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Lecturas

Actualizado: 24 may



La metamorfosis

Franz Kafka


Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.


«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.


No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.


La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy melancólico.


«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»


Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.


«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»


Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.


Se deslizó de nuevo a su posición inicial.


«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo tardar todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.


«¡Dios del cielo!», pensó.


Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero… ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.


¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.


Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama -en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto-, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.


-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?


¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:


-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.


Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas laterales.


-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió de nuevo con voz más grave-. ¡Gregorio, Gregorio!


Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.


-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?


Gregorio contestó hacia ambos lados:


-Ya estoy preparado -y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:


-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa.


Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.


Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.


«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.


Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.


Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.


Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.


«Las siete ya -se dijo cuando sonó de nuevo el despertador-, las siete ya y todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo:


«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo.


Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama -el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones- se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes -pensaba en su padre y en la criada- hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.


Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la puerta de la calle.


«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en silencio.


«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.


Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.


-Ahí dentro se ha caído algo- dijo el apoderado en la habitación contigua de la izquierda.


Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:


-Gregorio, el apoderado está aquí.


«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.


-Gregorio -dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha-, el señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación.


-Buenos días, señor Samsa -interrumpió el apoderado amablemente.


-No se encuentra bien -dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante la puerta-, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación; en cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que Gregorio abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana.


-Voy enseguida -dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para no perderse una palabra de la conversación.


-De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo -dijo el apoderado-. Espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.


-Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? -preguntó impaciente el padre.


-No- dijo Gregorio.


En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana.


¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros hacia perdonar su comportamiento.


-Señor Samsa -exclamó entonces el apoderado levantando la voz-. ¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato, y ahora, de repente, parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo. Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cierta. Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se enteren también sus señores padres. Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfactorio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.


-Pero señor apoderado -gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás-, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cierto es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.


Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del ejercicio ya practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquilidad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.


-¿Han entendido ustedes una sola palabra? -preguntó el apoderado a los padres-. ¿O es que nos toma por tontos?


-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre entre sollozos-, quizá esté gravemente enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! -gritó después.


-¿Qué, madre? -dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la habitación de Gregorio-. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?


-Es una voz de animal -dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre.


-¡Anna! ¡Anna! -gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y dando palmadas-. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!


Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala -¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?- y abrieron la puerta de par en par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.


Pero Gregorio ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda, como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban.



Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella -las callosidades de sus patitas estaban provistas de una sustancia pegajosa- y descansó allí durante un momento del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos -¿con qué iba a agarrar la llave?-, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.


-Escuchen ustedes -dijo el apoderado en la habitación contigua- está dando la vuelta a la llave.


Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado, incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! -debían haber aclamado-. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expectación sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo.


Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente. La madre -a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba- miró en primer lugar al padre con las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.


Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable -era un hospital-, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, exigía respeto para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducían hacia abajo.


-Bueno- dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad-, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón.


Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.


Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregorio que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; Pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:


-¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!


Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipitadamente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada caía a chorros sobre la alfombra.


-¡Madre, madre! -dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.


Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.


Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y sólo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.


Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación, sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.

II


Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregorio, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana -casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida-, y se arrastraba sin vida.


Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído hacia ella era el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo -sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando-, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba; es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.


En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el gas, pero mientras que -como era habitual a estas horas del día- el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregorio ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.


En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregorio esperó en vano. Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación. Ahora que había abierto una puerta, y que las demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera.


Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida. Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, lo asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.


Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño, del que una y otra vez lo despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y confusas esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.


Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No lo encontró enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé -¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado!- se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregorio había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se daría cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, aunque no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregorio tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla que, a partir de ahora, probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado agua. Y por delicadeza, como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregorio zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, sus heridas ya debían estar curadas del todo porque ya no notaba molestia alguna; se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que Gregorio ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se había dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se inflaba.


De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana, cuando los padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.


Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo -naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo-, cazaba Gregorio a veces una observación hecha amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo».


Mientras que Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, un cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie.


Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez escuchaba Gregorio cómo uno animaba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá tampoco se bebía nada. A veces la hermana preguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía para que él no tuviese reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.


Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que buscaba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregorio oía desde su encierro. Gregorio había creído que al padre no le había quedado nada de aquel negocio, al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte, tampoco Gregorio le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre comercial que los había sumido a todos en la más completa desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana, había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero constante y sonante, que se podía poner sobre la mesa en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregorio, después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregorio; se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor especial. Solamente la hermana había permanecido unida a Gregorio, y su intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma, porque ella, al contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregorio en la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer solemnemente en Nochebuena.


Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba. A veces ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello había sido escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.


-¿Qué es lo que hará? -decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido interrumpida.


De esta forma Gregorio se enteró muy bien -el padre solía repetir con frecuencia sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera- de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna; que los intereses, aún intactos, habían aumentado un poco más durante todo este tiempo. Además, el dinero que Gregorio había traído todos los meses a casa -él sólo había guardado para sí unos pocos florines- no se había gastado del todo y se había convertido en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su puerta, asentía entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es que con ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el padre con el jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo habría estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo había organizado el padre.


Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente como para que la familia pudiese vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno, como mucho dos años, más era imposible. Así pues, se trataba de una suma de dinero que, en realidad, no podía tocarse, y que debía ser reservada para un caso de necesidad, pero el dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien, el padre era ciertamente un hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía cinco años no trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en sus fuerzas; durante estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de su esforzada y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se había vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno de cada dos días con dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana abierta? ¿Y la hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una criatura de diecisiete años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la forma de vida que había llevado hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir mucho, ayudar en la casa, participar en algunas diversiones modestas y, sobre todo, tocar el violín? Cuando se empezaba a hablar de la necesidad de ganar dinero Gregorio acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el fresco sofá de cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de vergüenza y tristeza.


A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber recogido la habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.


Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo una visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible.


Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante algunos momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas carreras y ruidos asustaban a Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregorio.


Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes de lo previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y realmente colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño habría podido pensar que Gregorio la había acechado y había querido morderla. Gregorio, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregorio sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé. Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda -para ello necesitó cuatro horas- la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo. Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregorio no se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregorio creyó adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición.


Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregorio, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría. Por cierto, la madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a ver a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que entrar a verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil.


El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregorio había descubierto -al arrastrarse dejaba tras de sí, por todas partes, huellas de su sustancia pegajosa- y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo todo sola, tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió a la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada. Así pues, no le quedó a la hermana más remedio que valerse de la madre, una vez que estaba el padre ausente.


Con exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la puerta de la habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en la habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre. Gregorio se había apresurado a colocar la sábana aún más bajo y con más pliegues, de modo que, de verdad, tenía el aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el canapé. Gregorio se abstuvo esta vez de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver esta vez a la madre y se contentaba sólo conque hubiese venido.


-Vamos, acércate, no se le ve -dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la mano. Gregorio oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el pesado y viejo armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor parte del trabajo, sin escuchar las advertencias de la madre que temía que se esforzase demasiado. Duró mucho tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora de trabajo dijo la madre que deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar, era demasiado pesado y no acabarían antes de que regresase el padre, y con el armario en medio de la habitación le bloqueaban a Gregorio cualquier camino y, en segundo lugar, no era del todo seguro que se le hiciese a Gregorio un favor con retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo contrario, la vista de las paredes desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir Gregorio lo mismo, puesto que ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de la habitación, y por eso se sentiría abandonado en la habitación vacía.


-Y es que acaso no… -finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba convencida de que él no entendía las palabras.


-¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna? Yo creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo estado en que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo con nosotros, encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis de tiempo.


Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de toda conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida monótona en el seno de la familia, tenía que haber confundido sus facultades mentales a lo largo de estos dos meses, porque de otro modo no podía explicarse que hubiese podido desear seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba realmente permitir que transformasen la cálida habitación amueblada confortablemente, con muebles heredados de su familia, en una cueva en la que, efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo, sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por completo, de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar y solamente le había animado la voz de su madre, que no había oído desde hacía tiempo. Nada debía retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía prescindir en su estado de la bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían arrastrarse sin sentido de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran ventaja.


Pero la hermana era, lamentablemente, de otra opinión; no sin cierto derecho, se había acostumbrado a aparecer frente a los padres como experta al discutir sobre asuntos concernientes a Gregorio, y de esta forma el consejo de la madre era para la hermana motivo suficiente para retirar no sólo el armario y el escritorio, como había pensado en un principio, sino todos los muebles a excepción del imprescindible canapé. Naturalmente, no sólo se trataba de una terquedad pueril y de la confianza en sí misma que en los últimos tiempos, de forma tan inesperada y difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta exigencia; ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho sitio para arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al menos por lo que se veía. Pero quizá jugaba también un papel importante el carácter exaltado de una chica de su edad, que busca su satisfacción en cada oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba tentar con la intención de hacer más que ahora, porque en una habitación en la que sólo Gregorio era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que Greta.


Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad, Gregorio podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregorio, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Greta.


A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastre de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.


Y así salió de repente -las mujeres estaban en ese momento en la habitación contigua, apoyadas en el escritorio para tomar aliento-, cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cuadro de la mujer envuelta en pieles. Se arrastró apresuradamente hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal lo sujetaba y le aliviaba el ardor de su vientre. Al menos este cuadro, que Gregorio tapaba ahora por completo, seguro que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de estar para observar a las mujeres cuando volviesen.


No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su madre con el brazo y casi la llevaba en volandas.


-¿Qué nos llevamos ahora? -dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus miradas se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida:


-Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?


Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su cuadro y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara.


Pero justamente las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un lado y vio la gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de darse realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y estridente:


-¡Ay Dios mío, ay Dios mío! -y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé, como si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.


-¡Cuidado, Gregorio! -gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también quería ayudar -había tiempo más que suficiente para salvar el cuadro-, pero estaba pegado al cristal y tuvo que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; cuando Greta volvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta y un frasco se cayó al suelo y se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en la cara; una medicina corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie. Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afligido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa.


Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba, naturalmente, encerrada en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre había llegado.


-¿Qué ha ocurrido? -fueron sus primeras palabras.


El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, si duda apretaba su rostro contra el pecho del padre:


-Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.


-Ya me lo esperaba -dijo el padre-, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes, las mujeres, nunca hacen caso.


Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto violento. Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más sana intención de regresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir tales sutilezas.


-¡Ah! -gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y contento. Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la casa, y tenía realmente que haber estado preparado para encontrar las circunstancias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este todavía el padre? ¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregorio y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenanzas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas cejas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos negros. El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habitación formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregorio tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregorio, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.


Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él -ya empezaba a fallarle la vista a Gregorio-, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida de Gregorio.




III


La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes -la manzana permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla-, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como a un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.


Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos -no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas-, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.


Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.


Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.


En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana. Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándolo.


¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura. Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregorio por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero Gregorio comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.


Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio, para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada como si -y éste era el caso más frecuente- ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y suciedad.


Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua -la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé-, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres -el padre se despertó sobresaltado en su silla-, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.


Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregorio como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregorio hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada, asombrada con los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le perseguía, comenzó a correr de un lado a otro.


Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano -una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera que ya se acercaba- cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregorio se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregorio.


-¿Conque no seguimos adelante? -preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.


Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos -los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta- ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregorio sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inm


Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y Gregorio, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la cocina. La prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo con impaciencia, comenzaban a sonreír respirando profundamente.


La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta, entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio le parecía extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregorio que para comer se necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.


-Pero si yo no tengo apetito -se decía Gregorio preocupado-, pero me apetecen estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!


Precisamente aquella noche -Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo- se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros. Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó:


-¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.


-Al contrario -dijo el señor de en medio-. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?


-Naturalmente -exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.


Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril, la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían alquilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permanecía sentada en un rincón apartado.


La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de comida… Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable del comedor.


Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien… Su rostro estaba inclinado hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregorio avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música?


Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedarse con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada -probablemente la Navidad ya había pasado- se lo hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.


-¡Señor Samsa! -gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció. En un principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a Gregorio, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación.


Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumento en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se había escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes. Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.


-Participo a ustedes -dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas también a la madre y a la hermana- que, teniendo en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia -en este punto escupió decididamente sobre el suelo-, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que he vívido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me pensaré si no procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar.


Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:


-También nosotros dejamos en este momento la habitación.


A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba que de ninguna manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía con cierto fundamento que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.


-Queridos padres -dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa-, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.


-Tienes razón una y mil veces -dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos.


La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio, que permanecía en silencio.


-Tenemos que intentar quitárnoslo de encima -dijo entonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada-. Los va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo hacemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo más- y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el rostro de la madre, la cual las secaba mecánicamente con las manos.


-Pero hija -dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión-. ¡Qué podemos hacer!


Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior.


-Sí él nos entendiese… -dijo el padre en tono medio interrogante.


La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía ni pensar en ello.


-Sí él nos entendiese… -repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello-, entonces sería posible llegar a un acuerdo con él, pero así…


-Tiene que irse -exclamó la hermana-, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregorio? Si fuese Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor. Pero esta bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adueñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre -gritó de repente-, ya empieza otra vez!


Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre antes de permanece cerca de Gregorio, y se precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso también en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protegerla.


Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a la hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto llamaba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfermizo, para dar tan difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en silencio. La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.


«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto… Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo. Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez, apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida. Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.


Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.


«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.


Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.


Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta -de pura fuerza y prisa daba tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en toda la casa- en su acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la oscuridad.


-¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!


El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía Greta desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo.


-¿Muerto? -dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo


-Digo, ¡ya lo creo! -dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.


-Bueno -dijo el señor Samsa-, ahora podemos dar gracias a Dios -se santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo.


Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:


-Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas salían tal como entraban.


Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía la mirada.


-Greta, ven un momento a nuestra habitación -dijo la señora Samsa con una sonrisa melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el aire fresco. Ya era finales de marzo.


Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:


-¿Dónde está el desayuno? -preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregorio. Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya totalmente iluminada.


Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.


-Salgan ustedes de mi casa inmediatamente -dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres.


-¿Qué quiere usted decir? -dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable.


-Quiero decir exactamente lo que digo -contestó el señor Samsa, dirigiéndose con sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró hacia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.


-Pues entonces nos vamos -dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión.


El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza completamente infundada, como se demostraría después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, bajaban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.


Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su trabajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente asintieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba señales de retirarse levantaron la vista enfadados.


-¿Qué pasa? -preguntó el señor Samsa.


La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle. La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, desde que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba suavemente en todas las direcciones.


-¿Qué es lo que quiere usted? -preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que más respetaba la asistenta.


-Bueno- contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír amablemente-, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado.


La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo tremendo.


-Esta noche la despido- dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecieron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó:


-Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de consideración conmigo.


Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente iluminado por el cálido sol. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facilidad con un cambio de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata, pero mejor ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido escogida por Gregorio.


Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.


FIN


 
 
 

El caso del Bungalow

Agatha Christie


-Ahora recuerdo un caso… -dijo Jane Helier. Su bello rostro se iluminó con la sonrisa confiada del niño que busca aprobación. Era la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y que había hecho la fortuna de los fotógrafos-. Le ocurrió a una amiga mía -dijo con precaución.

Todo el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel Bantry, su esposa, don Henry Clithering, el doctor Lloyd y la anciana señorita Marple estaban convencidos de que la “amiga” de Jane era ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse por algo que afectara a cualquier otra persona.

-Mi amiga -continuó Jane-, no mencionaré su nombre, era una actriz muy conocida.

Nadie exteriorizó la menor sorpresa y don Henry Clithering pensó para sí: “Me pregunto cuánto tardará en olvidarse de la farsa y dirá ‘yo’ en vez de ‘ella’…”

-Mi amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o dos años. Supongo que es mejor no decir el nombre del lugar. Estaba en la ribera de un río, muy cerca de Londres. Lo llamaré…

Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer, inventar un simple nombre era demasiado para ella, y don Henry acudió en su ayuda.

-¿Lo llamamos Riverbury? -le sugirió.

-Oh, sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como decía, esta amiga mía se encontraba en Riverbury con su compañía cuando ocurrió algo muy curioso.

Volvió a fruncir el entrecejo.

-¡Es tan difícil decir lo que una quiere decir! -se lamentó-. Temo confundirme y decir unas cosas antes que otras.

-Lo hace usted muy bien -le dijo el doctor Lloyd para animarla-. Continúe.

-Bien, pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada al puesto de policía. Al parecer se había cometido un robo en su bungalow, situado junto al río, y habían detenido a un joven que les contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla. Nunca había estado en un puesto de policía, pero se mostraron muy amables con ella, amabilísimos.

-No me extraña en absoluto -dijo don Henry.

-El sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un inspector, la invitó a sentarse y le explicó lo ocurrido. Desde luego yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.

“¡Aja! -pensó don Henry-. ‘¡Yo!’ Ya está, lo que imaginaba”.

-Eso dijo mi amiga -continuó Jane, sin advertir su propia traición-. Explicó que había estado ensayando en el hotel con su suplente y que nunca había oído siquiera el nombre de señor Faulkener. Y el sargento dijo: “señorita Hel…”.

Se detuvo muy sonrojada.

-¿Señorita Helman? -le sugirió don Henry con un guiño.

-Sí, sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Señorita Helman, creo que debe de haber alguna equivocación, puesto que usted se aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó si me importaría que me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar o carear. No lo puedo recordar.

-No importa realmente -le aseguró don Henry.

-De todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y dijeron: “Ésta es señorita Helier” y… ¡Oh! -Jane se interrumpió boquiabierta.

-No importa, querida -le dijo señorita Marple para consolarla-. De todas maneras lo hubiéramos adivinado. Y no nos ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.

-Bueno -dijo Jane-. Mi intención era contárselo como si le hubiera ocurrido a otra persona, pero es difícil, ¿verdad? Quiero decir que una se olvida.

Todos le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada, prosiguió con su algo enrevesado relato.

-Era un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al verme se quedó con la boca abierta y el sargento le preguntó: “¿Es ésta la dama?” Y él contestó: “No, desde luego que no. Qué estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.

-Me imagino la escena -dijo don Henry.

Jane Helier frunció el entrecejo.

-Déjeme pensar cómo sería mejor continuar.

-¿Y si nos contara de qué se trata, querida? -dijo señorita Marple con tal amabilidad que nadie pudo sospechar su ironía-. Quiero decir que cuál era la equivocación de aquel joven y de qué se trataba el robo.

-Oh, sí -exclamó Jane-. Bien, ese joven, Leslie Faulkener, había escrito una comedia. A decir verdad había escrito varias, aunque nunca le representaron una. Y me envió una en particular para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras de teatro y leo muy pocas, sólo aquéllas de las que sé algo. De todas formas, así fue, y al parecer el señor Faulkener recibió una carta mía, sólo que resultó que no la había escrito yo. ¿Comprenden?

Hizo una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la habían entendido.

-En ella le decía que había leído su comedia, que me gustaba mucho y que viniera a hablar conmigo. Le daba la dirección, el bungalow de Riverbury. De modo que el señor Faulkener, muy satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta una doncella a quien él preguntó por la señorita Helier y ella le dijo que la señorita Helier lo estaba esperando y le hizo pasar al salón, donde lo recibió una mujer que él aceptó como si fuera yo, lo cual resulta bastante extraño, puesto que me había visto actuar y mis fotografías son bien conocidas en todas partes, ¿verdad?

-Por todo lo largo y ancho de Inglaterra -replicó la señora Bantry-. Pero a menudo hay una gran diferencia entre la fotografía y el original, mi querida Jane. Así como cuando se ve a las artistas fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar esa prueba como tú, recuérdelo.

-Bueno -dijo Jane un tanto aplacada-, es posible. De todas formas describió a aquella mujer diciendo que era alta, rubia, de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que debía parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se sentó, comenzó a charlar de su comedia y de las ganas que tenía de representarla. Mientras hablaban, les sirvieron unos combinados y el señor Faulkener tomó uno. Bueno, eso es todo lo que recuerda, que se bebió el combinado. Cuando despertó, o volvió en sí, estaba tendido en la carretera junto a la cuneta, desde luego donde no había peligro de que lo atropellaran. Estaba muy débil y desorientado, tanto que, cuando se levantó y echó a andar tambaleándose, no sabía adónde se dirigía. Dijo que, de haber estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al bungalow para tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan torpe y aturdido que siguió caminando sin saber apenas lo que hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido por la policía.

-¿Por qué lo detuvieron? -preguntó el doctor Lloyd.

-¡Oh! ¿No se lo dije? -exclamó Jane abriendo mucho los ojos-. Qué tonta soy, por el robo.

-Usted mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni por qué.

-Bueno, ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por supuesto. Pertenecía a un hombre cuyo nombre era…

De nuevo Jane Helier frunció el entrecejo.

-¿Quiere que vuelva a hacer de padrino? -le preguntó don Henry-. Seudónimos gratis. Descríbame al individuo y yo lo bautizaré.

-Lo había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad.

-Don Herman Cohen -sugirió don Henry.

-Le va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa de un actor y también actriz.

-Al actor podemos llamarle Claud Leason -dijo don Henry- y a ella por su nombre artístico, por ejemplo, señorita Mary Kerr.

-Creo que es usted muy inteligente -dijo Jane-. A mí no se me ocurren las cosas tan fácilmente. Bien, era una especie de casita de campo donde don Herman… ¿ha dicho usted Herman?, y la dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la esposa no sabía nada de esto.

-Es lo que suele ocurrir -dijo don Henry.

-Y le había regalado a la actriz una buena cantidad de joyas, incluidas unas esmeraldas muy finas.

-¡Ah! -exclamó el doctor Lloyd-. Ya vamos llegando.

-Estas joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un joyero. La policía dijo que era una imprudencia, que cualquiera pudo cogerlas.

-¿Ves, Dolly? -intervino el coronel Bantry-. ¿Qué es lo que te digo siempre?

-Bueno, según he visto por propia experiencia -contestó la señora Bantry-, es siempre la gente cuidadosa la que pierde sus joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero, las guardo sueltas en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si… ¿cómo se llama?, si Mary Kerr hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran robado tan fácilmente.

-Las habrían encontrado -replicó Jane-, pues todos los cajones fueron abiertos y su contenido esparcido por el suelo.

-Entonces no andaban buscando joyas -dijo la señora Bantry-, sino documentos secretos. Es lo que ocurre siempre en las novelas.

-No sé nada de ningún documento secreto -respondió Jane pensativa-. No los oí mencionar.

-No se distraiga, señorita Helier -dijo el coronel Bantry-. No se inquiete usted por las pistas falsas disparatadas que diga mi esposa.

-Siga hablando del robo -le indicó amablemente don Henry.

-Sí. La policía recibió una llamada telefónica de alguien que se hizo pasar por Mary Kerr. Dijo que habían robado en el bungalow y describió a un joven pelirrojo que se había presentado aquella mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo muy raro y se negó a dejarlo entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana. Lo describió con tanto detalle que la policía lo detuvo media hora después y entonces él contó su historia y mostró mi carta. Vinieron a buscarme y al verme, dijo lo que ya les he contado: ¡que no era yo!



-Una historia muy curiosa -dijo el doctor Lloyd-. ¿El señor Faulkener conocía a esa señorita Kerr?

-No, no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les he contado lo más curioso. La policía fue al bungalow y lo encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones por el suelo y ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas más tarde no regresó Mary Kerr, quien negó haberles telefoneado y afirmó que nada sabía de lo ocurrido hasta aquel momento. Al parecer había recibido un telegrama de su representante ofreciéndole un papel importante y concertando una entrevista a la que naturalmente se había apresurado a acudir. Al llegar allí, descubrió que todo había sido una broma y que el representante no le había enviado ningún telegrama.

-Un truco bastante usado para quitarla de en medio -comentó don Henry-. ¿Qué me dice de los criados?

-Había ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que llamaron por teléfono, aparentemente de parte de Mary Kerr, para decirle que ésta se había olvidado algo muy importante y dándole instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en un cajón de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo hizo, desde luego, y dejó la casa cerrada. Pero cuando llegó al club de la señorita Kerr, que era donde le dijeron que esperara a su señora, la esperó en vano.

-¡Hum! -murmuró don Henry-. Empiezo a comprender. La casa se quedó vacía y entrar por una de sus ventanas no creo que resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo esto el señor Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue señorita Kerr?

-Eso nadie llegó a averiguarlo nunca.

-Es curioso -comentó don Henry-. ¿Resultó ser el joven quien dijo ser?

-Oh, sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí. La letra no se parecía en nada a la mía, pero, claro, no era de esperar que conociese mi letra.

-Bien, precisemos los hechos con claridad -dijo don Henry-. Corríjame si me equivoco. La señora y la doncella son alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio de una carta falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se encontraba aquella semana actuando en Riverbury. El joven ingiere una droga y la policía recibe una llamada que hace que sospechen de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían las joyas?

-Oh, sí.

-¿Y fueron recuperadas?

-No, nunca. A decir verdad, creo que don Herman intentó echar tierra al asunto. Pero no pudo conseguirlo y me parece que su esposa solicitó el divorcio por este motivo, aunque no lo sé con certeza.

-¿Qué le ocurrió al señor Leslie Faulkener?

-Que al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía suficientes pruebas contra él. ¿No les parece que es todo muy extraño?

-Realmente muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué historia debemos creer? Señorita Helier, he observado que usted se inclina hacia la del señor Faulkener. ¿Tiene usted alguna razón para ello aparte de su propio instinto?

-No, no -contestó Jane contrariada-. Supongo que no. Pero era tan simpático y se disculpó de tal modo por haber tomado a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de que decía la verdad.

-Ya comprendo -dijo don Henry con una sonrisa-. Pero debe admitir que pudo inventar esa historia con toda facilidad y haber escrito él mismo la carta que se suponía que era de usted. También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo, pero confieso que no veo qué propósito pudiera tener semejante actuación. Era más sencillo entrar en la casa y desaparecer tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún vecino y él lo supiera. Entonces pudo rápidamente idear este plan para desviar las sospechas y explicar su presencia en la casa.

-¿Tenía dinero? -preguntó la señorita Marple.

-No lo creo -respondió Jane-. No, más bien me parece que andaba bastante apurado.

-Todo este asunto resulta muy curioso -dijo el doctor Lloyd-. Debo confesar que si aceptamos la historia de ese joven como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué iba a querer la dama que pretendía hacerse pasar por la señorita Helier mezclar en el asunto a un desconocido? ¿Por qué montar una comedia tan terriblemente complicada?

-Dime, Jane -dijo la señora Bantry-. ¿Llegó a encontrarse frente a frente el joven Faulkener con Mary Kerr en algún momento durante los interrogatorios?

-No puedo asegurarlo -contestó Jane despacio y esforzándose por recordar.

-¡De no ser así, el caso está resuelto! -exclamó la señora Bantry-. Estoy segura de que tengo razón. ¿Qué es más sencillo que pretender que había sido reclamada en la ciudad? Luego telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella y, mientras ésta va a la ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita, lo droga y prepara la escena del robo con el mayor lujo posible de detalles. Telefonea a la policía, les da la descripción de la víctima propiciatoria y vuelve de nuevo a la ciudad. Luego regresa a su casa en el último tren y se hace la inocente y sorprendida.

-Pero, ¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly?

-Siempre lo hacen -respondió la señora Bantry-. Y de todas formas se me ocurren mil razones. Tal vez quería dinero y es posible que don Herman no se lo diera, por lo que simula el robo de las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera haciendo chantaje, amenazándola con decírselo a su marido o a la esposa de don Herman. También es posible que ya las hubiera vendido, y don Herman lo sospechara, le preguntara por ellas y se viera obligada a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las novelas. O quizá se las estaba haciendo montar de nuevo y tenía en casa una imitación falsa. O bien… ésta es una buena idea y no tan típica… simula que le han sido robadas, se pone frenética y él le regala otras. De este modo tiene dos lotes en vez de uno. Estoy segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.

-Eres muy inteligente, Dolly -le dijo Jane con admiración-. A mí no se me habría ocurrido.

-Es posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón -comentó el coronel Bantry-. Yo me inclino a sospechar del caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama que haría marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente con la ayuda de una buena amiga. Al parecer nadie ha pensado en preguntarle a él si tiene una cortada.

-¿Qué opina usted, señorita Marple? -preguntó Jane volviéndose hacia la anciana, que había fruncido el entrecejo.

-Querida, en realidad no sé qué decir. Don Henry se reirá, pero esta vez no recuerdo ningún caso similar ocurrido en el pueblo que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios aspectos de su relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del servicio. En… ejem… en una casa de costumbres tan dudosas, la sirvienta debía conocer perfectamente la situación, y una muchacha decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo, ni su madre se lo hubiera permitido ni por un momento. De modo que podemos suponer que la doncella no era muy de fiar. Pudo dejarles la casa abierta a los ladrones mientras ella iba a Londres para desviar sospechas. Debo confesar que me parece la solución más probable. Sólo que si fuese obra de unos ladrones corrientes me resultaría muy raro, ya que para un robo así se precisan más conocimientos de los que pueda tener una doncella.

La señorita Marple hizo una pausa antes de proseguir con aire soñador:

-No puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero decir algún conflicto personal. Supongamos, por ejemplo, que alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven actriz a quien él no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las cosas? Un intento deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que parece. Y no obstante, no resulta del todo satisfactorio.

-Vaya, doctor, usted no ha dicho nada -dijo Jane-. Me había olvidado de usted.

-De mí se olvida siempre todo el mundo -contestó el doctor con tristeza-. Debo de tener una personalidad muy anodina.

-¡Oh, no! -exclamó Jane-. ¿Quiere, pues, darnos su opinión?

-Me encuentro en la posición de estar de acuerdo con las soluciones de todos y al mismo tiempo con ninguna. Yo tengo la teoría descabellada, y probablemente totalmente errónea, de que la esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de don Herman. No tengo el menor indicio en qué basarme, sólo sé que les sorprendería saber las cosas extraordinarias, realmente muy extraordinarias, que son capaces de hacer las esposas engañadas si se les mete en la cabeza.

-¡Oh! Doctor Lloyd -exclamó la señorita Marple, excitada-, qué inteligente es usted. No me había acordado para nada de la pobre señora Pebmarsh.

Jane la miró extrañada.

-¿La señora Pebmarsh? ¿Quién es la señora Pebmarsh?

-Pues… -la señorita Marple vacilaba-… ignoro si tendrá algo que ver con esto. Es una lavandera que robó un broche con un ópalo que estaba prendido en una blusa y lo escondió en casa de otra mujer.

Jane pareció más confundida que nunca.

-¿Y eso le hace ver claro este asunto, señorita Marple? -dijo don Henry con su habitual guiño.

Mas, ante su sorpresa, la señorita Marple negó con la cabeza.

-No, me temo que no. Debo confesar que estoy completamente desorientada. Lo que sí sé es que las mujeres deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las de su propio sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba de contarnos la señorita Helier.

-Debo confesar que no había considerado el aspecto ético del misterio -dijo don Henry en tono grave-. Tal vez vea con más claridad el significado de sus palabras cuando la señorita Helier nos haya dado la solución.

-¿Cómo? -exclamó Jane, todavía más asombrada.

-Estoy confesando que “nos damos por vencidos”. Usted y sólo usted, señorita Helier, ha tenido el alto honor de presentar un misterio tan complicado que incluso la misma señorita Marple ha tenido que confesar su derrota.

-¿Todos se dan por vencidos? -preguntó en alta voz Jane.


-Sí. -Tras un minuto de silencio durante el cual todos esperaban que los demás tomasen la palabra, don Henry volvió a llevar la voz cantante-. Es decir, que nos limitamos a presentar las soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero, dos de la señorita Marple y cerca de una docena de la señora B.

-No llegaban a una docena -replicó la señora Bantry-. Algunas eran variaciones sobre el mismo tema. ¿Y cuántas veces he de decirle que no quiero que me llame señora B?

-De modo que se dan por vencidos. -Jane estaba pensativa-. Es muy interesante.

Se inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con aire ausente.

-Bueno -dijo la señora Bantry-. Vamos, Jane. ¿Cuál es la solución?

-¿La solución?

-Sí. ¿Qué ocurrió en realidad?

Jane la miró de hito en hito.

-No tengo la menor idea.

-¿Cómo?

-Siempre quise saberla y pensé que entre todos ustedes, que son tan inteligentes, podrían dármela.

Todo el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban que Jane fuese tan hermosa, pero en aquel momento todos pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez. Incluso la belleza más trascendental no podía excusarla.

-¿Quiere decir que la verdad nunca fue descubierta? -preguntó don Henry.

-No. Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la podrían explicar a mí.

Jane parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.

-Bueno, yo… yo… -dijo el coronel Bantry, y le fallaron las palabras.

-Eres una joven muy irritante, Jane -dijo su esposa-. De todas maneras, estoy segura y siempre lo estaré de que tengo razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de todas esas personas, lo comprobaría.

-No creo que pueda hacerlo -replicó Jane lentamente.

-No, querida -intervino la señorita Marple-. La señorita Helier no puede hacer eso.

-Claro que puede -dijo la señora Bantry-. No seas tan escrupulosa. Los mayores podemos comentar algún que otro escándalo. De todas maneras, díganos por lo menos quién era el magnate de la ciudad.

La señorita Jane negó con la cabeza y la señorita Marple continuó apoyando a la joven.

-Debió de ser un caso muy desagradable -le dijo.

-No -replicó Jane pensativa-. Creo… creo que más bien disfruté.

-Bien, es posible -respondió la señorita Marple-. Supongo que rompería la monotonía. ¿Qué comedia estaba usted representando?

-Smith.

-Oh, sí. Es una de Somerset Maugham, ¿verdad? Todas sus obras son muy inteligentes. Las he visto casi todas.

-Vas a reponerla el próximo otoño, ¿verdad? -le preguntó la señora Bantry.

Jane asintió.

-Bueno -dijo la señorita Marple poniéndose en pie-. Debo irme a casa. ¡Es tan tarde! Pero he pasado una velada muy entretenida. No sucede a menudo. Creo que la historia de la señorita Helier se lleva el premio. ¿No les parece?

-Siento que se hayan disgustado conmigo -dijo Jane-, porque no sé el final. Supongo que debí decirlo antes.

Su tono denotaba pesar y el doctor Lloyd salvó la situación con su galantería acostumbrada.

-Mi querida amiga, ¿por qué había de sentirlo? Usted nos ha presentado un bonito problema para que aguzáramos nuestro ingenio. Lo único que lamento es que ninguno de nosotros haya sabido resolverlo convenientemente.

-Hable por usted -dijo la señora Bantry-. Yo lo he resuelto, estoy completamente convencida.

-¿Sabe que creo que tiene usted razón? -intervino Jane-. Lo que ha dicho parecía muy razonable.

-¿A cuál de sus siete soluciones se refiere? -preguntó don Henry molesto.

El doctor Lloyd ayudaba a la señorita Marple a ponerse sus chanclos. “Sólo por si acaso”, dijo. El doctor debía acompañarla hasta su vieja casa y, una vez envuelta en diversos chales de lana, les dio a todos las buenas noches. Después, acercándose a Jane Helier, le murmuró unas palabras en el oído. Tal exclamación de sorpresa salió de los labios de Jane que hizo que los demás se volvieran a mirarla.

Asintiendo con una sonrisa, la señorita Marple se dispuso a marcharse seguida por la mirada de Jane Helier.

-¿Vas a acostarte, Jane? -preguntó la señora Bantry-. ¿Qué te ocurre, Jane? Parece como si acabaras de ver un fantasma.

Con un profundo suspiro, la actriz se rehizo y, sonriendo a los dos hombres, siguió a su anfitriona hacia la escalera. La señora Bantry entró con la joven en su habitación.

-El fuego está casi apagado -dijo removiendo inútilmente el rescoldo-. No son ni capaces de encender bien el fuego, estas estúpidas doncellas. Aunque supongo que ya es muy tarde. ¡Vaya, es más de la una!

-¿Crees que hay muchas personas como ella? -preguntó Jane Helier.

Se había sentado a un lado de la cama, al parecer perdida en sus pensamientos.

-¿Como la doncella?

-No, como esa extraña anciana, ¿cómo se llama? ¿Marple?

-¡Oh! No lo sé. Imagino que es bastante corriente encontrar ancianitas como ella en los pueblos.

-Oh, Dios mío -replicó Jane-. No sé qué hacer, de veras.

Suspiró profundamente.

-¿Qué te ocurre?

-Estoy preocupada.

-¿Por qué?

-Dolly -Jane Helier adquirió de pronto un tono solemne-, ¿sabes lo que esa extraña viejecita me murmuró al oído esta noche un poquito antes de marcharse?

-No. ¿Qué?

-Me dijo: “Si yo fuera usted no lo haría, querida. Nunca se ponga en manos de otra mujer, aunque la considere su amiga”. ¿Sabes, Dolly, que eso es absolutamente cierto?

-¿El consejo? Sí, tal vez lo sea, pero no le veo la aplicación.

-Cree que no debo confiar totalmente en otra mujer. Y, además, estaría en sus manos. No se me había ocurrido pensarlo.

-¿De qué mujer estás hablando?

-De Netta Greene, mi suplente.

-¿Y qué diablos sabe la señorita Marple de tu suplente?

-Imagino que lo ha adivinado, aunque no sé cómo.

-Jane, ¿quieres explicarme en seguida de qué estás hablando?

-De mi historia, la que acabo de contarles. Oh, Dolly, esa mujer, la que apartó a Claud de mi lado…

La señora Bantry asintió y a su memoria acudió el primer matrimonio desgraciado de Jane con Claud Averbury, el actor.


-Se casó con ella y yo podía haberle dicho lo que iba a suceder. Claud lo ignoraba, pero ella pasa los fines de semana con don Joseph Salmon en el bungalow del que les he hablado. Yo quería descubrirla, demostrar a todo el mundo la clase de mujer que es. Y con un robo, todo hubiera tenido que salir a relucir.

-¡Jane! -exclamó la señora Bantry-. ¿Imaginaste tú el caso que acabas de contarnos?

Jane asintió.

-Por eso escogí la obra Smith. En ella aparezco vestida de doncella y tengo a mano el disfraz. Y cuando me enviaran al puesto de policía sería lo más sencillo del mundo decir que estaba ensayando mi papel en mi hotel con mi suplente, cuando en realidad estaríamos en el bungalow. Yo me limitaría a abrir la puerta y servir los combinados, y Netta simularía ser yo. Él no volvería a verla, por supuesto, de modo que no habría forma de que la reconociera. Y yo cambio muchísimo vestida de doncella. Y, además, no se mira a las doncellas como si fueran personas. Luego planeábamos llevarlo a la carretera, coger las joyas, telefonear a la policía y regresar al hotel. No me gustaría que sufriera el pobre muchacho, pero don Henry no parece creer que vaya a sufrir, ¿verdad? Y ella saldría en los periódicos y Claud sabría cómo es en realidad.

La señora Bantry se sentó exhalando un gemido.

-Oh, mi cabeza. Y todo este tiempo… Jane Helier, ¡eres terrible! ¡Y nos has contado la historia como si nada!

-Soy una buena actriz -contestó Jane complacida-. Siempre lo he sido, aunque la gente diga lo contrario. No me descubrí en ningún momento, ¿verdad?

-La señorita Marple tenía razón -murmuró la señora Bantry-. El elemento emocional. Oh, sí, el elemento emocional. Jane, pequeña, ¿te das cuenta de que un robo es un robo y de que podrías acabar irremisiblemente en la cárcel?

-Bueno, ninguno de ustedes lo adivinó -respondió Jane-, excepto la señorita Marple.

Su rostro volvió a adquirir una expresión preocupada.

-Dolly, ¿crees realmente que hay mucha gente como ella?

-Con franqueza, no lo creo -contestó la señora Bantry.

Jane volvió a suspirar.

-De todos modos, es mejor no arriesgarse. Y desde luego estaría por completo en las manos de Netta, eso es cierto. Podría hacerme chantaje o volverse contra mí. Me ayudó a pensar todos los detalles y dice que me tiene un gran afecto, pero no hay que fiarse nunca de las mujeres. No, creo que la señorita Marple tiene razón. Será mejor no arriesgarse.

-Pero, querida, si ya te has arriesgado…

-Oh, no. -Jane abrió del todo sus grandes ojos azules-. ¿No lo comprendes? ¡Nada de esto ha ocurrido todavía! Yo intentaba probarlo con ustedes, por así decirlo.

-No lo entiendo -replicó la señora Bantry muy digna-. ¿Quieres decir que se trata de un proyecto futuro y no de un hecho consumado?

-Pensaba ponerlo en práctica este otoño, en septiembre. Ahora no sé qué hacer.

-Y Jane Marple lo adivinó, supo averiguar la verdad y no nos lo dijo -añadió la señora Bantry dolida.

-Creo que por eso dijo lo que dijo: lo de que las mujeres deben ayudarse. No me ha descubierto delante de los caballeros. Ha sido muy generoso por su parte. Pero no me importa que tú lo sepas, Dolly.

-Bueno, renuncia a ese proyecto, Jane. Te lo suplico.


FIN

 
 
 

Actualizado: 24 may


EL RETORNO


Tengo una buena y una mala noticia. La buena es que existe la vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.


Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido pero hay cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada noche buscara en los locales de moda de París aquello que no se encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama vida interior: el calor de una cierta desmesura.Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un breve instante de oscuridad.


Después de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.


En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro, y frecuentar con más asiduidad que el común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las vi por vocación de cinéfilo.


Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella con Demi Moore y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mi (efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble


Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas y después por estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto a reír a gritos.


Uno a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue mas bien una noche de jugos de piña mezclados con cerveza sin alcohol, sino por la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber que venia después. Cuando uno se muere el mundo real semueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras unas gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tu sabes que son tus gafas la que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un poquito para abajo, la distancia que te separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un abismo, y el abismo contribuye a tu mareo pero tampoco importa.


Dan ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente. Quedas como un boxeador tocado que se mueve por el ring en el dilatado instante en que el ring se está evaporando. Pero luego te tranquilizas y generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos, o, por el contrario, a tu cadáver.


Yo iba con Cecile Lambelle, la mujer de mis sueños, iba con ella cuando me morí y a ella la vi antes de morirme, pero cuando mi espíritu se separó de mi cuerpo ya no la vi por ninguna parte. La sorpresa fue considerable y la decepción mayúscula, sobre todo si lo pienso ahora, aunque entonces no tuve tiempo para lamentarlo. Allí estaba, mirando mi cuerpo tirado en el suelo en una pose grotesca, como si en medio del baile y del ataque al corazón me hubiera desmadejado del todo, o como sino hubiera muerto de un paro cardiaco sino lanzándome de la azotea de un rascacielos, y lo único que hacia era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente mareado, mientras un voluntario de los que nunca faltan me hacia la respiración artificial ( o se la hacia a mi cuerpo) y luego otro me golpeaba el corazón y luego a alguien se le ocurría desconectar la música y una especie de murmullo de desaprobación recorría toda la discoteca, bastante llena pese a lo avanzado de la noche, y la voz grave de un camarero o de un tipo de seguridad ordenada que nadie me tocara, que había que esperar la llegada de la policía y del juez, y aunque yo estaba grogui me hubiera gustado decirles que siguieran intentándolo, que siguieran reanimándome, pero la gente estaba cansada y cuando alguien nombró a la policía todos se echaron para atrás y mi cadáver se quedó solo en un costado de la pista, con los ojos cerrados, hasta que un alma caritativa me echó un mantel por encima para cubrir eso que ya estaba definitivamente muerto.


Después llegó la policía y unos tipos que certificaron lo que ya todo el mundo sabia, y después llegó el juez y sólo entonces yo me di cuenta de que Cecile Lamballe se había esfumado de la discoteca, así que cuando levantaron mi cuerpo y lo metieron en una ambulancia, yo seguí a los enfermeros y me introduje en la parte de atrás del vehiculo y me perdí con ellos en el triste y exhausto amanecer de París.


Qué poca cosa me pareció entonces mi cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como expresarme al respecto), abocado a la maraña de la burocracia de la muerte. Primero me llevaron a los sótanos de un hospital aunque a ciencia cierta no podría asegurar que aquello fuera un hospital, en donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran y luego, ya sola, estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes. Luego me pusieron una sabana y en otra habitación sacaron una copia completa de mis huellas dactilares. Luego me volvieron a llevar a la primera sala, en donde no había nadie esta vez y en donde permanecí un tiempo que a mi me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez sólo fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba mas aburrido.


Al cabo de un rato vino a buscarme un camillero negro que me llevó a otro piso subterráneo, en donde me entregó a un par de jovenzuelos también vestidos de blanco, pero que desde el primer momento, no sé por qué, me dieron mala espina. Tal vez fuera la manera de hablar, pretendidamente sofisticada, que delataba a un par de artistas plásticos de ínfima categoría, tal vez fueran los pendientes hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales escapados de un bestiario, fantástico y que aquella temporada usaban los modernos que circulan por las discotecas a las que yo con irresponsable frecuencia acudí.


Los nuevos enfermeros anotaron algo en un libro, hablaron con el negro durante unos minutos (no sé de qué hablaron) y luego el negro se fue y nos quedamos solos. Es decir, en la habitación estaban los dos jóvenes detrás de la mesa, rellenando formularios y parloteando entre ellos, mi cadáver sobre la camilla, cubierto de pies a cabeza, y yo a un lado de mi cadáver, con la mano izquierda apoyada en el reborde metálico de la camilla, intentando pensar cualquier cosa que contribuyera a clarificar mis días venideros, si es que iba a haber días venideros, algo que no tenia nada claro en aquel instante.


Después uno de los jóvenes se acercó a la camilla y me destapó (o destapó mi cadáver) y durante unos segundos estuvo observándome con la expresión pensativa que nada bueno presagiaba. Al cabo de un rato volvió a cubrirlo y arrastraron, entre los dos, la camilla hasta la habitación vecina, una suerte de panal helado que pronto descubrí era depósito en donde se acumulaban los cadáveres. Nunca hubiera imaginado que tanta gente moría en París en el transcurso de una noche cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho refrigerado y se marcharon. Yo no los conseguí.


Allí, en la morgue, me pasé todo aquel día. A veces me asomaba a la puerta, que tenia una ventanita de cristal, y miraba la hora en el reloj de pared de la habitación vecina. Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo aunque en algún momento tuve una crisis de pánico, en la que pensé en el infierno y en el paraíso, en la recompensa y en el castigo, pero esta clase de terror irrazonable no se prolongó mucho tiempo. La verdad es que empecé a sentirme mejor.


En el transcurso del día fueron llegando nuevos cadáveres, pero ningún fantasma acompañaba a su cuerpo, y a eso de las cuatro de la tarde un joven miope me hizo la autopsia y luego dictaminó las causas accidentales de mi muerte. Debo reconocer que yo no tuve estomago para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la sala de autopsias y escuché como el forense y su ayudante, una chica bastante agraciada, trabajaban, eficientes y rápidos, tal como seria deseable que hicieran su trabajo todos los funcionarios de los servicios públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando las baldosas de color marfil de la pared. Después me lavaron y me cosieron y un camillero me volvió a llevar a la morgue.


Hasta las once de la noche permanecí allí, sentado en el suelo debajo de mi nicho refrigerado, y aunque en algún momento pensé que me iba a quedar dormido ya no tenida sueño ni forma de conciliarlo, y con lo que hice fue seguir reflexionando sobre mi vida pasada y sobre el enigmático porvenir (por llamarlo de alguna manera) que tenía delante de mí. El trasiego, que durante el día había sido como un goteo constante aunque apenas perceptible, a partir de las diez de la noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y cinco volvieron a aparecer los jóvenes de los pendientes hexagonales. Me sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo ya me estaba acostumbrando a mi condición fantasmal y tras reconocerlos seguí sentado en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora de Cecile Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos cuando yo aún estaba vivo. Siempre nos damos cuenta de las cosas cuando ya no hay remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o algo menos que un juguete) en manos de Cecile y ahora que estaba muerto ese destino, antes origen de mis insomnios y de mi inseguridad rampante, se me antojaba dulce y no carente incluso de cierta elegancia y de cierto peso: la solidez de lo real.


Pero hablaba de los camilleros modernos. Los vi cuando entraron en la morgue y aunque no dejé de percibir en sus gestos una cautela que se contradecía con su forma de ser pegajosamente felina, de pretendidos artistas de discoteca, al principio de presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta que uno de ellos abrió el nicho donde reposaba mi cadáver.


Entonces me levanté y me puse a mirarlos. Con gestos de profesionales consumados pusieron mi cuerpo en una camilla. Luego arrastraron la camilla fuera de la morgue y se perdieron por un corredor largo, con una suave pendiente en subida, que iba a dar directamente al parking del edificio. Por un instante pensé que estaban robando mi cadáver. Mi delirio de Cecile Lamballe, el rostro blanquísimo de Cecile Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking y les daba a los camilleros seudoartistas el pago estipulado por el rescate de mi cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que demuestra que yo aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera serenidad.


Durante unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con cierta timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris, con la carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba a considerar mi casa, hacia la noche libérrima de París.


No recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir tras un vistazo más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades sociales. No tardé e confirmar mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza y por momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba en mí mismo a los veintidós años o a los veinticinco, cuando aún estudiaba y creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.


El Renault se detuvo junto a una mansión en unos de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí. Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le ordenó, no, le sugirióque se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla. El camillero siguió las instrucciones y levantó la cabeza. El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en dirección a una cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos pasar.


Al instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que caracoleaba por un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos detuvimos en uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la contemplé con desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había estado en una cada como aquella. Parecía antigua. Sin duda debía de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.


Entramos por unas de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un restaurante que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos llevó hasta el sótano. Cuando las puertas del aseador se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los labios delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que sabia muy bien lo que quería. Iba vestido con pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues las fotos que yo había visto de Villeneuve siempre lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve que tenía ante mí, por el contrario, parecía un viejo rockero insomne. Su andar, si embargo, era inconfundible: se movía con la misma inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el aplauso unánime del público.


Los camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de Villeneuve. Este se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble (supongo) de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi toda probabilidad contenía una suma importante de dinero, aunque ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que pasarían a las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después el coche se perdió por la calle de aquel barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.


A partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca había oído, o tal vez si, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la primera vez: guitarras, eléctricas, un piano, un saxo, algo triste y melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera un brazo a torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi nada. Sólo en rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al quedarse solo y beber refresco de manzana se hubiera acalorado de improvisto. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.


Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la habitación y esperé.


Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se sacó la camisa e hizo una pausa sin dejar de mirarme y fue entonces cuando yo e levanté y me acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve, para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, mas tímido que en las fotos, de hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.


Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí si que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber venido o alquilado mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de Francia.


Después de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de hastío. Acto seguido se incorporó y durante y durante unos segundos permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el miembro que aun goteaba. Debería darle vergüenza, dije.


Desde que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno sorprendido o en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.


En el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De pronto sentí tan feliz que le perdoné su anterior lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el fantasma del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se colorearon, todo de forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es que muy asustado no se le veía.


No hay problema, dije conciliador, está perdonado.


Villeneuve encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco, pues era evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra persona éste tenía que ser un pigmeo o aún mas pequeño que un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco sino que más bien hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la habitación me pareció admirable. Yo en su lugar hubiera escapado como alma que lleva el diablo.


No soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse, siéntese y charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé vi que Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él desordenaba la habitación yo permanecí sentado en uno de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos encerráramos en una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue el termino exacto que empleé), una habitación en donde fuera impensable la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría hablando hasta que pudiera convencerlo de cuál era mi naturaleza o mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi proposición, yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma. Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo era evidente que yo no estaba vivo. Por un instante se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me dije que si era un sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al terror.


Así que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad y de elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas pero significativas gotas de sudor). Salió de la habitación. Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo? Su voz me sonó extrañamente simpática, llena de matices que se acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o quimérica.


Aquí estoy, dije.


Villeneuve hizo un gesto con la cabeza que no comprendía y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose en cada habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aun estaba con el, pregunta que yo ineluctablemente respondía en cada ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando singularizar mi voz (que en vida fue siempre una voz más bien vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en ocasiones casi un pito) y sin embargo extremadamente distinguida del modisto. Es mas, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir una mayor credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por ejemplo, si había una lámpara con una pantalla de color tabaco y pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de lámpara es de hierro forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso si, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis excusas o como si se estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.


Y así recorrimos toda la casa, y mientras íbamos de un sitio a otro Villeneuve cada vez estaba o se le veía mas tranquilo y yo estaba cada vez mas nervioso, pues la descripción de objetos nunca ha sido mi fuerte, máxime si esos objetos no eran objetos de uso común, o si esos objetos eran cuadros de pintores contemporáneos que seguramente valían una fortuna pero sus autores para mí eran unos perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que Villeneuve había ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por el mundo.


Hasta que llegamos a una pequeña habitación en donde no había nada, ni un solo mueble, si una sola luz, una habitación revestida de una capa de cemento, e donde nos encerramos y quedamos a oscuras. La situación, a primera vista, parecía embarazosa, pero para mí fue como un segundo o un tener nacimiento, es decir, para mí fue el inicio de la esperanza y al mismo tiempo la conciencia desesperada de la esperanza. Allí Villeneuve dijo: descríbame el sitio en donde estamos ahora. Y yo le dije que aquel lugar era como la muerte, pero no como la muerte real sino como imaginamos la muerte cuando estamos vivos. Y Villeneuve dijo: descríbalo todo está oscuro, dije yo. Es como un refugio atómico. Y añadí que el alma se encogía en un sitio así e iba a seguir enumerando lo que sentía, el vacío que se había instalado en mi alma mucho antes de morir y del que sólo ahora tenia conciencia, pero Villeneuve me interrumpió, dijo que con eso bastaba, que me creía, y abrió de golpe la puerta.


Lo seguí hasta la sala principal de la casa, en donde se sirvió un whisky y precedió a pedirme perdón, con pocas y medidas frases, por lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted perdonado, le dije. Soy una persona de mente abierta. En realidad ni siquiera estoy seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero sentí que era mí deber hacer tabla rasa y despejar nuestra futura relación de culpabilidades y rencores.


Se preguntará usted por qué hago lo que hago, dijo Villeneuve.


Le aseguré que no tenía intención de pedirle explicaciones. Sin embargo Villeneuve insistió en dármelas. Con cualquier otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo mas desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude Villeneuve, el mas grande modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando mientras odia una historia sucinta de su infancia y adolescencia, de su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus experiencias con algunos hombres y con algunas mujeres, de su inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar daño a nadie que tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de sus gustos artísticos que admiré y envidié con toda mi alma, de su inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de sus primeros trabajos para una casa de alta costura, de sus viajes iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con tres de las mejores actrices del cine europeo, de su relación con el par de seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto en tanto cadáveres con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad, de su fragilidad que se asemejaba a una demolición en cámara lenta e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principalse deslizaron las primeras luces de la mañana y Villeneuve dio por concluida su larga exposición.


Permanecimos en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no exultantes de alegría sí razonablemente felices.


Poco después llegaron los camilleros. Villeneuve miró al suelo y me preguntó que debía hacer. Después de todo, el cuerpo que venían a buscar era el mío. Le di las gracias por la delicadeza de preguntármelo pero al mismo tiempo le aseguré que me encontraba más allá de esas preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le dije. ¿Se marchará usted?, dijo él. Mi decisión hacia rato que estaba tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos segundos antes de decirle que no, que no me iba a marchar. Si a él no le importaba, claro. Villeneuve pareció aliviado. No me importa, al contrario, dijo. Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió los monitores y flanqueó el paso a los alquiladores de cadáveres, que entraron sin decir una palabra.


Agotado por los sucesos de la noche, Villeneuve no se levantó del sofá. Los seudoartistas lo saludaron, me pareció que uno de ellos tenía ganas de charla, pero el otro le dio un empujón y ambos bajaron sin más a buscar mi cadáver. Villeneuve tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Yo seguí a los camilleros al sótano. Mi cadáver yacía semicubierto por la funda de la morgue. Ví como lo metían en ella y lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el maletero del coche. Lo imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o mi ex mujer acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el jardín y se perdió en aquella calle arbolada y elegante no sentí ni el más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.


Al volver a la sala Villeneuve seguía en el sillón y hablaba solo (aunque no tardé en descubrir que él creía que hablaba conmigo) mientras con los brazos entrecruzados temblaba de frío. Me senté en una silla junto a él, una silla de madera labrada y respaldo de terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa luz de la mañana, y lo dejé seguir hablando todo lo que quisiera.


FIN

 
 
 
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