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Lecturas

Actualizado: 24 may



Elizabide el Vagabundo

Pío Baroja


Zer zela uste zenuenenamoratzia?Sillan eseri etagitarra jotzia.(Canto popular)

Muchas veces, mientras trabajaba en aquel abandonado jardín, Elizabide el Vagabundo se decía al ver pasar a Maintoni, que volvía de la iglesia: «¿Qué pensará? ¿Vivirá satisfecha?» ¡La vida de Maintoni le parecía tan extraña! Porque era natural que quien como él había andado siempre a la buena de Dios, rodando por el mundo, encontrara la calma y el silencio de la aldea deliciosos; pero ella, que no había salido nunca de aquel rincón, ¿no sentiría deseos de asistir a teatros, a fiestas o diversiones, de vivir otra vida más espléndida, más intensa? Y como Elizabide el Vagabundo no se daba respuesta a su pregunta, seguía removiendo la tierra con su azadón, filosóficamente.

«Es una mujer fuerte —pensaba después—; su alma es tan serena, tan clara, que llega a preocupar. Una preocupación científica, sólo científica, eso, claro». Y Elizabide el Vagabundo, satisfecho de la seguridad que se concedía a sí mismo de que íntimamente no tomaba parte en aquella preocupación, seguía trabajando en el jardín abandonado de su casa.

Era un tipo bastante curioso el de Elizabide el Vagabundo. Reunía todas las cualidades y defectos del vascongado de la costa; era audaz, irónico, perezoso, burlón. La ligereza y el olvido constituían la base de su temperamento; no daba importancia a nada, se olvidaba de todo. Había gastado casi entero su escaso capital en sus correrías por América, de periodista en un pueblo, de negociante en otro, aquí vendiendo ganado, allá comerciando en vinos. Estuvo muchas veces a punto de hacer fortuna, lo que no consiguió por indiferencia. Era de esos hombres que se dejan llevar por los acontecimientos sin protestar nunca. Su vida, él la comparaba con la marcha de uno de esos troncos que van por el río, que, si nadie los recoge, se pierden, al fin, en el mar.

Su inercia y su pereza eran más de pensamiento que de manos; su alma huía de él muchas veces; le bastaba mirar el agua corriente contemplar una nube o una estrella, para olvidar el proyecto más importante de su vida, y cuando no lo olvidaba por esto, lo abandonaba por cualquier otra cosa, sin saber por qué, muchas veces.

Últimamente se había encontrado en una estancia del Uruguay, y como Elizabide era agradable en su trato y no muy desagradable en su aspecto, aunque tenía ya sus treinta y ocho años, el dueño de la estancia le ofreció la mano de su hija, una muchacha bastante fea, que estaba en amores con un mulato. Elizabide, a quien no le parecía mal la vida salvaje de la estancia, aceptó, y ya estaba para casarse cuando sintió la nostalgia de su pueblo, del olor a heno de sus montes, del paisaje brumoso de la tierra vascongada. Como en sus planes no entraban las explicaciones bruscas, una mañana, al amanecer, advirtió a los padres de su futura que iba a ir a Montevideo a comprar el regalo de bodas; montó a caballo, y luego en el tren, llegó a la capital, se embarcó en un transatlántico, y después de saludar cariñosamente la tierra hospitalaria de América, se volvió a España.

Llegó a su pueblo, un pueblecillo de la provincia de Guipúzcoa; abrazó a su hermano Ignacio, que estaba allí de boticario; fue a ver a su nodriza, a quien prometió no hacer ninguna escapatoria más, y se instaló en su casa. Cuando corrió por el pueblo la voz de que no sólo no había hecho dinero en América, sino que lo había perdido, todo el mundo recordó que antes de salir de la aldea ya tenía fama de fatuo, de insustancial y de vagabundo.

Él no se preocupaba absolutamente nada por estas cosas, cavaba en su huerta, y en los ratos perdidos trabajaba en construir una canoa para andar por el río, cosa que a todo el pueblo indignaba.

Elizabide el Vagabundo creía que su hermano Ignacio, la mujer y los hijos de este le desdeñaban, y por eso no iba a visitarlos más que de cuando en cuando; pero pronto vio que su hermano y su cuñada le estimaban y le hacían reproches porque no iba a verlos. Elizabide comenzó a acudir a casa de su hermano con más frecuencia.

La casa del boticario estaba a la salida del pueblo, completamente aislada; por la parte que miraba al camino tenía un jardín rodeado de una tapia, y por encima de ella salían ramas de laurel de un verde oscuro que protegían algo la fachada del viento del Norte. Pasando el jardín estaba la botica.

La casa no tenía balcones, sino sólo ventanas, y estas abiertas en la pared, sin simetría alguna; quizá esto era debido a que algunas de ellas estaban tapiadas.

Al pasar en el tren o en el coche por las provincias del Norte, ¿no habéis visto casas solitarias que, sin saber por qué, os daban envidia? Parece que allá dentro se debe de vivir bien, se adivina una existencia dulce y apacible; las ventanas, con cortinas, hablan de interiores casi monásticos, de grandes habitaciones amuebladas con arcas y cómodas de nogal, de inmensas camas de madera; de una existencia tranquila, sosegada, cuyas horas pasan lentas, medidas por el viejo reloj de alta caja, que lanza en la noche su sonoro tic-tac.

La casa del boticario era de estas; en el jardín se veían jacintos, heliotropos, rosales y enormes hortensias, que llegaban hasta la altura de las ventanas del piso bajo. Por encima de la tapia del jardín caían como en cascada un torrente de rosas blancas, sencillas, que en vascuence se llaman txoruak (‘locas’) por lo frívolas que son y por lo pronto que se marchitan y se caen.

Cuando Elizabide el Vagabundo fue a casa de su hermano, ya con más confianza, el boticario y su mujer, seguidos de todos los chicos, le enseñaron la casa, limpia, clara y bienoliente; después fueron a ver la huerta, y aquí Elizabide el Vagabundo vio por primera vez a Maintoni, que, con la cabeza cubierta con un sombrero de paja estaba recogiendo guisantes en la falda del delantal. Elizabide y ella se saludaron fríamente.

«Vamos hacia el río —le dijo a su hermana la mujer del boticario—. Diles a las chicas que lleven el chocolate allí.»

Maintoni se fue hacia la casa, y los demás, por una especie de túnel largo, formado por perales que tenían las ramas extendidas como las varillas de un abanico, bajaron a una plazoleta que estaba junto al río, entre árboles, en donde había una mesa rústica y un banco de piedra. El sol, al penetrar entre el follaje, iluminaba el fondo del río, y se veían las piedras redondas del cauce y los peces que pasaban lentamente, brillando como si fueran de plata. La tarde era de una tranquilidad admirable; el cielo, azul, puro y tranquilo.

Antes de caer la tarde, las dos muchachas de casa del boticario vinieron con bandejas en la mano, trayendo chocolate y bizcochos. Los chicos se abalanzaron sobre los bizcochos como fieras. Elizabide el Vagabundo habló de sus viajes, contó algunas aventuras y tuvo suspensos de sus labios a todos. Sólo ella, Maintoni, pareció no entusiasmarse gran cosa con aquellas narraciones.

—Mañana vendrás, tío Pablo, ¿verdad? —le decían los chicos.

—Sí, vendré.

Y Elizabide el Vagabundo se marchó a su casa y pensó en Maintoni y soñó con ella. La veía, en su imaginación, tal cual era: chiquitilla, esbelta, con sus ojos negros, brillantes, rodeada de sus sobrinos, que la abrazaban y la besuqueaban.

Como el mayor de los hijos del boticario estudiaba el tercer año del Bachillerato, Elizabide se dedicó a darle lecciones de francés, y a estas lecciones se agregó Maintoni.

Elizabide comenzaba a sentirse preocupado con la hermana de su cuñada, tan serena, tan inmutable; no se comprendía si su alma era un alma de niña, sin deseos ni aspiraciones, o si era una mujer indiferente a todo lo que no se relacionase con las personas que vivían en su hogar. El vagabundo la solía mirar absorto. «¿Qué pensará?», se preguntaba. Una vez se sintió atrevido, y le dijo:

—Y usted ¿no piensa casarse, Maintoni?

—¡Yo! ¡Casarme!

—¿Por qué no?

—¿Quién va a cuidar de los chicos si me caso? Además, yo ya soy neskazarra (solterona) —contestó ella, riéndose.

—¡A los veintisiete años solterona! Entonces yo, que tengo treinta y ocho, debo de estar en el último grado de la decrepitud.

Maintoni a esto no dijo nada; no hizo más que sonreír.

Aquella noche Elizabide se asombró al ver lo que le preocupaba la Maintoni.

«¿Qué clase de mujer es esta? —se decía—. De orgullosa no tiene nada, de romántica, tampoco, y, sin embargo…»

En la orilla del río, cerca de un estrecho desfiladero, brotaba una fuente, que tenía un estanque profundísimo; el agua parecía allí de cristal por lo inmóvil. «Así era, quizá, el alma de Maintoni —se decía Elizabide—, y, sin embargo…» Sin embargo, a pesar de sus definiciones, la preocupación no se desvanecía; al revés, iba haciéndose mayor.

Llegó el verano; en el jardín de la casa del boticario reuníase toda la familia, Maintoni y Elizabide el Vagabundo. Nunca fue este tan exacto como entonces, nunca tan dichoso y tan desgraciado, al mismo tiempo. Al anochecer, cuando el cielo se llenaba de estrellas y la luz pálida de Júpiter brillaba en el firmamento, las conversaciones se hacían más íntimas, más familiares, coreadas por el canto de los sapos. Maintoni se mostraba más expansiva, más locuaz.

A las nueve de la noche, cuando se oía el sonar de los cascabeles de la diligencia que pasaba por el pueblo, con un gran farol sobre la capota del pescante, se disolvía la reunión, y Elizabide se marchaba a su casa, haciendo proyectos para el día de mañana, que giraban siempre alrededor de Maintoni.

A veces, desalentado, se preguntaba: «¿No es imbécil haber recorrido el mundo para venir a caer en un pueblecillo y enamorarse de una señorita de aldea?». ¡Y quién se atrevía a decir nada a aquella mujer tan serena, tan impasible!

Fue pasando el verano, llegó la época de las fiestas, y el boticario y su familia se dispusieron a celebrar la romería de Arnazábal, como todos los años.

—¿Tú también vendrás con nosotros? —le preguntó el boticario a su hermano.

—Yo, no.

—¿Por qué no?

—No tengo ganas.

—Bueno, bueno; pero te advierto que te vas a quedar solo, porque hasta las muchachas vendrán con nosotros.

—¿Y usted también? —dijo Elizabide a Maintoni.

—Sí. ¡Ya lo creo! A mí me gustan mucho las romerías.

—No hagas caso, que no es por eso —replicó el boticario—. Va a ver al médico de Arnazábal, que es un muchacho joven, que el año pasado le hizo el amor.

—¿Y por qué no? —exclamó Maintoni, sonriendo.

Elizabide el Vagabundo palideció, enrojeció; pero no dijo nada. La víspera de la romería, el boticario le volvió a preguntar a su hermano:

—Conque vienes, ¿o no?

—Bueno. Iré —murmuró el vagabundo.

Al día siguiente se levantaron temprano y salieron del pueblo; tomaron la carretera, y después, siguiendo veredas, atravesando prados cubiertos de altas hierbas y de purpúreas digitales, se internaron en el monte. La mañana estaba húmeda, templada; el campo, mojado por el rocío; el cielo, azul muy pálido, con algunas nubecillas blancas que se deshilachaban en estrías tenues. A las diez de la mañana llegaron a Arnazábal, un pueblo en un alto, con su iglesia, su juego de pelota en la plaza y dos o tres calles formadas por caseríos.

Entraron en el caserío propiedad de la mujer del boticario y pasaron a la cocina. Allí comenzaron los agasajos y los grandes recibimientos de la vieja de la casa, que abandonó su labor de echar ramas al fuego y de mecer la cuna de un niño; se levantó del fogón bajo, en donde estaba sentada, y saludó a todos, besando a Maintoni, a su hermana y a los chicos. Era una vieja flaca, acartonada, con un pañuelo negro en la cabeza. Tenía la nariz larga y ganchuda, boca sin dientes, la cara llena de arrugas y el pelo blanco.

—Y ¿vuestra merced es el que estaba en las Indias? —preguntó la vieja a Elizabide, encarándose con él.

—Sí, yo era el que estaba allá.

Como habían dado las diez, y a esta hora empezaba la misa mayor, no quedaba en casa más que la vieja. Todos se dirigieron a la iglesia.

Antes de comer, el boticario, ayudado de su cuñada y de los chicos, disparó desde una ventana del caserío una barbaridad de cohetes, y después bajaron todos al comedor. Había más de veinte personas en la mesa, entre ellos el médico del pueblo, que se sentó cerca de Maintoni y tuvo para ella y para su hermana un sinfín de galanterías y de oficiosidades.

Elizabide el vagabundo sintió una tristeza tan grande en aquel momento, que pensó en dejar la aldea y volverse a América. Durante la comida, Maintoni le miraba mucho a Elizabide.

«Es para burlarse de mí —pensaba este—. Ha sospechado que la quiero, y coquetea con el otro. El golfo de Méjico tendrá que ser otra vez conmigo.»

Al terminar la comida eran más de las cuatro; había comenzado el baile. El médico, sin separarse de Maintoni, seguía galanteándola, y ella mirando a Elizabide.

Al anochecer, cuando la fiesta estaba en su esplendor comenzó el aurresku. Los muchachos, agarrados de las manos, iban dando vuelta a la plaza, precedidos de los tamborileros; dos de los mozos se destacaron, se hablaron, parecieron vacilar, y descubriéndose, con las boinas en la mano, invitaron a Maintoni para ser la primera, la reina del baile. Ella trató de disuadirlos en vascuence; miró a su cuñado, que sonreía; a su hermana, que también sonreía, y a Elizabide, que estaba fúnebre.

«Anda, no seas tonta», le dijo su hermana.

Y comenzó el baile, con todas sus ceremonias y saludos, recuerdos de una edad primitiva y heroica. Concluido el aurresku, el boticario sacó a bailar el fandango a su mujer, y el médico a Maintoni.

Oscureció. Fueron encendiéndose hogueras en la plaza, y la gente fue pensando en la vuelta. Después de tomar chocolate en el caserío, la familia del boticario y Elizabide emprendieron el camino hacia casa.

A lo lejos, entre los montes, se oían los irrintzi de los que volvían de la romería, gritos como relinchos salvajes. En las espesuras brillaban los gusanos de luz como estrellas azuladas, y los sapos lanzaban su nota de cristal en el silencio de la noche serena.

De cuando en cuando, al bajar alguna cuesta al boticario se le ocurría que se agarraran todos de la mano, y bajaban la cuesta cantando:

Aita, San AntonioUrkiolakoa.Askoren bihotzekosantu debotua.

A pesar de que Elizabide quería alejarse de Maintoni, con la cual estaba indignado, dio la coincidencia de que ella se encontraba junto a él. Al formar la cadena, ella le daba la mano, una mano pequeña, suave y tibia. De pronto, al boticario, que iba el primero, se le ocurría pararse y empujar para atrás, y entonces se daban encontronazos los unos contra los otros, y, a veces, Elizabide recibía en sus brazos a Maintoni. Ella reñía alegremente a su cuñado y miraba al vagabundo, siempre fúnebre.

—Y usted, ¿por qué está tan triste? —le preguntó Maintoni, con voz maliciosa, y sus ojos negros brillaron en la noche.

—¡Yo! No sé. Esta maldad de hombre que, sin querer, le entristecen las alegrías de los demás.

—Pero usted no es malo —dijo Maintoni, y le miró tan profundamente con sus ojos negros, que Elizabide el Vagabundo se quedó tan turbado, que pensó que hasta las mismas estrellas notarían su turbación.

—No, no soy malo —murmuró Elizabide—; pero soy un fatuo, un hombre inútil, como dice todo el pueblo.

—¿Y eso le preocupa a usted, lo que diga la gente que no lo conoce?

—Sí; temo que sea la verdad, y para un hombre que tendrá que marcharse otra vez a América es un temor grave.

—¿Marcharse? ¿Se va usted a marchar? —murmuró Maintoni con voz triste.

—Sí.

—Pero ¿por qué?

—¡Oh! A usted no se lo puedo decir.

—¿Y si yo lo adivinara?

—Entonces lo sentiría mucho, porque se burlaría usted de mí, que soy viejo…

—¡Oh, no!

—Que soy pobre.

—No importa.

—¡Oh, Maintoni! ¿De veras? ¿No me rechazaría usted?

—No, al revés.

—Entonces… ¿me querrás como yo te quiero? …murmuró Elizabide el Vagabundo en vascuence.

—Siempre, siempre…

Y Maintoni inclinó su cabeza sobre el pecho de Elizabide, y este la besó en su cabellera castaña.

—¡Maintoni! ¡Aquí! —le dijo su hermana; y ella se alejó de él; pero se volvió a mirarle una vez, y muchas.

Y siguieron todos andando hacia el pueblo por los caminos solitarios. En derredor vibraba la noche llena de misterios; en el cielo palpitaban los astros. Elizabide el Vagabundo, con el corazón anegado de sensaciones, inefables, sofocado de felicidad, miraba con los ojos muy abiertos una estrella lejana, muy lejana, y le hablaba en voz baja…

FIN


  • Autor: Pío Baroja

  • Título: Elizabide el Vagabundo

  • Publicado en: Idilios vascos (1902)

 
 
 


El hombre de la casa de carne

George R. R. Martin(Cuento completo)


I. EN LA CASA DE CARNE

La primera vez fueron directamente desde los yacimientos: Trager y los chicos mayores, los que ya eran casi hombres y manipulaban cadáveres con él. Cox, el mayor del grupo y el que más tiempo llevaba yendo, había dicho que Trager tenía que ir tanto si quería como si no. Otro se había reído y había comentado que Trager no sabría ni por dónde empezar, pero Cox, que hacía las veces de jefe, lo había hecho callar de un empujón. Y cuando llegó el día de cobrar, Trager siguió a los demás a la casa de carne, asustado pero impaciente, y pagó al hombre de la planta baja, que le dio la llave de una habitación.

Entró en la penumbra de la estancia tembloroso, hecho un manojo de nervios. Los demás se habían ido a otras habitaciones y lo habían dejado a solas con ella («No, no es “ella”, es “eso”», se recordó, pero de inmediato lo olvidó de nuevo), en un sórdido cubículo gris con una única lámpara que emitía una luz mortecina.

Trager apestaba a sudor y azufre, como todos los que recorrían las calles de Skrakky; era inevitable. Habría preferido bañarse antes, pero en la habitación no había baño: solo un lavabo, una cama grande con sábanas cuya suciedad era patente hasta en la penumbra y un cadáver.

Yacía desnuda, casi sin respirar, con las piernas abiertas y la mirada perdida. Estaba lista. Trager se preguntó si la habría dispuesto de aquel modo el hombre que lo había precedido, o si estaría siempre así. Sí sabía qué hacer (lo sabía, claro que lo sabía: había leído los libros que le había prestado Cox; también estaban las películas y todo eso), pero no sabía mucho más de la vida. Aparte de manipular cadáveres: eso se le daba bien, aunque fuera el manipulador más joven de Skrakky. Lo habían metido en la escuela de manipuladores cuando murió su madre y no le había quedado más remedio que aprender, así que a eso se dedicaba. En cambio, lo otro no lo había hecho nunca (pero sabía, claro que sabía). Era su primera vez.

Se acercó a la cama muy despacio y se sentó en medio de un coro de muelles chirriantes. La tocó; tenía la piel cálida. Claro, no era un cadáver de verdad. El cuerpo seguía vivo, respiraba, y bajo los grandes pechos blancos palpitaba un corazón. Lo único que le faltaba era el cerebro, que le habían extirpado para sustituirlo por el reprocerebro de algún muerto. Ya no era más que carne, un cuerpo más bajo el control de un manipulador, igual que los que veía a diario en su trabajo bajo los cielos sulfúreos. No era una mujer, así que no importaba que Trager fuera un chiquillo, un crío de rostro bobalicón que apestaba a Skrakky. A ella (no, no: ¡a eso!) no le importaría. No podía importarle.

Envalentonado y con una erección, el chico se despojó de la ropa de manipulador de cadáveres y se tumbó en la cama con la carne de mujer. Estaba tan nervioso como excitado, y le temblaron las manos cuando la acarició, cuando examinó la piel blanca, el pelo largo y oscuro. Ni a un mocoso como él podía parecerle bonita: tenía la cara ancha, la boca abierta y las extremidades flácidas y sebosas.

El cliente anterior le había dejado marcas de mordiscos en los enormes pechos, alrededor de los grandes pezones oscuros. Trager las tocó indeciso y las recorrió con el dedo. Luego dejó de lado los titubeos, agarró un pecho, se lo estrujó y pellizcó el pezón hasta que le pareció que una chica de verdad habría gritado de dolor. El cadáver no se movió. Sin dejar de apretar, se puso encima y llevó los labios al otro pecho.

Y el cadáver respondió.

Le devolvió la embestida con fuerza y cerró los brazos gruesos y carnosos en torno a la espalda llena de espinillas del muchacho para atraerlo hacia sí. Trager gimió y la palpó entre los muslos. Estaba cálida, húmeda, excitada. El chico se estremeció. ¿Cómo lo harían? ¿Era posible que un cuerpo sin mente se excitara? ¿Le habrían insertado tubos con lubricante?

Enseguida dejó de pensar en ello. Se cogió el pene con torpeza, la penetró y embistió. El cadáver lo aprisionó con las piernas y siguió su ritmo. Era fabuloso, increíble, mucho mejor que lo que conseguía solo, y sentía un turbio orgullo al notarla tan húmeda y excitada.

Apenas aguantó unas cuantas embestidas: era demasiado joven e inexperto, y estaba demasiado ansioso para durar más. Solo necesitó esas pocas acometidas…, igual que ella. Se corrieron a la vez, y una oleada de rubor bañó la piel de la mujer cuando arqueó la espalda y se estremeció en silencio.

Después volvió a yacer como un cadáver.

Trager estaba satisfecho, pero aún le quedaba tiempo y tenía toda la intención de exprimir el dinero al máximo. La exploró a fondo: le metió los dedos por todas partes, la toqueteó sin reparos, le dio la vuelta y la examinó a conciencia. Cuando lo movía, el cadáver no era más que carne muerta.

La dejó tal como la había encontrado, tumbada de espaldas en la cama y con las piernas abiertas. Las normas de cortesía de la casa de carne.

El horizonte era un muro de fábricas, todo fábricas, grandes fábricas que vomitaban nubes rojas contra el oscuro cielo sulfúreo. El chico las veía, pero casi ni se daba cuenta. Estaba bien sujeto con arneses a bordo de su trituradora, a una altura de dos pisos sobre la monstruosa máquina de metal corroído pintado de amarillo, con crueles dientes de diamante y duraleación. Se le nublaban los ojos, y veía triple: distinguía con nitidez el cuadro de mandos situado ante él, así como el volante, el inyector de combustible, el brillante manubrio de la pala para la mena, el freno, el bloqueo de emergencia y las hileras de luces que le indicarían si algo fallaba en la refinería que se encontraba bajo sus pies. Pero no era lo único que veía. Las reverberaciones le llegaban tenues, amortiguadas; imágenes superpuestas de otras dos cabinas casi idénticas a la suya, donde las manos de los cadáveres se desplazaban con torpeza por los mandos.

Trager movía aquellas manos despacio, con cautela, mientras otra parte del cerebro mantenía inmóviles sus propias manos, sus manos de verdad. El controlador de cadáveres emitía un débil zumbido en el cinturón del muchacho.

Las otras dos trituradoras se colocaron a ambos lados de él. Las manos muertas apretaron los frenos, y las máquinas se detuvieron con estrépito, las tres alineadas al borde de la enorme cuenca como gigantes sarnosos y lisiados, preparadas para descender a las tinieblas. La hondonada era cada vez más grande porque día tras día le arrancaban más capas de roca y mena.

Hubo un tiempo en que allí había una cordillera, pero Trager no la recordaba.

El resto era sencillo. Las trituradoras ya estaban preparadas, y resultaba facilísimo mover el equipo al unísono; era una tarea al alcance de cualquier manipulador. Se complicaba un poco cuando había que controlar varios cadáveres a la vez, cada uno ocupado en una tarea distinta, pero tampoco representaba un gran desafío para un buen profesional. Los Veteranos eran capaces de controlar equipos de ocho unidades: ocho cuerpos, ocho reprocerebros conectados a un controlador de cadáveres movido por una sola mente. Estaban sintonizados con un único controlador, y el manipulador que lo llevaba enviaba pensamientos a los cadáveres que se encontraban en su campo de acción y podía moverlos como cuerpos secundarios. O como si fueran su propio cuerpo, siempre que tuviera suficiente habilidad.

Trager se palpó la mascarilla filtradora y los tapones de los oídos, accionó el inyector de combustible, activó el contacto y puso en marcha las cuchillas láser y los taladros. Los cadáveres repitieron sus movimientos, y unas ráfagas de luz iluminaron el crepúsculo de Skrakky. Las fauces devoradoras de roca de la trituradora tenían una anchura superior a la altura de la máquina. Los tapones de los oídos no amortiguaban por completo el espantoso chirrido de las palas en funcionamiento.

Trager y su equipo de cadáveres bajaron a la mina con estruendo y en perfecta formación. Antes de llegar a las fábricas que se divisaban al otro lado, habrían arrancado, fundido y procesado toneladas de metal, dejando que el aire ya irrespirable absorbiese la piedra pulverizada. Al anochecer, en el horizonte, entregarían el acero elaborado.

Mientras descendían, Trager iba pensando que era un buen manipulador, pero la manipuladora de la casa de carne tenía que ser una verdadera artista. Se la imaginaba metida en algún sótano, observando todos los cadáveres mediante holos y psicircuitos y moviéndolos para complacer a los clientes. ¿El polvo había salido tan perfecto por pura casualidad, o siempre era así de hábil? Pero ¿cómo?, ¿cómo podía manipular una docena de cadáveres sin siquiera estar cerca? ¿Cómo conseguía que hicieran cosas diferentes, mantenerlos excitados y hacerles seguir con tal precisión el ritmo y las necesidades de cada cliente?

Tras él, el aire se ennegrecía por el polvo de roca. Los chirridos le saturaban los oídos, y el horizonte distante era un muro rojizo al pie del cual se arrastraban las hormigas amarillas para devorar la roca. Pero la erección le duró durante todo el trayecto a través de la explanada, mientras la trituradora vibraba debajo de él.

Los cadáveres eran propiedad de la empresa y se guardaban en el depósito. Trager, en cambio, disponía de un cuarto solo para él, una porción de espacio en un almacén de acero y hormigón dividido en miles de porciones más. Solo conocía a unos pocos vecinos, pero era como si los conociera a todos: eran manipuladores de cadáveres. Vivían en un mundo de pasillos oscuros y silenciosos e interminables puertas cerradas. El vestíbulo que hacía las veces de sala de estar, todo aire y plástico, estaba siempre polvoriento y desierto. Nadie lo utilizaba jamás.

Las tardes eran largas; las noches, eternas. Trager había instalado más paneles luminosos en su cubículo, y cuando los encendía todos a la vez, la luz era tan intensa que las escasas visitas que tenía se quejaban de que los deslumbraba. Pero siempre llegaba un momento en que ya no podía seguir leyendo; entonces tenía que apagarlos, y la oscuridad volvía a imponerse.

Su padre, que hacía tanto que había muerto que ya casi ni se acordaba de él, le había dejado un tesoro de libros y cintas que aún conservaba. Cubrían las paredes de su habitación, y había altas pilas al pie de la cama y a los lados de la puerta del baño. Muy de tarde en tarde salía con Cox y los demás para beber, reír y rondar a mujeres de verdad. Los imitaba lo mejor que podía, pero siempre se sentía fuera de lugar, así que casi todas las noches prefería quedarse en su cuarto para leer, escuchar música, recordar y pensar.

La semana anterior al día de paga se pasó todas las noches dándole vueltas a la cabeza mucho después de apagar los paneles luminosos, y sus pensamientos fueron un caos de temores. Cox volvería a proponerle que los acompañara a la casa de carne, y sí, sí, claro que quería ir. ¡Había sido un placer tan excitante…! Por primera vez se había sentido seguro y viril. Pero al mismo tiempo tenía la sensación de que era demasiado fácil, cutre, sucio. Tenía que haber algo más. Amor, fuera lo que fuera. Tenía que ser mejor con una mujer de verdad, pero en la casa de carne no encontraría de esas. Tampoco había conocido a ninguna fuera, claro, pero solo porque no se había atrevido a intentarlo. Y tenía, tenía que intentarlo. De lo contrario, ¿qué vida le esperaba?

Se masturbó bajo las sábanas casi sin pensar en ello, mientras tomaba la decisión de no volver a la casa de carne.

Pero, llegado el día, Cox se burló de él y se sintió obligado a acompañarlos; como si tuviera algo que demostrar.

Le correspondió otra habitación, otro cadáver. Era una negra gorda de pelo naranja chillón, aún menos atractiva que la primera si cabe. Pero Trager estaba más que dispuesto y deseoso, y en aquella ocasión duró más. De nuevo, la ejecución fue impecable. El ritmo del cadáver se adecuaba a la perfección con el suyo; alcanzó el orgasmo al mismo tiempo que él, y en todo momento parecía saber exactamente lo que necesitaba.

A aquella visita siguieron otras: dos, cuatro, seis. Se convirtió en cliente habitual, como los demás, y ya le daba igual. Cox y los otros lo aceptaban a su manera extraña y desganada, aunque a él cada vez le gustaban menos. Se creía mejor que ellos. Se las arreglaba perfectamente en la casa de carne y controlaba los cadáveres y las trituradoras tan bien como cualquiera, pero no había perdido la capacidad de pensar, de soñar. Algún día, todo aquello quedaría atrás y se marcharía de Skrakky, llegaría a ser alguien. Ellos seguirían visitando la casa de carne toda la vida, pero Trager sabía que podía aspirar a más. Estaba seguro. Encontraría el amor.

Desde luego, en la casa de carne no lo encontraba, pero el sexo era cada vez mejor, y eso que ya había sido perfecto desde el principio. En la cama con los cadáveres, Trager no quedaba nunca insatisfecho: hacía todo aquello sobre lo que había leído, de lo que había oído hablar, con lo que había soñado. Los cadáveres entendían sus necesidades antes que él mismo. Cuando quería ir despacio, iban despacio; cuando quería sexo duro, rápido y brusco, se lo proporcionaban a la perfección. Utilizaba todos los orificios que tenían, y los cadáveres siempre sabían cuál debían presentarle.

La admiración que sentía hacia la manipuladora de la casa de carne creció a lo largo de los meses hasta transformarse en adoración. Al final, pensó que tal vez podría conocerla. Seguía siendo un crío ingenuo, y estaba seguro de que se enamoraría de ella. La sacaría de la casa de carne para llevarla a un mundo limpio sin cadáveres, donde serían felices.

Cierto día, en un momento de debilidad, se lo contó a Cox y a los demás. Cox se quedó mirándolo, meneó la cabeza y sonrió; otro se echó a reír con disimulo. Al final, todos estallaron en carcajadas.

—Mira que eres gilipollas, Trager —le dijo Cox al final—. ¡No hay ninguna manipuladora, joder! ¡No me digas que no has oído hablar de los circuitos de respuesta automática!

Se lo explicó entre risas. Le contó que cada cadáver estaba sintonizado con un controlador incorporado a la cama y le explicó cómo el cliente manipulaba la carne echada en la cama; por eso, para los que no eran manipuladores, las mujeres de la casa estaban inmóviles, muertas. Y el chico comprendió el motivo por el que el sexo era siempre tan perfecto: era mejor manipulador de lo que jamás habría imaginado.

Aquella noche, a solas en su habitación y con todas las luces a plena potencia, en medio del resplandor blanco y ardiente, Trager se enfrentó a sí mismo y tuvo que apartar la vista, asqueado. Su trabajo se le daba bien, y de eso estaba orgulloso, pero en cuanto a lo demás…

Decidió que era culpa de la casa de carne. Allí había una trampa que podía destruirlo, que podía destrozarle la vida, los sueños y las esperanzas. No volvería; era demasiado fácil. Iban a enterarse Cox y su pandilla. Recorrería el camino más difícil, aceptaría los riesgos, soportaría el dolor si era preciso. Y quizá sentiría alegría, quizá amor. Llevaba demasiado tiempo por el camino equivocado.

Trager no volvió a la casa de carne. Todos los días se metía en su habitación y se sentía fuerte, decidido, superior. Allí, mientras pasaban los años, se dedicaba a leer, a soñar y a esperar a que empezara la vida.

1. A los veintiún años

Josie fue la primera.

Era guapa, siempre había sido guapa, sabía que era guapa. Eso la había convertido en quien era y en como era: enérgica, segura, conquistadora; un espíritu libre. Solo tenía veinte años cuando se conocieron, igual que Trager, pero había vivido más que él y parecía conocer las respuestas. Se enamoró de ella a primera vista.

Pero ¿cómo era el Trager al que conoció Josie, años después de la casa de carne? Ya era más alto y corpulento, con músculo y grasa, callado, a menudo melancólico, siempre reservado. Controlaba un equipo de cinco en los yacimientos: más que Cox, más que ninguno de sus compañeros. Por la noche leía, a veces en su cuarto y a veces en el vestíbulo. Hacía mucho que había olvidado que iba allí para tratar de conocer a alguien. Trager era equilibrado, recto, impasible; no se metía con nadie y nadie se metía con él. Hasta el tormento había cesado, aunque por dentro conservaba las cicatrices. Pero no reparaba en ellas, puesto que nunca se miraba hacia dentro.

Había terminado por encajar en aquel mundo. Con sus cadáveres.

Aunque… no del todo. En su interior cobijaba un sueño, una fe, un ansia, un anhelo. Fue lo suficientemente fuerte para apartarlo de la casa de carne, de la vida vegetativa que habían elegido los demás. Algunas noches solitarias cobraba aún más fuerza. En esas ocasiones, Trager salía del lecho vacío, se vestía y pasaba horas recorriendo los pasillos con las manos hundidas en los bolsillos mientras algo, no sabía qué, le reconcomía las entrañas. Los paseos acababan siempre con la decisión de cambiar, de empezar una vida nueva al día siguiente.

Pero llegaba el día siguiente. Los pasillos grises y silenciosos quedaban olvidados; los demonios se desvanecían, y volvía a verse en la mina con seis trituradoras traqueteantes y estrepitosas. Se sumergía en la rutina, y pasaban largos meses antes de que regresara aquella sensación.

Y un día apareció Josie. La historia de su encuentro es la siguiente.

Había un yacimiento nuevo, abundante, sin explotar, una vasta llanura de rocas y escombros. Pocas semanas atrás había colinas bajas, pero los planeadores de la compañía habían nivelado la zona con explosiones atómicas sistemáticas, y había llegado el turno de las trituradoras. Los cinco del equipo de Trager habían sido de los primeros, y al principio le resultó estimulante el cambio. La vieja mina estaba casi agotada; en cambio, allí se enfrentaba a un terreno nuevo, con rocas y puños de bordes afilados que rugían al salir volando, cortando el viento cargado de polvo.

Todo le parecía emocionante, peligroso. Llevaba chaqueta de cuero y máscara filtradora, gafas de seguridad y tapones en los oídos, y dirigía sus seis máquinas y sus seis cuerpos con fiero orgullo, pulverizando las rocas para despejar el camino a las máquinas que lo seguirían, abriéndose paso metro a metro para recoger tanta mena como pudiera.

Un día, de repente, una de las reverberaciones visuales le llamó la atención. En la trituradora de un cadáver centelleaba una luz roja. Trager extendió las manos, la mente, cinco pares de brazos muertos. Seis máquinas se detuvieron en el acto, pero otra luz se puso en rojo, y luego otra, y otra más, y al final, todo el cuadro, las doce. Una trituradora no funcionaba. Trager maldijo, buscó la máquina con la mirada por la llanura de roca y le dio una patada con la pierna del cadáver. Las luces siguieron en rojo, así que emitió una señal pidiendo un técnico.

En el tiempo que tardó en llegar, Trager se soltó los arneses, bajó por los aros metálicos del lateral de la trituradora y cruzó las rocas hacia donde se había detenido la máquina averiada. Estaba a punto de subirse cuando apareció Josie en un planeador monoplaza que parecía una lágrima de metal negro como la noche. Se conocieron al pie de la montaña de metal amarillo, a la sombra de sus neumáticos.

Supo al instante que aquella mujer no era nueva en los yacimientos. Vestía mono de manipulador, llevaba tapones en los oídos y gafas de seguridad, y se había engrasado la cara para evitar la abrasión del polvo. Pero seguía siendo hermosa. Tenía el pelo corto, castaño claro, despeinado por el viento; cuando se quitó las gafas le mostró unos ojos de un verde intenso.

Nada más llegar se puso al mando. Se presentó, muy profesional, le hizo unas cuantas preguntas y abrió el compartimento de reparación para introducirse en las entrañas del motor, el fundidor de mena y la refinería. No le llevó mucho tiempo: volvió a salir en unos diez minutos.

—Ni se te ocurra entrar —le dijo al tiempo que sacudía la cabeza para apartarse un mechón de pelo de las gafas—. Ha sido un fallo del amortiguador. Hay una fuga en los reactores nucleares.

—Ah —fue la respuesta de Trager. En lo último en que pensaba era en la trituradora; quería causarle buena impresión, decir algo inteligente—. ¿Va a estallar? —preguntó, y al instante comprendió que no había sido una pregunta inteligente, ni mucho menos. Claro que no iba a estallar. Sabía de sobra que los reactores nucleares con fugas no estallaban.

Pero a Josie debió de hacerle gracia, porque sonrió, mostrándole por primera vez aquella fulgurante sonrisa tan característica, y pareció verlo a él, a él, a Trager, no a un manipulador de cadáveres.

—No. Se fundirá, y nada más. Aquí fuera no se notará ni el calor, porque los tabiques están blindados. No entres y ya está.

—De acuerdo. —Pausa. ¿Qué podía añadir?—. ¿Qué hago ahora?

—Seguir trabajando con el resto de tu equipo, digo yo. Esta máquina está para el desguace. Hace tiempo que tendrían que haberle hecho una puesta a punto completa, pero qué va, no hacen más que ponerle parches. Imbéciles. Se estropea, se vuelve a estropear, y no se dan por vencidos. No se dan cuenta de que algo va mal. Después de tantos fallos, hay que ser idiota para pensar que funcionará a la próxima.

—Me imagino —asintió Trager. Josie sonrió, selló el panel e hizo ademán de irse—. ¡Espera! —Le salió casi sin pensarlo. La chica se volvió, ladeó la cabeza y lo miró con curiosidad. Y de repente, Trager extrajo fuerzas del acero, de la piedra, del viento. «Tal vez, tal vez», pensó. Bajo el cielo de azufre, los sueños no parecían tan imposibles—. Me llamo Greg Trager. ¿Quieres que volvamos a vernos?

—Claro —Josie sonrió—. Ven esta noche. —Le dio una dirección.

Cuando se marchó, Trager volvió a subirse a la trituradora, exultante en la fuerza de sus seis cuerpos, todo fuego, todo vida, y se puso a devorar roca con una sensación muy cercana a la alegría. A lo lejos, el fulgor rojo oscuro casi parecía un amanecer.

En casa de Josie se encontró con otras cuatro personas, amigos de la chica. Era una pequeña fiesta. Josie organizaba muchas fiestas, y de aquella noche en adelante, Trager asistió a todas. Josie hablaba con él, se reía con él; le gustaba, y de pronto la vida ya no era igual.

Con Josie vio zonas de Skrakky que no había visto nunca e hizo cosas que no había hecho jamás.

Paseó con ella entre las multitudes que se congregaban de noche en la calle, azotadas por el viento cargado de polvo, bajo la enfermiza luz amarillenta que iluminaba los edificios de cemento sin ventanas, y apostó en las carreras de camiones amarillos que pasaban rugiendo una y otra vez, y animó hasta enronquecer a los mecánicos sucios de grasa que los conducían.

Recorrió con ella los despachos subterráneos, tan extraños, blancos y silenciosos, con sus pasillos sellados y climatizados donde vivían y trabajaban los de otros planetas, los chupatintas y los ejecutivos de las empresas.

Deambuló con ella por los centros recreativos, aquellos edificios enormes y bajos tan semejantes por fuera a almacenes, pero llenos de luces de colores, salas de juegos, cafeterías, videolocales e incontables bares donde los manipuladores pasaban los ratos libres.

Fue con ella a los gimnasios de los edificios dormitorio, donde vieron como manipuladores menos hábiles que él enfrentaban a sus cadáveres a torpes puñetazos.

Se sentó con ella y sus amigos en tabernas tranquilas y oscuras que animaron con sus charlas y risas, y en cierta ocasión vio a un hombre muy parecido a Cox que lo miraba desde el rincón más alejado del local, así que sonrió y se acercó un poco más a Josie.

Casi ni se fijaba en las otras personas, en la gente de la que se rodeaba Josie; cuando hacían alguna de sus alocadas salidas y eran seis, u ocho, o diez, Trager se decía que los que salían eran Josie y él, y que los demás solo los acompañaban.

Muy de tarde en tarde, las circunstancias se combinaban de manera que se quedaban a solas y tenían ocasión de charlar. Sobre mundos lejanos, política, cadáveres y la vida en Skrakky; sobre los libros que ambos devoraban, sobre deportes, juegos o amigos que tenían en común. Tenían muchas afinidades. Trager hablaba y hablaba con Josie. Y no llegó a decirle ni una palabra.

Se había enamorado de ella, claro. Empezó a sospecharlo el primer mes, y no tardó en estar seguro. La amaba. Era lo que de verdad había estado esperando, y había llegado, como sabía que sucedería.

Pero con el amor había llegado el dolor: era incapaz de decírselo. Lo intentó un montón de veces, pero no le salían las palabras. ¿Y si el sentimiento no era mutuo?

Seguía pasando las noches a solas en la pequeña habitación, con las luces blancas, los libros y el dolor. Se sentía más solo que nunca, porque le habían arrebatado la tranquilidad de la rutina, la semivida con sus cadáveres. De día manejaba las grandes trituradoras, movía los cuerpos, pulverizaba la roca, fundía la mena y ensayaba lo que le diría a Josie. Y soñaba con lo que le respondería ella. Pensaba que se encontraba también atrapada, que había conocido a otros hombres, claro, pero no los amaba: lo amaba a él, aunque no se lo podía decir, igual que él no sabía decírselo a ella. Cuando lo consiguiera, cuando diera con las palabras y encontrara el valor, todo se arreglaría. Eso se decía jornada tras jornada, y cavaba más deprisa y a más profundidad.

Sin embargo, cuando volvía a casa, la seguridad se esfumaba, y comprendía con desesperación que estaba engañándose. Para ella, era y sería siempre un amigo, nada más. ¿Por qué mentirse? Los indicios estaban bien claros. Nunca se habían acostado juntos, y las pocas veces que se atrevió a tocarla, ella se limitó a sonreír y a apartarse con cualquier excusa, de forma que no le quedaba del todo claro si lo estaba rechazando. Pero así era, y en la oscuridad, la certeza lo destrozaba. No había semana en que no deambulara hosco por los pasillos, desesperado por hablar con alguien, sin saber cómo. Las viejas heridas volvían a sangrar.

Hasta el día siguiente; cuando volvía a sus máquinas, recuperaba la fe. Debía creer en sí mismo, lo sabía, se lo decía a gritos. Debía dejar de lado la autocompasión y actuar. Tenía que decírselo a Josie, sí, iba a decírselo.

Y ella le correspondería, juraba el día.

Y ella se echaría a reír, replicaban las noches.

Trager la persiguió todo un año, un año de dolor y promesas, el primer año que vivió de verdad. En eso estaban de acuerdo los temores nocturnos y la voz del día: nunca había estado tan vivo. Jamás volvería a sentir el vacío que tenía antes de conocer a Josie; no pensaba regresar nunca a la casa de carne. Al menos en ese sentido había salido ganando. Podía cambiar y tal vez, algún día, reuniría el valor para decírselo.

Una noche, Josie fue a visitarlo con un par de amigos, pero estos tuvieron que marcharse temprano. Siguieron charlando sobre naderías durante una hora, y al final Josie dijo que tenía que irse. Trager se ofreció a acompañarla.

La rodeó con el brazo para recorrer los largos pasillos y observó su rostro, vio como las luces y las sombras jugaban en sus mejillas al pasar de la luz a la oscuridad.

—Josie —empezó a decir. Se sentía bien, a gusto, cómodo, y le salió—. Te quiero.

Ella se detuvo, se apartó, retrocedió. Entreabrió los labios, y una sombra le relampagueó en los ojos.

—Oh, Greg —dijo. En voz baja. Con tristeza—. No, Greg, no, no, no. —Negó con la cabeza.

Tembloroso, articulando palabras sin sonido, Trager le tendió la mano. Josie no se la cogió. Le acarició suavemente la mejilla, y ella se apartó sin decir nada.

Y entonces, por primera vez, Trager se echó a llorar.

Josie se lo llevó a la habitación. Se sentaron en el suelo, uno frente al otro, sin tocarse, y hablaron.

J: … hace mucho que lo sé… Intenté desalentarte, Greg, pero no quería ser tan directa ni… pretendía hacerte daño… Eres buena persona… No te preocupes…

T: … ya lo sabía… Sabía que nunca… Me engañé… Quería creer que sí, aunque no fuera verdad… Lo siento, Josie, lo siento, lo siento, lo siento…

J: … miedo de que volvieras a ser como eras… No, Greg, prométemelo… No puedes rendirte… Tienes que creer…

T: ¿Por qué?

J: …si dejas de creer, lo pierdes todo… Muerto… Te mereces más… Buen manipulador… Vete de Skrakky, busca algo… Aquí no hay vida… Alguien… Lo encontrarás, solo tienes que creer, sigue creyendo…

T: … a ti… Te querré siempre, Josie… Siempre… ¿Cómo voy a encontrar a alguien?… No hay nadie como tú… Especial…

J: … no, Greg… Muchas personas… Solo tienes que buscar… Ábrete…

T: (Risas). ¿Que me abra?… Primera vez que hablaba con alguien…

J: … si quieres, habla conmigo… Podemos hablar… Demasiados amantes ya, todos quieren acostarse conmigo, mejor ser amigos nada más…

T: … amigos… (Risas, lágrimas).

2. Promesas de algún día

El fuego se había extinguido hacía tiempo, y Stevens y el guarda forestal se habían ido a dormir, pero Trager y Donelly seguían sentados en torno a las cenizas, en el límite de la zona despejada. Hablaban bajo para no despertar a los demás, y las palabras quedaban suspendidas en el aire agitado de la noche. En el bosque oscuro sin talar que se alzaba detrás de ellos reinaba la quietud: toda la vida animal de Vendalia había huido del estruendo que la flota de camiones sierra había provocado durante el día.

—… un equipo de seis sierra. Aunque no tenga mucha experiencia, sé que no es fácil —estaba diciéndole Donelly. Era un joven pálido y tímido, agradable pero lleno de inseguridad. En su modo de hablar, tan forzado, Trager oía ecos de sí mismo—. Se te daría bien la arena de combate.

Trager asintió pensativo, sin apartar la vista de las cenizas que removía con un palo.

—Vine a Vendalia con esa intención, pero fui al gladiatorio una vez y nada más; me bastó para cambiar de idea. Podría con ellos, sí, aunque solo de imaginarlo me dan arcadas. Aquí, bueno, gano muchísimo menos que en Skrakky, pero el trabajo es, no sé, limpio, ¿entiendes?

—Más o menos. Pero los combatientes de la arena no son personas, ya lo sabes. No son nada más que carne. En el peor de los casos, los cuerpos quedarán tan muertos como sus mentes. Si lo piensas bien, tiene lógica.

—Eres demasiado lógico, Don —dijo Trager riendo—. Deberías probar a sentir más. Mira, cuando vuelvas a Gidyon ve a los gladiatorios y abre bien los ojos. Es muy desagradable: unos cadáveres tambaleantes que se atacan con hachas, espadas y mazas de púas. Una salvajada, y el público jalea cada golpe, y se ríe… ¡La gente se ríe, Don! No. —Negó con un ademán brusco—. No.

—Pero ¿por qué no? —Donelly jamás daba por terminada una discusión—. No te entiendo, Greg. Serías el mejor; te he visto trabajar con tu equipo.

Trager alzó la mirada y estudió unos instantes al jovencito que aguardaba la respuesta en silencio. Recordó las palabras de Josie: ábrete, tienes que abrirte. El anterior Trager, el Trager que vivía solo, sin amigos, encerrado en la residencia de manipuladores de Skrakky, ya no existía. Había crecido; no era el mismo.

—Conocí a una chica —empezó con voz pausada. Se abrió—. En Skrakky me enamoré, Don. No salió bien, y por eso estoy aquí. Busco a otra persona, busco algo mejor. Es por eso, ¿lo entiendes? —Hizo una pausa para escoger las palabras—. Yo quería que aquella chica, Josie, se enamorase de mí. —Le costaba decirlo—. Que me admirase y todo eso. Sí, tienes razón, podría ganar una fortuna manipulando cadáveres en la arena, pero Josie no se enamoraría de un tío con un trabajo así. Ahora ya no es por ella, claro, sino que… no podré encontrar a la persona que estoy buscando si me dedico a la arena. —Se levantó de repente—. No sé. Eso es lo importante: Josie, o encontrar una chica como ella un día no muy lejano.

Donelly se quedó en silencio, sentado a la luz de la luna, y se mordisqueó el labio sin mirar a Trager. De pronto, toda lógica era inútil. Y Trager, a falta de pasillos, se fue a vagar a solas por el bosque.

Eran un grupo muy compenetrado: tres manipuladores, un guarda forestal y trece cadáveres. Día a día ganaban terreno al bosque, encabezados por Trager, que lanzaba su equipo de seis cadáveres, cada uno con su camión sierra, contra la espesura vendaliana, contra el brezonegro, los duros ferrelanzas de corteza gris, los correosos quebramas y toda la maraña del bosque hostil. Los camiones sierra, voladores veloces, eran más complejos y difíciles de manejar que las trituradoras de Skrakky, aunque más pequeños. Trager dirigía seis con manos de cadáveres, además del suyo. El muro de vegetación se derrumbaba ante los filos rechinantes y las cuchillas láser. Tras él iba Donelly, empujando tres aserraderos móviles grandes como montañas, que transformaban los árboles caídos en madera para Gidyon y otras ciudades de Vendalia. Cerraban la marcha Stevens, el tercer manipulador, con un cañón de llamas que quemaba los tocones y fundía la roca, y las bombas de succión que preparaban la zona recién despejada para el cultivo. El guarda forestal era el capataz, y el proceso era todo un arte.

Se trataba de una labor limpia, dura, exigente, que a Trager se le iba dando mejor con el paso de los días. Adelgazó hasta adquirir un aspecto casi atlético; los rasgos se le endurecieron; la piel se le tostó bajo el sol radiante de Vendalia. Manipulaba los cadáveres y pilotaba los sierra con tanta facilidad como movía un pie o una mano, hasta el punto de que parecían formar parte de él. A veces, el control era tan firme y las reverberaciones tan fuertes y nítidas que no se sentía un manipulador con un equipo, sino un hombre con siete cuerpos, siete cuerpos fuertes que volaban a lomos de los bochornosos vientos del bosque. Y se regocijaba en el sudor de todos ellos.

Las tardes, después del trabajo, también le gustaban. Trager halló una paz allí que nunca había tenido en Skrakky, como si hubiera encontrado su sitio. Los forestales que iban y venían de Gidyon para trabajar en turnos alternos eran buena gente. Stevens era un hombretón jovial que rara vez hacía una pausa entre bromas para decir algo serio, y Trager siempre se divertía con él. A Donelly, el joven tímido, la voz tranquila de la lógica, llegó a considerarlo un amigo. Sabía escuchar, mostraba tolerancia y empatía, y al nuevo Trager, el Trager que se había abierto, le gustaba hablar. Cuando hablaba de Josie y exorcizaba lo que le reconcomía el alma, los ojos del muchacho brillaban con algo que bien podía ser envidia, y Trager comprendió, o creyó comprender, que Donelly era él, el viejo Trager, el de antes de Josie que no acertaba con las palabras.

Pero con el tiempo, tras días y semanas de conversación, Donelly dio con las palabras, y fue el turno de Trager de escuchar y compartir el dolor ajeno. Se sintió bien: estaba ayudando a otra persona, dándole fuerzas. Alguien lo necesitaba.

Al anochecer, en torno a las cenizas, los dos hombres intercambiaban sueños y tejían un tapiz esperanzado de promesas y mentiras.

Pero las noches siempre llegaban.

Como siempre, eran el peor momento; eran las horas de los largos paseos solitarios de Trager. Josie le había dado mucho; sin embargo, también le había arrebatado algo: aquella extraña apatía que lo había protegido, la capacidad de no pensar, de amortiguar el dolor. En Skrakky, rara vez recorría los pasillos; aquellos bosques, en cambio, lo acogían con frecuencia.

Todo empezaba cuando terminaba la charla, cuando Donelly se iba a dormir. Entonces, Josie visitaba a Trager en la soledad de la tienda. Mil veces se quedó en vela, tumbado con las manos entrelazadas en la nuca y la vista fija en la lona de plástico, mientras revivía la noche en que se lo había dicho. Mil veces le tocó la mejilla, mil veces la vio apartarse.

Pensaba, luchaba contra los pensamientos y perdía. Y era entonces cuando se levantaba desasosegado y salía de la tienda. Cruzaba el claro para adentrarse en el bosque silencioso e imponente, se metía en la maleza apartando las ramas bajas y caminaba hasta encontrar agua. Entonces se sentaba junto a un lago saturado de escoria o un riachuelo borboteante cuyas aguas corrían rápidas y grasientas a la luz de la luna, y se dedicaba a lanzar piedras a la superficie, piedras planas que volaban en la noche, para oír como se hundían en el agua con un chapoteo.

Y allí se quedaba horas, tirando piedras y pensando, hasta que por fin se convencía de que el sol volvería a salir.

Gidyon. La ciudad. El corazón de Vendalia, y por tanto de Slagg, Skrakky, Nuevo Pittsburg y todos los mundos de cadáveres, lugares duros e ingratos donde los hombres tenían muertos que trabajaban en su lugar. Gidyon, con sus altas torres de metal negro y plata, esculturas aéreas que centelleaban al sol y brillaban tenues por la noche; su espaciopuerto vasto y bullicioso donde ascendían y descendían los cargueros dejando estelas transparentes de fuego tras de sí; sus centros comerciales con suelos de madera de ferrelanza, tan lustrosos que despedían un fulgor gris. Gidyon.

La ciudad de la podredumbre. La ciudad cadáver. El mercado de carne.

Porque los cargueros transportaban hombres: criminales, delincuentes y agitadores procedentes de una docena de mundos, comprados al contado con moneda vendaliana; por otra parte, corrían rumores más siniestros sobre naves de pasaje desaparecidas misteriosamente en saltos turísticos rutinarios. Y las altas torres eran hospitales y cadaverarios donde hombres y mujeres morían, se guardaban y renacían para volver a caminar. Y a lo largo de las pasarelas entarimadas de ferrelanza se alineaban las tiendas de cadáveres y las casas de carne.

Las casas de carne de Vendalia tenían mucha fama; la belleza de los cadáveres estaba garantizada.

Trager estaba sentado frente a uno de aquellos locales, al otro lado de la ancha avenida gris, bajo el toldo de un café al aire libre, con una copa de vino agridulce que bebía con parsimonia, pensando en cómo había volado su permiso y tratando de no mirar a la otra acera. El vino le calentaba la lengua, y era incapaz de controlar los ojos.

No dejaba de pasar gente entre el café y la casa de carne: curtidos manipuladores de Vendalia, Skrakky o Slagg; rechonchos mercaderes y turistas boquiabiertos de los Mundos Limpios como la Vieja Tierra o Zéfiro; y docenas de desconocidos cuyos nombres, trabajos y propósitos no sabría jamás. Se sentía terriblemente aislado allí mirando: no podía comunicarse con aquellas personas, no podía llegar a ellas. No sabía cómo, no era capaz. Daría igual que se levantase y agarrase a cualquiera de los transeúntes. No serviría de nada: no habría contacto real. El desconocido se limitaría a liberarse de él y echar a correr. Se había pasado así el tiempo de permiso: entrando en todos los bares de Gidyon, intentando relacionarse mil veces con la gente… Pero era todo muy forzado y no había surgido nada.

Se había terminado el vino. Trager contempló la copa con ojos turbios, parpadeando, mientras le daba vueltas. Luego, con ademanes bruscos, se levantó y pagó. Le temblaban las manos.

«Han pasado tantos años… —pensó, cruzando la calle—. Perdóname, Josie».

Trager regresó al campamento, y sus cadáveres pilotaron los camiones sierra como posesos. Pero estuvo más callado de lo habitual, y aquella noche, junto a la hoguera, no quiso hablar con Donelly. Al final, dolido y desconcertado, el muchacho lo siguió al bosque y lo encontró junto a un arroyo lánguido y oscuro como la muerte, concentrado en lanzar las piedras que había amontonado a sus pies.

T: … entré… Pese a lo que había dicho, pese a todas las promesas…, entré…

D: … no te preocupes… Recuerda tus palabras… Tienes que seguir creyendo…

T: … creía, de verdad, creía… Sin dificultades… Josie…

D: … dices que no me rinda… Tú tampoco… Repite aquello que dijiste, lo que te dijo Josie… Todo el mundo encuentra a alguien… si no deja de buscar… Si te rindes, mueres… Solo necesitas… Abrirte… Valor para buscar… Nada de autocompasión… Me lo has dicho mil veces…

T: … no te jode, es más fácil decirlo que hacerlo…

D: … Greg… No eres hombre de casa de carne… Soñador… Mejor que ellos…

T: (Suspiro). Sí… Pero cuesta mucho… ¿Por qué me hago esto…?

D: ¿… mejor volver a ser como eras…? ¿Sin sufrir? ¿Sin vivir…? ¿Como yo…?

T: … no… No… Tienes razón…

II. EL PEREGRINO, DE UN LADO PARA OTRO

Se llamaba Laurel y no se parecía a Josie en nada, salvo en una cosa: Trager estaba enamorado de ella.

¿Hermosa? No se lo parecía, al menos al principio. Demasiado alta, un palmo más que él; le sobraba algo de peso y era tirando a torpe. Lo más bonito que tenía era el pelo, una cabellera castaña rojiza en invierno que se tornaba de un rubio deslumbrante en verano, le caía por la espalda y cobraba vida cuando la agitaba el viento. Pero no era hermosa, al menos no como Josie. Lo raro era que con el tiempo iba volviéndose más bella, tal vez porque perdió peso, tal vez porque Trager se estaba enamorando y la veía con otros ojos, o tal vez porque le dijo que era hermosa y al decírselo la hizo bella, igual que cuando Laurel le dijo que era sabio y su fe le dio sabiduría. Fuera cual fuera la razón, cuando llegó a conocerla bien, Laurel era muy hermosa.

Tenía cinco años menos que él; era pulcra e inocente y tan tímida como decidida era Josie, además de inteligente, romántica y soñadora. Su frescura y entusiasmo eran adorables, pero también era exasperantemente insegura y ansiosa.

Acababa de llegar a Gidyon procedente de las regiones más distantes de Vendalia para hacerse guarda forestal. Trager, que volvía a estar de vacaciones, había ido a visitar la academia de forestales para saludar a un profesor que había trabajado en su equipo. Se conocieron en su despacho. Trager tenía dos semanas libres en una ciudad llena de desconocidos y casas de carne; Laurel estaba sola. Le mostró la deslumbrante decadencia de Gidyon, sintiéndose refinado y distinguido, y ella quedó impresionada.

Las dos semanas pasaron muy deprisa, y llegó la última noche. Trager, repentinamente preocupado, la llevó a un parque junto al río que cazaba Gidyon. Se sentaron en un muro de piedra bajo al borde del agua, cerca, pero sin tocarse.

—El tiempo vuela —comentó. Lanzó al agua con fuerza la piedra que tenía en la mano y observó como saltaba por la superficie y se hundía, sumido en sus pensamientos. Luego miró a la chica—. Estoy nervioso —dijo, y se rió—. Es que… No quiero marcharme, Laurel.

El rostro de Laurel no dejaba traslucir nada. ¿Estaba a la defensiva?

—Es una ciudad muy bonita —asintió.

—No, ¡no! —Trager negó con gesto vehemente—. No se trata de la ciudad, sino de ti. Me parece… Creo que…

Laurel le sonrió, y los ojos le brillaron de alegría.

—Ya lo sé —dijo.

Trager no daba crédito a sus oídos. Le tocó la mejilla, y ella le besó la mano. Y se sonrieron.

Volvió al campamento forestal para despedirse.

—¡Tienes que conocerla, Don! —exclamó—. ¿Ves? Si yo he podido, tú también. Solo necesitas creer y no dejar de intentarlo. Soy tan feliz que doy asco.

Donelly, siempre tan lógico y envarado, le sonrió sin saber muy bien qué hacer ante tal avalancha de alegría.

—¿A qué te vas a dedicar? —preguntó con cierto embarazo—. ¿A la arena de combate?

—Claro que no; ya sabes qué pienso —dijo Trager riéndose—. A algo parecido. Voy a trabajar en un teatro con actores cadáver, al lado del espaciopuerto. El sueldo es una mierda, pero estaré con Laurel, que es lo único que importa.

Aquella noche casi no durmieron: hablaron, se acariciaron entre abrazos e hicieron el amor. El sexo era puro gozo, un juego, un descubrimiento glorioso. Técnicamente no era tan perfecto como el de la casa de carne, pero a Trager le daba igual. Enseñó a Laurel a ser abierta, le contó todos sus secretos y deseó tener aún más.

—Pobre Josie —decía Laurel a menudo, con el cuerpo cálido pegado a él—. No sabe lo que se pierde. Tengo suerte; no puede haber dos como tú.

—No, quien tiene suerte soy yo.

Y discutían el asunto un buen rato entre risas.

Donelly se trasladó a Gidyon y entró a trabajar en el teatro. Dijo que sin Trager el bosque no tenía alicientes. Los tres pasaron mucho tiempo juntos, para alegría de Trager. Quería compartir a sus amigos con Laurel, y le había hablado mucho de Donelly. También quería que Donelly viera lo feliz que era, cuánto se podía conseguir con un poco de fe.

—Laurel me gusta —le dijo Donelly con una sonrisa la primera noche, cuando la chica se hubo marchado.

—Me alegro.

—No —insistió—. Me gusta de verdad, Greg.

Pasaron mucho tiempo juntos. Demasiado.

—Greg —dijo Laurel cierta noche, en la cama—, me parece que Don está… bueno, que está por mí. Ya me entiendes.

Trager se volvió hacia ella y apoyó la cabeza en el brazo.

—Dios. —Parecía preocupado.

—No sé qué hacer.

—Ten cuidado. Es muy vulnerable. Seguramente eres la primera mujer que le interesa. No seas demasiado dura con él. No quiero que sufra tanto como sufrí yo.

El sexo no era nunca tan bueno como en la casa de carne, y con el paso del tiempo, Laurel fue cerrándose. Empezó a quedarse dormida, cada vez más a menudo, después de hacer el amor. Ya no charlaban hasta el amanecer; tal vez no les quedara nada que decirse. Trager advirtió que la chica solía terminar sus historias por él; era casi imposible dar con una que no le hubiera contado ya.

—¿Que ha dicho qué? —Trager saltó de la cama, encendió la luz y se sentó con el ceño fruncido. Laurel se subió la manta hasta la barbilla—. ¿Y tú qué contestaste?

—No puedo decírtelo —respondió tras un momento de duda—. Queda entre Don y yo. Me reprochó que siempre te contara todo lo que pasa entre nosotros, y tiene razón.

—¿Razón? ¡Si yo te lo cuento todo a ti! ¿No te acuerdas de…?

—Sí, pero…

Trager negó en silencio, y cuando volvió a hablar ya no parecía tan enfadado.

—¿Qué pasa, Laurel? De pronto tengo miedo. Sabes que te quiero. ¿Cómo es posible que todo cambie tan deprisa?

La expresión de la chica se suavizó. Se incorporó y le tendió los brazos, y la manta cayó para dejar al descubierto sus pechos grandes y suaves.

—No te preocupes, Greg. Te quiero, siempre te querré, pero también lo quiero a él, ¿me entiendes?

Trager se refugió en sus brazos, apaciguado, y la besó con fervor. Luego, de repente, se apartó.

—Oye —preguntó con burlona seriedad para disimular que le temblaba la voz—, ¿a quién quieres más?

—A ti, claro.

El volvió al beso con una sonrisa.

—Sé que lo sabes —dijo Donelly—, así que más vale que hablemos.

Trager asintió. Estaban en el teatro, entre bastidores. Los tres cadáveres que caminaban tras él se detuvieron y cruzaron los brazos como si fueran guardias.

—De acuerdo. —Lo miró de hito en hito, mudando de golpe la sonrisa por un gesto severo—. Laurel me pidió que fingiera que no sabía nada porque te sentías culpable, pero me ha costado mucho trabajo, Don. Así que supongo que es mejor que lo saquemos todo a la luz.

Donelly clavó en el suelo los claros ojos azules y se metió las manos en los bolsillos.

—No quiero hacerte daño.

—Pues no me lo hagas.

—Pero tampoco puedo fingir que estoy muerto. No estoy muerto. Yo también la quiero.

—Eres mi amigo, Don. Búscate a otra a quien querer. Así solo conseguirás sufrir.

—Tiene más en común conmigo que contigo.

Trager se quedó mirándolo. Donelly alzó la vista hacia él y luego volvió a mirar al suelo, avergonzado.

—No sé. Me ha dicho que te quiere más a ti, Greg. No debería haber concebido esperanzas. Me siento como si te hubiera clavado un puñal por la espalda. No…

Trager lo miró fijamente y, al final, se echó a reír.

—Mierda, no aguanto más. Mira, Don, no me has clavado ningún puñal, no digas eso. Si la quieres, en fin, así son las cosas. Solo espero que todo salga bien.

Aquella noche, en la cama, se confió a Laurel.

—Estoy preocupado por él —le confesó.

El rostro de Trager, antes bronceado, se había tornado ceniciento.

—¿Laurel? —murmuró incrédulo.

—Ya no te quiero. Lo siento. Es así. Antes me parecía muy real, pero ahora es como un sueño y no sé si alguna vez te quise de verdad.

—Don… —La voz le salió hueca.

—No se te ocurra decir nada malo de Don —se enfureció Laurel—. Estoy harta de que lo critiques. Él siempre habla bien de ti.

—Pero, Laurel, ¿no recuerdas todo lo que nos dijimos? ¿Lo que sentíamos? Sigo siendo el mismo.

—Pues yo he crecido —replico rígida, sin lágrimas, al tiempo que se echaba atrás la melena entre rubia y rojiza—. Me acuerdo muy bien de todo, pero ya no siento lo mismo.

—No, por favor —tendió la mano hacia ella.

Laurel retrocedió.

—No me toques. He dicho que se acabó, Greg. Márchate ya; va a venir Don.

Fue peor que con Josie. Mil veces peor.

3. Vagabundo

Intentó seguir trabajando en el teatro porque le gustaba y tenía amigos, pero fue imposible. Donelly estaba allí a diario, todo amabilidad y sonrisas, y a veces Laurel iba a buscarlo al terminar la función y se marchaban juntos cogidos del brazo. Trager intentaba hacer como que no lo veía, y aquello que tenía dentro aullaba y lo desgarraba a zarpazos.

Dejó el empleo. No quería volver a verlos. Al menos le quedaba el orgullo.

Las luces iluminaban el cielo de Gidyon, y las risas se oían por doquier, pero en el parque reinaban la oscuridad y el silencio.

Trager estaba de pie junto a un árbol, muy rígido, con la mirada fija en el río y los puños apretados contra el pecho. Era una estatua. Casi no respiraba. Ni siquiera movía los ojos.

Junto al muro bajo, de rodillas, el cadáver siguió dando puñetazos hasta que la piedra quedó llena de sangre y las manos muertas no fueron más que muñones de carne desgarrada. El sonido de los golpes era sordo y húmedo, excepto cuando el hueso arañaba la roca.

Tuvo que pagar antes de entrar siquiera en la cabina, y esperar una hora para poder hablar con ella. Por fin, pensó. Por fin.

—Josie.

—¡Greg! —Le dedicó aquella sonrisa tan suya—. Tendría que haberlo imaginado, ¿quién más iba a llamarme desde Vendalia? ¿Cómo estás?

Se lo contó, y a Josie se le borró la sonrisa de la cara.

—Oh, Greg, no sabes cuánto lo siento. Pero no permitas que te hunda. Sigue adelante. La próxima vez saldrá mejor, siempre pasa igual.

No era suficiente.

—¿Cómo van las cosas por allí, Josie? ¿Me echas de menos?

—Claro que sí. Por aquí va todo bien, aunque claro, sigue siendo Skrakky. Quédate ahí, que estás mejor. —Miró hacia un punto fuera de la pantalla y luego se volvió de nuevo hacia él—. Tengo que irme o te costará una fortuna. Gracias por llamar, cariño.

—Josie… —empezó Trager. Pero la pantalla ya se había apagado.

A veces, de noche, incapaz de controlarse, llamaba a Laurel desde la pantalla de su casa. Cuando lo veía, ella entrecerraba los ojos y colgaba de inmediato.

Y Trager se quedaba sentado en la habitación, a oscuras, y recordaba los tiempos en que el simple hecho de oír su voz la había hecho muy feliz.

Las calles de Gidyon no eran el sitio más adecuado para paseos nocturnos y solitarios. Estaban atestadas de hombres y cadáveres, y la iluminación resultaba deslumbrante hasta en las horas más oscuras. Y las casas de carne abundaban en los bulevares y pasarelas de ferrelanza.

Las palabras de Josie habían perdido su poder. En las casas de carne, Trager renunció a los sueños y encontró consuelo fácil. Las veladas sensuales con Laurel y el sexo titubeante de su adolescencia habían quedado atrás; Trager tomaba la carne con rapidez y brutalidad, la follaba con energía salvaje, muda, hasta el inevitable orgasmo perfecto. A veces recordaba el teatro y hacía que representaran escenitas eróticas para ponerse a tono.

Por la noche llegaba el dolor.

Volvía a estar en los pasillos, en la penumbra de la residencia de manipuladores de Skrakky, solo que eran retorcidos y tortuosos, y había perdido el rumbo hacía rato. Una densa neblina de podredumbre flotaba en el aire, cada vez más espesa. Tenía miedo de quedarse a ciegas.

Daba vueltas y más vueltas, iba de un lado para otro, pero siempre le quedaban más pasillos por delante y ninguno llevaba a ninguna parte. Las puertas eran sombríos rectángulos negros, sin pomo, cerradas para siempre; iba dejándolas atrás casi sin pensar, aunque a veces se detenía un instante ante las que dejaban escapar rendijas de luz. Prestaba atención y oía sonidos al otro lado, y llamaba desesperado. Pero nadie respondía.

De modo que seguía adelante, en medio de la neblina cada vez más oscura y densa que parecía quemarle la piel, puerta, tras puerta, tras puerta, hasta que los pies se le quedaban exhaustos y ensangrentados y era incapaz de contener las lágrimas. Y entonces, a lo lejos, al final de un larguísimo e imponente pasillo que se abría ante él, veía una puerta abierta por la que salía una luz tan blanca y ardiente que hería los ojos, y música viva y alegre, y risas. Entonces Trager echaba a correr hacia allí, aunque tenía los pies en carne viva y la neblina que respiraba le abrasaba los pulmones. Corría, corría sin cesar hasta llegar a la habitación de la puerta abierta.

Pero cuando llegaba, era su habitación y estaba vacía.

En cierta ocasión, durante el breve tiempo que compartieron, habían ido al bosque y habían hecho el amor bajo las estrellas. Luego ella se había acurrucado contra él, que la acarició con ternura.

—¿En qué piensas? —preguntó.

—En nosotros —respondió Laurel. Se estremeció. El viento era frío y cortante—. A veces tengo miedo, Greg. Tengo mucho miedo de que nos pase algo, de que lo nuestro se eche a perder… No quiero que me dejes nunca.

—No te preocupes. Nunca te dejaré.

Todas las noches se atormentaba con aquellas palabras antes de poder dormir. Los buenos recuerdos le dejaban cenizas y lágrimas; los malos, una rabia impotente.

Dormía al lado de un fantasma, un fantasma de belleza sobrenatural, la cáscara vacía de una pesadilla. Todas las mañanas se la encontraba al despertar.

Los detestaba. Se detestaba por detestarlos.

III. EL SUEÑO DE DUVALIER

Su nombre no importa. Su aspecto no importa. Solo importa que existió, que Trager volvió a intentarlo, que se esforzó por seguir adelante, por creer, por no rendirse. Que lo intentó.

Pero faltaba algo. ¿La magia?

Las palabras eran las mismas.

«¿Cuántas veces pueden pronunciarse? —se preguntó Trager—. ¿Cuántas veces pueden repetirse y creerse como la primera vez? ¿Una sola? ¿Dos? ¿A lo mejor tres? ¿O cien? Y a esos que las dicen cien veces, ¿se les da mejor el amor? ¿O es que se engañan? ¿No será que renunciaron al sueño, pero siguen usando su nombre para algo distinto?».

Pronunció las palabras, la abrazó, la acarició, la besó. Pronunció las palabras con una experiencia más segura, más firme y más muerta que la fe. Pronunció las palabras y lo intentó, pero ya no las sentía.

Ella también pronunció las palabras, y Trager comprendió que no significaban nada para él. Las dijeron una vez, y otra, y otra, dijeron todo cuanto el otro deseaba oír, y ambos supieron que estaban fingiendo.

Lo intentaron con todas sus fuerzas. Pero cuando extendió la mano, como un actor atrapado en su papel, condenado a representarlo para siempre, cuando extendió la mano y le tocó la mejilla, sintió la piel suave y perfecta. Y húmeda de lágrimas.

4. Ecos

—No quiero hacerte daño —dijo Donelly arrastrando los pies. Tenía tal expresión de culpa que Trager se avergonzó de haber herido a su amigo.

Le tocó la mejilla, y ella se apartó.

—No pretendía hacerte daño —dijo Josie, y Trager se entristeció. Josie le había dado mucho, y a cambio él la hacía sentirse culpable. Sí, estaba dolido, pero si hubiera sido más fuerte, no habría dejado que lo notara.

Le tocó la mejilla, y ella le besó la mano.

—Lo siento. Es así —dijo Laurel. Y Trager no pudo entenderlo. ¿Qué había hecho? ¿En qué se había equivocado? ¿Cómo lo había echado a perder? Había estado tan seguro, habían tenido algo tan grande…

Le tocó la mejilla, y ella lloró.

«¿Cuántas veces pueden pronunciarse? —repitió su propia voz—. ¿Cuántas veces pueden repetirse y creerse como la primera vez?».

El viento era negro; el polvo, denso; el cielo palpitaba con llamaradas color escarlata. En la mina, en la oscuridad, se alzaba una joven con gafas de seguridad y mascarilla, pelo castaño muy corto y muchas respuestas.

—Se estropea, se vuelve a estropear, y no se dan por vencidos. No se dan cuenta de que algo va mal —dijo—. Después de tantos fallos, hay que ser idiota para pensar que funcionará a la próxima.

El cadáver enemigo es negro y corpulento, con un torso musculoso fruto de meses de ejercicio. Trager no se ha enfrentado nunca a nada tan grande. Avanza por el serrín con paso lento, torpe, empuñando el reluciente mandoble. Trager, sentado en una silla elevada en un extremo de la arena de combate, lo ve acercarse. El otro maestro cadaverero es precavido, cauteloso.

El muerto de Trager, un rubio fibroso, aguarda en pie y arrastra una maza de púas por la arena empapada de sangre. Cuando llegue el momento, Trager lo moverá con rapidez y destreza. El enemigo lo sabe; la multitud, también.

Con un movimiento repentino, el negro alza el mandoble y se lanza a la carrera con la esperanza de utilizar su velocidad y su envergadura como armas; asesta un tajo bien calculado, pero el cadáver de Trager ya no está donde estaba, y la hoja corta el aire.

Cómodamente sentado por encima de la palestra / Abajo en la arena con los pies llenos de sangre y serrín, Trager / el cadáver da la orden / gira la maza, y la enorme bola con pinchos se mueve casi con indolencia, casi con armonía. Golpea al enemigo en la nuca justo antes de que se incorpore y se vuelva. Una flor de sangre y sesos brota de repente, y la multitud vitorea.

Trager hace salir a su cadáver de la arena y se levanta para recibir los aplausos. Es la décima vez que mata. No tardará en ganar el campeonato. Con el récord que está estableciendo, ya no pueden negarle nada.

Es hermosa, su dama, su amada. Tiene el pelo corto y rubio, el cuerpo delgado, casi atlético, con piernas esbeltas y pechos pequeños y firmes. Sus ojos son de un verde intenso y siempre le dan la bienvenida, y tiene una sonrisa enigmática, erótica e ingenua a la vez.

Lo espera en la cama, espera a que vuelva de la arena de combate, lo espera deseosa, juguetona, amante. Cuando entra, se incorpora y le sonríe, y las mantas le caen hasta la cintura. Él, desde la puerta, le mira los pezones.

Consciente de su mirada, se cubre el pecho y se sonroja. Trager sabe que está fingiendo pudor, que es un juego. Se dirige a la cama, se sienta, extiende la mano y le acaricia la mejilla. Tiene la piel suave. Ella se frota contra su palma. Luego Trager le aparta las manos, deposita un beso delicado en cada pecho y otro no tan delicado en la boca. Ella se lo devuelve con ardor; las lenguas se entrelazan.

Hacen el amor, ella y él, lentos y sensuales, trabados en un abrazo amoroso que no cesa. Los dos cuerpos se mueven en perfecta sincronía; cada uno conoce las necesidades del otro. Trager embiste, el otro cuerpo se alza para recibirlo. Extiende la mano y encuentra la de ella. Llegan juntos al clímax (siempre, siempre, el cerebro del manipulador provoca los dos orgasmos), y ella acaba con un intenso rubor en los pechos y en los lóbulos de las orejas. Se besan.

Después habla con ella, con su dama, su amada. Siempre hay que hablar después. Lo aprendió hace mucho tiempo.

—Tienes suerte —le dice Trager a veces, y ella se acurruca pegada a él y le cubre el pecho de besos—. Mucha suerte. Ahí fuera no te cuentan más que mentiras, mi amor. Te muestran un sueño esplendoroso, una estupidez, y te dicen que tienes que creer, que tienes que perseguirlo, que para cada persona hay alguien especial. Pero no es verdad. El universo no es justo, no lo ha sido nunca. Así que, ¿por qué nos cuentan semejante falacia? Corremos tras un fantasma, perdemos, y nos dicen que a la siguiente irá la vencida, pero todo es una mierda, una mierda sin sentido. A nadie se le hace realidad el sueño; solo se engañan para seguir creyendo. No es más que una mentira a la que la gente se aferra desesperada y que cuenta a los demás para convencerse.

Al final ya no puede seguir hablando, porque los besos de ella han ido bajando por su vientre, y lo toma en la boca. Trager sonríe y le acaricia el pelo con suavidad.

De todas las deslumbrantes mentiras que nos cuentan, la más cruel es esa que llaman «amor».


  • Autor: George R. R. Martin

  • Título: El hombre de la casa de carne

  • Título Original: Meathouse Man

  • Publicado en: Orbit 18 (1976)

  • Traducción: Cristina Macía Orío

 
 
 

Actualizado: 24 may





Navidad en Ganímedes

Isaac Asimov


Olaf Johnson canturreaba entre dientes mientras sus ojos azules observaban soñadores el impresionante abeto situado en un rincón de la biblioteca. Aunque ésta era la estancia más amplia de la Base, a Olaf no le parecía demasiado espaciosa en aquella ocasión. Se inclinó con entusiasmo sobre la enorme canasta que tenía a su lado y extrajo el primer rollo de papel verde y rojo.

No se detuvo a reflexionar sobre el repentino impulso sentimental que se había apoderado de la Productos Ganimedinos, S. A., para enviar a la Base una colección completa de adornos navideños. Olaf se hallaba bien preparado para desempeñar el trabajo que se había impuesto como decorador en jefe de los temas navideños; este cargo le colmaba de satisfacción.

De repente frunció el entrecejo y masculló una maldición. La lámpara que convocaba Asamblea General empezó a lanzar destellos histéricamente. Con expresión contrariada dejó a un lado el martillo, que ya había levantado, así como el rollo de papel; se arrancó unas cuantas lentejuelas del cabello y se dirigió al departamento de los oficiales.

El comandante Scott Pelham estaba arrellanado en el sillón presidencial cuando entró Olaf. Sus dedos rechonchos tamborileaban sin ritmo sobre el cristal que cubría la parte superior de la mesa. Olaf sostuvo sin temor la mirada colérica del comandante, ya que en su departamento no había ocurrido ninguna anomalía en veinte circunvoluciones ganimedinas.

Un grupo de hombres llenó con presteza el aposento y la mirada de Pelham se endureció mientras los contaba uno a uno inquisitivamente.

—Ya estamos todos aquí —exclamó—. ¡Muchachos! Nos enfrentamos con una crisis.

Se percibió un vago movimiento. Los ojos de Olaf miraron al techo y se sintió aliviado. Por término medio, en cada circunvolución completa se originaba una crisis en la Base. Generalmente surgía al producirse un alza repentina en el cupo de oxita, o bien cuando era inferior la calidad del último lote de hojas de karen. Sin embargo, las palabras siguientes le dejaron sin aliento.

—En relación con la crisis tengo que hacer una pregunta.

La voz de Pelham tenía un profundo timbre de barítono, salpicado de estridencias, cuando estaba colérico.

—¿Qué cochino y estúpido perturbador ha contado historias de hadas a esos revoltosos astruces?

Olaf carraspeó nervioso, con lo que se convirtió en el centro de la atención general. Le oscilaba la nuez presa de repentina alarma, se le arrugó la frente como cartón mojado; temblaba.

—Yo… yo… —tartamudeó; hubo un momentáneo silencio, sus largos dedos hacían desatinados ademanes suplicantes—. Sí… quiero decir que estuve allí después que las últimas entregas de hojas de karen…, ya que los astruces se movían con lentitud y…

La voz de Pelham adquirió un tono de falsa dulzura. Sonrió.

—¿Les habló a los nativos de Santa Claus, Olaf?

La sonrisa parecía insólita al igual que la mirada lobuna que lanzaba de reojo y Olaf quedó anonadado. Asintió convulsivamente.

—Oh, ¿sí? ¿Habló con ellos? Vaya, vaya, les habló de San Nicolás. Viene en un trineo volando por los aires con un tiro de ocho renos, ¿eh?

—Sí, en efecto. ¿No es verdad? —inquirió inadecuadamente Olaf.

—Y dibujó los renos para demostrar que no se trataba de un error. Y que él tiene una gran barba blanca y sus ropas son encarnadas con cenefas albinas.

—Sí, señor, tiene razón —contestó Olaf estupefacto.

—Y lleva un gran saco atestado de regalos para los niños buenos, los deja caer por la chimenea y los pone dentro de los calcetines y medias.

—Exacto.

—También les dijo que está a punto de llegar. Una circunvalación más y vendrá a visitarnos.

Olaf sonrió débilmente.

—Sí, mi comandante. Quería decírselo; estoy montando el árbol y…

—¡Cállese! —el comandante respiraba agitado y sibilante—, ¿sabe lo que se han imaginado esos astruces?

—No, mi comandante.

Pelham inclinó el torso sobre la mesa en dirección a Olaf y gritó:

—Quieren que Santa Claus los visite.

Se oyeron algunas risas que al punto se convirtieron en toses ahogadas ante la encolerizada mirada del comandante.

—Y si Santa Claus no los visita dejarán de trabajar —repitió—. Se producirá una huelga.

Después de estas palabras ya no se oyeron risas, ni toses contenidas, ni nada por el estilo. Si había cruzado otro pensamiento por las mentes del grupo, éste no llegó a manifestarse. Olaf expresó la idea que estaba en el ánimo de todos:

—¿Y cómo va la cuota?

—¿Que cómo va la cuota? —gruñó Pelham—. ¿Tengo que dibujarles un gráfico? Productos ganimedinos tiene que obtener cien toneladas de wolframita, ochenta toneladas de hojas de karen y cincuenta toneladas de oxita por año, o de lo contrario perderá la concesión. Supongo que ninguno de ustedes lo ignora. Se da la circunstancia que el año terminará dentro de dos circunvoluciones ganimedinas y la producción sufre un déficit del cinco por ciento con arreglo al plan establecido.

Se produjo un silencio sepulcral. Pelham prosiguió:

—Y los nativos no trabajarán si no viene Santa Claus. No habrá trabajo, ni cuota, ni concesión, ni empleos. Cuando la Compañía pierda sus derechos, perderemos los empleos mejor pagados de la organización. Adiós, muchachos…, buena suerte… a menos…

Hizo una pausa y mirando fijamente a Olaf añadió:

—A menos que antes de terminar la próxima circunvolución tengamos un trineo volador, ocho renos y un Santa Claus. Y por las manchas cósmicas de los anillos de Saturno, lo conseguiremos; especialmente un Santa Claus.

Diez rostros palidecieron mortalmente.

—¿Tiene algún plan, mi comandante? —graznó alguien con voz trémula.

—Sí, desde luego que lo tengo. —Estiró las piernas y se recostó en el sillón.

Un repentino sudor frío se apoderó de Olaf Johnson al notar, cual dedo acusador, las miradas fijas de todos los presentes.

—Cuanto lo siento, mi comandante —murmuró con voz ahogada.

Pero el dedo acusador permanecía inmóvil.

Pelham penetró con paso firme en la antesala. Se despojó de la careta de oxígeno y de los fríos cilindros conectados a ella. Arrojó a un lado, una tras otra, gruesas prendas de lana y, al fin, con un suspiro de preocupación, se quitó a tirones un par de botas espaciales que le llegaban hasta las rodillas.

Sim Pierce interrumpió el cuidadoso examen de la última partida de hojas de karen y lanzó desde detrás de sus lentes una mirada esperanzadora.

—¿Qué hay? —preguntó.

Pelham se encogió de hombros.

—Les prometí la visita de Santa Claus. ¿Qué podía hacer? También les he doblado la ración de azúcar y de momento están trabajando.

Pierce agitó una enorme hoja de karen con cierto énfasis, mientras decía:

—¿Quiere decir hasta el día en que deba aparecer el prometido San Nicolás? En mi vida he oído cosa más tonta. No se podrá llevar a cabo. No habrá Santa Claus.

—Diga eso a los astruces —Pelham se hundió en una butaca y sus rasgos adquirieron una expresión pétrea—. ¿Qué hace Benson?

—¿Cree que podrá equipar ese dichoso trineo? —Pierce examinó una hoja al trasluz con aire crítico—. Mi opinión es que está chiflado. El viejo aguilucho ha descendido al sótano esta mañana y desde entonces está allí. Lo único que sé es que ha desmontado el disociador eléctrico. Si sucede algo anormal, nos quedaremos sin oxígeno.

—Bien —Pelham se incorporó con dificultad—. Por mi parte ojalá nos asfixiemos. Sería la manera más fácil de salir de este atolladero. Me voy abajo.

Salió presuroso y cerró la puerta de golpe.

En el sótano miró a su alrededor aturdido. Diseminadas por todos los sitios brillaban numerosas piezas de acero cromado. Pasó un buen rato tratando de reconocer las partes que el día anterior constituían una compacta maquinaria, un electro-disociador perfectamente montado. En el centro, en contraste anacrónico, había un polvoriento trineo de madera, con las palas encarnadas y deslucidas; Se oían martillazos procedentes de su interior.

—¡Eh, Benson! —gritó Pelham.

Un rostro tiznado y sudoroso se asomó bajo el trineo y un chorro de tabaco salió disparado hacia la inseparable escupidera del ingeniero.

—¿Cómo grita de esta manera? —se quejó Benson—. Estoy haciendo un trabajo delicado.

—¿Qué diablos es este fantástico artificio?

—Un trineo volante. Una idea mía —el fuego del entusiasmo brilló en los húmedos ojos de Benson y mientras hablaba le surgía por la comisura de los labios la espuma del tabaco—. El trineo lo trajeron aquí en los viejos tiempos, cuando se creía que Ganimedes estaba cubierto de nieve como otros satélites de Júpiter. Todo cuánto tengo que hacer es adaptar en el fondo unos cuantos gravo-repulsores del disociador, con lo cual el trineo se hará antigravitatorio al conectar la corriente. Los compresores harán el resto.

El comandante se mordió el labio inferior dubitativo.

—¿Y funcionará?

—Por supuesto. Mucha gente ha pensado aplicar los repulsores a los viajes aéreos, pero resultan ineficaces en los campos de gran gravitación. En Ganimedes, con un tercio de gravitación y una presión atmosférica muy leve, un chiquillo podría manejarlo, incluso Johnson, aunque no lamentaría si cayera y se rompiera su maldito cuello.

—Muy bien, mire. Tenemos grandes cantidades de esa madera purpúrea aborigen. Póngase en contacto con Fim y dígale que coloque el trineo en una plataforma construida con este material. Tiene que medir unos seis metros de largo con una baranda alrededor de la parte que sobresalga.

Benson escupió y frunció el ceño bajo los espesos cabellos que le llegaban hasta los ojos.

—¿Cuál es su idea, comandante? —inquirió.

Inmediatamente se dejaron oír las risotadas de Pelham como ásperos ladridos.

—Esos astruces esperan ver los renos y los verán. Estos animales tendrán que ir montados en algo, ¿no es eso?

—Cierto… pero en Ganimedes no hay renos.

El comandante Pelham, que ya se marchaba, se detuvo un momento. Contrajo los párpados con desagrado como hacía siempre que pensaba en Olaf Johnson.

—Olaf ha salido a cazar ocho zambúes. Tienen cuatro patas, cabeza en un extremo y cola en el otro. Esto es suficiente para los astruces.

El viejo ingeniero rumió este informe y rió entre dientes de mala gana.

—Bien, me agrada la tonta distracción de su trabajo.

—A mí también —gritó Pelham.

Se alejó majestuosamente mientras Benson, mirándolo de reojo, desaparecía bajo el trineo.

La descripción que había hecho el comandante de un zambú era concisa y exacta, pero omitió detalles interesantes. Por una parte, el zambú tiene una cola larga, un hocico flexible, dos orejas que ondean elegantemente de atrás hacia adelante. Tiene dos ojos purpúreos y emotivos. Los machos están dotados de espinas de color carmesí, plegables a voluntad, que se extienden a lo largo de la columna vertebral y al parecer este ornamento es muy apreciado por las hembras de esta especie. Todo esto, combinado con una cola cubierta de escamas y un cerebro nada mediocre tendrán ustedes un zambú, o al menos lo tienen si logran capturarlo. Precisamente, éste era el pensamiento que se le ocurrió a Olaf Johnson, al descender con cautela por una eminencia rocosa aproximándose a un rebaño de veinticinco zambúes que pastaban entre los desperdigados matorrales de una zona arenosa. Los ejemplares más próximos observaban cómo se acercaba Olaf, quien ofrecía un grotesco aspecto enfundado en pieles y con la careta de oxígeno conectada a la nariz. Como sea que los zambúes carecen de enemigos naturales se contentaban con mirar aquella extraña figura con ojos lánguidos y reprobatorios y volvieron a ronzar su provechosa pitanza.

Las nociones de Olaf respecto a la caza mayor eran incompletas. Rebuscó en los bolsillos un terrón de azúcar y cortándolo exclamó:

—Pss… Pss… michito…, pss… pss… michito…

Las orejas del zambú más próximo se crisparon con desagrado. Olaf se acercó más con el terrón de azúcar en alto:

—Ven aquí, currito, ven aquí…

El zambú vio la golosina y puso los ojos en blanco. Movió el hocico arrojando el último bocado de vegetación y avanzó olfateando con el cuello estirado. Después golpeó la palma extendida con un rápido y experto movimiento, llevándose el terrón a la boca. La otra mano de Olaf bajó rápida, pero se encontró con el vacío.

Con expresión desengañada sacó otra pieza del bolsillo:

—Ven aquí, príncipe. Acércate, Fido…

El zambú emitió un gruñido tremolante en las profundidades de su garganta. Era una manifestación placentera. Evidentemente aquel extraño monstruo que tenía ante él, después de haberse vuelto loco, se proponía alimentarlo para siempre con aquellos bocados concentrados y suculentos. Se lo arrebató de nuevo y retrocedió con la misma rapidez que la vez anterior. Pero en esta ocasión Olaf lo sujetaba con firmeza, pero el zambú también le había cazado medio dedo.

El alarido que dio Olaf denotaba que éste carecía en cierto modo de la impasibilidad necesaria requerida en tales circunstancias. Sin embargo, un mordisco que hace daño a través de espesos guantes, por supuesto, no deja de ser un mordisco.

Se abalanzó osadamente sobre el animal. Había ciertas cosas que alteraban la sangre de Johnson y el antiguo espíritu de los vikingos resurgía en él. Precisamente una de estas cosas era el que alguien o algo le mordiera un dedo, y mucho más si este alguien o algo era un ser extraterrestre.

Los ojos del zambú observaban indecisos mientras retrocedía. Ya no le ofrecían más terrones blancos y no sabía con seguridad lo que sucedería a continuación. La incertidumbre se desvaneció con rapidez inesperada cuando dos manos enguantadas se apoderaron de sus orejas y empezaron a zarandearlas. Lanzó un agudo gañido y arremetió brioso.

Los zambúes están dotados de cierta dignidad. Les desagrada que les tiren de las orejas, particularmente cuando otros zambúes, incluyendo algunas hembras, forman un corro y miran expectantes.

El terrícola cayó de espaldas y durante un rato estuvo en esta posición. Mientras tanto el zambú se alejó unos cuantos pasos y caballerosamente permitió que Johnson se pusiera en pie.

La vieja sangre de los vikingos alcanzó un grado más alto de efervescencia en Olaf. Se restregó la parte dolorida y saltó, olvidándose de las leyes de gravitación ganimedinas. Se desplazó por el aire a un metro de altura sobre la espalda del zambú.

Asomó el miedo en los ojos del animal al observar a Olaf. El salto había sido imponente, pero al mismo tiempo también se notaba en sus órganos visuales cierta confusión. Parecía que aquella maniobra carecía de propósito.

Olaf volvió a caer de espaldas sobre los cilindros al igual que la vez anterior. Empezaba a sentirse desconcertado. Los sonidos que emitían los espectadores denotaban palpablemente su condición de risitas burlonas.

—Risitas, ¿eh? —masculló amargado—; todavía no ha empezado la lucha.

Se acercó al animal lenta y cautelosamente. Dio un rodeo, examinando el punto más conveniente para lanzar el ataque. El zambú hizo lo mismo. Olaf simuló un falso ataque. Su oponente se agachó. A continuación, este último se volvió de espaldas y Olaf se agachó a su vez.

El seco y agresivo ronquido que salía de la garganta del zambú no parecía estar en consonancia con el espíritu fraternal que generalmente reina durante la época navideña y esta actitud irreverente le recordaba a Olaf algo así como un sacrilegio.

De pronto se oyó un silbido. Olaf sintió un repentino calor en la cabeza detrás de la oreja izquierda. Esta vez dio una vuelta en el aire y cayó de nuca. Los asistentes al espectáculo prorrumpieron en un clamor que parecía un relincho de satisfacción y el zambú movió la cola triunfalmente.

Olaf se sobrepuso a la impresión de estar flotando en un espacio infinito tachonado de estrellas y se incorporó vacilante.

—¡Protesto! —exclamó—. El ataque con la cola es juego sucio.

Saltó hacia atrás esquivando otro coletazo y acto seguido se lanzó hacia la parte inferior del animal y, atrapándole las patas, con fuerza, le obligó a dar con el espinazo en el suelo. El zambú lanzó un gañido de indignación.

Ahora la lucha había entrado en una fase en la que los músculos terrícolas y ganimedianos jugaban un papel decisivo. Olaf se manifestó como un hombre de fuerza bruta. Luchó con denuedo y por último se lo cargó a la espalda y el animal se sintió zarandeado e impotente.

Respondió vociferante y trató de demostrar sus objeciones con un coletazo bien administrado. Pero estaba situado con desventaja y la cola pasó silbando inofensiva sobre la cabeza de Olaf.

Los otros zambúes dejaron paso libre al vencedor con triste expresión en sus semblantes. Evidentemente eran muy buenos amigos del animal capturado y les era desagradable en extremo que hubiera perdido el combate. Volvieron a su quehacer gastronómico con resignación filosófica, completamente convencidos que todo era obra del destino.

Al otro lado de la prominencia rocosa, Olaf Había habilitado una cueva. Se desarrolló una breve y confusa lucha antes que Olaf lograra hacer entrar en razón al zambú. Una cuerda anudada concienzudamente fue el auxiliar más eficaz para mantenerlo quieto.

Pocas horas después cuando ya tenía en su poder los ocho zambúes, poseía una técnica depurada que sólo se adquiere tras larga experiencia. Podía haber dado a los cow-boys valiosos consejos sobre la forma de derribar cuadrúpedos recalcitrantes. También podía haber dado unas cuantas lecciones a los estibadores terrícolas, sobre tacos y juramentos simples y compuestos.

Era el día de Nochebuena y en la Base ganimedina reinaba un ruido ensordecedor y un confuso acaloramiento, como si se hubiera puesto en marcha un nuevo ingenio para registrar toda clase de sonidos. Alrededor del viejo trineo situado sobre una enorme plataforma de madera purpúrea, cinco terrícolas libraban una verdadera batalla con un zambú.

El zambú posee opiniones concretas en relación con muchas cosas y uno de sus más tenaces principios es que no va adonde no quiere ir. Esto lo demostraba palpablemente sacudiendo la cabeza, la cola, las cuatro patas, las tres espinas, en todas las direcciones y con todas sus fuerzas.

Pero los terrícolas insistieron y no con gran delicadeza. A pesar de sus angustiosos alaridos, el animal fue elevado hasta la plataforma, colocado en el lugar correspondiente y enjaezado sin remedio ni esperanza.

—Muy bien —gritó Peter Benson—. Traigan la botella.

Sujetando el hocico con una mano, Benson agitó la botella con la otra. El zambú temblaba de ansiedad y emitió temblorosos gañidos. Benson introdujo el líquido en la garganta del animal. Se oyó un gorgoteo y después un gruñido comprensivo. El animal estiró el cuello en demanda de otro trago.

—Nuestro mejor coñac —suspiró Benson.

Hubiera terminado la botella, pero la dejó cuando estaba por la mitad. Los ojos del zambú giraron rápidamente en sus cuencas; parecía como si intentara bromear. Sin embargo, esta actitud no duró mucho tiempo, pues el metabolismo ganimedino queda afectado por el alcohol casi de inmediato. Los músculos se le contrajeron con la rigidez propia de la borrachera e hipando sonoramente se desplomó.

—Traer al siguiente —exclamó Benson.

Al cabo de una hora los ocho zambúes no eran más que estatuas catalépticas. Les ligaron a sus cabezas palas en horquilla a guisa de astas. Producían un efecto tosco e inexacto, pero apto para el fin deseado.

En el preciso momento en que Benson abría la boca para preguntar dónde estaba Olaf Johnson, el benemérito personaje apareció entre los brazos de tres camaradas y fue conducido a la plataforma tan envarado como cualquier zambú después de la lucha. No obstante, articuló sus objeciones con la mayor claridad.

—Yo no voy a ninguna parte con este atuendo. ¿Me oye…?

En realidad había motivos para quejarse. Olaf nunca había sido atractivo, ni en sus mejores momentos, pero su condición actual era una mezcolanza entre una pesadilla de zambúes y una concepción patriarcal de Picasso.

Llevaba los atavíos tradicionales de Santa Claus. Éstos eran encarnados, tanto como podía permitir el papel de seda cosido a su capa espacial. El “armiño” era tan blanco como el algodón en rama; precisamente esto es lo que era. Su barba ondeaba libremente, hecha de más algodón en rama, enganchada a un lienzo que le llegaba de oreja a oreja.

Con tales aditamentos debajo y la nariz de oxígeno encima hasta la persona de ánimo más templado hubiera rehuido su mirada.

A Olaf no le habían mostrado un espejo para mirarse, pero lo que podía ver de él mismo y lo que su instinto le decía, le postraba en tal estado que la caída de un rayo fulminante la hubiera saludado con alivio.

Entre gritos y espasmos fue izado al trineo. Intervinieron otros, ayudando vigorosamente hasta que de Olaf, no quedó más que una masa retorcida de la que salían voces ahogadas.

—Dejadme —mascullaba—, dejadme —y atacaba uno a uno.

Hizo un pequeño amago para demostrar su osadía, pero cayeron sobre él numerosas manos que lo atenazaron, impidiéndole mover un dedo.

—¡Entre! —ordenó Benson.

—¡Váyase al infierno! —rugió Olaf entrecortadamente—. No quiero entrar en un artefacto patentado para un suicidio inmediato. Se puede llevar a su sanguinario trineo volante y…

—¡Oiga! —interrumpió Benson—. El comandante Pelham le está esperando al otro lado. Lo despellejará vivo si no está allí dentro de media hora.

—El comandante Pelham puede entrar en el trineo a mi lado y…

—Piense en su empleo. Piense en sus ciento cincuenta dólares semanales. Piense en Hilda allá en la Tierra que no se casará con usted si pierde el empleo. Piense en todo eso.

Johnson pensó en aquello confusamente; pensó alguna cosa más y penetró en el trineo. Aseguró el saco con correas y puso en marcha el gravo-repulsor. Abrió el propulsor a chorro lanzando una horrible maldición.

El trineo arrancó impetuoso y Olaf no salió despedido hacia atrás por encima del artilugio, por verdadero milagro.

Se aferró a los pasadores y observó cómo las colinas circundantes subían y bajaban según los picados y rizos del inseguro trineo.

Sopló el viento y las ondulaciones se hicieron más sensibles. Cuando Júpiter apareció, su luz amarillenta iluminó todos los picos y abismos del accidentado terreno hacia cada uno de los cuales parecía dirigirse el trineo, y cuando el gigantesco planeta se había alejado por completo de la línea del horizonte, la maldición de la bebida, que sale de los organismos ganimedinos, con la misma rapidez que entra, comenzó a alejarse de los zambúes.

El zambú zaguero fue el primero en despertar; se relamió la cavidad bucal, dio un respingo y desvaneció el maléfico influjo del alcohol. Después de haber tomado esta decisión, examinó lánguidamente lo que tenía a su alrededor. No le causó una impresión inmediata. Gradualmente se fue dando cuenta del hecho incontrastable de que el suelo que pisaba, cualquiera que fuere, no era el terreno firme de Ganimedes. Se inclinaba, se movía, lo cual era muy extraño.

Aunque hubiera atribuido este balanceo a su reciente orgía, no por ello dejó de mirar por debajo del barandal al cual estaba amarrado. Los zambúes jamás han muerto de ataque cardíaco, según consta en los registros sanitarios, pero éste, cuando miró abajo de sus patas estuvo a punto de romper la tradición.

El angustioso chillido de horror y desesperación que lanzó, hizo recobrar el conocimiento a los demás, cuyas cabezas, aunque doloridas, habían recobrado la conciencia.

Durante un buen rato se desarrolló una torpe, cacareante y confusa conversación, ya que los animales trataban de echar fuera de la cabeza el dolor e introducir en ella los hechos. Lograron conseguir ambos propósitos y organizaron una estampida. No era propiamente una estampida, puesto que estaban estrechamente atados. Pero si exceptuamos el detalle de su situación forzada, hicieron todos los movimientos del galope tendido. Y el trineo se volvió loco.

Olaf se cogió la barba un segundo antes de dejarla ondear libremente.

—¡Eh! —gritó.

Era tanto como sisear a un huracán.

El trineo pataleaba, saltaba y bailaba un tango histérico. Era presa de repentinos arrebatos y parecía dispuesto a estrellar su cerebro de madera contra la corteza de Ganimedes. Entretanto Olaf, a la vez que renegaba, juraba y lloraba, accionaba los propulsores a chorro.

Ganimedes daba vueltas y Júpiter se mostraba como una mancha borrosa. Quizá la bailoteante panorámica de Júpiter fue lo que indujo a los zambúes a comportarse con más formalidad. Parecía que ya les había pasado el malestar de la borrachera. Sea como fuere, cesaron de moverse, se dirigieron los unos a los otros sublimes discursos de despedida, confesaron sus pecados y esperaron la muerte.

El trineo se estabilizó y Olaf recobró el aliento que volvió a perder de nuevo ante un curioso espectáculo: hacia arriba veía las colinas y el sólido terreno ganimedino y por debajo el oscuro cielo y la abultada figura de Júpiter.

Al ver todo esto, él también hizo las paces con la eternidad y esperó el fin.

“Astruz” es un diminutivo de avestruz y a este animal se parecían los nativos de Ganimedes, si bien hay que considerar que tienen el cuello más corto, la cabeza más grande y su plumaje parece que de un momento a otro vaya a desprenderse de raíz. Hay que añadir a su retrato un par de brazos, flacos y huesudos, provistos de tres dedos rechonchos. Saben inglés, pero cuando uno los oye, preferiría que no lo hablaran.

Unos cincuenta astruces se habían agrupado en una construcción de poca altura hecha de madera purpúrea, que llamaban salón de reunión. En un sucio Banco de Honor de esta estancia fétida y oscurecida por el humo de las antorchas, estaban sentados el comandante Pelham y cinco de sus hombres. Ante ellos se pavoneaba el astruz más desaliñado de todos inflando su enorme tórax con rítmicos y explosivos sonidos. Se detuvo un momento y señaló hacia una abertura en el techo.

—Mira —graznó—. Chimenea. Nosotros hacer, entrar Sannicaus.

Pelham asintió con un gruñido. El astruz cloqueó placentero. Señaló los pequeños sacos de hierba tejida que colgaban de las paredes:

—Mirar, calcetines, medias, Sannicaus poner regalos.

—Sí —admitió Pelham sin entusiasmo— chimenea y calcetines. Muy bonito.

Torció la boca en dirección a Sim Pierce, que estaba sentado a su lado y murmuró entre dientes:

—Si estoy media hora más en esta escombrería, me moriré. ¿Cuándo llegará ese tonto?

Pierce se movió incómodamente.

—Escuche, he realizado algunos cálculos. Estamos a salvo en todo menos en las hojas de karen, en las que aún llevamos cuatro toneladas de déficit. Si logramos resolver este estúpido asunto dentro de una hora, podremos empezar un nuevo período y hacer que los astruces trabajen el doble —se echó hacia atrás y continuó—. Sí, creo que lo podremos conseguir.

—Poco más o menos —replicó Pelham sombríamente—. Y eso si llega Johnson y no nos pone en otro aprieto.

El astruz hablaba de nuevo, pues a sus congéneres les agrada charlar:

—Todos los años Kissmess —no sabía pronunciar Christmas—, Kissmess bonito, todo el mundo amigos. Astruz querer Kissmess. Vosotros gustar Kissmess.

—Sí, es muy bonito —refunfuñó Pelham cortésmente—. Paz en Ganimedes y buena voluntad para los hombres, especialmente para aquéllos como Johnson. ¿Dónde diablos está ese idiota?

Cogió otro berrinche mientras el astruz saltaba unas cuantas veces de arriba a abajo de manera calculada, evidentemente para ejercitarse. Continuó saltando variando el ritmo con aburridos pasos de baile. Los puños de Pelham se crispaban de una manera extraña. Unos excitados graznidos que provenían de un agujero en la pared, dignificado con el nombre de ventana, contuvieron a Pelham de hacer una matanza de nativos.

Los astruces se agruparon en enjambres y los terrícolas lucharon por hallar un punto dominante.

Al fondo de la gran bola amarillenta de Júpiter, rugió un trineo volante tirado por ocho renos. Era muy pequeñito, pero no cabía duda; era Santa Claus que llegaba.

Al parecer algo funcionaba mal. El trineo, los renos y todo el conjunto, descendían a una velocidad terrible, pero volaban invertidos.

Los astruces se dispersaron en medio de una cacofonía de graznidos.

—¡Sannicaus! ¡Sannicaus! ¡Sannicaus!

Salieron trepando por las ventanas como una fila de estropajos locos en movimiento. Pelham y sus hombres alcanzaron el exterior por una puerta de poca altura.

El trineo se aproximaba, se hacía más grande, daba bandazos de un lado a otro y vibraba como una rueda descentrada en vuelo. Olaf Johnson era una pequeña figura que se asía perfectamente al trineo con ambas manos.

Pelham gritaba desaforadamente, incoherente y se atragantaba cada vez que se le olvidaba respirar a través de la careta nasal en la fina atmósfera ganimedina. De pronto se detuvo y miró fijamente con horror. El trineo seguía descendiendo veloz y ya casi se veía de tamaño natural. Si hubiera sido una flecha disparada por Guillermo Tell, no hubiera apuntado, entre ceja y ceja de Pelham, con más precisión.

—Todo el mundo a tierra —chilló mientras se dejaba caer.

La ráfaga de viento que dejó el trineo al pasar de largo restalló penetrante contra su rostro. La voz de Olaf se oyó durante un instante chillona y confusa. Los compresores de aire dejaron una estela de vapor.

Pelham temblaba en el helado suelo de Ganimedes. Poco después se levantó lentamente, sacudiendo las rodillas como una hula hawaiana. Los astruces que se habían dispersado, antes de que se les echara encima el vehículo aéreo, se agruparon de nuevo. A lo lejos el trineo giraba dando media vuelta.

Pelham seguía los revoloteos y bandazos del artefacto desde que empezó a cambiar de dirección. Cabeceó e inclinándose a un lado, enfiló hacia la base y ganó velocidad.

En el interior del trineo Olaf trabajaba como un demonio. Con las piernas ampliamente abiertas balanceaba con desesperación el peso de su cuerpo. Sudaba y maldecía mientras intentaba con todas sus fuerzas evitar la panorámica de Júpiter “hacia abajo”, y esto producía en el trineo oscilaciones más y más violentas. Los bamboleos alcanzaban ahora un ángulo de 180°, y Olaf sintió que su estómago le presentaba enérgicas reclamaciones.

Conteniendo el aliento apoyó todo el peso de su cuerpo sobre el pie derecho y el trineo se balanceó con más amplitud que nunca. En el punto más pronunciado de este vaivén desconectó el gravo-repulsor y la débil fuerza gravitatoria de Ganimedes sacudió el trineo obligándole a descender. Como es natural, al ser el vehículo más pesado por el fondo, debido a la masa metálica del gravo-propulsor, adquirió la posición normal en tanto descendía.

Pero esto le causó muy poco alivio al comandante Pelham ya que, una vez más, el trineo apuntaba directamente hacia su persona.

—Cuerpo a tierra —vociferó, y de nuevo se lanzó al suelo.

El trineo silbó sobre su cabeza, crujió al tropezar contra una peña, hizo un salto de cinco metros y se paró en seco con un chasquido. Olaf salió despedido por la baranda.

Había llegado Santa Claus.

Con un profundo y tembloroso suspiro, Olaf se ajustó el saco sobre la espalda, se recompuso la barba y acarició la cabeza a uno de los sufridos y silenciosos zambúes. Podía haber sobrevenido la muerte; en verdad, Olaf no la había afrontado con serenidad, pero ahora estaba dispuesto a morir, pisando tierra firme, con nobleza, como un Johnson.

Dentro de la cabaña en la que los astruces se habían aglomerado, una vez más, un golpe en el tejado anunció la llegada del saco de los regalos de Santa Claus y un segundo batacazo la llegada del santo. Una figura espantosa apareció a través del agujero provisional.

—¡Felices Navidades! —farfulló, dejándose caer por el orificio.

Olaf fue a parar encima de los cilindros de oxígeno, como de costumbre y después los colocó en el sitio habitual.

Los astruces saltaban de arriba a abajo como pelotas de goma.

Olaf se dirigió cojeando ostensiblemente al primer calcetín y depositó una pequeña esfera deslumbrante y policromada que extrajo del saco, una de las muchas bolas que originalmente habían sido proyectadas para adornar los árboles navideños. Una a una las fue dejando en todos los saquitos disponibles.

Después de haber realizado su tarea, se sentó en cuclillas completamente agotado y siguió las sucesivas escenas con ojos vidriosos e inseguros. La jovialidad y las carcajadas de buen humor, tradición característica de la festividad de Santa Claus, estuvieron completamente ausentes en esta ocasión.

Pero la ausencia de alegría la compensaron los astruces con su extraño embelesamiento. Hasta que Olaf entregó la última bola guardaron silencio y permanecieron sentados. Pero cuando se acabó el reparto, el aire se enrareció bajo la tensión de estridencias discordantes. En menos de un segundo la mano de cada astruz contenía una bola.

Charlaban entre ellos violentamente y asían las bolas con cuidado, protegiéndolas con el pecho. Después las comparaban unas con otras y formaban grupos para contemplar las más llamativas.

El astruz más desaseado se acercó a Pelham y lo cogió por las solapas.

—Sannicaus, bueno —cacareó—. Mira, dejar huevos.

Observó reverentemente su esfera y agregó:

—Ser más bonitos que huevos astruces. Ser huevos Sannicaus, ¿eh?

Con su dedo pellejudo pinchó el estómago de Pelham.

—¡No! —aulló Pelham impetuosamente—. ¡Infiernos, no…!

Pero el astruz no le escuchaba. Ocultó la bola en las profundidades de su plumaje y continuó:

—Colores bonitos. ¿Cuánto tiempo tardar salir pequeños Sannicaus? ¿Qué comer pequeños Sannicaus?… Nosotros enseñar ser vivos inteligentes, como astruces.

Pierce agarró el brazo del comandante Pelham.

—No discuta con ellos —susurró frenético—. ¿Qué importa si ellos creen que esas bolas son huevos de Santa Claus? ¡Mire! Si trabajamos como locos, podremos alcanzar la cuota. Que empiecen a trabajar.

—Lleva razón —admitió Pelham.

Se dirigió al astruz:

—Dígales a todos que se preparen.

Hablaba con claridad y en voz alta.

—Ahora a trabajar, ¿me comprenden? ¡Venga!, de prisa, de prisa…

Hacía ademanes con los brazos. El desastrado astruz se detuvo de repente y dijo con calma:

—Nosotros trabajar, pero Johnson decir Kissmess y venir todos los años.

—¿No tenéis bastante con un Christmas? —masculló Pelham.

—¡No! —graznó el astruz—, nosotros querer Sannicaus año próximo. Traer más huevos. Más otro año. Y otro, y otro, más huevos. Más pequeños Sannicaus. Si Sannicaus no venir, nosotros no trabajar.

—Hay mucho tiempo por delante. Ya hablaremos entonces. O nos volveremos todos locos o los astruces habrán olvidado la fiesta.

Pierce abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir, la cerró de nuevo, la abrió otra vez y finalmente consiguió hablar:

—Comandante, quieren que venga todos los años.

—Yo lo sé, pero el año próximo no se acordarán.

—Pero, no comprende… Un año para ellos es una revolución completa alrededor de Júpiter. Esto significa una semana y tres horas del tiempo terrestre. ¡Quieren que Santa Claus venga todas las semanas!

—¡Todas las semanas! —rugió Pelham—. Johnson les dijo…

Durante unos instantes le pareció que todo eran chispas dando saltos mortales. Se quedó sin respiración y automáticamente sus ojos buscaron a Olaf.

Olaf se quedó frío hasta el tuétano. Se levantó sobrecogido y se deslizó hacia la puerta. Se detuvo cuando estaba en el umbral; de repente recordó la tradición. Con la barba semidesprendida graznó:

—¡Felices Navidades y buenas noches a todos!

Corrió hacia el trineo como si todos los diablos le pisaran los talones. No eran los diablos, era el comandante Scott Pelham.

FIN


  • Autor: Isaac Asimov

  • Título: Navidad en Ganimedes

  • Título Original: Christmas on Ganymede

  • Publicado en: Startling Stories, enero de 1942

  • Traducción: Lino Lope Bermejo

 
 
 
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