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Lecturas




La niña de los fósforos

Hans Christian Andersen


Hacía un frío espantoso. Nevaba y comenzaba a oscurecer. Era el último día del año, la víspera de Año Nuevo. En medio de este frío y de esta oscuridad. una muchachita marchaba por la calle con la cabeza al descubierto y los pies descalzos. ¡Oh, al salir de su casa llevaba zapatillas, pero eran demasiado grandes! Su madre las había usado hasta el último momento, y la niña las había perdido al atravesar corriendo la calle, para no ser atropellada por dos coches que pasaron a toda velocidad. Una de ellas fue imposible encontrarla, y un muchacho corría con la otra en la mano, gritando que le serviría de cuna cuando tuviera hijos.

La muchachita avanzaba, pues, con los pies descalzos, que estaban amoratados por el frío. En un delantal llevaba unos cuantos fósforos y sostenía en su mano un paquete. Nadie le había comprado en todo el día; nadie le había dado ni un céntimo. Tenía hambre, estaba helada, su aspecto era lamentable. ¡Pobre pequeña! Los copos de nieve caían sobre sus largos cabellos dorados que, en forma de bucles, se posaban sobre sus hombros. Pero la niña no tenía tiempo para pensar en eso. Las luces brillaban en todas las ventanas, y un delicioso olor a pato asado se extendía por toda la calle. Porque era el último día del año. Y en eso sí que pensaba la nena.


En el ángulo formado entre dos casas se sentó y acurrucó. Plegó sus piernecitas bajo ella, pero el frío no la dejaba parar. No se atrevía a volver a su casa, porque no había vendido ni una caja de fósforos ni tenía un céntimo en el bolsillo. Su padre le pegaría. Además, en su casa también hacía mucho frío, porque solo tenían sobre ellos el tejado, y el viento soplaba hasta el interior, a pesar de la paja y de los trapos viejos que taponaban las grandes rendijas. Sus manitas estaban casi congeladas por el frío. ¡Oh, cuánto bien podría hacerle una cerilla! Si se atreviese a encender una sola de una caja, frotándola contra la pared, y calentarse los dedos… Sacó una y ¡riis! Chisporroteó como el fuego. ¡Cómo ardía! Era una llama cálida y clara, como si fuera una lucecita que rodeara con su mano. ¡Era una luz magnífica! A la niñita le parecía que estaba sentada delante de una gran estufa de hierro, con patas y tubos de cobre. El fuego ardía deliciosamente, calentaba muy bien. Pero ¿qué pasaba?… La niña había alargado las piernas para calentarse los pies… cuando la llama se apagó. La estufa desapareció…, y la niña estaba con un fósforo quemado en la mano.

Encendió un segundo fósforo, que lució brillante, y todos los sitios adonde llegaba su claridad se hacían transparentes como un velo. La pequeña vio el interior de la sala, donde estaba puesta la mesa. El mantel era de una blancura deslumbrante, cubierto de fina porcelana. El pato asado humeaba lleno de ciruelas y manzanas, y —lo que aún fue más agradable— el pato saltó de la fuente, anduvo por el suelo con un cuchillo y un tenedor clavados y se acercó a la pobre niña. En ese momento, la cerilla se apagó y no se vio más que la oscura pared.

Entonces encendió otro fósforo, el tercero. Se encontró sentada bajo un soberbio árbol de Navidad. Era aún más grande y estaba mejor adornado que el que ella había visto, a través de la puerta de cristales de la casa del rico negociante, las navidades pasadas. Millares de luces ardían sobre sus verdes ramas, y unas láminas de color, igual que las que adornaban los escaparates de las tiendas, la miraban. La pequeña alargó la mano…, y el fósforo se apagó. Las múltiples luces del árbol subieron más y más, y la niña se dio cuenta de que se habían convertido en estrellas titilantes, una de las cuales corrió y trazó un largo rayo luminoso en el cielo.

—Alguien se muere —dijo la pequeña.

Porque su abuela, la única persona que había sido buena con ella, pero que ya había muerto, le decía: “Cuando cae una estrella, un alma sube hasta Dios.”

Encendió otra cerilla, frotándola contra la pared, y una claridad se extendió por todo su alrededor, en el centro de la cual estaba su abuelita, clara, brillante, dulce y amable.

— ¡Abuelita! —gritó la niña—. ¡Oh, llévame contigo! Yo sé que te marcharás cuando el fósforo se consuma; ¡desaparecerás como la estufa caliente, como el delicioso pato asado y como el hendido árbol de Navidad!…

Y encendió una tras otra todas las cerillas que estaban en el paquete. Quería retener a su abuelita. Los fósforos brillaban con tal claridad, que todo parecía más claro que en pleno día. Nunca había sido tan bella la abuelita, tan grande. Cogió a la niña por el brazo y volaron, soberbia y alegremente, alto, muy alto… Allí no hacía frío, ni había hambre, ni inquietud… ¡Estaban en la mansión de Dios!

A la mañana siguiente, en el frío rincón que formaban las dos casas, apareció sentada la pequeña, con sus mejillas sonrosadas y la sonrisa en la boca… muerta, congelada por el frío de la última noche del año. La mañana de Año Nuevo se elevó sobre el pequeño cadáver sentado al lado de las cerillas gastadas… Dijeron:

—Ha tratado de calentarse…

Pero nadie supo jamás lo que ella había visto de bello, ¡con qué esplendor ella y su abuelita habían entrado en la alegría del Nuevo Año!…


FIN


  • Autor: Hans Christian Andersen

  • Título: La niña de los fósforos

  • Título Original: Den Lille Pige med Svovlstikkerne

  • Publicado en: Dansk Folkekalender for 1846, diciembre de 1845

  • Traducción: Salvador Bordoy Luque – José Antonio Fernández Romero

 
 
 



Santa Claus contra A.R.A.C.N.I.D.O.

Harlan Ellison


I

Ya había pasado la mitad de septiembre cuando sonó el teléfono rojo. Kris se apartó de la cálida y flexible forma contra la que había estado pegado, barriga contra espalda, y se frotó con una mano los soñolientos ojos. El teléfono sonó de nuevo. No podía ver la hora en la esfera luminosa de su reloj de muñeca.

—¿Qué pasa, cariño? —murmuró la rubia junto a él. El teléfono sonó una tercera vez.

—Nada, nena… Vuélvete a dormir —la tranquilizó. Ella se hundió bajo las mantas mientras él tomaba el auricular, descolgándolo en medio de la cuarta llamada—. ¿Ajá?

Su boca sabía a infiernos.

La voz al otro extremo dijo:

—El rey de Caná necesita de sus servicios.

Kris se sentó.

—Espera un momento. Iré al supletorio —apretó el botón que pasaba la llamada al supletorio, colgó mientras salía de la cama y, desnudo, atravesó a oscuras el inmenso dormitorio. Tanteó su camino a través del recibidor hasta llegar a la oficina, guiado únicamente por ligeros toques en las paredes. Apartó la placa de bronce conmemorativa, regalo de los enanitos, giró la combinación de la caja fuerte, y la abrió. En la abertura circular se hallaba el teléfono rojo con su complejo mecanismo codificador.

Marcó un código en el codificador, alzó el auricular y dijo:

—El rey teme al demonio, y el demonio teme a la cruz —santo y seña.

—Kris, es A.R.A.C.N.I.D.O. —dijo la voz al otro extremo.

—¡Mierda! —masculló—. ¿Dónde?

—En los Estados Unidos: Alabama, California, el Distrito del Capitolio, Texas…

—¿Es serio?

—Lo bastante como para despertarte.

—Conforme, conforme. Lo siento. Aún estoy soñoliento. ¿Cuánto tiempo he estado dormido?

—Estamos a mediados de septiembre.

Kris se pasó una mano por su espeso cabello.

—¿No había nadie más que se pudiera hacer cargo?

—Ombligo se estaba ocupando de ello.

—Ajá… ¿Y…?

—Lo hallaron flotando junto a la costa de Galveston. Debía llevar en el golfo cerca de una semana. Le habían colocado cargas de plástico en el interior de los muslos…

—De acuerdo, no lo describas. Ya me irrita bastante el que me hayas despertado violentamente. ¿Hay dossier del caso?

—Te está esperando en la Cumbre.

—Llegaré ahí dentro de seis horas.

Colgó el auricular, cerró de un portazo la caja fuerte y giró la combinación. Volvió a poner la placa en su sitio de la pared y se quedó apoyado con el puño sobre el bronce. La débil luz de un fluorescente, dejado encendido sobre una de las mesas de dibujo de los enanitos, iluminaba sus facciones en tensión. Las duras y serias líneas de su rostro eran el trabajo de un Giacometti. Los ojos eran de color azul metálico y apagados, como ciegos. La boca, algo cruel, estaba comprimida en una línea. Inspiró profundamente, y su musculoso cuerpo se irguió decididamente.

Luego, inclinándose sobre su escritorio, abrió un cajón y llamó tres veces, secamente, apretando el botón oculto en la parte inferior del cajón. Allá abajo, en el laberinto, PoPo estaría emergiendo de su capullo, colocándose el taparrabos y los pendientes, marcando el código que llenase la cámara de salida de agua.

—Paz en la Tierra… —murmuró Kris, regresando al dormitorio a por su traje de inmersión.

II

PoPo esperaba en la cueva, junto a una estantería en la que se hallaban las botellas de aire. Kris hizo una señal al enano y se volvió de espaldas. PoPo le ayudó a colocarse el atalaje y, cuando Kris se hubo puesto la boquilla, ajustó la mezcla de aire.

—¿Keeble keeble? —inquirió PoPo.

—Parece que sí —replicó Kris. Deseaba salir cuanto antes.

—Dill-dill nea peemee —dijo PoPo.

—Gracias. La necesitaré —se dirigió rápidamente a la cámara de salida, que había sido llenada y vaciada. Destrabó la rueda y abrió la poterna. Unos pequeños regueros de agua ártica cayeron al suelo de basalto. Se volvió—. Mantén la fábrica de juguetes a pleno funcionamiento. Y estudia ese problema de la cadena 9 con CorLo. Volveré a tiempo para las fiestas —pasó una pierna sobre el repecho, luego se volvió y añadió—. Si todo va bien.

—Weeble zexfunt —comentó PoPo.

—Ajá, y que tampoco te regalen juguetes bélicos a ti —entró al interior de la cámara de salida, giró con fuerza la rueda para trabarla y señaló a través del portillo de lucita. PoPo llenó la cámara, y Kris se lanzó fuera.

El agua era negra y estaba bajo cero. La luz de aparcamiento del submarino era su único consuelo. Llegó rápidamente al pez de acero y, a los pocos minutos, estaba ya en camino. Una vez hubo pasado el extremo exterior de la masa de hielo flotante, salió a la superficie, se transformó en vehículo aéreo, expulsó el agua de los tanques de los pontones y corrió por la superficie para despegar. En el aire, alcanzó la velocidad de pulsoreacción y se transformó de nuevo.

A quinientos kilómetros tras de él, en algún punto bajo el Océano Ártico, PoPo estaba sacando a CorLo de su capullo y armándole un escándalo de mil diablos por poner tuercas europeas en todos los patines de ruedas, haciendo que, por consiguiente, no sirvieran las llaves de ajuste americanas.

III

Cumbre estaba en el interior de una montaña en Colorado. La cima de la montaña se abrió, dejando que el aparato de despegue vertical de Kris (el submarino, en su tercera transformación) descendiese hasta la pista de aterrizaje. El jefe de tareas estaba esperándole con el dossier. Kris lo hojeó rápidamente: tenía memoria eidética.

—De nuevo A.R.A.C.N.I.D.O. —dijo suavemente. Luego, con tono inquisitivo—: Significa

Asociación para elRobo oAniquilaciónControlados de laNaturaleza eIndustriaDe todo elOrbe

¿No es así?

El jefe de tareas negó con la cabeza. Kris hizo mmm.

—Bueno, ¿qué es lo que intentan hacer esta vez? Creí que los habíamos eliminado tras el asunto de los ántrax en el Valle de los Vientos.

El jefe de tareas se balanceó sobre su silla de plástico. Los globos oculares multifacetados de alrededor de la habitación, recibieron destellos de luz de la silla y los desparramaron por las paredes en un sutil espectáculo lumínico.

—Ya lo ha leído ahí. Se han apoderado de las mentes de esos ocho. Lo que intentan hacer, usándolos como títeres, no tenemos ni idea.

Kris leyó de nuevo la lista:

—Reagan, Johnson, Nixon, Humphrey, Daley, Wallace, Maddox y… ¿quién es este último, Spiro Agnew?

—No tiene importancia. Habitualmente podemos evitar que se metan en problemas o que se hagan daño ellos mismos; pero desde que A.R.A.C.N.I.D.O. los capturó, han estado haciendo locuras.

—Nunca he oído hablar de la mayor parte de ellos.

—¿Y cómo infiernos iba a haber oído, si está allá arriba, haciendo juguetes?

—Es el mejor disfraz que jamás he tenido.

—Entonces no proteste por no ver jamás un periódico. Acepte mi palabra: esta gente es importante en esta temporada.

—¿Qué le pasó a aquel cómosellamaba… Willkie?

—No logró nada provechoso.

—Ese A.R.A.C.N.I.D.O. —dijo Kris de nuevo— ¿querrá decir

AgenciaRepresivaArmadaCuyos finesNefastosIncluyen laDestrucciónOmnímoda?

El jefe de tareas agitó la cabeza de nuevo, algo cansinamente.

Kris se alzó y estrechó la mano del jefe de tareas.

—Según el dossier, creo que el mejor punto para empezar con esto será Daley en Chicago.

El jefe de tareas asintió con la cabeza:

—Eso es lo que también dijo el COMPUToráculo. Lo mejor será que baje y vea al Armero antes de partir. Ha empollado una cuantas sorpresas para usted.

—¿Tendré que trabajar de nuevo en ese estúpido uniforme rojo?

—Probablemente lo lleve como repuesto. Es un poco pronto para el uniforme rojo.

—¿Sí?

—Sí, solo estamos a mediados de septiembre.

IV

Cuando Kris salió del tubo de caída, los ojos de la señorita Siete-Diecisiete se dilataron. Se acercó a ella, con aquel paso tan suave y musculoso que lo distinguía del resto de los agentes.

La mayor parte de ellos no eran sino rechonchos oficinistas; ¿dónde había adquirido la idea de que el espionaje era un trabajo muy adecuado para bellos adonis? Seguramente de la inacabable serie de malas novelas de espionaje que llenaban los quioscos; qué desilusión cuando había descubierto que el retorcer el nervio trigémino para causar un dolor insoportable, o el dominar a un enemigo ahuecando ambas manos y golpeando simultáneamente sus dos orejas eran tácticas que podían ser tan fácilmente empleadas por hombres parecidos a alcas como por ganadores del concurso del Señor América. Igualmente, eran unas tácticas que servían lo mismo cuando se empleaban sobre montones de arcilla o estatuas de Rodin.

Pero Kris…

Llegó hasta su escritorio, y la miró en silencio hasta que ella apartó la vista. Luego:

—Hola, Chan.

Ella no podía mirarlo. Era demasiado doloroso. Las Bahamas. Aquella noche. La enorme luna colgando sobre ellos como un ojo que todo lo viese, mientras los vientos nocturnos tocaban una loca melodía que servía de contrapunto a su insensata pasión, el monomaníaco oleaje rompiendo a su alrededor contra las arenas plateadas. La despedida. La espera. El informe de lo alto de que había desaparecido en el Tíbet. No había podido soportarlo… y ahora… él allí de pie… una enorme cicatriz blanca en el pecho, ahora cubierto por su camisa, pero que ella conocía, una cicatriz hecha por el sable de Tibor Kaszlov… conocía cada centímetro de su piel… y le resultaba imposible responderle.

—¡Bueno, estúpida, responde! —dijo él.

Parecía comprender.

Habló por el interfono:

—Kris está aquí, señor —la luz roja destelló en el instrumento y sin alzar la vista, dijo—: El Armero te recibirá ahora.

Pasó junto a ella, aparentemente dirigiéndose contra la pared de piedra. En el último instante esta se deslizó suavemente y desapareció en el interior del taller del Armero. La pared se cerró de nuevo, y Siete-Diecisiete se dio cuenta, repentinamente, de que había estado apretando con tal fuerza sus puños que sus uñas pintadas le habían hecho sangre en las palmas.

El Armero era un hombre robusto y rudo, muy dado a las pipas y al paño cruzado escocés de lana. Sus chaquetas estaban hechas especialmente para él en Saville Row, con numerosos bolsillos para cobijar la infinitud de artilugios y accesorios de sus pipas que constantemente llevaba.

—Kris, me alegro de verte —tomó la mano del agente y la sacudió efusivamente—. Mmm. ¿Paño Harris?

—No, de hecho se trata de una de esas fibras milagrosas —replicó Kris, dándose una vuelta para mostrar su chaqueta con un solo corte trasero, entallada, de estilo Príncipe Eduardo y bolsillos deportivos—. Me la hizo un tipo de Hong Kong. ¿Te gusta?

—Elegante —dijo el Armero—, pero no estamos aquí para discutir los aciertos de nuestros sastres, ¿no?

Lanzaron una risa corta y mutua ante el chiste. Les llevó menos de diez segundos.

—Ven aquí —dijo el Armero, moviéndose hacia una estantería en la pared en la que se hallaban diversos artilugios—. Creo que encontrarás esto muy interesante.

—Creí que no iba a usar el traje rojo esta vez —dijo Kris, mohíno. El traje rojo estaba cuidadosamente colgado de un galán de noche de madera de teca, cerca de la pared. El Armero se volvió y le lanzó una mirada sorprendida—. ¿Eh? ¿Quién te dijo eso?

Kris tocó el traje, palpándolo con aire ausente:

—El Jefe de Tareas.

La boca del Armero hizo una mueca. Se sacó una pipa de un bolsillo de la chaqueta y se la metió entre los labios. Era una Sasieni Fantail de cazoleta redonda, que estaba pidiendo a gritos un raspado de la capa de hollín.

—Bueno, digamos que el Jefe de Tareas a veces no logra comprobar sus propias líneas de comunicación —obviamente estaba molesto, pero Kris no se sentía con ánimos de inmiscuirse en la política interna de las oficinas.

—Muéstrame lo que tienes.

El Armero sacó un artefacto con forma de pluma de uno de los estantes. En la parte superior tenía un clip con el que colgarla de un bolsillo interior.

—Estoy orgulloso de esto. Le llamo mi ocultador mortífero —prendió la pipa con un encendedor Cónsul de butano, regulando la llama hasta que dio calor bastante como para soldar.

Kris tomó el artilugio con forma de pluma y lo inspeccionó.

—Bonito. Muy compacto.

El Armero parecía un hombre que acaba de comprar un coche nuevo y que está a punto de preguntarle a un vecino cuánto cree que le ha costado.

—Pregúntame lo que hace.

—¿Qué es lo que hace?

—Crea oscuridad en un radio de tres kilómetros.

—Maravilloso.

—No, lo estoy diciendo en serio. Solo tienes que girar el clip a la derecha… ¡no, no, no lo hagas ahora, por Dios! Oscurecerías toda la Cumbre. Cuando te encuentres en un problema y necesites escapar, solo tienes que girar el clip y, ¡fsss! ya tienes toda la cobertura que necesitas para lograr huir.

El Armero lanzó una densa nube de humo de pipa: era Danish Fruit Cake de Niemeyer, muy aromático.

Kris seguía mirando al traje.

—¿Qué hay de nuevo en esto?

El Armero señaló con la boquilla de su pipa. Era un manerismo:

—Bueno, tienes el equipo habitual: los cohetes, los propulsores a chorro, el napalm, los lanzagases lacrimógenos, los cuchillos de lanzar, las mangueras a presión, los clavos de las botas, las ametralladoras calibre .30, el ácido, la barba inflamable, la falsa barriga que se hincha hasta convertirse en un bote salvavidas, el lanzallamas, los explosivos de plástico, la granada en forma de nariz roja de goma, el cinturón con equipo de herramientas, el boomerang, el bolo, las boleadoras, el machete, el derringer, la bomba de tiempo de la hebilla del cinturón, el equipo de ganzúas, accesorio Xerok en las caderas, los guantes de acero con garras extensibles, la máscara antigás, el gas venenoso, el repelente de tiburones, la estufa en el esternón, las raciones de supervivencia y la biblioteca de un centenar de grandes libros en microfilm.

Kris palpó de nuevo el traje.

—Pesado.

—Pero, además —dijo alegre el Armero—, esta vez nos hemos superado a nosotros mismos en cuestión de blindaje…

—Estáis haciendo un trabajo maravilloso.

—Gracias de verdad, Kris.

—No, lo digo en serio.

—Sí, bueno. Además, esta vez el traje ha sido totalmente automatizado, y cuando oprimes el tercer botón de la chaqueta todo él se hincha, quedando dispuesto para el vuelo, convertido en una escafandra para grandes alturas.

Kris puso cara compungida.

—Si alguna vez me caigo, me veré como una tortuga boca abajo.

El Armero le dio un manotazo amistoso a Kris, en lo alto del bíceps izquierdo.

—Eres un gran bromista, Kris —señaló las botas—. Giróscopos. Te mantendrán siempre vertical. No puedes caerte.

—Soy un gran bromista. ¿Qué otra cosa tienes para mí?

El Armero se acercó a la estantería y tomó una pistola automática.

—Prueba esto.

Apretó un botón de la consola de control y la pared este de la armería cayó, mostrando una galería de tiro tras ella. Al fondo del túnel se veían una serie de siluetas-blanco alineadas.

—¿Qué pasó con mi Wembley? —preguntó Kris.

—Demasiado voluminosa. Poco segura. Lo que tienes en las manos es el último grito: un láser Lassiter-Krupp de alto poder explosivo. ¡Sensacional!

Kris se volvió, mostrando el mínimo perfil posible a las mudas siluetas. Extendió su brazo derecho, poniéndolo rígido, y sujetándolo con la mano izquierda que rodeaba la muñeca derecha. Apretó el gatillo. Un rayo de luz y un siseo sibilante surgieron de la boca del arma. Al mismo instante, al fondo del túnel las diez siluetas desaparecieron en un estallido de luz cegadora. Trozos de metralla y de pared rebotaron una y otra vez por el túnel. El sonido de la destrucción era ensordecedor.

—Por todos los ángeles y arcángeles de los coros celestiales —murmuró Kris, volviéndose hacia el Armero, que se estaba quitando en aquel momento los protectores de los ojos y oídos—. ¿Por qué no me avisaste acerca de esta cosa estúpida? No puedo usarla; tengo que ser sutil, circunspecto, discreto. Esta cosa infernal sería maravillosa para volar en pedazos la roca de Gibraltar, pero es ridícula para un combate cuerpo a cuerpo. ¡Toma, cógela!

Le tiró el arma al Armero.

—¡Ingrato!

—¡Dame mi Wembley, so lunático!

—¡Ahí la tienes… en la pared, so miope esclavo del Sistema!

Kris asió la automática y el ocultador mortífero.

—Envía el traje a mi contacto en Montgomery, Alabama —dijo, apresurándose hacia la puerta.

—¡Quizá lo haga y quizá no, so débil mental!

Kris se detuvo y se giró.

—Maldita sea, escúchame, no puedo quedarme aquí para discutir contigo acerca del distinto poder de fuego de las armas. ¡Tengo que ir a salvar al mundo!

—¡Puro melodrama! ¡Patán! ¡Reaccionario!

—¡Lunático bastardo! Y, además, te voy a decir que odio tu maldito trabuco, hala. ¡Odio esa cosa estúpida y ruidosa!

Llegó hasta la pared, que se abrió, y salió apresuradamente. Antes de que acabase de cerrarse del todo, el Armero tiró al suelo la pipa, la pateó y chilló:

—¡Y yo odio esa chaqueta de marica que llevas!

V

Chicago, desde la Shore Drive, parecía como un inmenso estercolero en llamas. De nuevo había tumultos en el lado sur. Y, en la dirección de Evanston y Skokie, se podían divisar dos gruesas columnas de negro y espeso humo que se alzaban en espiral. En Evanston las Hijas de la Revolución Americana estaban saqueando e incendiando; en Skokie habían unido fuerzas con las miembros de la Unión de Mujeres Cristianas en pro de la Templanza de Evanston y estaban asaltando las oficinas de un editor de libros de bolsillo pornográficos. La ciudad se estaba volviendo loca.

Kris condujo su Maserati trucado por la calle Ohio, giró hacia la derecha para tomar la rampa de descenso al garaje del motel, y dejó que el encargado se ocupase del vehículo. Llevando únicamente su maletín de ministro, se dirigió a la salida de incendios que llevaba al primer piso del motel. No obstante, una vez en el interior de la misma, se volvió hacia la pared desnuda, usó su señalizador sónico, y la pared giró sobre sí misma. Se apresuró a entrar, cerró la pared, y lanzó el maletín sobre la cama de matrimonio. La luz de esperando brillaba en el aparato de televisión de circuito cerrado. Conectó el aparato, se colocó frente a la cámara, y le complació ver que su contacto de Chicago, Frieda, volvía a llevar el cabello largo.

—Hola, Diez-Diecinueve —dijo.

—Hola, Kris. Bienvenido a la Ciudad Ventosa.

—Hay aquí grandes problemas.

—¿Cuándo quieres empezar? Ya he localizado donde está Daley.

—¿Cuándo puedo llegar hasta él?

—Esta noche.

—Me va bien. ¿Qué estás haciendo en este momento?

—No mucho.

—¿Dónde estás?

—En el recibidor.

—Ven aquí.

—¿A esta hora tan temprana de la tarde?

—Mens sana in corpore sano.

—Te veré dentro de diez minutos.

—Ponte Réplique.

VI

Completamente vestido de negro, con la Wembley en una pistolera invertida de pronto uso, con la culata apenas saliendo por debajo de su sobaco izquierdo, Kris atravesó el espacio abierto situado entre la verja electrificada y la oscura y cuadrada edificación de la central eléctrica, con sus brazos y piernas colocados en la tradicional postura reptante de la infantería.

Daley había sido localizado dentro de aquel edificio, en el que había permanecido durante dos días aún a pesar de los desórdenes, por el equipo de búsqueda de Diez-Diecinueve.

Kris le había preguntado a Frieda qué es lo que estaba haciendo en esa central eléctrica. Ella no lo sabía. Todo el edificio estaba aislado, resultando impenetrable para cualquier tipo de sensor que había empleado. Pero aquel era un asunto de A.R.A.C.N.I.D.O., fuera lo que fuese eso, no cabía duda alguna; pues el que un hombre de su posición estuviese encerrado de aquella manera, mientras su ciudad ardía, no admitía otra explicación.

Kris llegó junto a la central. Se deslizó a lo largo de la fachada hasta que pudo ver unas ventanas de cristales ennegrecidos por encima de él. Estaban casi a un palmo sobre su cabeza. No había forma de escalar hasta allí. Tendría que hacer una entrada violenta. Inspiró profundamente tres veces, sacó la Wembley de su pistolera y despegó el esparadrapo arrollado alrededor de la culata. Luego, lo usó para sujetarse el arma a la mano. Después, tres inspiraciones profundas más. Clavando fuertemente los pies en tierra, se apartó a la carrera del edificio, hasta una distancia de diez metros, inspiró aire de nuevo, y corrió de vuelta a la central eléctrica. Casi en la misma fachada se encogió totalmente sobre sus rodillas, dio impulso y cruzó sus brazos sobre la cabeza al ir a golpear de lleno contra la ventana.

Entonces, ya se halló en la central, entrando en una trayectoria de arco, realizando un rápido salto mortal y cayendo con las rodillas aún dobladas, absorbiendo el impacto con las caderas. A todo su alrededor tintineaban trozos de cristal, y su traje negro estaba desgarrado en el pecho. Su brazo derecho apuntaba hacia delante, con la Wembley extendida.

Al pronto, la luz inundó el edificio. Kris contempló la escena en una impresión total: lo vio todo.

Daley estaba inclinado sobre un intrincado mecanismo de relojería colocada en lo alto de una estructura similar a un podio, en el extremo más lejano de la sala. Una serie de lámparas de luz negra brillaban aún por toda la habitación con su malévolo y pútrido púrpura. Tres hombres, ataviados con ceñidos trajes de una sola pieza, de color verde pálido, se abalanzaban contra él, quitándose las anteojeras para luz negra. Un cuarto hombre aún mantenía su mano en la palanca conmutadora que había encendido las luces interiores. Y había más.

Kris vio las grandes conexiones serpenteantes que surgían del mecanismo de relojería de Daley, corriendo a lo largo del suelo hasta paneles eléctricos en las paredes. Un sistema de aireación, inmenso y potente, dominaba toda una pared. Tras el podio, se alineaban cubetas de alguna sustancia oscura burbujeante, casi humo líquido.

—¡Deténganlo! —aulló Daley.

Kris tenía tan solo un momento antes de que los tres hombres de verde llegasen hasta él. Y en aquel momento decidió endurecer su temple para lo que con toda seguridad iba a suceder. Siempre tenía aquel instante en cada misión, y necesitaba probarse a sí mismo que tenía razón, que lo debía hacer, por muy brutal que fuese. En aquel instante, decidió mirar a Daley; y su resolución fue confirmada más elocuentemente de lo que jamás hubiera podido esperar. Aquel era un viejo malévolo. Lo que en otro hombre pudiera haber sido un generoso rostro senil, se había transformado en aquel en duras líneas de inmencionable fealdad. Aquel hombre era la maldad encarnada. Estaba totalmente poseído por A.R.A.C.N.I.D.O.

Los tres hombres verdes siguieron avanzando. Hombres grandes, muy musculosos, con los rostros embotados por la malicia. Kris disparó. Alcanzó al primero en el estómago, lanzándolo hacia atrás contra uno de sus compañeros, que trató de evitarlo pero que se derrumbó en un lío de piernas y brazos mientras el primer hombre verde moría. Kris lanzó tres disparos más contra la masa y los brazos y piernas dejaron de moverse, si exceptuamos algún estremecimiento ocasional. El tercer hombre se apartó a un lado y trató de lanzarse sobre Kris. Este se echó hacia atrás un paso y le disparó a la cara. El hombre verde se desmadejó como una muñeca de trapo y cayó cómicamente sobre sus rodillas, desplomándose luego sobre la carne que había sido su cabeza.

Como si lo que había pasado a sus compañeros no le importase nada, el cuarto hombre tendió ambos brazos ante él, como un zombi, y se tambaleó hacia Kris. El agente lo eliminó con un solo disparo.

Luego se volvió hacia Daley.

El hombre estaba alzando un arma portátil con boca de aguja de aspecto mortífero. Kris se lanzó plano sobre un costado. El arma de Daley solo quemó el espacio vacío con su haz de energía siseante y carmesí. Kris rodó y rodó justo hasta llegar al sistema de aireación. Luego ya estuvo en pie, tuvo la Wembley apuntada y gritó:

—¡No me obligue a hacerlo, Daley!

El arma de la mano de Daley lo buscó, quedó apuntándole y, en ese momento, el agente disparó. El arma con boca de aguja saltó en pedazos bajo el impacto de la bala blindada, y Daley cayó hacia atrás desde el podio.

Kris estuvo sobre él en un instante.

Lo tenía por los pies, empujándolo contra el podio y le aplicó una presa paralizante de dos dedos en uno de los puntos nerviosos de la depresión clavial antes de que Daley pudiera recuperarse. La boca de este se abrió por el dolor, pero no pudo hablar. Kris lo subió al podio, con un poco más de rudeza de lo necesario, y lo lanzó al pie del mecanismo de relojería.

Este era increíblemente complejo, con contadores de tiempo y cronógrafos instalados de algún modo entre las cubas de humo burbujeante y el sistema de ventilación de la pared. Kris estaba absorto en el intento de tratar de comprender exactamente qué era lo que hacía el equipo, cuando oyó el suspiro a sus pies. Miró hacia abajo justo a tiempo para ver algo (tan repugnante que no podía contemplarlo directamente) emerger de la oreja derecha de Daley, deslizarse y reptar por el suelo del podio y luego estallar en una humareda negra de suciedad y polvo. Cuando Kris miró de nuevo, lo único que quedaba era una mancha polvorienta… lo que podría quedar si un niño prendiese fuego a un montón de magnesio en polvo y nitrato de potasio.

Daley se estremeció. Rodó sobre su espalda y quedó yaciendo, jadeante. Luego trató de sentarse. Kris se arrodilló y le ayudó a hacerlo.

—Oh, Dios mío, Dios mío —murmuró Daley, agitando la cabeza como para tratar de aclararla. La maldad había desaparecido de su rostro. Ahora era poco más que un bondadoso anciano que había estado enfermo durante mucho, mucho tiempo—. Gracias, sea quien sea. Gracias.

Kris ayudó a Daley a ponerse en pie, y el viejo se apoyó contra el mecanismo de relojería.

—Me atraparon… hace años —dijo.

—A.R.A.C.N.I.D.O., ¿eh? —comentó Kris.

—Sí, se introdujeron dentro de mi cabeza, dentro de mi mente. Son malvados. Totalmente malvados. ¡Oh, Dios, fue terrible! Y las cosas que he hecho. ¡Cosas pútridas y sin conciencia! Estoy realmente avergonzado y tengo mucho que purgar.

—Usted no, Excelencia —dijo Kris—. A.R.A.C.N.I.D.O. Son ellos los que lo pagarán. Tal como lo hizo este.

Kris se refería a la mancha negra.

—¡No, no, no… yo! Yo hice todas esas cosas terribles. Ahora, yo tengo que repararlas. Demoleré los barrios bajos del sur, esa mancha que tiene la ciudad. Contrataré a los mejores planificadores urbanos para que creen espacio vital para todos esos negros que ignoré, que utilicé desvergonzadamente para mis propias necesidades políticas. Y no grandes bloques sin alma en donde la gente se ahoga y pierde la dignidad, sino comunidades decentes repletas de luz y risas. ¡Y liberaré a los polacos! Y toda la maquinaria política que utilicé para asignar los contratos a los constructores menos adecuados… hundiré esos edificios inhabitables y haré que los construyan bien. Disolveré esa Gestapo secreta que he estado reuniendo durante todos estos años. Solo aceptaré a aquellos hombres que puedan pasar un duro examen policial que tenga muy en cuenta lo humanitarios que sean. Cuidaré los parques y los jardines, para que esta ciudad sea hermosa. Y luego me entregaré para ser juzgado. Espero que no me den más de cincuenta años. Ya no soy muy joven.

Kris se sorbió pensativamente un diente.

—No se deje llevar por la emoción, Excelencia.

Luego indicó la máquina de relojería.

—¿Qué es esto?

Daley miró a la máquina con repugnancia.

—Tendremos que destruirla. Fue mi parte en el plan de ocho puntos de A.R.A.C.N.I.D.O., entrado en operación hace veinticuatro años para… para…

Se detuvo indeciso; una expresión confusa y perpleja se extendió por sus amables rasgos. Se mordió el labio inferior.

—Sí, prosiga —le urgió Kris—. ¿Qué es lo que quieren hacer? ¿Cuál es el gran plan de A.R.A.C.N.I.D.O? ¿Cuál es su objetivo?

Daley extendió las manos.

—No… no lo sé.

—Entonces, dígame… ¿qué son? ¿De dónde vienen? Hemos luchado con ellos durante años, pero no tenemos más información al respecto que cuando empezamos. Siempre se autodestruyen como ha hecho ese —hizo un gesto hacia la polvorienta mancha del podio—, y jamás hemos podidos capturar a ninguno. De hecho, usted es el primer títere que logramos recuperar con vida de sus manos.

Daley fue asintiendo con la cabeza durante la innecesaria explicación de Kris. Cuando el agente hubo terminado, se alzó de hombros.

—Lo único que recuerdo… fuera lo que fuese lo que tenía en mi cabeza, parece haberme tenido bloqueado, impidiendo que me enterase de casi nada, y lo único que recuerdo es que son de otro planeta.

—¡Alienígenas! —casi gritó Kris, comprendiendo de inmediato lo que Daley había dicho—. Un plan de ocho puntos. Los otros siete nombres de la lista y usted. Cada uno de ustedes ocupándose de una fase de un gran plan cuyo propósito aún no conocemos.

Daley le miró.

—Tiene usted una verdadera cualidad para decir lo obvio.

—Me gusta sintetizar las cosas.

—Amalgamar.

—¿Cómo?

—Nada. Olvídelo. Prosiga.

Kris pareció confuso.

—No, de hecho, es usted el que ha de seguir. Dígame lo que se suponía que hacía este equipo de aquí.

—Aún sigue haciéndolo. No lo hemos detenido.

Kris pareció alarmado.

—¿Cómo lo apagamos?

—Apriete ese botón.

Kris apretó el botón y, casi de inmediato, las cubas dejaron de burbujear, la sustancia humeante del interior de las mismas fue perdiendo tamaño, el sistema de aireación dejó de airear, la máquina de relojería disminuyó su marcha y se detuvo, el cucú se puso azul y murió, las mangueras se aplanaron y la habitación quedó en silencio.

—¿Qué es lo que hacía?

—Creaba y esparcía aire polucionado por la atmósfera.

—Bromea.

No bromeo. ¿O es que se creía que el aire polucionado era realmente producido por las fábricas, los coches y los cigarrillos? A A.R.A.C.N.I.D.O. le costó una fortuna el falsificar los informes y el preparar una campaña de publicidad acerca de que eran los coches y cosas así. En realidad, he estado sembrando polución en la atmósfera durante veinticuatro años.

—Hijo de mala madre —dijo Kris con admiración. Luego hizo una pausa, pareció nervioso y preguntó—: Dígame, ya que sabemos que los componentes de A.R.A.C.N.I.D.O. son alienígenas del espacio exterior, ¿significa acaso su sigla

Asquerosos yRepugnantesAlienígenas queCrean las condicionesNecesarias para laInvasiónDestruyendo elOrden?

Daley se quedó mirándolo.

—A mí no me lo pregunte… nadie me cuenta nada.

Luego saltó del podio y se dirigió hacia la puerta que llevaba a la central de energía. Kris le miró, luego tomó un barrote de hierro y se dedicó a destruir la máquina polucionadora. Cuando hubo terminado y se halló sudando y rodeado por chatarra aplastada y demolida, alzó la vista y vio a Daley en pie junto a la puerta abierta que llevaba al exterior.

—¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó.

Daley sonrió con aire distante.

—No. Solo le miraba. Ahora que vuelvo a ser un buen tipo, deseaba ver mi último ejemplo de violencia brutal y sin motivo. ¡Chicago va a ser tan tranquilo de ahora en adelante!

—A aguantarse, muchacho —dijo Kris, con sentimiento.

VII

El plan de ocho puntos parecía relacionarse con Alabama. Wallace. Pero Wallace estaba en plena campaña por alguna cosa, y aparentemente el plan de ocho puntos necesitaba su toque especial (filtrado a través del toque aún más suave de un operativo de A.R.A.C.N.I.D.O. dentro de su cabeza) para que quedase conectado. Kris decidió reservar a Wallace para el fin. El tiempo era importante, pero Frieda estaba cubriendo el asunto de Daley y el fin de la máquina polucionadora de Chicago y, francamente… ¡al cuerno con el tiempo! Aquello parecía el último enfrentamiento con A.R.A.C.N.I.D.O., así que Kris informó a la Cumbre que iba a seguir y erradicar los siete puntos restantes del plan, dedicando su atención a Wallace hacia la fiesta de Navidad. Esto complicaría las cosas para Kris, pero estaba seguro de que PoPo estaría trabajando en la fábrica. Y, lo que debía hacerse… debía hacerse. Desde luego no iba a ser fácil. Pensó con nostalgia en su casa del Ártico, la alegre y zumbante fábrica de juguetes, la forma en que, Blitzen en especial, le lamía la palma de la mano cuando le llevaba los azúcares con LSD, y la forma en la que aquellos bichos volaban cuando estaban en ácido.

Después apartó sus pensamientos de tiempos más felices y climas más fríos, disponiéndose a destruir a A.R.A.C.N.I.D.O. Se encargó de los siete que quedaban en orden.

VIII

REAGAN: CAMARILLO, CALIFORNIA

Reagan había cerrado todos los asilos mentales del estado con la inatacable teoría de que nadie necesitaba, en realidad, atención psiquiátrica… «¡Se necesita estar loco para estar en un sitio así!», había dicho en una cena que le había dado la Legión Americana, a quinientos dólares plato, solo seis meses antes. Kris lo halló en el lavabo de caballeros del primer piso de la abandonada institución estatal de Camarillo, peinándose su mata de cabello a lo Pompadour.

Reagan giró sobre sus talones, viendo el reflejo de Kris en el espejo, y chilló pidiendo ayuda a uno de sus asistentes zombi, un hombre de verde, que estaba encerrado en un retrete de pago. (Los asilados habían recibido el pago de una asignación mensual en vales oficiales del Estado Dorado, provenientes de la conversión de las dotaciones económicas que les habían sido enviadas por sus hijos casados que no deseaban a sus perver-deviacion-raros padres por casa; estos vales podían ser utilizados para el uso de los retretes de pago. Reagan siempre había creído en un sistema de gobierno estatal de «paga por lo que consumes»).

Kris golpeó al pequeño recinto con una patada de savatte que hizo astillas la puerta justo en el momento en que salía el hombre de verde, y el borde de su zapato destrozó el bazo del hombre. Luego el agente se abalanzó sobre Reagan, en un intento de capturarlo, dominarlo y, de algún modo, impedir que el simbionte de A.R.A.C.N.I.D.O. que había en el interior de la cabeza de Reagan se autodestruyese. Pero el infernalmente apuesto Reagan se echó abruptamente a un lado y, mientras Kris lo contemplaba horrorizado, comenzó a desdibujarse y a cambiar de forma.

Al cabo de unos momentos no era Reagan el que se hallaba ante Kris, sino una hidra de siete cabezas escupiendo por sus siete bocas a) fuego, b) nubes de amoníaco, c) polvo, d) cristales rotos, e) gas clorhídrico, f) gas mostaza y g) una combinación de halitosis y música rock.

Tres de las cabezas (c, e y f) se abalanzaron impulsadas por sus cuellos serpentinos y Kris se aplastó contra la pared del lavabo. Su mano se introdujo con rapidez en su chaqueta y sacó un bolígrafo. Le dio dos vueltas, en dirección contraria a la de las agujas del reloj, y el bolígrafo se transformó en largo mandoble. Manejando la espada con facilidad, Kris la blandió con vigor, y en unos pocos minutos había cortado las siete cabezas.

Apuntó luego al mismo corazón de la bestia y la atravesó. El gran cuerpo cayó estrepitosamente sobre un costado, y se quedó muy quieto. Se desdibujó y volvió a transformarse en Reagan. Luego la cosa negra se deslizó saliendo de su oreja, entró en erupción y ensució las baldosas del suelo con hollín.

Después, Reagan se peinó el cabello y se aplicó maquillaje de fondo sobre los puntos brillantes de su nariz y mejillas, gimiendo penosamente acerca de las cosas, realmente raras, que había hecho bajo la estupefactante e increíblemente malévola dirección de A.R.A.C.N.I.D.O. Juró que no sabía que significaban las letras del nombre de la organización. Kris se sintió deprimido.

Entonces, Reagan le mostró la fábrica de Camarillo, explicando que su parte del plan de ocho puntos era utilizar las grandes máquinas del segundo y tercer piso para esparcir locura por la atmósfera. Rompieron las máquinas con algunas dificultades, dado que buena parte del equipo estaba hecho con un plástico muy duro.

Reagan aseguró a Kris que trabajaría con la Cumbre para ocultar la eliminación de la segunda fase del plan de ocho puntos. Y, desde aquel día en adelante (alzó una mano en el saludo de los boy scouts), sería tan bueno como le fuera posible. Llevaría a cabo la tan necesaria reforma del impuesto sobre la propiedad; dejaría de meterse con los estudiantes del UCLA, se suscribiría a The LA Free Press, The Avatar, The East-Village Other, The Berkley Barb, Horseshit, Open City y todos los otros periódicos underground para poderse enterar de lo que estaba sucediendo realmente. Y antes de una semana, instituiría clases diarias de bailes folklóricos, música soul y métodos de coerción pacífica, a las que deberían asistir los miembros de los diversos departamentos de policía del estado.

Sonreía como un hombre que ha recuperado la inocencia de la niñez, o la naturaleza de la misma, que de algún modo había perdido.

IX

JOHNSON: JOHNSON CITY, TEXAS

Kris lo encontró comiendo puré de patatas con sus manos, sentado a una cierta distancia del resto de la gente. Tenía un aspecto infernal. Parecía muy cansado. Había una vaca a medio comer en un asador, girando lentamente sobre tizones de carbón vegetal. Kris se sentó junto a él y pasó un rato. Él pensó que Kris estaba en la fiesta. Eructó. Entonces Kris le golpeó la sien derecha con un dedo y arrastró su forma inconsciente hacia el bosque.

Cuando Johnson se despertó, supo que todo había terminado. El simbionte de A.R.A.C.N.I.D.O. lo abandonó, estalló y ensució las hojas muertas (eran mediados de octubre) y Johnson dijo que tenía que apresurarse para detener la guerra. Kris no sabía de qué guerra hablaba, pero le parecía una idea excelente.

—Dígame —le dijo Kris con ansiedad—, ¿acaso A.R.A.C.N.I.D.O. significa

AlienígenasReptantes que seApoderan de losCerebrosNacionalesIntentando laDemolición delOrden

o es algo aún más arcano?

Johnson extendió las manos. No lo sabía.

Le dijo que su parte del plan de ocho puntos era fomentar la guerra. Y matar niños. Pero ahora, todo aquello había terminado. Llamaría a las tropas de vuelta a casa. Liberaría a todos los manifestantes que estaban en prisión. Convertiría la industria a usos pacíficos. Enviaría grano a las naciones necesitadas. Tomaría lecciones de locución. Kris se alzó de hombros y se marchó.

X

HUMPHREY Y NIXON: WASHINGTON, D. C.

Era una semana después de la elección. Uno de ellos era Presidente. No importaba. El otro estaba tratando de organizar la oposición, y entre ambos habían partido el país en dos. Nixon estaba tratando de que lo afeitasen bien, y Humphrey intentaba aprender a llevar lentes de contacto que hicieran que sus ojos pareciesen más grandes.

—¿Sabes, Dick?, el problema es, básicamente, que tengo unos ojillos raros, como los de un pájaro, ¿lo sabías?

Nixon se volvió del espejo de la pared de la oficina y le contestó:

—Yo sí que podría quejarme. Tengo ya una barba de tres días, y solo hace unas horas que me afeité. Hey, ¿qué es eso?

Humphrey se volvió en su sillón y vio a Kris.

—Adiós, A.R.A.C.N.I.D.O. —dijo Kris y disparó dardos somníferos a cada uno de ellos.

Antes de que los dardos pudieran alcanzarles, las cosas negras saltaron de sus oídos, estallaron y mancharon. «¡Maldita sea!», exclamó Kris y abandonó la oficina sin esperar a que Nixon y Humphrey recuperasen el conocimiento. En cualquier caso, pasaría una semana o dos antes de que sucediese tal cosa. El Armero aún no daba en el blanco en lo referente a controlar cuanto tiempo dejaban inconscientes a la gente aquellos dardos. Kris salió de allí, porque sabía que su parte del plan de ocho puntos era confundir las cuestiones, sembrar la confusión y la disensión en la atmósfera. Johnson se lo había dicho. Ahora se convertirían en unos majos, y el Presidente actuaría como si su conciencia lo guiase.

La Navidad se acercaba. Kris sentía nostalgia del hogar.

XI

A.R.A.C.N.I.D.O. trató de matar a Kris en Memphis, Detroit, Cleveland, Great Falls y Los Angeles. Falló.

XII

MADDOX: ATLANTA, GEORGIA

Era demasiado horrible para poderlo describir. Fue el único títere de A.R.A.C.N.I.D.O. que Kris tuvo que matar. Con un pequeño mango de hacha en oro, recuerdo del famoso restaurante de Maddox. Kris destruyó la máquina de odio a los negros, la parte de Maddox en el plan de ocho puntos, y comió pollo frito mientras se dirigía a Montgomery.

XIII

WALLACE: MONTGOMERY, ALABAMA

Tañendo su pequeña campana de latón, el Santa Claus ataviado de rojo atravesó la plaza situada frente al edificio estatal de Montgomery. El Santa Claus era gordo, alegre, barbudo y posiblemente el hombre más mortífero del mundo.

Kris miró a su alrededor mientras se abría paso por entre la nieve, que le llegaba hasta los tobillos. Los edificios del estado estaban agrupados alrededor del perímetro de la plaza circular, y notó una terrible sensación cosquilleante que le subía y bajaba por la espina dorsal. Quizá fuera el agobio del traje con todo su equipo… era tan confinante que le hacía sudar, incluso en medio del frío y la blancura de aquel 24 de diciembre. Tenía las botas empapadas por la nieve y midió su paso mientras subía la escalinata de la Casa del Estado… vigilando.

Todo estaba cerrado a causa de las vacaciones. Todos los organismos estatales de Alabama. Y, sin embargo, había movimiento en la ciudad. Los compradores de última hora se apresuraban a cumplir con sus cuotas como felices consumidores. Los niños correteaban por aquí y allá, pareciendo ir a alguna parte, pero limitándose, probablemente, a carambolear. Kris siempre sonreía cuando veía a los niños; ciertamente, eran la única esperanza; tenían que ser protegidos, no separados de la realidad, sino simplemente protegidos; y el creciente cinismo de los jóvenes había comenzado a preocuparle; no obstante, parecía como si los jóvenes activistas estuviesen, de un modo inconsciente, luchando contra todo aquello por lo que abogaba A.R.A.C.N.I.D.O. llegando incluso a hacer un trabajo mejor que sus mayores.

Un hombre se apresuró escalinata abajo, pasando junto a Kris. Iba arropado hasta la barbilla en un grueso abrigo. Miró por el rabillo del ojo, bizqueando, e ignoró el pote de donativos que le tendía Santa Claus. Kris continuó subiendo.

Los aparatos de detección que ahora llevaba Kris dentro de su gorro de piel lanzaron un blip; y los trazadores y buscadores de alcance fueron aumentando el tono del mismo a medida que se fue acercando a Wallace. Iba a ser un problema entrar en el edificio. Pero, de todos modos, si no fuera por los problemas que convertían en necesario el que llevase tal cantidad extra de equipo en su traje rojo, Santa Claus hubiera sido una figura delgada y esbelta.

—Jo, jo, jo —murmuró Kris, lanzando bocanadas de aire gélido.

Mientras llegaba al primer descansillo de la Casa del Estado, Kris comenzó a poner en marcha su plan para obtener acceso a la misma. Manejando los controles del traje que llevaba en la palma de su mitón derecho, dirigió las mangueras de alta presión hacia una ventana cerrada del ala izquierda de la Casa del Estado. Una vez que el control de tiro estuvo centrado en el objetivo, Kris marcó el código para que los tubos dejasen paso a napalm y ácido, oprimió los botones de disparo y contempló como las mangueras rociaban la ventana con ácido, disolviendo al mismo tiempo barrotes y cristal. Luego el napalm erupcionó de las mangueras en un chorro ardiente que trazó un arco sobre la nieve y golpeó al hueco abierto en el frontis de la Casa del Estado. En un instante aquella parte del edificio estuvo ardiendo.

Kris puso en marcha la mochila cohete y se alzó por los aires. Cuando estaba flotando a sesenta metros de altura conectó los cohetes de dirección y planeó sobre la Casa del Estado. Cesó el funcionamiento de los cohetes y Kris descendió con lentitud, cortando luego la acción de su mochila cohete. Había llegado al techo sin haber sido visto. El fuego mantendría ocupada la atención de todos. En aquel estadio de la erradicación del plan de ocho puntos, estarían esperándole, pero no sabrían que sería una fuerza de asalto tan formidable.

El contador Geiger le indicaba una fuente importante de radioactividad en el ala norte de la Casa del Estado. Sus botas de siete leguas le permitieron saltar allí en tres botes, y colocó cargas de plástico a lo largo de los bordes del techo, rociándolas con aerosol de implosión para que la fuerza de su estallido fuese dirigida hacia abajo. Luego instaló el mecanismo de relojería y saltó de nuevo a la sección del techo en donde sus detectores indicaban con más fuerza la presencia de Wallace. Extendiendo los ganchos de sus mitones, cortó una sección circular en el techo y luego la quemó con ácido. La mantuvo asida en el sitio. De repente, estallaron las cargas de plástico en el techo del ala norte y, bajo la cobertura de este tumulto, atacó. Utilizó los punzones de las botas para hundir la superficie circular que había cortado en el techo. Esta apertura había sido a través del material aislante. Ahora utilizó el lanzallamas para abrirse paso a través de las varias capas de revestimiento, yeso y vigamenta, hasta que lo único que quedó entre él y la posibilidad de entrar fue el yeso del techo de la habitación. Sacó una granada de los bolsillos interiores de su enorme traje, tiró de la anilla, soltó la manecilla y la dejó caer por el agujero. Se oyó una seca y breve explosión y cuando se hubo aclarado la nube de polvo de yeso, pudo saltar al interior de la Casa del Estado de Alabama.

Saltó, colocando el mando de sus botas para rebote ligero.

Cayó entre un grupo de zombis vestidos de verde, que le esperaban. «Jo, jo, jo», exclamó de nuevo Kris, abriendo fuego con sus ametralladoras. Los cuerpos saltaron, se desplomaron y se estrellaron contra las paredes, y algunos segundos más tarde el grupo de recepción estaba empapado en su propia sangre.

Habían colocado barricadas en las puertas de la habitación. Kris no tenía tiempo para abrirlas por métodos suaves. Así que se arrancó su roja nariz de goma y la lanzó. Las puertas estallaron hacia el exterior en una lluvia en cascada de astillas y fragmentos. Se abalanzó a través del humo y de los restos aún por el aire, llegó al pasillo y se volvió para seguir el urgente sonido de sus detectores. Wallace se estaba moviendo. ¿Tratando de escapar? Quizá.

Sacando un bolo, se abalanzó de nuevo hacia adelante. Unos zombis vestidos de verde cayeron sobre él desde un corredor lateral y se abrió camino a cuchilladas, sin detenerse. Un disparo impactó en la pared junto a su oreja y se medio volvió, dejando que un cuchillo de lanzar cayese en su mano desde su funda aceitada. El francotirador medio salía de una puerta, corredor abajo. Kris dejó que el cuchillo se deslizase palma abajo, lo atrapó por la punta y, con un rápido movimiento, lo lanzó. El cuchillo rozó el borde del marco de la puerta y se clavó en la garganta del zombi. Este desapareció en el interior de la habitación.

Los detectores indicaban ahora una pared desnuda en el extremo de un corredor sin salida. Kris fue hacia ella, a la carrera, con la armadura corporal de su traje preparada para convertirla en un ariete. Golpeó la pared y la atravesó. Tras la desnuda pared del callejón sin salida había una escalera de piedra que se hundía en la oscuridad. En ella acechaban los zombis. Las ametralladoras calibre 30 resolvieron ese problema: Kris descendió a la carrera por los escalones, disparando ante él. Los zombis desaparecieron, hundiéndose en las tinieblas.

Al fondo halló un río subterráneo y vio las negras y triangulares aletas dorsales de unos tiburones.

Aún murmurando: «Jo, jo, jo», Kris se zambulló de cabeza en la negrura estigea. El agua se cerró sobre él y no pudo verse nada más, excepto el agitarse de los tiburones.

Menos de una hora después, toda la Casa del Estado de Alabama y buena parte de la plaza pública saltaron por los aires en una explosión infernal de tal ferocidad que hizo añicos las ventanas de las casuchas de los pobres negros de Selma.

XIV

Estaba arañándole suavemente la espalda desnuda con sus largas y pintadas uñas. Él yacía boca abajo sobre la cama, tendiendo de vez en cuando la mano hacia la mesita de noche para dar un trago al whisky con agua. Las lívidas cicatrices que aún seguían pulsando en su espalda parecían atraerla. Se mojó sus gruesos labios y sus pechos desnudos y de grandes pezones se balancearon mientras contemplaba el cuerpo de él.

—Luchó hasta el fin. El hijo de perra era el único de los ocho al que realmente le gustaba la cosa negra que tenía en su cabeza. Era auténtica y genuinamente malvado. El peor de todos; no me extraña que A.R.A.C.N.I.D.O. lo eligiese como piedra sillar del plan de ocho puntos.

Hundió la cara en la almohada, como tratando de ocultar el recuerdo de lo que había sucedido antes.

—Esperé tres meses y medio a que regresases —dijo la rubia, sosteniéndose los pechos—. ¡Lo menos que podías hacer es decirme donde habías estado!

Él se volvió y la cogió. La apretó contra sí y pasó sus manos sobre su lozana carne. Parecía arder con un calor especial. Mucho, mucho después, en algún momento a mediados de enero, la soltó y dijo:

—Muñeca, es una cosa demasiado fea para hablar de ella. Lo único que te digo es que si hubiera habido alguna posibilidad de salvar a ese mamón de Wallace de su propia maldad, la hubiera aprovechado.

—¿Resultó muerto?

—Cuando estallaron las cavernas subterráneas. Se hundió la mitad del estado de Alabama. Lo curioso es que… casi todo eran propiedades de blancos. Todos los ghettos siguen en pie. El nuevo gobernador, Shabbaz X. Turner, ha declarado todo el estado área de desastre, y ha conseguido que la Cruz Negra vaya a ayudar a todos los pobres blancos que quedaron sin hogar a causa de la explosión. Ese bastardo de Wallace debió haber tenido todo el estado minado.

—Suena a terrible.

—¿Terrible? ¿Sabes cuál era la parte de ese cerdo en el plan de ocho puntos?

La chica le miró con ojos muy grandes.

—Te lo diré. Su tarea era, utilizando un equipo tremendamente sofisticado, el endurecer los procesos mentales de los jóvenes, el envejecerlos. El hacer que sus conceptos quedasen fijos como el cemento. Cuando hicimos estallar toda aquella maquinaria infernal, la gente empezó de repente a pensar con libertad, hablándose unos a otros, comprendiéndose los unos a los otros y dándose cuenta de que el mundo estaba en un estado penoso, comprendiendo que, aquello de lo que habían estado seguros un momento antes, quizá pudiera ser puesto en cuestión. Literalmente, estaba convirtiendo a los jóvenes en viejos. Y causaba la decrepitud.

—¿Quieres decir que no nos hacemos viejos?

—Infiernos, no. Era A.R.A.C.N.I.D.O. quien nos hacía cada vez más y más viejos, hasta que nos derrumbábamos. Ahora todos permaneceremos en la forma en que estamos, alcanzando una edad física de treinta y seis o treinta y siete años, para mantenerla después durante otros dos o trescientos años. Y, ah, sí, no habrá cáncer.

—¿Eso también?

Kris asintió.

La rubia estaba echada de espaldas y Kris hizo un dibujo sobre su estómago con sus grandes manos, llenas de cicatrices.

—Querría saber una cosa —preguntó la rubia.

—Sí, ¿qué es?

—¿Qué era ese plan de ocho puntos de A.R.A.C.N.I.D.O? Quiero decir que, aparte de los elementos individuales para hacer que todo el mundo odiase a todos los demás, ¿qué era lo que intentaba lograr?

Kris se alzó de hombros.

—Eso, y lo que significa el nombre A.R.A.C.N.I.D.O., es algo que quizá no sepamos jamás… ahora que su organización ha sido destruida. Es una pena. Me hubiera gustado saberlo.

Y lo sabrás, dijo repentinamente una voz en el interior de la cabeza de Kris. La rubia se alzó de la cama y sacó una mortífera pistola lanzadardos de debajo de la almohada. Nuestros agentes están en todas partes, dijo telepáticamente.

—¡Tú! —espetó Kris.

Desde el momento en que regresaste, después de la Navidad. Mientras estabas recuperándote de tus heridas, yaciendo ahí inconsciente, yo me deslicé en el interior… tras haberte seguido desde Alabama. Es por esto por lo que jamás hallaste evidencias de que el simbionte de Wallace se hubiera autodestruido… Me deslicé dentro e invadí este pobre cuerpo. ¿Qué es lo que te hizo creer que nos habías derrotado, estúpido? Estamos en todas partes. Llegamos a este planeta hace sesenta años… comprueba tu historia, y hallarás la fecha exacta. Aquí estamos, y aquí nos quedaremos. Por el momento, para llevar a cabo una guerra terrorista. Pero pronto… para apoderarnos de todo. El plan de ocho puntos era el más ambicioso de los que hemos llevado a cabo hasta el momento.

—Ambicioso —resopló Kris—. Odio, locura, cáncer, prejuicios, confusión, sumisión, polución, corrupción, envejecimiento… ¿qué clase de basura sois?

Somos A.R.A.C.N.I.D.O., dijo la voz mientras la rubia le apuntaba con el lanzadardos. Y en cuanto sepas lo que significa A.R.A.C.N.I.D.O., sabrás lo que intentábamos haceros a vosotros, pobres y débiles terrestres, con nuestro plan de ocho puntos.

¡Mira! la voz era jubilosa.

Y el simbionte de A.R.A.C.N.I.D.O. salió de su oreja y corrió hacia la garganta de Kris. Este reaccionó al instante, saltando de la cama. El simbionte falló su cuello por micromilímetros. Kris golpeó la pared, se empujó con un pie desnudo y cayó de nuevo sobre la cama, pasando por encima de la rubia, agarrando su mano y dirigiendo la boca del arma al simbionte. Este corrió a cubrirse, mientras las letales agujas atravesaban las sábanas. Luego Kris agarró la mortífera pantalla de la lámpara situada en la mesita y la lanzó.

Al instante, todo el complejo de fábricas de juguetes subterráneo quedó bañado por la oscuridad.

Notó como la rubia se estremecía entre sus brazos y supo que el simbionte de A.R.A.C.N.I.D.O. había huido de vuelta al único lugar en que estaba seguro. Dentro de ella. No le quedaba más elección que matarla. Pero ella había lanzado el arma a lo lejos, y se hallaba atrapado allí en la oscuridad eterna, en la cama, aferrando el cuerpo de ella mientras luchaba por liberarse… Y se vio obligado por su desnudez a matarla utilizando la única arma que Dios le había dado cuando llegó a este mundo.

Era un arma especial, y le llevó casi una semana el matarla.

Pero cuando hubo terminado y se hubo aclarado la oscuridad, se quedó allí en la cama, pensando. Exhausto, con cuatro kilos menos, tan débil como un gatito recién nacido, y pensando.

Ahora sabía lo que significaba A.R.A.C.N.I.D.O.

El simbionte era pequeño, negro y peludo; y corría sobre muchas y diminutas patas. El plan de ocho puntos estaba diseñado para hacerles sentirse como una mierda. Y la gente que se siente como una mierda se mata unos a otros. Y la gente que se mata los unos a los otros deja un mundo intacto para el A.R.A.C.N.I.D.O.

Todo lo que tenía que hacer era eliminar los puntos entre las letras.

XV

Los estudios de rendimiento llegaron a la siguiente semana. Decían que las entregas de estas fiestas habían sido las peores que jamás se recordaban. Kris y PoPo hojearon los informes y sonrieron. Bueno, todo iría mejor el año siguiente. No era extraño que las cosas hubieran ido mal aquella vez… ¿cuán efectivo puede ser un Santa Claus cuando, en realidad, se trata de un impostor? ¿Cuán efectivo puede ser un Santa Claus cuando había sido PoPo y CorLo, uno subido a los hombros del otro, llevando un traje rojo tres tamaños más grandes del que les hubiera ido bien? Pero con Kris dedicado a salvar al mundo, no habían tenido elección.

Llegaban quejas de todas partes.

Incluso de la Cumbre.

—PoPo —dijo Kris, cuando los teléfonos rehusaron cesar de tintinear—, no voy a contestar a ninguna llamada. Si quieren algo de mí, pueden encontrarme en Antibes. Voy a dormir durante unos tres meses. Siempre pueden llamarme allá por abril.

Iba a salir de la oficina cuando CorLo entró corriendo, con una expresión horrible en el rostro.

—Geeble gip freesee jim-jim —dijo CorLo. Kris se derrumbó de nuevo sobre su silla.

Dejó caer su cabeza entre sus manos.

Todo iba mal.

Dasher había dejado preñada a Vixen.

—Esos desgraciados no le dejan vivir a uno —murmuró Kris, y comenzó a llorar.

*

NOTA DE LA EDITORIAL: El lector astuto se habrá dado cuenta de que la historia del señor Ellison tiene un pequeño fallo. Se dice al principio que el insidioso plan de ocho puntos incluye a un tal señor Spiro Agnew. Aparentemente el autor se olvidó enseguida de él. Aparentemente el autor no fue el único.


FIN


  • Autor: Harlan Ellison

  • Título: Santa Claus contra A.R.A.C.N.I.D.O.

  • Título Original: Santa Claus vs. S. P. I. D. E. R.

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, enero de 1969

  • Traducción: Sin datos

 
 
 



Un recuerdo navideño

Truman Capote


Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.

Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.

—¡Vaya por Dios! —exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!


La persona con la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña.

—Lo he sabido antes de levantarme de la cama —dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de determinada excitación—. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.

Siempre ocurre lo mismo: llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:

—¡Ha llegado la temporada de las tartas! Vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.

Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el carricoche, un desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un correoso animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando en pos del carricoche.

Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina, descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que nosotros ni siquiera las probemos.

—No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta tartas.

La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras seguimos trabajando junto a la chimenea a la luz del hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.

Tomamos la cena (galletas frías, tocino, mermelada de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, mantequilla, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar del carricoche hasta casa!

Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y lo que nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger flores para funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de cafés (nosotros hemos propuesto «A. M.»; y después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan «¡A. M.! ¡Amén!»). A fuer de sincero, nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las atracciones consistían en proyecciones de linterna mágica con vistas de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.

Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos escondido este dinero en un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:

—Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien.

Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las verrugas.

Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte remota de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como guijas de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar. Según sus cálculos, tenemos 12,73 dólares. Según los míos, trece dólares exactamente.

—Espero que te hayas equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.

Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos un centavo y lo tiramos por la ventana.

De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos a las señas del negocio de Mr. Jajá, un «pecaminoso» (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra como la tintura de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, festoneada por dentro y por fuera con guirnaldas de bombillas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:

—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?

Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:

—¿Qué queréis de Jajá?

Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:

—Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del mejor whisky que tenga.

Los ojos se le rasgan todavía más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.

—¿Cuál de los dos es el bebedor?

—Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para cocinar.

Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.

—Qué manera de tirar un buen whisky.

No obstante, se retira hacia las sombras del bar y reaparece unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:

—Dos dólares.

Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fueran dados, se le suaviza la expresión.

—¿Sabéis lo que os digo? —nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero de cuentas—. Pagádmelo con unas cuantas tartas de frutas.

De vuelta a casa, mi amiga comenta:

—Pues a mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.

La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te hormiguee la nariz saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.

¿Para quién son?

Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.

Una desnuda rama de higuera decembrina araña la ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas a correos, cargadas en el carricoche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar los sellos. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claque en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa.

Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchad lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción iracunda:

—¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!

Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.

—No llores —le digo, sentado a los pies de la cama y temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado—, no llores —le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas—, eres demasiado vieja para llorar.

—Por eso lloro —dice ella, hipando—. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.

—Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.

Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.

—Conozco un sitio donde encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de allí los árboles de Navidad: se los cargaba al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy por que amanezca.

De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el carricoche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que pilla una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros más de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.

—Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy? —dice, como si estuviéramos aproximándonos al océano.

Y, en efecto, es como cierta suerte de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.

—Tendría que ser —dice mi amiga— el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.

El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo habéis sacado?

—De allá lejos —murmura ella con imprecisión.

Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:

—Os doy veinticinco centavos por ese árbol.

En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:

—Ni por un dólar.

La mujer del empresario insiste.

—¿Un dólar? Y un cuerno. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero mujer, puedes ir por otro.

En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:

—Lo dudo. Nunca hay dos de nada.

En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.

Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda «como la vidriera de una iglesia baptista», que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores made-in-Japan que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.

—Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?

Queenie intenta comerse un ángel.

Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos teñidos a mano para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y aspirina, que debe ser tomado «en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y Después de Salir de Caza». Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse sólo de ellas: «Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que podría…, y no tomo su nombre en vano»). En lugar de eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de veces: «Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizás la robe»). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar las cometas, y sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote una cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.

La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.

—¿Estás despierto, Buddy?

Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela encendida.

—Mira, no puedo pegar ojo —declara—. La cabeza me da más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?

Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.

—Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?

Yo le digo que siempre.

—Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado venderme el camafeo que me regaló papá. Buddy —vacila un poco, como si estuviese muy avergonzada—, te he hecho otra cometa.

Luego le confieso que también yo le he hecho una cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda la mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo claque ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde hojuelas y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos tragar ni un bocado.

Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un jersey usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad.

El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es la cometa que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonita; aunque no tanto como la que me ha hecho ella a mí, azul y salpicada de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi nombre, «Buddy», pintado.

—Hay viento, Buddy.

Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestras cometas. Me olvido enseguida de los calcetines y del jersey usado. Soy tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de marcas de café.

—¡Ahí va, pero qué tonta soy! —exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son —su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso—, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.

Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.

La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.

Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. («Querido Buddy», me escribe con su letra salvaje, difícil de leer, «el caballo de Jim Macy le dio ayer una horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el carricoche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus huesos…») Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía «la mejor de todas». Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos acolchada con papel higiénico: «Vete a ver una película y cuéntame la historia.» Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: «¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!»

Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como una cometa cuyo cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un par de corazones, dos cometas perdidas que suben corriendo hacia el cielo.


FIN


  • Autor: Truman Capote

  • Título: Un recuerdo navideño

  • Título Original: A Christmas Memory

  • Publicado en: Mademoiselle, diciembre de 1956

  • Traducción: Enrique Murillo

 
 
 
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