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Lecturas




Fantasmas de Navidad

Charles Dickens


Me gusta volver a casa por Navidad. A todos nos pasa, o al menos así debería ser. Todos regresamos a casa, o deberíamos hacerlo, para disfrutar de unas breves vacaciones —aunque cuanto más largas sean, mejor— desde el enorme internado en el que nos pasamos el día trabajando en nuestras tablas de aritmética. A todos nos conviene tomarnos un respiro, ésa es la verdad. En cuanto a ir de visita, ¿a qué otro sitio podríamos ir si no? ¡Pues junto al árbol de Navidad, para proclamar nuestros buenos deseos al mundo!

Y así partimos lejos, hacia el invierno, a colocar nuestros anhelos junto al árbol. Nos ponemos en camino, y atravesamos llanuras bajas, parajes brumosos, páramos sumergidos en la niebla; subimos largas colinas enroscadas como cavernas oscuras entre las tupidas plantaciones que casi ocultan las estrellas centelleantes; y así continuamos, por amplias mesetas, hasta detenernos, con un silencio repentino, frente a una avenida. La campana junto a la verja resuena profunda y casi espantosa en el aire helado; los batientes de la verja se abren sobre sus goznes y, a medida que nos dirigimos hacia la gran casa, las luces resplandecientes se agrandan en las ventanas, y las hileras de árboles que hay delante parecen retroceder solemnemente hacia ambos lados para permitirnos el paso. Por un momento, aniquila el silencio la rauda carrera de una liebre que a lo largo de todo el día, por intervalos, se ha dedicado a atravesar el blanco tapete nevado; o el estrépito lejano de una manada de ciervos pisoteando la escarcha endurecida. Si pudiésemos, tal vez veríamos sus ojos vigilando entre los helechos, rutilantes como gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están quietos y todo permanece en calma. De este modo, con las luces que se agrandan y los árboles que se retiran ante nosotros y se reúnen de nuevo tras nuestro paso, llegamos a la casa.

Probablemente flota en todo momento un aroma a castañas asadas y a otras cosas buenas, puesto que estamos narrando historias invernales (o para nuestra vergüenza, historias fantasmales) alrededor de un fuego navideño, y sólo nos levantaremos para acercarnos más a él y calentarnos. Sin embargo, todo esto carece de importancia.


Llegamos a la casa, una vieja mansión coronada por grandes chimeneas en donde arde la leña ante perros viejos que se arriman al hogar y retratos macabros (algunos de ellos con leyendas igualmente macabras) que miran hoscos y desconfiados desde el entablado de roble de las paredes. Somos gentilhombres de mediana edad y compartimos una generosa cena con nuestros anfitriones y sus invitados. Es Navidad y la casa está repleta de gente. Decidimos retirarnos pronto. La nuestra es una habitación muy antigua. Cubierta por tapices. Nos desagrada el retrato de un caballero trajeado de verde, que cuelga sobre la chimenea. Grandes vigas negras recorren la techumbre y se ha dispuesto para alojarnos un gran dosel negro que a los pies se ve sustentado por dos grandes figuras negras que parecen sacadas de sendas tumbas de la vieja iglesia del barón, ubicada en los jardines. A pesar de ello, no somos caballeros supersticiosos y nos da lo mismo. ¡Bien! Despachamos a nuestro sirviente, cerramos la puerta con llave y nos sentamos frente al fuego, enfundados en nuestra bata, a meditar sobre multitud de asuntos. Finalmente nos acostamos. ¡Bueno! No podemos dormir. Nos revolvemos una y otra vez sin poder conciliar el sueño. Los rescoldos del fuego arden relampagueantes y hacen parecer la habitación más fantasmagórica si cabe. No podemos evitar escudriñar, por encima de la colcha, las dos figuras negras que sostienen la cama, y sobre todo ese caballero de verde, dotado de un aspecto tan perverso. Parecen avanzar y retirarse en medio de la luz temblorosa, lo cual, a pesar de que no somos en absoluto hombres supersticiosos, no nos resulta nada agradable. ¡Bueno! Nos vamos poniendo más y más nerviosos. Decimos: «Esto es absurdo, pero lo cierto es que no podemos soportarlo; fingiremos estar enfermos y haremos que acuda alguien en nuestra ayuda». ¡Bueno! Precisamente, estábamos a punto de hacerlo, cuando de repente la puerta se abre y entra una joven de una palidez mortecina y largos cabellos rubios que se desliza junto al fuego y toma asiento en la silla que antes habíamos ocupado, frotándose las manos. En ese momento advertimos que sus ropas están mojadas. Tenemos la lengua adherida al paladar y no somos capaces de articular palabra, pero la observamos con detalle. Su ropa está húmeda; su largo cabello está salpicado de barro; va vestida según la moda de hace doscientos años y lleva en el cinto un manojo de llaves herrumbrosas. ¡Bueno! Ella sigue sentada, sin moverse, y es tal el estado en que nos hallamos que ni siquiera somos capaces de desmayarnos. En ese momento, ella se levanta y empieza a probar sus oxidadas llaves en todas y cada una de las cerraduras del dormitorio sin que ninguna sirva. Entonces fija su mirada en el retrato del caballero de verde y exclama, con una voz grave y terrible: «¡Los ciervos lo saben!». A continuación, vuelve a frotarse las manos, pasa junto a la cama y sale por la puerta. Nos ponemos la bata apresuradamente, echamos mano de las pistolas —sin las que nunca salimos de casa— y nos disponemos a seguir a la muchacha, cuando hallamos la puerta cerrada. Giramos la llave y, al asomarnos al oscuro pasillo, no divisamos a nadie. Deambulamos inútilmente en busca de nuestro sirviente. Recorremos la galería hasta que rompe el día para luego volver a nuestra desolada habitación, caer dormidos y ser despertados por nuestro criado (a él nada le aterroriza), que cuando abre la ventana nos revela un sol resplandeciente. ¡Bien! Tomamos un triste desayuno y todo el mundo nos comenta que parecemos indispuestos. Concluido el desayuno, recorremos la casa con nuestro anfitrión y le conducimos hasta el retrato del caballero de verde y en ese momento todo se aclara. Engañó a una joven ama de llaves, conocida por su extraordinaria belleza, quien se ahogó intencionadamente en un estanque y cuyo cuerpo fue descubierto, pasado ya mucho tiempo, porque los ciervos se negaban a beber de sus aguas. Desde entonces, se rumorea que ella se dedica a deambular por la mansión a medianoche (aunque sobre todo aparece en la habitación del caballero de verde, a fin de no dejar dormir a su inquilino) probando todas las cerraduras con sus llaves oxidadas. ¡Bien! Contamos a nuestro anfitrión cuanto hemos visto y una sombra se cierne sobre su semblante. Nos suplica que guardemos silencio y nosotros obedecemos. Sin embargo, todo lo que hemos contado es cierto y así lo relatamos antes de fallecer (ahora estamos muertos), a muchas personas serias que nos quieren escuchar.

Son innumerables las viejas casas solariegas, con sus pasillos retumbantes, sus sombríos aposentos y sus alas hechizadas que llevan años clausuradas, a través de las cuales podemos divagar, mientras un agradable escalofrío nos recorre la espalda, y toparnos con todo tipo de fantasmas. Aunque —tal vez sea importante recalcarlo— en general éstos se reducen a unos pocos tipos o clases, ya que, debido a la escasa originalidad de los espectros, en su mayoría suelen deambular haciendo rondas previamente fijadas. Resulta habitual también que haya ciertas baldosas de las que sea imposible borrar las manchas de sangre que quedaron en tal o cual habitación o descansillo, y que datan de cuando cierto amo malvado, barón, caballero o gentilhombre se suicidó en aquel mismo lugar. Uno puede raspar y raspar, como hace el dueño actual, o pulir y pulir, tal y como lo hiciera su padre, o frotar y frotar, al igual que hizo su abuelo, o intentar hacerlas desaparecer mediante la acción de diversos ácidos, como hizo el bisabuelo, pero la sangre siempre permanecerá ahí —ni más ni menos pálida—, siempre igual. También ocurre que en otras casas encontramos puertas encantadas, que jamás lograremos mantener abiertas mucho tiempo; o bien, una puerta que no hay manera de cerrar; o bien casas donde suena a deshoras el crujido hechizado de una rueca, o golpes de martillo, o pisadas, o un llanto, o un lamento, o un ruido de cascos de caballo, o el arrastrar de cadenas. Tal vez haya un reloj en su torre que al llegar la medianoche dé trece campanadas coincidiendo con la muerte del cabeza de familia. Llegó a suceder que una tal Lady Mary fue de visita a una casa de campo en las tierras altas escocesas y, sintiéndose fatigada por el largo viaje, se retiró pronto a dormir. Al día siguiente, durante el desayuno, comentó inocentemente:

—¡Me resultó extrañísimo que anoche celebraran una fiesta a una hora tan tardía en un lugar tan remoto como éste, y que no me hablaran de ella!

Cuando todos le preguntaron qué quería decir, Lady Mary respondió:

—¡Pues que ha habido alguien que se ha pasado toda la noche dando vueltas y más vueltas con su carruaje bajo mi ventana!

Entonces, el propietario de la casa se puso lívido, al igual que su señora. Por su parte, Charles Macdoodle —de los Macdoodle de toda la vida— conminó a Lady Mary a no decir ni una palabra más sobre el asunto, y todo el mundo guardó silencio. Después del desayuno, Charles Macdoodle contó a Lady Mary que era tradición en aquella familia que aquel ajetreo de carruajes en el patio presagiase alguna muerte. Así quedó probado cuando, dos meses más tarde, falleció la dueña de la mansión. Lady Mary, quien a la sazón formaba parte de las Damas de Honor de la Corte, contaba a menudo esta historia a la vieja reina Charlotte; y es por esto por lo que el viejo rey se pasaba el día diciendo:

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Fantasmas? ¡Ni mentarlos, ni mentarlos!

Y no dejaba de repetirlo una y otra vez hasta que se retiraba a dormir.

El amigo de una persona a quien la mayoría de nosotros conocemos, cuando era todavía un joven estudiante, tuvo un amigo bastante peculiar con el que había llegado a un pacto de lo más macabro: acordaron que si era cierto que el espíritu de una persona es capaz de volver a este mundo tras haberse separado del cuerpo, aquél de los dos que primero muriese habría de aparecerse al otro.

Transcurrido un tiempo, a nuestro amigo se le había olvidado ya aquel trato; ambos jóvenes habían progresado en la vida y habían tomado caminos divergentes, muy alejados entre sí. Sin embargo, una noche, transcurridos muchos años, encontrándose nuestro amigo en el norte de Inglaterra y alojándose por la noche en una posada junto a los páramos de Yorkshire, sucedió que miró fuera de su cama y allí, a la luz de la luna, apoyado junto a un buró próximo a la ventana, vio a su viejo colega de estudios observándole fijamente. Se dirigió solemnemente a la aparición, y ésta le respondió en una especie de susurro, aunque bastante audible:

—No te acerques a mí. Estoy muerto. Heme aquí para cumplir mi promesa. Vengo de otro mundo pero no puedo revelar sus secretos.

En ese momento, la aparición palideció, pareció fundirse con la luz de la luna y se desvaneció.

Cuentan también el caso de la hija del primer ocupante de una casa isabelina, bastante pintoresca, que se hizo relativamente famosa en nuestro barrio. ¿Han oído quizás hablar de ella? ¿No? Pues bien, siendo una bella muchacha de diecisiete años, dio en salir una tarde de verano durante el crepúsculo a recoger flores en el jardín. Pero, de pronto, su padre la vio llegar corriendo a la puerta de la casa. Estaba aterrada y gritaba con desesperación:

—¡Ay, Dios mío, querido padre, me he encontrado conmigo misma!

Él la abrazó, la consoló y le dijo que no se preocupase; probablemente habría sido víctima de algún capricho de su imaginación. Ella entonces le dijo:

—¡Oh, no! Te juro que me encontré conmigo misma cuando caminaba por el paseo. Estaba muy pálida recogiendo flores marchitas, y giraba la cabeza sosteniéndolas en alto.

Aquella misma noche, la muchacha murió. Se comenzó a pintar un cuadro con su historia, si bien nunca fue terminado, y dicen que, aún hoy, el cuadro permanece en algún lugar de la casa, vuelto de cara a la pared.

El tío de mi cuñado volvía a casa a caballo. Era una tarde apacible, y ya estaba anocheciendo. De repente, en una vereda cercana a su propia casa vio a un hombre de pie frente a él, ocupando el centro mismo de un estrecho paso.

—¿Por qué estará ese hombre de la capa ahí en medio? —pensó—. ¿Acaso pretende que le pase por encima?

Pero la figura no se apartaba. El tío de mi cuñado tuvo una extraña sensación al verle allí en el sendero, tan inmóvil. Sin embargo aflojó el trote y siguió cabalgando en dirección a él. Cuando se halló tan cerca del caminante que casi podía tocarlo con su estribo, el caballo se asustó y entonces la figura se deslizó a lo alto de un terraplén, de una forma rara, poco natural (de hecho se escurrió hacia atrás sin aparentemente usar los pies), y desapareció. El tío de mi cuñado dio un respingo.

—¡Santo Dios! ¡Pero si es mi primo Harry, el de Bombay!

Espoleó al caballo, que de pronto sudaba una barbaridad, y, preguntándose por tan extraño comportamiento, salió disparado hacia la entrada de su casa. Cuando llegó allí vio a la misma figura pasando junto al alargado mirador que hay frente a la sala de estar de la planta baja. Arrojó las bridas a su criado y se precipitó detrás de la figura. Su hermana estaba allí sentada, sola.

—Alice, ¿dónde está mi primo Harry?

—¿Tu primo Harry, John?

—Sí. El de Bombay. Me lo acabo de encontrar en el camino y lo he visto entrar aquí ahora mismo.

Nadie había visto nada, Pero fue en aquella hora exacta, como más tarde se supo, cuando su primo fallecía en la India.

Hubo cierta vieja dama muy sensata que falleció a los noventa y nueve años, y que mantuvo sus facultades hasta el final. Pues bien, esta buena mujer vio con sus propios ojos al famoso Niño Huérfano. Esta es una historia que con cierta frecuencia se ha venido contando de manera incorrecta. He aquí lo que ocurrió en realidad (pues, de hecho, se trata de una historia que ocurrió en nuestra propia familia: la vieja dama era una pariente lejana). Cuando tenía alrededor de cuarenta años, época en la que aún era conocida por su belleza poco común (hay que decir que su amado murió muy joven, razón por la cual ella nunca se casó, aunque recibió numerosas proposiciones al respecto), se trasladó con su hermano, que era comerciante de artículos indios, a una casa que éste había comprado no hacía mucho en Kent. Corría la leyenda de que aquel lugar había sido una vez administrado por el tutor de un niño. Aquel tutor era el segundo heredero de la propiedad, y mató al niño tratándole de manera severa y cruel. La dama no sabía nada de esto. Se dijo que en la habitación de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al niño. Nunca hubo tal cosa, de hecho. Allí tan sólo había un ropero. Una noche se fue a dormir. A la mañana siguiente cuando entró la doncella, ella le preguntó con toda tranquilidad:

—¿Quién era ese niño tan guapo y de aspecto tan melancólico que ha estado asomándose por el ropero toda la noche?

La muchacha emitió un fuerte chillido y se esfumó al momento. La dama quedó sorprendida. Sin embargo, como era una mujer con una notable fortaleza mental, se vistió ella misma, bajó al piso inferior y se reunió con su hermano.

—Bien, Walter —dijo—, he de confesarte que no he podido pegar ojo. Una especie de niño de aspecto melancólico, bastante guapo, ha estado importunándome toda la noche y saliendo por el vestidor de mi cuarto, cuya puerta, eso te lo puedo asegurar, no hay alma humana que pueda abrir. ¿Qué clase de truco es éste?

—Me temo que no es ningún truco, Charlotte —respondió él—. Ese niño forma parte de la leyenda de esta casa. Es el Niño Huérfano. ¿Qué es lo que dices que hizo anoche?

—Abría la puerta sigilosamente —dijo ella—, y se asomaba. A veces avanzaba un paso o dos dentro del dormitorio. Entonces yo le llamaba animándole a pasar, y él se encogía con un estremecimiento y se deslizaba dentro del vestidor de nuevo, tras lo cual cerraba la puerta.

—Ese gabinete no comunica con ningún otro lugar de la casa, Charlotte. Está clausurado —dijo su hermano.

Esto era verdad. Hicieron falta dos carpinteros trabajando toda una mañana para conseguir abrir el vestidor y poder así examinarlo. En aquel momento, mi pariente estaba bastante contenta de haber trabado relación con el célebre Niño Huérfano. A pesar de ello, la parte más terrible de la historia es que, posteriormente, también sería avistado sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, que acabaron muriendo jóvenes. De vez en cuando alguno de los niños caía enfermo. Y, curiosamente, siempre era doce horas después de volver a casa acalorado diciendo, vaya por Dios, que había estado jugando bajo cierto roble en cierta pradera con un extraño niño… Un niño guapo y de aspecto melancólico, que era muy callado y le hacía señas para que le siguiera. De la fatal experiencia, los padres dedujeron que se trataba del Niño Huérfano y que el destino de los niños quedaba inexorablemente marcado por ese encuentro.


FIN


  • Autor: Charles Dickens

  • Título: Fantasmas de Navidad

  • Título Original: Christmas Ghosts

  • Publicado en: A Christmas Tree (1850)

  • Traducción: Marian Womack – Enrique Gil-Delgado

 
 
 

Actualizado: 24 may




Navidades sin Rodney

Isaac Asimov


Todo comenzó con Gracie (mi esposa durante casi cuarenta años) que deseaba dar a Rodney permiso para pasar una temporada de vacaciones, y la cosa acabó conmigo en una situación por completo imposible. Se lo voy a contar si no le importa, porque tengo que decírselo a alguien. Naturalmente, he cambiado los nombres y los detalles para nuestra propia protección.

Ocurrió hace exactamente un par de meses, a mediados de diciembre, cuando Gracie me dijo:

—¿Por qué no le das permiso a Rodney para disfrutar una temporada de vacaciones? ¿Por qué no debería celebrar también las navidades?

Recuerdo que en aquel momento no tenía enfocada mi óptica (existe una gran cantidad de alivio dejando que las cosas se pongan neblinosas cuando se desea descansar o, simplemente, escuchar música), pero las enfoqué rápidamente para ver si Gracie sonreía o guiñaba de alguna manera el ojo. En realidad, tampoco es que tenga demasiado sentido del humor.

No sonreía. Tampoco guiñaba el ojo.

—¿Por qué demonios iba a concederle un permiso?

—¿Y por qué no?

—¿Se te ocurre dar vacaciones al frigorífico, al esterilizador, al holovisor? ¿Deberíamos apagar el generador de corriente?

—Vamos, Howard —respondió—. Rodney no es un frigorífico ni un esterilizador. Es una persona.

—No es una persona. Es un robot. No desearía unas vacaciones.

—¿Y cómo lo sabes? Y claro que es una persona. Se merece la oportunidad de descansar y disfrutar de una atmósfera de vacaciones.


No iba a discutir con ella que aquella cosa fuese una «persona». Supongo que conocerá esas encuestas en las que se indica que a las mujeres es más probable que no les gusten o tengan miedo a los robots de como les ocurre en igualdad de circunstancias a los hombres. Tal vez esto se deba a que los robots tienden a efectuar lo que, en un tiempo, en los malos tiempos, se llamaba «trabajo de mujeres» y las mujeres teman convertirse en unos seres sin utilidad, aunque siempre pensé que eso debería encantarles. En cualquier caso, Gracie sí está encantada y, simplemente, adora a Rodney. (Ésta es su expresión al respecto. Un día sí y otro también no cesa de repetir: «Adoro a Rodney.»)

Debe comprender que Rodney es un robot anticuado, que hemos tenido con nosotros ya durante siete años. Fue ajustado para adecuarse a nuestra anticuada casa y a nuestras anticuadas maneras de ser, y yo mismo me encuentro del todo complacido con él. A veces pienso en conseguir uno de esos empleos modernos y elegantes, en que todo se halla automatizado, como el que tiene nuestro hijo, DeLancey, pero es algo que Gracie nunca acabaría por poder resistir.

Pero luego pensé en DeLancey y dije:

—¿Cómo le vamos a dar vacaciones a Rodney, Gracie? DeLancey va a venir con su maravillosa esposa. (Yo siempre empleo esa expresión de «maravillosa» en un sentido sarcástico, pero Gracie nunca se da cuenta; resulta asombroso cómo insiste siempre en buscar el lado bueno de las cosas, incluso cuando éste no existe.) ¿Y cómo vamos a tener la casa en buena forma, y conseguir la comida y todo lo demás sin Rodney?

—Pero precisamente si se trata de eso —se apresuró a responder—. DeLancey y Hortense podrían traer su robot y éste lo hará todo. Ya sabes que no aprecian mucho a Rodney, y les gustaría sobremanera mostrar lo que puede hacer él de ellos. Así Rodney descansará.

Gruñí y dije:

—Si eso te hace feliz, supongo que podemos hacerlo. Sólo será cosa de tres días. Pero no quiero que Rodney se imagine que va a tener siempre vacaciones.

Naturalmente, se trataba de otra broma, pero Gracie se limitó a responder con rapidez:

—No, Howard, hablaré con él y le explicaré que esto sólo ocurrirá de vez en cuando.

Ella no comprende por completo que Rodney se halla controlado por las Tres Leyes de la Robótica y que no hay que explicarle nada.

Por lo tanto, tuve que esperar a DeLancey y Hortense, y me dio la sensación de tener el corazón en un puño. DeLancey es mi hijo, como es natural, pero es un individuo muy móvil y de los que están siempre en la cumbre. Se casó con Hortense porque ésta tenía excelentes conexiones en el mundo de los negocios y podía ayudarle en su ascenso hacia la cumbre. Por lo menos había esto, y en ello confiaba, porque si tiene alguna otra virtud jamás he llegado a descubrirla.

Aparecieron con su robot dos días antes de Navidad. El robot relucía tanto como Hortense y parecía igual de duro. Le habían sacado el brillo para que resaltara al máximo y no exhibía en absoluto el aspecto torpón de Rodney. El robot de Hortense (estoy seguro de que había sido ella la que dictara su diseño) se movía absolutamente en silencio. Por una razón que no acabé de captar, estaba siempre detrás de mí, produciéndome casi un ataque al corazón cada vez que me daba la vuelta y tropezaba con él.

Pero aún resultó peor que DeLancey se trajera a su hijo de ocho años, LeRoy. Ahora es mi nieto, y puedo dar fe acerca de la fidelidad de Hortense porque estoy seguro de que nadie la tocaría de forma voluntaria. Pero tengo también que admitir que el meterle a él en un mezclador de hormigón le mejoraría de una manera inacabable.

Lo primero que él hizo fue preguntar si habíamos enviado a Rodney a la unidad de reclamación de metales. (Él lo llamaba el «lugar de la juerga».) Hortense olisqueó y dijo:

—Dado que traemos un robot moderno, confío en que mantengas fuera de la vista a Rodney.

Yo no dije nada, pero Gracie sí intervino:

—Claro que sí, querida. En realidad, le hemos dado vacaciones a Rodney.

DeLancey hizo una mueca, pero no respondió. Conocía muy bien a su madre.

Yo medié, pacíficamente:

—Supongo que para empezar podíamos ordenarle a Rambo que nos preparé algo bueno para beber, ¿no os parece? Café, té, chocolate caliente, un poco de coñac…

Rambo era el nombre de su robot. No conozco la razón de que todos tengan que empezar por R. No existe ninguna ley al respecto, pero supongo que ya se habrá dado cuenta por sí mismo de que casi todos los robots tienen un nombre que empieza con R. Esa R supongo que tendrá que ver con robot. El nombre más corriente suele ser Robert. Deben de haber más de un millón de robots que se llamen Robert, tan sólo en el corredor del Nordeste.

Y, francamente, mi opinión es que ésta es la razón de que los nombres de pila humanos ya no empiecen por R. Hay Bob y Dick, pero no se encuentra ni Robert ni Richard. También hay Posy y Trudy, pero no Rose ni Ruth. A veces tropiezas con algunas R fuera de lo corriente. Conozco a tres robots que se llaman Rutabaga, y dos Ramsés. Pero Hortense es la única que yo sepa que ha llamado a su robot Rambo, una combinación silábica que no he encontrado nunca. Tampoco me ha gustado nunca saber el por qué. Estoy seguro de que la explicación demostraría ser de lo más desagradable.

Rambo probó desde el principio carecer de cualquier utilidad. Naturalmente, estaba programado para llevar la casa de DeLancey/Hortense, y era de lo más moderno y de lo más automatizado. Para preparar unas bebidas en su propio hogar, todo lo que tenía que hacer Rambo consistía en apretar los botones apropiados. (¡Me gustaría que me explicasen para qué alguien necesita un robot que sólo apriete botones!)

Es lo que él dijo. Se volvió hacia Hortense y manifestó con una voz de muñeca (no se trataba de la voz de chico de ciudad de Rodney, con sus atisbos de acento de Brooklyn):

—Señora, el equipamiento no es el adecuado.

Y Hortense dio al instante un bufido:

—¿Quieres decir, abuelo, que aún no tenéis una cocina robotizada?

(Hasta que nació LeRoy no se me dirigía a mí con ningún nombre en absoluto, aullando como es natural; pero luego, de pronto, me comenzó a llamar «abuelo». Naturalmente, nunca me llamó Howard. Eso me mostraría que yo era humano, o, más improbablemente, que ella era humana.)

Dije:

—En realidad, está robotizada cuando Rodney se ocupa de la cocina.

—Eso me parece —respondió—. Pero ya no vivimos en el siglo XX, abuelo.

Pensé: «Eso es lo que me gustaría a mí.»

Pero me limité a responder:

—Podrías programar a Rambo para que pusiese en marcha nuestros controles. Estoy seguro de que puede verter y mezclar y calentar y hacer cualquier otra cosa que resulte necesaria.

—Estoy segura de que sí podría hacerlo —repuso Hortense—, pero gracias a los Hados no tiene por qué hacerlo. No voy a interferir en su programación. Eso le convertiría en menos eficiente.

Gracie intervino, preocupada, pero amistosa:

—Si no podemos interferir en su programación, en ese caso simplemente deberíamos impartirle instrucciones, paso a paso, pero yo no sé cómo se hace. Nunca lo he hecho.

Yo dije:

—Se lo podría explicar Rodney.

Gracie terció:

—Oh, Howard, hemos dado vacaciones a Rodney.

—Lo sé, pero no le vamos a pedir que haga algo. Sólo le diremos a Rodney lo que hay que hacer, y luego quien lo haría sería Rambo.

En este momento intervino Rambo:

—Señora, no hay nada en mi programación o en mis instrucciones en donde resulte obligatorio para mí el aceptar órdenes dadas por otro robot, especialmente por uno que es un modelo más anticuado.

Hortense intervino de nuevo, siempre con suavidad:

—Claro que no, Rambo. Estoy segura de que el abuelo y la abuela lo comprenden.

(Me percaté de que DeLancey no pronunciaba una sola palabra. Me pregunté si alguna vez habría dicho lo más mínimo estando su esposa presente.)

Dije:

—Muy bien. Verás lo que podemos hacer. Le pediré a Rodney que me diga a  las cosas y yo luego se las explicaré a Rambo.

Rambo no replicó nada ante esto. Incluso Rambo está sujeto a la Segunda Ley de la Robótica, que le hace del todo obligatorio el obedecer las órdenes de los humanos.

Los ojos de Hortense se acuclaron y supe que le hubiera gustado decirme que Rambo era un robot lo suficientemente ajustado como para que se le impartieran órdenes acerca de las cosas que me gustasen a mí, pero un atisbo de algo distante y rudimentariamente casi humano le impedía hacer algo así.

El pequeño LeRoy no se hallaba sometido a unas restricciones casi humanas.

Dijo:

—No quiero tener que ver la espantosa jeta de Rodney. Estoy seguro de que no sabe hacer nada, y si lo hace el abuelito se va a equivocar por completo.

Pensé que sería algo de lo más agradable el poder estar a solas con el pequeño LeRoy, durante cinco minutos, para poder razonar calmadamente con él, con un ladrillo, pero el instinto de madre le decía siempre a Hortense que no debía dejar nunca a solas a LeRoy con un ser humano de cualquier clase.

Realmente, no había nada que hacer excepto sacar a Rodney de su nicho en el armario donde había estado disfrutando de sus propios pensamientos (me pregunto si un robot tiene pensamientos propios cuando está a solas) y ponerle a la obra. Aquello resultó muy duro. Mi robot tenía que decir una frase, luego yo debía repetir la misma frase y, a continuación, Rambo hacia esto o aquello, luego Rodney decía otra frase, y así indefinidamente.

Todo aquello costó el doble de tiempo que si Rodney lo hubiera hecho todo por sí mismo, y aquello me sacó de mis casillas, puedo jurárselo, porque las cosas tuvieron que hacerse así: usar el lavavajillas/esterilizador, cocinar el festín de Navidad, limpiar el revoltillo de encima de la mesa o del suelo, en fin todo.

Gracie siguió quejándose porque se habían echado a perder por completo las vacaciones de Rodney, pero no pareció percatarse en ningún momento de que lo mismo había sucedido con las mías. De todos modos, siempre he admirado a Hortense por la forma en que dice algo desagradable en cualquier momento en que ello resulta necesario. Me di cuenta, en particular, de que nunca llegaba a repetirse. Cualquiera puede mostrarse desagradable, pero el convertirse en continuadamente creativo en ser desagradable me llenaba de un perverso deseo de aplaudir alguna que otra vez.

Pero, realmente, lo peor de todo se produjo en Nochebuena. Ya se había colocado el árbol y yo me encontraba agotado. No poseíamos un tipo de situación en que una caja automatizada de adornos pudiese colocarse en un árbol electrónico, y que con sólo apretar un botón se obtuviese como resultado una instantánea y perfecta distribución de los adornos. En nuestro árbol (confeccionado de un ordinario y anticuado plástico), los adornos debían colocarse uno a uno, y a mano.

Hortense pareció trastornada, pero yo dije:

—En realidad, Hortense, esto significa que puedes mostrarte creativa y realizar una disposición del conjunto completamente propia.

Hortense hizo unos ruidos con las narices, que más bien parecieron el rascar de unas garras sobre una pared burdamente encalada, y salió de la habitación con una expresión del todo obvia de náuseas en su rostro. Me incliné hacia su espalda en retirada, contento de ver cómo se marchaba, y luego comenzó la tediosa tarea de escuchar las instrucciones de Rodney e írselas pasando a Rambo.

Cuando todo acabó, decidí descansar mis doloridos pies y mente, sentándome en un butacón en un rincón alejado y poco iluminado de la estancia. Casi había conseguido acomodar mi reventado cuerpo en el sillón, cuando entró el pequeño LeRoy. Supongo que no me vio, o, una vez más, me había simplemente ignorado como si yo constituyese sólo la parte menos importante e interesante de los muebles que alhajaban la habitación.

Lanzó una mirada desdeñosa hacia el árbol, y le dijo a Rambo:

—Oye, ¿dónde están los regalos de Navidad? Supongo que el abuelito y la abuelita me han preparado unos de los más piojosos, pero no quiero tener que esperar hasta mañana por la mañana para tenerlos.

Rambo respondió:

—No sé dónde están, amito.

—¡Vaya! —repuso LeRoy.

Volviéndose hacia Rodney, le dijo:

—Y qué pasa contigo, cara sucia. ¿Sabes dónde se encuentran los regalos?

Rodney se hubiera encontrado en los límites de su programación, de haberse negado a contestar a una pregunta, basándose en no saber que se estaban dirigiendo a él, puesto que su nombre era el de Rodney. Y no el de Cara sucia. Estoy casi seguro de que ésta podría haber sido la actitud de Rambo. Sin embargo, Rodney estaba hecho de otra pasta.

Respondió educadamente:

—Sí, lo sé, amito.

—¿Así que dónde están, vomitona rancia?

Rodney replicó:

—No creo que sea prudente el decírtelo, amito. Eso disgustaría a Gracie y a Howard, a los que les gustaría entregarte los regalos personalmente mañana por la mañana.

—Escucha —le dijo el pequeño LeRoy—, ¿quién te crees que eres para hablarme de esa manera, robot idiota? Te acabo de dar una orden. Y tienes que traerme esos regalos.

Y en un intento de mostrar a Rodney quién era realmente el amo, propinó al robot una patada en la espinilla.

Aquello fue un error. Yo lo había previsto un segundo antes de que ocurriera, y aquél fue un segundo de lo más delicioso. A fin de cuentas, el pequeño LeRoy ya estaba preparado para irse a la cama (aunque dudaba de que nunca estuviese preparado para irse a la cama antes de hallarse a gusto y dispuesto a ello). Por lo tanto, llevaba zapatillas. Y, lo que es más, la zapatilla se le salió del pie al dar la patada, por lo que acabó estrellando con toda la fuerza los desnudos dedos de su pie contra el sólido metal de acero cromado que constituía la espinilla del robot.

Se cayó al suelo aullando, y al instante se presentó allí su madre:

—¿Qué pasa, LeRoy? ¿Qué te ocurre?

En aquel momento el pequeño LeRoy tuvo la inmortal cara dura de gritar:

—Me ha golpeado. Ese viejo monstruo de robot me ha golpeado.

Hortense empezó a chillar. Me vio y me vociferó:

—Hay que destruir ese robot tuyo.

—Vamos, Hortense —repliqué—. Un robot no puede golpear a un niño. Lo prohíbe la Primera Ley de la Robótica.

—Pero se trata de un robot viejo, de un robot estropeado. LeRoy lo dice.

—LeRoy miente. No existe ningún robot, por viejo o estropeado que pueda estar, que llegue a golpear a un niño.

—Él lo hizo. Abuelito, él lo hizo —aulló LeRoy.

—Quisiera haberlo hecho yo mismo —respondí en voz baja—, pero ningún robot me lo hubiera permitido. Pregúntalo tú misma. Pregúntale a Rambo si se hubiera quedado quieto, en el caso de que Rodney o yo hubiésemos pegado a tu hijo. ¡Rambo!

Di la orden y Rambo contestó:

—Yo no hubiera permitido que se le hubiese hecho ningún daño al amito, señoras, pero no sé tampoco qué se proponía. Le propinó a Rodney una patada en la espinilla con el pie desnudo, señora.

Hortense jadeó y los ojos casi se le salieron de las órbitas, tal era su furia.

—En ese caso, habría alguna buena razón para hacerlo. Sigo queriendo que se destruya tu robot.

—Vamos, Hortense. A menos que quieras estropear la eficiencia de tu robot intentándolo reprogramar para mentir, será un excelente testigo de todo cuanto precedió al puntapié. Lo cual no ha dejado de ser un gran placer para mí.

Hortense se fue al día siguiente, llevándose con ella a un LeRoy con el rostro pálido (resultó que se había roto un dedo del pie, algo que no había dejado de tener bien merecido), y del siempre privado del habla DeLancey.

Gracie se retorció las manos y les imploró que se quedasen, pero yo observé su marcha sin la menor emoción. No, esto es mentira. Miré cómo se iban con montañas de emociones y todas ellas placenteras.

Más tarde le dije a Rodney, cuando Gracie no se hallaba presente:

—Lo siento, Rodney. Han sido unas navidades horribles, y todo ello porque hemos intentado pasarlas sin ti. Te prometo que eso no sucederá nunca más.

—Gracias, señor —repuso Rodney—. Debo admitir que ha habido varias veces durante esos días en que desee con todas mis fuerzas que no existiesen las Leyes de la Robótica.

Sonreí y asentí con la cabeza, pero aquella noche me desperté en lo más profundo de mis sueños y comencé a preocuparme. Y he estado preocupándome a partir de entonces.

Admito que Rodney se vio probado al máximo, pero un robot no puede desear que las leyes de la Robótica no existan. No puede hacerlo, sean cuales sean las circunstancias.

Si informo de esto, indudablemente Rodney será desmontado, y si como recompensa nos facilitan un robot nuevo, Gracie, simplemente, nunca me lo perdonaría. ¡Nunca! Un robot, por nuevo que fuese, por talento que tuviese, no llegaría jamás a reemplazar a Rodney en su afecto.

En realidad, nunca me perdonaría a mí mismo. Dejando aparte mi propia relación con Rodney, no podría soportar el conceder a Hortense semejante satisfacción.

Pero, si no hago nada, viviré con un robot capaz de desear que no existan las leyes de la Robótica. Desde el momento de desear que no existan a obrar como si realmente no existiesen, sólo existe un paso. ¿En qué momento dará ese paso y en qué forma revelará que ya lo ha dado?

¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?


FIN


  • Autor: Isaac Asimov

  • Título: Navidades sin Rodney

  • Título Original: Christmas Without Rodney

  • Publicado en: Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, diciembre de 1988

  • Traducción: Lorenzo Cortina

 
 
 



En las tierras perdidas

George R. R. Martin


Puedes comprar cualquier cosa que desees a Gray Alys.

Pero es mejor no hacerlo.

Lady Melange no acudió en persona a Gray Alys. Decían de ella que era una joven lista y cauta, a la vez que excepcionalmente bella, y sabía lo que se contaba de Gray Alys. Se decía también que quienes trataban con Gray Alys lo hacían por su cuenta y riesgo. Gray Alys no rechazaba a nadie que acudiera a ella, y siempre obtenía para sus clientes cualquier cosa que le pidieran. Pero una vez concluido el asunto, quienes cerraban un trato con Gray Alys nunca quedaban contentos con las cosas que les había proporcionado, las cosas que ellos le habían pedido. Lady Melange era consciente de todo esto, pues gobernaba desde la elevada torre del homenaje que se alzaba en la ladera de la montaña. Tal vez por ese motivo no acudió personalmente a Gray Alys.

Fue Jerais quien se presentó ese día ante Gray Alys. Azul Jerais, campeón de la dama, era el paladín más destacado en la guardia de la torre del homenaje, y ejercía en calidad de comandante de sus huestes cuando había batalla. Era el capitán de su guardia de color. Jerais llevaba sobrevesta azul celeste claro bajo la esmaltada armadura de placas azul celeste oscuro. El blasón del escudo representaba un vórtice hecho en un centenar de sutiles tonalidades azules, y un zafiro grande como el ojo de un águila adornaba el puño de su espada. Cuando se presentó ante Gray Alys y se quitó el yelmo, sus ojos hacían juego con la joya del arma, a pesar de que su pelo tenía un tono rojo tan sorprendente como inapropiado.


Gray Alys le recibió en una casa de piedra modesta y muy antigua que tenía en el oscuro corazón de la ciudad que se extendía en la falda de la montaña. Le esperaba en una estancia sin ventanas llena de polvo y con olor a humedad, sentada en una silla de respaldo alto que parecía empequeñecer su cuerpo menudo y delgado. Sobre el regazo descansaba una rata gris del tamaño de un perrillo, a la que acariciaba con languidez cuando Jerais entró y se quitó el yelmo y dejó que sus ojos azules, relucientes, se ajustaran a la escasa luz que reinaba.

—¿Sí? —preguntó finalmente Gray Alys.

—Eres aquella a quien llaman Gray Alys —dijo Jerais.

—En efecto.

—Soy Jerais. Vengo en nombre de lady Melange.

—La sabia y hermosa lady Melange —dijo Gray Alys. El pelaje de la rata era suave como terciopelo al tacto de sus largos y pálidos dedos—, ¿por qué mi señora envía a su campeón a visitar a alguien tan humilde y sencilla como yo?

—Incluso en la torre circulan historias sobre ti —dijo Jerais.

—Sí.

—Se dice que, por un justo precio, vendes cosas extrañas y portentosas.

—¿Desea mi señora Melange comprar?

—Se dice también que tienes poderes, Gray Alys. Cuentan que no siempre eres tal como te veo ahora, una mujer delgada de edad indefinida, toda vestida de gris. Se dice que adoptas la lozanía o vejez que deseas. Cuentan que a veces eres un hombre, o una anciana, o un niño. Dicen que conoces el secreto de cómo cambiar de forma, que vagabundeas bajo la apariencia de un gran felino, o un oso, un ave, y que puedes mudar de piel a voluntad, no siendo esclava de la luna como el pueblo de los lobos-hombre que moran en las tierras perdidas.

—Todas esas cosas cuentan —afirmó Gray Alys.

Jerais sacó del cinto una bolsita de cuero y se acercó al lugar donde estaba sentada Gray Alys. Aflojó la tira que mantenía cerrada la bolsa y volcó el contenido de la misma en la mesa que había junto a su anfitriona. Gemas. Una docena, todas ellas de distinto color. Gray Alys tomó una, que inspeccionó al contraluz de la vela. Cuando la devolvió junto al resto, inclinó la cabeza levemente ante Jerais y dijo:

—¿Qué desea comprarme mi señora?

—Tu secreto —dijo Jerais, sonriendo—. Lady Melange desea cambiar de forma.

—Dicen que es bella y joven —replicó Gray Alys—. Incluso aquí, lejos de la torre, nos llegan muchos relatos sobre ella. No tiene pareja, sino muchos amantes. Se dice que toda su guardia de color la ama, entre ellos vos mismo. ¿Por qué querría cambiar de forma?

—No me has entendido. Lady Melange no busca la juventud o la belleza. Ningún cambio la haría más hermosa de lo que ya es. Quiere de ti el poder de convertirse en bestia. En lobo.

—¿Por qué? —quiso saber Gray Alys.

—Eso no te incumbe. ¿Le venderás este don tuyo?

—Nunca rechazo una venta —aseguró Gray Alys—. Dejad aquí las joyas. Regresad dentro de un mes y os daré lo que lady Melange desea.

Jerais asintió, pensativo a juzgar por la expresión de su rostro.

—¿Nunca rechazas una venta?

—Ni una.

El paladín esbozó una sonrisa torcida, llevó la mano al cinto y extendió hacia ella su mano. En el terciopelo azul claro de la palma cubierta con un guante descansaba otra gema, un zafiro mayor incluso que el engarzado en el puño de su espada.

—Acepta esto en pago, si lo tienes a bien, puesto que voy a pedirte algo para mí.

Gray Alys tomó el zafiro en su mano, lo sostuvo al contraluz entre índice y pulgar, asintió y lo dejó junto al resto de las joyas.

—¿Y vos qué es lo que queréis, Jerais?

La sonrisa del paladín se hizo más acusada.

—Quiero que fracaséis —dijo—. No quiero que lady Melange obtenga el poder que busca.

Gray Alys le miró fijamente, clavando en sus ojos fríos, azules, su propia mirada gris.

—Lucís el color equivocado, Jerais —dijo, al cabo—. El azul es el color de la lealtad, a pesar de lo cual traicionáis a vuestra dama y la misión que ella os ha encomendado.

—Soy leal —protestó Jerais—. Sé qué le conviene, mejor que ella misma. Melange es joven e insensata. Piensa que puede mantener en secreto que ha encontrado el poder que ansía. Pero se equivoca. Y cuando la gente se entere la destruirán. No podrá gobernarlos de día y desgarrarles la garganta de noche.

Gray Alys meditó en silencio las palabras del paladín, acariciando la enorme rata que descansaba sobre su regazo.

—Mentís, Jerais —dijo cuando volvió a hablar—. Las razones que me dais no tienen nada que ver con vuestras verdaderas motivaciones.

Jerais arrugó el entrecejo. Apoyó la mano cubierta con el guantelete en el puño de la espada, pero fue un gesto casual, como si no fuera intencionado. Acarició con el pulgar el imponente zafiro engarzado en el arma.

—No discutiré contigo —dijo, enfurruñado—. Si no aceptas tratar conmigo, ¡devuélveme la joya y condenada seas!

—Nunca rechazo una venta —le recordó Gray Alys.

Jerais arrugó el entrecejo, confundido.

—¿Tendré entonces lo que he pedido?

—Tendréis lo que habéis pedido.

—Excelente —dijo Jerais, que sonrió de nuevo—. ¡En un mes, pues!

—En un mes —confirmó Gray Alys.

Y así las cosas, Gray Alys hizo correr la voz como solo Gray Alys sabía hacerlo. El mensaje pasó de boca en boca en las sombras que reinaban en los callejones que discurrían sobre las secretas alcantarillas de la ciudad, e incluso en las casas altas de rojiza madera adornadas con vidrieras donde moraban los nobles y los acaudalados. Las ratas de pelaje gris claro con diminutas manos humanas lo susurraron a los niños mientras dormían, y los niños las compartieron unos con otros, y entonaron una nueva canción cuando saltaban a la comba. La voz alcanzó todas las avanzadillas del ejército que se extendían a oriente, y cabalgó hacia poniente entre el cargamento que transportaban las caravanas al corazón del viejo imperio del que no era sino una pequeña parte la ciudad que se extendía en la falda de la montaña. Imponentes aves con el rostro astuto de un mono sobrevolaron el mundo en dirección sur, pasando por los bosques y los ríos, hasta llegar a una docena de reinos, donde hombres y mujeres tan cenicientas y terribles como la propia Gray Alys la atendieron en la soledad de sus torres. Viajó la voz incluso al norte, allende las montañas, hasta alcanzar incluso las tierras perdidas.

No hubo que esperar demasiado. En menos de dos semanas acudió él en presencia de Gray Alys.

—Puedo llevarte hasta aquello que buscas —le dijo—. Puedo encontrarte un hombre lobo.

Se trataba de un joven delgado y barbilampiño. Vestía el atuendo de cuero propio de los montaraces que vivían y cazaban en el ventoso desierto que se extendía más allá de las montañas. Su piel tenía el bronceado imborrable de quien se ha pasado la vida a la intemperie, a pesar de que su pelo era blanco como la nieve que cubre la montaña y le caía sobre los hombros, enmarañado, descuidado. No llevaba armadura alguna, pero sí ceñía un cuchillo de hoja larga en lugar de espada, y se movía con una elegancia teñida por la cautela. Bajo los largos mechones de pelo blanco que se inclinaban sobre el rostro, los ojos eran oscuros y somnolientos. Aunque la sonrisa era franca y amistosa, había en él una curiosa indolencia, y un algo soñador y sensual en la forma en que cerraba los labios cuando creía que nadie le estaba mirando. Se hacía llamar Boyce.

Gray Alys lo observó, escuchando con atención sus palabras.

—¿Dónde? —preguntó finalmente.

—A una semana de viaje al norte —respondió Boyce—. En las tierras perdidas.

—¿Habitas tú en las tierras perdidas, Boyce? —le preguntó Gray Alys.

—No, no son un lugar adecuado para asentarse. Tengo casa aquí en la ciudad, pero voy a menudo a las montañas, Gray Alys, pues soy cazador. Conozco bien las tierras perdidas, y conozco las cosas que viven allí. Buscas un hombre que camina con la forma de un lobo. Puedo llevarte hasta él. Pero tenemos que partir de inmediato si queremos llegar antes de que reine la luna llena.

Gray Alys se levantó.

—Tengo el carro cargado, y los caballos cebados y herrados. Partamos pues.

Boyce se apartó de los ojos el pelo blanco y sonrió con desgana.

El paso montañoso era elevado, quebrado y rocoso, y en ciertos puntos apenas era lo bastante amplio para que pudiera pasar el carro de Gray Alys. El vehículo era un mamotreto, largo y pesado y totalmente cerrado, en tiempos pintado, pero el paso de los años y la acción del viento y la lluvia habían reducido la pintura a una ominosa tonalidad gris. Circulaba sobre seis estruendosas ruedas de hierro, y los dos caballos que tiraban de él eran, por necesidad, monstruos que medían lo que un caballo y medio de los normales, a pesar de lo cual el carro avanzaba con lentitud por las montañas. Boyce, que no iba a caballo, caminaba junto al vehículo cuando no lo hacía al frente, y a veces junto a Gray Alys. El carro gemía y gruñía. Tardaron tres días en alcanzar el punto más elevado del camino, desde donde miraron a través de una hendidura en las montañas las desoladas y extensas llanuras de las tierras perdidas. Tardaron otras tres jornadas en descender por la otra cara.

—Ahora avanzaremos a mejor ritmo —prometió Boyce a Gray Alys cuando alcanzaron las tierras perdidas—. Aquí la tierra es llana y vacía, y la ida será fácil. Un día, puede que dos, y tendrás lo que buscas.

—Sí —dijo Gray Alys.

Llenaron los barriles de agua antes de abandonar las montañas, y Boyce salió de caza en los alrededores y regresó con tres liebres negras y la carcasa de un cervatillo, curiosamente deforme. Cuando Gray Alys le preguntó cómo se las había ingeniado para darles caza armado tan solo con un cuchillo, Boyce sonrió, sacó una honda y lanzó unas piedras que cruzaron el aire con un silbido. Gray Alys asintió. Hicieron un fuego, al que pusieron dos de las liebres mientras salaban el resto de la carne. Al amanecer del día siguiente, se adentraron en las tierras perdidas.

Allí, en efecto, avanzaron a una velocidad considerable. Las tierras perdidas eran un territorio frío y abandonado, con un suelo tan compacto como los caminos que serpentean a través del imperio que se extiende allende las montañas. El carro rodaba con rigor entre el crujir y gruñir de las ruedas, balanceándose un poco de lado a lado a medida que avanzaba. En las tierras perdidas no hay bosques por los que atajar, ni ríos que cruzar. La desolación se mostraba ante ellos allá donde miraran, con aspecto de ser infinita. De vez en cuando veían un puñado de árboles de tronco retorcido, con las ramas lastradas por frutos abotargados cuya piel reluciente era del color del índigo. De vez en cuando atravesaban un arroyo poco profundo que fluía entre las rocas. Ninguno llegó a cubrirles el tobillo. De vez en cuando vastos trechos de hongos blancos cubrían la desértica extensión gris. Pero estas eran cosas raras de ver. En su mayor parte no había más que vacío, la desolación de las llanuras que los rodeaban, y los vientos. En las tierras perdidas los vientos poseen un carácter temible, pues soplan constantemente y son fríos y amargos en invierno, a veces arrastran consigo el olor a ceniza, y en otras parecen aullar y chillar como el alma condenada de algún pobre desdichado.

Finalmente habían llegado tan lejos que Gray Alys pudo ver el final de las tierras perdidas: otra hilera de montañas lejanas, muy al norte de donde estaban, dibujadas como una vaga línea blanquiazulada en el horizonte gris. Podían seguir viajando semanas sin alcanzar esos picos lejanos, tal como Gray Alys sabía bien, pero las tierras perdidas eran tan llanas, tan vacías, que incluso a esa distancia podían distinguirlos, aun tenuemente.

Al anochecer, Gray Alys y Boyce montaron el campamento, justo tras superar una arboleda compuesta por árboles de ramas retorcidas como los que habían visto en su viaje al norte. Los árboles les proporcionaron algo de cobijo frente a la furia del viento, que a pesar de todo oían, cortante, y que daba formas fantásticas a las llamas de la hoguera que habían encendido.

—Estas tierras están realmente perdidas —comentó Gray Alys mientras cenaban.

—Poseen una belleza propia —dijo Boyce, que pinchó un pedazo de carne con la punta de su cuchillo de hoja larga, para darle la vuelta en el fuego—. Esta noche, si pasan las nubes, verás las luces que ondulan sobre las montañas del norte, todas ellas púrpura y gris y granate, retorciéndose como cortinas que son presa de este viento incansable.

—He visto antes esas luces —confesó Gray Alys.

—Yo las he visto muchas veces —dijo Boyce. Mordió un pedazo de carne, que desgarró, y un hilo delgado de grasa le resbaló por la comisura del labio. Sonrió.

—Vienes a menudo a las tierras perdidas —dijo Gray Alys.

—Cazo —dijo Boyce tras encogerse de hombros.

—¿Hay algo que viva aquí? —quiso saber Gray Alys—. ¿Hay algo que viva en este erial?

—Sí, sí —respondió Boyce—. Tienes que tener ojos para encontrarlo, conocer las tierras perdidas, pero lo hay. Bestias extrañas nunca vistas allende las montañas, criaturas salidas de las leyendas y las pesadillas, seres encantados y seres malditos, bestias cuya carne es tan inverosímil como peculiarmente deliciosa. También hay humanos, o seres que casi lo son. Lobos-hombre, seres espectrales y grises sombras que tan solo asoman de noche, cosas que se arrastran estando medio vivas y medio muertas. —Su sonrisa era suave, juguetona—. Pero tú eres Gray Alys, y tienes que saber todo esto que te cuento. Cuentan que tú misma viajaste por las tierras perdidas en una ocasión.

—Eso cuentan —respondió Gray Alys.

—Somos parecidos —dijo Boyce—. Me gustan la ciudad, la gente, las canciones, las risas y las habladurías. Disfruto de la comodidad de mi hogar, de la buena comida y el buen vino. Cada otoño, me entusiasmo con los músicos que acuden a la torre del homenaje para actuar ante lady Melange. Aprecio la ropa bien cortada, las joyas y las mujeres bonitas de piel suave. Sin embargo, hay una parte de mí que solo se siente en casa estando en este lugar, en las tierras perdidas, prestando atención al viento, mirando las sombras con recelo al anochecer, soñando cosas que la gente de la ciudad jamás concebiría. —A esa altura se había hecho totalmente de noche. Boyce levantó el cuchillo y señaló al norte, a donde las luces delicadas habían empezado a bañar con su luz las montañas—. Mira eso, Gray Alys. Mira cómo las luces centellean y cambian. Distinguirás formas en ellas si las miras el tiempo necesario. Hombres, mujeres y cosas que no son ni lo uno ni lo otro, que se mueven recortadas contra la oscuridad. Sus voces las transporta el viento. Observa y escucha. Esas luces cuentan grandes dramas, obras teatrales más importantes y extrañas que las representadas en el escenario de la dama. ¿Lo oyes? ¿Lo ves?

Gray Alys permaneció sentada en la tierra compacta, con las piernas cruzadas y los ojos grises inescrutables, observando en silencio. Al cabo, habló.

—Sí —dijo. Y eso fue todo.

Boyce envainó el cuchillo de hoja larga y se acercó al fuego, reducido a un puñado de ascuas, para sentarse a su lado.

—Sabía que las verías —dijo—. Somos parecidos. Llevamos la ciudad en la piel, pero por nuestra sangre siempre sopla el viento helado de las tierras perdidas. Pude verlo en tus ojos, Gray Alys.

Ella no dijo nada. Siguió sentada, atenta a las luces, sintiendo la cálida presencia de Boyce a su lado. Al cabo de un tiempo él le pasó un brazo por los hombros, y Gray Alys no objetó. Después, mucho después, cuando las ascuas habían dejado de agonizar y la noche se había vuelto más fría, Boyce le tomó la barbilla entre los dedos para volverle el rostro. La besó, una vez, con suavidad, y lo hizo en los labios finos.

Entonces Gray Alys despertó como de un sueño y le empujó al suelo y lo desnudó con manos hábiles, firmes, para tomarlo en ese lugar y en ese preciso instante. Boyce le dejó hacer. Yació tumbado en el duro y frío suelo, con las manos entrelazadas en la nuca, los ojos soñadores y una sonrisa complaciente, perezosa, en los labios, mientras Gray Alys le montaba, lentamente al principio, pero más y más rápido después hasta alcanzar el vibrante clímax final. Al llegar al orgasmo, su cuerpo se quedó rígido y echó la cabeza hacia atrás; abrió la boca como para lanzar un grito, pero no emitió sonido alguno. Tan solo se oía la voz del viento, frío y desatado, cuyo grito no era de placer.

El día siguiente amaneció gélido y el cielo estaba totalmente cubierto por jirones de grises nubes que discurrían sobre sus cabezas a una velocidad inusitada. La poca luz que se filtraba a través de la capa de nubes se antojaba desvaída y macilenta. Boyce anduvo junto al carro mientras que Gray Alys lo conducía con paso tranquilo.

—Estamos cerca —le dijo Boyce—. Muy cerca.

—Sí.

Boyce le sonrió. Su sonrisa había cambiado desde que se habían hecho amantes. Era amable y misteriosa, y había en ella un rastro, o quizá algo más que un rastro, de cierta indulgencia. Era una sonrisa que daba cosas por sentadas.

—Esta noche —le dijo.

—Esta noche habrá luna llena —dijo Gray Alys.

Boyce sonrió, apartándose un mechón de pelo de los ojos, sin decir nada.

Mucho antes del atardecer, detuvieron el paso entre las ruinas de una población sin nombre, olvidada incluso por quienes habitaban en las tierras perdidas. Poco quedaba en pie capaz de quebrar el perfil de la llanura, tan solo un conjunto de mampostería rota, abandonada y patética. Aún era posible distinguir los vagos contornos de la muralla de la población, así como una o dos chimeneas que seguían en pie, muy maltrechas, mordiendo el horizonte como podridos dientes negros. No había donde refugiarse allí, no había ni rastro de vida. Después de que Gray Alys diera de comer a los caballos, vagabundeó por las ruinas pero encontró poca cosa. No había restos de utensilios, ni hojas oxidadas, o libros. Ni siquiera había huesos. Nada que apuntase a la presencia de las personas que habían habitado aquel lugar, si es que habían sido personas.

Las tierras perdidas habían absorbido la vida de aquel lugar y expulsado de él incluso a los fantasmas, de tal modo que no quedaba ni un esbozo de su recuerdo. El sol enjuto colgaba bajo sobre el horizonte, oscurecido por las nubes, y el desierto que era aquel lugar hablaba a Gray Alys, le sollozaba desde su soledad y desesperación, con la voz del viento. Gray Alys pasó sola largo rato, mirando la puesta de sol mientras la capa fina flameaba a su espalda y el viento helado se abría paso a dentelladas hasta alcanzarle el alma. Finalmente se dio la vuelta y regresó al carro.

Boyce había hecho un fuego, y lo encontró sentado ante él, revolviendo vino en una cacerola de cobre y espolvoreando especias de vez en cuando. Dedicó su nueva sonrisa a Gray Alys cuando esta le miró.

—El viento es frío —dijo—. Pensé que algo caliente haría más agradable nuestra cena.

Gray Alys volvió la mirada al sol poniente, antes de volver de nuevo los ojos hacia Boyce.

—Este no es momento ni lugar para placeres, Boyce. Se hace de noche y pronto saldrá la luna llena.

—Sí —dijo Boyce. Se sirvió un poco de vino en la taza y comprobó si estaba muy caliente dando un tímido sorbo—. Pero no hay necesidad de apresurar la caza —dijo con su sonrisa perezosa—. El lobo vendrá a nosotros. El viento arrastrará lejos nuestro olor en la llanura, y el olor a carne fresca lo traerá a la carrera.

Gray Alys no dijo nada. Se dio la vuelta y subió los tres peldaños de madera que la llevaron al interior del carro. Dentro encendió con cuidado el hornillo y vio temblar la llama sobre las baqueteadas paredes grises y la pila de pieles donde dormía. Cuando la luz cobró firmeza, Gray Alys apartó la lona del fondo y contempló la larga hilera de prendas gastadas que colgaban de clavos en aquel angosto armario. Capas y capotes, blusas y vestidos de corte peculiar, así como trajes que sentaban como una segunda piel de la cabeza a los pies, cuero y pieles y plumas. Titubeó un instante, luego extendió el brazo para alcanzar una imponente capa hecha de un millar de largas plumas argénteas, rematadas todas y cada una de ellas por un punto negro. Gray Alys se quitó su sencilla capa de tela, y se ajustó al cuello la prenda emplumada. Al volverse se hinchó en torno a su cuerpo, y el aire estanco que había en el interior del carro sufrió una sacudida hasta el punto de parecer vivo un instante, antes de que las plumas quedasen de nuevo inmóviles. Después Gray Alys se inclinó para abrir un enorme arcón de roble, remachado con hierro y cuero, de cuyo interior sacó una cajita. Había diez anillos que descansaban sobre un retal de gastado fieltro gris, y en ellos, en lugar de una piedra, había engarzada una garra larga y curva. Gray Alys se los puso, metódica, un anillo por dedo, y cuando se levantó y apretó los puños las garras relucieron quedas, amenazadoras a la luz que desprendía el hornillo.

Afuera reinaba el crepúsculo. Boyce no había preparado nada de cenar, en lo cual reparó Gray Alys cuando ocupó su lugar frente al fuego donde el explorador de pelo claro permanecía sentado, sorbiendo el vino caliente.

—Hermosa capa —comentó Boyce, cumplidor.

—Sí —dijo Gray Alys.

—Pero ninguna capa te ayudará cuando venga él.

Gray Alys levantó la mano, crispada en un puño. Las garras plateadas reflejaron la luz del fuego. Resplandecieron.

—Ah —dijo Boyce—. Plata.

—Plata —repitió Gray Alys, bajando el puño.

—Los hubo que fueron tras él, armados con plata —dijo Boyce—. Espadas de plata, cuchillos de plata, flechas con punta de plata. Pero todos esos guerreros plateados se convirtieron en polvo, después de que él se nutriera de sus entrañas.

Gray Alys se encogió de hombros.

Boyce la mesuró con la mirada un rato, luego sonrió y volvió a volcar su atención en el vino. Gray Alys se ajustó la capa para protegerse del viento helado. Poco después, mientras miraba a lo lejos, distinguió unas luces que se movían recortadas contra las montañas del norte. Recordó las historias que había visto allí representadas, los relatos que Boyce había conjurado para ella partiendo del juego de sombras de colores, historias terribles, desalentadoras. En las tierras perdidas no las había de otro tipo.

Finalmente otra luz atrajo su atención. Era un leve fulgor que se extendía al este y que no parecía anunciar nada bueno. La salida de la luna.

Gray Alys miró con calma más allá del moribundo fuego del campamento. Boyce había empezado a transformarse.

Observó cómo su cuerpo se retorció cuando el hueso y el músculo adoptaron nuevas formas, miró atenta cómo la mata de pelo blanco crecía y crecía, prestó atención al modo en que su sonrisa perezosa adoptaba una anchura que le partió el rostro, distinguió los caninos, más y más largos, y la lengua que se descolgó por la boca. Vio cómo la copa de vino caía de sus manos cuando estas se fundieron y marchitaron convertidas en zarpas. Hubo un momento en que él quiso decir algo, pero no surgieron palabras de su boca, tan solo un gañido ronco, una risa en parte humana en parte animal. Entonces echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido, se rasgó las vestiduras hasta quedar cubierto por harapos y dejó de ser Boyce. Al otro lado del fuego, frente a Gray Alys, se alzaba un lobo, una bestia enorme de blanco pelaje que medía por lo menos lo que un lobo normal y medio. Tenía un brochazo rojo por boca y relucientes ojos carmesí. Gray Alys miró esos ojos cuando se levantó para sacudirse el polvo de la capa emplumada. Eran ojos astutos, sabios. Dentro de esos ojos vio una sonrisa, la sonrisa de quien da las cosas por sentadas.

La sonrisa de quien da por sentadas más cosas de la cuenta.

El lobo aulló de nuevo, un aullido largo y salvaje que se fundió con el gemido del viento. Y entonces dio un salto por encima de las ascuas del fuego que él mismo había encendido.

Gray Alys apartó ambos brazos mientras la capa se le pegaba al cuerpo. Seguidamente se transformó.

El cambio fue más rápido que el del lobo-hombre, y concluyó casi al instante de haberse iniciado, aunque para Gray Alys duró una eternidad. Primero sintió una extraña asfixia, una sensación opresiva cuando se le adhirió la capa a la piel, seguida por un mareo y una curiosa debilidad líquida cuando los músculos empezaron a correr y fluir y rehacerse a sí mismos. Finalmente el frenesí mientras el poder fluía por ella y le surcaba las venas, un vino más intenso y fuerte que la pobre sustancia que Boyce había puesto a calentar al fuego.

Batió sus alas plateadas, cuyas puntas remataban en un punto negro, y el polvo se sacudió formando remolinos cuando alzó su vuelo a la luz de la luna, hacia la seguridad, lejos del alcance del lobo blanco, arriba, tanto que las ruinas se encogieron hasta la insignificancia, debajo, muy por debajo de ella. El viento la tomó entonces, la acarició con su vacilante pulso de hielo, y ella se entregó a él, planeando. Las imponentes alas captaron la desalentadora melodía de las tierras perdidas, llevándola más y más alto. Su pico cruel, curvo, se abrió y cerró y volvió a abrirse, pero no surgió ningún sonido de él. Surcó los cielos, ebria de volar. Sus ojos, más capaces de lo que podrían ser los ojos de un ser humano, vieron en la distancia, espiaron los secretos de todas las sombras, atisbaron todas las cosas moribundas y medio muertas que se estremecían y cojeaban por la desolada faz de las tierras perdidas. Al norte las cortinas de luz danzaron ante sus ojos, un millar de veces más brillantes y más seductoras de lo que habían sido con anterioridad, cuando dispuso tan solo de los ojos de esa criatura insignificante llamada Gray Alys para percibirlas. Quiso volver hacia ellas, surcar el cielo al norte, y más al norte aún, para retozar entre aquellas luces, para rasgarlas con las garras en cintas resplandecientes.

Levantó las garras a modo de desafío. Largas y endemoniadamente curvas eran, afiladas como cuchillas, y a la luz de la luna centellearon blancas sobre plata. Entonces recordó, cayó sobre un ala para trazar un amplio círculo, a regañadientes, lejos de las luces que la atraían, lejos de las tierras que se extendían al septentrión. Batió sus alas y volvió a batirlas, y emprendió el descenso dando un grito que rasgó la noche, directa hacia su presa.

Lo vio bajo ella, un punto blanco que se separaba del carro, lejos del fuego, buscando la seguridad de las sombras y los lugares oscuros. Pero no había nada seguro en las tierras perdidas. Era fuerte e incansable, y sus largas y potentes patas le permitieron avanzar con una constancia que devoró las leguas a su paso como si no fueran nada. Ya se había alejado un buen trecho del campamento. Pero por veloz que fuera, ella lo era más. Él no era más que un lobo, después de todo, y ella era el viento personificado.

Descendió envuelta en un silencio mortal, rasgando el viento como un cuchillo, extendidas las garras de plata. Pero él debía de haber visto que su sombra se le abalanzaba, perfilada por la luz de la luna, porque cuando cerró sobre su presa el lobo dio un quiebro y apretó el paso, espoleado por el miedo. Fue inútil. Corría a toda velocidad cuando ella voló sobre él, hiriéndole con las garras. Cortaron el pelaje y mordieron la carne como diez brillantes espadas de plata, perdió el paso, trastabilló y cayó.

Ella batió sus alas y sobrevoló a su presa antes de dar otra batida, y en ese momento el lobo se puso de nuevo en pie y levantó la vista hacia la terrible silueta oscura recortada contra la luna, los ojos más brillantes que nunca y que el miedo había vuelto febriles. Echó la cabeza hacia atrás y aulló pidiendo piedad con voz entrecortada.

Ella no tuvo piedad con él. Cayó en picado, con las garras teñidas de sangre y el pico abierto, dispuesto a rasgar y arrancar. El lobo la esperó, y dio un salto para encontrarse con ella entre gañidos y zarpazos. Pero no fue rival para ella.

Volvió a herirle al pasar, evitando con facilidad sus ataques, abriéndole cinco heridas más que no tardaron en sangrar con profusión.

La siguiente vez que ella cayó sobre un ala para encararle estaba tan debilitado que no pudo huir ni presentar batalla. Pero la observó en su descenso, y su enorme cuerpo se estremeció antes de que le alcanzara.

Finalmente abrió los ojos, debilitado, ofuscado. Gruñó y se movió un poco. Era de día y estaba de vuelta en el campamento, tumbado junto al fuego. Gray Alys se le acercó cuando oyó que se movía, se arrodilló a su lado y le levantó la cabeza. Le acercó una copa de vino a los labios hasta que se lo hubo bebido todo.

Cuando Boyce recostaba de nuevo la espalda, ella vio la duda en su mirada, la sorpresa de verse aún con vida.

—Lo sabías —dijo él, ronco—. Sabías lo que era.

—Sí —dijo Gray Alys. Era ella de nuevo, la delgada y menuda mujer de edad indefinida con los ojos grandes y grises, vestida con ropa descolorida. La capa emplumada colgaba de nuevo del armario, y las garras de plata ya no le adornaban los dedos.

Boyce intentó incorporarse, torció el gesto de resultas del dolor y rebulló sobre la manta que había bajo su cuerpo.

—Creía que… Me creí muerto —dijo.

—Estuviste a punto de morir —afirmó Gray Alys.

—Plata —dijo él con amargura—. La plata corta y quema tanto.

—Sí.

—Pero me salvaste —dijo él, confundido.

—Adopté mi forma y te traje de vuelta al campamento para atender tus heridas.

Boyce sonrió, pero con una pálida sombra de lo que había sido su sonrisa.

—Te transformas a voluntad —dijo él maravillado—. ¡He ahí un don que mataría por tener, Gray Alys!

Ella no dijo nada.

—Este lugar era demasiado abierto —dijo él—. Debí llevarte a otro lado. Si llega a haber algo que hubiera cubierto el cielo… Edificios, un bosque, cualquier cosa… Quizá no te lo habría puesto tan fácil.

—Tengo otras pieles —dijo Gray Alys—. Oso. Felino. No hubiera importado.

—Ah. —Boyce cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, esbozó una sonrisa forzada—. Eras hermosa, Gray Alys. Te vi volar largo rato antes de comprender lo que suponía, antes de echar a correr. Me costó apartar la vista de ti. Supe que eras mi perdición, pero a pesar de ello no podía mirar hacia otro lado. Tan hermosa. Tanto. Toda tú humo y plata, con el fuego en los ojos. La última vez, cuando te vi caer sobre un ala y volar hacia mí, casi me alegré. Es mejor morir a manos de alguien tan terrible y hermosa, pensé, que hacerlo víctima de algún espadachín insignificante, ensartado por una lanza de punta de plata.

—Lo siento —se disculpó Gray Alys.

—No —se apresuró a decir Boyce—. Es mejor que me hayas salvado. Me curaré pronto, ya lo verás. Ni siquiera las heridas causadas por la plata tardan en cerrarse. Entonces estaremos juntos.

—Sigues debilitado —dijo Gray Alys—. Duerme.

—Sí —dijo Boyce. Le sonrió y cerró los ojos.

Transcurrieron horas antes de que Boyce despertara de nuevo. Se sentía mucho más fuerte, pues sus heridas estaban cerca de sanar por completo. Pero cuando quiso levantarse, no pudo. Estaba atado, con los brazos y piernas separados, atado de pies y manos a estacas hundidas en la tierra gris.

Gray Alys le observó mientras efectuaba el descubrimiento, le oyó gritar alarmado. Acudió a él, le levantó la cabeza y le dio a beber más vino.

Cuando se apartó, él movió la cabeza de un lado a otro, mirando las ataduras antes de clavar la vista en ella.

—¿Qué has hecho? —protestó.

Gray Alys no dijo nada.

—¿Por qué? —preguntó él—. No lo entiendo, Gray Alys. ¿Por qué? Me salvaste, curaste mis heridas y ahora me veo atado.

—No te gustaría la respuesta, Boyce.

—¡La luna! —exclamó él—. Temes lo que pueda suceder esta noche, temes que vuelva a transformarme. —Sonrió entonces, satisfecho de haberlo supuesto—. Eres una insensata. Yo no te lastimaría, ya no, no después de lo que ha pasado entre ambos, después de averiguar lo que ahora sé. Nos pertenecemos el uno al otro, Gray Alys. Somos parecidos. Hemos contemplado juntos las luces, ¡y te he visto volar! ¡Tiene que haber confianza entre nosotros! Suéltame.

Gray Alys arrugó el entrecejo y suspiró, pero sin ofrecer ni una palabra.

Boyce la miró sin comprender.

—¿Por qué? —insistió él—. Desátame, Alys, deja que te demuestre la verdad que hay en mis palabras. No debes temerme.

—Y no te temo, Boyce —dijo ella, entristecida.

—Bien —dijo él—. Entonces libérame y transfórmate conmigo. Hazte un gran felino esta noche, sal de caza conmigo. Puedo llevarte a presas con las que jamás soñaste. Hay tantas cosas que podemos compartir. Has sentido lo que supone la transformación, sabes la verdad que hay en ella, has saboreado el poder, la libertad, visto las luces con ojos de bestia, olfateado sangre fresca y te has cebado en la presa. Eres consciente de… la libertad… Hasta qué punto te embriaga… todo lo que… Ya sabes…

—Lo sé —admitió Gray Alys.

—¡Entonces libérame! Estamos hechos para estar juntos. Viviremos juntos, nos amaremos, iremos juntos de caza.

Gray Alys hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No lo comprendo —dijo Boyce, que tiró con fuerza de las ataduras antes de lanzar un juramento y quedar de nuevo tendido, inmóvil—. ¿Tan horrible soy? ¿Tan malvado, tan poco atractivo te parezco?

—No.

—Entonces, ¿de qué se trata? Otras mujeres me han amado, me han considerado atractivo. Damas hermosas y acaudaladas, las mejores del lugar. Todas ellas me querían, incluso cuando sabían lo que era.

—Pero tú nunca respondiste a su amor, Boyce —dijo ella.

—No —admitió él—. Las amé a mi manera. Nunca traicioné su confianza, si es eso lo que piensas. Busco aquí a mis presas, en las tierras perdidas, no entre quienes sienten algo por mí. —Boyce sintió el peso de la mirada de Gray Alys y continuó—: ¿Cómo podría haberlas amado más de lo que hice? —dijo con sentimiento—. Solo conocían la parte de mí que vive en la ciudad, que ama el vino y las canciones y las sábanas perfumadas. El resto de mí vivía aquí, en las tierras perdidas, y sabía cosas que ellas, inocentes mías, no podían saber. Así se lo dije a las que más insistieron. Para unirse a mí completamente tenían que correr y cazar a mi lado. Como tú. Déjame ir, Gray Alys. Surca el cielo conmigo, mírame correr. Caza a mi lado. Gray.

Alys se levantó con un suspiro.

—Lo siento, Boyce. Te perdonaría la vida si pudiera, pero lo que está escrito, escrito está. Si hubieses muerto anoche, todo habría sido en vano. Las criaturas muertas carecen de poder. La noche y el día, el negro y el blanco, son débiles. Toda la fuerza deriva del reino que media entre ellos, en el alba y en el anochecer, en ese terrible lugar que separa la vida de la muerte. En el gris, Boyce. En el gris.

Él tiró de nuevo de las ataduras, rompió a llorar y a maldecir y enseñó los dientes. Gray Alys se alejó de él en busca de la soledad que le ofrecía el interior del carro. Allí siguió durante horas, sentada a solas en la negrura, oyendo a Boyce jurar y gritarle amenazas, súplicas y declaraciones de amor. Gray Alys permaneció dentro hasta que hubo salido la luna. No quería ver cómo se transformaba, ver cómo perdía la humanidad por última vez.

Finalmente los gritos se convirtieron en aullidos, bestiales muestras de abandono llenas de dolor. Fue entonces cuando Gray Alys salió por fin del vehículo. La luna llena proyectaba su luz pálida sobre el lugar. Atado al suelo duro, el enorme lobo blanco se retorcía y aullaba y forcejeaba y la contemplaba con sus furibundos ojos carmesí.

Gray Alys caminó hacia él con calma. En la mano empuñaba un largo cuchillo de desollar, en cuya hoja de plata había grabada una serie de elegantes runas.

Cuando finalmente dejó de forcejear, pudo trabajar con mayor rapidez, a pesar de lo cual fue una noche larga y sangrienta. Le mató en cuanto hubo terminado, antes de que llegara el alba y la transformación le devolviese una voz humana con la que poner palabras a su dolor. Entonces Gray Alys colgó la piel y sacó del carro las herramientas para cavar una tumba profunda en la tierra compacta y fría. Amontonó piedras y restos de escombros sobre la tumba, para protegerla de las cosas que vagabundeaban por las tierras perdidas, los no muertos, los cuervos carroñeros y las demás criaturas que no hacen ascos a la carne muerta. Tardó buena parte del día en enterrarlo, porque el terreno era muy duro, y también porque mientras trabajaba sabía que era un esfuerzo inútil.

Y cuando finalmente hubo concluido la labor, y el anochecer se cernía de nuevo sobre el horizonte, volvió al interior del carro, de cuyo interior salió cubierta con la imponente capa del millar de plumas plateadas cuyas puntas tenían pintadas de negro. Entonces se transformó, y alzó el vuelo, y voló incansable, con alma, casada con la oscuridad pero bañada por luces extrañas. Voló durante toda la noche bajo una luna llena y burlona, y justo antes del alba lanzó un único grito, agudo, lleno de desesperación y angustia, que reverberó al toparse con el viento y que cambió su sonido para siempre.

Quizá Jerais temía lo que ella pudiera darle, porque no acudió en solitario a visitar a Gray Alys. Se hizo acompañar por otros dos caballeros; uno era enorme y vestía de blanco, y lucía en el escudo un blasón compuesto por un cráneo esculpido en hielo, y el otro llevaba sobrevesta roja, y su blasón correspondía a un hombre que arde. Ambos se quedaron de pie nada más entrar, junto a la puerta, cubiertos con sus yelmos, silenciosos, mientras Jerais se acercaba cauteloso hacia Gray Alys.

—¿Y bien? —preguntó con tono de exigencia.

Ella tenía sobre el regazo una piel de lobo, la piel de un ejemplar imponente, toda ella blanca como blanca es la nieve que cubre las montañas. Gray Alys se levantó para ofrecer la piel a Azul Jerais, depositándola sobre el brazo que él le tendió.

—Decid a lady Melange que se haga un corte y deje que su propia sangre gotee sobre la piel. Que lo haga cuando asome la luna, la luna llena, y entonces el poder será suyo. Después tan solo tendrá que cubrirse con la capa y desear transformarse a continuación. De día o de noche, con o sin luna llena, no importa.

Jerais contempló la pesada piel blanca y esbozó una sonrisa dura.

—Conque una piel de lobo, ¿eh? No me esperaba algo así. Pensé que tal vez sería una poción, un hechizo.

—No —dijo Gray Alys—. Es la piel de un hombre lobo.

—¿Un hombre lobo? —Jerais frunció los labios de manera extraña, y a sus ojos de zafiro oscuro asomó un destello fugaz—. Bueno, Gray Alys, has hecho lo que lady Melange te pidió, pero ante mí has fracasado. No pagué para que tuvieras éxito, así que devuélveme la joya.

—No —dijo Gray Alys—. Me la he ganado, Jerais.

—No tengo lo que te pedí.

—Tienes lo que querías, y eso es lo que te prometí. —Sus ojos grises le sostuvieron sin miedo la mirada—. Creíste que mi fracaso te ayudaría a obtener lo que querías realmente, y que mi éxito te condenaría. Te equivocaste.

Jerais parecía divertido.

—¿Y qué es lo que deseo de verdad?

—A lady Melange —respondió Gray Alys—. Has sido uno de sus muchos amantes, pero querías más. Lo querías todo. Sabías que no eras el primero en su afecto. Yo he cambiado eso. Vuelve ahora a su lado, y llévale aquello por lo que ella ha pagado.

Ese día se produjo un amargo duelo en la torre del homenaje de la montaña cuando Azul Jerais se arrodilló ante lady Melange para ofrecerle la blanca piel de lobo. Pero cuando los gritos, los gimoteos y los lamentos cesaron, ella aceptó la blanca capa, derramó su sangre sobre ella y aprendió a transformarse. No es la unión que ella había deseado, pero es una unión. Así que cada noche sale a vagabundear por las almenas y la ladera de la montaña, y los habitantes de la población dicen que sus aullidos están llenos de pena.

Y Azul Jerais, quien la desposó un mes después de que Gray Alys regresase de las tierras perdidas, se sienta de día junto a su loca esposa en el gran salón, y cierra sus puertas de noche por miedo a los ardientes ojos rojos de su mujer, y ya no sale de caza, ni se ríe, ni siente pasión o lujuria alguna.

Puedes comprar cualquier cosa que desees a Gray Alys.

Pero es mejor no hacerlo.

FIN


  • Autor: George R. R. Martin

  • Título: En las tierras perdidas

  • Título Original: In the Lost Lands

  • Publicado en: Amazons II (1982)

  • Traducción: Miguel Antón – Patricia Nunes Martínez – Simón Saitó Navarro

 
 
 
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