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Lecturas

Actualizado: 24 may




Tregua de navidad

Robert Graves


El joven Stan pasó ayer por casa, más o menos a la hora del té; ¿conoce a mi nieto Stan? Está estudiando en una escuela técnica superior, acaba de cumplir los veinte, y es tan listo como lo era su padre a esa edad. Stan está empeñado en ser dibujante comercial y hacer aquellos carteles grandes de colores que pegan en las vallas. No quiere que le llamen «Stan», dice que resulta «vulgar», y pide que le llamen «Stanley» o nada.

Stan tiene un montón de ideas grandes y nobles; todas ellas pensadas con todo detalle, y cada una con su «lema», como dice él.

Bueno, yo no tengo nada contra las ideas grandes y nobles. Un servidor fue un laborista empedernido durante algún tiempo, hará ya cuarenta años, cuando acabó la guerra del Káiser y los que se habían aprovechado de la guerra empezaron a llenarnos de fango a nosotros, los que habíamos sido los héroes. Pero todo eso ya pasó hace tiempo, y hoy en día el partido laborista se ha vuelto demasiado respetable para mi gusto… Peor que los conservadores, así son la mitad de sus líderes hoy en día, sobre todo los que habían gritado más fuerte cuando coreaban La bandera roja seguirá ondeando. Ahora todos son unos santurrones, o son hacendados, eso si no están metidos en la Cámara de los Lores.

Pero en fin, ayer pasó por aquí Stan, para hablar de la marcha antinuclear que van a organizar, cruzando toda Inglaterra hasta la plaza Trafalgar. Y me pregunta si no podría animar a algunos de mis viejos camaradas para que formen un escuadrón especial con una pancarta que diga: «Los Veteranos de la Primera Guerra Mundial protestan por la bomba». Quería que encabezáramos el desfile, con medallas, muletas, sillas de ruedas y todo lo demás.

Me negué en redondo.

—No, señor Stanley —le dije con educación—. Lo siento, pero resulta que no puedo aceptar su amable invitación.

—Pero ¿por qué? —me dice él—. No querrás otra guerra, abuelo, ¿verdad? ¿No querrás que aniquilen la humanidad? Esta vez no se tratará de que mueran unos cuantos tíos con mala suerte, como el tío Arthur en la primera guerra y papá en la segunda… Será toda la humanidad.

—Escucha, jovencito —le contesto yo—, no me fío de nadie que se me ponga a hablar de la humanidad: ni curas, ni políticos, ni nadie. Eso de la «humanidad», bien mirado, no existe.

—Bien mirado, abuelo —me dice el joven Stan—, sí que existe. La humanidad quiere decir todas las diferentes naciones puestas juntas: nosotros, los rusos, los americanos, los alemanes, los franceses y todos los demás. Si estalla una bomba, el mundo entero se acaba.

—No va a estallar —le digo yo.

—Pero si ya ha estallado dos veces, en Hiroshima y en Nagasaki —me replica—, ¿por qué no ha de estallar otra? El daño será absolutamente definitivo cuando vuelva a estallar.

No quise que Stan dijera la última palabra.

—En aquella guerra anticuada y loca, en la cual perdí un pie —le dije un poco severo—, los fritzis usaban gas venenoso. Creían que esto les ayudaría a abrirse camino en Wipers. Pero de alguna manera el frente logró resistir, y nuestras fábricas pronto empezaron a producir la misma porquería apestosa para que también la usáramos contra ellos. Muy bien, ¿y qué me dices de la guerra de Hitler?

—¿Qué hay de la guerra de Hitler? —pregunta Stan.

—Pues verás —le digo yo—, en Inglaterra a todo el mundo le entregaron una máscara que costaba lo suyo, en un estuche la mar de elegante, para protegernos de las bombas de gas venenoso que dejaran caer del cielo: yo, tu padre, tu madre y también tú, que eras un renacuajo. Pero ¿cuántas bombas de gas venenoso tiraron sobre Londres o sobre Berlín? ¡Ni una puñetera bomba! Tanto unos como otros estaban muertos de miedo. El gas venenoso era algo demasiado mortífero. Y no hay en el mercado ninguna máscara que nos pueda proteger contra esta bomba nueva. Así que tampoco van a dejar caer ninguna bomba, te lo digo yo, Stanley, hijo, ¡al menos mientras estemos en este valle de lágrimas! Todo el mundo vuelve a estar muerto de miedo.

—Entonces ¿por qué los dos bandos se dedican a fabricar cantidades de bombas atómicas y las van amontonando? —me pregunta.

—¿Qué sé yo? —le digo—. A no ser que se trate de una forma muy ingeniosa de conseguir que todo el mundo tenga empleo, haciendo creer que hay una guerra en marcha. Entre las bombas, los refugios, los equipos de radar, los portaaviones esos que no pueden hundirse, los satélites, los cohetes que mandan a la luna, y encima el mantenimiento de grandes ejércitos… hoy en día cuesta dos mil libras mantener un soldado en activo, lo leí hace poco. Con toda esa comedia queda asegurado el pleno empleo para todo el mundo, y los hombres de negocios se están frotando las manos.

—Tu razonamiento tiene un fallo muy grande, abuelo. Los rusos no tienen que preocuparse por el paro.

—No —admito yo—, puede que no. Pero sus políticos y sus comisarios tienen que seguir el cuento de que hay un maligno complot capitalista para quitar de en medio a los pobres trabajadores. Y tienen que demostrar que van en cabeza en la carrera de las armas. Olvídalo, hijo, ¡olvídalo! La humanidad, que es una palabra que usan las señoritas y los tímidos, eso no lo va a aniquilar ninguna bomba atómica.

Stan cambia de táctica y dice:

—Pero, abuelo, nosotros, los ingleses, queremos enseñarles a los rusos que no estamos metidos en ningún complot capitalista. Todos los hombres somos hermanos y yo mismo no tengo nada en contra de mi número opuesto en Moscú, Iván fulano de tal… Esta marcha de protesta es la única forma lógica de demostrarle a ese Iván mi aversión por la propaganda organizada.

—Pero Iván Terribilich no está aquí para verte en la marcha, ni le va a enseñar la «tele» rusa ninguna imagen. Si Iván piensa que eres un maldito capitalista, entonces va a seguir pensando que eres un maldito capitalista… y no se equivocará mucho, en mi opinión. No, Stan, no puedes luchar contra la propaganda organizada con una propaganda de aficionados.

—¿Crees que no, abuelo? —dice Stan—. Tú eres un pesimista profesional.  no odiabas a los alemanes ni siquiera cuando luchabas contra ellos, a pesar de los periódicos. ¿Y qué me dices de aquella tregua de Navidad?

Bueno, es que un día se lo había comentado, es verdad, pero por lo visto el muchacho había sacado falsas conclusiones y no iba a dejar que yo le pusiera los puntos sobre las íes. Pero, como verán, soy un tipo con suerte; siempre me salvo por eso que llaman «coincidencias», aunque yo no lo llame así, porque siempre me ocurren cuando más falta me hacen. En las trincheras le llamábamos a eso «estar en el bolsillo de Dios». Y efectivamente, oímos un golpe en la puerta, luego un grito, y va y entra mi compañero de los días de rancho y macuto, Green «el Vivales», antes el 301 691, soldado Edward Green del primer batallón del regimiento del Noroeste. Resulta que ha venido a la ciudad en autobús a echar unas copas conmigo, puesto que es sábado por la noche; un viaje de veinte kilómetros, nada menos.

—Llegas en el momento oportuno, Vivales —le digo yo—, igual que aquella otra vez.

Un día liquidó a un oficial fritz cuando yo estaba tendido en las afueras del bosque de Delville, con un pie arrancado, y aquel amable fritz nos iba librando a los heridos de todo sufrimiento con una pistola automática.

—¿Qué hay de nuevo, Trampas? —me pregunta.

—Cuéntale a este jovenzuelo lo de las dos treguas de Navidad —le dije—. Nos quiere reclutar para una marcha a Moscú o no sé adónde.

—Bueno —dice el Vivales—, de momento no veo la relación. Y marchar hacia Moscú no es peor que marchar hacia Berlín, como hicimos tú y yo; aunque no conseguimos avanzar más de unos centenares de metros en los tres años que lo intentamos. Pero, vale, le contaré los hechos, ya que insistes tanto.

Stan escuchó en silencio mientras el Vivales narraba su historia. Yo ya la había oído muchas veces, pero los cuentos del Vivales mejoran a fuerza de repetirlos. Verán, me perdí casi toda aquella primera tregua de Navidad, como ya les explicaré más adelante. Pero llegué a tiempo para la segunda, y vi parte de lo que el Vivales no vio. Y la moraleja que le quería recalcar al joven Stan dependía del hecho de que hubiera dos treguas, no una, pues fueron muy distintas la una de la otra.

Me traigo una buena botella de cerveza de la cocina, con un par de vasos —solo dos, porque el joven Stan no bebe cosas tan «ordinarias» como cerveza— y Vivales empieza a contar. Ese Vivales tiene un pico de oro; le he visto tener a todo un público embelesado en Las Tres Plumas desde el momento de abrir las puertas hasta la hora de cerrar, y con el vaso colmado cada diez minutos, gratis.

—Bueno —dice—, la primera tregua fue en mil novecientos catorce, unos tres meses después de empezar la guerra del Káiser. Dicen que lo sugirió el viejo Papa y que el Káiser estuvo de acuerdo, pero que Joffre, el jefe del ejército francés, no daba permiso. Sin embargo, los bávaros, como eran católicos, se esforzaron por conseguir una racha de paz y buena voluntad, y corrieron la voz de que el Papa se iba a salir con la suya. Por consiguiente, aunque no teníamos a los bávaros allí delante nuestro, en Boy Greneer no se disparó un solo tiro en toda la Nochebuena. En aquellos días aún no nos habían repartido bombas Mills, ni morteros de trinchera, ni pistolas Verey, ni cascos de acero, ni bolsas de arena, ni ninguno de esos lujos que vinieron más tarde, y solo teníamos dos ametralladoras por batallón. Las trincheras no eran profundas y el agua te llegaba a las rodillas, así que casi todo el rato teníamos que acurrucarnos encima del escalón de tiro. Sabe Dios cómo seguíamos vivos y sonrientes… No fue ninguna fiesta, ¿verdad, Trampas?, y para colmo ¡el suelo estaba medio congelado!

La Nochebuena, a las siete y media de la tarde, las trincheras enemigas se iluminan de pronto con una hilera de farolitos chinos de colores y se enciende una hoguera en el pueblo, detrás de ellos. Empuñamos las armas, preparados para lo que fuese. Diez minutos más tarde, los fritzis empezaron a cantar un villancico que se llama Estili Naj. Nuestros muchachos contestaron con El buen rey Wenceslao; se habían aprendido la primera estrofa en la murga recogiendo calderilla de puerta en puerta. Por desgracia, nadie se sabía más de dos estrofas, porque a la murga siempre le echan bronca o dinero antes de llegar a la tercera estrofa.

Entonces un fritz con un megáfono va y grita: «¡Feliz Navidad, Wessex!».

Estábamos bajo el mando del capitán Pomeroy. El coronel Baggie estaba de baja por enfermedad, el segundo de a bordo todavía de permiso, y la mayoría de los otros oficiales eran jóvenes tenientes recién salidos de Sandhurst (habíamos recibido un duro golpe a finales de octubre). El capitán era un caballero de pies a cabeza: padre, abuelo y bisabuelo, sirvieron todos en el Wessex. Él le contesta gritando: «¿Quiénes sois?», y ellos dicen que son sajones, como nosotros, de un pueblo que se llama Hully en Sajonia Occidental.

—¿Podría su jefe encontrarse conmigo en tierra de nadie para arreglar una tregua de Navidad? —vuelve a gritar el capitán—. Respetaremos la bandera blanca —les dice.

Eso se arregló, así que el capitán Pomeroy y el oficial fritz, que se llamaba teniente Coburg, salieron de sus trincheras y cada uno le dio al otro palabra de honor de que sus tropas no dispararían ni un solo tiro en las próximas veinticuatro horas. El teniente Coburg explicó que su coronel y todos los oficiales superiores habían vuelto al cuartel general del regimiento a descansar. Por lo visto, les gustaba tener las botas limpias y las manos calientes; no eran como nuestros oficiales.

El capitán Pomeroy volvió, más contento que un niño con zapatos nuevos, y dijo:

—La tregua empieza al amanecer, Wessex, pero mientras tanto nos quedamos en las trincheras. Si alguno de vosotros se atreve a romper la tregua mañana —dice— le mataré yo mismo, porque le he dado mi palabra a aquel oficial alemán. De todos modos, andad con cuidado y no soltéis vuestros fusiles.

Eso nos iba bien; ¡con qué gusto íbamos a salir de aquellos malditos escalones de tiro y estirar las piernas! Así que aquella noche les dimos una serenata con un montón de canciones, como ¡Quiero irme a casa!, La tapa de la olla y la que decía «El viejo Von Kluck tenía muchos hombres», y ellos nos dieron otra con Deutschland über alles y canciones acompañadas con la concertina.

Rascamos el fango de las polainas y les sacamos brillo a nuestros botones para dar una imagen un poco más militar al día siguiente. Mientras tanto, el capitán Pomeroy vuelve a salir con su linterna y organiza un partido de fútbol de Navidad: saque inicial a las diez y media, seguido a las dos de la tarde de un funeral por los muertos que no se habían podido recoger por estar demasiado cerca de las trincheras del lado opuesto.

—¡Fuera de las trincheras y buena suerte! —grita el capitán a las ocho de la mañana, como si estuviera dirigiendo un ataque.

Salimos y nos quedamos allí, un poco cohibidos, claro, esperando a los fritzis. Ellos avanzaron para encontrarse con nosotros, gritando, y cinco minutos más tarde allí nos tienes…

Navidad fue un día un poco raro, de los más raros que he pasado. Codeándonos con los alemanes, ya me entiendes, intercambiando pitillos y ron y botones por coñac, cigarros y recuerdos. El teniente Coburg y algunos de los fritzis hablaban inglés, pero ninguno de nosotros dábamos pie con bola en su lengua.

La tierra de nadie nos había parecido tener diez kilómetros de ancho cuando los que hacíamos la patrulla nocturna nos arrastrábamos por allí, pero ahora vimos que no tenía más anchura que dos campos de fútbol. Nosotros proporcionamos el balón y colocamos camillas para hacer de porterías, y el reverendo Jolly, nuestro capellán, hizo de árbitro. Nos ganaron por tres a dos, pero es que el capellán mostró demasiada caridad cristiana: el extremo izquierdo alemán marcó el gol definitivo cuando estaba totalmente fuera de juego y así lo admitió en cuanto sonó el silbato. Y nosotros, los espectadores, estábamos esparcidos por la línea lateral, casi en doble fila, con los fusiles al hombro.

Celebramos la comida de Navidad cada uno en sus trincheras, y un corneta alemán nos dedicó un toque de fajina con la misma tonadilla que la nuestra. Al capitán Pomeroy le invitaron al otro lado, pero no le pareció bien aceptar. De pronto, uno de nuestros centinelas, el hijo de un granjero, ve una liebre corriendo por la línea divisoria. Da un grito de «¡liebre a la vista!» y todo el mundo se agolpa en el parapeto y sale fuera trepando, y echa a correr hacia adelante para atraparla. Los fritzis hacen lo mismo. En Alemania no saben lo que son los perros lebreles; siempre matan a las liebres con pistolas. Pero contra esta no podían disparar, a causa de la tregua, así que se volvieron lebreles, como nosotros. El joven Totty Fahy y un cabo sajón juntos intentaron agarrar la liebre cuando la vieron dar media vuelta y correr hacia ellos. Totty la coge por las piernas delanteras y el cabo por las traseras, y los dos a una caen encima del animal.

El capitán Pomeroy parecía un poco preocupado por temor a una disputa sobre quién había cogido la liebre, ¡pero te hubieras tronchado de risa si llegas a ver cómo el joven Totty y el fritz, con toda educación, intentaron forzar el uno al otro a aceptar el animal muerto! Entonces, el teniente y el capitán se reúnen y el capitán dice: «Que tiren una moneda al aire». Pero el teniente contesta: «Me temo que nuestros hombres quizá no lo entiendan. Nosotros sacamos una pajita». Así que cogieron unas briznas marchitas de hierba, y Totty sacó la larga. Totty pertenecía a nuestra sección y aquella noche guisamos la liebre con patatas en una gran cazuela de hierro que pedimos prestada a una granja, pero Totty le dio al fritz un par de latas de carne y también el pellejo. ¡Qué guiso tan rico!

Los llamábamos fritzis en aquellos días. Más adelante les llamamos jerries porque sus cascos de acero parecían orinales. Aquellos cascos con puntas que se llamaban Pickelhaubes aún estaban en vigor en mil novecientos catorce, pero solo para los desfiles. En las trincheras llevaban gorras; como las nuestras, pero grises, y por encima eran blandas. Lo que más querían nuestros muchachos eran Pickelhaubes para llevarlos a sus novias cuando volvieran de permiso a casa, pero el teniente Coburg dijo que lo sentía, que todos los Pickelhaubes estaban almacenados detrás de las líneas. Tendrían que contentarse con hebillas de cinturón.

El general French estaba al mando de las fuerzas expedicionarias británicas por aquel entonces; un sujeto hecho y derecho. Después dijo que si le hubieran consultado lo de la tregua habría dicho que sí por razones de caballerosidad. Seguramente, pensaría que fuera cual fuese el lado que saliera ganando, nosotros o los alemanes, una tregua de Navidad ayudaría considerablemente a la hora de firmar un buen tratado de paz al acabar la guerra. Pero en el alto mando del Káiser eran casi todos prusianos, y el teniente Coburg nos dijo que los prusianos estaban en contra de la tregua, porque no encajaba con sus ideas de «terrorismo», y aunque había otros batallones que estaban fraternizando con los fritzis a todo lo largo del frente —eso nosotros no lo sabíamos—, los prusianos no querían saber nada de treguas. Ni tampoco algunos de los regimientos ingleses, por ejemplo los East Lancashires en nuestro flanco derecho y los Foresters de Sherwood a nuestra izquierda; cuando los fritzis salieron con sus banderas blancas, estos dispararon por encima de sus cabezas y los echaron atrás. Pero no se metieron con nuestra fiesta. Fue peor en el frente francés, pues aquellos franchutes ametrallaron todos los festejos de «Felices Pascuas»… Claro que los franceses son más dados a las celebraciones de fin de año que a las de Navidad.

Lo que fue una sorpresa fueron los dos barriles de cerveza que los fritzis nos mandaron rodando desde la cervecería que tenían justo detrás de la línea del frente. No me dice nada la cerveza francesa, pero al menos esta no estaba aguada como la que nos habían vendido a las tropas inglesas en las tabernas. Los espitamos en la tierra de nadie y los fritzis espitaron dos más de los suyos.

Cuando llegó la hora de los brindis, el capitán dijo que quería dejar la política a un lado. Así que salió con un «Por las esposas y las novias», y el teniente aceptó. Luego el teniente propuso: «¡Por el rey!», y el capitán aceptó. En aquellos días también había un rey de Sajonia, ¿comprendes?, además del rey de Inglaterra, y no mencionaron ningún nombre. El tercer brindis fue: «¡Para que pronto tengamos la Paz!», y cada bando lo podía interpretar como su propia victoria.

Después de la comida vino el funeral; los fritzis enterraron a sus muertos en su lado de la línea divisoria y nosotros en el nuestro. Pero cavamos las fosas tan cerca unas de otras que un oficio de difuntos valió para los dos. Los sajones no llevaban capellán, pero como eran protestantes, el reverendo Jolly leyó el oficio y un estudiante alemán de teología hizo de traductor. El capitán Pomeroy mandó venir los tambores y nos ordenó hacer aquel desfile con todo detalle: marcha lenta, armas a la funerala, tambores amortiguados, bandera del Reino Unido y todo.

Una hora antes del anochecer, un fritz de cara extraña que se llamaba Putzi trajo una mesa de tijera. Hablaba el inglés como un yanqui. Dijo que había estado en el circo Ringling, allá en los Estados Unidos. Nos llamaba «tíos» y nos dio un fin de fiesta en toda regla, con juegos de manos y malabarismos, y con la cara pintada como un payaso de verdad. ¡En tu vida has oído un aplauso como el que le dedicamos a Herr Putzi!

Luego, nuestro general de brigada, el muy canalla, que estaba que reventaba de pavo y pastel de Navidad y tartas de frutas secas, ¡decide venir a visitar nuestras trincheras para desearnos felices Pascuas! Al capitán Pomeroy le sopló la noticia nuestro Trampas, que estaba prestando servicios auxiliares en el cuartel general del batallón. Trampas llegó por los pelos, corriendo como alma que lleva el diablo por el espacio abierto, y dijo jadeando:

—Mi capitán, llega el general de brigada, señor, ¡pero ninguno de nosotros ha dejado caer lo de la tregua!

El capitán Pomeroy nos reúne en seguida. «¡Despejen, Wessex!», nos grita. Cinco minutos más tarde, el general de brigada llega hecho una cuba por la trinchera de comunicación, con la cabeza baja. El capitán intenta hacerle saber al teniente Coburg lo que está ocurriendo, pero el teniente ha vuelto a buscar unos guantes de lana como recuerdo. El capitán no sabe hablar alemán, y además los fritzis están tan embelesados mirando el espectáculo de Putzi que no quieren escuchar. Así que el capitán Pomeroy me grita:

—Soldado Green, corra por el sector y ordene a los jefes de sección, de mi parte, que disparen tres ráfagas sobre las cabezas de los enemigos.

Y así lo hice, y cuando apareció el general de brigada no había ni un fritz a la vista.

El general de brigada, al que llamábamos Cara de Juez, llega lleno de jovialidad navideña.

—Me ha alegrado mucho —nos dice— oír esa descarga de los Wessex, Pomeroy. De otros sectores del frente han llegado rumores de fraternización. ¡Malo! ¡Qué vergüenza! ¡No se puede interrumpir la guerra por la libertad solo porque sea Navidad! ¿Tiene algo que comunicar?

El capitán Pomeroy no se inmuta. Va y le dice:

—Nuestros centinelas informan de que el enemigo ha colocado una mesa de tijera en la tierra de nadie, señor. Esto es bastante raro, señor. Parece ser que encima hay una pecera llena de peces de colores.

Le dio una patadita al capellán, y el capellán mantuvo la boca cerrada.

Cara de Juez se quita el sombrero de lata, saca sus prismáticos y con mucho cuidado se asoma para observar por encima del parapeto.

—Pues sí que son peces de colores, ¡vaya si lo son! —grita—. ¿Qué nuevo truco diabólico se inventarán ahora los alemanes? Envíe una patrulla esta noche a investigar.

—Muy bien, señor —le dice el capitán.

Entonces Cara de Juez descubre otra cosa: es el teniente Coburg paseando a descubierto entre su reserva y la línea del frente, y lleva los guantes de lana.

—¡Qué desfachatez! Fíjese en aquel oficial alemán, ¡qué chulo él! Corre, ¡aquí tienes tu rifle, muchacho! ¡Mátalo a quemarropa!

Por lo visto, el teniente Coburg debió de pensar que las ráfagas venían de los Foresters en nuestro flanco, pero ahora se para de pronto en seco y mira la tierra de nadie y se pregunta dónde se ha metido todo el mundo.

Cara de Juez me mete el rifle en la mano.

—Vigila la puntería —me dice—; acaricia el gatillo, ¡no lo aprietes!

Apunté bien por encima de la cabeza del teniente, y disparé tres ráfagas rápidas.

El teniente se tambaleó y se tiró de cabeza en el cráter de bomba más próximo.

—Enhorabuena —exclamó Cara de Juez, eructándome el coñac en la cara—. ¡Una muesca más que te apuntas en la culata de tu rifle! Pero ¡habrase visto descaro! ¡Supongo que se sentiría seguro porque era el día de Navidad! ¡Ja, ja!

No le había traído al capitán Pomeroy ningún regalo de whisky, ni cigarros, ni nada de nada; era un asqueroso avaro, eso es lo que era. Pero finalmente los fritzis se percataron de lo que pasaba, y sus ametralladoras empezaron a abrir fuego cruzado de un lado a otro, toc-toc-toc, a unos tres pies por encima de nuestras trincheras. En vista de ello, el general de brigada echó a correr hacia su puesto con tantas prisas que tropezó con el cable del teléfono y cayó de bruces en el fango. Fue su primera y última visita a la línea del frente.

Media hora más tarde colocamos un cartel de CESE EL FUEGO. Esta vez, nosotros y los fritzis nos hacemos mucho más amiguetes que antes. Pero el teniente Coburg sugiere que será mejor callar la boca sobre lo del festejo. Dice que podría llegarle un soplo al estado mayor y armarse un jaleo. El capitán Pomeroy está conforme. Entonces, el teniente nos avisa de que a los guardias prusianos les corresponde relevar a sus sajones el día después de San Esteban.

—Sugiero que continuemos la tregua hasta entonces, pero dejando a un lado la fraternización —dice. El capitán Pomeroy vuelve a estar conforme. Acepta los guantes de lana de Shetland. Entonces le pregunta si, como un gran favor, a los Wessex se les podría permitir capturar la pecera, para tener contento al general de brigada. Herr Putzi no se alegra demasiado, pero el capitán Pomeroy le paga con un soberano de oro y Putzi va y dice:

—Por favor, por lo que más quiera, ¡no olvide cambiarles el agua!

Vete a saber qué conclusión sacarían los del servicio de información sobre aquellos pececitos cuando los mandaron al cuartel general del cuerpo, instalado en una lujosa fábrica secreta francesa… Supongo que alguien saldría con la idea de que los peces tienen alguna utilidad en las trincheras, como los canarios que se bajan a las minas de carbón.

Entonces el capitán Pomeroy le dice al teniente:

—Por lo que yo veo, Coburg, en este frente vamos a seguir en punto muerto durante un año o más. No se puede romper nuestro frente, ni siquiera con una concentración de ametralladoras; ni tampoco podemos nosotros romper el vuestro. Escuche bien lo que le voy a decir: la próxima Navidad nuestro Wessex y sus sajones occidentales aún estarán aquí pudriéndose… o lo que quede de ellos.

El teniente no estaba de acuerdo, pero no discutió. Le contestó:

—En este caso, Pomeroy, espero que los dos sobrevivamos para podernos encontrar de nuevo en este acontecimiento festivo, y que nuestras tropas demuestren el mismo espíritu de caballerosidad que han demostrado hoy.

—Me alegrará mucho poderlo hacer —dijo el capitán—, si no acaban conmigo antes.

Se dieron la mano para sellar el pacto y la tregua continuó durante todo el día de San Esteban. Pero nadie salió a la tierra de nadie, excepto por la noche, para reforzar el alambre que habían pisoteado durante los festejos. Y claro, no podíamos impedir que dispararan nuestros artilleros; ni tampoco los sajones podían prohibírselo a los suyos. Cuando llegaron los guardias prusianos, volvió a reanudarse la guerra; en tres días, cincuenta bajas, incluyendo al joven Totty, que perdió un brazo.

Mientras tanto había ocurrido una cosa muy divertida: los gorriones husmearon lo de la tregua y empezaron a bajar a nuestras trincheras para comerse las migas de las galletas. Yo conté más de cincuenta en una sola bandada el día de San Esteban.

Las únicas personas que se opusieron con fuerza a la tregua, aparte del general de brigada y unos cuantos más como él, fueron las chicas francesas. No quisieron saber nada de nosotros durante algún tiempo cuando volvimos a los alojamientos. Decían que nosotros éramos no bon y bocú camarade con los allemands.


Stan había escuchado esta narración con ojos como luceros.

—Exactamente —dijo—. No había ningún sentimiento de odio entre los individuos que componían los ejércitos opuestos. El odio se lo montaron los periódicos. El año pasado, como recordarás, tomé parte en el Rally de Juventudes de Nuremberg. Había dos muchachos más cuyos padres habían muerto en la última guerra, igual que el mío, y compartíamos la misma tienda de campaña con cuatro huérfanos de guerra alemanes. Eran unos muchachos estupendos.

—Bueno, hijo —le dije, cogiendo el hilo donde lo había dejado el Vivales—, yo no llegué a ver aquella primera tregua de Navidad gracias a una bala fría que se me metió en el hombro y se me atascó bajo la piel; el médico me la sacó y me dio de baja hasta que se curase la herida. Durante un mes no pude llevar mochila, y tal como te ha contado el Vivales, me tocó prestar servicios auxiliares en el cuartel general del batallón y me perdí la diversión. Pero la segunda tregua de Navidad, bueno, eso fue algo aparte. Para entonces yo ya era sargento de sección al mando de unos veinte hombres que se habían alistado hasta el término de la guerra, algunos buenos, otros un mal negocio por parte de Su Majestad.

Habíamos aprendido mucho sobre la vida en las trincheras durante aquel año; por ejemplo, cómo hacer el drenaje de las trincheras y construir refugios subterráneos. Frente a nosotros teníamos alambradas de cinco metros de espesor, y periscopios y puestos de escucha en las bocas de las zapas, y también morteros de trinchera y granadas de rifle, y unas placas de acero con aspilleras para disparar protegidos.

Ahora te contaré lo que pasó, y mi amigo el Vivales te dirá lo mismo. Las órdenes para el batallón pasaban por las trincheras hasta el cuartel general cada noche, y el oficial jefe era ahora el teniente coronel Pomeroy, con medalla por conducta distinguida. Había subido de rango por el trabajo que hizo al rehacer el batallón cuando aquella gran mina alemana hizo volar en pedazos la compañía C y los fritzis la remataron con bombas y bayonetas. Pero resulta que cuando envió las órdenes dos días antes de Navidad de 1915, el coronel Pomeroy, «accidentalmente», omitió decirle a su ayudante que incluyera el «Aviso oficial a todas las fuerzas» del general sir Douglas Haig. Haig era nuestro nuevo jefe supremo. Siempre se habla de él en el Día de los Caídos, ¡caídos a los que él mismo empujó, en su mayoría! Había hecho uso de su influencia con el rey Jorge para que pusieran de patitas en la calle al general French y le instalaran a él en su puesto. Su «Aviso» venía a decir que cualquier hombre que intentara fraternizar con los enemigos de Su Majestad, so pretexto de que era Navidad, podía ser sometido a consejo de guerra y fusilado. Pero el coronel Pomeroy jamás quebrantaba su palabra, aunque pudieran colgarle por ello, y aquí le teníamos a orillas del canal de La Bassée, y delante de nosotros, ¡nada menos que los mismos sajones occidentales del pueblo de Hully!

El coronel sabía quiénes eran porque con un golpe de cachiporra habíamos apresado a uno de ellos en una escaramuza, al patrullar por allí dos noches antes, y después de que el médico le enyesara la cabeza, enviaron al tipo al cuartel general del batallón con una escolta (que éramos yo y otro hombre). El coronel le interrogó, con la ayuda de un intérprete, sobre la geografía de las trincheras alemanas: dónde guardaban aquel maldito mortero, cómo y cuándo llegaban las expediciones con los racionamientos, y cosas así. Pero aquel fritz no soltaba prenda; dijo que cuando le pegaron con una cachiporra había perdido la memoria. Así que al final el coronel comentó en inglés:

—Muy bien, pues, eso será todo. Por cierto, ¿está vivo aún el teniente Coburg?

—¡Oh, sí! —dice el fritz, poniéndose a hablar en inglés, pillado por sorpresa—. Recibió un par de heridas, pero ya está de vuelta. Ahora es comandante, y está al mando de nuestro cuerpo.

Entonces, de pronto cae en la cuenta y dice:

—Maldita sea, ¿no es usted el oficial Wessex que hizo de Santa Claus el año pasado y arregló la tregua?

—Lo soy —contesta el coronel—, ¡y tú eres Putzi Cohen, el ilusionista, a quien le compré una vez una pecera! ¡Qué pequeña es la guerra!

Por esto, ¿comprendes?, el coronel no había hecho circular el aviso de Haig. Aún quedábamos unos ochenta de los perros viejos, la mayoría remendones, cocineros, tambores, transportistas o heridos reincorporados. La noticia voló y todos se volcaron sobre Putzi, le estrecharon la mano y le preguntaron si no podría hacerles otra demostración de juegos de mano. Él va y les dice:

—¡Preguntadle al coronel Santa Claus! Aún está dando de comer a mis pececitos.

Yo había sido el escolta de Putzi, y antes le había aporreado y le había hecho comparecer ante los nuestros, pero no le reconocí ni por un instante sin su maquillaje; no le reconocí hasta que se puso a hablar en su extraño inglés yanqui.

El coronel vuelve a llamar a Putzi y dice:

—Me parece que usted no está en condiciones de viajar. Voy a retenerle aquí, como caso clínico, hasta después de Navidad.

Putzi se pegó la gran vida durante los dos días siguientes, y nos montó una función cada noche, casi siempre a base de trucos con cartas, porque no tenía accesorios. Llegó la Nochebuena y un sargento del regimiento de Norfolk, que volvía a estar en nuestro flanco derecho, me comentó que era una lástima que Haig «el Austero» hubiese aguado la fiesta de Navidad.

—Ahora me entero —digo yo— y además, compañero, prefiero no enterarme, ¿entiendes? Al menos oficialmente.

No acababa de cerrar la boca cuando los sajones esos sacan de nuevo sus farolillos chinos y empiezan a cantar Estili Naj. Y además, en todo el día no habían disparado ni un solo tiro.

Pronto empieza a correr esta noticia por las trincheras: «Órdenes del coronel: de ahora en adelante, nada de disparos sin permiso del oficial».

A la mañana siguiente, después del «Todos a sus puestos», al clarear el día, el coronel Pomeroy sale de la trinchera con un pañuelo blanco en la mano, se abre paso entre nuestras alambradas y se detiene a medio camino de la tierra de nadie. «¡Felices Pascuas, sajones!», grita. Pero el comandante Coburg ya había avanzado hacia él. Se saludan y se dan la mano. ¡Había que ver cuántos vivas se oyeron!

—¡Quédense en sus trincheras, Wessex! —gritó el coronel por encima del hombro. Y el comandante dio la misma orden a los suyos.

Después de charlar un poco, decidieron que a todos los muchachos que habían estado en la fiesta de mil novecientos catorce se les permitiría salir de las trincheras, pero a los demás no; solo podían fiarse de los que éramos soldados regulares. Verás, es que los regulares conocen las reglas de la guerra y no se dejan llenar la cabeza de política ni de propaganda; aquellos tipos voluntarios nos daban náuseas a veces con su patriotismo y sus grandes aires de burla, y su odio por el «enemigo teutónico», como llamaba a los fritzis uno de ellos.

Salieron dos veces más sajones que hombres de Wessex. Teníamos órdenes estrictas de no discutir ningún asunto militar, aunque de todos modos ninguno de nosotros se había dedicado a estudiar el alemán desde la última fiesta. El fútbol quedaba descartado porque los cráteres de explosión estaban casi pegados unos a otros y había muchas alambradas, pero volvimos a entendernos bien con señas y un poco de francés de café, y empezamos a intercambiar cigarrillos, bebida y botones. Sin embargo, el coronel no quiso que les diéramos ninguna insignia. Desde luego, no nos sentíamos tan amigos como la otra vez. Demasiados de los nuestros y de los suyos habían estirado la pata aquel año, y además las trincheras no estaban inundadas como la primera vez.

Organizamos tres combates de boxeo: peso medio, welter y ligero; ganamos el welter y el ligero por K. O., y perdimos el peso medio por puntos. El coronel Pomeroy dejó a Putzi libre bajo palabra, y Putzi nos dio un espectáculo aún más bonito que el anterior, porque el comandante Coburg había mandado traer su maquillaje y sus accesorios. Esta vez usó un loro en lugar de los pececitos.

Después de comer, al ver que ya no teníamos mucho más que contarles a los fritzis ni nada que intercambiar, los oficiales decidieron levantar velas antes de que nos metiésemos todos en un lío. Los de Norfolk habían prometido no disparar, y el flanco izquierdo quedaba escondido por la ribera del canal. Mientras aquellos dos estaban entretenidos discutiendo cuánto tenía que durar la tregua sin disparar, de pronto se nos volvió a encender el espíritu navideño. Nosotros y los fritzis, casi sin darnos cuenta, nos dimos las manos formando un círculo alrededor de los dos hombres; los Wessex y los sajones occidentales ya todos mezclados bailábamos dando vueltas, primero hacia un lado, luego hacia el otro, entrando y saliendo de los cráteres al compás de una canción de corro. Entonces, uno de nuestros oficiales señaló al comandante Coburg y algunos de nuestros hombres lo alzaron en hombros y todos cantamos Es un muchacho excelente. Y los fritzis también subieron a nuestro coronel en hombros y cantaron Jok Sole liben o algo así… Nuestro sargento mayor sacó una foto de aquella escena, ¡lástima que se lo cargaran antes de revelarla!

Lo que os voy a contar ahora me lo contó a mí Relámpago Collins, un veterano soldado de mi sección. Dice que había estado tan cerca del coronel y del comandante que pudo oír la conversación que tuvieron durante el combate de los pesos medios, cuando creían que nadie les estaba escuchando. El coronel dice:

—Yo le profeticé, el año pasado, que aún estaríamos aquí estas Navidades, o al menos lo que quedara de nosotros. Y ahora vuelvo a decirle que aún estaremos aquí las Navidades próximas, y también las siguientes. Si no acaban con nosotros, y de eso tenemos una posibilidad entre diez. Además, las Navidades próximas ya no habrá más diversiones ni juegos, ni fraternizaciones. Dudo mucho que yo escape de este acto de insubordinación sin castigo, pero soy un hombre de palabra, como lo es usted, y los dos hemos mantenido lo pactado.

—Oh, sí, coronel —dice el comandante—. Yo también tendré suerte si no me hacen comparecer ante un consejo de guerra. Nuestras órdenes eran tan severas como las suyas.

Y se echaron a reír juntos, como dos cuervos.

Putzi era el hombre más envidiado de toda Francia aquel día, pues se iba a un campamento de prisioneros en Inglaterra, protegido por escoltas. Y el coronel le dijo al comandante:

—Le felicito por aquel soldado. ¡No quiso delatar nada!

A las cuatro en punto nos retiramos, pero los dos oficiales aguardaron un poco más para asegurarse de que todo el mundo había vuelto a su puesto. ¡Pero no creas, Stan, hijo, que aquí se acaba la historia! Yo tenía un tipo en mi pelotón que se llamaba Gitano Smith, un soldado sucio y de cara morena, un asesino. Había estado mirando cómo nos divertíamos desde la boca de la zapa más próxima, y en cuanto el comandante hubo dado media vuelta, Gitano apuntó a su cabeza y le tumbó.

La primera noticia que tuve del hecho fue un grito de rabia de todos los que estaban a mi alrededor. Veo al coronel Pomeroy correr hacia el comandante, gritando para que vinieran los camilleros. Aquellos fritzis debieron de pensar que se trataba de un trabajo premeditado, porque cuando nuestros camilleros salieron de la trinchera empezaron a tirotearles y le dieron a uno en la pierna. Su compañero se volvió atrás.

El coronel se quedó solo en tierra de nadie. Caminó con paso tranquilo hasta las trincheras alemanas, con las manos en los bolsillos; tenía demasiado orgullo como para colocárselas sobre la cabeza. Un par de fritzis le dispararon, pero los dos fallaron. Se detuvo junto a la alambrada alemana y gritó:

—Sajones, mis hombres tenían órdenes estrictas de no disparar. Algún cobarde ha desobedecido. Por favor, ¡ayudadme a llevar el cuerpo del comandante a vuestras trincheras! Luego podéis disparar sobre mí, si queréis, porque yo di palabra de honor de que no habría tiros.

Los fritzis comprendieron e hicieron salir a sus camilleros. Se llevaron el cuerpo del comandante por un sendero retorcido que atravesaba la alambrada, y el coronel Pomeroy les siguió. Un oficial alemán le vendó los ojos al coronel en cuanto entró en la trinchera, y nosotros esperamos sin disparar un solo tiro para ver lo que iba a ocurrir a continuación. Eso fue alrededor de las cuatro, y no pasó nada hasta el segundo turno de guardia. Entonces vemos una linterna que hace señas, y acto seguido vuelve el coronel, tan campante.

Nos dice que, por suerte, el disparo de Gitano no había matado al comandante; solo le había señalado el cuero cabelludo y le había dejado sin sentido. Al cabo de seis horas había vuelto en sí, y cuando vio al coronel esperando allí, ordenó su libertad inmediata. Se habían vuelto a dar la mano y se habían dicho: «¡Hasta después de la guerra!», y el comandante le había dado al coronel su linterna.

Aquí ya casi se acaba la historia, pero no del todo. Se propagó la noticia de la tregua y el general Haig ordenó primero una investigación y luego un consejo de guerra contra el coronel Pomeroy. Claro que no le fusilaron, pero le dieron una buena reprimenda y perdió cinco años de antigüedad. Y no es que eso importara porque luego le mataron de un disparo entre ceja y ceja en el jaleo del bosque de Delville en mil novecientos dieciséis, donde yo perdí mi pie.

Y en cuanto a Gitano Smith, dijo que estaba obedeciendo las órdenes estrictas de Haig de no fraternizar y además se sentía obligado a vengar a un hermano suyo que perdió la vida en Loos. «Sangre por sangre —dijo— es nuestro dicho gitano». Así que no pudimos hacer nada más que demostrarle lo que pensábamos de él tratándole como la porquería que era. Y no duró mucho. Mandé regresar a Gitano con los del racionamiento la noche de San Esteban. Aún seguíamos observando la tregua con los sajones, pero una vez más sus artilleros no quisieron saber nada, y frente a la choza del furriel le volaron el trasero con un trozo de granada. Murió en el tren hospital; lo que oyes.

Ah, se me olvidaba decirte que aquellas Navidades no vinieron los gorriones a comerse las migas de galleta. Todos los pájaros habían desaparecido meses antes.

Cada año, aquella guerra se ponía más fea. Antes de acabar, casi tres años más tarde, solo por aquel batallón debieron de pasar unos diez mil oficiales y soldados, y el batallón nunca tenía más potencia que la de quinientos rifles. En mil novecientos dieciséis, yo ya había recibido tres heridas; algunos tipos llegaron a tener seis antes de que acabara. Solo nuestro Vivales, aquí presente, salió sin un solo rasguño. Así fue como le pusieron este apodo, porque siempre salía vivo, esquivando la bala que llevaba marcados su nombre y su número. Cuando llegó el armisticio estábamos en Mons, donde habíamos empezado. Se hablaba de «colgar al Káiser», pero finalmente decidieron ponerle a partir leña en Holanda. Al resto de los fritzis les dieron su merecido con el tratado de paz. Pero les dejaron rearmarse a tiempo para una segunda guerra, la guerra de Hitler, y así fue como mataron a tu padre. Después de la guerra de Hitler, habría habido una tercera guerra, más o menos ahora, que te hubiera pillado a ti, Stan, hijo mío, si no llega a ser por aquella bendita bomba contra la cual tú quieres que yo haga una marcha de protesta.

Escúchame bien, hijo: si dos caballeros chapados a la antigua como el coronel Pomeroy y el comandante Coburg (nunca he vuelto a oír hablar de él, pero supongo que no debió de sobrevivir, con las agallas que tenía), si dos hombres de verdad como estos no tenían esperanzas de que hubiese una tercera tregua de Navidad en los días en que la «humanidad», como lo llamas tú, aún estaba un poquito civilizada, dime, ¿qué puedes esperar ahora?

Solo el miedo puede conservar la paz —le dije—. Las Naciones Unidas parecen un chiste, y tú lo sabes. Así que agradece a tu angelito de la guarda que los rusos tengan bombas H y que los yanquis tengan bombas H, a montones, las suficientes para hacer volar tu «humanidad», y que todo el mundo se tenga respeto por igual, aunque no lleguen a trabar amistad.

Me paré, quedándome sin aliento, y el Vivales le tomó la mano a Stan.

—Tú sabes lo que te conviene a ti, muchacho —le dijo—. Así que no escuches a tu abuelo. ¡No dejes que te convenza en contra de tus creencias! Es uno de los Viejos Valientes, pero no por eso sabe más que tú ni más que yo.

FIN


  • Autor: Robert Graves

  • Título: Tregua de navidad

  • Título Original: Wave No Banners (Christmas Truce)

  • Publicado en: Saturday Evening Post, 15 de diciembre de 1962

  • Traducción: Eduardo M. del Palacio

 
 
 



Suerte macabra

Emilia Pardo Bazán


¿Queréis saber por qué don Donato, el de los carrillos bermejos y la risueña y regordeta boca se puso abatido, se quedó color tierra y acabó muriéndose de ictericia? Fue que —oídlo bien— le cayó el premio gordo de Navidad, los millones de pesetas…

Antes de ese acontecimiento, don Donato era un hombre que podía llamarse feliz, si tal adjetivo no pareciese un reto al destino, que siempre está enseñando los dientes a los mortales. Encerrado en su droguería y herboristería de la calle de Jacometrezo, haciendo todos los días a la misma hora las mismas cosas insípidas y rutinarias, don Donato era plácidamente optimista; sus excesos y lujos consistían en alguna escapatoria a los teatrillos alegres porque don Donato aborrecía la literatura triste —al teatro se va a reír—, y sus derroches, en traerse a casa las mejores frutas y legumbres del mercado del Carmen, pues adoraba, a fuer de obeso, los alimentos flojos.

Jugador empedernido de lotería, nunca perdió sorteo, y no sólo se arriesgaba él, sino que tomaba parte con amigos y hasta les encomendaba la adquisición de décimos en administraciones que por cualquier motivo juzgaba afortunadas, dentro de las laboriosas combinaciones que realizaba para perseguir y acorralar a la suerte, a quien un día u otro estaba cierto de coger por las alas. ¿En qué se fundaba tal seguridad? No podía decirlo; pero le alentaba una fe robusta, un instinto o presentimiento (llámenle los escépticos como quieran). Supersticioso y calculista pueril, sucedíale a veces pararse en seco ante el número de una casa o el de un coche simón y correr a la Administración a pedir el mismo número. Lo que más le confirmaba en su manía era la circunstancia que realmente parecerá extraña a todo el que conozca la lotería un poco: en la ya larga existencia de jugador de don Donato, que jugaba cada sorteo, en algunos doble y triple, no le había caído, no digamos un premio regular, pero ni una aproximación, ni un reintegro en Nochebuena, ni nada, nada… Esta singular reserva de la fortuna le parecía a don Donato signo infalible de que sólo se ocultaba para venir un día de pronto, fulminante, terrible, con los brazos abiertos y las manos tendidas, llenas de oro.

Hará dos años, estudiando don Donato la marcha del «gordo», del premio deslumbrador de Navidad, observó que desde tiempo inmemorial no había caído en M***, y, herida su imaginación por esta circunstancia, encargó a un amigo corresponsal que allí tenía que le tomase «un billete» nada menos. A vuelta de correo recibió la respuesta y el número del billete adquirido, en el cual el comprador se reservaba un décimo. Giró el dinero don Donato; guardó como oro en paño el número y la carta comprobante, y esperó el sorteo, con fatalismo de musulmán. Sin emoción compró la lista cuando la oyó vocear, y al fijar los ojos en el glorioso número, una oleada de sangre afluyó a su cabeza… Era el número adquirido en M***; el propio número…; el suyo, el esperado, el de los millones…; allí estaba claro como la luz. ¡El premio, el premio… La Fortuna, abierta de brazos, derramando oro con sus anchas manos pródigas!

Se repuso de pronto Don Donato. ¿Pues qué, no contaba con aquello desde tantos años hacía? ¡Era lógico que al fin viniese! Una alegría intensa, serena, le embargaba plácidamente, mientras corría a cerciorarse…, aunque estaba seguro de que resultaría verdad. Y verdad resultó. No quedaba más que recoger, cobrar y disfrutar a pulso lo cobrado.

No queriendo hacer pública su dicha, por quitarse murgas y sablazos; pensando que nadie ejecuta las cosas mejor que el interesado, aquella misma noche tomó en tren y no paró hasta dar con su cuerpo en M***. Llegó a hora avanzada de la noche siguiente, molido y asendereado, como sedentario que viaja sin ganas y por precisión, y hubo de recogerse a una posada para aguardar con la luz del día la hora de presentarse a su corresponsal y reclamar el billete. Al acostarse pensó en madrugar; mas de puro quebrantado le tomó el sueño y despertó muy tarde. Vistióse, y, con indefinible sobresalto, corrió a casa del amigo, en cuyas manos se encontraba el tesoro. En la esquina de la calle vio gentío: monagos, mujerucas que lanzaban exclamaciones de compasión; escuchó las notas del piporro, la salmodia de los curas; rompió por entre la compacta muchedumbre; se abrió paso hasta el portal, y, al querer enfilar la escalera tropezó con un ataúd que bajaba en hombros… Ya lo adivinas, lector: encerraba el cadáver del poseedor del billete premiado.

Después de cortos momentos de angustia cruel, don Donato se resolvió a penetrar, sin encomendarse a Dios ni al diablo, hasta el gabinete donde lloraba la viuda. Brutalmente —millones quitan escrúpulos— formuló la cuestión y reclamó el billete. Era de temer un desmayo: no lo hubo; la viuda, digna y tranquila, franqueó a don Donato el mueble donde el difunto guardaba sus papeles de mayor interés. A la primera de cambio encontraron en el cajón central una cédula de letra del muerto, que decía así: «Día tantos…, he comprado para el señor don Donato Galíndez, droguero en Madrid, un billete entero de lotería, número tantos, que conservo en mi poder»… Y debajo: «Día tanto…: recibida letra importe billete, menos un décimo que reservo para mí…». Abrió tanto los ojos la viuda con lo del décimo, y desde aquel mismo instante se consagraron ella y don Donato, rivalizando en celo, a registrar la casa de abajo arriba; pero aún cuando gastaron tres días en pesquisas minuciosas, nada pudieron encontrar. El billete había desaparecido.

Al cuarto día, don Donato, que tenía fiebre y estaba medio loco, iba a retirarse amenazando a la justicia, cuando la viuda, llamándole a un rincón y titubeando, le dijo quedamente:

—¿Sabe usted que…, que pienso una cosa? Se me ha clavado aquí —y apoyaba el índice en el entrecejo.

—¿Qué cosa, señora mía?

—Que…, tal vez…, ese…, ese billete…, esté… Sí; casi de fijo está…

—¿Dónde, voto a mil pares?…

—¡Está… enterrado…, con mi esposo!

—¡Enterrado!

—¡Enterrado! —exclamó don Donato a punto de que lo enterrasen también.

¿Lo creerán ustedes? Si no lo creen, hacen mal. El terror a los muertos era tan profundo en don Donato, que si no le anima y envalentona la viuda, tal vez renuncia entonces a perseguir su billete.

—No dude que está allí —insistía ella más resuelta cada vez—, porque «llevó puesta» su levita nueva, la de paño fino, y es la misma que usó tres o cuatro días antes de morir… Juraría que el billete va en el bolsillo. Como mi esposo falleció casi de repente…

Azuzado por la valerosa señora, don Donato se enteró de las formalidades necesarias para hacer exhumar judicialmente un cadáver, y pareciéndole empresa erizada de dificultades y hasta de peligros, resolvió echar por la calle de en medio y sobornar al encargado de la custodia del cementerio para que abriese el nicho y el ataúd. Encuéntrase el cementerio de M*** situado a orillas del mar, y la noche en que se realizó la lúgubre hazaña era de tormenta horrible; silbaba el viento entre los negros cipreses, y el sordo e imponente murmurio del Océano tenía los tonos de queja de maldición y de llanto; clamores sobrehumanos por los amenazadores y tristes, parecidos a un coro de voces de muertos. A don Donato le corría el sudor en frías gotas, desde el cráneo hasta la nuca; sus dientes castañeaban y sus piernas flaqueaban como si fuesen de algodón. Destapiaron el nicho; para sacar la caja tuvo el droguero que ayudar, pues pesaba bastante; y cuando se alzó la tapa de cinc, la primera bocanada de putrefacción, el hedor cadavérico dio, más que en las narices, en el alma a don Donato. La viuda, siempre animosa, le dijo al oído:

—¡Ea!… registre usted; no vaya a creer, si registro yo, que le engaño.

Acercó el sepulturero la linterna; don Donato, con esfuerzo sobrehumano, se inclinó sobre la caja; vio una cara espantosa, verde ya; unos ojos abiertos, vidriados y aterradores, una barba fosca, unos labios lívidos…; y sólo cuando la viuda repitió con energía:

—Pero ¡regístrele usted!

Sólo entonces, lo repito, se dio cuenta de lo más horroroso… ¿Qué había de registrar? ¡El cadáver estaba desnudo! Cayó desplomado el droguero, mientras la viuda, con acento de desesperación, exclamaba:

—¡Estúpida de mí! ¡Por qué no picaría yo a tijeretazos la ropa! ¡Cuando la ven entera se la llevan los muy ladrones!

Se dio el oportuno aviso a la policía; se registraron las casas de empeño y préstamos de toda España; mas no apareció el siniestro billete, y el premio se lo guardó la Hacienda, frotándose las manos (es una manera de decir). Probablemente, el ladrón de la levita arrojó al mar, sin examinarlos, los papeles que halló en los bolsillos, por temor a que le comprometiesen… Lo cierto es que don Donato, a su vez, cayó enfermo y murió consumido de hipocondría, enseñando los puños a una figura imaginaria, que debía de ser la descarada, la idiota de la suerte.


FIN


  • Autor: Emilia Pardo Bazán

  • Título: Suerte macabra

  • Publicado en: Revista Moderna, núm. 94, 1898.

 
 
 



Una estatua para papá

Isaac Asimov


¿Es la primera vez? ¿De veras? Ah, pero, por supuesto, usted tenía noticias. Sí, estaba seguro de que lo había oído comentar.

Si el descubrimiento le interesa de verdad, créame, me encantará explicárselo. Es una historia que siempre me ha gustado contar, aunque pocas personas me dan ocasión. Hasta hubo quien me aconsejó que la mantuviera en secreto, porque contradice la leyenda que se está formando respecto a mi padre.

De todos modos, creo que la verdad es valiosa. Tiene una moraleja. Un hombre puede pasarse la vida dedicando sus energías a la satisfacción de su propia curiosidad, únicamente, y luego, por pura casualidad, sin proponerse nada parecido, acabar siendo un bienhechor de la humanidad.

Papá era solamente un físico teórico, dedicado a la investigación de los viajes por el tiempo. No creo que jamás se parase a pensar ni por un momento qué pudieran significar los viajes a través del tiempo para el Homo sapiens. Sencillamente, sentía curiosidad por las relaciones matemáticas que gobernaban el universo.

¿Hambriento? Tanto mejor. Imagino que se precisará cerca de media hora. Lo arreglarán perfectamente para un oficial como usted. Es cuestión de amor propio.


Para empezar, papá era tan pobre como sólo un profesor de Universidad puede serlo. Con el tiempo, sin embargo, se hizo rico. En los últimos años de su vida llegó a ser fabulosamente rico, y en cuanto a mí, y a mis hijos, y a mis nietos… bueno, usted mismo lo verá.

Oh, además, le dedicaron estatuas. La más antigua está aquí mismo, en el lugar donde realizó el descubrimiento. Puede verla mirando por la ventana. Si. ¿Distingue la inscripción? Bueno, es que miramos desde un ángulo desfavorable. No importa.

Por la época en que papá inició las investigaciones sobre viajes a través del tiempo, la mayoría de físicos habían abandonado este problema, considerándolo una tarea demasiado ardua. En cambio, había empezado como una marea tiempo atrás, la primera vez que montaron crono-túneles.

La verdad es que no hay mucho que ver. Las imágenes son completamente irracionales e incontrolables. Lo que se ve aparece ondulado y borroso, con poco más de medio metro de anchura en el mejor de los casos, y se desvanece rápidamente. Querer enfocar en el pasado es lo mismo que querer captar la imagen de una pluma arrastrada por un huracán enloquecido.

Probaron de sujetar el pasado con unas grapas, pero el procedimiento resultó igualmente imposible. A veces se sostenían bien unos segundos, siempre que un hombre empujara la grapa con fuerza; pero en otras ocasiones no se las podía hacer penetrar ni con un martinete. Del pasado no se pudo conseguir nada hasta que… Bien, ya llegaremos a ello.

Después de cincuenta años de no hacer progreso alguno, los físicos perdieron el interés. La técnica operativa parecía hallarse en un callejón sin salida. Cuando vuelvo la vista hacia aquellos tiempos, no puedo decir que se lo reproche. Algunos hasta trataron de demostrar que en realidad los túneles no mostraban el pasado; pero se habían divisado demasiados animales vivientes por aquellos túneles…, animales extinguidos en la actualidad.

Sea como fuere, cuando la gente se había olvidado casi de los viajes por el tiempo, entró en escena papá. Y convenció al Gobierno de que le concediera una subvención para montar un crono-túnel propio, y emprendió el asunto de nuevo, desde el principio.

Yo le ayudaba, por aquellas fechas. Había salido recientemente de la Universidad, donde obtuve el doctorado en Física.

No obstante, al cabo de un año, poco más o menos, nuestros esfuerzos tropezaron con un mar de penosos conflictos. A papá le costó mucho trabajo conseguir que le renovaran la subvención. Los industriales no manifestaban el menor interés, y la Universidad decidió que manchaba la reputación de tan distinguido centro al mostrarse tan obstinado en investigar en un campo sin ninguna posibilidad. El decano, que sólo entendía bien el aspecto monetario de la beca, empezó insinuándole que se pasara a campos más lucrativos, y acabó echándole.

Por supuesto, el buen señor —que sigue viviendo y seguía contando dólares de las subvenciones cuando papá falleció— se sentiría en ridículo, imagino, cuando papá legó a la Universidad, en su testamento, un millón de dólares libres de impuestos… pero con un codicilo anulando el legado porque el decano carecía de visión. Bien, esto fue, meramente, una venganza póstuma. Muchos años antes…

No quisiera ponerme en plan dictador, pero tened la bondad, no comáis más barritas de pan. La sopa clara, comida muy despacio para evitar un apetito demasiado vivo, bastará.

De todos modos, nos las arreglábamos. Papá conservó el equipo que habíamos comprado con el dinero de la subvención, lo sacamos de la Universidad y lo montamos aquí.

Aquellos primeros años de investigar por nuestra cuenta fueron brutales. Yo no me cansaba de insistir en que abandonásemos; pero él no quiso. Era indomable; siempre encontraba de dónde sacar mil dólares, cuando los necesitábamos.

La vida seguía; pero él no permitía que nada le apartase de sus investigaciones. Mi madre murió; papá la lloró, y volvió a sus investigaciones. Yo me casé; tuve un hijo, y luego una hija, y no pude estar siempre al lado de mi padre. Él continuaba sin mí. Se rompió la pierna, y estuvo mes y medio trabajando con la pierna escayolada.

De modo que le concedo todo el mérito a él. Yo colaboraba, naturalmente. Realizaba tareas marginales de consulta y cuidaba de las negociaciones con Washington. Pero la vida y el alma del proyecto era él.

A pesar de todo, no llegábamos a ninguna parte. Habría dado lo mismo si todo el dinero que lográbamos sacar a duras penas lo hubiésemos arrojado dentro de uno de aquellos crono-túneles… lo cual no quiere decir que hubiese podido cruzarlo.

Al fin y al cabo, no logramos nunca, ni una sola vez, hacer pasar una grapa por un túnel de aquéllos. Sólo en una ocasión estuvimos a punto de conseguirlo. Teníamos la grapa a unos cinco centímetros del otro extremo cuando el foco cambió. La imagen se fue de pronto, y hete ahí que en determinado momento de la Era Mesozoica aparece un pedazo de vara de acero fabricada por el hombre, oxidándose en una margen de río.

Luego, un día, el día crucial, el foco se mantuvo durante diez largos minutos… suceso que tenía menos de una entre un billón de probabilidades de ocurrir. ¡Señor, y qué agitación tan frenética nos dominaba mientras montábamos las cámaras! En la otra parte del túnel, tocándolo casi, veíamos criaturas vivas que se movían vigorosamente.

Luego, coronando la aventura, el crono-tubo se hizo permeable, hasta hubiéramos jurado que no había nada sino aire entre el pasado y nosotros. La notable permeabilidad debía de estar relacionada con la larga permanencia del enfoque, aunque jamás pudimos demostrar si había sido así realmente.

Naturalmente, no teníamos ninguna grapa a mano, ya se lo figurarán ustedes, sin duda. Pero la baja permeabilidad resultaba suficiente, puesto que algo cayó a través del tubo, o túnel, pasando del Entonces al Ahora. Como herido por el rayo, obrando sólo por el ciego instinto, estiré el brazo y lo cogí.

En aquel instante perdimos el enfoque; pero esta contrariedad ya no nos dejó amargados y desesperados. Ambos mirábamos fijamente, lleno el pensamiento de locas conjeturas; aquello que yo sujetaba. Era una masa de barro apelotonado y seco, completamente liso por las partes que habían rozado con el túnel del tiempo, y en aquella masa de barro había catorce huevos del tamaño, aproximadamente, de huevos de pato.

—¿Huevos de dinosaurio? —pregunté—. ¿Supones que lo son de verdad?

—Quizá —respondió mi padre—. No podemos asegurarlo.

—A menos que los incubemos —dije yo, con repentina y casi incontrolable animación. Y los deposité con la misma reverencia que si hubieran sido de platino. Estaban calientes, con el calor del sol de las eras primitivas—. Si los incubamos, papá —dije yo—, tendremos unos seres que se extinguieron hace más de cien millones de años. Será el primer caso en que se haya traído a la actualidad algo realmente perteneciente al pasado. Si lo publicamos…

Estaba pensando en las subvenciones que nos concederían, en la publicidad, en todo lo que aquel triunfo significaría para mi padre. Veía por adelantado la mirada de consternación en la cara del decano.

Pero papá contemplaba la situación desde otro ángulo. Así pues, dijo con firmeza:

—Ni una palabra, hijo. Si esto se divulga, tendremos veinte equipos de investigación sobre el rastro de los crono-tubos, cortando mis progresos. No. Pero apenas haya solucionado el acertijo de esos crono-tubos, podrás anunciar todo lo que quieras. Hasta entonces… guardaremos silencio. No pongas esa cara, hijo. Tendré la solución antes de un año. Estoy seguro.

Yo me sentía algo menos confiado; pero aquellos huevos, estaba convencido, nos proporcionarían todas las pruebas que necesitásemos. De modo que gradué una gran estufa a la temperatura de la sangre y la dispuse de modo que circulasen por ella el aire y el vapor de agua convenientes. Después monté un timbre de alarma que sonaría a los primeros asomos de movimiento en el interior de los huevos.

Éstos se abrieron a las tres de la madrugada, diecinueve días más tarde. Y allí estaban… catorce diminutos canguritos con escamas verdosas, garras en las patas traseras, muslitos rollizos en forma de fusta.

Al principio creía que se trataba de tiranosaurios; pero eran demasiado pequeños para pertenecer a esta variedad. Pasaron los meses, y pude ver que no sobrepasarían en corpulencia a unos perros de tamaño mediano.

Papá parecía desilusionado, pero yo seguí adelante, confiando que me dejaría utilizarlos para fines publicitarios. Uno de los animalitos murió antes de llegar a la madurez y otro falleció en una pelea. Pero los doce restantes sobrevivieron… cinco machos y siete hembras. Yo los alimentaba con zanahorias picadas, huevos duros y leche, y me aficioné mucho a ellos. Eran terriblemente estúpidos, y sin embargo muy dulces. Y, además, verdaderamente hermosos. Sus escamas…

Ah, sí, bueno, sería tontería describirlos. Aquellos primeros retratos de la publicidad han circulado por todas partes. Aunque, pensándolo bien, no sé si en Marte… ¡Oh, ahora con ésas! Bueno, bien.

Pero hubo de pasar mucho tiempo para que los retratos impresionaran al público, y no hablemos ya de la vista de las criaturas auténticas. Papá continuaba intransigente. Pasó un año, pasaron dos, y finalmente tres. No teníamos suerte, ninguna, con los crono-tubos. Aquel afortunado azar anterior no se repetía; a pesar de lo cual papá se negaba a ceder.

Cuatro hembras pusieron huevos, y pronto tuve en mi poder más de cincuenta seres de aquella especie.

—¿Qué haremos con ellos? —pregunté.

—Mátalos —me dijo.

Claro, por supuesto, yo era incapaz de matarlos.

Henry, ¿está ya casi listo? Bien.

Cuando se produjo el milagro, habíamos agotado todos nuestros recursos. No sabíamos dónde conseguir más dinero. Yo había ensayado en todas partes, y en todas partes había cosechado continuas negativas. Y hasta me alegraba, pensando que ahora papá tendría que abandonar. Mas, con un mentón firme e indómitamente levantado, papá montó otro experimento, con toda tranquilidad.

Les juro a ustedes que si no hubiera ocurrido el accidente, la verdad nos habría esquivado ya por siempre. La humanidad se habría visto privada de una de sus mayores bendiciones.

A veces sucede así. Perkin descubre una mancha morada en su líquido y encuentra los colorantes de anilina. Ramsen se lleva a los labios un dedo contaminado y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mezcla en la estufa y encuentra el secreto de la vulcanización.

En nuestro caso, fue un dinosaurio a mitad de su crecimiento el que se internó por el laboratorio principal de investigaciones. Teníamos ya tantos que no podía seguirles la pista a todos.

El dinosaurio se metió exactamente entre dos puntos de contacto abiertos… en el lugar preciso en donde clavaron la lápida inmortalizando el hecho. Estoy convencido de que el suceso no volvería a producirse ni en mil años. Hubo un destello cegador, un corto circuito capaz de abrasarlo todo, y el crono-tubo recién montado desapareció en un arco iris de centellas.

La verdad es que en aquel momento preciso no supimos exactamente qué habíamos conseguido. Todo lo que sabíamos era que el animal había quemado, y acaso destruido definitivamente, doscientos mil dólares de equipo, y que estábamos completamente arruinados. Y todo lo que podíamos presentar como recuerdo era un dinosaurio asado de pies a cabeza. Hasta nosotros nos habíamos chamuscado un poco; pero el dinosaurio había recibido toda la concentración de energía del campo. Lo percibíamos por el olfato. El aire estaba saturado de su olor. Papá y yo nos mirábamos sorprendidos. Yo levanté el animalito cogiéndolo con unas tenazas. Estaba negro y socarrado por fuera, pero las quemadas escamas cayeron al contacto de las tenazas, arrastrando la piel consigo. Y bajo el socarrado apareció una carne blanca y firme, muy parecida a la de pollo.

No pude resistir la tentación de probarla, y encontré que su parecido con el pollo podía compararse al que existe entre Júpiter y un asteroide.

Pueden creerme o no, pero con nuestro trabajo científico convertido en ruinas a nuestro alrededor, nos sentamos los dos allí y nos pusimos a devorar dinosaurio. Hallábamos trozos quemados y trozos casi crudos. Y no lo habíamos condimentado. Pero no paramos hasta haber mondado bien los huesos.

—¡Papá —exclamé yo—, los hemos de criar, gloriosa y sistemáticamente, para alimento!

Papá hubo de dar su conformidad. Estábamos en la bancarrota más absoluta.

Conseguí un préstamo del Banco invitando al director a comer y dándole dinosaurio.

La treta no ha fallado nunca. Nadie que haya probado lo que ahora llamamos «dinopollo» queda contento con los platos corrientes. Una comida sin dinopollo es una comida en la que nos cuesta trabajo mantener el alma y el cuerpo juntos. Sólo el dinopollo es alimento de verdad.

Nuestra familia sigue siendo dueña del único rebaño de dinopollos que existe y somos los únicos proveedores de una cadena mundial de restaurantes —la primera y más antigua— que se ha formado y desarrollado gracias a esta especialidad.

¡Pobre papá! Nunca fue dichoso, salvo aquellos singulares momentos en que comía real y auténtico dinopollo. Continuó trabajando en los crono-tubos, como trabajan asimismo (tal como él había dicho que ocurriría) otros veinte equipos de investigadores que invadieron el campo. Sin embargo, hasta la fecha, nada salió de todos esos esfuerzos. Nada salvo el dinopollo.

¡Ah, Pierre, gracias! ¡Ha sido un trabajo superlativo! Buena, señor, si me permite que trinche. Nada de sal, ahora, y sólo un poquitín de salsa. Así está bien… ¡Ah, esa es la expresión que veo siempre en el rostro del hombre que cata por primera vez esa delicia!

Una humanidad agradecida aportó cincuenta mil dólares para erigir la estatua en la cima de la colina; pero ni este tributo fue suficiente para hacer feliz a papá.

Lo único que pudo ver fue la inscripción: «Al Hombre que dio Dinopollo al Mundo».

Vean ustedes, hasta el día de su muerte, papá sólo anheló una cosa: encontrar el secreto para viajar por el tiempo. Y a pesar de haber sido un bienhechor de la humanidad, murió sin haber podido satisfacer su curiosidad.

FIN


  • Autor: Isaac Asimov

  • Título: Una estatua para papá

  • Título Original: A Statue for Father

  • Publicado en: Satellite Science Fiction, febrero de 1959

  • Traducción: Baldomero Porta

 
 
 
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