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Lecturas

Actualizado: 24 may



Los muchachos

Antón Chéjov


En el patio se oyó una voz:

—¡Ha venido Volodia!

—¡Volodichka ya está aquí —gritó Natalia, irrumpiendo en el comedor como una exhalación—. ¡Ah, Dios mío!

La familia entera de los Koroleff, que esperaba la llegada de su Volodia en cualquier momento, se precipitó hacia las ventanas.

Delante de la entrada principal del edificio había un amplio trineo. Un vapor espeso se levantaba del coche de blancos caballos. No había nadie en el trineo porque Volodia ya se hallaba en el vestíbulo, desatándose la capucha con sus dedos enrojecidos por el frío. Llevaba el capote estudiantil, la gorra y los chanclos. La escarcha cubría sus cabellos, de las sienes y de su cuerpo se desprendía un olor a helada tan agradable que, al mirarle, producía el deseo de helarse uno también y exclamar: ¡Brrr, brrr…!

La madre y la tía se apresuraron a besarlo y abrazarle; Natalia se arrojó a sus pies para quitarle las altas botas de cuero, las hermanas expresaron ruidosamente su alegría, se oyó un chirriar de puertas y el padre de Volodia, en chaleco y con unas tijeras en la mano, entró corriendo en la antesala y gritó como asustado:

—¡Nosotros creíamos que llegabas ayer! ¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Sin novedad? ¡Dios mío! ¡Dejadle que salude a su padre! ¿Acaso no soy su padre?

—¡Guau… Guau…! —ladraba con voz de bajo Milord, un enorme perro de color negro, dando con el rabo en las paredes y en los muebles.

Todo se mezcló en un único alboroto alegre que duró unos dos minutos. Una vez pasado el primer arrebato de júbilo, los Koroleff se dieron cuenta de que, además de Volodia, había en la antesala otro hombrecito, arrebujado en pañuelos, chales y capuchas, y cubierto de escarcha. Permanecía de pie e inmóvil en un rincón, embutido en un grueso gabán de pieles.

—Volodichka, ¿quién es éste? —le preguntó su madre en voz baja.

—¡Ah! —exclamó Volodia acordándose de él—. Tengo el honor de presentaros a mi camarada Chechevitsen, alumno de segundo año de Bachillerato… Le he traído para que pase unos días en nuestra compañía.

—¡Encantado, tenga la bondad…! —dijo jovialmente el padre de Volodia—. Le suplico que me disculpe, pero como estoy en casa, no me pongo la levita… ¡Natalia, ayuda a quitarse la ropa al señor Chechevitsen! ¡Dios mío!, ¿no hay alguien que eche a este perro? ¡Es un castigo!

Momentos después, Volodia y su amigo Chechevitsen, aturdidos por tan ruidosa recepción y con las mejillas aún arreboladas por el frío, se hallaban sentados a la mesa tomando el té. El sol invernal, atravesando la ventana y los dibujos helados que se formaban en ella, tembleteaba sobre el samovar y bañaba sus puros rayos en el tazón del agua. En la estancia reinaba una temperatura tibia, y los muchachos sentían cómo en sus cuerpos ateridos, no queriendo ceder el uno al otro, se cosquilleaban el frío y el calor.

—¡Bien, muchachos, la Navidad ya está muy cerca! —decía casi canturreando el padre, mientras liaba un cigarrillo con un tabaco marrón—. Hace cuatro días nos encontrábamos en verano y tu madre lloraba despidiéndose de ti; y ya estás de vuelta otra vez… El tiempo, amigo, corre rápidamente. Apenas se da uno cuenta de la vida y ya llega uno a viejo… Señor Chibisoff… Coma usted, no se ande usted con reparos… Nosotros no gastamos cumplidos.

Las tres hermanas de Volodia, Katia, Sonia y Macha, la mayor de las cuales tenía once años, estaban sentadas junto a la mesa, con los ojos clavados en el nuevo conocido. Chechevitsen era de la misma estatura que Volodia, pero no tan regordete y de tez blanca y fina como él, sino delgaducho, moreno y cubierto de pecas. Sus cabellos eran cerdosos, los ojos estrechos, los labios abultados; en general era bastante mal parecido y, a no ser por la guerrera de estudiante que llevaba, su aspecto exterior hubiera podido confundirle por el hijo de la cocinera. Su aspecto era lúgubre y pensativo y no sonreía nunca. Las niñas, mirándole, pronto creyeron que debía de ser un hombre muy inteligente e instruido. Durante todo el tiempo estaba pensando en algo, y parecía tan sumergido en sus pensamientos que cuando le preguntaban algo tenía un sobresalto, sacudía la cabeza y rogaba que le repitieran la pregunta. Las niñas notaron que también Volodia, siempre alegre y comunicativo antes, esta vez hablaba poco, no sonreía en absoluto y hasta parecía que había regresado al hogar en contra de su voluntad. Mientras tomaban el té, tan sólo en una ocasión se dirigió a sus hermanas y también con palabras extrañas. Indicó con el dedo el samovar y dijo:

—En California, en lugar de té toman ginebra.

También él estaba sumido, al parecer, en extraños pensamientos y, a juzgar por las miradas que de cuando en cuando intercambiaba con su amigo Chechevitsen, los pensamientos de ambos muchachos eran los mismos.

Después del té se trasladaron todos a la habitación de los niños. El padre y las niñas se sentaron junto a la mesa y reanudaron el trabajo que la llegada de los chicos había interrumpido. Con papel de diversos colores estaban haciendo flores y franjas para el árbol de Navidad. Era un trabajo entretenido que movía gran algazara. Cada flor que se hacía era recibida por las niñas con gritos de entusiasmo, como si hubiera caído del cielo; el padre también se enardecía y de vez en cuando tiraba las tijeras al suelo, expresando su descontento porque no estaban afiladas. La madre entró en la habitación de los niños, con rostro preocupado y preguntó:

—¿Quién ha cogido mis tijeras? ¿Otra vez las has cogido tú, Iván Nikolaich?

—¡Dios santo, ni siquiera me dejan las tijeras! —respondió con voz plañidera Iván Nikolaich y, reclinándose sobre el respaldo de la silla, adoptó la postura del hombre ofendido; pero al cabo de un minuto volvió a sentirse entusiasmado.

En sus anteriores visitas, Volodia tomaba parte también de los preparativos para el árbol de Navidad, o corría al patio a ver cómo el cochero y el pastor hacían una montaña de nieve. Pero esta vez ni él ni Chechevitsen se interesaron en absoluto por el papel de colores y ni una sola vez fueron a ver a los caballos en la caballeriza, sino que se sentaron junto a la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Después, ambos abrieron el atlas geográfico y se enfrascaron en la contemplación de un mapa.

—Primero Perm… —decía quedamente Chechevitsen—. De allí a Tiumen… Luego Tomsk. Después…, después… a Kamehatka… De aquí cruzaremos en lanchas el estrecho de Bering. Los samoredos nos ayudarán. Y de aquí a América… En América hay muchos animales peludos.

—¿Y California? —inquirió Volodia.

—California está más al sur… Una vez llegados a América, no nos será difícil caer en California. Comeremos de lo que nos dé la caza y el saqueo.

Durante todo el día, Chechevitsen rechazó el trato de las niñas, mirándolas de reojo. Después del té de la tarde quedó solo con ellas, casualmente, unos minutos. Permanecer callado habría resultado quizá un poco violento. Tosió severamente, se frotó las manos, lanzó una mirada tétrica sobre Katia y preguntó:

—¿Ha leído usted a Mayne-Reid?

—No, no lo he leído… Pero, oiga, ¿sabe usted patinar?

Sumergido en sus pensamientos, Chechevitsen no respondió a esta pregunta, y únicamente infló los carrillos y dio un resoplido como si el calor le ahogara.

—Cuando un rebaño de bisontes corre por las pampas, la tierra tiembla, y entonces los mustangos dan coces y relinchan. —Chechevitsen esbozó una triste sonrisa y continuó—: También los indios asaltan el tren. Pero lo peor de todo son los mosquitos y los comejenes.

—¿Y eso qué es?

—Son como hormigas, pero tienen alas. Sus picaduras son horribles. ¿Saben ustedes quién soy yo?

—El señor Chechevitsen.

—No. Yo soy Montigomo, Uña de Buitre, el jefe de los invencibles.

Macha, la menor de las hermanas, miró a Chechevitsen, luego a la ventana, detrás de la cual se veía llegar la noche, y dijo pensativamente:

—Anoche guisaban lentejas.

Las palabras, completamente incomprensibles, de Chechevitsen, la enigmática conversación que mantenía con Volodia incansablemente, el ver que éste, en vez de jugar, adoptaba una actitud extrañamente pensativa, todo eso era desconcertante y misterioso. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia, comenzaron a vigilar mucho a los chicos. Por la noche, cuando éstos se acostaron, las niñas se acercaron furtivamente a la puerta y prestaron oídos a la conversación. ¡Oh, qué de cosas oyeron! Los chicos se preparaban a huir para alguna parte de América, en busca de oro; ya lo tenían todo dispuesto para la marcha: una pistola, dos cuchillos, pan seco, una lente de aumento para encender fuego, un compás y cuatro rublos. Se enteraron de que los chicos tendrían que recorrer a pie unos cuantos miles de verstas y luchar por el camino con los tigres y los salvajes; después habrían de partir en busca del oro y el marfil y dar muerte a los enemigos que les saliesen al encuentro; tendrían que convertirse en piratas marinos, beber gin y, por último, casarse con beldades rubias y labrar las plantaciones. Volodia y Chechevitsen se entusiasmaban hablando y se interrumpían continuamente el uno al otro. Chechevitsen se hacía llamar Montigomo, Uña de Buitre, y Volodia, Hermano Cara Pálida.

—Oye, tú, ten cuidado, no se lo digas a mamá —dijo Katia a Sonia cuando se metieron en la cama—. Volodia nos traerá oro y marfil de América, y si se lo cuentas a mamá no le dejarán irse.

El día de Nochebuena, Chechevitsen estudió durante el día el mapa de Asia y tomó varias anotaciones. Volodia, triste y con rostro abotargado, como si le hubiera picado una avispa, anduvo lúgubremente por las habitaciones y no probó bocado. Hasta se detuvo una vez delante del icono, en la habitación de los niños, se santiguó y dijo:

—¡Señor, perdona a este miserable pecador! ¡Señor, concede largos años de vida a mi pobre y desdichada madre!

Hacia la noche no pudo reprimir sus deseos de llorar. Cuando iba a acostarse dio un fuerte abrazo a su padre, a su madre y a sus hermanas. Katia y Sonia lo comprendían todo. La menor, Macha, que no sabía lo que pasaba, únicamente al mirar a Chechevitsen se quedaba pensativa y decía suspirando:

—Cuando hay ayuno, dice el ama que hay que comer guisantes y lentejas.

La mañana de las vísperas, a hora temprana, Katia y Sonia saltaron silenciosamente de sus camas y se fueron a atisbar la marcha de los dos muchachos a América. A paso furtivo se acercaron a la puerta.

—¿Conque no vienes? —preguntaba Chechevitsen irritado—. Di, ¿no vienes?

—¡Señor! —exclamaba Volodia llorando quedamente—. ¿Cómo voy a ir? Siento mucha lástima por mamá.

—Hermano Cara Pálida, te suplico que nos vayamos. Tú me has asegurado siempre que vendrías. Me has engañado. Ha llegado la hora de la marcha y te acobardas.

—Yo… Yo no me acobardo… Me… me da lástima mi madre.

—Di, ¿vendrás o no?

—Iré, pero… Espera… Quiero vivir un poquito…

—¡En ese caso, me iré yo solo! —decidió Chechevitsen—. Me las arreglaré sin ti. ¡Y todavía quería cazar y luchar con los tigres! ¡Si eso es así, devuélveme los pistones!

Volodia empezó a llorar tan amargamente que las hermanas no pudieron contenerse y a su vez comenzaron a llorar quedamente.

Hubo un rato de silencio.

—¿De modo que no vendrás? —insistió Chechevitsen.

—Sí… Iré.

—¡Entonces, vístete!

Chechevitsen, para convencer a Volodia, se deshacía en elogios sobre América, rugía como un tigre, imitaba a un barco, prodigaba insultos y prometía ceder a Volodia todo el marfil y todas las pieles de leones y tigres.

Y aquel chico moreno y esmirriado, con sus cabellos cerdosos y cubierto de pecas, les parecía a las niñas un héroe de leyenda. Era un hombre decidido y valiente, y rugía de tal manera que, estando detrás de la puerta, se podía pensar que se trataba realmente de un león o un tigre.

Cuando las niñas volvieron a su habitación y comenzaron a vestirse, Katia dijo con los ojos llenos de lágrimas:

—¡Ah, qué miedo tengo!

A las dos de la tarde se sentaron a comer. Hasta aquel momento todo estuvo tranquilo, pero durante la comida se dieron cuenta, de pronto, de que los chicos no estaban en casa.

Los fueron a buscar al cuarto de los criados, a la cuadra, al pabellón del administrador, pero no se hallaban por ningún lado. Fueron en busca suya a la aldea, pero tampoco estaban allí. El té se tomó sin haber dado con su paradero. Al llegar la hora de cenar, la madre comenzó a inquietarse, e incluso se echó a llorar. Por la noche volvieron de nuevo a la aldea, anduvieron buscándolos con faroles por el río. ¡Dios santo, qué alarma reinó en toda la casa!

Al día siguiente llegó el jefe de policía local y escribieron en el comedor no sabemos qué papel. La madre todavía no había cesado de llorar.

Al poco se detuvo un trineo frente a la entrada principal. Del coche de caballos blancos se desprendía vapor.

—¡Ya está aquí Volodia! —gritó alguien en el patio.

—¡Ha llegado Volodichka! —chilló Natalia, precipitándose como una flecha en el comedor.

Milord comenzó a ladrar con su voz de bajo: ¡guau, guau, guau!

Lo que pasó fue que a los chicos los habían detenido en la ciudad, en un hotel, a donde habían llegado preguntando dónde se podía comprar pólvora. En cuanto entró en la antesala, Volodia se echó a llorar y se lanzó en brazos de su madre. Las niñas, asustadas y temblorosas, pensaban en lo que iba a ocurrir; vieron que papá se llevaba a Volodia y a Chechevitsen a su despacho, donde permanecieron largo rato hablando; y mamá también hablaba y lloraba.

—Vamos a ver, ¿cómo es posible que hicierais eso? —les decía papá—. Quiera Dios que no se enteren en el instituto, porque os expulsarían inmediatamente. Y a usted le debería dar vergüenza, señor Chechevitsen. Usted se ha portado muy mal. Usted es el inductor, y espero que sus padres le castiguen. ¿Acaso se puede hacer esta diablura? ¿Dónde pasasteis la noche?

—En la estación —repuso Chechevitsen en tono altanero.

Después de lo sucedido, Volodia tuvo que meterse en la cama y le pusieron en la cabeza paños empapados en vinagre. Mandaron un telegrama a no sé qué lugar, y al día siguiente llegó una señora, la madre de Chechevitsen, y se llevó a su hijo.

Al marcharse, Chechevitsen mostraba un aspecto severo y arrogante, y, cuando se despidió de las niñas, no pronunció palabra alguna; sólo cogió el cuaderno de Katia y escribió en él como recuerdo:

«Montigomo, Uña de Buitre».


FIN


  • Autor: Antón Chéjov

  • Título: Los muchachos

  • Título Original: Мальчики

  • Publicado en: Gaceta de San Petersburgo, 21 de diciembre de 1887

  • Traducción: Carmen Rius

 
 
 




Te digo más…

Roberto Fontanarrosa


¿Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo por decirlo de otra manera.

Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo vestido para la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno nosotros? ¿Alguna vez vos fuiste al campo y viste un reno? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un árbol?

Ni siquiera en el sur, donde hace frío y a veces nieva encontrás un reno ni que te cagues. Un reno o un ciervo, un alce o como carajo se llamen esos bichos que tiran el trineo de Papá Noel. De pedo si los ves alguna vez en alguno de esos documentales que pasan en la televisión.

Te digo más, cuando yo era chico, Papá Noel ni figuraba, no existía Papá Noel. Era el Niño Dios el de los regalos. Siempre de chicos en casa hacíamos el pesebre con el Niñito Dios, los Reyes Magos y esa especie de algodón que tenía como partículas de vidrio para representar la nieve y que te dejaba las yemas de los dedos hechas mierda porque te pinchaba la mierda esa.

Claro, vos me dirás, también… ¿Qué sorete tienen que ver con nosotros los Reyes Magos y los camellos y toda esa historia? Está bien, de acuerdo, lo reconozco…

Pero eso viene de mucho antes, viene de siempre. Si es por eso nosotros, es verdad, no inventamos nada, todo lo trajeron los españoles.

Si fuéramos coherentes tendríamos que celebrar alguna fiesta indígena, reverenciar al Dios de la Lluvia, bailar en pelotas bajo la luna y esas cosas, pero…

Pero el apellido tuyo es turco y el mío italiano o sea que mucho que ver con los mapuches tampoco tenemos y entonces admitamos que hay muchas cosas, casi todas, que nos han impuesto.

Pero te digo que esto de Papá Noel es algo reciente, viejo, que trajeron una vez más los yankis para vendernos sus cosas.

Como Halloween, ¿vos podés creer? ¿Vos podés creer que estén tratando de imponer Halloween y nosotros compremos ese paquete como unos pelotudos? ¡Somos unos forros, querido! Porque, llegado el caso, que ellos traten de vendernos sus costumbres, está bien, es el negocio de ellos, defienden su guita después de todo.

Te digo más, si algún mercachifle de acá, que tiene un salón de ventas como tiene la santa de mi hermana, el día de mañana empieza a vender esas calabazas para que los pendejos celebren Halloween y así hacerse un mango y poder parar la olla a fin de mes, bueno, está bien, lo comprendo, qué le vamos a hacer, hay que morfar.

Pero si el día de mañana aparece el más chico de mis pendejos con un zapallo en el balero para festejar Halloween, te juro que le pego tal voleo en el orto que lo mando a la vereda de enfrente del voleo que le pego. Eso tenelo por seguro.

Pero, te cuento, no quiero caer en la misma de siempre, en lo que siempre decimos todos y ya parecemos boludos de tanto repetirlo, eso de que todas las comidas de Navidad y Año Nuevo son comidas para los climas árticos, llenas de frutas secas, pavos rellenos, comidas más pesadas que la mierda, lógicas para esos países donde se cagan de frío.

Siempre repetimos lo mismo y es al pedo, eso ya está dado así y está impuesto. Tampoco pretendo que para Navidad aparezca un tío o un abuelo disfrazado de Patoruzú a repartir los regalos porque quedaría ridículo.

Pero el pobre Gordo casi la palma con esa historia… ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total.

Pero en la lona lona, no tenía un mango partido por la mitad, lo habían despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías cabeza abajo y no le caía una moneda.

Para colmo, se venían las fiestas y algo había que comprar para poner arriba de la mesa el 24 a la noche. El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y a esa edad a los pendejos no les vas a andar explicando el fato del Fondo Monetario Internacional, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas pelotudeces.

La cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo. Ya después entró a andar por cualquier lado para conseguir algo.

Y resulta que en barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar el negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis, che.

Ahora, imaginate la escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a orillas del anchuroso Río Paraná.

El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120 porque es alto, grandote, Luis.

Y te digo que resultaba perfecto para Papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he visto enojado al Gordo, es un pan de Dios.

Pero tenés que tener en cuenta una cosa, ineludible. Rosario… pleno pleno verano… mediodía, un sol de la puta madre que lo reparió, algo así como 83 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje de Papá Noel con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa no te miento, gorro, barba de algodón, bigotes, botas y guantes.

¡Guantes! Porque la vieja era una vieja hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo se pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo.

¿Viste que hay veces en que tipos hacen de Papá Noel pero sin guantes y hasta a veces sin barba, o pendejas jovencitas vestidas de colorado pero con polleritas cortonas, tipo minifaldas, y las gambas al aire así están más frescas?

Pero claro, el Gordo Luis era perfecto para hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a esa vieja hija de puta. Porque lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos medios coloradones que tiene el tipo, el personaje, Santa Claus.

Hasta voz media ronca tiene Luis… ¿viste que Papá Noel se ríe siempre con esa risa ronca? Jo, jo, jo… Hasta eso tiene Luis, la voz ronca. Jo, jo, jo…

Pero vuelvo al tema.

Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda… Y el Gordo ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban para verlo.

A los quince minutos, a los quince minutos, te juro, el traje del Gordo ya no era colorado… ¿viste que esos trajes son colorados medio clarito? Bueno, era violeta, violeta era por la transpiración a chorros que largaba el Gordo.

Pero no un pedazo, alguna zona del traje, no. Ni tampoco era solamente debajo de los brazos o arriba de la zapán que es donde uno transpira más, no.

Era todo, completo, íntegro. Al Gordo le corrían ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que le empapaban acá, acá, acá, las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que le inundaban las botas, por ejemplo.

Me contaba después —porque todo esto me lo contó él mismo— que sentía las botas llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde de agua caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el piso en un diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían baldeado. Toda la vereda mojada, querido, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.

Te digo que ya era un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le ponía ganas, caminaba de un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos, hablaba en voz alta, hasta creo que disfrutaba, incluso, de ser un centro de atención para la zona.

En eso, una vecina, una vieja de ésas que nunca faltan, que están al reverendo pedo como bocina de avión, que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al Gordo.

O escuchó el griterío de los chicos y salió a ver qué pasaba.

Lo ve al Gordo y se apiada de él… ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete la vieja, una ladilla.

Se manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita ¿viste? bajita, canosa con un rodete y aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al Gordo, che.

El Gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su trabajo pero, en definitiva, la acepta, lógicamente.

Además, los hijos de mil putas del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de agua al Gordo. ¡Ni un vaso de agua siquiera! Después hablan de los norteamericanos.

Nosotros somos tan hijos de puta como ellos para explotar a la gente. Si acá hubiera negros los tendríamos laburando en el Chaco con el algodón. ¡Al pobre Luis que se estaba deshidratando como un chancho y que le picaba todo y que andaba como mono con tricota el desgraciado, no le habían dado ni agua! Lo que pasaba también es que a esa hora había quedado un solo encargado en el negocio.

La vieja que contrató a Luis no había venido. El dueño del boliche, esposo de la vieja que contrató a Luis, tenía como cinco negocios por otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose las bolas debajo del único ventilador de techo que tenían esos miserables.

La cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis «Aquí se lo dejo», y ahí se lo deja.

Cuando el Gordo pudo zafar un poco del pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un momento en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó media jarra de un saque, jadeando como un perro al que lo han corrido a palos…

Pero resulta que no era limonada, boludo, no era limonada.

Era vino blanco. Vino blanco era. La vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a rolete y se lo había dejado ahí, con la mejor de las intenciones. De esas viejas que van a la iglesia, te cuento, que son las que hacen las peores cagadas, las que te incendian la casa con las velas a la Virgen.

El Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque.

Y, aparte, seamos sinceros, cuando ya se dio cuenta, no pudo parar, no pudo parar, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000 grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco de una, fondo blanco. Fondo blanco.

Bueno… te imaginarás… te imaginarás el pedo tísico que se levantó ese muchacho. Una curda inmediata y espantosa, demencial, una curda como para trescientas personas.

Casi no había desayunado, estaba sin almorzar, no había morfado ni tan siquiera un pancho con una coca y se manda casi dos litros de vino blanco bien helado.

Para colmo el Gordo no era un tipo que tomara mucho alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino, con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O a veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones como el gin-tonic, pero con mucha más agua tónica que otra cosa.

¡El pedo que se agarró ese muchacho, Dios querido, el pedo que se agarró!

No te digo que empezó a cantar boludeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes ni nada de eso.

Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio un ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la existencia de caramelos y chocolatines que tenía para toda la tarde…

¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora eléctrica a un pendejo. Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes, después siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas, etcétera…

Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.

Y el empleado que se rascaba las bolas adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles; o apoliyando una siesta mientras esperaba que se hiciera la hora en que el patrón llegaba.

Lo cierto es que, te imaginás, a los quince minutos, en la puerta del negocio había un mundo de gente, que venía de todas partes —es una zona muy transitada—, alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño, por la mamúa del Gordo.

La gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, andá a cantarle a Gardel.

Tremendo quilombo frente a la puerta del negocio, una multitud amontonada allí, ya no sólo chicos te cuento. Chicos, grandes, medianos, jovatos, familias enteras tratando de aprovechar la generosidad de Luis.

En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un coche nuevo.

Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco, lógicamente se puso loco. Entró a gritar, a arrebatarle las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores portátiles, radios que la gente se llevaba.

A los gritos ese hombre, desesperado, tironeando con los beneficiarios.

Ante el despelote se despertó el empleado de adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al pelado. Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana, un patrullero que andaba de ronda.

En el despelote, cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que le contaban los que se piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaban que Papá Noel las regalaba, el pelado les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese quilombo.

Y bien dice el Martín Fierro, que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo.

Además, ya había vuelto a transpirar como un litro del vino blanco me imagino, se había aliviado un poco de la tranca y comprendió la cagada que se había mandado.

Pero te conté que es un tipo manso, un tipo tranquilo, no iba a poner a resistirse o a echarle la culpa a nadie. Supo que tenía la culpa y, entonces, todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se fue para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derecho viejo, solito, sin que nadie le dijera nada, adentro del patrullero.

Afuera seguía el desbole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también se habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo.

El Gordo fue al baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de mierda de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado él en un bolsito y salió de nuevo para la calle.

Cuando salía para la calle —el negocio es bastante largo— lo ve venir al dueño con uno de los canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo.

Claro, lo ve al Gordo sin el traje colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce. No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino la conchuda de su esposa. «¿Adónde está? ¿Adónde está?», me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que venía a los pedos con el policía. Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que él se había sacado.

Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que señaló hacia el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía había un amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos de compra.

Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso, de última, el otro policía del patrullero, que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa «Cagamos».

Y el cana le pregunta: «¿Ese bolso es suyo?». El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que sí, que era suyo. Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo: «No, lo vengo a devolver». Y se lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a él no le servía para un carajo. El gordo se piró haciéndose el pelotudo, temeroso todavía de que alguien lo reconociese y lo mandara en cana cuando ya estaba a una cuadra.

Casi termina preso el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo se llamaba, ni adónde vivía. Era un contrato basura pero realmente basura el del pobre Gordo. Pero casi termina engayolado. Por tener que disfrazarse de Papá Noel con esos vestidos de invierno, podés creer. Que los argentinos nos tengamos que vestir con ropa de abrigo en pleno verano porque a los yankis se les ocurrió que Santa Claus vende más que el Niñito Dios.

Eso le decía yo al Gordo, después, en el club. «El año que viene ofrecete para algún pesebre viviente, Gordo. Por lo menos de Niño Dios te ponen en bolas en una cunita y te cagás de risa porque estás fresco. Les pedís que te pongan un espiral al lado de la catrera y dormís como un sapo al lado de la oveja».

Eso le decía yo, para joderlo.

«De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo —me decía el Gordo—. De vaca».

Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante emblemático de la pampa húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo nuestro… ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos! Si mis pibes me vienen a pedir un alce de ésos les pongo tal voleo en el orto que aterrizan más allá de la Circunvalación del voleo que les pego, tenelo por seguro.

Ya bastante que el otro día les compré un conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente pelotudo y lo único que hace es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me insisten con esas pelotudeces inventadas por los yankis, que se vayan a vivir a Cincinnati, pendejos colonizados de mierda.

Que a mí no me dicen el Zurdo al pedo, querido, me lo dicen por tener una formación doctrinaria… ¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.


FIN


  • Autor: Roberto Fontanarrosa

  • Título: Te digo más…

  • Publicado en: Te digo más… y otros cuentos

 
 
 

Actualizado: 24 may



Primeros auxilios

Margaret Atwood


Un día, Nell llegó a casa poco antes de la hora de cenar y se encontró la puerta abierta. El coche no estaba. En los peldaños del portal había manchas de sangre y, una vez dentro, siguió su rastro por la moqueta del recibidor hasta la cocina. Sobre la tabla de cortar había un cuchillo, uno de los preferidos de Tig, de acero japonés, muy afilado, y, junto a él, una zanahoria a medio cortar manchada de sangre. La hija de ambos, que entonces tenía nueve años, no estaba por ningún sitio.

¿Qué podía haber ocurrido? Unos bandidos habían allanado la casa. Tig había intentado defenderse con el cuchillo y se había cortado (aunque, entonces, ¿cómo se explicaba lo de la zanahoria?). Los bandidos habían salido huyendo con él y con la niña y se habían llevado el coche. Quizá debería avisar a la policía.

O puede que Tig estuviera cocinando, se diera un tajo sin querer con el cuchillo y, viendo que necesitaba puntos, decidiera acercarse en coche al hospital y llevarse consigo a la niña para no dejarla sola. Eso era lo más probable. Seguramente, con las prisas no se le había ocurrido dejar una nota.

Nell sacó el limpiador de moquetas y roció con el espray las manchas de sangre: una vez secas sería mucho más difícil quitarlas. Luego limpió con una bayeta la sangre del suelo de la cocina y, tras un momento de reflexión, también la de la zanahoria. Estaba perfecta, para qué desperdiciarla.


Transcurrió el tiempo. El suspense fue en aumento. Nell estaba a punto de llamar a todos los hospitales de las inmediaciones para preguntar por él cuando Tig regresó con la mano vendada. Estaba feliz y contento, igual que la niña. ¡Menuda aventura! «La sangre manaba a chorros», le contaron. ¡El trapo de cocina con el que Tig se había vendado el corte había quedado empapado! Sí, conducir había tenido su dificultad, reconoció —no dijo «su riesgo»—, pero no iba a quedarse esperando a un taxi. Se las había ingeniado para hacerlo con una sola mano porque la otra había tenido que llevarla en alto. La sangre le resbalaba por el codo. Ya en el hospital, lo habían cosido a toda prisa porque estaba poniéndolo todo perdido, pero, en fin, ¡ya estaban de vuelta! Menos mal que no se había seccionado una arteria, porque eso ya hubiera sido otra historia. (Y efectivamente, fue otra historia la que Tig le contó a Nell un poco más tarde. Ese arrojo suyo había sido pura pantomima: no había querido asustar a la niña y, además, estaba preocupado por si la hemorragia iba en aumento y le daba un síncope, porque entonces ¿qué?)

—Necesito un trago —dijo Tig.

—Yo también —dijo ella—. Podemos hacer unos huevos revueltos. —Lo que fuera que él tuviera pensado preparar con aquella zanahoria quedaba descartado.

El trapo de cocina había vuelto a casa metido en una bolsa de plástico. Estaba de un rojo brillante, aunque ya empezaba a oscurecerse por los bordes. Nell lo metió en remojo con agua fría, que era el mejor método para quitar las manchas de sangre de los tejidos.

«Pero ¿qué habría hecho yo de haber estado presente?», se preguntó. «¿Ponerle una tirita? No, no habría bastado. ¿Hacerle un torniquete?» En las girl scouts le habían explicado muy sucintamente cómo se hacían. También habían tratado los esguinces de muñeca. Su terreno eran las emergencias de poca monta, no las graves; las graves eran cosa de Tig.

Ese percance había ocurrido tiempo atrás. Por lo que ella recordaba, un septiembre a finales de la década de 1980. Entonces ya existían los ordenadores, aunque tipo armatoste. Y también las impresoras, para las que se utilizaba un papel continuo con las hojas pegadas arriba y abajo y unas bandas perforadas con agujeritos a ambos lados que había que arrancar. Pero los teléfonos móviles no existían todavía; de ahí que Nell no hubiera podido enviarle un mensaje a Tig, ni llamarlo para preguntarle dónde estaba y a qué se debía toda aquella sangre.

«Cuánto tiempo pasábamos esperando entonces, esperando sin saber», piensa Nell. «Cuántos vacíos imposibles de llenar había entonces, cuántos misterios, cuánta falta de información. Ahora estamos en la primera década del siglo XXI y el espacio-tiempo es más denso, está abarrotado; apenas puedes dar un paso de lo cargado que va el aire entre unas cosas y otras. Es imposible escapar de la gente: todo el mundo está en contacto, conectado, a un solo clic de distancia. ¿Será eso mejor o peor?»

Nell desvía la atención hacia la sala en la que ambos se encuentran en este momento. Está situada en el interior de un rascacielos anodino de Bloor Street, cerca del viaducto. Tig y ella están sentados en unas sillas que recuerdan un poco a las de los colegios; de hecho, delante tienen una pizarra blanca y un hombre llamado señor Foote está hablando. Las personas sentadas en las demás sillas, escuchando también al señor Foote, tienen como mínimo treinta años menos que ellos dos; algunos puede que incluso cuarenta años menos. Son unos críos.

—En caso de accidente de moto nada de quitarles el casco, ¿estamos? —dice el señor Foote—. Porque a saber lo que podrían encontrarse debajo, ¿eh? —Mueve la mano trazando círculos como si limpiara el cristal de una ventana.

«Bueno es saberlo», piensa Nell. Se imagina el visor embadurnado de un casco y, dentro, una cara que ya no es cara: un amasijo de cara.

Al señor Foote se le da muy bien evocar esa clase de imágenes. Se expresa de manera muy gráfica, como buen oriundo de Terranova. Sin pelos en la lengua. Físicamente, es un hombre de planta cuadrangular: torso ancho, piernas robustas, escasa distancia entre oreja y hombro. Un cuerpo, en suma, bien equilibrado, con un centro de gravedad bajo. No sería nada fácil tumbarlo. Nell se figura que alguien debe de haberlo intentado ya en algún bar. El señor Foote tiene todo el aspecto de saber manejarse en trifulcas tabernarias, pero también de saber cómo eludirlas en caso de llevar las de perder. Si le buscaran las cosquillas, arrojaría al camorrista por una ventana con toda calma —«Me tienen que mantener la calma», ha dicho ya en dos ocasiones—, y luego comprobaría que no tuviera ningún hueso roto, y llegado el caso lo entablillaría, y curaría los cortes y rasguños de la víctima. El señor Foote es un hombre muy completo. De hecho, es técnico en emergencias sanitarias, aunque ese detalle no se menciona hasta bien entrada la tarde.

Lleva consigo un archivador con tapas de cuero negro y viste una sudadera de manga larga con cremallera por delante y el emblema de Saint John Ambulance estampado, como si fuera el entrenador de algún equipo; cosa que es, en cierto modo: está enseñando primeros auxilios. Al final del día les pondrán un examen y cada uno recibirá su correspondiente certificado de asistencia. Todos los presentes están allí porque necesitan ese certificado; los ha enviado la empresa. A Nell y Tig también. Gracias a un contacto de la familia de Tig, ambos están dando unas charlas en una embarcación de recreo que hace excursiones para explorar la fauna del lugar; él sobre aves, ella sobre mariposas: sus respectivos hobbies. O sea que, técnicamente, forman parte de la tripulación, y todos los tripulantes de ese barco tienen que sacarse el certificado. «Es obligatorio», les ha dicho su contacto a bordo.

Lo que no se ha dicho es que la mayoría de los pasajeros —los invitados, la clientela— no serán jóvenes, por decirlo suavemente. Algunos serán mayores que ellos dos: auténticos vejestorios, gente a la que en cualquier momento podría darle un síncope; y entonces, certificados al rescate.

En rigor, es poco probable que Nell y Tig acudan al rescate de nadie; otros de menor edad tomarán la delantera, Nell cuenta con ello. De verse en esa tesitura, Nell titubeará y afirmará haber olvidado los pasos que había que seguir, lo cual será cierto. ¿Y Tig qué hará? Dirá: «Apártense, hagan sitio.» Algo por el estilo.

Se sabe, se rumorea, que esas embarcaciones disponen de cámaras frigoríficas suplementarias por si las moscas. Nell imagina la consternación del camarero al abrir por error la cámara equivocada y encontrarse frente a frente con la mirada de horror congelada del desventurado pasajero para quien el certificado no fue suficiente.

El señor Foote está de pie al frente de la sala, recorriendo con la mirada a la remesa de estudiantes del día. Su expresión es neutra, se diría, o quizá un tanto socarrona. «Vaya panda de blandengues indocumentados», estará pensando seguramente. «Urbanitas tenían que ser.»

—Hay cosas que se deben hacer y cosas que no se deben hacer —dice—. Ya luego se las explico. Lo principal es que no se me pongan a correr de acá para allá dando gritos como pollos sin cabeza. Ni siquiera si el interfecto ha perdido la suya, ¿eh?

«Pero un pollo sin cabeza no puede gritar», piensa Nell. Al menos eso supone ella. De todos modos, entiende por dónde va: en caso de emergencia hay que mantener la calma, no hay que «perder la cabeza», como se suele decir. A lo que el señor Foote apostillaría: «A poder ser.» Él sin duda no querría que la perdieran.

—Casi todo tiene arreglo, pero sin cabeza no hay arreglo que valga —está diciendo el señor Foote—. Ahí yo ya no entro, ¿estamos?

Es una broma, intuye Nell, pero al señor Foote no se le nota cuando habla en broma. Tiene cara de póquer.

—Pongamos que están en un restaurante… —Una vez despachados los accidentes de moto, el señor Foote ha pasado a la asfixia—. Y el sujeto empieza a atragantarse. La pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿el tipo puede hablar? Pídanle permiso para darle un palmetazo en la espalda. Si les responde que sí de viva voz, la cosa no es tan grave porque todavía respira, ¿no? Sin embargo, lo que suele ocurrir es que a la gente le entra vergüenza, se levanta, ¿y qué es lo que hace? Pues que se va al servicio por miedo a montar el numerito, por no llamar la atención. Pero ustedes tienen que meterse allí dentro con ellos, tienen que seguirlos, porque podrían morirse, podrían caer fulminados en el suelo antes de que se percataran siquiera de que no están en su silla.

El señor Foote cabecea elocuentemente. Lo sabe por experiencia, insinúa ese cabeceo. Ha sido testigo, lo ha visto con sus propios ojos… y no llegó a tiempo.

«El señor Foote conoce el percal», piensa Nell. Ella misma había vivido algo muy parecido en una ocasión. Eso de atragantarse, de ir al servicio, de no querer montar el numerito. Pensándolo bien, la vergüenza puede ser un arma mortal. El señor Foote ha dado en el clavo.

—Luego hay que inclinarlos hacia delante —prosigue el señor Foote—. Cinco espaldarazos y el trozo de carne, el dumpling, la espina de pescado o lo que sea debería salir disparado del cuerpo ipso facto, allí mismo. Pero si no fuera el caso, tienen que hacerles la maniobra de Heimlich. La cosa es que, si no pueden hablar, no es que vayan a poder darles permiso precisamente; además, puede que ya estén poniéndose azules y a punto de caer redondos, así que hay que actuar, y rapidito. Puede que les partan una costilla, pero al menos seguirán vivos, ¿no? —Sonríe un poco, o al menos Nell interpreta eso, esa especie de rictus espasmódico, como una sonrisa—. A fin de cuentas, ése es el tema, ¿no? ¡Seguir vivos!

Repasan el procedimiento adecuado para golpear en la espalda al atragantado y después la maniobra de Heimlich. Según el señor Foote, la combinación de esas dos cosas casi siempre surte efecto, pero hay que intervenir lo más rápido posible: en primeros auxilios, el factor tiempo es fundamental.

—Por algo se les llama «primeros», ¿no? Nada que ver con el puñetero fisco, y perdonen la expresión; esa gente es capaz de tenerte esperando todo el santo día, mientras que ustedes disponen de unos cuatro minutos más o menos.

Ahora harán una pausa para el café y a la vuelta tratarán los ahogamientos y el boca a boca, y luego la hipotermia; y después de comer, los infartos y los desfibriladores. Es mucha materia para un solo día.

Los ahogamientos son bastante sencillos.

—Lo primero es que expulsen el agua. Si se dejan ayudar por la fuerza de la gravedad saldrá a chorros, ¿estamos? Me ponen al interfecto de costado y me lo vacían, pero rapidito. —El señor Foote se ha enfrentado a múltiples ahogamientos: el agua ha sido una presencia constante en su vida—. Luego me lo ponen boca arriba para despejar las vías respiratorias, comprueban si respira, comprueban si hay pulso y se aseguran de que alguien llame a una ambulancia. Si no respira, me le tendrán que hacer el boca a boca. Vamos a ver, este chisme que les estoy mostrando es una mascarilla para la RCP, la reanimación cardiopulmonar; el boca a boca, vamos; porque a veces vomitan y tal, y no es plan que acabe uno con esa porquería en la boca. Además, está el tema de los microbios, ¿no? Yo que ustedes llevaría un chisme de éstos encima a todas horas.

El señor Foote tiene todo un cargamento. Pueden adquirirse al final del día.

Nell toma nota mentalmente para que no se le olvide comprarle una luego. ¿Cómo ha podido vivir hasta ahora sin una mascarilla de ésas? Qué temeridad.

A fin de poner en práctica el boca a boca, los talleristas se dividen en parejas. A cada pareja se le entrega un torso de plástico rojo con una cabeza blanca y calva que bascula hacia atrás y una esterilla de yoga sobre la que arrodillarse mientras resucitan al torso entre ambos. Se pinzan bien los orificios de la nariz, se acopla la boca a la del accidentado, se le insufla aire cinco veces dejando que el torso se eleve y después se realizan cinco compresiones torácicas. Se repite la maniobra. Entretanto, la otra persona llama a una ambulancia y luego lo releva a uno con lo de las compresiones torácicas. Esa parte es cansada, hay que forzar mucho las muñecas. El señor Foote se pasea acechante por la sala examinando la técnica de cada uno de los talleristas.

—Ya casi le tienen pillado el tranquillo —dice.

Tumbado sobre la esterilla de yoga, Tig le suelta a Nell que, teniendo en cuenta el estado de sus rodillas, va a tener que llamar a la ambulancia para que alguien lo levante del suelo. A Nell, que lleva puesta la mascarilla de plástico en la boca, le entra la risa floja y malogra la respiración de rescate.

—Sólo espero que nadie vaya a ahogarse mientras tú y yo estamos de guardia, porque dudo que viviera para contarlo —bromea, y Tig le responde que, por lo que tiene entendido, no es una muerte tan desagradable.

—Dicen que oyes campanas.

Cuando todos han reanimado a sus respectivos torsos de plástico, pasan a la hipotermia y el shock. Ambos procedimientos requieren el uso de mantas. El señor Foote les cuenta una historia asombrosa sobre un esquiador que, estando de vacaciones en la montaña, una noche salió de la cabaña sin linterna para echar una meadita y, como la nieve estaba bien alta, tropezó y se cayó en una poza de agua derretida que se había embalsado en torno al pie de un árbol y ya no consiguió salir. No lo encontraron hasta la mañana siguiente.

—Tieso como un palo y helado como un chuzo estaba —dice el señor Foote—, sin aliento en el cuerpo y con el corazón más silencioso que una tumba.

Pero resulta que uno de los huéspedes de aquella misma cabaña había hecho el curso de RCP como ellos y estuvieron dale que dale intentando reanimar al supuesto finado durante seis horas, ¡seis horas!, hasta que por fin lograron resucitarlo.

Hay que insistir. No hay que tirar la toalla —afirma el señor Foote—. Porque nunca se sabe.

Hacen una pausa para comer. Nell y Tig encuentran un pequeño restaurante italiano escondido en uno de los desangelados rascacielos de la zona, piden una copa de vino tinto cada uno y se toman una pizza que no está nada mal. Nell dice que va a hacer que le impriman una tarjeta, para llevar en el monedero, donde ponga: «En caso de accidente, avisen al señor Foote»; Tig añade que deberían nombrar al señor Foote candidato a la presidencia porque podría hacerle el boca a boca al país entero. Él cree que el señor Foote ha estado en la Marina, pero Nell sostiene que no, que es un espía. Tig dice que a lo mejor fue un pirata en el pasado y ella replica que no, que seguro que es un alienígena, y que eso de hacerse pasar por instructor de primeros auxilios es la tapadera perfecta.

Están haciendo el ganso, aunque lo cierto es que se sienten incompetentes. Nell está convencida de que si algún día tiene que enfrentarse a cualquiera de esas emergencias —la persona que se ahoga, la que ha sufrido una conmoción, la que se ha congelado— entrará en pánico y ninguna de las enseñanzas del señor Foote le servirá de nada porque se quedará en blanco.

—Aunque con una picadura de serpiente quizá me atrevería —añade—. En las girl scouts me dieron algunas pautas de cómo tratarlas.

—No creo que el señor Foote sepa de picaduras de serpiente —replica Tig.

—¿Qué te apuestas a que sí? Aunque seguramente lo reserva para las clases particulares. Es una especialidad con cierta demanda en el mercado.

La tarde resulta muy emocionante. Les reparten unos desfibriladores de verdad cuyos electrodos deben aplicar con precisión sobre los torsos de plástico rojo. A todos les toca su turno. El señor Foote les enseña cómo proceder para no desfibrilarse sin querer: el corazón podría confundirse y pararse. Nell le susurra a Tig que una muerte por autodesfibrilación sería bastante indigna.

—No tanto como electrocutarse por meter un tenedor en un enchufe —contesta Tig con otro bisbiseo.

«Es verdad», piensa Nell. Cuando los niños eran pequeños siempre había que estar atentos a eso.

Luego viene el examen. El señor Foote se cerciora de que todos aprueben: les da pistas sobre las respuestas y les pide que levanten la mano si hay alguna pregunta que no entiendan.

—Los certificados se enviarán por correo postal —anuncia cerrando su archivador de cuero negro.

Se sentirá aliviado, supone Nell: otra tanda más de ineptos que se quita de encima, y Dios quiera que ninguno tenga que vérselas con una emergencia en la vida real.

Nell compra una de las mascarillas para la reanimación cardiopulmonar. Le gustaría decirle al señor Foote que se lo ha pasado muy bien con sus anécdotas, pero puede que sonara a frivolidad, como si el taller hubiera sido un mero divertimento, como si no se hubiera tomado en serio sus enseñanzas. Puede que se sintiera insultado. Se limita, pues, a darle las gracias y el otro asiente con la cabeza.

Una vez Nell y Tig regresan a casa —«una vez» es al día siguiente, o puede que al otro—, Nell hace recuento de todas las ocasiones en las que ambos han visto la muerte de cerca, o aquellas en las que han temido por su vida. ¿Hasta qué punto había estado preparada para afrontar esas experiencias?

La vez que el tubo metálico de la chimenea se incendió y le prendió fuego al tejado por la parte interior, Tig tuvo que meterse en la minúscula bajocubierta y gatear entre la asfixiante humareda para verter cubos de agua sobre las llamas. ¿Y si se hubiera desmayado allí dentro al inhalar el humo? A raíz de aquel incidente, Tig había comprado una manta ignífuga y, desde entonces, dondequiera que vivieran cada planta de la casa debía tener su extintor. Los hoteles también le preocupaban, y siempre procuraba localizar la escalera de incendios por si acaso. Y las ventanas, ¿se podían abrir? Cada vez eran más los hoteles que tenían ventanas impracticables, pero quizá se pudiera romper el cristal tomando la precaución de envolverse el brazo con una toalla… a menos que la ventana estuviese demasiado alta, en cuyo caso todo era inútil.

La vez que Tig hizo saltar todas las alarmas de incendio de un hotel de treinta plantas por fumarse un puro en el pasillo, debajo de uno de los sensores. Tuvieron que bajar un montón de tramos de escalera, cruzar por un vestíbulo repleto de bomberos y salir por la puerta haciéndose los locos. Pero en aquella ocasión no temieron por su vida; ni siquiera pasaron tanta vergüenza, porque no los pillaron.

La vez que iban por la autopista y un camión maderero que iba delante perdió la carga. Las tablas de madera saltaron volando por los aires, rebotaron en el asfalto y estuvieron a pique de darles. Fue en plena ventisca, para colmo. De poco les habría servido saber cómo hacer el boca a boca en ese caso.

La vez que estaban navegando en canoa por uno de los Grandes Lagos y un barco de vapor levantó una ola gigante que impactó contra ellos y los hizo volcar. Aquella vez se habían mojado, pero nada más.

La vez que Tig llegó a casa traqueteando en el todoterreno con el remolque cargado de troncos que había talado con su motosierra y la cara ensangrentada a causa de una herida en el cuero cabelludo de la que no se había percatado. Ahí no había habido ningún roce con la muerte: Tig ni siquiera se había dado cuenta.

—Tiene la cara llena de sangre —les dijo Nell a los niños, como si no saltara a la vista.

—Como siempre —respondió uno de ellos encogiéndose de hombros. A sus ojos, su padre era un ser indestructible.

—Será que tengo mucha sangre en el cuerpo —dijo Tig muy sonriente.

¿Con qué se habría desollado el cráneo? Qué más daba. Al minuto ya estaba descargando la leña y al minuto siguiente ya la estaba partiendo. Era madera seca, había estado talando troncos caídos. Y en un visto y no visto, ya estaba llenando la leñera. En aquella época vivían sin botón de pausa.

En cuanto a aquellas caminatas que hacían antes de que existieran los teléfonos móviles: ellos no les veían riesgo alguno. ¿Llevaban siquiera un botiquín de primeros auxilios? Tal vez alguna gasa para las ampollas, alguna pomada antibiótica, un par de calmantes. ¿Y qué habría sucedido si uno de los dos se hubiese torcido un tobillo o roto una pierna? ¿Acaso dejaban dicho siquiera adónde iban a ir?

Un otoño, por ejemplo, en un parque nacional. Mal tiempo, la nieve y el hielo se habían adelantado.

Caminaban resueltos por el hayedo amarillo y dorado cargados con sus enormes mochilas; comprobaban la consistencia del hielo clavando sus bastones de marcha en los estanques, consultaban mapas de senderismo y discutían sobre qué camino tomar. Picaban trocitos de chocolate sobre la marcha y luego hacían un alto para comer: se instalaban sobre algún tronco y devoraban quesitos, huevos duros, nueces y galletas saladas. Bebían ron de una petaca.

Tig ya tenía problemas con las rodillas entonces, pero eso no le arredraba. Se ataba unos pañuelos de colorines, uno por encima y otro por debajo de las rótulas. «¿Por qué se empeña en seguir con esas caminatas, si apenas le queda rodilla?», le preguntó un médico. Pero eso fue mucho después.

El caso es que aquel otoño circulaba una leyenda urbana sobre el peligro de hacer senderismo: al parecer, en esa estación, que era cuando los alces estaban en celo, había que tener especial cuidado porque los machos se sentían atraídos sexualmente por los Volkswagen Escarabajo y les había dado por lanzarse desde los barrancos y saltar sobre esos vehículos aplastando coches y conductores. Nell y Tig pensaban que aquello era un cuento chino, pero añadían la coletilla «o eso dicen» porque a veces pasaban cosas raras.

Montaron la tienda en un lugar que les pareció apropiado, prepararon la cena en su infiernillo, colgaron las mochilas con la comida de un árbol un tanto apartado por si aparecían osos y se arrebujaron en los gélidos sacos de dormir.

Nell se desveló pensando que su abovedada tienda de campaña guardaba mucho parecido con un Volkswagen Escarabajo. ¿Y si un alce les saltaba encima en plena noche y luego montaba en cólera al descubrir su error? Los alces tenían fama de ponerse muy agresivos en época de celo. Podían ser criaturas extremadamente peligrosas.

A la luz del día, la posibilidad de que un alce los aplastara no resultaba muy plausible que digamos, así que lo más probable es que aquella vez su vida tampoco hubiera corrido peligro, salvo en la mente de Nell.

Sin embargo, al año siguiente un oso atacó y devoró parcialmente a una pareja que estaba recorriendo la misma ruta que ellos mientras estaban dentro de la tienda de campaña. A Tig le gustaba pensar que ellos dos habían escapado de milagro. Por las noches le dio por leer en voz alta a Nell fragmentos de un libro titulado Ataques de oso. Al parecer, había dos tipos de úrsidos agresivos: los osos hambrientos y las osas que protegían a sus oseznos. Había que reaccionar de un modo distinto en cada caso, pero no existía un método para distinguirlos a primera vista. ¿Cuándo había que hacerse el muerto, cuándo hacerse a un lado con sigilo y cuándo contraatacar? ¿Y con qué tipo de oso, con el negro o con el pardo? Las instrucciones eran complejas.

—No sé si deberíamos leer estas cosas justo antes de dormir —observó Nell. Habían llegado a una historia sobre una mujer a la que el oso le había arrancado el brazo de un bocado, aunque al final había conseguido disuadirlo dándole un golpe en el hocico.

—Qué aplomo el de esa mujer —dijo Tig.

—Estaría en shock —repuso Nell—: a veces te da poderes sobrenaturales.

—Al menos sobrevivió —dijo Tig.

—Por los pelos. Pero qué espantoso —exclamó Nell—… y no pretendía hacer un chiste.

¿Impidió algo de eso que siguieran con sus imprudentes caminatas. No, pero eso sí: Tig compró un espray contra osos. Y la mayoría de las veces se acordaban de meterlo en la mochila.

Ahora, al rememorar todo aquello —porque al cabo de un tiempo, de mucho tiempo, lo de rememorar se hace inevitable—, Nell se pregunta si las enseñanzas del señor Foote habrían tenido alguna utilidad en aquellas ocasiones, si de verdad se hubiesen visto ante lo peor. Tal vez, cuando el incendio de la chimenea, si ella hubiera sido capaz de sacar a rastras a Tig, inconsciente, de aquel espacio minúsculo, podría haberle hecho el boca a boca mientras la casa ardía, pero ¿si te aplastaba un alce o te devoraba un oso? Ahí no había salvación posible.

El señor Foote tenía razón: nunca se sabe. Nunca se sabe cuál será el desenlace final. Pero ¿por qué se dice «de­senlace final»? El desenlace siempre es final. «No vamos a salir con vida de ésta», solía decir Tig en broma, aunque no era ninguna broma. Pero ¿y si pudieras preverlo, si pudieras predecirlo, sería mejor acaso? No: vivirías en estado de duelo permanente, llorando por cosas que aún no han sucedido.

Mejor mantener la ilusión de seguridad. Mejor improvisar sobre la marcha. Caminar resueltos por los dorados bosques otoñales, no muy preparados, hincar los bastones de marcha en los estanques helados, picar pedacitos de chocolate, sentarse en troncos congelados a pelar huevos duros con los dedos fríos mientras caen las primeras nieves y el día oscurece. Nadie sabe tu paradero.

¿De verdad habían sido así de despreocupados, de inconscientes? Pues sí. La inconsciencia les había sido de gran utilidad.

FIN


  • Autor: Margaret Atwood

  • Título: Primeros auxilios

  • Título Original: First Aid

  • Publicado en: Old Babes in the Wood, 2023

  • Traducción: Victoria Alonso Blanco

 
 
 
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