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Lecturas




Nochebuena en Santiago

Manuel Rojas


Mi nombre es Augusto, aunque mis parientes y amigos me llamen Tito, diminutivo que no sé si se debe al cariño que me tienen o a la apreciación de mi corta estatura (digo corta y no baja porque lo considero más exacto; el segundo adjetivo se presta a malentendidos). No soy chileno sino guatemalteco. Vine a dar aquí poco después de abandonar Bolivia, país en el que servía, casi a pesar mío, un cargo de secretario de la embajada de Guatemala. Digo «casi a pesar mío» porque no creo en las embajadas ni en los secretarios y si acepté el puesto fue porque el presidente era mi amigo y prometía trabajar realmente por el bienestar del pueblo. Pero el hombre, imprudente, se puso a hablar de reforma agraria y de nacionalización y los accionistas de las compañías fruteras y de otra índole, accionistas que no viven en Guatemala sino en otra parte, fruncieron el ceño, aunque mejor sería decir que rechinaron los dientes. Intervino un embajador, se puso de acuerdo con algunos militares —digo algunos porque supongo que unos pocos bastan— y el resultado fue el que es de suponer: en Lima, Perú, mirando hacia el oeste, me dije: «México o Chile»; ganó Chile y aquí estoy.

Aquí estoy, con el cuerpo un poco malo, como dicen los chilenos. Es un estado que se presenta al amanecer o al despertar. La expresión es precisa y casi me gusta más que «cruda», como dicen los mexicanos, o «marea», como le llaman otros: dolor de cabeza, boca seca, columna vertebral encogida, disminución del entusiasmo por vivir, tendencia a la inmovilidad y a la horizontalidad, disgusto por los ruidos y las voces, tales son sus síntomas más comunes. Se combate con las mismas armas que lo producen, acto que se llama «componer el cuerpo», similia similibus curantur, o con la más absoluta quietud, agua, tiempo y aspirinas. Debería decir que se produce en gran cantidad en los días 2 de enero, 19 y 20 de septiembre, 25 de diciembre, además de los días que siguen a algunas fiestas, movibles o no: San Luis, San Manuel, San Francisco, fuera de una docena o más de otros santos menos famosos, y no sería exagerado decir que todos los días, a lo largo de este país, amanecen con el cuerpo malo centenares de individuos que el día anterior se festejaron a sí mismos, festejaron a otros o sencillamente se emborracharon porque no pudieron o no supieron hacer otra cosa. Cosa que, según creo, ocurre en todo el mundo por lo cual no hay que alarmarse porque ocurra en Chile.


Hoy, precisamente, es 25 de diciembre, día de calor y cuerpo malo. Tener el cuerpo malo en un día de frío, en julio o agosto, es desagradable, pero tenerlo en un día de calor es mucho peor. Se habla mucho de la Nochebuena, pero no se dice que la tal noche no es eterna, que llega un momento en que se termina la noche y la fiesta y en que el nuevo día surge con su horrible luz. Lo peor es que anoche estuve preso en una comisaría. Preso por curado y por ladrón de zapatos.

Mis antecedentes son honorables, por más que haya sido secretario de embajada. Ya he dicho cuáles fueron las razones que me indujeron a aceptar ese puesto. En este caso, sin embargo, en la acusación de robo, hay algo que me mortificó mucho, que me mortifica todavía: fui acusado de robar «un» zapato, no un par sino uno, usado además, y por más que haya secretarios de embajada que han sido acusados de contrabandear oro o divisas extranjeras, de robarse el whisky o de espiar, ninguno, que yo sepa, ha sido acusado de robarse «un» zapato usado.

Cuando emboqué la calle San Francisco vi al borracho y, no sé por qué, me enternecí, aunque parte de esa ternura se debiera al ponche en leche, al vino y a otras bebidas ingeridas durante la noche: estaba más borracho que yo y se encontraba entre dos policías, resistiéndose a que lo llevaran detenido, no resistiéndose violentamente sino con cierta silenciosa y mesurada dureza. Me detuve.

—¿Y por qué… me van a llevar preso? —dijo—. ¿Que no estamos en día de Pascua?

El tono de su voz resuelto era un poco infantil.

—¡Ya, camina! —dijo el carabinero, dándole un tirón.

Me acerqué.

—¿Por qué lo llevan? —pregunté.

Uno de los carabineros me contestó.

—Está curado y metió un alboroto regrande…

—Pero —le dije— hoy es día de Pascua, día de los villancicos, del amor entre los seres humanos, el día en que se celebra el nacimiento del más grande símbolo de fraternidad creado por los hombres de hace dos mil años. Hay que amar y perdonar.

El carabinero me miró como si le hubiera dicho que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, una mirada que me abarcó por entero —cosa que no le costaría mucho—, examinó mi cara y mis ojos y, sobre todo, la boca, y me dijo:

—Es mejor que se vaya, caballero. Usted también está medio chamuscado.

El tirón siguiente echó al borracho contra el muro, el subsiguiente lo llevó hasta la orilla de la calzada, en donde estuvo a punto de irse de bruces; otro tirón lo equilibró. Tirón va y empujón viene, los dos policías y el ebrio iniciaron su marcha hacia la comisaría más cercana, y allá fui yo, perorando, transmitiendo, como se dice vulgarmente, acerca de la Navidad y de su significado. Había llegado el momento de la marea, el momento en que el alcohol ingerido sube con más fuerza hacia la cabeza, y en que el intoxicado, ya cansado, pierde un poco el control de sí mismo. Pasé trente a la calle en que vivo sin darme cuenta de ello. Arrebatado por mi prédica, sollocé un poco, y el borracho, a quien también sin duda le subió la marea, replicó a mis sollozos dando unos gritos tremendos y tirándose al suelo; lo arrastraron y entonces perdió un zapato, un zapato de color, que recogí con riesgo de clavarme en el suelo al agacharme. Las cuadras que siguieron después permanecen aún en la penumbra: zapato en mano, hablando y lanzando uno que otro pequeño grito, pues odio los gritos grandes, observando desde unos metros al zamarreado y a los zamarreadores, seguí por San Francisco.

Por fin, después de un tiempo y un espacio que me parecieron muy largos, percibí que entraba a una zona de fuerte luz: era la puerta de la comisaría. Allí, debajo de una brillantísima ampolleta el borracho me señalaba con una mano y gritaba:

—¡Ese pije me robó el zapato!

Había pasado la marea. Me acerqué, entregué el zapato y pretendí decir a los carabineros que yo…, pero los carabineros no eran los mismos que había visto al embocar San Francisco. Estos no me conocían, ¿En qué momento se habían cambiado? Lo ignoro. Lo que sé es que fui metido adentro de un tirón y que pasé la noche en un calabozo con el curado roncando a mi lado.

No quedaba mucho de la Nochebuena, pero, por corto que fuese el trozo que restaba, tuve tiempo para olvidar los villancicos, el amor entre los seres humanos y los símbolos de fraternidad.


FIN


  • Autor: Manuel Rojas

  • Título: Nochebuena en Santiago

  • Publicado en: Cuentos completos, 2019

 
 
 

Actualizado: 24 may




Nochebuena

Robert Bloch


No sé cómo termina.

Quizá terminó cuando oí sonar el disparo tras la puerta cerrada de la sala… o cuando salí corriendo y le encontré caído en el suelo.

Quizá el final se produjo después de que llegara la policía; después del interrogatorio, las explicaciones y toda esa espantosa publicidad en los medios de comunicación.

Es posible que el auténtico final fuera mi ataque de nervios y mi recuperación posterior…, si es que realmente he llegado a recuperarme del todo.

Naturalmente, siempre queda la posibilidad de que algo así no haya terminado, al menos no mientras uno se acuerde de ello. Y yo lo recuerdo todo desde el principio.

Todo empezó una tarde de otoño con Dirk Otjens en su galería de La Ciénaga. Nos encontramos en la puerta cuando él volvía de almorzar. Otjens llevaba cierto retraso; probablemente habría estado con alguno de sus clientes ricos, y parece que a esa gente le gusta almorzar tarde.

—¡Brandon! —exclamó—. ¿Dónde has estado? Me he pasado toda la mañana intentando hablar contigo.

—Lo siento…, tenía una cita.

Dirk meneó la cabeza con impaciencia.

—Tendrías que abonarte a un servicio de respuestas.

Decirle que no podía permitirme pagarlo o que mi cita había sido con la oficina de desempleo no habría servido de nada. Dirk podía haber conocido la pobreza, pero de eso hacía ya muchos almuerzos caros, y ahora se movía en un medio ambiente muy distinto. La idea del artista que se muere de hambre no le gustaba ni pizca, y dejar que me atribuyera ese papel era —como el abonarme a un servicio de respuestas— algo que no podía permitirme. Que me aceptara como cliente suyo ya había sido una gran victoria, aunque por el momento todavía no había ocurrido nada.

¿O sí?

—¿Has hecho alguna venta? —Intenté dar la impresión de que no me importaba, pero el corazón me latía con fuerza.

—No. Pero creo que te he conseguido un encargo. ¿Has oído hablar de Carlos Santiago?

—No, no he oído hablar de él.

—Es uno de mis mejores compradores. Se pasa la vida en la galería. Vio ese óleo que pintaste, ya sabes, el que está colgado en el piso de arriba, y quiere un retrato.

—¿Qué clase de persona es?

Dirk se encogió de hombros.

—Extranjero. Con mucho acento. —Habló con todo el desdén del norteamericano de adopción—. Creo que es una especie de magnate naviero. Pero ahí hay dinero.

—¿Cuánto?

—Le dije que le costaría dos mil quinientos dólares. No se trata de un encargo de primera magnitud, pero es un comienzo.

Lo era, desde luego. Aun contando con su comisión, cobraría lo suficiente para seguir adelante. Había logrado atravesar la barrera y ante mí se extendía el reino fabuloso donde todo el mundo tiene un servicio de respuestas que se encarga de las llamadas telefónicas mientras ellos están fuera, disfrutando de almuerzos carísimos. Aun así…

—No sé… —le dije—. Quizá no sea un buen asunto para un cuadro mío.

»Un magnate naviero de origen hispánico no encaja demasiado bien con mi estilo. Ya sabes que no soy uno de esos artistas temperamentales que conocen montones de trucos técnicos; necesito sentir cierto interés hacia lo que voy a pintar. De lo contrario, no consigo hacer nada.

El ceño fruncido de Dirk me hizo ver que lo que estaba diciéndole no le gustaba nada, pero no tenía más remedio que decírselo. Después de todo, soy un artista. Me pasé nueve años aprendiendo los secretos de mi oficio tanto aquí como en el extranjero, nueve largos años de sacrificios y de averiguar cosas sobre mi propia persona que no pensaba tirar por la borda en cuanto alguien me pasara un billete de dólar por las narices. Si lo único que me importara fuese el dinero, ya llevaría bastante tiempo dedicándome a la producción en masa, y estaría pintando payasos de treinta y cinco dólares como los que se venden en los supermercados o las ferias al aire libre. Por otra parte…

—Necesito verle antes —dije.

—Le verás, no te preocupes —dijo Dirk, asintiendo con la cabeza—. Tienes una cita con él a las tres.

—¿En sus oficinas?

—No, en su casa. Vive en la parte alta de Trousdale. Toma, aquí tienes la dirección. Adelante, y buena suerte.

Recuerdo que fui por Coldwater y torcí a la derecha, metiéndome por una de esas calles que llevan a las Residencias Trousdale. Lo recuerdo muy bien porque la carretera iba subiendo por la ladera de la colina y no paraba de preguntarme si el coche conseguiría llegar hasta arriba. Mi viejo cacharro tenía un agudo complejo de inferioridad, y podía imaginarme lo que sentía cada vez que pasábamos ante uno de los caminos semicirculares que había delante de las casas, con sus relucientes Cadillac, Lancia, Alfa-Romeo y los inevitables Rolls. Estábamos en un barrio donde el Mercedes se utilizaba como segundo coche de la casa. Esas cosas no me impresionan, pero Dirk tenía razón: el dinero vivía allí.

Y Carlos Santiago también.

El coche aparcado ante su casa era un Ferrari. Aparqué detrás, esperando que nadie me estuviera observando desde el gran ventanal del inmenso seudo palazzo de dos pisos que se alzaba tras la hilera de cipreses. La casa era nueva y los árboles aún no habían crecido mucho pero ¿quién era yo para fijarme en ese tipo de menudencias? Aquel lugar apestaba a dinero.

Llamé al timbre. Oí el suave tintineo de unas campanillas al otro lado de la gruesa puerta y cuando se abrió fui recibido por una doncella de cabello oscuro que llevaba uniforme.

—¿Qué desea?

—Soy Arnold Brandon. Tengo una cita con el señor Santiago.

Asintió.

—Por aquí. El señor le espera.

Dejé atrás el cálido sol de la tarde para entrar en el sombrío vestíbulo, con su fría atmósfera de aire acondicionado. La doncella fue hacia la izquierda, pasó por debajo de una arcada y entramos en la sala.

La habitación tenía un techo muy alto y una inmensa chimenea, y era más grande de lo que había esperado. Igual que mi cliente.

Carlos Santiago decía ser de origen español; luego me enteré de que había nacido en Argentina, y no cabía duda de que por sus venas corría sangre india, pero cuando le vi me recordó a un nativo de Creta.

Me recordó al Minotauro.

No hay que tomarme al pie de la letra, claro está. Carlos Santiago no era ningún híbrido, y lo que tenía delante no era un cuerpo de hombre coronado por la cabeza de un toro. Su rizada cabellera cana caía sobre una frente que no estaba adornada con cuernos, pero los gruesos párpados, el tamaño de las fosas nasales y la forma en que su cabezota parecía confundirse con un pecho de barril hacían pensar en una mezcla de lo humano con lo taurino. Como artista, vi en Santiago la imagen del hombre toro y el toro hombre, la encarnación del macho.

Y le odié nada más conocerle.

La verdad es que siempre he temido a esos hombres; los hombres corpulentos y arrogantes que se contonean, sueltan fanfarronadas y se abren paso a golpes por la vida, saliéndose siempre con la suya… No confío en esa clase de hombres, pues siempre han sido los enemigos del arte, los que destrozan las estatuas y queman los libros, los que desprecian toda creación que no brote de sus propias glándulas, y les temo todavía más cuando se ocultan tras la máscara de la cordialidad.

Y Carlos Santiago se mostró muy cordial.

Me hizo sentar en un inmenso sillón de cuero, se encargó de llenar las copas, se interesó por mi situación actual y elogió la muestra de mi obra que había visto en la galería. Pero yo seguía teniéndole miedo, y la imagen del Minotauro no se apartaba de mi mente. Bienvenido a mi laberinto.

Debo admitir que el laberinto era muy suntuoso; había sido amueblado con gusto y la construcción debía de haber resultado muy cara, pero todo eso sólo servía para que la nota discordante de aquel decorado fuera todavía más perceptible. Me refiero al panel que había sobre la chimenea. Aquella arma de ancha hoja oxidada que flanqueaban unas pésimas fotos con mucho grano, enmarcadas pobremente, parecía tan fuera de lugar en aquella habitación como la imponente presencia del hombre que me había mandado llamar.

Se dio cuenta de hacia dónde miraba y su risita me hizo pensar en un gruñido bovino.

—Ya sé lo que piensa, amigo. El oh-tan-educado decorador de interiores se llevó un gran disgusto cuando insistí en colocar esos objetos ahí. Pero soy hombre sentimental y no me avergüenzo de ello.

»El machete…, hubo un tiempo en que era mi única posesión, dejando aparte los harapos que me cubrían. Me pasé tres largos años sudando en los campos y al final seguía llevando los mismos harapos y el machete seguía siendo lo único que poseía. Pero con el dinero que había ahorrado hice mi primera inversión…, compré unas cuantas participaciones en un petrolero a punto de hundirse que iba a hacer su último viaje. El éxito de ese viaje resultó ser el inicio del mío. Le ahorraré los detalles; la historia está en esas fotos. Ésos son los barcos que fui adquiriendo a lo largo de los años, la flota Santiago… Muchos ya están viejos y oxidados, igual que el machete…, igual que yo, si a eso vamos. Pero nunca nos separaremos.

Santiago volvió a llenar las copas.

—Pero me temo que estoy aburriéndole, señor Brandon. Hablemos del retrato.

Sabía lo que iba a ocurrir. Me diría qué debía pintar y cómo había de hacerlo, e insistiría en que debía incluir sus barcos en el telón de fondo; quizá hasta tuviera intención de que le retratase con el machete en la mano…

Tenía derecho a estar orgulloso, cierto, pero yo también tenía mi propio orgullo. Necesitaba el dinero, desde luego, pero no pensaba pintar a aquel Minotauro, fuera cual fuese el fondo. Bien, seguir perdiendo el tiempo no serviría de nada; tendría que coger al toro por los cuernos y…

—¡Louise!

Santiago volvió la cabeza y se puso en pie, acogiéndola con una sonrisa. Creo que estuve mirándola en silencio durante un buen rato; era alta, delgada, con el cabello leonado y unos rasgos impecables dominados por unos ojos color avellana. Su presencia parecía iluminar toda la habitación.

—Permítame que le presente a mi esposa.

Supongo que los dos debimos de decir algo, como es lógico en una presentación, pero no puedo recordar las palabras. Todo lo que recuerdo es que tenía la boca seca y que cuanto dije me parecía carecer de significado. Las únicas palabras importantes de aquel momento fueron las pronunciadas por Santiago.

—Pintará su retrato —dijo.

Eso fue el principio.

Su esposa posaría en el cuartito que había junto a la sala; durante la tarde había luz del norte, la mejor para pintar. Acudí allí tres veces por semana, primero para hacer los esbozos y luego para ir completando el fondo. Invertí el procedimiento habitual y decidí que no empezaría a pintarla hasta no haber terminado con todos los demás elementos del cuadro. Quería que los tonos de su carne reflejaran sutilmente el colorido del fondo y el vestido. Sólo entonces empezaría a concentrarme en la postura y la expresión, capturando la esencia de su ser. Pero ¿cómo capturar el sonido de aquella voz suave, el escurridizo olor de su perfume, la gracia inconsciente de todos sus movimientos, la totalidad del impacto sensual producido por su presencia?

Debo admitir que Santiago cooperó en todo cuanto estaba a su alcance. No interrumpió ni una sola de nuestras sesiones y tampoco quiso saber qué tal iba el retrato. Impuse la condición de que ni él ni su mujer podrían ver mi obra antes de que estuviera completada; cuando no estaba allí, el lienzo quedaba cubierto con un paño. Santiago jamás me importunó haciéndome preguntas, y cuando entramos en la segunda semana de sesiones, partió en avión hacia el Oriente Medio por asuntos de negocios, pues tenía que supervisar las operaciones de carga de sus petroleros.

Y Louise y yo nos quedamos solos mientras él vertía petróleo sobre aquellas aguas turbulentas.

Naturalmente, a esas alturas ya nos tuteábamos, y nos pasábamos las sesiones hablando. Mejor dicho, ella hablaba; yo me concentraba en mi trabajo. Pero si quiere que el retrato sea algo más que una mera representación de su modelo, el artista debe llegar a conocerle bien, por lo que la animé a hablar; eso me permitía escucharla y averiguar cómo era.

En esas circunstancias, es inevitable que acabe surgiendo una relación bastante íntima y que haya confidencias. Si las hubieran grabado en cinta, más de uno habría creído que esas conversaciones habían tenido lugar durante una sesión con el psiquiatra o en el secreto del confesionario.

Lo que oía no resultaba demasiado extraordinario. Louise no era María Cayetana, duquesa de Alba, y yo tampoco era Francisco José de Goya y Lucientes.

Me imaginaba cuál era su pasado, y mis hipótesis resultaron ser correctas: se trataba de la típica historia de la gran belleza hija de una familia pobre. Cenicienta en el baile de la escuela, graduándose cuando daban las doce campanadas de la medianoche para descubrir que volvía a estar en la cocina. Después llegaron los esfuerzos frenéticos por escapar: participó en un concurso de belleza, intentó ser maniquí y fracasó, tuvo ambiciones de ser actriz y las perdió en cuanto trató de conseguir su primer papel y descubrió que era otra más entre una docena de bellezas intercambiables… Naturalmente, hubo muchos que se ofrecieron a ayudarla, ya fuese como agentes, empresarios teatrales o, pura y simplemente, como chulos; y todos ellos esperaban una retribución en especie a cambio de sus servicios. Louise era demasiado lista para aceptar tales ofertas, lo cual hablaba en su favor. Aún tenía esperanzas de encontrar a un príncipe azul. Pero, en vez de a un príncipe azul, acabó conociendo a un Minotauro.

Una noche la llevaron a una fiesta donde conocería a «gente importante». Una de esas personas importantes resultó ser Carlos Santiago, y antes de que la velada hubiese terminado, Santiago ya le había dejado bien claro cuáles eran sus intenciones.

Louise tuvo el suficiente sentido común para rechazar la salida más obvia, y cuando Santiago intentó usar la fuerza para imponer su voluntad, le clavó las uñas en la cara. Al parecer, la huella dejada por ese acto no se limitó a lo meramente físico, y al día siguiente empezaron a llegarle flores. En cuanto Santiago pasó a los brazaletes y los pendientes estuvo claro que el anillo de boda no tardaría en llegar.

Cenicienta acabó casándose con el Minotauro y descubrió que no le gustaba vivir en el laberinto. El toro mugía y bufaba pero a la hora de la verdad se comportaba como un mero cabestro.

Todo eso y muchas cosas más acabaron saliendo a la luz poco a poco durante nuestras sesiones. Y, naturalmente, acabaron llevando a la conclusión lógica.

Le puse los cuernos al toro.

¿Que si tengo alguna justificación? Esas cosas no guardan ninguna relación con la moral. En cualquier caso, Louise no sentía ningún escrúpulo de conciencia. Se había vendido al mejor postor y no había hecho un buen negocio; en cuanto a mí, ni la condenaba ni la absolvía. Cenicienta había querido salir de la cocina y había utilizado el camino más obvio. Le faltaba el equipo intelectual necesario para encontrar otro camino, y en nuestra sociedad —por mucho que el movimiento de liberación femenina lo niegue enérgicamente—, la Bella suele acabar formando pareja con la Bestia. A veces se trata de una Bestia joven que sólo puede ofrecer un estado de celo perpetuo; pero es mucho más común que se trate de una Bestia ya mayor que ofrece una posición social y cierta seguridad a cambio de algún que otro acto de acoplamiento sexual. Sin embargo, hasta eso le había sido negado a Louise; su Bestia era un toro viejo cuyos bufidos y pataleos ya no podía aguantar por más tiempo. Conocerme había intensificado una necesidad natural; fue un caso de lujuria a primera vista.

En cuanto a mí, no tardé en darme cuenta de que tras la impecable fachada del cuerpo y la cara no había más que una niña vanidosa y llena de codicia. Louise había creado a Cenicienta gracias a los trajes, el peluquero y los cosméticos; yo había perpetuado ese engaño utilizando mis pigmentos. Quien se retorcía y jadeaba en mis brazos no era Cenicienta. Pero conocer la verdad no me servía de nada. Me había enamorado de la fregona.

Teníamos poco tiempo y no lo malgastamos declarándonos nuestro amor o tomando decisiones sobre el futuro. Las tardes acabaron prolongándose y convirtiéndose en noches, y dábamos la bienvenida a cada nuevo anochecer, alegrándonos de que sirviera para ocultarnos.

La áspera luz del día tardó muy poco en llegar. Carlos Santiago regresó el dieciocho de diciembre, una semana antes de Navidad, y a la tarde siguiente Louise y yo nos encontramos para la última sesión en aquel cuartito inundado de sol.

Louise estuvo muy callada mientras yo aplicaba los últimos retoques al retrato: unos pocos reflejos más en la aureola de sus cabellos, y una leve suavización del fuego salvaje que ardía en aquellos ojos color avellana salpicados de manchitas verde esmeralda.

—¿Falta poco? —murmuró.

—Ya casi está.

—Entonces se acabó.

No movió ni un músculo, pero le temblaba la voz.

Lancé una rápida mirada de soslayo al umbral y bajé la voz hasta convertirla en un cauteloso susurro.

—¿Lo sabe?

—Claro que no.

—La doncella…

—Tú siempre te marchas al acabar la sesión. Jamás ha sospechado que volvías en cuanto ella se había ido a su casa para pasar la noche.

—Entonces no corremos ningún peligro.

—¿Es todo cuanto tienes que decir?

Había subido el tono de voz y le hice una seña de advertencia.

—Por favor… Baja la cabeza un poquito… Así, eso es.

Dejé el pincel sobre la paleta y retrocedí un par de pasos. Louise alzó los ojos hacia mí.

—¿Puedo verlo?

—Sí.

Se puso en pie y vino hacia mí. Contempló el retrato en silencio durante unos cuantos segundos, y en sus ojos había un leve brillo de inquietud.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿No te gusta?

—Oh, sí…, es maravilloso.

—Entonces, ¿por qué estás tan triste?

—Porque está terminado.

—Todo se acaba —dije yo.

—¿Y tiene que ser así? —murmuró ella—. ¿Tiene que ser así?

—El señor Brandon tiene razón.

Carlos Santiago estaba de pie en el umbral, asintiendo con la cabeza.

—Aunque, de hecho, ya lo había terminado hace tiempo —dijo.

Parpadeé.

—¿Cómo lo sabe?

—Todo hombre debe saber lo que ocurre en su propia casa.

—¿Quieres decir que viste el retrato? —Louise frunció el ceño—. Pero cuando hablaste con el señor Brandon le diste tu palabra de que…

—Le pido disculpas. —Santiago me sonrió—. Necesitaba tener la seguridad de que sabía lo que estaba haciendo.

Me obligué a devolverle la sonrisa.

—Y ahora, ¿está satisfecho?

—Desde luego. —Contempló el retrato—. Una obra magnífica. Creo que ha sabido captar la expresión de mi esposa durante sus momentos de máxima felicidad. Ojalá yo fuera capaz de conseguir que su rostro se iluminara con una sonrisa semejante…

¿Qué había en su voz? ¿Un tono burlón, o un mero eco de mi culpa?

—El cuadro no podrá ser tocado hasta dentro de varias semanas —le dije—. La pintura debe secarse. Después le daré una capa de barniz y podremos escoger el marco adecuado.

—Naturalmente —dijo Santiago—. Pero antes… —Se sacó un cheque del bolsillo y me lo entregó—. Aquí tiene. La suma prometida.

—Es usted muy amable.

—Oh, soy un hombre amable y considerado.

La doncella entró en la habitación llevando una bandeja sobre la que había una botella de coñac y copas balón. Santiago se volvió hacia ella.

La puso sobre una mesita y se retiró. Santiago llenó tres copas.

—Como ve, llevaba tiempo esperando este momento. —Le ofreció una copa a Louise y otra a mí y alzó la suya en un brindis—. Por usted, señor Brandon. Aprecio su gran talento y también aprecio su sabiduría, que es todavía mayor que su talento.

—¿Su sabiduría? —Louise le lanzó una mirada de perplejidad.

—Exactamente. —Santiago asintió con la cabeza—. No entiendo de arte pero sé que un proyecto como éste puede ser peligroso.

—No comprendo.

—Siempre está la tentación de exagerar, de ir más allá de lo conveniente… Pero el señor Brandon sabe cuándo ha de parar. Ha demostrado poseer…, ¿cómo lo diría? Sí, ha demostrado poseer una gran conciencia artística. Brindemos por su decisión.

Santiago se tomó un buen trago de coñac. Louise apenas bebió un sorbito y yo la imité. Volví a preguntarme si estaría enterado de lo nuestro.

—No sabe la importancia que tiene este momento para mí —prosiguió Santiago—. Estar aquí, en esta casa, con el retrato de la mujer a la que amo…, es el sueño de un muchacho pobre convertido en realidad.

—Pero no siempre fuiste pobre —dijo Louise—. Tú mismo me has contado que tu padre era rico.

—Lo era. —Santiago tomó otro trago de coñac—. Pasé mi infancia rodeado de lujos; hasta que mi padre murió no me faltó de nada. Pero a su muerte mi hermano mayor heredó la estancia y yo me marché de casa para abrirme camino en el mundo. Quizá fuese lo mejor, pues el pasado encierra muchas cosas que es mejor olvidar. Pero he oído historias que… —Me sonrió—. Hay una que creo que puede interesarle. Unos años después de que me marchara la esposa de mi hermano murió de parto. Naturalmente, él volvió a casarse, pero nadie podría haber previsto su elección: se casó con una joven de familia pobre, una joven sin educación y sin cultura…, supongo que se dejó fascinar por su juventud y su belleza.

Me pregunté si la mirada de soslayo que le lanzó a Louise encerraría algún significado oculto o si todo sería cosa de mi imaginación. Un instante después los ojos de Santiago volvían a estar clavados en mi rostro.

—A diferencia de su primera esposa, la joven no quedó embarazada, y mi hermano empezó a preocuparse. Quiso asegurarse de que no era por culpa suya y se acostó con varias criadas de la estancia, engendrando unos cuantos hijos. Pero mi hermano no se encaró con su esposa para reprocharle el que no pudiese darle hijos; prefirió llamar a un médico. El examen no dio ningún resultado concluyente, pero mientras lo llevaba a cabo, el médico hizo un descubrimiento inesperado: la esposa de mi hermano mostraba los primeros síntomas de una enfermedad ocular bastante rara, una enfermedad que podía acabar dejándola ciega.

»El médico dijo que lo mejor era operarla en seguida, pero la joven tenía miedo de perder la vista a causa de la operación. Tan grande era su miedo que le pidió a mi hermano que jurase por la Santísima Virgen que, pasara lo que pasara, no permitiría que nadie le hiciera nada en los ojos.

—¡Pobre mujer! —Louise intentó contener un escalofrío—. ¿Y qué pasó?

—Naturalmente, en cuanto se enteró de lo que le ocurría a su esposa, mi hermano se abstuvo de ejercer sus prerrogativas conyugales. Según el médico, aún había posibilidades de que quedase embarazada, y en tal caso quizá le transmitiera la enfermedad al bebé. Dado que mi hermano no tenía ningún deseo de traer al mundo un ser que podía estar condenado a tal sufrimiento, decidió buscar sus placeres en otro sitio. Nunca se quejó ante ella de las incomodidades y molestias que eso le ocasionaba. Tenía la paciencia de un santo… Lo más lógico habría sido esperar que su esposa le agradeciera semejante muestra de consideración, pero es propio de la naturaleza femenina no entender tales cosas.

Santiago tomó otro sorbo de su copa.

—Horrorizado, mi hermano descubrió que su mujer se había buscado un amante, un joven que trabajaba como jardinero en la estancia. La traición tuvo lugar mientras él estaba fuera; ahora pasaba mucho tiempo en Buenos Aires, adonde tenía que ir por asuntos de negocios y para buscar el consuelo ofrecido por una amante compasiva que sí sabía comprenderle.

»Cuando le informaron del escándalo, al principio se negó a creerlo, pero pasadas unas semanas tuvo la prueba irrefutable ante sus ojos: su mujer estaba embarazada.

—¿Se divorció de ella? —murmuró Louise.

Santiago se encogió de hombros.

—Imposible. Mi hermano era un hombre muy religioso. Pero, naturalmente, tenía que acallar las murmuraciones. Necesitaba acabar con los guiños salaces e impedir que la gente se riera de él a sus espaldas… Su reputación y su mismísimo honor estaban en juego.

Decidí aprovechar la pausa que siguió a esas palabras para interrumpirle.

—Deje que termine la historia por usted —dije—. Sabiendo que su esposa temía quedarse ciega, insistió hasta convencerla de que debía operarse y sobornó al cirujano para que la dejara ciega.

Santiago meneó la cabeza.

—Ha olvidado una cosa… Él le juró a la pobrecita que no permitiría que nadie tocase sus ojos.

—¿Qué hizo? —preguntó Louise.

—Le cosió los párpados. —Santiago movió la cabeza—. No llegó a tocarle los ojos ni una sola vez… Le cosió los párpados con tripa de gato y la encerró en una casita con una sirvienta para que atendiera a sus necesidades.

—¡Qué horror! —murmuró Louise.

—Estoy seguro de que mi hermano sufrió mucho —dijo Santiago—. Pero la misericordia divina hizo que no sufriera durante mucho tiempo. Una noche en que la sirvienta estaba fuera, el dormitorio de su esposa se incendió. Nadie sabe cómo pudo empezar el fuego…, quizá tiró alguna vela. Por desgracia, la puerta estaba cerrada y la sirvienta tenía la única llave. Fue una gran tragedia.

Me sentí incapaz de mirar a Louise, pero tenía que encararme con él.

—¿Y su amante? —le pregunté.

—Huyó a la pampa para salvar su vida. Mi hermano le persiguió con los perros, le encontró y le administró el castigo adecuado.

—¿Y en qué consistía ese castigo?

Santiago levantó su copa.

—El joven fue desnudado y atado a un árbol. Le cubrieron los genitales con miel silvestre. ¿Ha oído hablar de las hormigas de fuego, amigo? En aquella zona abundan mucho…, y son capaces de devorar cualquier cosa con sólo que huela a miel.

Louise emitió una exclamación ahogada, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.

Santiago se acabó el coñac.

—Parece que mi relato la ha trastornado —dijo—. No era mi intención…

—¿Y cuál era su intención? —Sostuve la mirada del hombre toro—. Su historia no ha conseguido ponerme nervioso. No estamos en la jungla y usted no es su hermano.

Santiago sonrió.

—No tengo ningún hermano —dijo.

Conduje a través del crepúsculo. Las luces de los adornos navideños del bulevar Hollywood cubrían las farolas y formaban arcos sobre mi cabeza. El brillo de las luces no lograba disimular del todo la suciedad de las fachadas y no eliminaba las sombras que se movían ante ellas. El crepúsculo hacía señas a esas sombras para que salieran de sus escondites; ninguna fiesta podía poner fin al perpetuo desfile de chulos y camellos, putas y pervertidos, vagabundos y chaperos. La Navidad estaba cerca, mas para ese tipo de personas los ruidosos villancicos grabados en cinta encerraban muy pocas promesas, y para mí no encerraban ninguna.

El plantarle cara a Santiago no había resuelto nada. La verdad era que me había limitado a un pequeño desafío simbólico y luego había salido corriendo para dejar que Louise se enfrentara a la música que sonaría a continuación.

Santiago no nos había obsequiado con una melodía muy agradable, y ahora que Louise se había quedado sola, podría descargar toda su furia sobre ella. ¿Sospecharía realmente de nosotros? ¿Qué parte de la verdad conocía, y qué era lo que ignoraba? ¿Y qué haría?

Hubo un momento en que estuve dispuesto a dar la vuelta y presentarme en su casa. Pero ¿qué haría cuando llegara? ¿Mantenerle a raya con el gato del coche mientras Louise hacía su equipaje? ¿Y si no quería marcharse conmigo? ¿La amaba lo suficiente para obligarla a tomar una decisión?

Seguí adelante, pero las preguntas me persiguieron durante todo el trayecto de vuelta a casa.

Cuando entré en mi apartamento el teléfono estaba sonando. Levanté el auricular con mano algo temblorosa y mi voz tampoco sonó demasiado firme.

—¿Sí?

—Querido, llevaba mucho rato intentando hablar contigo…

—¿Qué ocurre?

—Nada. Se ha ido.

—¿Que se ha ido?

—Por favor…, te lo contaré todo en cuanto te vea, pero date prisa.

Eso hice.

Aparqué mi coche en la calzada vacía, Louise y yo nos abrazamos el uno al otro en la oscuridad del vestíbulo, acabamos sentándonos en el sofá que había delante de la chimenea…, y entonces Louise dejó caer su bomba.

—Voy a conseguir el divorcio —dijo.

—¿El divorcio?

—En cuanto te marchaste vino a mi habitación. Dijo que quería pedirme disculpas por haberme asustado de esa forma, pero en realidad venía por otra razón. Lo que deseaba era contarme cómo había logrado que salieras corriendo gracias a esa historia que se inventó.

—¿Y tú le creíste?

—¡Claro que no, querido! Le dije que era un mentiroso. Le dije que tú no tenías ninguna razón para asustarte y que él no tenía ningún derecho a humillarme. Le dije que estaba harta de escuchar esas horribles historias que se inventaba y que me marchaba. Eso le borró la sonrisa de los labios. Tendrías que haberle visto…, ¡parecía que acabaran de darle un garrotazo!

No dije nada porque no le había visto. Pero ahora estaba viendo a Louise. No veía a la etérea Cenicienta del retrato ni tampoco a la fregona…, me encontraba delante de otra mujer totalmente distinta; una mujer de ojos salvajes y voz áspera dominada por una furia implacable.

Santiago debió de ver todo lo que yo veía ahora y mucho más. Gritó y protestó…, pero acabó suplicando. Y cuando intentó abrazarla las cosas volvieron al principio. Louise volvió a clavarle las uñas en la cara, pero esta vez como despedida definitiva. Y fue él quien se marchó, confuso y tembloroso, sin tomarse el tiempo necesario ni para recoger una bolsa de viaje.

—¿Te dijo que accedería al divorcio? —le pregunté.

Louise se encogió de hombros.

—Oh, me dijo que se opondría, pero eso no son más que palabras. Le advertí que si intentaba llevar el caso a los tribunales lo contaría todo…, los celos, las borracheras, todo. Subiría al estrado de los testigos dispuesta a no callarme nada…, hasta el que no se le levantaba. —Se rió—. No te preocupes. Conozco a Carlos. Haría cualquier cosa por evitar ese tipo de publicidad.

—¿Y dónde está ahora?

—Ni lo sé ni me importa. —Sus ojos parecían echar llamas, y su voz apasionada resonó roncamente junto a mi oído—. Tú estás aquí —murmuró.

Y cuando su boca se encontró con la mía sentí el poder de esa furia suya.

Me marché por la mañana antes de que llegara la doncella, tal como había hecho siempre, aunque Louise quería que me quedase.

—¿Es que no lo entiendes? —le dije—. Si quieres que no se oponga al divorcio no puedes permitirte el lujo de tenerme aquí.

Dirk Otjens me recomendó a un abogado llamado Bernie Prager; Louise fue a visitarle y Prager accedió a ocuparse del caso. Le dijo que no debía dejarse ver acompañada de ningún hombre, tanto en público como en privado, a menos que hubiera una tercera persona presente.

Louise me informó de todo eso por teléfono.

—Creo que no podré soportarlo, querido… No verte…

—¿Sigues conservando a la doncella?

—¿Josefina? Sigue viniendo cada día, como de costumbre.

—Bueno, entonces yo también puedo ir. Mientras la tengamos allí no habrá problema. Me dedicaré a hacerle unos cuantos retoques más al retrato por las tardes.

—Y por las noches…

—Las noches podrían hacer que todo se fuera al cuerno —dije yo—. Lo más probable es que Santiago haya contratado a alguien para que te vigile.

—Imposible.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Prager no es tonto. Está acostumbrado a encargarse de divorcios difíciles y sabe que si consigue un buen acuerdo eso significará una considerable suma de dinero para su bolsillo. —Louise se rió—. Verás, Prager tiene en nómina a unos cuantos detectives privados, así que es Carlos quien se encuentra sometido a vigilancia.

—¿Dónde está tu esposo?

—Pasó la noche en el Club Atlético de Sepúlveda y esta mañana fue a su despacho…, todo sigue como siempre.

—Supón que haya contratado a un detective privado por teléfono.

—Las líneas de su despacho y la de su habitación ya están intervenidas.

Ya te he dicho que Prager no es tonto.

—Por lo que cuentas, parece que todo eso va a salir bastante caro, ¿no?

—¿A quién le importa? Querido, ¿es que no lo entiendes? Carlos tiene tanto dinero que le sale por las orejas, y puedo asegurarte que vamos a exprimirle. Cuando todo esto haya terminado tendré dinero suficiente para el resto de mi vida. Los dos tendremos dinero suficiente hasta que nos muramos. —Volvió a reírse.

Yo no compartía su alegría. De acuerdo, Carlos Santiago no era lo que se dice un hombre maravilloso. Quizá se merecía que le pusiesen cuernos y perder a Louise. Pero lo de sacarle el dinero amenazándole con irse de la lengua…

Y si decidía tomar parte en aquello, ¿qué sería de mi vida? Pensé en lo que ocurriría después del divorcio. Se acabó el pintar y el andar a la caza de encargos. Ya podía verme al lado de Louise, compartiendo su vida de opulencia, la gran casa, los cochazos, los viajes, el lujo y el no hacer nada. Y, sin embargo, cuando tracé ese retrato mental de mi futuro, mi ojo de artista vio que contenía una sombra: la sombra de uno de esos chulos que vagan por el bulevar Hollywood…

No era una imagen muy agradable.

Pero cuando entré en la sala donde me esperaba Louise, la sombra se desvaneció bajo la luz de su alegría.

—¡Tengo noticias maravillosas, querido! —me dijo a modo de saludo—. Carlos se ha ido.

—Ya me lo habías dicho…

Meneó la cabeza.

—No, quiero decir que se ha marchado de la ciudad —me explicó—. Uno de los hombres de Prager acaba de darme su informe. Llamó por teléfono haciendo una reserva para el vuelo del mediodía a Nueva Orleans. Uno de sus petroleros va a atracar allí y tiene que supervisar la descarga. No volverá hasta bastante después de las fiestas.

—¿Estás absolutamente segura?

—Prager envió a uno de sus hombres al aeropuerto. Vio como Carlos se marchaba en su avión, y están pasándole todas las llamadas a la sucursal de Nueva Orleans. —Me abrazó—. ¿No es maravilloso? Ahora podemos pasar la Navidad juntos. —Su voz se volvió un poco más suave y sus ojos perdieron parte de su dureza habitual—. Es lo que más he echado de menos… Una auténtica Navidad al viejo estilo, con un árbol y todo lo demás.

—Pero ¿tú y Carlos no…?

Louise meneó la cabeza.

—Siempre surgía algo en el último momento, como este viaje a Nueva Orleans. Si no nos hubiéramos separado, ahora estaría con él a bordo de ese avión. ¿Has celebrado alguna vez la Navidad en Kuwait? Ahí es donde estuvimos el año pasado, comiendo curry de cordero con un jefe de puerto gordo y grasiento. Carlos me prometió que se habían acabado los viajes de negocios durante las fiestas; este año íbamos a quedarnos en casa y tener una auténtica Navidad. Como ves, no ha sabido ser fiel a su promesa.

—Sé razonable —dije yo—. ¿Qué esperabas que hiciera, dadas las circunstancias?

—Oh, aunque nada de esto hubiera ocurrido te aseguro que habría encontrado alguna excusa. —Tanto sus ojos como su voz habían recobrado la dureza de antes—. Me llevaría de un lado a otro para poder lucirme ante sus amistades del mundo de los negocios… «Mira lo que tengo. Soberbia, ¿eh? ¿Ves lo bien que la visto y cómo la cubro de joyas?». Oh, sí, nada es demasiado bueno para Carlos Santiago…, ¡él siempre compra lo mejor!

Y, de repente, aquellos ojos ardientes se llenaron de lágrimas y la voz estridente se convirtió en un sollozo ahogado.

La abracé.

—Bueno, bueno… —le dije—. Arréglate el maquillaje y coge tus cosas.

—¿Adónde vamos?

—De compras. Vamos a comprar adornos navideños… y el árbol más grande de toda la ciudad.

Si han ido alguna vez de compras navideñas con un niño quizá puedan comprender cómo fueron los días siguientes. Escogimos nuestros adornos en las grandes tiendas de Wiltshire; igual que el bulevar Hollywood, aquella calle también estaba muy engalanada y vibraba al son de los villancicos. Pero allí la música no parecía mecánica, los oropeles no escondían ninguna miseria humana y no había sombras que pudieran apagar el brillo que encendía los ojos de Louise. Para ella todo era realidad; cada día volvía a convertirse en una niña nerviosa e impaciente.

De noche también estaba impaciente, pero entonces ya no era una niña. El contraste resultaba muy excitante, y cada estado anímico tenía sus propios tesoros ocultos.

Todos salvo uno.

Ocurrió a última hora de la tarde del día veintitrés, cuando nos trajeron el árbol. El recadero lo llevó al cuarto donde había pintado el retrato, lo puso sobre un soporte especial y en cuanto se hubo marchado pasamos un rato contemplándolo mientras anochecía.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—No lo sé. Algo anda mal… Siento como si hubiera alguien vigilándonos.

—Claro. —Señalé el lienzo colocado en el caballete del rincón—. Tu retrato.

—No, no se trata de eso. —Alzó los ojos hacia mí—. Cariño, estoy asustada. Supón que Carlos decide volver…

—Hace una hora telefoneé a Prager. Tiene transcripciones de todas las llamadas recibidas por tu esposo hasta el mediodía de hoy. Carlos llamo a su secretaria desde Nueva Orleans y dijo que volvería el día veintisiete.

—Supón que vuelve sin avisar a su despacho.

—Si lo hace nos enteraremos… Prager tiene vigilado el aeropuerto, por si acaso. —La besé—. Y ahora, deja de preocuparte. No hay motivo para que te pongas paranoica.

—Paranoica… —Sentí como volvía a estremecerse—. Aquí no hay más paranoico que Carlos. Recuerda esa historia horrible que nos contó.

—Pero no era más que una historia. No tiene ningún hermano.

—Creo que lo que nos contó era cierto. Él hizo todas esas cosas.

—Eso es lo que quería que creyéramos. Fue un farol y no le salió bien. Y no vamos a permitir que nos estropee la Navidad.

—De acuerdo —asintió Louise, y su rostro volvió a recuperar la alegría—. ¿Cuándo adornaremos el árbol?

—En Nochebuena —dije yo.

Al día siguiente me marché bastante tarde —era casi mediodía—, y Josefina ya estaba preparándose para partir. Dijo que debía hacer algunas compras de última hora para su familia.

Yo también tenía que hacerlas.

—¿Cuándo volverás? —me preguntó Louise.

—Dentro de unas horas.

—Llévame contigo.

—No puedo…, es una sorpresa.

—Pues entonces prométeme que volverás lo más pronto posible, cariño. —Le brillaban los ojos—. Tengo muchas ganas de adornar el árbol.

—Volveré lo más pronto posible.

Pero «pronto» es un término relativo, y cuando uno tiene que encontrar aparcamiento y hacer compras el día antes de Navidad, lo más probable es que acabe convirtiéndose en «tarde».

Tenía una idea muy exacta de lo que andaba buscando, pero la pequeña joyería donde logré hallarlo, después de dar muchas vueltas, ya estaba a punto de cerrar.

Nunca había comprado un anillo de compromiso y no sabía si Louise aprobaría mi elección. La piedra estaba muy bien tallada y la montura era bonita, pero comparada con los diamantes que Santiago le había regalado, la verdad es que parecía bastante insignificante. Aun así, la gente siempre dice que lo importante es la intención, ¿no? Esperaba que Louise pensara lo mismo.

Cuando salí de la joyería la calle ya estaba llena de luces y el crepúsculo se había convertido en noche. Antes de volver al coche busqué una cabina telefónica y llamé a la oficina de Prager.

No obtuve respuesta.

Debí haberme imaginado que no encontraría a nadie…, aun suponiendo que hubieran celebrado una pequeña fiesta navideña, ya haría rato que habría terminado. Quizá pudiera encontrarle en su casa. Por otra parte, ¿para qué molestarse? Si tuviera alguna novedad, Prager ya habría llamado a Louise.

El auténtico problema al que me enfrentaba era abrirme paso por las calles, llegar al aparcamiento, sacar el coche y soportar el tormento de los continuos atascos de tráfico.

Coros celestiales brotaban de los altavoces.

Y los ángeles cantando están,gloria a Dios, gloria al Rey celestial.

El estrépito de las bocinas rompía la paz de la noche; mis compañeros de atasco no tenían ganas de cantar, y a juzgar por cómo le daban a la bocina no parecía haber muchos ángeles entre ellos.

Logré llegar hasta Beverly Drive y empecé a avanzar lentamente hacia Coldwater Canyon, encontrándome con un nuevo atasco; los coches se movían tan despacio como si fueran tortugas, parachoques pegado a parachoques. Tendría que haber llamado a Louise desde aquella cabina telefónica para decirle que no se preocupase. Ahora era demasiado tarde; estaba en una zona residencial donde no había cabinas. Además, pronto llegaría a casa.

A casa.

Torcí hacia el sendero que subía por la colina y pensé en lo extrañas que me resultaban aquellas palabras. Aquella mansión se había convertido en mi casa, o no tardaría en serlo. Mejor dicho, sería nuestra casa… Nuestra casa, nuestros coches, nuestro dinero, tanto de Louise como mío…

«Nada de esto te pertenece. Todo es suyo: su casa, su dinero, su esposa… Eres un ladrón. Le has robado el honor, le has robado la vida…»

Meneó la cabeza.

«Qué estupidez. Eso es lo que diría Santiago. Él sí que está loco…»

Recordé la expresión que había en el rostro del hombre toro cuando me contó la historia de su hermano, el cómo le traicionaron y su forma de vengarse… ¿Estaría hablando de sí mismo? En tal caso, tenía que estar loco.

Y aunque sólo fuera una fantasía, su lógica retorcida no hacía sino enfatizar todavía más el que todo era fruto de la astucia de un loco. Haber jurado que no permitiría que se quedara ciega, prometer que no dejaría que nadie le tocara los ojos y haberle cosido los párpados…, una mente capaz de concebir tal idea era capaz de cualquier cosa.

Pisé el acelerador; el coche salió disparado hacia adelante, patinando en cada curva. Agarré el volante con manos repentinamente sudorosas y subí por la colina, dejando atrás las grandes mansiones con sus adornos navideños y las luces de los árboles haciéndome guiños desde las ventanas.

La casa de la cima estaba a oscuras…, pero cuando vi el Ferrari aparcado delante de la puerta comprendí lo que había ocurrido.

Frené bruscamente, deteniéndome a unos centímetros de su parachoques, y corrí hacia la puerta principal. Louise me había dado un duplicado de la llave y mis temblorosos dedos lucharon por meterla en la cerradura.

La puerta se abrió; todo estaba a oscuras. Avancé por el pasillo buscando la arcada de la izquierda.

—¡Louise! —grité—. Louise, ¿dónde estás?

Silencio.

O casi.

Cuando entré en la sala, oí el sonido de una respiración jadeante que venía del sillón colocado junto a la chimenea.

Mi mano fue hacia el interruptor de la luz.

—No encienda la luz.

La voz era algo pastosa, pero la reconocí.

—Santiago, ¿qué está haciendo aquí?

—Esperarle, amigo.

—Pero yo pensaba que…

—¿Que me había ido? Louise pensaba lo mismo. —Una risita se abrió paso por entre la oscuridad.

Di un paso hacia adelante. Volví a oír aquella voz pastosa y olí la vaharada de licor que brotó de sus labios.

—Verá, sabía que los teléfonos estaban intervenidos y que había detectives vigilándome, así que decidí volver siguiendo una ruta diferente: cogí un avión en Denver. Los detectives del aeropuerto no vigilaban los vuelos que llegaban de allí. Quería sorprender a Louise…, pero fue ella quien me dio la sorpresa.

—¿Cuándo ha llegado? —le pregunté.

—Después de que se fuera la doncella. Pudimos estar a solas sin que nadie nos molestara.

—¿Qué le ha dicho Louise?

—La verdad, amigo. Ya lo sospechaba, claro está, pero no podía estar seguro hasta que ella confesara. No importa, pues ya hemos arreglado nuestras diferencias.

—¿Dónde está Louise? Dígame dónde está…

—Pues claro que se lo diré. Voy a ser franco con usted, igual que ella lo fue conmigo. Me lo ha contado todo…, lo mucho que le amaba, lo que pensaban hacer juntos…, hasta me habló de ese estúpido capricho suyo, lo de adornar el árbol del cuartito. Ah, sus palabras habrían sido capaces de ablandar hasta a un corazón de piedra, amigo. No pude resistirme.

—Si le ha hecho daño…

—Le concedí su deseo. Está en el cuartito.

Santiago volvió a reírse y la risa terminó en un ataque de tos.

Pero yo había dejado de prestarle atención; corrí hacia la puerta del cuartito y la abrí de un manotazo.

Las guirnaldas de luces que cubrían el árbol me permitieron no tropezar con el machete tirado en el suelo. Alcé los ojos hacia el caballete del rincón, esperando ver el cuadro hecho pedazos. Pero el retrato de Louise estaba intacto.

Me obligué a bajar la vista hacia el suelo, temiendo encontrar algo horrible, y lancé un suspiro de alivio. En el suelo no había nada, sólo el machete.

Me agaché para recogerlo y vi las manchas que cubrían el oxidado metal de la hoja…, vi las manchas rojizas y las gotitas que se iban deslizando lentamente hacia el suelo.

Durante una fracción de segundo creí oír el sonido que hacían al chocar contra el suelo, pero en seguida comprendí que eran demasiado pequeñas, y que no podían ser la fuente de aquel lento gotear, que venía de…

Supongo que Santiago debió de pegarse el tiro en ese mismo instante, pero lo que me hizo gritar no fue el estampido del arma.

Contemplé el árbol de Navidad y las guirnaldas de luces parpadeantes esparcidas sobre sus grandes ramas, que se encendían y se apagaban alegremente, y los extraños adornos colocados entre las verdes agujas del abeto. Lo contemplé y grité, porque el loco me había dicho la verdad.

Louise estaba ante mí, sirviéndole de adorno al árbol de Navidad.


FIN


  • Autor: Robert Bloch

  • Título: Nochebuena

  • Título Original: The Night Before Christmas

  • Publicado en: Dark Forces (1980)

  • Traducción: Albert Solé

 
 
 

Actualizado: 24 may




Desde allá

Emilia Pardo Bazán


Don Javier de Campuzano iba acercándose a la muerte, y la veía llegar sin temor; arrepentido de sus culpas, confiaba en la misericordia de Aquél que murió por tenerla de todos los hombres. Sólo una inquietud le acuciaba algunas noches, de ésas en que el insomnio fatiga a los viejos. Pensaba que, faltando él, entre sus dos hijos y únicos herederos nacerían disensiones, acerbas pugnas y litigios por cuestión de hacienda. Era don Javier muy acaudalado propietario, muy pudiente señor, pero no ignoraba que las batallas más reñidas por dinero las traban siempre los ricos. Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar sus aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largo tiempo con su hermano mayor; pleito intrincado, encarnizado, interminable, que empezó entibiando el cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento. El pecado de desear a su hermano toda especie de males, de haberle injuriado y difamado, y hasta —¡tremenda memoria!— de haberle esperado una noche en las umbrías de un robledal con objeto de retarle a espantosa lucha, era el peso que por muchos años tuvo sobre su conciencia don Javier. Con la intención había sido fratricida, y temblaba al imaginar que sus hijos, a quienes amaba tiernamente, llegasen a detestarse por un puñado de oro. La Naturaleza había dado a don Javier elocuente ejemplo y severa lección: sus dos hijos, varón y hembra, eran mellizos; al reunirlos desde su origen en un mismo vientre, al enviarlos al mundo a la misma hora, Dios les había mandado imperativamente que se amasen; y herida desde su nacimiento la imaginación de don Javier, sólo cavilaba en que dos gotas de sangre de las mismas venas, cuajadas a un tiempo en un seno de mujer, podían, sin embargo, aborrecerse hasta el crimen. Para evitar que celos de la ternura paternal engendrasen el odio, don Javier dio a su hijo la carrera militar y le tuvo casi siempre apartado de sí; sólo cuando conoció que la vejez y los achaques le empujaban a la tumba, llamó a José María y permitió que sus cuidados filiales alternasen con los de María Josefa. A fuerza de reflexiones, el viejo había formado un propósito, y empezó a cumplirlo llamando aparte a su hija, en gran secreto, y diciéndole con solemnidad:

—Hija mía, antes que llegue tu hermano tengo que enterarte de algo que te importa. Óyeme bien, y no olvides ni una sola de mis palabras. No necesito afirmar que te quiero mucho; pero además tu sexo debe ser protegido de un modo especial y recibir mayor favor. He pensado en mejorarte, sin que nadie te pueda disputar lo que te regalo. Así que yo cierre lo ojos…, así que reces un poco por mí…, te irás al cortijo de Guadeluz, y en la sala baja, donde está aquel arcón muy viejo y muy pesado que dicen es gótico, contarás a tu izquierda, desde la puerta, dieciséis ladrillos —fíjate, dieciséis—, una onza de ladrillos, ¿entiendes?, y levantarás el que hace diecisiete, que tiene como la señal de una cruz, y algunos más alrededor. Bajo los ladrillos verás una piedra y una argolla; la piedra, recibida con argamasa fuerte. Quitarás la argamasa, desquiciarás la piedra y aparecerá un escondrijo, y en él un millón de reales en peluconas y centenes de oro. ¡Son mis ahorros de muchos años! El millón es tuyo, sólo tuyo; a ti te lo dejo en plena propiedad. Y ahora, chitón, y no volvamos a tratar de este asunto. ¡Cuando yo falte…!

María Josefa sonrió dulcemente, agradeció en palabras muy tiernas y aseguró que deseaba no tener jamás ocasión de recoger el cuantioso legado. Llegó José María aquella misma noche, y ambos hermanos, relevándose por turno, velaron a don Javier, que decaía a ojos vistas. No tardó en presentarse el último trance, la hora suprema, y en medio de las crispaciones de una agonía dolorosa, notó María Josefa que el moribundo apretaba su mano de un modo significativo y creyó que los ojos, vidriosos ya, sin luz interior, decían claramente a los suyos: «Acuérdate: dieciséis ladrillos… Un millón de reales en peluconas…».

Los primeros días después del entierro se consagraron, naturalmente, al duelo y a las lágrimas, a los pésames y a las efusiones de tristeza. Los dos hermanos, abatidos y con los párpados rojos, cambiaban pocas palabras, y ninguna que se refiriese a asuntos de interés. Sin embargo, fue preciso abrir el testamento; hubo que conferenciar con escribanos, apoderados y albaceas, y una noche en que José María y María Josefa se encontraron solos en el vasto salón de recibir, y la luz desfallecida del quinqué hacía, al parecer, visibles las tinieblas, la hermana se aproximó al hermano, le tocó en el hombro y murmuró tímidamente, en voz muy queda:

—José María, he de decirte una cosa…, una cosa rara…, de papá.

—Di, querida… ¿Una cosa rara?

—Sí, verás… Y te admirarás… «Hay» un millón de reales en monedas de oro escondido en el cortijo de Guadeluz.

—No, tonta —exclamó sobrecogido y con súbita vehemencia José María—. No has entendido bien. ¡Ni poco ni mucho! Donde está oculto ese millón es en la dehesa de la Corchada.

—¡Por Dios, Joselillo! Pero si papá me lo explicó divinamente, con pelos y señales… Es en la sala baja; haya que contar dieciséis ladrillos a la izquierda desde la puerta, y al diecisiete está la piedra con argolla que cubre el tesoro.

—¡Te aseguro que te equivocas, mujer! Papá me dio tales pormenores que no cabe dudar. En la dehesa, junto al muro del redil viejo, que ya se abandonó, existe una especie de pilón donde bebía el ganado. Detrás hay una arqueta medio arruinada y al pie de la arqueta, una losa rota por la esquina. Desencajando esa losa se encuentra un nicho de ladrillo, y en él un millón en peluconas y centenes…

—Hijo del alma, pero ¡si es imposible! Créeme a mí. Cuando papá te llamó estaba ya peor, muy en los últimos; quizá la cabeza suya no andaba firme: ¡pobrecillo! Y tengo sus palabras aquí, esculpidas…

—María —declaró José cogiendo la mano de la joven, después de meditar un instante—, lo cierto es que hay dos depósitos y sólo así nos entenderemos. Papá me advirtió que me dejaba ese dinero exclusivamente a mí…

—Y a mí que el de Guadeluz era únicamente mío…

—¡Pobre papá! —murmuró conmovido el oficial—. ¡Qué cosa más extraña! Pues…, si te parece, lo que debe hacerse es ir a Guadeluz primero, y a la Corchada después. Así saldremos de dudas. ¡Qué gracioso sería que no hubiese sino uno!

—Dices bien —confirmó María Josefa triunfante—. Primero a donde yo digo, ¡porque verás cómo allí está el tesoro!

—Y también porque tuviste el acierto de hablar antes, ¿verdad, chiquilla? Has de saber… que yo no te lo decía porque temía afligirte; podías creer que papá te excluía, que me prefería a mí… ¡Qué sé yo! Pensaba sacar el depósito y darte la mitad sin decirte la procedencia. Ahora veo que fui un tonto.

—No, no; tenías razón —repuso María, confusa y apurada—. Soy una parlanchina, una imprudente. Debió prevenírseme eso… Debí buscar el tesoro y hacer como tú, entregártelo sin decir de dónde venía… ¡Qué falta de pesquis!

—Pues yo deploro que te hayas adelantado —contestó sinceramente José, apretando los finos dedos de su hermana.

De allí a pocos días, los mellizos hicieron su excursión a Guadeluz, y encontraron todo puntualmente como lo había anunciado María Josefa. El tesoro se guardaba en un cofrecillo de hierro cerrado; la llave no apareció. Cargaron el cofre, y sin pensar en abrirlo, siguieron el viaje a la Corchada, donde al pie de la derruida arqueta hallaron otra caja de hierro también, de igual peso y volumen que la primera. Lleváronse a casa las dos cajas en una sola maleta, encerráronse de noche y José María, provisto de herramientas de cerrajero, las abrió o, mejor dicho, forzó y destrozó el cierre. Al saltar las tapas brillaron las acumuladas monedas, las hermosas onzas y las doblillas, que los dos hermanos, sin contarlas, uniendo ambos raudales, derramaron sobre la mesa, donde se mezclaron como Pactolos que confunden sus aguas maravillosas. De pronto, María se estremeció.

—En el fondo de mi caja hay un papel.

—Y otro en la mía —observó el hermano.

—Es letra de papá.

—Letra suya es.

—El tuyo, ¿qué dice?

—Aguarda…, acerca la luz…; dice así: «hijo mío: si lees esto a solas, te compadezco y te perdono; si lo lees en compañía de tu hermana, salgo del sepulcro para bendecirte…».

—El sentido del mío es idéntico —exclamó después de un instante, sollozando y riendo a la vez, María Josefa.

Los mellizos soltaron los papeles, y, por encima del montón de oro, pisando monedas esparcidas en la alfombra, se tendieron los brazos y estuvieron abrazados buen trecho.


FIN


  • Autor: Emilia Pardo Bazán

  • Título: Desde allá

  • Publicado en: Blanco y Negro, núm. 338, 1897

 
 
 
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