrante— y leyó de prisa algunas líneas, miró nuevamente hacia arriba y la oyó:


–¿No le estalla la cabeza? ¡Yo me zambullo!


Sin embargo, se estaba bien allí, leyendo y alzando la vista entre párrafo y párrafo. Pero como no podía seguir postergando, Amedeo hizo algo que no hacía nunca: se saltó casi media página hasta el final del capítulo, que en cambio leyó con mucha atención, y después se levantó.


–¡Vamos! ¿Se zambulle desde la punta?


Después de tanto hablar de zambullirse, la señora bajó al mar con cautela desde un peldaño al ras del agua. Amedeo se arrojó de cabeza desde una roca más alta de lo habitual. Era la hora en que el sol todavía declina lentamente. El mar estaba dorado. Nadaron en aquel oro, un poco separados; por momentos Amedeo se hundía unas brazadas bajo el agua y se divertía pasando por debajo de la señora para asustarla. Decimos que se divertía: cosa de niños, claro está, pero por lo demás, ¿qué se podía hacer? El baño de a dos era ligeramente más aburrido que a solas; pero la diferencia era mínima. Fuera de los reflejos de oro, el azul del agua se ensombrecía, como si del fondo aflorase una oscuridad de tinta. Era inútil, nada igualaba el sabor a vida que hay en los libros. Mientras nadaba entre ciertos escollos hirsutos, semisumergidos, y dirigía a la señora asustada (para hacerla subir a un islote le rodeó las caderas y el pecho, pero de tanto estar en el agua, sus manos se habían vuelto casi insensibles, las yemas de los dedos estaban blancas y onduladas), Amedeo miraba cada vez más seguido hacia la orilla donde se distinguía la tapa del libro en colores. No había otra historia, otra espera posible que la que había dejado en suspenso entre las páginas donde estaba la señal, y todo lo demás era un intervalo vacío.


Pero de regreso a la orilla, el ayudarse a subir, secarse, frotarse mutuamente los hombros, terminó por crear una especie de intimidad, de modo que a Amedeo le pareció que en ese momento volver a su rincón sería poco elegante.


–Bueno —dijo—, me quedo a leer aquí; voy a buscar el libro y el cojín.


A leer, había tenido buen cuidado de advertir. Y ella:


–Sí, muy bien, yo también fumo un cigarrillo y leo un poco Annabella.


Tenía una revistilla de ésas de mujeres, y así los dos se pusieron a leer cada uno por su lado. La voz de ella le llegó como una gota fría en la nuca, pero solo decía:


–¿Por qué se queda ahí, que es duro?, venga a la colchoneta, le dejo lugar.


La propuesta era amable, en la colchoneta se estaba bien y Amedeo asintió de buen grado. Estaban echados, él en un sentido y ella en el otro. La señora no hablaba, hojeaba las páginas ilustradas y Amedeo consiguió sumergirse por entero en la lectura. El ocaso era lento, de esos en que el calor y la luz casi no disminuyen sino que se van atenuando suavemente. La novela que leía Amedeo había llegado a ese momento en que se revelan los mayores secretos de los personajes y del ambiente, y uno se mueve en un mundo familiar, y se alcanza una especie de paridad, de confianza entre el autor y el lector y se avanza al mismo paso, y uno no se detendría nunca.


En la colchoneta de goma se podían hacer también esos pequeños movimientos que los miembros necesitan para no entumecerse, y una pierna de él, en un sentido, se adhirió a una pierna de ella, en el otro. A Amedeo la cosa no le desagradaba y se quedó así; a ella por lo visto tampoco, porque no se movió. La dulzura del contacto se sumaba a la lectura y, en lo que respecta a Amedeo, la hacía más completa; en cambio para la veraneante debía de ser diferente, porque se incorporó, se sentó y dijo:


–Pero…


Amedeo tuvo que levantar la cabeza del libro. La mujer lo miraba y sus ojos eran amargos.


–¿Le pasa algo? —preguntó él.


–¿Pero no se cansa nunca de leer? —dijo la mujer—. ¡No se puede decir que sea usted un tipo sociable! ¿No sabe que a las señoras hay que darles conversación? —añadió con una semisonrisa que tal vez quería ser solo irónica pero que a Amedeo, que en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por no despegarse de la novela, le pareció francamente amenazadora. «¡Quién me manda meterme en esto!», pensó. Ahora estaba claro que con aquella mujer al lado no podría leer ni una línea más. «Habría que hacerle entender que se ha equivocado», pensó, «que soy el tipo menos indicado para hacer de galán de playa, que soy un tipo al que es mejor no darle ninguna confianza.»


–¿Conversación? —dijo en voz alta—. ¿Qué conversación? —y estiró una mano hacia ella. «Bueno, si ahora le pongo las manos encima, se sentirá ofendida por un gesto tan fuera de lugar, quizá me dé una bofetada y se vaya.» Pero tal vez fuera su natural reserva, tal vez un deseo diferente, más dulce, lo que en realidad lo impulsaba, el hecho es que la caricia, en vez de brutal y provocativa, fue tímida, melancólica, casi suplicante: le rozó el cuello con los dedos, levantó una cadenita que ella llevaba y la dejó caer. La respuesta de la mujer consistió en un gesto primero lento, como resignado y un poco irónico —bajó la barbilla de costado, para retener la mano—, después, rápido, como en un calculado impulso de agresividad, le mordió el dorso de la mano.


–¡Ay! —exclamó Amedeo. Se separaron.


–¿Así es cómo da usted conversación? —dijo la señora.


«Está bien», razonó velozmente Amedeo, «esta manera mía de dar conversación no le gusta, de modo que basta de conversación y a leer», y ya se arrojaba sobre un nuevo párrafo. Pero trataba de engañarse a sí mismo: se daba perfecta cuenta de que habían llegado demasiado lejos, que entre él y la señora bronceada se había creado una tensión que no se podía interrumpir; sentía que él era el primero en no querer interrumpirla, de todas maneras no conseguiría volver a la única tensión de la lectura, toda recogida e interior. Podía en cambio tratar de que esa tensión externa siguiera, por así decirlo, un curso paralelo a la otra, para no tener que renunciar ni a la señora ni al libro.


Como la señora se había sentado apoyando la espalda en un escollo, él se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros,con el libro sobre las rodillas. Se volvió hacia ella y la besó. Se separaron y volvieron a besarse. Después él bajó la cabeza hacia su libro y reanudó la lectura.


Mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes.


El sol se ponía poco a poco detrás del promontorio cercano, y detrás del siguiente y del siguiente, dejándolos sin colores, a contraluz. De las anfractuosidades del cabo habían desaparecido todos los bañistas. Ahora estaban solos. Amedeo ceñía los hombros de la veraneante con un brazo, leía, la besaba en el cuello y en las orejas —le parecía que a ella le gustaba— y cada tanto, cuando la mujer se giraba, en la boca; después volvía a leer. Quizás esta vez había encontrado el equilibrio idea hubiera continuado así durante un centenar de páginas. Pero una vez más fue ella la que quiso cambiar la situación. Empezó a ponerse tiesa, casi a rechazarlo, y entonces dijo:


–Es tarde. Vamos. Yo me visto.


Esta brusca decisión abría perspectivas completamente distintas. Amedeo se quedó un poco desorientado, pero no se detuvo a sopesar el pro y el contra. Había llegado a un punto culminante del libro y la frase de ella: «Yo me visto», apenas oída, se había traducido en su cabeza en esta otra: «Mientras se viste, tendré tiempo de leer algunas páginas seguidas».


Pero ella:


–Ten en alto la toalla, por favor —le dijo, tuteándolo quizá por primera vez—, que nadie me vea.


La precaución era inútil porque la escollera había quedado desierta, pero Amedeo asintió de buen grado, ya que podía sostener la toalla sentado y leyendo el libro que tenía apoyado en las rodillas.


Al otro lado de la toalla la señora se había soltado el sujetador sin preocuparse de que él la mirase o no. Amedeo no sabía si mirarla fingiendo que leía o si leer fingiendo que la miraba. Las dos cosas le interesaban, pero mirarla le parecía mostrarse demasiado indiscreto, seguir leyendo, demasiado indiferente. La señora no practicaba el sistema habitual de las bañistas que se cambian al aire libre, que consiste en ponerse primero el vestido y después quitarse el bañador por abajo; no: ahora que tenía el pecho desnudo se quitaba también el «slip». Entonces fue cuando por primera vez ella volvió la cara hacia é y era una cara triste, con un pliegue amargo en la boca, y meneaba la cabeza y lo miraba.


«¡Ya que tiene que suceder, que suceda en seguida!», pensó Amedeo echándose hacia adelante con el libro en la mano, un dedo entre las páginas, pero lo que leyó en aquella mirada —reproche, conmiseración, desaliento, como si quisiera decir: «Estúpido, hagámoslo ya que hay que hacerlo, pero no entiendes nada, como todos los otros…»—, es decir, lo que no leyó, porque no sabía leer en la mirada, pero advirtió confusamente, le provocó tal arrebato que, al abrazarla y caer junto a ella en la colchoneta, giró apenas la cabeza hacia el libro para comprobar que no acabara en el mar.


Cayó en cambio justo al lado de la colchoneta, abierto, pero habían pasado algunas páginas y Amedeo, aunque siempre en el arrebato de sus abrazos, trató de liberar una mano para poner la señal en la página justa: no hay nada más fastidioso, cuando uno quiere reanudar rápidamente la lectura, que tener que estar allí pasando hojas sin volver a encontrar el hilo.


El entendimiento amoroso era perfecto. Podía tal vez prolongarse más; pero, ¿acaso no había sido todo fulminante en ese encuentro suyo?


Oscurecía. Abajo los escollos se abrían en tobogán, formando una pequeña cala. Ahora ella había bajado y había metido la mitad del cuerpo en el agua.


–Ven tú también, démonos un último baño… —Amedeo, mordiéndose un labio, contaba las páginas que faltaban para el final.


FIN

 
 
 

El barco naufragado

Guy de Maupassant


Esto ocurrió ayer, treinta y uno de diciembre.

Acababa yo de almorzar con mi entrañable amigo Jorge Garín. El criado le entregó una carta, cuyo sobre iba cubierto de membretes y sellos extranjeros.

-¿Me permites?

-Por supuesto.

Y comenzó a leer ocho páginas de magnífica letra inglesa, cruzadas en todas direcciones. Leía despacio, con atención profunda, con interés verdadero, ese interés que solo se manifiesta en los afectos del alma.

Luego dejó la carta sobre la chimenea y dijo:

-Ahí tienes una historia muy extraña, que nunca te conté; una sentimental aventura que me ocurrió en un día treinta y uno de diciembre, hace veinte años. Entonces tenía yo treinta.

Verás. Desempeñaba el cargo de inspector de la Compañía marítima que ahora dirijo. Me disponía a pasar en París la fiesta de Año Nuevo, cuando recibí una carta del director encargándome que marchara inmediatamente a la isla de Re, donde acababa de naufragar un navío asegurado por nosotros.

Al momento fui a las oficinas para recibir instrucciones, y por la tarde salí en el expreso, que al día siguiente me dejó en La Rochela. Era el treinta y uno de diciembre.

Me sobraban dos horas hasta la salida del vapor Juan Guiton, que había de llevarme a la isla de Re. Di un paseo por la ciudad. Verdaderamente, La Rochela es una ciudad curiosa, con las calles laberínticas y las aceras a la sombra de galerías prolongadas; galerías con arcos, parecidas a las de la calle de Rívoli, pero más bajas; todo aplastado, confuso, misterioso, como si todo aquello fuera construido y conservado para servir a eternos conspiradores, recordando las antiguas luchas, las heroicas y bárbaras luchas religiosas. Aparece aún con todo el carácter de una ciudad hugonote, grave, discreta, prudente y humilde, sin monumentos magníficos y soberbios, como los que se hacen admirar en Ruán; pero interesante por su fisonomía severa y también algo solapada, la patria de combatientes obstinados, en la cual deben florecer los fanatismos, el rincón donde se exaltaba la fe de los calvinistas y donde nació la cábala de los cuatro sargentos.

Después de vagar por las calles bastante rato, me embarqué en el vaporcito negro y panzudo que debía conducirme a la isla de Re. Salió silbando, como si estuviera lleno de ira, pasó entre los dos torreones antiguos que cierran el puerto, atravesó la rada y, dejando atrás el dique mandado construir por Richelieu, cuyas enormes piedras aparecen a flor de agua rodeando la ciudad como un collar inmenso, torció hacia la derecha.

Era uno de esos días tristes que oprimen, que aplastan el pensamiento, que hielan el corazón, que inutilizan toda fuerza y toda energía espiritual; un día gris, frío, encapotado en una bruma pesada, húmeda y desapacible.

Bajo esa techumbre plomiza y siniestra, el mar amarillento, el mar poco profundo y arenoso de aquellas playas interminables mostraba la superficie lisa y quieta, sin una ola, sin un movimiento, sin un ruido; ninguna señal de vida; un mar de agua turbia, gruesa; un estanque.

Rompía el Juan Guiton aquella sábana oscura, produciendo espuma y agitándola con sus ruedas, y dejaba tras de sí ondulaciones que se calmaban al instante.

Hablé con el capitán, un hombre bajo, de piernas muy cortas y panzudo como su barco. Le pedí detalles del siniestro que necesitaba yo comprobar. Un navío de tres palos había sido arrastrado por el huracán a las playas de la isla de Re, donde quedó encallado.

El impulso fue tan violento -según escribía el armador, que, siendo imposible poner el casco a flote, recogieron apresuradamente cuanto pudo salvarse. Yo debía estudiar las condiciones en que se hallaba la embarcación y deducir su estado al naufragar, juzgando al mismo tiempo si habían empleado todos los recursos para poner el navío a flote. Si la indemnización ocasionaba un pleito, en mis informes había de fundar la Compañía su defensa.

El capitán del Juan Guiton conocía el asunto perfectamente, habiendo tomado parte con su vapor en las tentativas de salvamento.

Me refirió el desastre, muy sencillo por cierto. El navío, empujado por el huracán, perdido en la noche, navegando sin rumbo en un mar espumoso, “un mar de sopas de leche” -decía el capitán-, había encallado en los inmensos bancos de arena que al bajar la marea se ofrecen como inacabables desiertos.

Mientras hablábamos, yo miraba en torno mío y hacia delante. Me parecía distinguir entre las brumas del cielo y las aguas del mar una franja de tierra.

-¿Es la isla de Re?

-Sí, caballero.

Y al poco rato el capitán me indicó un objeto apenas perceptible que se alzaba sobre la superficie del mar.

-Allí está el navío náufrago.

-¿El María José?

-Justo, el mismo.

Me dejó atónito; aquel punto negro se ofrecía entre las aguas a tres kilómetros de la costa.

-Pero ¿habrá cien brazas de profundidad en el sitio que usted indica?

El capitán sonrió.

-¿Cien brazas? Acaso no haya dos, puedo asegurarlo. Llegaremos con marea alta a las nueve y cuarenta. Después de almorzar en el hotel Delfín tranquilamente, puede usted irse andando por la playa, despacio y con las manos en los bolsillos; a las dos cincuenta, o lo más tarde a las tres, podrá usted entrar en el navío sin haberse mojado siquiera los pies, y podrá usted permanecer allí reconociéndolo una hora y media aproximadamente mientras dure la marea baja; pero no se retrase usted mucho, porque se vería de pronto cercado por el agua. Cuanto más el mar se retira, con más presteza vuelve. Es llana como un plato esta costa. Regrese usted un poco antes de las cuatro y cincuenta y véngase al vapor que, saliendo a las siete, le dejará en La Rochela esta misma noche.

Agradecí al capitán sus consejos, y me senté junto a la proa, contemplando el pueblecito de San Martín, al cual nos aproximábamos rápidamente.

Se parecía a todos los puertos en miniatura que sirven de capitales a las pobres islas diseminadas a lo largo de los continentes. Era un pueblo de pescadores, con un pie metido en el agua y otro apoyado en la tierra de labor, alimentándose con pescados y aves, legumbres y mariscos.



La isla me pareció muy baja, de cultivo escaso y poca población; pero a punto fijo no puedo precisarlo, porque no me interné en ella.

Después de almorzar subí despacio la cuesta de un pequeño promontorio y descendí por la otra parte, dirigiéndome a la playa. Como el mar se iba retirando rápidamente, avancé, caminando en dirección de un objeto negro que se alzaba sobre la superficie azul, allá, lejos, lejos.

Avancé sobre aquella extensión arenosa, elástica como la carne y que parecía sudar al sentir la presión de mis pies. El mar se alejaba, huía, perdiéndose de vista, y era difícil distinguir la línea que separaba el arenal y el agua. Aquel espectáculo me pareció una magia sobrenatural y gigantesca. El océano estuvo a mis pies minutos antes y desaparecía de pronto dejando arenas desnudas, como desaparece una decoración en los telares de un escenario. Yo caminaba por un desierto. Solamente la sensación del aire impregnado con los perfumes y sabores del agua salada persistía en mí. El penetrante olor de las algas, la humedad marítima, llenaban mi olfato y mis pulmones. Yo, avanzando rápidamente, no sentía frío, miraba el buque náufrago, que me parecía cada vez más grande y fue tomando a mi vista el aspecto de una enorme ballena.

Se destacaba más con el sol, y en la inmensa llanura solitaria y amarillenta adquiría proporciones colosales. Al fin llegué a tocar el casco del buque hundido, roto, mostrando su armazón como las costillas de un cadáver; su esqueleto de madera embreada y hendida por gruesos clavos. La arena lo cegaba, oprimiéndolo, poseyéndolo, sujetándolo, entrando en él por todas las rendijas. Era la dueña, la señora de aquel despojo. El navío tenía hundida profundamente su proa en la playa dulce y pérfida, y con la popa levantada parecía lamentarse de aquella opresión, mostrando al cielo con actitud suplicante y desesperada los dos nombres puestos allí con letras blancas: María José.

Subí al navío por la parte que había quedado al ras del suelo, y llegando al puente, bajé al interior. Entraba claridad por las compuertas y también por las rendijas de los costados, alumbrando tristemente aquella especie de cueva larga y sombría.

Sentado sobre una cuba reventada, comencé a tomar notas acerca del estado lastimoso del buque. A través de una hendidura recibía luz bastante para escribir y veía la extensión arenosa, desierta y sin límites. Una sensación de frío y de soledad se apoderaba poco a poco de mí. A veces interrumpía mis apuntes para escuchar los ruidos misteriosos que resonaban en el vientre del náufrago; los cangrejos y otros pequeños habitantes del mar se habían instalado ya entre aquellas paredes, que varios moluscos taladraban y carcomían sin cesar con su rechinamiento de barrena.

De pronto sonaron cerca de mí voces humanas. Di un brinco, sorprendido como ante una sobrenatural aparición. Creí un momento que se alzaba del fondo la sombra de algún ahogado refiriéndome los martirios de su muerte. Rápido, a saltos, llegué al puente, ayudándome con los puños, y vi en pie, junto al navío, a un caballero de buena estatura con tres muchachas; o más bien, un inglés con tres inglesitas. Seguramente sintieron más terror del que yo había sentido al ver surgir con rápido movimiento una figura humana sobre aquel navío abandonado. La menor de las niñas huyó, las otras dos se agarraron a una manga del caballero, el cual había entreabierto la boca, único signo visible de su emoción.

Luego habló:

-¡Ah señor! ¿Será usted el propietario del buque?

-Sí, caballero.

-¿Nos permitiría visitarlo?

-Sí, caballero.

Entonces endilgó una larga frase inglesa, y creí que me daba las gracias con extremosa cortesía.

Comprendiendo que buscaban por dónde encaramarse, y mostrándoles el mejor sitio, les ofrecí la mano. Subió el caballero, y entre los dos ayudamos a las niñas. Eran encantadoras, la mayor sobre todo: una rubia de dieciocho años, lozana como un capullo, ¡tan esbelta y tan bonita! Ciertamente, las inglesas bonitas me parecen tiernos frutos del mar. Parecía que aquéllas acababan de brotar en la húmeda y suave arena. Sus colores, rosados y finos, recordaban los de las conchas nacaradas, las madreperlas misteriosas ocultas en las profundidades incógnitas de los océanos.

Hablaba mejor que su padre y me servía de intérprete. Fue necesario explicar el naufragio con minuciosos detalles, que yo inventé, como si hubiese presenciado la catástrofe. Luego toda la familia bajó a las bodegas. Cuando entraban en la medrosa galería lanzaron gritos de sorpresa y admiración, y al punto el padre y las tres hijas empuñaron sus álbumes, que llevaban sin duda en los bolsillos de sus impermeables, y empezaron a trazar croquis y bosquejos, cada uno a su manera, del triste y singular aspecto de aquella ruina.

Se habían sentado juntos en el extremo saliente de una viga, y los cuatro álbumes sobre las ocho rodillas se cubrían de pequeños trazos negros que debían representar el vientre abierto del María José.

Sin desatender su dibujo, la mayor de las muchachas hablaba conmigo mientras yo seguía inspeccionando el esqueleto del buque.

Supe que pasaban el invierno en Biarritz y que habían ido a la isla de Re con el objeto único de contemplar el navío embarrancado. Aquella familia, exenta en absoluto de la tiesura inglesa, ofrecía el simpático aspecto de sencillez y chifladura que distingue a los curiosos vagabundos que salen de Inglaterra para derramarse por el universo. El padre, alto, enjuto, con los carrillos muy rojos y las patillas muy blancas, era una especie de sándwich viviente: su cabeza parecía, en realidad, una loncha de jamón cortado en forma de rostro humano y oprimido entre dos rebanadas de pan. Las niñas eran también larguiruchas y delgadas, así como zancudas, pequeñas de cría, exceptuando a la mayor, que tenía formas correctas. Las tres eran bonitas; pero la mayor sobre todo.

Hablaba, sonreía, escuchaba, interrogaba con sus ojos azules, de manera muy graciosa; y atendiéndome y dibujando, lo hacía todo con tanta gracia, tenía tal atractivo para mí, que hubiera estado junto a ella oyéndola y contemplándola eternamente.

De pronto me dijo:

-El buque se mueve.

Fijando mi atención, oí un ligero murmullo extraño, continuo. ¿Qué sucedía? Me levanté para ir a mirar por una hendidura, y lancé un grito violento. El mar nos rodeaba. En un instante subimos todos al puente. Se nos había hecho tarde. El agua corría con prodigiosa velocidad, invadiendo la costa. Se deslizaba, extendiéndose y agrandándose como una mancha infinita. Cubría ligeramente la arena; pero la cubría en una extensión tan considerable, que no era posible distinguir su límite lejano.

El inglés quiso lanzarse a la playa; lo detuve; la huida era, más que arriesgada, imposible, a causa de los hoyos profundos que pudimos bordear estando la playa en seco y donde caeríamos inevitablemente.

Sentimos un momento de angustia cruel. Luego la inglesita sonrió, diciéndome:

-¡Ahora somos los náufragos!

Quise reírle la gracia, pero el miedo no me lo consintió; un miedo estúpido, vergonzoso y ruin. Todos los peligros que podían sobrevenir se me ofrecieron juntos en la imaginación. Estuve a punto de gritar: “¡Socorro! ¡Socorro!” Pero ¿a quién dirigirme?

Las dos inglesitas menores habíanse arrimado a su padre, y éste miraba consternado el mar inmenso que nos rodeaba.

Y la noche iba cerrando con tanta prisa como el agua iba subiendo; una noche pesada, húmeda, fría como el hielo.

Entonces dije:

-No hay más remedio que aguardar aquí.

El inglés murmuró:

-¡No hay más remedio!

Y allí estuvimos media hora, una hora; en verdad, no sé cuánto tiempo, mirando en torno el agua que subía, giraba, hinchándose, haciendo espuma, como si jugueteara sobre aquel inmenso arenal reconquistado.

Una de las niñas se quejó de frío, y quisimos bajar al interior del buque para ponernos a cubierto de la brisa ligera y helada que nos hería con sutiles alfilerazos.

Pero el agua lo había invadido todo y tuvimos que recogernos contra la borda, que nos resguardaba un poco.

La oscuridad era cada vez mayor, y allí estábamos los cinco apiñados entre las negruras del cielo y los murmullos del mar. Yo sentía estremecerse contra mi pecho la espalda de la inglesita, cuyos dientes rechinaban a cada punto; a través de las ropas también sentía el calor agradable de su cuerpo, que me resultaba delicioso como una caricia. No hablábamos, permaneciendo inmóviles, mudos, acurrucados como bestias en un hoyo para guarecerse del huracán. Y, sin embargo, a pesar de todo, a pesar de la noche, a pesar del peligro que aumentaba por momentos, empecé a sentir la dicha de hallarme allí, gozando con el frío y el riesgo de aquellas horas eternas de oscuridad y angustia, cerca de aquella deliciosa muchacha.

Reflexionando, no sabía yo mismo a qué atribuir la extraña sensación de bienestar y de alegría que me penetraba.

¿Por qué? ¿Alguien lo sabe? ¿Porque la tenía junto a mí? ¿A quién? ¿A ella? ¿Y quién era ella? Una inglesita desconocida. No me sentía enamorado ni apasionado, y me inspiraba una ternura muy grande, un encanto, una irresistible atracción. Hubiera querido a toda costa salvarla, consagrarme a ella, realizar locuras por ella. ¡Cosa extraña! ¿Es posible que la presencia de una mujer nos trastorne de tal modo? ¿Es ese poder de su gracia lo que nos envuelve? ¿Es la seducción de la hermosura y de la juventud, que nos embriagan como el vino?

Será tal vez una especie de contacto amoroso, afinidad, misterio de amor que procura sin descanso unir a los seres, que pone sus artes en juego desde que se miran un hombre y una mujer por vez primera, y que los hiere con una emoción difusa, una emoción secreta, diseminada en todo el ser, como se humedece la tierra para que germinen las flores.

Pero el silencio de la oscuridad causaba espanto; el silencio del cielo, porque las aguas, removiéndose constantemente con un murmullo vago, ligero, infinito, con el rumor de un mar que sube tranquilamente, nos amenazaban.

Oí sollozos: la menor de las niñas lloraba. Su padre, queriendo consolarla, le explicaba no sé cuántas cosas en su idioma. Comprendí que su largo discurso tenía por objeto distraerla de los temores que la inquietaban.

Pregunté a la que se hacía dueña de mí con la dulce presión de su cuerpo:

-¿Tiene usted frío, señorita?

-¡Oh, sí! ¡Tengo mucho frío!

Quise darle mi abrigo, pero lo rechazó. Ya me lo había quitado y la envolví, a su pesar. En la breve lucha que sostuvimos, tropezando su mano con la mía, un latigazo de placer estremeció toda mi carne.


Pasados algunos minutos, arreció el aire y el mar chocaba con más fuerza en las maderas del buque. Me incorporé; una ráfaga me azotó el rostro. Se había levantado el viento.

Advirtiéndolo también el inglés, dijo sencillamente:

-Malo; esto es malo para nosotros…

Era la muerte segura si el menor oleaje azotaba y sacudía el deshecho casco.

Crecía nuestra angustia de segundo en segundo; el viento era cada vez más fuerte. Poco a poco aparecían en la oscuridad movedizas rayas blancas; el mar se agitaba, y el María José, balanceándose, nos hacía estremecer.

La inglesa temblaba; sintiéndola vibrar sobre mí, me costaba trabajo contenerme y no estrecharla entre mis brazos.

A lo lejos, detrás de nosotros, al frente, a derecha y a izquierda, brillaban los faros de las costas: luces blancas, amarillas, rojas; unas girando como gigantescos ojos, otras fijas como estrellas del cielo; todas parecían contemplarnos aguardando la hora en que nos hundiríamos para siempre. Sobre todo una de aquellas luces me irritaba, encendiéndose y apagándose de medio en medio minuto; aquello era una mirada viva, de fuego, a intervalos cubierta, en regular y desesperante parpadeo.

De cuando en cuando el inglés encendía un fósforo para ver la hora; luego se guardaba el reloj en el bolsillo. Al fin, una de las veces, con el reloj en la mano y alzando la cabeza sobre las de sus hijas, me dijo con soberana gravedad:

-Le deseo a usted un feliz Año Nuevo.

Eran las doce. Le ofrecí una mano y la oprimió; luego pronunció una frase inglesa y de pronto sus hijas entonaron el himno Dios Salve a la Reina, que se alzó en la oscuridad, perdiéndose a través del espacio.

La primera impresión que aquello me produjo fue de risa; luego me sentí profunda y extrañamente conmovido.

Era imponente y siniestro aquel himno de náufragos, de condenados, algo como una plegaria; más grande aún; algo comparable al antiguo y sublime Ave, Cesar, moriture te salutant.

Cuando acabaron supliqué a mi vecina que me cantase una balada, una leyenda, lo que fuese más de su agrado, para distraer nuestras angustias. Accedió, y su voz clara y juvenil revoloteaba entre las negruras de la noche cantando una canción, triste sin duda, porque las notas lentas se arrastraban como pájaros heridos rozando las crestas de las olas.

El mar, enardecido, sacudía el casco del buque. Yo sólo pensaba en aquella voz, que me hacía recordar el canto de la sirena. Si una barca de pescadores hubiese cruzado cerca de nosotros, ¿qué hubieran dicho los tripulantes? Mi espíritu, atormentado, se desvanecía en ensueños. ¡Una sirena! En verdad, ¿no era una sirena, una hija del mar aquella criatura que me había retenido en el buque abandonado y que muy pronto se hundiría conmigo entre las olas?

Bruscamente rodamos todos. Había mudado el María José de postura, echándose de pronto hacia el costado derecho. La inglesa cayó sobre mí; la estreché entre mis brazos, y, sin darme cuenta de lo que hacía, sin atender a nada, sin meditar nada, creyendo llegado el último instante de mi existencia, la besé como un loco en el pelo, en la frente y en las mejillas. El buque ya no se movía, estaba quieto; nosotros también.

El padre dijo:

-¡Kate!

La que oprimía yo entre mis brazos respondió:

-¡Sí!

Y procuraba desasirse.

Hubiera yo querido en aquel momento que se partiera en pedazos el buque y que ella cayese conmigo al agua.

El padre añadió:

-Una pequeña sacudida, nada. Conservo a mis tres hijas.

Al caer, no viéndola junto a las otras, la creyó perdida.

Me levanté y vi una luz en el mar, cerca de nosotros. Era una barca. Grité; me contestaron; iban a buscarnos, porque había supuesto nuestra imprudencia el dueño del hotel.

¡Salvados al fin! ¡Esto me contristaba! Nos recogieron y nos llevaron a San Martín.

El inglés murmuraba, frotándose las manos:

-¡Buena cena! ¡Buena cena!

Cenamos juntos; pero yo estaba triste, sentía la nostalgia de aquellas horas de peligro y ternura en el María José.

Al día siguiente nos despedimos. Ella me prometió escribirme. Se fueron a Biarritz. Estuve a punto de ir tras ella.

Me había impresionado profundamente; si aquello dura siquiera una semana, me caso con la inglesita. ¡Cuántas veces el hombre se muestra débil, incomprensible!

Durante dos años no tuve noticias. Luego recibí una carta de Nueva York. Se había casado y me lo participaba.

Desde entonces nos escribimos todos los años a primeros de enero. Ella me refiere su vida, me habla de sus hijos, de sus hermanas, ¡jamás de su marido! ¿Por qué? ¡Ah! ¿Por qué? Yo le recuerdo solamente aquellas horas pasadas en el buque abandonado. Es la única mujer que me ha enamorado; es decir, que me hubiera enamorado si… ¿quién sabe? Las circunstancias nos conducen… Y luego… Todo pasa… Debe ya ser vieja… No la reconocería… ¡Oh, la de mi juventud, la de aquel día!… ¡Encantadora! En sus cartas me dice que ya tiene blanco el pelo… ¡Dios mío! Saberlo me angustia. ¡Su cabello rubio…, tan rubio!… No, la que yo conocí no existe!… No es la misma… ¡Qué tristeza!


FIN

 
 
 

Actualizado: 24 may


En la cripta

H.P Lovecraft


Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece impregnar la sicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que la prosaica historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sentía la necesidad de hablar con alguien después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.


Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso para como puede ser ese tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al menos para una ciudad, e incluso Peck Valley se habría estremecido de haber conocido la dudosa ética de sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisa. Más concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera mala persona. Era, sencillamente, tosco de temperamento y profesión… bruto, descuidado y borracho, y así lo probaba su fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto.


No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator avezado. Supongo que puede empezar en el frío diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas inanimadas de Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente perezoso con aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente abandono.


Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron laboriosamente habilitadas para los nueve silenciosos frutos del espantoso cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril, pero se detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una tremenda lluvia que pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no estaba lejos del mortuorio. Birch decidió que, el día siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner, cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto por tres días, no volviendo al trabajo hasta el día 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha, aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la semana. Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch.





La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio, aunque entonces no se daba tan plenamente a la bebida como haría más tarde, tratando de olvidar ciertas cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para fastidiar a su sensible caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El día era claro, pero se había levantado un fuerte viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de poner el ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida.


La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota, cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino, buscando la caja de Fenner.


Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada por el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que se vio obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se preguntó por qué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia desidia.


Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento flemático y práctico, no gritó durante mucho tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo horripilante de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por los hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminante hasta las cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire había comenzado a ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a este detalle mientras se afanaba, medio a tientas, contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por tener una linterna o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio a ciegas.


Cuando se cercioró de que el pestillo estaba bloqueado sin remisión, al menos para herramientas tan rudimentarias y bajo tales condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otra forma de escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la fachada de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras consideraba aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso, permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de su planeada escalera hubieran sido hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran vacías, ya resultaba más dudosa.


Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas de base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto en caso de que tal forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma, el prisionero se esforzó en aquel crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaron a rajarse bajo el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construido ataúd del pequeño Matthew Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida como fuera posible. En la escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como a través de alguna extraña volición, después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.


Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se sentó en el último peldaño de su espantable artefacto; luego, Birch ascendió cautelosamente con sus herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo bastante como para permitir el paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible.


Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado por sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro de que podría tenerlo listo a medianoche… aunque era una característica suya el que esto no contuviera para él implicaciones temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañía que tenía bajo sus pies, despedazaba filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando lo alcanzaba un fragmento en el rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del ciprés. Al final, el agujero fue lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera.


Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo a tomar fuerzas para el esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su físico tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en vano elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni imaginar. Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche, con la carreta traqueteando enloquecidamente a su zaga.


Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso hacia el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la abertura, trataba de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora cautividad. Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que sugería astillas, clavos sueltos y similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio desmayo.


El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió presenciar una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los fantasmas de la pesadilla. No obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se encontraba solo y vivo cuando Armington, el guarda, respondió a sus débiles arañazos en la puerta.


Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino simplemente musitar: “¡Ah, mis tobillos!” “Déjame” o “Encerrado en la tumba”. Luego llegó el doctor con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los calcetines. Las heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar los miembros lacerados, vendándolos como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.


Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio resultó de lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro -absolutamente seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan fácilmente? Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengativo granjero podría caber en una caja tan acorde al diminuto Fenner.


Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus heridas eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que otro médico tratase sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que me contó la historia, y cuando vi las cicatrices -antiguas y desvaídas como eran- convine en que había obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero creo que mayor fue la cojera de su espíritu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como “viernes”, “tumba”, “ataúd”, y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo había vuelto a casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo. Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por antiguas atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.


Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordalías en salas de disección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo que tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que cualquier grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo del vitriolo.


-¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de incisivos superiores… ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si alguna vez he visto un rostro vengativo… o lo que fue un rostro… ya sabe que era como un demonio vengativo… cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo pateó al perrillo que quiso morderlo el agosto pasado… era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en que se hubiera fijado en mí!


-¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no le reprocho que le diera un ataúd de segunda, ¡pero fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán pequeño de cuerpo era el viejo Fenner.


-Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte, porque el ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto y todo estaba desparramado. Mira que he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera me revolvió el estómago, pero lo otro era peor… ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd desechado de Matt Fenner!


FIN

 
 
 
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