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Lecturas


El demonio de dos centímetros

Isaac Asimov



Conocí a George en un congreso literario celebrado hace muchos años, y me llamó la atención el peculiar aire de inocencia y de candor que mostraba su rostro redondo y de mediana edad. Inmediatamente decidí que era la clase de persona a quien uno le dejaría la cartera para que se la guardase mientras se bañaba.

Él me reconoció por mis fotografías en la contraportada de mis libros y me saludó alegremente, diciéndome lo mucho que le gustaban mis cuentos y mis novelas, lo cual, naturalmente, me dio una excelente opinión de su inteligencia y buen gusto.

Nos estrechamos cordialmente las manos, y él dijo:

—Me llamo George Bitternut.

—Bitternut —repetí, para fijármelo en la mente—. Un apellido poco corriente.

—Danés —respondió—, y muy aristocrático. Desciendo de Cnut, más conocido como Canuto, un rey que conquistó Inglaterra a comienzos del siglo XI. Un antepasado mío era hijo suyo: bastardo, naturalmente.

—Naturalmente —murmuré, aunque no veía por qué había que darlo por sentado.

—Le pusieron de nombre Cnut, como su padre —continuó George—, y cuando fue presentado al rey, el soberano dijo: «Voto a bríos, ¿es éste mi heredero?» «No exactamente —respondió el cortesano que estaba meciendo al pequeño Cnut—, pues es ilegítimo, ya que su madre es la lavandera a la que vos…» «Ah —dijo el rey—, eso está mejor». Y como Bettercnut se le conoció a partir de ese momento. Únicamente con ese nombre. Yo lo he heredado por línea masculina directa, salvo que las vicisitudes del tiempo han acabado por cambiarlo a Bitternut.

Y sus azules ojos me miraron con una especie de hipnótica inocencia, que impedía toda duda.

—¿Quiere almorzar conmigo? —pregunté, moviendo la mano en dirección al restaurante profusamente decorado que, evidentemente, estaba destinado solo a personas poseedoras de carteras bien repletas.

—¿No le parece que ese local es un poco ostentoso y que la cafetería del otro lado podría…? —respondió George.

—Como invitado mío —añadí.

George frunció los labios y dijo:

—Ahora que lo miro bajo una luz más favorable, veo que tiene una atmósfera un tanto hogareña. Sí, almorzaré con usted.

Mientras tomábamos el plato principal, George dijo:

—Mi antepasado Bettercnut tuvo un hijo, al que llamó Sweyn. Un buen nombre danés.

—Sí, ya sé —respondí—. El padre del Rey Cnut se llamaba Sweyn Forbeard. En tiempos modernos el nombre se suele escribir Sven.

George frunció levemente el ceño y dijo:

—No hace falta que alardee de sus conocimientos de estas cosas, amigo mío. Admito que tiene usted los rudimentos de una educación.

Me sentí abochornado.

—Lo siento.

Agitó la mano en ademán de magnánimo perdón, pidió otro vaso de vino y prosiguió:

—Sweyn Bettercnut se sentía fascinado por las mujeres, característica que hemos heredado todos los Bitternut, y tenía mucho éxito con ellas…, como ha sido el caso con todos sus descendientes. Se sabe que muchas mujeres, después de separarse de él, meneaban la cabeza en señal de admiración y decían: «Oh, es todo un Sweyn». Y también era un archimago.

Hizo una pausa y, luego, preguntó con brusquedad:

—¿Sabe usted qué es un archimago?

—No —mentí, no deseando volver a hacer una ofensiva ostentación de mis conocimientos—. ¿Qué es?

—Un archimago es un mago eminente —aclaró George, con lo que pareció un suspiro de alivio—. Sweyn estudiaba las artes arcanas y ocultas. Entonces era posible hacerlo, pues aún no había surgido todo ese desagradable escepticismo moderno. Estaba consagrado a la tarea de encontrar la manera de persuadir a las jovencitas para que observaran con él esa clase de comportamiento dulce y complaciente que es la corona de la femineidad, y rehuyesen todo lo que era huraño y hosco.

—Ah —dije, con tono comprensivo.

—Para eso necesitaba demonios, y perfeccionó medios para invocarlos, quemando ciertas hierbas aromáticas y pronunciando determinados conjuros semiolvidados.

—¿Y daba resultado, señor Bitternut?

—Llámeme George. Claro que daba resultado. Tenía legiones de demonios que trabajaban para él, pues, como con frecuencia se lamentaba, las mujeres de la época eran seres tercos y obstinados, que oponían a su pretensión de ser nieto de un rey, ásperas observaciones sobre la naturaleza de la descendencia. Sin embargo, una vez que un demonio ejecutaba su obra, comprendían que un hijo natural era, simplemente, natural.

—¿Está seguro de todo eso, George?

—Naturalmente, pues el verano pasado encontré su libro de recetas para invocar demonios. Lo hallé en un viejo castillo inglés que actualmente está en ruinas, pero que en otro tiempo perteneció a mi familia. Se especificaban las hierbas exactas, la forma de quemarlas, el ritmo, los conjuros, las entonaciones. Todo. Estaba escrito en inglés antiguo, anglosajón, ya sabe, pero yo tengo un poco de lingüista y…

Se me hizo patente un ligero escepticismo.

—Usted bromea —dije.

Me miró con altivez.

—¿Por qué cree semejante cosa? ¿Acaso me estoy riendo? Se trata de un libro auténtico. Yo mismo experimenté las recetas.

—Y obtuvo un demonio.

—Sí, en efecto —respondió, señalándose de manera significativa el bolsillo superior de la chaqueta.

—¿Lo tiene ahí?

George se tocó el bolsillo, y parecía a punto de asentir cuando sus dedos palparon algo importante, o tal vez fuese precisamente que no palparon nada. Miró en el interior.

—Se ha ido —dijo con disgusto—. Desmaterializado… Pero quizá no se le pueda censurar por ello. Anoche estuvo conmigo porque sentía curiosidad por este congreso, ¿sabe? Le di un poco de whisky con un cuentagotas, y le gustó. Tal vez le gustó demasiado, pues quería pegarse con la cacatúa enjaulada que hay en el bar y empezó a insultarla. Afortunadamente, se quedó dormido antes de que el pájaro ofendido pudiera replicar. Esta mañana no parecía encontrarse muy bien, y supongo que se ha ido a su casa, dondequiera que esté, para recuperarse.

Sentí un acceso de rebeldía. ¿Esperaba que me creyera aquello?

—¿Me está diciendo que tenía un demonio en el bolsillo de la chaqueta?

—Es agradable ver lo rápidamente que se hace usted cargo de la situación —dijo George.

—¿Qué tamaño tenía?

—Dos centímetros.

—Pero eso no llega a una pulgada.

—Totalmente correcto. Una pulgada son 2,54 centímetros.

—Quiero decir, qué clase de demonio es para tener sólo dos centímetros de estatura.

—Uno pequeño —respondió George—, pero, como dice el refrán, más vale tener un demonio pequeño que no tener ninguno.

—Depende de cómo sea.

—Oh, Azazel…, se llama así. Es un demonio amistoso. Sospecho que no está muy bien considerado en sus antros nativos, pues se le nota extraordinariamente ansioso por impresionarme con sus poderes, salvo que no quiere utilizarlos para enriquecerme, como debería hacer, tratándose de una honorable amistad. Dice que sus poderes deben ser utilizados tan sólo para hacer el bien a otros.

—Vamos, vamos, George. Seguramente que no es ésa la filosofía del infierno.

George se llevó un dedo a los labios.

—No diga esa clase de cosas, amigo. Azazel se sentiría enormemente ofendido. Dice que su país es amable, decente y muy civilizado, y habla con gran respeto de su gobernante, cuyo nombre jamás pronuncia, y al que llama simplemente el Todo Total.

—¿Y en realidad hace favores?

—Siempre que puede. Ése es el caso, por ejemplo, de mi ahijada, Juniper Pen…

—¿Juniper Pen?

—Sí. Por su expresión de intensa curiosidad, me doy cuenta de que desea conocer la historia. Con mucho gusto se la contaré.

Juniper Pen —dijo George— era una cándida estudiante de segundo curso en la Universidad cuando comienza mi relato…, una dulce e inocente muchacha fascinada por el equipo de baloncesto, todos y cada uno de cuyos miembros eran jóvenes altos y muy guapos.

El jugador que más parecía estimular su imaginación femenina era Leander Thomson, un muchacho alto y delgado, de grandes manos que se enroscaban en torno a un balón o a cualquier otra cosa que tuviera forma y el tamaño de un balón, lo que de alguna manera trae a la memoria a Juniper. Obviamente, él era el objeto de sus gritos, cuando contemplaba desde la grada uno de sus partidos.

Solía hablarme de sus dulces sueños, pues, como todas las jovencitas, aunque no sean mis nietas, se sentía impulsada a confiar en mí. Mi porte cariñoso pero digno invitaba a las confidencias.

—Oh, tío George —decía—, seguro que no es nada malo que yo sueñe en un futuro con Leander. Me lo imagino como el mejor jugador de baloncesto del mundo, como la flor y nata de los grandes profesionales, como el titular de un sustancioso contrato de larga duración. Y no es que yo pida mucho. Todo lo que quiero de la vida es una pequeña mansión cubierta de enredaderas, un pequeño jardín que se extienda todo cuanto la vista pueda abarcar, una sencilla servidumbre organizada en equipos, todos mis vestidos ordenados alfabéticamente para cada día de la semana y cada mes del año y…

Me vi obligado a interrumpir su encantador parloteo.

—Hay un ligero fallo en tu plan, pequeña —dije—. Leander no es un jugador de baloncesto muy bueno, y es poco probable que algún equipo le contrate por grandes sumas.

—Eso es injusto —dijo, enfurruñando el gesto—. ¿Por qué no es un jugador de baloncesto muy bueno?

—Porque así es como funciona el Universo. ¿Por qué no concentras tus juveniles afectos en alguien que sea un buen jugador de baloncesto? ¿O, si vamos a eso, en algún joven y honrado corredor bursátil de Wall Street que tenga acceso a informaciones reservadas?

—La verdad es que ya he pensado en ello, tío George, pero me gusta Leander exclusivamente por lo que es. Hay veces en que pienso en él y me digo: «En realidad, ¿es tan importante el dinero?».

—Chist, jovencita —exclamo horrorizado. Hoy en día, las mujeres son increíblemente francas.

—Pero ¿por qué no puedo tener también el dinero? ¿Es mucho pedir?

¿Lo era realmente? Después de todo, yo tenía un demonio para mí solo. Se trataba de un demonio pequeño, desde luego, pero su corazón era grande. Seguramente que querría favorecer el curso del verdadero amor, a fin de aportar luz y dulzura a dos seres cuyos corazones latían al unísono al pensar en besos y fondos mutuos.

Azazel me escuchó cuando le invoqué con el conjuro apropiado… No, no puedo decirle cuál es. ¿No tiene usted un elemental sentido de la ética? Como digo, me escuchó, pero con lo que me pareció una absoluta carencia de esa comprensión que cabría esperar. Confieso que le había arrastrado a nuestro mundo sacándole de su entrega a algo parecido a un baño turco, pues se hallaba envuelto en una diminuta toalla y estaba tiritando. Su voz parecía más aguda y estridente que nunca. (En realidad, no creo que fuese verdaderamente su voz. Me da la impresión de que se comunicaba mediante alguna especie de telepatía, pero el resultado era que yo oía, o imaginaba oír, una aguda vocecilla).

—¿Qué es baloncesto? —preguntó—. ¿Un balón con forma de cesto? Porque, en ese caso, ¿qué es un cesto?

Traté de explicárselo, pero, para ser un demonio, puede resultar realmente obtuso. Se me quedó mirando, como si no le estuviese explicando con luminosa claridad cada detalle del juego.

Finalmente, dijo:

—¿Podría ver un partido de baloncesto?

—Naturalmente —respondí—. Esta noche se juega uno. Leander me dio una entrada, y tú puedes ir en mi bolsillo.

—Estupendo —dijo Azazel—. Llámame cuando te dispongas a salir para el partido. Ahora tengo que terminar mi zymig —con lo que supongo se refería a su baño turco, y desapareció.

Debo confesar que me irrita sobremanera que alguien anteponga sus insignificantes asuntos domésticos a las trascendentales cuestiones de que yo me ocupo…, lo cual me recuerda, amigo mío, que el camarero parece estar intentando atraer su atención. Creo que le tiene preparada la cuenta. Recójala, por favor, para que yo pueda continuar mi relato.

Esa noche fui al partido de baloncesto, y Azazel venía conmigo en mi bolsillo. Mantenía la cabeza asomada por el borde del bolsillo y habría constituido un sospechoso espectáculo si alguien hubiera estado mirando. Su piel es de un color rojo brillante y en su frente se destacan las protuberancias de dos pequeños cuernos. Por fortuna, se mantenía dentro del bolsillo, pues su musculosa cola de un centímetro de longitud es su rasgo más prominente y nauseabundo.

Yo no soy un gran aficionado al baloncesto, y preferí dejar que Azazel extrajera por su propia cuenta el significado de lo que estaba viendo. Su inteligencia, aunque más demoniaca que humana, es notable.

Una vez finalizado el partido, me dijo:

—Por lo que he podido deducir de la esforzada acción de los corpulentos, desgarbados y en absoluto interesantes individuos que corrían por la pista, parece ser que se producía una cierta conmoción cada vez que esa curiosa pelota pasaba a través del aro.

—En efecto —dije—. Eso es encestar.

—Entonces, ¿ese protegido tuyo se convertiría en un héroe de ese estúpido juego si pudiera pasar la pelota por el aro todas las veces que lo intentase?

—Exactamente.

Azazel pensativo, agitó la cola.

—No tiene que ser difícil. Sólo necesito ajustar sus reflejos para hacerle calcular el ángulo, la altura, la fuerza…

Permaneció unos instantes en reflexivo silencio, a continuación dijo:

—Veamos, he tomado nota de su complejo coordinado personal durante el partido… Sí, se puede hacer. En realidad, ya está hecho. Tu Leander no tendrá ninguna dificultad en hacer pasar la pelota por el aro.

Yo experimentaba una cierta excitación mientras aguardaba a que se celebrase el siguiente partido. No le dije nada a la pequeña Juniper, porque nunca había hecho uso de los poderes demoniacos de Azazel y no estaba del todo seguro de que sus hechos hicieran honor a sus palabras. Además, quería que se llevara una sorpresa. (Y se la llevó, muy grande, lo mismo que yo).

Por fin llegó el día del partido, y aquél fue el partido. Nuestro colegio local, Nerdsville Tech, de cuyo equipo de baloncesto Leander era tan pálida luminaria, jugaba contra los larguiruchos fajadores de Reformatorio Al Capone, y se esperaba que fuese un combate épico.

Cómo de épico, nadie lo esperaba. El equipo de Al Capone en seguida se puso por delante en el marcador, y yo observaba atentamente a Leander. Parecía tener dificultades para decidir lo que debía hacer, y al comienzo sus manos parecían fallar el balón cuando trataba de avanzar. Supuse que sus reflejos habían resultado tan alterados, que en un principio no podía controlar en absoluto sus músculos.

Sin embargo, luego, fue como si se acostumbrara a su nuevo cuerpo. Cogió el balón y pareció que se le escapaba de las manos…, ¡pero qué forma de escaparse! Describió un arco en el aire y atravesó el centro del aro.

Las gradas estallaron en frenético aplauso, mientras que Leander contemplaba pensativamente el aro, como preguntándose qué había ocurrido.

Fuera lo que fuese, volvió a ocurrir otra vez…, y otra. Tan pronto como Leander tocaba el balón, éste se elevaba describiendo un arco. Tan pronto como se elevaba, se curvaba hacia la canasta. Sucedía tan de repente, que nadie veía jamás a Leander apuntar ni hacer absolutamente ningún esfuerzo. Interpretando esto como una prueba de maestría, la multitud se puso histérica.

Sin embargo, luego, como era de esperar, sucedió lo inevitable, y el partido se hundió en un caos total. Brotaban silbidos de las tribunas; los alumnos de rostros llenos de cicatrices que animaban al reformatorio Al Capone, proferían violentas observaciones de carácter insultante, y por todas partes se producían peleas a puñetazos entre el público.

Lo que yo no había dicho a Azazel, creyendo que se trataba de algo evidente, y lo que él no había advertido, era que las dos canastas de la pista no eran iguales: una correspondía al equipo local y la otra al equipo visitante, y que cada jugador lanzaba el balón hacia la canasta apropiada. Y el balón, con toda la lamentable ignorancia de un objeto inanimado, en cuanto Leander lo tocaba, se elevaba hacia la canasta más próxima. El resultado era que, una y otra vez, Leander se las arreglaba para introducir el balón en la canasta en que no debía.

Persistió en hacerlo, pese a los amables reproches del entrenador del Nerdsville, Claws «Pop» McFang, que se desgañitaba a gritos por entre la espuma que le cubría los labios. «Pop» McFang enseñó los dientes con un suspiro de tristeza por tener que expulsar a Leander del partido y lloró abiertamente cuando le quitaron los dedos de la garganta de Leander para que pudiera llevarse a efecto la expulsión.

Amigo mío, Leander nunca volvió a ser el mismo. Naturalmente, yo había pensado que buscaría refugio en la bebida y se convertiría en un torvo y pensativo alcohólico. Eso lo habría comprendido. No obstante, cayó aún más bajo. Se volvió hacia sus estudios.

Bajo la despreciativa, y a veces incluso compasiva, mirada de sus condiscípulos, iba de clase en clase, sepultaba la cabeza entre los libros y descendía hacia las cenagosas profundidades de la ciencia.

Durante todo ese tiempo, sin embargo, Juniper se aferró a él. Me necesita, decía, con los ojos empañados por las lágrimas. Sacrificándolo todo, se casó con él una vez que ambos se graduaron. Y continuó manteniéndose unida a él, incluso mientras caía al más profundo de los abismos, al ser estigmatizado con un doctorado en Física. Él y Juniper viven ahora en un pequeño apartamento situado en alguna parte del lado oeste. Él enseña física y ella realiza investigaciones sobre Cosmogonía, según tengo entendido. Él gana 60.000 dólares al año, y entre quienes le conocieron cuando era un deportista respetable, se dice, en horrorizados susurros, que es un posible candidato al premio Nobel.

Juniper nunca se queja, y se mantiene fiel a su ídolo caído. Ni con palabras ni con hechos expresa jamás ningún sentimiento de pérdida, pero no puede engañar a su viejo padrino. Sé muy bien que, a veces, piensa melancólicamente en la mansión cubierta de enredaderas que nunca tendrá y en las ondulantes colinas y distantes horizontes de la pequeña finca de sus sueños.

—Ésa es la historia —dijo George, mientras recogía el cambio que había traído el camarero y anotaba el total del recibo de la tarjeta de crédito, supongo que para poder deducirlo de sus impuestos—. Yo, en su lugar —añadió—, dejaría una generosa propina.

Así lo hice, un tanto aturdido, mientras George sonreía y se alejaba. En realidad, no me importaba que George se hubiera quedado con el cambio. Se me ocurrió que él únicamente tenía una comida, mientras que yo disponía de una historia que podía contar como propia y que me reportaría una cantidad de dinero equivalente a muchas veces el coste de la comida.

De hecho, decidí continuar almorzando con él de vez en cuando.

FIN


  • Autor: Isaac Asimov

  • Título: El demonio de dos centímetros

  • Título Original: The Two-Centimeter Demon

  • Publicado en: Azazel (1988)

  • Traducción: Adolfo Martín

 
 
 


El caballito de madera

D. H. Lawrence


Era una mujer hermosa, que había empezado con todas las ventajas que puede deparar la vida, y que, sin embargo, no tuvo suerte. Se casó por amor, y el amor se redujo a polvo. Tuvo hermosos hijos, pero llegó a creer que le habían sido impuestos, y no pudo amarlos. Ellos la miraban con frialdad, como si la encontraran culpable. Y bien pronto ella sintió que debía ocultar alguna falta. Sin embargo, nunca supo cuál era esa culpa que debía ocultar. Pero cuando sus hijos estaban presentes, sentía endurecérsele el centro del corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba de mostrarse afectuosa y solícita con ellos, como si los quisiera mucho. Sólo ella sabía que en el centro de su corazón había un lugarcito duro que no podía sentir amor, que no podía amar a nadie. Todos decían: «Es una buena madre. Adora a sus hijos». Sólo ella y sus mismos hijos sabían que no era así. Leían la verdad en sus miradas.

Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa agradable, con jardín, con criados discretos, y se sentían superiores a todos los vecinos.

Pero, aunque guardaban las apariencias, reinaba siempre en la casa cierta ansiedad. El dinero nunca era suficiente. La madre tenía una pequeña renta, y el padre tenía una pequeña renta, mas no bastaban para conservar la posición social que debían mantener. El padre trabajaba en una oficina de la ciudad. Tenía buenas perspectivas, pero esas perspectivas nunca se materializaban. Y aunque conservaran las apariencias, persistía siempre la punzante sensación de la escasez de dinero.

Por fin dijo la madre:

—Veré si yo puedo hacer algo.

Pero no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin encontrar nada eficaz. El fracaso grabó profundos surcos en su rostro. Sus hijos crecían, pronto tendrían que ir a la escuela. Hacía falta dinero, más dinero. Parecía que el padre, siempre muy elegante y dispendioso en la satisfacción de sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la madre, que tenía mucha fe en sí misma, no logró mejores resultados y además era tan derrochadora como el padre.

Y así fue como penetró en la casa aquella frase tácita: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!». Los niños la oían permanentemente, aunque nadie la pronunciaba en alta voz. La oían en la Navidad, cuando los costosos y espléndidos juguetes llenaban su cuarto. Detrás del reluciente caballito de madera, detrás de la elegante casa de muñecas, una voz, de pronto, empezaba a susurrar: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!». Y los niños se interrumpían en sus juegos, para escuchar la voz. Se miraban a los ojos, para comprobar si todos la habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros dos que también habían oído. «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!».

Las palabras brotaban en un susurro de los resortes del caballito de madera, que aún no había dejado de mecerse, y también el caballo las oía, bajando la cabeza de madera. Y la muñeca grande, tan rosada y presumida en su cochecito nuevo, la oía con toda claridad, y al oírla parecía acentuar su sonrisa de afectación. Y aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar del oso de paño, tenía ahora una expresión tan extraordinaria de bobería por la sola razón de que acababa de oír el secreto murmullo que inundaba la casa: «¡Hace falta más dinero!».

Sin embargo, nadie lo decía en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lo tanto nadie lo formulaba abiertamente, así como nadie dice: «Estamos respirando», a pesar de que lo hacemos sin cesar.

—Mamá —dijo el niño Paul un día—, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué usamos siempre el de tío, o un taxi?

—Porque somos los parientes pobres —dijo la madre.

—¿Y por qué somos los parientes pobres, mamá?

—Bueno… —dijo la madre con lentitud y amargura—, supongo que es porque tu padre no tiene suerte.

El niño estuvo un rato silencioso.

—¿La suerte es dinero, mamá? —preguntó al fin con cierta timidez.

—¡No, Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga dinero.

—¡Oh! —dijo Paul vagamente—. Yo pensé que cuando tío Oscar decía «sucio lucro» quería decir dinero.

—Lucro quiere decir dinero —dijo la madre—. Pero es lucro, y no suerte.

—¡Oh! —exclamó el niño—. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá?

—Es lo que hace que uno tenga dinero —repitió la madre—. Si tienes suerte, tienes dinero. Por eso es mejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, puedes perder tu dinero. Pero si tienes suerte, siempre ganarás más dinero.

—¡Oh! ¿De veras? ¿Y papá no tiene suerte?

— No, para nada —respondió ella amargamente.

El niño la miró con expresión vacilante.

—¿Por qué? —preguntó.

—No sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no.

—¿No? ¿Nadie sabe? ¿No hay nadie que sepa?

—¡Quizá lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice.

—Oh, pero debería decirlo. ¿Y tú tampoco tienes suerte, mamá?

—No puedo tenerla, porque estoy casada con un hombre sin suerte.

—¿Pero tú misma, no tienes suerte?

—Solía creer que sí, antes de casarme. Pero ahora veo que soy muy desafortunada.

—¿Por qué?

—¡Bueno, basta de preguntas! Quizá no sea desafortunada en realidad…

El niño la miró para ver si lo decía en serio. Pero vio, por la expresión de su boca, que estaba tratando de ocultarle algo.

—Bueno, de todas maneras —dijo con obstinación—, yo soy una persona de suerte.

—¿Por qué?— preguntó su madre echándose a reír. Él la miró. Ni siquiera sabía por qué había afirmado eso.

—Me lo dijo Dios —repuso, no queriendo dar el brazo a torcer.

—¡Ojalá sea así, querido! —contestó la madre, riendo nuevamente, pero con cierto resentimiento.

—¡Es cierto, mamá!

—¡Excelente! —dijo la madre, recurriendo a una de las exclamaciones favoritas de su marido.

El niño vio que no le creía; o más bien, que no hacía caso de sus afirmaciones. Esto lo irritó. Deseó poder obligarla a que le prestara atención.

Se marchó, solo, vaga la expresión, pueril el andar, buscando la clave de la suerte. Absorto, sin reparar en los demás, iba y venía con una especie de cautela, buscando interiormente la suerte. Quería encontrar la suerte, quería encontrarla. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, en el cuarto de juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en una acometida salvaje, con tal frenesí que sus hermanas lo espiaban con inquietud. Impetuoso galopaba el caballo, tremolaban los cabellos oscuros y ondulados del niño y había en sus ojos un extraño fulgor. Las chiquillas no se atrevían a hablarle.

Cuando llegaba al término de su alocado viaje, echaba pie a tierra y se plantaba ante el caballo de madera, contemplando fijamente su cabeza gacha. La boca roja del animal estaba levemente abierta, y sus grandes ojos tenían un resplandor vidrioso.

—¡Vamos! —ordenaba quedamente al fogoso corcel—. ¡Llévame a donde está la suerte! ¡Anda, llévame!

Y azotaba al caballo en el pescuezo con la fusta que le había pedido al tío Oscar. Sabía que el animal, si él lo obligaba, lo llevaría a donde estaba la suerte. Montaba entonces de nuevo y reanudaba su furioso galope, con el deseo y la certeza de llegar, por fin, a donde estaba la suerte.

—¡Romperás el caballo, Paul! —decía la institutriz.

—¡Siempre cabalga así! —añadía Joan, su hermana mayor—. ¿Por qué no se queda tranquilo?

Pero él se limitaba a mirarlas con furia y en silencio. La institutriz desistió de corregirlo. Imposible sacar nada de él. Y al fin y al cabo, ya se estaba poniendo demasiado grande para que ella lo cuidara.

Un día su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus furiosos galopes. El chico no les dirigió la palabra.

—¡Hola, mi pequeño jinete! —dijo el tío—. ¿Corres una carrera?

—¿No eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura —dijo su madre. Pero Paul se contentó con mirarla, irritado, con sus ojos azules, grandes y más bien hundidos. No quería hablar con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre lo observó con expresión ansiosa. Por fin, bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y se deslizó a tierra—. ¡Bueno, llegué! —anunció impetuosamente, con los ojos azules todavía relucientes, bien separadas las piernas largas y robustas.

—¿Adónde llegaste? —preguntó su madre—. A donde quería llegar —replicó.

—Muy bien, hijo —aprobó el tío Oscar—. Nunca hay que detenerse antes de llegar a la meta. ¿Cómo se llama el caballo?

—No tiene nombre.

—¿Se las arregla sin un nombre? —preguntó el tío.

—Bueno, tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba «Sansovino».

—«Sansovino», ¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo conocías su nombre?

—Siempre habla de carreras de caballos con Bassett —dijo Joan.

El tío se quedó encantado al descubrir que su sobrinito estaba al tanto de todas las noticias referentes a las carreras. Bassett, el joven jardinero —que había sido herido en un pie durante la guerra y había obtenido su actual empleo por recomendación de Oscar Cresswell, su antiguo patrón— era un verdadero perito en cosas del «turf». Vivía en la atmósfera de las carreras, y el niño con él.

Oscar Cresswell lo supo todo por medio de Bassett.

—El niño Paul viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor —dijo Bassett con expresión terriblemente seria, como si hablara de temas religiosos.

—¿Y alguna vez apuesta algo al caballo que se le ha ocurrido?

—Bueno… yo no quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada, señor. Preferiría que se lo preguntase usted mismo. En cierto modo le produce placer nuestro secreto y (con perdón de usted) quizá pensaría que yo lo he traicionado.

Bassett estaba tan serio que parecía en misa.

El tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil.

—Dime, Paul —le preguntó—, ¿alguna vez apuestas algo a un caballo?

El niño observó atentamente a su tío.

—¿Por qué? ¿Crees que no debería hacerlo? —replicó, poniéndose en guardia.

—¡No, nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías darme un «dato» para el Lincoln.

El automóvil se internaba en la campiña, en dirección a la casa que tenía en Hampshire el tío Oscar.

—¿De veras? —preguntó el sobrino.

—¡De veras, hijo! —replicó el tío.

—Bueno, entonces, juégale a «Daffodil».

—¡«Daffodil»! No creo que gane. ¿Qué me dices de «Mirza»?

—Sólo sé cuál será el ganador —dijo el niño—. Y el ganador será «Daffodil».

—¿«Daffodil», eh?

Hubo una pausa. «Daffodil» era un caballo relativamente mediocre.

—¡Tío!

—¿Sí, hijo?

—No lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett.

—¡Al diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto?

—¡Somos socios! ¡Hemos sido socios desde el primer momento! Tío, él me prestó los primeros cinco chelines, y los perdí. Y yo le prometí, bajo palabra de honor, que esto quedaría entre nosotros. Pero entonces tú me diste ese billete de diez chelines, con el que empecé a ganar, y pensé que tú tenías suerte. Pero no lo dirás a nadie, ¿verdad?

El niño miró a su tío con aquellos ojos enormes, ardientes, azules, que parecían demasiado juntos. El tío se encogió de hombros y se echó a reír, incómodo.

—¡Quédate tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿«Daffodil», eh? ¿Cuánto piensas apostarle?

—Todo menos veinte libras —dijo el chico—. Las mantengo en reserva.

El tío pensó que era un buen chiste.

—¿Así que mantienes veinte libras en reserva, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas?

—Trescientas —dijo gravemente el chico—. Pero esto queda entre tú y yo, tío Oscar. ¿Palabra de honor?

El tío lanzó una carcajada.

—Pierde cuidado, mi pequeño Nat Gould —contestó sin cesar de reír—, te guardaré el secreto. ¿Pero dónde están tus trescientas libras?

—Las tiene Bassett. Somos socios.

—¡Ah, ya veo! ¿Y cuánto apostará Bassett a «Daffodil»?

—No creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta quizá.

—¿Ciento cincuenta peniques? —dijo el tío en son de broma.

—No, ciento cincuenta libras —repuso el muchacho mirando a su tío con sorpresa—. Bassett se queda con una reserva más grande que yo.

Entre divertido e intrigado, el tío Oscar guardó silencio. No volvió sobre el tema, pero decidió llevar a su sobrino a las carreras de Lincoln.

—Bueno, muchacho —le dijo—, yo apostaré veinte libras a «Mirza», y cinco para ti al caballo que elijas. ¿Cuál te gusta?

—¡«Daffodil», tío!

—¡No, no te pierdas esas cinco libras apostándolas a «Daffodil»!

—Es lo que yo haría si el dinero fuese mío —dijo el niño.

—¡Bien! ¡Bien! ¡Razón tienes! Diez libras a «Daffodil», cinco para ti y cinco para mí.

El niño nunca había visto carreras. Sus ojos eran llamitas azules. Su boca estaba tensa. Delante de él había un francés que había apostado a «Lancelot». Frenético, subía y bajaba los brazos, gritando con su acento francés: «¡“Lancelot”! ¡“Lancelot”!».

«Daffodil» llegó primero, «Lancelot» segundo, «Mirza» tercero. El niño, a pesar de su sonrojo y sus ojos incandescentes, estaba extrañamente sereno. Su tío le trajo cinco billetes de cinco libras. El caballo había pagado a razón de cuatro a uno.

—¿Qué hago con ellos? —preguntó, agitándolos ante los ojos del muchacho.

—Creo que tendremos que hablar con Bassett —repuso el chico—. Si no me equivoco, ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte.

Su tío lo observó unos instantes.

—¡Vamos, muchacho! —exclamó—. ¿En serio pretendes que Bassett tiene mil quinientas libras tuyas?

—Sí, es en serio. ¡Pero no lo digas a nadie! ¿Palabra de honor?

—¡Palabra de honor, sí, amiguito! Pero debo hablar con Bassett.

—Si quieres, tío, puedes ser nuestro socio. Pero deberás prometer, bajo palabra de honor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes tenerla, porque fue con tus diez chelines que empecé a ganar…

El tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí conversaron.

—Yo le diré cómo fue, señor —dijo Bassett—. Al niño Paul le gustaba hacerme hablar de carreras, contarle anécdotas… en fin, señor, usted sabe lo que son esas cosas. Y siempre tenía interés por saber si yo había ganado o perdido. Hará un año, me pidió que le apostara cinco chelines a «Blush of Dawn»; y perdimos. Después, con esos diez chelines que le regaló usted, se nos dio vuelta la suerte y en general nos ha sido bastante favorable. ¿Qué piensa usted, niño Paul?

—Todo va muy bien cuando estamos seguros —dijo Paul—. Pero cuando no estamos del todo seguros, solemos perder.

—Sí, pero entonces tenemos cuidado —dijo Bassett.

—¿Y cuándo están seguros? —preguntó, sonriendo, el tío Oscar.

—Es el niño Paul, señor —dijo Bassett con voz secreta, religiosa—. Es como si recibiera un aviso del cielo. Ya vio usted lo que pasó con «Daffodil». Ése era cien por cien seguro.

—¿Tú apostaste a «Daffodil»? —preguntó Oscar Cresswell.

—Sí, señor. Hice mi ganancia.

—¿Y mi sobrino?

Bassett miró a Paul y guardó obstinado silencio.

—Yo gané mil doscientas libras, ¿verdad, Bassett? Le dije a tío que había apostado trescientas a «Daffodil».

—Eso es —asintió Bassett.

—Pero ¿dónde está el dinero? —preguntó el tío.

—Lo tengo yo, señor, bien guardado. El niño Paul puede pedírmelo cuando quiera.

—¿Mil quinientas libras?

—¡Mil quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó en el hipódromo.

—¡Es asombroso! —dijo el tío.

—Si el niño Paul le ofrece entrar en la sociedad, señor, yo en su lugar aceptaría; con perdón de usted.

Oscar Cresswell reflexionó.

—Quiero ver el dinero —dijo.

Los condujo a la casa, y poco después Bassett regresaba al invernadero —donde lo esperaba Oscar Cresswell— trayendo mil quinientas libras en billetes. Las veinte libras restantes las había dejado a Joe Glee, en el depósito de la comisión de carreras.

—Ya ves, tío —dijo el niño—, que todo marcha muy bien cuando yo estoy seguro. Entonces jugamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett?

—Así es, niño.

—¿Y cuándo estás seguro? —preguntó el tío, echándose a reír.

—Oh, bueno, a veces estoy absolutamente seguro, como en el caso de «Daffodil» —dijo el niño—, y a veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es verdad, Bassett? Entonces tenemos cuidado, porque la mayoría de las veces perdemos.

—¡Oh, ya veo! Y cuando estás seguro, como en el caso de «Daffodil», ¿por qué estás tan seguro, hijo mío?

—Oh, bueno, no lo sé —respondió el niño, turbado—. Estoy seguro, tío, pero eso es todo.

—Es como si recibiera un aviso divino, señor —reiteró Bassett.

—¿Será posible? —dijo el tío.

Pero ingresó en la sociedad. Y cuando se acercaba el premio Leger, Paul se sintió «seguro» de que ganaría «Lively Spark», caballo de escasos antecedentes. Paul insistió en apostarle mil libras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cresswell doscientas. «Lively Spark» ganó y pagó a razón de diez a uno. Paul había ganado diez mil libras.

—Ya ves —dijo—, yo estaba absolutamente seguro.

El mismo Oscar Cresswell había ganado dos mil libras.

—Mira, muchacho —le dijo—, esta clase de cosas me ponen un poco nervioso.

—¿Por qué, tío? Quizá no volveré a estar «seguro» durante mucho tiempo.

—Pero ¿qué vas a hacer con el dinero?

—Empecé a jugar por causa de mamá —repuso el niño—. Ella dijo que no tenía suerte, porque papá no la tenía, y entonces pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría de susurrar.

—¿Quién dejaría de susurrar?

—¡Nuestra casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de susurrar.

—¿Qué susurra?

—Bueno… pues… —vaciló el chico—… a decir verdad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío, que siempre falta dinero.

—Lo sé, hijo, lo sé.

—¿Y sabes, tío, que mamá siempre tiene algún vencimiento, verdad?

—Me temo que sí.

—Y entonces la casa empieza a susurrar, y parece que hubiera alguien que se ríe de nosotros a espaldas de nosotros. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte…

—¿Podrías terminar con eso, verdad? —concluyó el tío.

El niño lo miró con sus grandes ojos azules, que traslucían un fuego frío y misterioso, pero no dijo nada.

—¡Bueno! —dijo el tío—. ¿Qué hacemos?

—No quiero que mi madre sepa que tengo suerte —dijo el chico.

—¿Por qué no?

—Porque no me lo permitiría.

—Me parece que te equivocas.

—¡Oh! —exclamó el chico, agitándose extrañamente—. No quiero que ella lo sepa, tío.

—¡Está bien, hijo! Lo arreglaremos todo de manera que ella no lo sepa.

Y en efecto, lo arreglaron con suma facilidad. Paul, a sugerencia de su tío, le entregó cinco mil libras; éste las puso en manos del abogado de la familia, quien debía informar a la madre de Paul que un pariente suyo le había entregado ese dinero, con la orden de pagarle mil libras anuales, el día de su cumpleaños, durante los cinco años subsiguientes.

—De ese modo —dijo el tío Oscar— ella recibirá un regalo de cumpleaños de mil libras durante los cinco años próximos. Espero que eso no le haga la vida dura después, cuando deje de recibirlas.

La madre de Paul cumplía años en noviembre. La casa había estado «susurrando» más que nunca en los últimos tiempos, y a pesar de su suerte, Paul no podía hacerle frente. Estaba ansioso por ver el efecto que causaría, el día del cumpleaños de su madre, la carta con la noticia referente a las mil libras.

Cuando no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había sustraído a la jurisdicción de la institutriz. Su madre iba al «centro» casi todos los días. Había redescubierto su vieja habilidad para dibujar telas y pieles, y trabajaba secretamente en el estudio de una amiga, que era la «artista» más destacada de las principales modistas. Dibujaba para los anuncios periodísticos figurines de damas ataviadas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganaba varios millares de libras al año, pero la madre de Paul sólo pudo ganar unos centenares, y nuevamente se sintió insatisfecha. Tenía tantos deseos de sobresalir en algo, y no podía conseguirlo… ni siquiera dibujando anuncios de modas.

La mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul escrutó su rostro mientras leía las cartas. Él sabía cuál era la del abogado. Advirtió que a medida que su madre la leía, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después un gesto frío y decidido asomó a sus labios. Ocultó la carta bajo las demás, y no dijo nada.

—¿No recibiste nada agradable para tu cumpleaños, mamá? —preguntó Paul.

—Sí, algo bastante agradable —respondió ella con su voz fría y ausente.

Y se fue al centro sin añadir palabra.

Pero por la tarde vino el tío Oscar. Dijo que la madre de Paul había celebrado una larga entrevista con su abogado, preguntándole si podía adelantarle en seguida la totalidad del dinero, pues estaba en deuda.

—¿Tú qué piensas, tío? —dijo el chico.

—Es cosa tuya, hijo.

—¡Oh, entonces dale el dinero! Con lo que nos queda podemos ganar más.

—Más vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío —dijo el tío Oscar.

—Oh, pero sin duda yo sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire, o el Derby. En alguno de ellos tengo que saber.

El tío Oscar firmó el consentimiento y la madre de Paul cobró las cinco mil libras. Pero entonces ocurrió algo muy extraño. Las voces de la casa parecieron enloquecer súbitamente, como una algarabía de ranas en una tarde de primavera. Se habían comprado algunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el próximo otoño iría a Eton, el colegio donde se había educado su padre. Aun en invierno había flores en la casa. El lujo a que había estado habituada la madre de Paul experimentaba un resurgimiento. Y sin embargo, las voces de la casa, detrás de los ramilletes de mimosas y flores de almendro, y debajo de las pilas de iridiscentes almohadones, parecían aullar y desgañitarse en una especie de éxtasis. «¡Hace falta más dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra! ¡A-ho-ra hace falta más dinero! ¡Más que nunca! ¡Más que nunca!».

Aquello asustó terriblemente a Paul. Trataba de estudiar el latín y el griego con sus preceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había corrido el Nacional; Paul no se sintió «seguro», y perdió cien libras. Vino el verano. Mientras aguardaba la disputa del Lincoln lo consumía la impaciencia. Pero esta vez tampoco «supo» y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió en un chico extraño, de ojos extraviados; parecía que algo fuese a estallar en su interior.

—¡No te preocupes más, hijo mío! —insistía su tío Oscar—. Olvídate de todo eso.

Pero el muchacho como si no lo oyera.

—¡Tengo que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! —repetía, con sus ojos azules incendiados por una especie de locura.

Su madre advirtió la sobreexcitación que lo dominaba.

—Será mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en vez de esperar? Me parece que te convendría —dijo mirándolo ansiosamente, con el corazón extrañamente sobrecogido por causa del niño.

Pero el chico alzó sus inquietantes ojos azules.

—¡No puedo ir antes del Derby, mamá! —respondió—. ¡No puedo!

—¿Por qué no? —preguntó ella, endureciendo la voz ante la contradicción—. ¿Por qué no? Nadie te impedirá después ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo que quieres. No tienes necesidad de aguardar aquí. Además, me parece que te estás interesando demasiado por esas carreras de caballos. Es un mal síntoma. Mi familia ha sido una familia de jugadores; sólo cuando seas grande comprenderás el perjuicio que eso nos ha causado. Pero lo cierto es que nos ha perjudicado. Tendré que despedir a Bassett, y pedirle a tío Oscar que no te hable de carreras, a menos que te muestres más razonable. Ve a veranear a la playa y olvídate de todo eso. ¡Eres un manojo de nervios!

—Haré lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas salir antes del Derby.

—¿Salir de dónde? ¿De esta casa?

—Sí —dijo Paul, mirándola fijamente.

—¡Pues mira que eres extraño! ¿A qué viene tan súbito cariño por esta casa? Jamás me figuré que pudieras quererla.

Él la miró sin hablar. Guardaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no había dicho ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar.

Pero su madre, después de permanecer unos instantes indecisa e irritada, dijo:

—¡Está bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que quieres. Pero prométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no interesarte tanto en las carreras de caballos y en los «programas», como tú les llamas!

—¡Oh, no! —dijo el chico, distraído—. No pensaré mucho en eso, mamá. No te preocupes. En tu lugar, yo no me preocuparía.

—¡Si tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo —dijo la madre—, vaya a saber en qué terminaría todo!

—Pero tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? —repitió el niño.

—Me gustaría saberlo —respondió ella fatigadamente.

—Oh, bueno, puedes saberlo. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes que preocuparte!

—¿De veras? Bueno, ya veremos.

El secreto máximo de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que se emancipó de institutrices y gobernantas, lo hizo llevar a su dormitorio, en el piso alto.

—¡Eres demasiado grande para jugar con un caballito de madera! —le había reprochado su madre.

—Oh, mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me gusta jugar con cualquiera —fue la extraña respuesta.

—¿Así te sientes acompañado? —preguntó la madre, echándose a reír.

—¡Oh, sí! Es muy bueno, y siempre me hace compañía.

Y así fue como el caballo, ya bastante maltrecho, permaneció, inmovilizado en una cabriola, en el dormitorio del niño.

Se acercaba el Derby, y Paul parecía cada vez más reconcentrado. Apenas escuchaba lo que le decían, tenía un aspecto muy frágil y sus ojos eran realmente inquietantes. Su madre experimentaba bruscos accesos de desasosiego. A veces, por espacio de media hora o más, sentía por él una repentina ansiedad que era casi angustia. Entonces la asaltaba el impulso de correr hacia el chico, para comprobar que estaba a salvo.

Dos noches antes del Derby, estando en una gran fiesta en el centro, le sobrecogió el corazón uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito, y fue tan intenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento, porque era una mujer sensata. Pero fue inútil. Tuvo que dejar el baile y bajó para telefonear a su casa. La institutriz de los niños se mostró terriblemente sorprendida y alarmada por aquel llamado nocturno.

—¿Están bien los niños, Miss Wilmot?

—Oh, sí, perfectamente.

—¿Y Paul? ¿Está bien?

—Se acostó en seguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo?

—¡No! —repuso la madre a pesar suyo—. No, no se moleste. Está bien. No se quede levantada. Volveremos a casa enseguida.

No quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo.

Era alrededor de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba en silencio. La madre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles. Había ordenado a la doncella que no la esperase. Oyó a su esposo, que mezclaba un whisky con soda en la planta baja.

Y luego, impulsada por la extraña ansiedad que sentía en el corazón, subió furtivamente al cuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del corredor. Creyó oír un débil ruido. ¿Qué era?

Permaneció junto a la puerta, los músculos tensos, escuchando. Se oía un ruido extraño, pesado y al mismo tiempo poco penetrante. Su corazón se paralizó. Era un rumor sordo, y sin embargo, impetuoso y potente. Como si algo enorme se moviera con furtiva violencia. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios? Ella debía saberlo. Tuvo la sensación de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era.

Y sin embargo, no podía ubicarlo. No podía nombrarlo. Y el rumor proseguía con un ritmo de locura.

Suavemente, paralizada de miedo y ansiedad, hizo girar el picaporte.

El cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio algo que se balanceaba de un lado a otro. Se quedó mirándolo, temerosa y asombrada.

Encendió de pronto la luz, y vio a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamente en su caballito de madera. La luz lo bañó de pronto, mientras espoleaba su corcel, y alumbró también a la rubia mujer inmóvil en la puerta, con su pálido vestido verde y plata.

—¡Paul! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo?

—¡Es «Malabar»! —gritaba el chico con voz potente y extraña—. ¡Es «Malabar»!

Sus ojos ardientes la miraron por espacio de un segundo, extraño e irracional, mientras cesaba de espolear a su caballo de madera. Después cayó con estrépito al piso, y ella, desbordante de atormentada maternidad, corrió en su auxilio.

Pero el niño estaba inconsciente, e inconsciente permaneció, atacado de fiebre cerebral. Hablaba y se agitaba y su madre permanecía sentada a su lado, inmóvil como una piedra.

—¡Es «Malabar»! ¡Es «Malabar»! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es «Malabar»! —gritaba el niño, tratando de levantarse para espolear al caballo de madera que era la fuente de su inspiración.

—¿Quién es «Malabar»? —preguntó la azorada madre.

—No sé —dijo el padre, pétreo.

—¿Quién es «Malabar»? —insistió ella dirigiéndose a su hermano Oscar.

—Es uno de los caballos que corren el Derby —fue la respuesta.

Y a pesar suyo, Oscar Cresswell le habló a Bassett, y él mismo apostó un millar de libras a «Malabar». Pagó a razón de catorce a uno.

El tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperaba una reacción. El niño, con sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba incesantemente sobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento, y sus ojos eran como piedras azules. Y su madre, ya sin corazón, también acabó de convertirse en piedra.

Por la noche no vino Oscar Cresswell, pero Bassett mandó preguntar si podía subir un momento, nada más que un momento. La intromisión irritó mucho a la madre de Paul; pero, pensándolo mejor, consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett podría hacerle recobrar el conocimiento.

El jardinero, un hombre bajo, de bigotito pardo y ojos también pardos, pequeños y penetrantes, entró de puntillas en el cuarto, se llevó la mano al imaginario sombrero a modo de saludo y después se encaminó al lecho, mirando fijamente con sus ojillos relucientes al niño agitado y moribundo.

—¡Niño Paul! —susurró—. ¡Niño Paul! «Malabar» entró primero, ganó de punta a punta. Hice lo que usted me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras, sí; ha ganado más de ochenta mil. «Malabar» llegó primero, niño Paul.

—¡«Malabar»! ¡«Malabar»! ¿Yo dije «Malabar», mamá? ¿Dije «Malabar»? ¿Crees que tengo suerte, mamá? Sabía que ganaría «Malabar», ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es suerte, ¿verdad, mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo sabía? Ganó «Malabar». Si cabalgo en mi caballo hasta sentirme seguro, Bassett, yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo que tengas. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett?

—Jugué mil libras, niño Paul.

—¡Nunca te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy seguro… oh, absolutamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo suerte!

—No, nunca me lo dijiste —respondió la madre.

Pero el niño murió esa noche.

Y aún yacía en su lecho cuando la madre oyó la voz de su hermano, que decía:

—Dios mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido un hijo. Pobrecito, pobrecito, más le vale haber salido de una vida donde debía montar en su caballito de madera para encontrar un ganador.

FIN


  • Autor: D. H. Lawrence

  • Título: El caballito de madera

  • Título Original: The Rocking-Horse Winner

  • Publicado en: Harper’s Bazaar, julio de 1926

  • Traducción: Rodolfo Walsh

 
 
 


El hombre del traje negro

Stephen King


Soy un hombre muy anciano y esto es algo que me sucedió cuando era muy joven, cuando solo tenía nueve años. Corría el año 1914, el verano después de que mi hermano Dan muriera en el campo oeste y tres años antes de que Estados Unidos interviniera en la Primera Guerra Mundial. Nunca he contado a nadie lo que pasó aquel día en la bifurcación del río, y nunca lo haré… al menos no de palabra. Sin embargo, he decidido escribirlo en este libro, que dejaré sobre la mesilla de noche junto a mi cama. No puedo escribir durante un largo rato, porque las manos me tiemblan mucho y apenas me quedan fuerzas, pero no creo que me lleve demasiado tiempo.

Puede que alguien encuentre algún día lo que he escrito. Me parece probable, porque es muy humano abrir un libro titulado Diario después de la muerte de su dueño. Por ello considero probable que mis palabras lleguen a leerse. Otra cosa es si alguien les dará crédito. Casi seguro que no, pero da igual. No me interesa la credibilidad, sino la libertad, y he descubierto que escribir puede proporcionarla. Durante veinte años fui autor de una columna titulada «Hace mucho, en un lugar lejano» para el Call de Castle Rock y sé que en ocasiones funciona así. Lo que escribes a veces te abandona para siempre, como una fotografía vieja expuesta al sol hasta que queda totalmente blanca.

Rezo por alcanzar ese nivel de liberación.

Un hombre de noventa años debería haber superado hace mucho los terrores de la infancia, pero a medida que me asolan los achaques como olas que lamen con cada vez mayor insistencia un castillo de arena construido sin mimo, ese rostro terrible se me aparece con claridad creciente. Reluce como una estrella oscura en las constelaciones de mi infancia. Puedo olvidar lo que hice ayer, a quién he visto en mi habitación del geriátrico, lo que he dicho o lo que me han dicho… pero el rostro del hombre del traje negro se torna cada vez más claro, más cercano, y recuerdo cada palabra que me dijo. No quiero pensar en él, pero no puedo evitarlo, y a veces, por la noche, mi viejo corazón late con tal fuerza e intensidad que tengo la sensación de que me saltará del pecho. Por ello desenrosco el capuchón de mi estilográfica y obligo a mi mano temblorosa a escribir esta absurda anécdota en el diario que una de mis bisnietas, cuyo nombre no recuerdo, al menos ahora mismo, aunque sé que empieza por «S», me regaló la pasada Navidad, y en el que nada he escrito hasta ahora. Pero ahora sí. Ahora voy a escribir la historia de cómo conocí al hombre del traje negro en la orilla del río Castle una tarde del verano de 1914.


La población de Motton era un mundo distinto en aquellos tiempos, más distinto de lo que podría llegar a describir. Era un mundo sin aviones rugiendo en el cielo, un mundo casi libre de coches y camiones, un mundo en el que el aire todavía no estaba dividido en carriles y porciones por los cables de la electricidad.

No había una sola calle asfaltada en todo el pueblo, y el barrio comercial no consistía más que en el ultramarinos de Corson, la ferretería de Thut, la iglesia metodista, la escuela, el ayuntamiento y el restaurante de Harry, a ochocientos metros de allí, que mi madre, con infinito desdén, llamaba «la licorería».

Pero la diferencia principal estribaba en el modo en que vivía la gente, el aislamiento en que vivían. No sé si las personas nacidas en la segunda mitad del siglo XX pueden creérselo, aunque tal vez afirmen que se lo creen para mostrarse corteses con los ancianos como yo. En el oeste de Maine no existían los teléfonos, para empezar. Faltaban cinco años para que se instalara el primero, y cuando pusieron uno en mi casa, yo ya tenía diecinueve años e iba a la Universidad de Maine, en Orono.

Sin embargo, todo eso no es más que la punta del iceberg. El médico más cercano vivía en Casco, y el pueblo constaba apenas de una docena de casas. No había barrios (a decir verdad, ni siquiera sé si conocíamos esa palabra, aunque sí existía un término, «vecindad», que hacía referencia a las funciones organizadas en la iglesia y a los bailes), y los campos sin cultivar eran la excepción y no la regla. Fuera del casco urbano, las casas eran granjas muy separadas unas de otras, y desde diciembre hasta mediados de marzo permanecíamos arrebujados en los pequeños bolsillos de calor que denominábamos familias. Nos arrebujábamos, escuchábamos el silbido del viento en la chimenea y esperábamos que nadie cayera enfermo, se rompiera una pierna o perdiera el juicio, como el granjero de Castle Rock que había descuartizado a su mujer y a sus hijos tres inviernos antes, alegando después en el juicio que los fantasmas lo habían obligado a hacerlo. En aquellos días previos a la Gran Guerra, casi todo Motton era bosque y ciénaga, grandes espacios oscuros cubiertos de musgo e infestados de mosquitos, serpientes y secretos. En aquellos tiempos había fantasmas por todas partes.

El episodio al que me refiero tuvo lugar un sábado. Mi padre siempre me daba una lista de tareas, incluyendo algunas que habrían correspondido a Dan de no haber muerto. Era mi único hermano y había muerto como consecuencia de la picadura de una abeja. Había transcurrido un año desde la tragedia, pero mi madre seguía sin querer aceptarlo. Decía que tenía que haber sido otra cosa, que nadie moría a consecuencia de la picadura de una abeja. Cuando Mama Sweet, la dama más anciana del Comité de Damas Metodistas, intentó contarle en invierno, durante la cena de la iglesia, que su tío predilecto había corrido la misma suerte en 1873, mi madre se tapó los oídos, se levantó y salió del sótano de la iglesia para no volver, sin que mi padre pudiera hacer nada para convencerla. Afirmaba que ya no quería saber nada de la iglesia y que si tenía que volver a ver a Helen Robichaud (el verdadero nombre de Mama Sweet), le arrancaría los ojos sin poder contenerse.

Ese día en particular, papá quería que partiera leña para el fogón, arrancara las malas hierbas de las alubias y los pepinos, bajara heno del pajar, sacara dos jarras de agua para ponerlas al fresco y rascara toda la pintura vieja que pudiera del mamparo del sótano.

Cuando acabara podía ir a pescar si no me importaba ir solo, ya que él tenía que ir a ver a Bill Eversham para hablar de unas vacas. Contesté que no me importaba ir solo, y papá sonrió como si no le sorprendiera mi respuesta. La semana anterior me había regalado una caña de bambú, no porque fuera mi cumpleaños ni nada, sino porque a veces le gustaba regalarme cosas, y me moría de ganas de probarla en el río Castle, que era con mucho el río más cargado de truchas que había visto en mi vida.

—Pero no te metas demasiado en el bosque —me advirtió—. No vayas más allá de la bifurcación.

—No, señor.

—Prométemelo.

—Sí, señor, lo prometo.

—Y ahora prométeselo a tu madre.

Estábamos de pie junto a la puerta trasera. Yo me dirigía a la fuente con las jarras de agua cuando mi padre me detuvo. En ese momento me hizo volver hacia mi madre, que estaba de pie ante el mostrador de mármol, bañada en la intensa luz matutina que entraba por el ventanal situado sobre el fregadero. Un rizo le descendía por un lado de la frente hasta rozarle la ceja (¿Ven con qué precisión lo recuerdo todo?). La brillante luz convertía el tirabuzón en filamentos de oro que me daban ganas de correr hacia ella y abrazarla. En ese instante la vi como mujer, como mi padre debía de verla. Llevaba una bata de casa con estampado de rositas, lo recuerdo, y estaba amasando el pan. Candy Bill, nuestro pequeño terrier escocés negro, esperaba muy atento a sus pies a que le cayera algún mendrugo. Mi madre me miraba.

—Lo prometo —repetí.

Esbozó una sonrisa, pero era la sonrisa preocupada que siempre esbozaba desde el día en que mi padre trajo a Dan en brazos desde el campo oeste. Mi padre llegó sollozante y con el pecho desnudo. Se había quitado la camisa para cubrir el rostro de Dan, que se había hinchado y puesto lívido. «¡Mi niño! —gritaba—. ¡Mira lo que le ha pasado a mi niño, por el amor de Dios!» Lo recuerdo como si fuera ayer. Fue la única vez que oí a mi padre tomar el nombre del Señor en vano.

—¿Qué prometes, Gary? —me preguntó mi madre.

—Prometo ir no más lejos de la bifurcación, señora.

—No ir más lejos —me corrigió.

—No ir más lejos —repetí obediente.

Me dirigió una mirada paciente, sin añadir nada más mientras sus manos seguían trabajando la masa, que había adquirido un aspecto liso y sedoso.

—Prometo no ir más lejos de la bifurcación, señora.

—Gracias, Gary —dijo—. E intenta recordar que la gramática hay que aplicarla siempre, no solo en la escuela.

—Sí, señora.

Candy Bill me siguió mientras hacía mis tareas, se sentó entre mis pies cuando comí y me observó con la misma atención que le había dedicado a mi madre mientras amasaba el pan. Pero cuando cogí la caña de bambú nueva y la nasa vieja y astillada para ir a pescar, el perro se detuvo junto a un rollo viejo de tela metálica y me siguió con la mirada. Lo llamé, pero no acudió. Se limitó a soltar un par de ladridos, como si me dijera que volviera, pero nada más.

—Pues quédate —dije, procurando aparentar que no me importaba.

Pero sí me importaba, al menos un poco; Candy Bill siempre me acompañaba a pescar.

Mi madre se acercó a la puerta y me miró con la mano izquierda sobre los ojos a modo de visera. Aún la veo en aquella postura, y es como ver una fotografía de alguien que más tarde fue desgraciado o murió de forma repentina.

—¡Recuerda lo que te ha dicho tu padre, Gary!

—Sí, señora.

Me saludó con la mano. Le devolví el saludo, le di la espalda y me alejé.

El sol abrasador me azotó la nuca durante los primeros cuatrocientos metros, pero entonces llegué al bosque, donde la sombra protegía el sendero, donde el aire era fresco y olía a abeto, donde se oía el viento silbar entre los frondosos árboles. Caminaba con la caña al hombro como hacían los chavales por aquel entonces, sosteniendo la nasa en la otra mano como si de una maleta de viajante se tratara. Tras adentrarme unos tres kilómetros en el bosque a lo largo de un camino que no era más que dos surcos separados por una mediana de hierba, empecé a oír el murmullo apresurado y ansioso del río Castle. Pensé en las truchas de brillante lomo moteado y vientre blanco como la nieve, y el corazón me dio un salto de alegría.

El río fluía bajo un puentecito de madera, y las orillas que descendían hasta el agua eran escarpadas y estaban cubiertas de maleza. Me abrí paso con cuidado, aferrándome a cuantos puntos de agarre encontraba y pisando con firmeza. Tuve la sensación de que abandonaba el verano para retroceder hasta mediados de primavera. Cuando llegué al agua, permanecí inmóvil unos instantes, aspirando el aroma musgoso y contemplando el revoloteo de las libélulas y el patinaje de las moscas de agua. Corriente abajo vi que una trucha saltaba para atrapar una mariposa, un hermoso ejemplar de unos treinta y cinco centímetros, y recordé que no había ido allí para admirar el paisaje.

Caminé a lo largo de la orilla, siguiendo la corriente, y arrojé el anzuelo por primera vez cuando aún veía el puente río arriba. Algo tiró de la caña un par de veces y se comió parte de mi cebo, pero era demasiado astuto para mis jovencísimas manos, o tal vez no estaba lo bastante hambriento para bajar la guardia, de modo que seguí adelante.

Me paré en dos o tres lugares antes de llegar a la bifurcación del río Castle. Una de las ramas fluía hacia el sudoeste, en dirección a Castle Rock, y la otra hacia el sudeste, en dirección a Kashwakamak. En una de ellas pesqué la trucha más grande de mi vida, una belleza de casi medio metro de longitud según la regla que siempre llevaba en la nasa. Era un ejemplar descomunal de trucha de arroyo, incluso para la época.

Si hubiera aceptado aquella trucha como recompensa suficiente por un día de pesca y regresado a casa enseguida, ahora no estaría escribiendo este relato (que por cierto será más largo de lo que esperaba, ya lo veo ahora), pero no lo hice, sino que me ocupé de la trucha tal como mi padre me había enseñado. La limpié, la coloqué sobre hierba seca en el fondo de la nasa, la cubrí con hierba húmeda y seguí adelante. A mis nueve años, no consideraba que pescar una trucha de medio metro fuera nada del otro jueves, si bien recuerdo haberme asombrado de que el sedal no se rompiera cuando, sin red ni arte, lo saqué del agua y lo blandí hacia mí en un vacilante arco.

Al cabo de diez minutos llegué al lugar donde el río se dividía en aquellos tiempos (un sitio desaparecido hace mucho, pues ahora una urbanización de casas adosadas ocupa el lugar donde antaño fluía el Castle, además de una escuela primaria, y si queda algún río, fluye bajo tierra) en torno a una inmensa roca gris del tamaño de nuestra letrina. Ahí había un agradable espacio plano cubierto de hierba esponjosa y con vistas a lo que mi padre y yo llamábamos la Rama Sur. Me puse en cuclillas, arrojé el anzuelo y casi de inmediato pesqué una hermosa trucha arco iris. No era tan grande como la otra, porque media treinta y pocos centímetros, pero aun así era un bonito ejemplar. La tuve limpia antes de que las agallas dejaran de aletear, la guardé en la nasa y volví a tirar el anzuelo.

Esta vez no picó ningún pez al momento, de modo que me tumbé de espaldas para contemplar la tira de cielo azul que se veía a lo largo del curso del río. Las nubes lo surcaban de oeste a este, e intenté identificar formas conocidas en ellas. Vi un unicornio, un gallo y luego un perro que se parecía un poco a Candy Bill. Estaba buscando la siguiente forma cuando me quedé adormilado.

O quizá me dormí del todo, no lo sé a ciencia cierta. Lo único que sé es que un tirón del sedal tan fuerte que a punto estuvo de arrancarme la caña de las manos fue lo que me despertó aquella tarde. Me puse en pie, agarré la caña con fuerza y de pronto me di cuenta de que tenía algo posado en la punta de la nariz. Me puse bizco y comprobé que se trataba de una abeja. El corazón me dio un vuelco, y por un terrible instante estuve convencido de que me haría pis encima.

Otro tirón, esta vez más fuerte, pero si bien seguí aferrando la caña para que no cayera al río y fuera arrastrada por la corriente (creo que incluso tuve la presencia de ánimo suficiente para sujetar el sedal con el dedo medio), no intenté sacar el pez, pues estaba demasiado absorto en el rollizo bicho negro y amarillo que había tomado mi nariz por un área de servicio.

Muy despacio adelanté el labio inferior y soplé. La abeja se agitó un poco pero no levantó el vuelo. Soplé de nuevo, y otra vez se agitó… pero esta vez con cierta impaciencia, y no osé volver a soplar por temor a que perdiera los estribos y me picara. Estaba demasiado cerca de mí para que pudiera ver lo que hacía, pero no costaba imaginársela metiéndome el aguijón por las narices e inyectándome su veneno fosa arriba hasta los ojos. Y el cerebro.

De repente se me ocurrió la espeluznante idea de que era la misma abeja que había matado a mi hermano. Sabía que no era cierto, y no solo porque, con toda probabilidad, las abejas no vivían más de un año (a excepción quizá de las reinas, sobre las que ya no estaba tan seguro), sino también porque las abejas morían al picar, y eso lo sabía hasta yo a pesar de tener solo nueve años. Sus aguijones eran dentados, y cuando intentaban levantar el vuelo después del ataque, se desmembraban. Aun así, no lograba desterrar la idea de mi mente. Aquella era una abeja especial, una abeja diabólica que había vuelto para acabar con el segundo hijo de Albion y Loretta.

Y otra cosa: me habían picado abejas varias veces en mi vida, y si bien las picaduras se habían hinchado tal vez más de lo normal, aunque no puedo afirmarlo con seguridad, nunca había muerto como consecuencia de ellas. Ese era el destino de mi hermano, una trampa mortal que le fue tendida ya antes de nacer, una trampa a la que yo había escapado por algún motivo. Pero mientras bizqueaba hasta que me dolieron los ojos en un intento de ver a la abeja, la lógica no formaba parte de mi pensamiento. Solo existía la abeja, nada más, la abeja que había matado a mi hermano de un modo tan espantoso que mi padre se había bajado los tirantes del peto para poderse quitar la camisa y cubrir el rostro tumefacto y deforme de Dan. Lo había hecho a pesar de la inmensidad de su dolor, para que su esposa no viera lo que le había sucedido a su primogénito. Y ahora la abeja había regresado para matarme a mí también. Me mataría, moriría entre convulsiones a orillas del río, agitándome como se agitan las truchas cuando les sacas el anzuelo de la boca.

Mientras estaba allí, sentado al borde del pánico, a punto de levantarme de un salto y salir corriendo a cualquier parte, oí un estallido a mi espalda. Fue tan potente y penetrante como un disparo, pero sabía que no se trataba de un disparo, sino de alguien dando una palmada. Una sola palmada. En el mismo instante, la abeja cayó de mi nariz y aterrizó en mi regazo. Quedó tendida sobre mis pantalones con las patas tiesas hacia arriba y el aguijón, negro e inofensivo, sobre el marrón gastado y desvaído de la pana. Estaba muerta, lo vi de inmediato. En aquel momento sentí otro tirón del sedal, el más fuerte, y a punto estuve de perder otra vez la caña.

La agarré con ambas manos y tiré de ella con brusquedad, de un modo que habría hecho que mi padre se tirase de los pelos. Una trucha arco iris más grande que la que ya había pescado surgió del agua en un tembloroso destello, salpicando finas gotas de agua con los filamentos de la cola; parecía uno de esos peces idealizados que ponían en las revistas de aventura para hombres en los años cuarenta y cincuenta. Sin embargo, en ese momento, lo que menos ocupaba mis pensamientos era pescar una pieza grande, y cuando el sedal se rompió y el pez cayó de nuevo al agua, apenas si me di cuenta. Me volví para ver quién había dado la palmada. Un hombre estaba de pie a mi espalda, en el margen del bosque. Su rostro era muy largo y pálido, llevaba el cabello aplastado contra el cráneo y dividido con exquisita pulcritud en el lado izquierdo de su estrecha cabeza. Era muy alto, iba vestido con un traje negro de tres piezas, y supe al instante que no era un ser humano, porque sus ojos eran del color naranja de las llamas del fogón, y no me refiero a los iris, porque no tenía iris, ni pupilas ni globos oculares. Sus ojos eran totalmente anaranjados, de un naranja que iba cambiando de matiz y parpadeaba. Y realmente he llegado demasiado lejos para no decir toda la verdad, ¿no les parece? Ese hombre ardía por dentro, y sus ojos eran como las ventanillas de cristal que a veces tienen las puertas de los fogones.

Mi vejiga cedió, y el marrón gastado sobre el que yacía la abeja muerta se tiñó de un matiz más oscuro. Apenas me di cuenta de que me orinaba encima; no lograba apartar la mirada del hombre parado en lo alto de la cuesta, el hombre que había surgido de entre cuarenta kilómetros de bosques sin senderos ataviado con un elegante traje negro y estrechos zapatos de cuero reluciente. Veía la cadena de su reloj atravesada sobre el chaleco, reluciendo bajo el sol. No tenía ni una pizca de pinaza adherida a la ropa y me observaba con una sonrisa.

—¡Vaya, pero si es un joven pescador! —exclamó con voz suave y afable—. ¡Mira por dónde! ¿Nos conocemos, pescador?

—Hola, señor —saludé.

La voz que brotó de mis labios no temblaba, pero tampoco sonaba como mi voz, sino como la voz de una persona mayor, tal vez como la de Dan o incluso la de mi padre. Lo único que alcanzaba a pensar era que quizá me soltaría si fingía no ver lo que era. Si fingía no ver que tenía llamas en lugar de ojos.

—Me parece que te he ahorrado una picadura muy desagradable —comentó.

Y entonces, para mi horror, bajó por la orilla hasta donde yo estaba sentado con una abeja muerta sobre el regazo mojado y una caña de bambú entre las manos entumecidas. Sus zapatos urbanos de suela lisa deberían haber resbalado sobre la hierba baja que cubría la pendiente escarpada, pero no fue así, ni tampoco dejaban huellas, por lo que pude comprobar. En los lugares que sus pies tocaban… o parecían tocar… no quedaba una sola ramita rota, ninguna hoja aplastada, ninguna huella de zapato.

Aun antes de que llegara a mi lado, identifiqué el olor que despedía su piel bajo el traje, el olor a cerillas quemadas. Olor a azufre. El hombre del traje negro sin duda era el Diablo. Había surgido del frondoso bosque que mediaba entre Motton y Kashwakamak y ahora estaba junto a mí. Por el rabillo del ojo vi una mano tan pálida como las manos de los maniquíes en los escaparates, y de dedos larguísimos.

Se puso en cuclillas a mi lado, y sus rodillas crujieron como las de cualquier hombre normal, pero cuando movió las manos para dejarlas colgando entre ellas, vi que los dedos no acababan en uñas, sino en largas garras amarillas.

—No has contestado a mi pregunta, pescador —insistió en el mismo tono suave.

Se parecía, ahora que lo pienso, a la voz de esos locutores radiofónicos de los programas musicales de años venideros, esos que te vendían Geritol, Serutan, Ovaltine y pastillas del doctor Grabow.

—¿Nos conocemos?

—No me haga daño, por favor —susurré en voz tan baja que apenas la oía yo mismo.

Estaba más asustado de lo que puedo llegar a explicar aquí, más asustado de lo que quiero recordar… pero lo recuerdo. En ningún momento se me ocurrió esperar que fuera un sueño, aunque supongo que se me habría ocurrido de haber sido mayor. Pero no era mayor; solo tenía nueve años y comprendí la verdad en cuanto se puso en cuclillas junto a mí. Sabía distinguir la velocidad del tocino, como decía mi padre. El hombre que surgió del bosque aquel sábado por la tarde era el Diablo, y en el interior de las cuencas vacías de sus ojos, su cerebro ardía.

—Oh, oh, me ha parecido oler algo —comentó como si no me hubiera oído, aunque yo sabía que sí me había oído—. Algo… mojado.

Se inclinó hacia mí con la nariz por delante, como quien se adelanta para oler una flor. De pronto me fijé en algo espantoso. A medida que la sombra de su cabeza flotaba sobre la orilla, la hierba que tocaba se marchitaba y moría. Bajó la cabeza hacia mis pantalones y husmeó con los ojos ardientes entornados, como si aspirara una fragancia sublime y pretendiera concentrarse por entero en ella.

—¡Horror! —exclamó—. ¡Horror de los horrores! «¡Ópalos, zafiros y amatistas! ¡Gary va dejando pistas!» —recitó acto seguido, y se tumbó de espaldas sobre la plataforma riéndose como un lunático.

Consideré la posibilidad de salir huyendo, pero mis piernas parecían totalmente ajenas a mi cerebro. Pese a todo, no lloraba. Me había hecho pis encima como un bebé, pero no lloraba. Estaba demasiado asustado para llorar. De repente supe que iba a morir, probablemente de un modo doloroso, pero lo peor era que eso no iba a ser lo peor.

Lo peor tal vez empezara después de mi muerte.

Me levanté con brusquedad, mareado por el hedor a cerilla quemada que despedía su traje. Aquel rostro estrecho y blanco puntuado por dos ojos ardientes me observaba solemne, pero también con cierto humor. Parecía reírse en su fuero interno.

—Malas noticias, pescador —anunció—. Traigo malas noticias.

No podía más que mirarlo, su traje negro, los elegantes zapatos negros, los dedos largos y pálidos rematados por garras.

—Tu madre ha muerto.

—¡No! —grité.

La evoqué amasando el pan, con el rizo colgándole sobre la frente hasta rozar la ceja, de pie bajo la intensa luz de la mañana, y el terror volvió a adueñarse de mí… pero no por mí esta vez. Entonces recordé su aspecto antes de salir a pescar, de pie en la puerta de la cocina con la mano protegiéndole los ojos, como una fotografía de alguien a quien esperas volver a ver pero a quien no ves más.

—¡Miente! —insistí.

Esbozó una sonrisa, la clase de sonrisa triste y paciente de un hombre que ha recibido frecuentes acusaciones falsas.

—Me temo que no —aseguró—. Le ha pasado lo mismo que a tu hermano, Gary. Una abeja.

—No es cierto —persistí, y entonces sí rompí a llorar—. Es vieja, tiene treinta y cinco años, y si una picadura de abeja podía matarla como a Dan, habría muerto hace mucho antes, ¡y usted es un embustero de mierda!

Había llamado al Diablo embustero de mierda. En cierto modo era consciente de ello, pero la parte superficial de mi mente estaba bloqueada por la enormidad de lo que acababa de decirme. ¿Que mi madre había muerto? Era como si me hubiera dicho que había un nuevo mar donde antes estaban las Rocosas. Sin embargo, lo creí. En cierto sentido lo creí por completo, como siempre creemos, en cierto modo, lo peor que nuestro corazón es capaz de imaginar.

—Comprendo tu dolor, pequeño pescador, pero ese argumento hace aguas, si me permites que te lo diga —repuso en un tono burlonamente consolador que era horrible, enloquecedor, carente de lamento y de pena—. Uno puede pasarse la vida entera sin ver un sinsonte, pero eso no significa que no existan. Tu madre…

Una trucha saltó en el agua. El hombre del traje negro frunció el entrecejo y la señaló con el dedo. La trucha se retorció en el aire hasta el extremo de que pareció a punto de romperse por la cola, y cuando cayó de nuevo en el río Castle, se alejó flotando sin vida. Chocó contra la gran roca negra donde se dividían las aguas, dio dos vueltas en el remolino que allí se formaba y siguió flotando en dirección a Castle Rock. Entretanto, el sobrecogedor desconocido volvió de nuevo sus ojos ardientes hacia mí y me miró con una sonrisa caníbal en la boca de dientes diminutos y afilados.

—A tu madre nunca le había picado una abeja —explicó—. Pero de repente, hace menos de una hora, entró una volando por la ventana de la cocina mientras ella sacaba el pan del horno y lo dejaba sobre el mármol para que se enfriara…

—No pienso seguir escuchándolo, no pienso seguir escuchándolo. ¡Ni hablar!

Levanté las manos y me tapé los oídos. El hombre frunció los labios como si se dispusiera a silbar y sopló un poco de aire en mi rostro. No fue más que un leve aliento, pero hedía de un modo insoportable, a alcantarillas obstruidas, letrinas jamás limpiadas, pollos muertos después de una inundación…

Dejé caer las manos.

—Bien —dijo—. Necesitas escuchar esto, Gary; necesitas escuchar esto, pequeño pescador. Fue tu madre la que transmitió esa debilidad fatal a tu hermano Dan; tú tienes un poco, pero también tienes la protección de tu padre, que por alguna razón, el pobre Dan no heredó.

Volvió a fruncir los labios, pero esta vez para emitir un chasquido cruelmente cómico con la lengua en lugar de para echarme su fétido aliento.

—Así que, si bien no me gusta hablar mal de los muertos, me parece un caso de justicia poética, ¿no estás de acuerdo? Al fin y al cabo, ella mató a tu hermano Dan, igual que si le hubiera pegado un tiro en la sien.

—No —susurré—. No es cierto.

—Te aseguro que sí. La abeja entró volando por la ventana y se le posó en la nuca. Ella le dio un manotazo sin darse cuenta de lo que hacía… Tú fuiste más listo, ¿eh, Gary? Y la abeja le picó. Enseguida notó cómo se le hinchaba la garganta. Eso es lo que les pasa a las personas alérgicas al veneno de abeja. Se les hincha la garganta y se asfixian. Por eso Dan tenía la cara tan hinchada y lívida. Por eso tu padre se la cubrió con la camisa.

Me lo quedé mirando con fijeza, incapaz de articular palabra mientras las lágrimas me rodaban por las mejillas. No quería creerle, y sabía por las clases de la escuela parroquial que el demonio es el padre del embuste, pero le creía. Estaba convencido de que había estado en nuestro patio, mirando por la ventana de la cocina cuando mi madre cayó de rodillas, aferrándose el cuello tumefacto mientras Candy Bill daba saltos a su alrededor, emitiendo sus estridentes ladridos.

—Y los ruiditos espantosos que hacía… —prosiguió el hombre del traje negro en tono reflexivo—. Se arañaba la cara, los ojos se le salían de las órbitas, lloraba… —Se detuvo un instante antes de continuar—: Lloraba mientras moría, ¿no te parece precioso? Y lo mejor de todo es que cuando ya estaba muerta… cuando llevaba en el suelo unos quince minutos, en medio de un silencio absoluto, puntuado tan solo por el tictac del fogón, con el aguijón de la abeja aún clavado en la nuca, pequeño, tan pequeño, ¿sabes lo que ha hecho Candy Bill? Ese granujilla le ha lamido las lágrimas, primero las de un ojo y luego las del otro.

El hombre del traje negro contempló unos instantes el río con expresión triste y pensativa. Cuando se volvió de nuevo hacia mí, la mirada compungida se había esfumado como un sueño, y en su rostro se pintaba una expresión entre impasible y ávida, como el cadáver de un hombre que murió hambriento. Sus ojos seguían ardiendo, y entre sus labios pálidos se adivinaban los dientecillos afilados.

—Me muero de hambre —comentó de repente—. Te voy a matar, te abriré en canal y me comeré tus entrañas, pequeño pescador. ¿Qué te parece?

«No —intenté decir—, no, por favor», pero de mis labios no brotó sonido alguno. Comprendí que hablaba en serio, muy en serio.

—Es que tengo tanta hambre… —exclamó entre quejumbroso y burlón—. Además, te aseguro que no te conviene seguir viviendo sin tu madre, porque tu padre es de los que necesitará un agujero calentito donde meterla, y si tú eres el único que tiene a mano, pues a por ti irá. Te ahorraré tan desagradable y violenta experiencia. Y por si fuera poco, irás al Cielo, no lo olvides. Las almas asesinadas siempre van al Cielo. Así que ambos serviremos a Dios esta tarde, Gary. Qué bien, ¿verdad?

Alargó hacia mí aquella mano de dedos largos y pálidos, y sin ser consciente de ello, abrí la nasa, hundí la mano hasta el fondo y saqué la enorme trucha que había pescado, aquella con la que debería haberme dado por satisfecho. Se la alargué sin ver lo que hacía, con los dedos dentro del corte rojo que había practicado para destripar el pez, al igual que el hombre del traje negro había amenazado con destriparme a mí. El ojo vidrioso del animal me miraba soñador, y el anillo dorado que rodeaba el centro negro me recordó la alianza de mi madre. Y en ese momento la vi tendida en su ataúd, con el sol arrancando destellos al anillo, y supe que era cierto, que le había picado una abeja, que se había asfixiado en la cocina cálida y envuelta en la dulce fragancia del pan, que Candy Bill le había lamido las lágrimas agonizantes de las mejillas hinchadas.

—¡Pez grande! —rugió el hombre del traje negro con voz gutural y codiciosa—. ¡Oh, peeeez graaaaande!

Me arrebató la trucha y se la metió en una boca que se abría más de lo que podía abrirse cualquier boca humana. Muchos años más tarde, cuando tenía sesenta y cinco años (sé que tenía sesenta y cinco porque fue el verano en que me jubilé como profesor), fui al acuario de Nueva Inglaterra y por fin vi un tiburón. La boca abierta del hombre del traje negro era como la de ese tiburón, solo que el gaznate era de color naranja brillante, del mismo color que sus horripilantes ojos, y sentí en el rostro el calor que emanaba, como se siente una ola de calor repentina delante de la chimenea cuando prende un tronco muy seco. Y no eran imaginaciones mías, lo sé, porque justo antes de que se deslizara la cabeza de mi trucha de medio metro entre las mandíbulas abiertas de par en par, vi que las escamas de los costados del pez se levantaban y rizaban como virutas de papel flotando sobre una incineradora abierta.

Se embutió el animal en la boca como un tragasables de feria. No masticó, y los ojos ardientes casi se le salieron de las órbitas, como si realizara un gran esfuerzo. El pescado fue entrando y entrando, la garganta del hombre se hinchó cuando la pieza descendió por el gaznate, y de sus ojos brotaron lágrimas… de sangre escarlata y espesa.

Creo que fue la visión de aquellas lágrimas sangrientas lo que me devolvió el movimiento. No sé por qué, pero creo que así fue. Me levanté de un salto como impulsado por un resorte, me di la vuelta con la caña de bambú aún en la mano y hui orilla arriba, inclinado hacia delante y batiendo la áspera maleza con la mano libre en un intento de alcanzar la cima lo antes posible.

El hombre del traje negro emitió una especie de rugido ahogado, típico de una persona que tiene la boca demasiado llena; yo miré por encima del hombro al llegar arriba. Me estaba siguiendo, con los faldones de la chaqueta revoloteando a su alrededor y la cadena dorada del reloj centelleando al sol. La cola del pez aún le sobresalía de la boca, y me llegaba el olor a pescado asado en el horno que era su garganta.

Corría con las manos alargadas hacia mí, intentando aferrarme con las garras, pero yo seguí corriendo a lo largo del río. Al cabo de unos cien metros recobré la voz y empecé a gritar… de miedo, por supuesto, pero también de dolor por mi hermosa madre muerta.

El hombre del traje negro me pisaba los talones. Oía el chasquido de las ramas quebradas y el roce de los arbustos, pero no volví a mirar atrás. Agaché la cabeza, entorné los ojos para protegerme de los arbustos y las ramas bajas de los árboles que flanqueaban la orilla, y corrí como alma que lleva el diablo. A cada paso esperaba sentir sus manos sobre los hombros, dispuestas a estrecharme en un último abrazo ardiente.

Pero no sucedió. Un rato después, seguramente no más de cinco o diez minutos, aunque se me antojó una eternidad, vi el puente entre el follaje y las agujas de los abetos. Aún gritando, pero ya sin resuello, como un hervidor que se ha quedado sin agua, alcancé aquella segunda orilla más empinada y subí por ella.

A medio camino de la cima resbalé, caí de rodillas, me volví y vi que el hombre del traje negro me pisaba los talones con el rostro contraído en una mueca de furia y avidez. Tenía las mejillas salpicadas de lágrimas sangrientas, y la boca de tiburón abierta como una puerta.

—¡Pescador! —rugió al tiempo que subía tras de mí e intentaba aferrarme el pie con una de sus largas manos.

Me zafé de él y le arrojé la caña de pescar. La hizo a un lado sin esfuerzo, pero el gesto le enredó los pies y lo hizo caer de rodillas. No esperé a ver qué más le pasaba; seguí corriendo hasta la cima. A punto estuve de resbalar al llegar arriba, pero conseguí agarrarme a los postes de soporte del puente y salvarme.

—¡No puedes escapar, pescador! —gritó el hombre a mi espalda en tono furioso y risueño a un tiempo—. Hace falta algo más que una trucha para saciarme.

—¡Déjeme en paz! —repliqué.

Me aferré a la barandilla del puente y salté sobre ella en una torpe voltereta, llenándome las manos de astillas y propinándome tal golpe en la cabeza al aterrizar que vi las estrellas. Me tendí de bruces y empecé a caminar a gatas. Justo antes de llegar al final del puente me levanté de un salto, di un traspié, me recuperé y eché a correr. Corrí como solo pueden correr los niños de nueve años, como el viento. Tenía la sensación de que mis pies solo tocaban el suelo cada tres o cuatro zancadas, y quién sabe, tal vez fuera cierto. Corrí por el surco derecho del sendero hasta que las sienes empezaron a palpitarme y los ojos amenazaban con salírseme de las órbitas, corrí hasta percibir un intenso pinchazo en el costado izquierdo, desde la parte inferior de las costillas hasta la axila, corrí hasta notar en la boca el sabor de la sangre y algo que recordaba a virutas de metal. Cuando ya no podía correr más, me detuve dando tumbos y miré atrás entre jadeos y resoplidos dignos de un caballo exhausto. Estaba convencido de que lo vería justo detrás de mí, tan peripuesto con su traje negro, la cadena del reloj centelleando sobre el chaleco y hasta el último cabello en su sitio.

Pero no había rastro de él. El camino que llegaba hasta el río Castle entre pinos y píceas grandes y oscuros aparecía desierto. Sin embargo, percibía su presencia en algún lugar de ese bosque, observándome con sus ojos incendiados, oliendo a cerilla quemada y pescado asado.

Me volví de nuevo y eché a andar tan deprisa como podía, cojeando un poco, porque me había desgarrado los músculos de ambas piernas, y a la mañana siguiente, cuando me levanté, me dolían tanto que apenas podía caminar. Pero en aquel momento no me fijé en esas cosas. Seguía mirando por encima del hombro para verificar una y otra vez que el camino seguía desierto. Y así lo vi cada vez que miré atrás, pero aquellos vistazos asustados parecían intensificar mi temor en lugar de mitigarlo. Los abetos parecían cada vez más oscuros, más inmensos, y no podía evitar imaginar lo que acechaba tras los árboles que flanqueaban el sendero, largas y enmarañadas pistas forestales, trampas en las que podías romperte la pierna, barrancos donde podía vivir cualquier clase de alimaña. Hasta aquel sábado de 1914, había creído que los osos eran los habitantes más temibles del bosque.

Pero ahora sabía que no era cierto.

Tras recorrer un kilómetro y medio, justo donde el sendero surgía del bosque y confluía con el camino de Geegan Flat, vi a mi padre caminando hacia mí mientras silbaba «The Old Oaken Bucker». Llevaba su caña de pescar, la del carrete tan elegante que se había comprado en los grandes almacenes. En la otra mano llevaba la nasa, la del lazo que mi madre había pasado por el asa cuando Dan aún vivía, DEDICADO A JESUCRISTO, decía el lazo. Yo iba andando, pero al verlo eché de nuevo a correr, gritando «¡Papá, papá, papá!» a pleno pulmón, balanceándome de un lado a otro sobre mis pobres piernas agotadas, como un marinero borracho. La expresión sorprendida que se pintó en su rostro cuando me vio habría resultado cómica en otras circunstancias, pero no en aquellas. Dejó caer la caña y la nasa al camino sin prestarles atención alguna y corrió hacia mí. En mi vida lo había visto correr tan deprisa. Cuando nos encontramos fue un milagro que el impacto no nos hiciera perder el conocimiento, aunque me golpeé el rostro con tal fuerza contra la hebilla de su cinturón que me sangró la nariz, algo que tampoco noté hasta más tarde. En aquel momento me limité a alargar los brazos y aferrarme a él con todas mis fuerzas. Me agarré a él y restregué la cara ardiente una y otra vez contra su vientre, cubriéndole la vieja camisa de trabajo de sangre, lágrimas y mocos.

—¿Qué pasa, Gary? ¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?

—¡Mamá ha muerto! —sollocé—. ¡Me lo ha dicho un hombre en el bosque! ¡Mamá está muerta! Le ha picado una abeja y se ha hinchado toda como le pasó a Dan y se ha muerto. Está en el suelo de la cocina y Candy Bill… le ha lamido las lágrimas… de la cara… de la cara…

«Cara» fue la última palabra que pronuncié, porque por entonces tenía el pecho tan agitado que ya no pude seguir hablando. Estaba llorando de nuevo, y el rostro perplejo y asustado de mi padre se había fragmentado en tres imágenes superpuestas. Empecé a aullar, pero no como un niño pequeño que se ha abierto la rodilla, sino como un perro que ha visto algo espantoso a la luz de la luna, y mi padre volvió a apretarme la cara contra su vientre plano y duro. Pero yo me aparté un poco de él y miré de nuevo atrás. Quería cerciorarme de que el hombre del traje negro no me seguía. No vi ni rastro de él; el sendero que se adentraba serpenteante en el bosque estaba desierto. Me prometí a mí mismo que jamás volvería a recorrerlo, pasara lo que pasase, y supongo que la mayor bendición que Dios ha regalado a Sus criaturas es el hecho de no poder adivinar el futuro, ya que seguramente habría perdido el juicio de haber sabido que volvería a recorrerlo apenas dos horas más tarde. Sin embargo, en ese momento únicamente sentí alivio al comprobar que estábamos solos. Pero entonces pensé en mi madre, en mi hermosa madre muerta, volví a apoyar la cara contra el vientre de mi padre y lloré un rato más.

—Gary, escúchame —me dijo al cabo de unos instantes.

Seguí llorando. Mi padre me dio unos momentos más y por fin me levantó el mentón para mirarme a los ojos y que yo pudiera mirarle a él.

—Tu madre está bien —aseguró.

No podía más que mirarlo con el rostro arrasado de lágrimas. No le creía.

—No sé quién te ha dicho lo contrario ni qué clase de desgraciado sería capaz de dar semejante susto a un niño, pero te juro por Dios que tu madre está bien.

—Pero… el hombre dijo que…

—Me importa un comino lo que haya dicho. Volví de casa de Eversham antes de lo previsto porque en realidad no quiero vender ninguna vaca, y decidí que iría a pescar contigo. Fui a buscar la caña y la nasa, y tu madre preparó un par de bocadillos de mermelada para los dos. Con el pan recién hecho, aún calentito. Así que estaba bien hace media hora, Gary, y te aseguro que nadie que haya ido al río desde aquí puede haberse enterado de algo diferente en solo media hora. —Se volvió—. ¿Quién era ese hombre? ¿Y dónde estaba? Voy a encontrarlo y darle una paliza de mil demonios.

En solo dos segundos se me ocurrieron mil cosas, o al menos eso me pareció, pero el último de aquellos pensamientos fue quizá el más intenso. Si mi padre se topaba con el hombre del traje negro, no creía que fuera mi padre quien le diera una paliza a él… ni saliera con vida del encuentro.

Aún recordaba aquellos dedos largos y pálidos, cada uno de ellos rematado por una garra.

—¿Gary?

—No me acuerdo —mentí.

—¿Estabas donde el río se bifurca? ¿En la roca grande?

Nunca había sido capaz de mentir a mi padre cuando me hacía una pregunta directa, aunque me fuera la vida en ello.

—Sí, pero no vayas —imploré al tiempo que lo asía del brazo con ambas manos y tiraba fuerte—. No vayas, por favor. Aquel hombre daba mucho miedo. —Y siguiendo una inspiración repentina, añadí—: Creo que llevaba un arma.

Mi padre me observó con aire pensativo.

—Puede que no hubiera ningún hombre —comentó, alzando la voz un poco en la última palabra para convertir la frase en algo muy parecido a una pregunta—. Puede que te quedaras dormido mientras pescabas y tuvieras una pesadilla, como cuando soñabas con Dan el invierno pasado.

Era cierto que había tenido muchas pesadillas sobre Dan el invierno anterior, sueños en los que yo abría la puerta de nuestro armario o de la oscura y aromática bodega de la sidra y lo veía allí de pie, mirándome con aquella cara lívida e hinchada. De muchos de aquellos sueños había despertado gritando, despertando de paso a mis padres. También era cierto que me había quedado dormido un rato en la orilla, al menos adormilado, pero no había soñado y estaba convencido de que había despertado justo antes de que el hombre del traje negro matara a la abeja de una palmada, haciéndola caer de mi nariz a mi regazo. No había soñado con él como soñaba con Dan, estaba seguro de ello, si bien el encuentro había adquirido cierta cualidad onírica en mi recuerdo, como imagino que sucede con todo episodio sobrenatural. Pero si mi padre creía que el hombre era fruto de mi imaginación, quizá mejor para él.

—Puede ser —admití.

—Bueno, deberíamos volver a buscar tu caña y tu nasa.

Echó a caminar en aquella dirección, y me vi obligado a tirarle frenéticamente del brazo para retenerlo y conseguir que se volviera de nuevo hacia mí.

—Más tarde —pedí—. Por favor, papá, quiero ver a mamá. Quiero verla con mis propios ojos.

—Claro, lo comprendo —asintió tras meditarlo unos instantes—. Primero iremos a casa y después volveremos al río a buscar tu caña y tu nasa.

Así pues, emprendimos el regreso a la granja, mi padre con la caña al hombro como cualquiera de mis amigos, yo llevando su nasa, ambos comiendo rebanadas de pan casero con mermelada de grosella negra.

—¿Has pescado algo? —preguntó mi padre cuando ya divisábamos el granero.

—Sí, señor, una trucha arco iris de buen tamaño.

«Y otra mucho más grande —pensé, aunque no lo dije en voz alta—. La más grande que he visto en mi vida, para serte sincero, pero no puedo enseñártela porque no la tengo, papá, se la di al hombre del traje negro para que no me comiera. Y funcionó… a duras penas.»

—¿Nada más?

—Después de pescarla me quedé dormido.

No era una respuesta veraz, pero tampoco una mentira.

—Tuviste suerte de no perder la caña. Porque no la has perdido, ¿verdad, Gary?

—No, señor —repuse a regañadientes.

Mentir sobre ese extremo no habría servido de nada aun cuando se me hubiera ocurrido alguna salida brillante, porque a juzgar por su expresión, mi padre estaba resuelto a volver al río para recoger la nasa cuando menos.

Candy Bill salió disparado por la puerta trasera ladrando como un loco y agitando toda la parte posterior del cuerpo como hacen los terriers escoceses cuando se alteran. No podía esperar más; la esperanza y la angustia se arremolinaban en mi garganta como espuma. Me aparté de mi padre y corrí a la casa cargado con la nasa y convencido, en lo más hondo de mi ser, de que encontraría a mi madre muerta en el suelo de la cocina, con el rostro hinchado y violáceo como el de Dan cuando mi padre lo trajo a casa desde el campo oeste, llorando y gritando el nombre de Dios.

Pero estaba de pie ante el mostrador, igual de viva que cuando me marché, tarareando una canción mientras desgranaba guisantes y los echaba en un cuenco. Se volvió hacia mí, primero sorprendida y luego asustada al ver mis ojos abiertos como platos y mis mejillas muy pálidas.

—¿Qué pasa, Gary? ¿Qué te ocurre?

No respondí, solo corrí hacia ella y la cubrí de besos. Al poco entró mi padre.

—No te preocupes, Lo, está bien. Es que ha tenido una de sus pesadillas en el río.

—Quiera Dios que sea la última —dijo mi madre y me abrazó con fuerza mientras Candy Bill bailoteaba entre nuestros pies, emitiendo sus estridentes ladridos.

—No tienes que venir conmigo si no quieres, Gary —me dijo mi padre.

Sin embargo, ya había dado a entender que consideraba que tenía que acompañarlo, volver al lugar para afrontar mis temores, como supongo que se dice hoy en día. Eso está muy bien en el caso de los miedos imaginarios, pero las dos últimas horas no habían contribuido en absoluto a paliar mi convencimiento de que el hombre del traje negro era real. Pero no podría persuadir a mi padre de eso. No creo que ningún niño de nueve años fuera capaz de convencer a su padre de que había visto al Diablo salir del bosque enfundado en un traje negro.

—Te acompañaré —dije.

Había salido de la casa para ir con él, haciendo acopio de valor para ponerme en marcha, y ahora estábamos de pie junto al tajo del patio, cerca del montón de leña.

—¿Qué llevas a la espalda?

Se lo enseñé. Estaba dispuesto a acompañarlo al río y esperaba que el hombre del traje negro con el cabello dividido en la parte izquierda de la cabeza con exquisita pulcritud hubiera desaparecido… pero por si acaso no era así, quería estar preparado. Lo mejor preparado posible, en cualquier caso. En la mano que había sacado de detrás de la espalda llevaba la Biblia familiar. En un principio tenía intención de llevarme solo mi Nuevo Testamento, que había ganado por aprenderme de memoria el mayor número de salmos en el concurso de jóvenes cristianos del jueves por la noche (había conseguido aprenderme ocho, si bien casi todos ellos, a excepción del veintitrés, se me habían borrado de la memoria en cuestión de una semana), pero el pequeño Testamento rojo no me había parecido suficiente teniendo en cuenta que quizá me vería en presencia del mismísimo Diablo, por mucho que las palabras de Jesucristo estuvieran resaltadas en tinta roja.

Mi padre echó un vistazo a la vieja Biblia, repleta de documentos y fotografías familiares, y por un momento creí que me ordenaría dejarla en su sitio, pero no fue así. Una expresión entre afligida y compasiva cruzó su rostro, y al fin asintió.

—De acuerdo. ¿Sabe tu madre que te la has llevado?

—No, señor.

Asintió de nuevo.

—Entonces esperemos que no se dé cuenta antes de que volvamos. Vamos. Y que no se te caiga.

Al cabo de una media hora estábamos en la orilla del río, contemplando el lugar donde el Castle se bifurcaba y la plataforma natural donde había tenido lugar mi encuentro con el hombre de los ojos anaranjados. En la mano llevaba la caña de bambú, que había recogido bajo el puente, y la nasa estaba en la plataforma con la tapa de mimbre abierta. Permanecimos allí durante largo rato, y ninguno de los dos dijo nada.

«¡Ópalos, zafiros y amatistas! ¡Gary va dejando pistas!» Ese era el desagradable versito que había recitado el hombre antes de tumbarse de espaldas y echarse a reír como un niño que acaba de descubrir que tiene suficiente valor para decir palabrotas como «mierda» y «culo».

La plataforma era verde y frondosa como todos los lugares que el sol de Maine alcanza a principios de julio… salvo en el lugar donde se había tumbado el desconocido. Allí había una zona muerta y amarilla en forma de hombre.

Bajé la mirada y vi que sostenía nuestra vieja y abollada Biblia familiar ante mí, presionando la cubierta con los pulgares hasta el punto de que se me habían puesto blancos. Era el modo en que el marido de Mama Sweet, Norville, sostenía su varilla de zahorí cuando intentaba localizar un pozo de agua.

—Quédate aquí —ordenó por fin mi padre.

Acto seguido derrapó pendiente abajo, hundiendo los zapatos en la tierra blanda con los brazos extendidos para mantener el equilibrio. Yo me quedé donde estaba, sosteniendo la Biblia muy tenso, cual varilla de zahorí, y con el corazón desbocado. No sé si tenía la sensación de que me observaban; estaba demasiado asustado para tener sensación alguna salvo la de querer alejarme mucho de aquella orilla y de aquel bosque.

Mi padre se agachó, husmeó la hierba muerta e hizo una mueca. Yo sabía lo que olía, algo parecido a cerillas quemadas. Luego cogió mi nasa y subió la cuesta con paso apresurado. Miró un instante a sus espaldas para asegurarse de que nada ni nadie lo seguía, y así era. Cuando me alargó la nasa, la tapa seguía colgando hacia atrás de sus ingeniosas bisagras de madera. Escudriñé el interior y vi que solo contenía dos puñados de hierba.

—¿No decías que habías pescado una trucha arco iris? —preguntó mi padre—. Aunque puede que eso también lo soñaras —añadió en un tono que me dolió.

—No, señor, pesqué una.

—Bueno, pues está claro que no ha saltado de la nasa, al menos si estaba destripada y limpia. Y supongo que no habrás puesto una trucha en la nasa sin destriparla y limpiarla, ¿verdad, Gary? Sabes que eso no se hace.

—Sí, señor, lo sé, pero…

—O sea, que si no lo soñaste y estaba muerta en la nasa, algo debe habérsela comido —sentenció mi padre.

En ese momento, volvió a mirar atrás con los ojos muy abiertos, como si hubiera oído algún movimiento en el bosque. No me extrañó demasiado ver su frente perlada de sudor.

—Salgamos de aquí.

Yo no tenía nada que objetar, de modo que regresamos a lo largo de la orilla hasta el puente, caminando a buen paso y en silencio. Al llegar allí, mi padre hincó una rodilla en el suelo y examinó el lugar donde habíamos encontrado mi caña. También allí había una zona de hierba muerta, y el zapatico de dama estaba amarronado y rizado, como quemado por una ráfaga de calor abrasador. Mientras mi padre echaba un vistazo, yo inspeccioné el interior de mi nasa vacía.

—Debe haber vuelto para comerse también el otro pez —comenté.

Mi padre alzó la mirada hacia mí.

—¿El otro pez?

—Sí, señor. No te lo había dicho, pero también pesqué una trucha de arroyo enorme. Ese tipo estaba hambriento.

Quería decir más, las palabras se me agolpaban en la boca, pero al final decidí callar.

Nos encaramamos al puente y nos ayudamos mutuamente a salvar la barandilla. Mi padre cogió la nasa, miró en su interior, se acercó a la barandilla y la arrojó a la corriente. Llegué a tiempo para verla caer en el agua con un chapoteo y alejarse flotando como una barca corriente abajo mientras el agua se colaba por los intersticios del mimbre.

—Olía mal —explicó mi padre.

Pero al decir aquello no me miró, y su voz sonaba a la defensiva. Fue la única vez que lo oí hablar en aquel tono.

—Sí, señor.

—Le diremos a tu madre que no la hemos encontrado, si es que pregunta. Y si no pregunta, no le diremos nada.

—No, señor, no le diremos nada.

Mi madre no preguntó, nosotros no le dijimos nada, y ahí quedó la cosa.

Desde aquel día han transcurrido ochenta y un años, y durante muchos de ellos ni siquiera pensé en el asunto… al menos mientras estaba despierto. Como todo el mundo, no respondo de mis sueños. Sin embargo, ahora soy viejo y al parecer sueño despierto. Los achaques se apoderan de mí como olas dispuestas a derribar un castillo de arena abandonado, y lo mismo sucede con los recuerdos, lo que me recuerda un viejo poema que decía algo así como «Aunque no los llames / vuelven a ti / meneando el rabo tras de sí». Recuerdo lo que comía, los juegos a los que jugaba, las chicas a las que besaba en el guardarropía de la escuela cuando jugábamos a prendas, los chicos con los que salía, la primera copa que me tomé, el primer cigarrillo que me fumé (fue caldo de gallina, detrás de la porquera de Dicky Hammer, y me hizo vomitar). Pero de entre todos esos recuerdos, el del hombre del traje negro es el más intenso y brilla con luz propia y espectral. Era real, era el Diablo, y aquel día yo era su misión o su suerte. Cada vez estoy más convencido de que escapar de él fue cuestión de suerte, mera suerte, no de la intercesión del Dios al que he venerado y al que he cantado himnos durante toda la vida.

Aquí tumbado en mi habitación del geriátrico, atrapado en el destrozado castillo de arena que es mi cuerpo, me digo a mí mismo que no debo temer al Diablo, que he llevado una buena vida, una vida tranquila, y que no debo temer al Diablo. En ocasiones me recuerdo que fui yo, no mi padre, quien persuadió a mi madre para que volviera a la iglesia aquel mismo verano. Pero, en la oscuridad, esos pensamientos no proporcionan alivio ni consuelo. En la oscuridad oigo una voz que me susurra que el niño de nueve años que yo era entonces tampoco había hecho nada por lo que temer al Diablo… y que aun así, el Diablo se le apareció. Y a veces, en la oscuridad, oigo esa misma voz hablando en tono aún más grave, inhumano. «¡Pez grande!», susurra con avidez, y todas las verdades del mundo moral se desmoronan ante su hambre. «¡Peeeez graaaaande!»

Vi al Diablo una vez, hace mucho, pero ¿y si regresara ahora? Soy demasiado anciano para correr; ni siquiera puedo ir al baño sin mi andador. No tengo ninguna rolliza trucha de arroyo con que aplacarlo, aunque solo sea por unos instantes. Soy viejo y mi nasa está vacía. ¿Y si vuelve y me encuentra en este estado?

¿Y si todavía tiene hambre?

FIN


  • Autor: Stephen King

  • Título: El hombre del traje negro

  • Título Original: The Man in the Black Suit

  • Publicado en: The New Yorker, 31 de octubre de 1994

  • Traducción: Bettina Blanch Tyroller

 
 
 
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