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Lecturas


El río Estigia fluye corriente arriba

Dan Simmons



Lo que amas de verdad, eso te queda; todo lo demás es escoria.Lo que amas de verdad nadie te lo podrá arrancar.Lo que amas de verdad, ésa es tu verdadera herencia. EZRA POUND Canto LXXXI



Yo quería mucho a mi madre. Después de su funeral, una vez que se hubo enterrado su ataúd, la familia regresó a casa y esperó su regreso.

En aquella época yo sólo tenía ocho años y recuerdo muy poco de la ceremonia que se hizo. Recuerdo que el cuello de la camisa del año anterior me apretaba mucho, y que la corbata, a la que no estaba acostumbrado, era como un lazo alrededor de mi cuello. Recuerdo que aquel día de junio me pareció demasiado hermoso para una reunión tan solemne. Recuerdo lo mucho que bebió el tío Will aquella mañana, y la botella de Jack Daniels que se sacó mientras regresábamos a casa, después del funeral. También recuerdo el rostro de mi padre.

La tarde fue muy larga. Yo no tenía nada que hacer en la reunión familiar de aquel día, y los adultos me ignoraron. Me encontré deambulando de una habitación a otra, con un vaso caliente de Kool-Aid, hasta que finalmente me escapé hacia el patio trasero. Hasta aquel ambiente familiar de juego y retiro se vio arruinado por la visión de los rostros pálidos y abotargados que me miraban desde las ventanas de los vecinos. Estaban esperando. Esperaban echar un vistazo. Y yo sentí ganas de gritarles, de arrojarles piedras. Pero en lugar de eso, me senté en la rueda del viejo tractor que utilizábamos como caja de arena. Muy deliberadamente, vertí el contenido rojo de la Kool-Aid sobre la arena y observé cómo se extendía la mancha, socavando un pequeño agujero.

Ahora mismo la están sepultando.

Corrí hacia el columpio y, con una actitud enojada, empecé a golpear mis piernas contra el suelo. El columpio crujió a causa de la oxidación, y una de las patas de la estructura se levantó del suelo.

No, eso ya lo han hecho, estúpido. Ahora la están cogiendo con garfios y colgándola de grandes máquinas. ¿Volverán a inyectarle la sangre?

Pensé en botellas colgantes. Recordé las grandes garrapatas rojas que se colgaban del pelaje de nuestro perro en el verano. Encolerizado, me elevé alto, pateando en el suelo con fuerza aun cuando ya no podía ganar más altura.

¿Se le retorcerán primero los dedos? ¿O se abrirán sus ojos como los de un búho que acaba de despertarse?

Alcancé el punto, más alto de mi arco y salté. Durante un instante me sentí ingrávido y permanecí suspendido sobre la tierra como Superman, como un espíritu flotando fuera de su cuerpo. Después, la gravedad me agarró, y caí pesadamente sobre mis manos y pies. Me había arañado las palmas de las manos, y manchado la rodilla derecha del verde de la hierba. Mamá se enfadaría.

Ahora caminan a su alrededor. Quizá la estén vistiendo como a uno de esos maniquíes del escaparate del señor Feldman.

Mi hermano Simon salió al patio trasero. Aunque sólo tenía dos años más que yo, aquella tarde Simon me pareció un adulto. Un adulto viejo. Su pelo rubio, cortado recientemente, como el mío, le colgaba en mechones sueltos sobre una frente pálida. Tenía una mirada de cansancio en los ojos. Simon no me gritaba casi nunca. Pero aquel día lo hizo.

—Ven aquí. Ya casi es la hora.

Le seguí a través del porche trasero. La mayoría de los parientes se habían marchado ya, pero pudimos escuchar al tío Will en la sala de estar. Estaba gritando. Sin poderlo evitar, nos detuvimos en el vestíbulo a escuchar.

—Por el amor de Dios, Les, todavía estás a tiempo. No puedes hacer eso.

—Ya está hecho.

—Piensa en… Dios mío…, piensa en los niños.

Escuchamos la pronunciación atropellada de las palabras, y supimos que el tío Will había bebido más. Simon se llevó un dedo a los labios. Hubo un silencio.

—Les, piensa en la cuestión económica. ¿Qué…? ¿Cuánto? Es el veinticinco por ciento de todo lo que tienes. ¿Durante cuántos años, Les? Piensa en los niños. ¿Qué hará eso por…?

—Ya está hecho, Will.

Nunca habíamos oído hablar a mi padre con aquel tono de voz. No era el propio de una discusión…, como solía suceder cuando el tío Will se ponía a discutir de política por la noche. Tampoco era triste como cuando habló con Simon y conmigo poco después de que trajera por primera vez a mamá a casa, de regreso del hospital. Era un tono de voz definitivo.

Hubo más palabras. Tío Will empezó a gritar. Hasta los silencios estaban llenos de rencor. Fuimos a la cocina para coger una Coca. Cuando regresamos al vestíbulo, tío Will casi tropezó con nosotros en su avidez por marcharse. La puerta se cerró de golpe tras él. Y nunca más volvió a nuestra casa.

Trajeron a mamá a casa justo después de anochecido. Simon y yo estábamos mirando por el ventanal y casi podíamos sentir a los vecinos mirando. Sólo se habían quedado la tía Helen y unos pocos de nuestros parientes más cercanos. Sentí la sorpresa de papá cuando vio el coche. No sé qué podría haber estado esperando…, quizás una gran carroza negra como la que había llevado a mamá al cementerio aquella misma mañana.

Llegaron en un Toyota amarillo. Había cuatro hombres en el coche, acompañando a mamá. En lugar de trajes oscuros, como el que llevaba papá, llevaban camisas de manga corta de color pastel. Uno de ellos se apeó del coche y le ofreció la mano a mamá.

Quise echar a correr hacia la puerta y la acera para ir a su lado, pero Simon me agarró por la muñeca y permanecimos en el vestíbulo, mientras papá y los demás adultos abrían la puerta.

Ellos subieron por la acera, iluminados por la luz de gas que había sobre el césped. Mamá estaba entre dos de aquellos hombres, pero en realidad no la ayudaban a caminar, sino que sólo la guiaban un poco. Llevaba puesto el vestido azul claro que se había comprado en la tienda de Scott poco antes de ponerse enferma. Yo había esperado que parecería pálida y débil…, como cuando la vi a través de la grieta de la puerta del dormitorio, antes de que llegaran los hombres de la funeraria para llevársela…, pero su rostro estaba encendido y parecía saludable, casi moreno.

Cuando subieron los escalones de entrada, pude ver que se había puesto mucho maquillaje. Mamá nunca se había maquillado antes. Los dos hombres también tenían las mejillas sonrosadas Y los tres mostraban la misma sonrisa.

Cuando entraron en la casa, creo que todos nosotros retrocedimos un paso…, excepto papá. Él le puso las manos en los hombros a mamá, la contempló durante largo rato y la besó en la mejilla. Creo que ella no le devolvió el beso. La sonrisa de ella no cambió. A papá le corrían las lágrimas por las mejillas. Yo me sentí desconcertado.

Los resurreccionistas estaban diciendo algo. Papá y tía Helen asintieron. Mamá se limitaba a estar allí, de pie, sonriendo aún ligeramente, mirando amablemente al hombre de la camisa amarillenta, mientras éste hablaba, bromeaba y daba palmaditas en la espalda de papá. Después, nos llegó a nosotros el turno de saludar a mamá. Tía Helen hizo que Simon se adelantara, y yo seguía cogido de la mano de Simon. Él la besó en la mejilla y se apartó rápidamente, colocándose junto a papá. Yo le eché los brazos al cuello y la besé en los labios. La había echado tanto de menos.

Su piel no estaba fría. Sólo era «diferente».

Ella me miraba directamente a mí. «Baxter», nuestro pastor alemán empezó a llorar y arañar la puerta del fondo.

Papá acompañó a los resurreccionistas al despacho. Pudimos escuchar retazos de su conversación desde el vestíbulo.

—… si cree que es una caricia…

—… ¿Cuánto tiempo estará ella…?

—Comprenderá usted la necesidad del diezmo, debido a los gastos de los cuidados mensuales, y…

Las mujeres que había en la casa permanecieron de pie, alrededor de mamá. Transcurrió un momento incómodo hasta que se dieron cuenta de que mamá no hablaba. Tía Helen extendió la mano y tocó la mejilla de su hermana. Mamá sonreía y sonreía.

Entonces, papá regresó y habló con un tono de voz fuerte y conmovido. Explicó lo similar que era a una caricia suave… ¿Recordábamos al tío Richard? Mientras tanto, papá besó varias veces a todo el mundo y les dio las gracias.

Los resurreccionistas se marcharon con sonrisas y papeles firmados. Los parientes que quedaban empezaron a marcharse poco después. Papá los vio alejarse por la acera, sonrientes y saludando con las manos.

—Pensad en ello como si ella hubiera estado enferma y se hubiera recuperado —dijo papá—. Pensad en ella como si acabara de regresar a casa, procedente del hospital.

Tía Helen fue la última en marcharse. Permaneció sentada junto a mamá durante largo rato, hablando con suavidad y buscando una respuesta en el rostro de mamá. Al cabo de un rato, tía Helen empezó a llorar.

—Piensa en ello como si ella se hubiera recuperado de una enfermedad —dijo papá mientras acompañaba a la tía hasta su coche—. Piensa en ella como si acabara de regresar del hospital.

Tía Helen asintió con un gesto, sin dejar de llorar, y se marchó. Creo que ella sabía lo que Simon y yo sabíamos. Mamá no acababa de regresar a casa procedente del hospital. Ella había regresado a casa procedente de la tumba.

La noche fue larga. En varias ocasiones creí escuchar el suave arrastrar de las zapatillas de mamá sobre el suelo del pasillo, y contuve la respiración, esperando a que se abriera la puerta. Pero no se abrió. La luz de la luna me daba en las piernas, iluminando un trozo del papel pintado de la pared, cerca de la cómoda. El dibujo que configuraba sobre el suelo parecía el rostro de una gran bestia triste. Poco antes del amanecer, Simon se inclinó hacia mí desde su cama y me susurró:

—Duérmete ya, estúpido.

Y así lo hice yo.

Durante la primera semana, papá durmió con mamá en el mismo dormitorio en el que siempre habían dormido juntos. Por la mañana tenía el rostro hundido y nos regañaba mientras comíamos nuestros cereales. Después, se marchó a su despacho y durmió en el viejo diván que había allí.

El verano fue muy cálido. Nadie quiso jugar con nosotros, de modo que Simon y yo jugamos juntos. Papá sólo tenía clases en la universidad por la mañana. Mamá se movía por la casa y regaba mucho las plantas. En una ocasión, Simon y yo la vimos regar una planta que había muerto y sido arrancada mientras ella estuvo en el hospital, en abril. El agua desbordó la maceta y cayó al suelo. Pero mamá no se dio cuenta.

Cuando mamá salía, siempre parecía sentirse atraída por la reserva forestal situada detrás de nuestra casa. Quizá fuera la oscuridad. Simon y yo solíamos disfrutar jugando en los linderos del bosque después del atardecer, cazando luciérnagas que introducíamos en un jarro o construyendo tiendas con unas mantas, pero después de que mamá empezara a pasear por allí, Simon se pasaba las noches en el interior de la casa o en el prado situado enfrente. Yo seguía yendo a la linde del bosque porque, a veces, mamá se perdía, y entonces yo la cogía por el brazo y la conducía de vuelta a casa.

Mamá se ponía todo lo que papá le decía que se pusiera. A veces, él iba retrasado para acudir a sus clases y simplemente le decía:

—Ponte el vestido rojo.

Y mamá se pasaba todo un caluroso día de junio con el vestido rojo de gruesa lana, Pero no sudaba. A veces, él no le decía que bajara la escalera por la mañana, y en tal caso ella permanecía en su habitación hasta que papá regresaba a casa. Los días que ocurría eso, yo trataba de convencer a Simon para subir arriba y mirar; pero él me miraba fijamente y sacudía la cabeza. Papá bebía cada vez más, como solía hacer tío Will, y nos gritaba por cualquier cosa. Yo siempre lloraba cuando papá me gritaba, pero Simon ya no lloraba más.

Mamá no parpadeaba nunca. Al principio no me di cuenta, pero un día empecé a sentirme incómodo cuando percibí que ella no parpadeaba nunca. Sin embargo, no la quise menos por ello.

Ni Simon ni yo podíamos quedarnos dormidos por la noche. Mamá solía arroparnos y contarnos largas historias sobre un mago llamado Yandy que se llevaba a nuestro perro, «Baxter», para correr grandes aventuras cuando nosotros no jugábamos con él. Papá no nos contaba historias, pero solía leernos de un gran libro que él llamaba Los cantos de Pound. Yo no comprendía la mayor parte de lo que él leía, pero me hacían bien las palabras y me encantaban los sonidos de las palabras que él decía que eran griego. Ahora, sin embargo, nadie venía a vernos después de habernos bañado, antes de acostarnos. Durante unas pocas noches, yo traté de contarle historias a Simon, pero no eran buenas, y Simon me pidió que lo dejara.

La fiesta del cuatro de julio, Tommy Wiedermeyer, que había estado en mi clase el año anterior, se ahogó en la piscina que acababan de instalar. Aquella noche, todos nos sentamos en el porche y contemplamos los fuegos artificiales por encima de los prados, a casi un kilómetro de distancia. Debido a la reserva forestal, sólo podíamos ver los cohetes más altos, claros y brillantes. Primero se veía la explosión de color, y unos cuatro o cinco segundos después nos llegaba el sonido de la explosión. Me volví para decirle algo a tía Helen y vi a mamá asomada a la ventana del segundo piso. Tenía el rostro muy pálido en contraste con la habitación a oscuras, y los colores parecían resbalar sobre ella como fluidos.

No fue mucho después de aquel día cuando encontré la ardilla muerta. Simon y yo habíamos estado jugando a los indios y la caballería en la reserva forestal. Nos turnábamos para descubrir dónde se escondía el otro…, disparábamos y nos moríamos repetidas veces, arrojándonos sobre la hierba, hasta que llegaba el momento de comenzar otra vez. Pero en esta ocasión tenía dificultades para encontrarlo. Y en lugar de a él, descubrí un claro.

Era un lugar oculto, rodeado de matas tan espesas como nuestro seto. Yo todavía avanzaba a cuatro patas, tratando de introducirme por debajo de las ramas, cuando vi la ardilla. Era grande y rojiza y ya hacía algún tiempo que estaba muerta. Tenía la cabeza echada hacia atrás, casi arrancada del cuerpo. La sangre se le había secado cerca de una oreja. Mostraba la pata izquierda cerrada, pero la otra estaba abierta sobre una ramita, como si hubiera estado agarrada allí. Algo le había arrancado un ojo, pero el otro miraba fijamente hacia el dosel que formaban las ramas. Tenía la boca ligeramente abierta, mostrando unos dientes sorprendentemente grandes, que amarilleaban en sus raíces. Mientras la observaba, una hormiga le salió por la boca, le cruzó el hocico oscurecido y se pasó por el ojo abierto.

«Esto es lo que es la muerte», pensé.

Los matojos vibraron bajo una brisa que no logré sentir. Me asusté por estar allí y me marché, avanzando directamente hacia delante, a cuatro patas, a través de espesos ramajes que parecieron agarrarme la camisa.

En el otoño regresé a la escuela Longfellow, pero pronto me cambiaron a una escuela privada. En aquellos tiempos aún se discriminaba a las familias resurreccionistas. Los chicos se burlaban de nosotros, o nos decían motes, y nadie quería jugar con nosotros. En la nueva escuela sucedió lo mismo, sólo que no nos decían motes.

Nuestro dormitorio no tenía interruptor de pared, sino una antigua luz de perilla con una cuerda. Para encender la luz, yo tenía que cruzar media habitación hasta que encontraba la cuerda. Una noche en que Simon se quedó haciendo sus deberes hasta muy tarde, subí la escalera yo solo. Estaba haciendo oscilar el brazo por delante de mí para encontrar la cuerda, cuando mi mano tropezó con el rostro de mamá. Tenía los dientes fríos y lisos. Aparté la mano y permanecí allí durante un minuto, en la oscuridad, antes de encontrar el cordón y encender la luz.

—Hola, mamá —dije. Me senté en el borde de la cama y la miré. Ella contemplaba fijamente la cama vacía de Simon. Extendí la mano y le cogí la suya, diciéndole—: Te echo de menos.

También le dije otras cosas, pero las palabras se entremezclaron y sonaron estúpidas, de modo que me quedé allí sentado, sosteniéndole la mano, en espera de que me devolviera la presión con la suya. Se me cansó el brazo, pero yo seguí sentado allí, sosteniendo sus dedos entre los míos, hasta que subió Simon. Se detuvo en el umbral y nos miró fijamente a ambos. Yo bajé la mirada y le solté la mano. Ella se marchó pocos minutos después.

Papá hizo dormir a «Baxter» justo antes del Día de Acción de Gracias. No era un perro viejo, pero actuaba como tal. Siempre estaba gruñendo y ladrando, incluso a nosotros, y ya no quería entrar dentro de la casa. Después de que se escapara por tercera vez, los de la perrera nos llamaron por teléfono. Después de escucharles, papá les dijo:

—Pónganlo a dormir.

Y colgó el teléfono. Más tarde nos enviaron una factura.

A las clases de papá acudían cada vez menos estudiantes, y finalmente se tomó unas largas vacaciones sabáticas para escribir su libro sobre Ezra Pound. Permaneció en casa durante todo aquel año, pero no escribió mucho. A veces se pasaba la mañana en la biblioteca de la ciudad, pero regresaba a casa a la una y se ponía a ver la televisión. Empezaba a beber antes de la cena y permanecía delante del televisor hasta muy tarde. A veces, Simon y yo nos quedábamos con él, pero no nos gustaban la mayoría de los programas.

Fue por entonces cuando Simon empezó a soñar. Me lo dijo una mañana que íbamos a la escuela. Me dijo que el sueño era siempre el mismo. Cuando se quedaba dormido, soñaba que aún estaba despierto, leyendo un libro de historietas. Después, empezaba a dejar el libro sobre la mesita de noche, y éste se caía al suelo. Cuando se agachaba para recogerlo, el brazo de mamá surgía de debajo de la cama y le agarraba por la muñeca con su mano blanca. Simon decía que le agarraba muy fuerte y que, de algún modo, él sabía que ella quería que se metiera debajo de la cama, con ella. Entonces él se aferraba a las mantas todo lo fuerte que podía, sabiendo que pocos segundos después las ropas de la cama se deslizarían hasta el suelo, y él se caería de la cama.

Me dijo que, finalmente, el sueño de la noche anterior había sido un poco diferente. En esta ocasión, mamá había asomado la cabeza desde debajo de la cama. Simon dijo que fue como cuando el mecánico de un garaje asoma la cabeza por debajo de un coche. Me dijo que ella le dirigía una mueca, no una verdadera sonrisa, sino una mueca muy grande. Simon añadió que sus dientes se habían afilado hasta convertirse en puntiagudos.

—¿Has tenido alguna vez sueños como ése? —me preguntó.

Sabía que sentía habérmelo contado.

—No —contesté.

Yo quería a mamá.

Aquel mes de abril, los hermanos mellizos de los Farley, que vivían en la manzana contigua a la nuestra, quedaron accidentalmente atrapados en un frigorífico abandonado y se ahogaron. La señora Hargill, que venía a limpiar nuestra casa, los encontró en la parte de atrás de su garaje. Thomas Farley había sido el único chico que seguía invitando a Simon a jugar en su patio. Ahora, a Simon sólo le quedaba yo.

Fue poco antes del Día del Trabajo y del comienzo de las clases en la escuela cuando Simon hizo planes para escaparnos de casa. Yo no deseaba escaparme, pero quería mucho a Simon. Él era mi hermano.

—¿Y adónde vamos a ir?

—Tenemos que salir de aquí —me dijo.

Lo que no era una respuesta a mi pregunta.

Pero Simon había preparado un hatillo con ropas y hasta había cogido un plano de la ciudad. Dibujó en él el camino que íbamos a seguir, atravesando la reserva forestal, por Sherman River y el viaducto de Laurel Street, dirigiéndonos hacia la casa de tío Will, sin cruzar ninguna calle principal.

—Podemos acampar fuera —dijo Simon, y me mostró una cuerda para tender la ropa que había cogido—. Tío Will nos dejará ser granjeros. Y a la primavera que viene, cuando se vaya a su rancho, podremos ir con él.

Nos marchamos poco antes del anochecer. La hora elegida no me gustaba, pero Simon dijo que papá no se daría cuenta de que nos habíamos marchado hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando se despertara. Yo llevaba una pequeña bolsa atada a la espalda y llena de comida que Simon había cogido de la nevera. Él había enrollado algo en una manta y se la había atado a la espalda con el trozo de cuerda para tender la ropa. Estuvimos bien afuera hasta que nos metimos profundamente en la reserva forestal. La corriente de agua producía un sonido gorgoteante, como el surgido de la habitación de mamá la noche que murió. Las raíces y ramas eran tan espesas que Simon tuvo que mantener la linterna encendida todo el tiempo. Y eso hacía que todo pareciera aún más oscuro. No tardamos en detenernos y Simon ató la cuerda entre dos árboles. Yo eché la manta por encima, y los dos nos pusimos a cuatro patas para buscar piedras con que sujetar las puntas.

Comimos nuestros bocadillos en la oscuridad, mientras el riachuelo producía extraños sonidos de engullimiento en la noche. Hablamos durante unos pocos minutos, pero nuestras voces parecían muy débiles, y un rato después nos quedamos dormidos sobre el suelo frío, arrebujados en nuestras chaquetas, y con las cabezas sobre la bolsa de nailon, rodeados por todos los sonidos nocturnos del bosque.

Me desperté en plena noche. Me quedé muy quieto. Los dos nos habíamos encogido bajo las chaquetas, y Simon estaba roncando. Las hojas de los árboles habían dejado de moverse, los insectos habían desaparecido, y hasta la corriente del riachuelo había dejado de hacer ruido. Las aberturas de la improvisada tienda configuraban dos brillantes triángulos en el campo de oscuridad.

Me incorporé, con el corazón desbocado.

No pude ver nada cuando acerqué la cabeza a la abertura. Pero sabía exactamente lo que había allí fuera. Me puse la cabeza bajo la chaqueta y me aparté del lado de la tienda.

Esperé que algo me tocara a través de la manta. Al principio, pensé que mamá nos había seguido, que mamá atravesaba el bosque persiguiéndonos con las pequeñas y puntiagudas ramitas golpeándole los ojos. Pero no era mamá.

Hacía frío alrededor de nuestra pequeña tienda. Y estaba todo tan oscuro como el ojo de la ardilla muerta, y algo quería entrar. Y, por primera vez en mi vida, comprendí que la oscuridad no termina con la luz de la mañana. Los dientes me castañeteaban. Me arrebujé contra Simon y le robé un poco de su calor. Sentí su respiración, suave y lenta, contra mi mejilla. Al cabo de un rato, le sacudí, despertándole, y le dije que regresaríamos a casa cuando saliera el sol, que no iba a acompañarle. Él empezó a discutir, pero entonces percibió algo en mi tono de voz, algo que no comprendió; se limitó a sacudir la cabeza y se volvió a dormir.

A la mañana siguiente, la manta estaba húmeda por el rocío, y los dos teníamos la piel fría y húmeda. Recogimos las cosas, dejamos las piedras donde estaban y regresamos a casa. No nos hablamos durante el trayecto.

Papá estaba durmiendo cuando llegamos. Simon dejó nuestras cosas en el dormitorio y después salió a la luz del sol. Yo me fui al sótano.

Estaba muy oscuro allí abajo, pero me senté en la escalera de madera sin encender la luz. Desde los rincones en sombras no llegaba ningún sonido, pero yo sabía que mamá estaba allí.

—Nos hemos escapado, pero hemos vuelto —dije al fin—. Yo tuve la idea de volvernos.

A través de las tablillas del ventanuco vi la hierba verde. Una regadera automática se puso en marcha con un suspiro. En alguna parte del vecindario, unos chicos gritaban. Pero yo sólo presté atención a las sombras.

—Simon quería seguir —dije—, pero yo hice que regresáramos. Ha sido idea mía volver a casa.

Permanecí allí sentado unos minutos más, pero no se me ocurrió nada más que decir. Finalmente, me levanté, me sacudí el polvo y subí la escalera para echarme una siesta.

Una semana después del Día del Trabajo, papá insistió en que fuéramos a la playa para pasar el fin de semana. Nos marchamos el viernes por la tarde, y nos dirigimos directamente a Ocean City. Mamá permanecía sentada, sola, en el asiento de atrás. Papá y tía Helen ocupaban los asientos de delante, y Simon y yo nos apretábamos en el fondo de la furgoneta. Pero Simon se negó a contar vacas conmigo, a hablarme o a jugar con los aviones de juguete que yo me había traído.

Nos alojamos en un hotel antiguo, justo frente al paseo marítimo. Los otros resurreccionistas del grupo de papá le habían recomendado el lugar, pero todo olía a viejo, a podrido y a ratas en las paredes. Los pasillos eran de un verde desvaído, las puertas de verde más oscuro y sólo funcionaba una bombilla de cada tres. Los rellanos de los pisos estaban en penumbras, y uno tenía que hacer cola para subir en el ascensor. El sábado, todos excepto Simon permanecimos en el interior del hotel, sentados frente al ventilador y viendo la televisión. Ahora había por allí más de los del grupo de resurreccionistas, y uno podía escucharlos arrastrando los pies, a través de las paredes. Tras la puesta del sol salieron para ir a la playa y nosotros les acompañamos.

Yo traté de que mamá estuviera cómoda. Le extendí la toalla de baño y la volví para que estuviera frente al mar. Había salido ya la luna y soplaba una brisa fría. Le puse a mamá el suéter sobre los hombros. Detrás de nosotros, las luces de la calle iluminaban el paseo de tablas junto al mar y la montaña rusa retumbaba y gruñía.

Yo no me habría marchado si la voz de papá no me hubiera irritado tanto. Hablaba demasiado fuerte, se reía por cualquier cosa y tomaba largos tragos de una botella que llevaba en una bolsa. Tía Helen habló poco, y se limitó a observar a papá con una expresión triste, tratando de sonreír cuando él se reía. Mamá permaneció sentada tranquilamente, de modo que me disculpé y me dirigí hacia la montaña rusa en busca de Simon. Me sentía solo sin él. El lugar estaba vacío de familias y chicos, pero la montaña rusa aún funcionaba. A cada pocos minutos se escuchaba un rugido y los gritos de los pocos que habían montado en ella cuando las vagonetas se lanzaban en picado. Comí un perrito caliente y miré a mi alrededor, pero no pude encontrar a Simon por ninguna parte.

Mientras caminaba de regreso hacia la playa, vi a papá inclinado sobre tía Helen dándole un beso en la mejilla. Mamá paseaba por alguna parte, y rápidamente me ofrecí para ir a buscarla, tratando de contener las lágrimas de rabia en mis ojos. Pasé ante el lugar donde dos jóvenes se habían ahogado el fin de semana anterior. Había por allí algunos de los resurreccionistas. Estaban sentados cerca del agua, en compañía de sus familias; pero no había señales de mamá. Estaba pensando ya en regresar cuando creí observar cierto movimiento bajo el paseo de madera.

Estaba increíblemente oscuro allí abajo. Unas estrechas líneas de luz que seguían los extraños modelos de los postes de madera y los maderos cruzados, penetraban por entre las grietas de las tablas de arriba. Los pasos y el arrastrar de pies sobre las tablas sonaban como puños golpeando contra la tapa de un ataúd. Entonces me detuve. Percibí una imagen repentina de docenas de ellos allí, entre la oscuridad. Docenas, mamá entre ellos, cruzados por diminutos dibujos de luz, de modo que se podía ver una mano, o una camisa, o un ojo que miraba fijamente en la oscuridad. Pero no estaban allí. Mamá no estaba allí. Allí había otra cosa.

No sé lo que me hizo mirar hacia arriba. Quizá fueron los pasos. Un pequeño vaivén, algo que permanecía colgado entre las sombras. Pude ver dónde había subido él los maderos cruzados, sorteando un obstáculo aquí, elevándose allí hacia un madero mayor. No habría sido duro. Habíamos subido de aquella forma miles de veces. Le miré fijamente a los ojos, pero fue la cuerda para tender la ropa lo que reconocí primero.

Papá dejó de dar clases tras la muerte de Simon. Ya nunca regresó a su trabajo después del año sabático, y sus notas para el libro sobre Pound permanecieron apiladas en el sótano, junto con los periódicos del año anterior. Los resurreccionistas le ayudaron a encontrar un trabajo como guardián en un cercano centro comercial, y no solía regresar a casa antes de las dos de la madrugada.

Después de Navidad me llevaron a una escuela situada a dos estados de distancia. Para entonces, los resurreccionistas habían inaugurado el instituto, y más y más familias se iban convirtiendo a sus ideas. Más tarde, pude ir a la universidad hasta terminar una carrera. A pesar del pacto, raras veces regresé a casa durante aquellos años, y, durante mis breves visitas, papá siempre estaba borracho. Una vez me emborraché con él y nos sentamos en la cocina y lloramos juntos. Había perdido casi todo el pelo, a excepción de unas pocas hebras en los lados, y sus ojos aparecían hundidos en un rostro arrugado. El alcohol le había dejado innumerables vasos sanguíneos rotos en las mejillas, y parecía como si se hubiera maquillado mucho más que mamá.

La señora Hargill me llamó tres días antes de mi graduación. Papá había llenado el baño con agua caliente y después se había cortado la vena con una cuchilla, pero no a través, sino vena arriba. Sin duda alguna había leído a Plutarco. Transcurrieron dos días antes de que la señora Hargill lo encontrara, y cuando llegué a casa a la noche siguiente, la bañera aún mostraba círculos coagulados y endurecidos. Después del funeral, revisé todos sus viejos papeles y encontré un diario que había estado escribiendo desde hacía varios años. Lo quemé todo junto con el montón de notas para el libro que nunca terminó.

Nuestra política con el instituto fue premiada a pesar de las circunstancias, y eso me ayudó a pasar los años siguientes. Mi carrera es algo más que un trabajo para mí… Creo en lo que hago y soy bueno haciéndolo. Fue idea mía aprovechar algunas de las escuelas vacías para nuestros nuevos centros de barrio.

La semana pasada me vi envuelto en un embotellamiento de tráfico y cuando poco a poco me acerqué al accidente que lo había causado, vi una pequeña figura cubierta por una manta, y cristales rotos por todas partes. También observé que una multitud de ellos se había reunido en el terraplén. En estos tiempos también hay muchos de ellos.

Yo tenía acciones en un condominio situado en una de las últimas secciones iluminadas de la ciudad, pero cuando se puso en venta nuestra vieja casa, aproveché la oportunidad y la compré. He conservado buena parte de los muebles antiguos, y sustituido algunos, de modo que ahora se parece mucho a como solía ser antes. Mantener una casa antigua como ésa es caro, pero yo no me gasto mi dinero tontamente. Después del trabajo, muchos de los que trabajan conmigo en el instituto se van a los bares, pero yo no. Después de haber guardado mi equipo y limpiado las mesas del quirófano, regreso directamente a casa. Mi familia está allí, esperándome.

FIN


  • Autor: Dan Simmons

  • Título: El río Estigia fluye corriente arriba

  • Título Original: The River Styx Runs Upstream

  • Publicado en: Rod Serling’s The Twilight Zone Magazine, April 1982

  • Traducción: César Terrón – Eduardo Goligorsky – Jordi Fibla Feito – Joseph M. Apfelbäume


 
 
 



VS79-9257

Gabriel Alfonso Rodriguez Páez


“No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se hicieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije ya muchas veces”

Jorge Luis Borges


La importancia que tenía ese premio literario no estaba en el monto pecuniario que se ofrecía al ganador ni en el reconocimiento que ante los medios y la opinión pública se pudiera lograr: se debía a la consagración obtenida al ser considerado el estandarte del momento cultural actual. La gloria temprana para cualquier artista que quisiera perdurar, esa que no la compra ni el dinero ni los aplausos. El certamen se celebraba cada cinco años por una escuela de carácter pseudosecreto fundada por un literato consagrado en el pasado y continuada por sus discípulos. Gracias a la autoridad adquirida por años y éxitos rotundos de ventas controlaba como marionetas escritores emergentes de los países que estaban bajo su tutelar custodia al imponer la vertiente artística que debía estar en boga. En literatura, eran olímpicos.

Fue así como el cuento logró conmover sus bases fundacionales y preocuparlos. En uno de sus habituales concursos, al revisar los textos calcados y sin carácter que recibían, se toparon con uno que no se acomodaba a los rígidos patrones de sus estatutos. A su parecer la estructura era inverosímil, el argumento rayaba en lo absurdo y los personajes no eran otra cosa que ecos falseados de una voz que se esconde en distintos nombres. Al ser una selección programada y predecible, lo desecharon sin prestarle mayor atención y premiaron al que debía ganar por razones comerciales. El suceso les pareció trivial, algo bochornoso: se consolaron con pensar que acaso un escrito de semejante corte pudo haber sido producto de un azar quimérico enviado por alguien sin instrucción en las letras o poco informado sobre las tendencias modernas. Sin embargo, las alarmas volvieron a prenderse en cinco años: se presentó otro texto con trazos similares. El hecho, como era de esperarse, no pasó inadvertido. Algunos se indignaron; otros decidieron no condenarlo y estudiarlo para conocer la razón de su singularidad. Se necesitaba un detective literario para la engorrosa tarea, un gusto sibarita alejado de la moda que pudiera llegar al fondo del asunto sin sentir el vértigo del asombro. Lo tenían, claro está, prisionero en los vetustos muros de la academia: el fundador de la Escuela.


Un anciano de actitud talmúdica aceptó la tarea. Aplazaron la premiación, le fijaron un plazo prudencial y le remitieron el escrito. Así como una obra requiere para su composición del talento y la templanza que permita a los sentidos ir tras lo movedizo para capturar su esencia y moldear esa sustancia en letras, frases y oraciones; así también él, para analizar esa obra, necesitaba concentrarse para sintonizarse con el escribiente en una comunión espiritual. Así fue como se encerró en el salón amplio de la biblioteca. Gustaba fumar tabaco porque, según creía, su vaho toma formas extrañas que remiten a un intelecto despierto las figuras y las palabras que los demiurgos desean en una obra maestra. No siempre acertó en su superstición, pero en sus años de gloria lo alentó. Recluso de la biblioteca, se enfrentaba al escrito. Como perito en Letras, sabía que una lectura espontánea y libre le daría los elementos de juicio sobre el cual recayera su veredicto. Concordaba con Cortázar en que un cuento debe ganar la pelea en el primer asalto, porque lo pierde en los siguientes. Deseaba darle esa oportunidad (ante él, que empleó toda su vida peregrinando libro a libro la literatura universal; que había formado escritores con la tenacidad suficiente para continuar con su legado, que lo había presenciado todo y ya nada podría sorprenderlo) y dejarse impresionar. Dejó su tabaco en el cenicero y se dedicó a leer desprevenido. Lo terminó pronto, pero la sensación de no haber leído nada o de no haberlo entendido, lo indignó profundamente. El papel que tenía enfrente desafiaba. Reanudó la lectura sin tantas componendas generosas, pero el resultado fue el mismo. Rechupó el tabaco con ligereza y notó que su pulso no era el mismo: los nervios comenzaban a fastidiarlo. Un escrito sin importancia de un autor desconocido con facilidad lo había vencido, segundos antes del primer asalto, lo cual le pareció inadmisible. Se obligó a tomarlo en serio. Se apartó por completo de la Escuela, postergó las necesidades básicas del alimento y para contender con el escrito se enterró en su augusta soledad. Por primera vez, en años de estancamiento intelectual, algo lo inquietaba. ¿Cuántas veces lo había leído sin lograr apoderarse del secreto que entrañaba? La lectura lo atrapaba, lo envolvía; su trama lo rozaba y sin lograr aprehenderla huía de él. No supo qué día se apartó ni cuántas noches pasaron antes de lograr el éxito de su objetivo: sólo notó que ya cansado y desbaratados sus paradigmas artísticos, en una lectura inocente lo logró. Y así se liberó.

Las gruesas veladoras de sacristía, ubicadas a lo largo de la mesa de lectura sobre candelabros de cobre sin pulir, alumbraban débilmente la biblioteca apestando el aire a parafina. El encargo de ese cuento resultó ser un hallazgo tan valioso como un sarcófago faraónico o la piedra Rosetta. El contraste entre dos mundos —el suyo, el de la Escuela, el que urdió con manos desnudas desde sus cimientos, y el propuesto por el escrito, ignoto y nebuloso— le brindó valiosas comparaciones. En primer lugar, valoró la narrativa: mientras los escritos habituales que concursaban se mantenían en las plantillas tradicionales, ese escrito intentaba una exploración audaz al hacer una apuesta por lo inusual. Se arriesgaba en la espontaneidad, en los retruécanos astutos de los juegos de palabras y la lírica sutil de lo imprevisto. “Estos niños —susurró para sí mientras caminaba de un extremo a otro— no saben que la literatura no acepta más improvisaciones”. Le llamó la atención su gramática: su Escuela declaraba que un texto debía acercarse a la usual conversación con el propósito pedagógico de acercar los menos ilustrados a las grandes historias; por tanto, el escritor se aferraba a la consabida estructura de inicio, nudo y desenlace. Ese escrito, por el contrario, estaba atravesado por una trama dramática capaz de generar la tensión que ofrecen los textos que no se pueden dejar sino hasta el punto final, desligándose del tránsito suave y seguro del camino convencional. Comenzaba en el nudo, saltaba hacia atrás y hablaba en pasado. Y luego evocaba el futuro como reminiscencia del porvenir. Con las hojas en una mano y el tabaco en la otra, disertaba para sí lo que creía y lo que encontraba: en las lecturas creadas en su Escuela, la lírica descriptiva y las reflexiones estaban presentes en todo momento del relato. Analizó el tema: había estatuido en el manifiesto riguroso de su Escuela que el amor debía ser el protagonista, siempre luchado por dos amantes a los cuales se les pone varios obstáculos para lograr estar juntos; en el escrito que lo interesaba, era indeterminado: el lector se renunciaba a seguir la historia y sólo al final advertía que los protagonistas eran tan despreciables como mezquinos. Como lo comprobó en noches indecisas, todo pudo haber sucedido y el final no lo determinó ni la virtud ni el heroísmo. Al recorrer los tomos de la biblioteca, comprendió a regañadientes que los herrajes que sujetaban la estructura estaban engarzados de tal manera que, si acaso se les cambiara, el final sería otro y éste, a su vez, sería legitimado por el texto mismo. “El postulado es—pensó con exasperación— para usar un eufemismo, absurdo”. Esa fue la razón que tantas veces lo extravió en ese laberinto de palabras. Por último, examinó el género. Ese cuento no podía fijarse, como el entomólogo con una mariposa, a una especie específica. Había drama y humor, heroísmo tejido con todos los defectos de un personaje que duda de sí mismo y logra expiarse por el ridículo. Todo lo que contravenía su canon más alto: el arquetipo inmaculado del héroe que triunfa por el bien. Les recalcaba a sus discípulos con ahínco que los géneros son categorías estrictas sin otra función más que indicar lo que se desea producir en el lector. Una promesa de venta, finalmente. O se ríe o se llora, o se entusiasma o se conmueve. Pero no hay vacilaciones y mucho menos puntos suspensivos. El tabaco aún humeaba. Lo chupó con placer, a la vez que descubría por qué el escrito no fue aceptado: lo que sus discípulos vieron como insensateces, no eran más que elaboradas premisas para inteligencias preclaras, como los jeroglíficos de las pirámides.

Un día de muchos, salió.

Caminaba abismado en sus reflexiones amargas, mientras que la gente a su paso lo evitaba con pudor. Su misión fue instruir a las nuevas generaciones en el temor reverente de la creación: para ello, recurrió a la Escuela. Ese fue su logro más grande. Se detuvo frente a la vitrina de una librería y leyó los títulos de las obras más vendidas. Fue allí donde comprendió que el homenaje que le debían las generaciones posteriores no estaría en el mudo mármol de un busto ni en el bautizo de mil bibliotecas estatales con su nombre; estaba, por el contrario, tras ese vidrio empañado en filas de libros que profesaran las doctrinas artísticas inspiradas por su genio inquisitorial. Y era su deber preservar a cualquier costo ese legado. Su deuda no era con la sociedad, sino con la humanidad entera. Una brisa ligera lo refrescó al tanto que anunciaba la noche. Sintió que tenía una última tarea antes de volver a la academia, donde sus discípulos lo encarcelarían de nuevo para deshojar libros y escribir densos tratados de literatura: tranquilizar al comité evaluador y descalificar con argumentos contundentes el cuento estudiado. Las calles se le hicieron extrañas, desconocidas. Se dedicó a vagar mientras las reconocía y hallaba el camino de vuelta. Llegó a una calle sin salida donde una tienda ofrecía cachivaches, telas descoloridas y baratijas de muchos años. Esa calle alimentaba su tranquilidad perturbada: le decía que él también era una antigüedad olvidada. Distraído, se topó con una carreta llena de libros. La atendía un hombre aindiado de ojos oscuros, cabello mugriento y labios gruesos, quien leía un periódico ajeno a la brisa que mojaba sus hojas. Revisó autómata los tomos en oferta. Ajados, con tapas dañadas y hojas manchadas por el moho, le parecieron piezas más dignas de la basura que para la lectura. Sin embargo, en medio de esa podredumbre impresa, había uno que se encontraba en buen estado. Lo tomó con curiosidad necia, notó que su título, grabado en caracteres negros de letra medieval, delataba una antigüedad mayor a todo lo que había visto hasta ahora.

— “Literatura críptica: aproximaciones” leyó trémulo.

La frialdad de su portada roja le caló hasta los tuétanos, le hizo doler los huesos de sus dedos atacados por una artritis temprana. La sensación lo atravesó de pies a cabeza llevándolo a esclarecer su genio confuso. Tras una negociación simple, donde el librero mostró un desprecio especial por el ejemplar que nunca pudo vender y todos se negaban a llevar, el anciano se dirigió a su casa trastornado por el frío incomprensible que gobernaba sus vísceras. Sentía el ejemplar pesado como un lingote de plomo, pero palpitante y vivo. Temió perderlo y pensó con terror en la posibilidad de un atraco callejero. Sus pasos enredados le hacían parecer ebrio, lo que aumentó la desconfianza de la gente que lo veía y pasaba a la otra acera para evitarlo. Al llegar a su mausoleo de libros trancó la puerta y en un hondo suspiro descargó su alma desgraciada por un cuento y un libro. Se dirigió a la sala iluminada todavía por las gruesas velas que apestaban a parafina y duró largo rato contemplando el libro. Mientras conquistaba de nuevo su paz, imaginó qué clase de gracia traerían sus hojas o que designio misterioso las habían inspirado. Quiso intuirlo, entenderlo sin abordar las primeras líneas, criticar y desbaratar sus teorías y justificar las de su Escuela… en ese delirio personal su juicio litigaba y el libro de lomo acre permanecía indiferente a sus reclamaciones, majestuoso a sus pretensiones. Luego de secar el sudor de su rostro, fue a la primera hoja: el nombre del libro con la misma curiosa letra medieval y una mancha de tinta que deliberadamente tachaba el nombre del autor. No figuraba un índice, así que se dirigió a las páginas siguientes resuelto a contender. Un título: “Del autor y su obra” y el texto:

Es inútil la división que los académicos proponen. Indicar a dos hombres, (ambos escribientes) y decir que uno es bueno y otro malo, es una sofisticación poco importante para los juicios empobrecidos que se alzan como jueces. En realidad, no hay ni buenos ni malos escritores: uno que sea malo no es escritor. La inspiración es indiferente al calificativo. Entonces, ¿dónde tiene lugar el juicio? En el hecho de algunos mercenarios con habilidad en las palabras que se prestan para escribir a jornal al escasear los escritores. En todos los tiempos el escritor mediocre es un fenómeno normal: a nadie debe sorprender. Lo lamentable es cuando constituyen Legión y en manada se atreven a invertir los términos: los escribidores llaman malos a los escritores y la gente les cree. Es como lo llamó José Ingenieros: El clima de la mediocridad. Ante esa situación —donde los verdaderos talentos se ven perseguidos por la caterva de escribientes que en muchedumbre detentan el poder— es necesario preservar la oriflama del arte y esperar tiempos mejores. Se opta, en consecuencia, por la literatura subterránea.

Escritura subterránea. La historia le presentó algunos ejemplos: en los albores del pueblo elegido se levantaron escuelas hermenéuticas que enseñaban a sus alumnos el arte de copiar textos sagrados para la divulgación de la masora en tiempos de persecución. Su oficio divino no admitía errores: si se equivocaban en la transcripción, tomaban el texto íntegro y lo entregaban a la purificación por las llamas. Algunos heresiarcas de los primeros siglos adulteraron rollos enteros para fundar sectas divergentes de la ortodoxia, lo que provocó un baño de sangre en nombre de Dios. Incluso el cristianismo tuvo interpretaciones opuestas y contradictorias sobre la figura de Cristo. Al no dejar escritos, los padres de la iglesia agruparon los dogmas que mejor lo explicaban para preservar la fe. Y fue una secta —los prolijos de Esmirna— quienes confesaron que la escritura del mesías en la arena, en el pasaje donde salvó a la mujer de la lapidación, consignaba todos los evangelios y los dogmas que los hombres deben observar para ser salvos y, para conocerlos, se debía acudir al misticismo y la ascesis. De esta manera todo les sería revelado, sin la intervención eclesial.

Un suspiro abisal lo sacó de sus disquisiciones teóricas.

No hay literatura buena ni mala: hay literatura y papeles agrafados con la anuencia de una pervertida masa que se llama a sí misma “clase lectora” ¿Cuál es la diferencia entre un escribidor y un escritor en términos de existencia? Su obra.

Antes de continuar la lectura, a su mucama le pidió café. Pasó mucho tiempo sin recibir respuesta: entonces concluyó que estaba solo. Recordaba que los llamados a la cena, un día no se escucharon más. Temió que sus obstinadas vigilias, empeñado en el estudio del cuento y ahora en la lectura minuciosa del libro, lo hubieran apartado de las regiones de los vivos. Fue a la cocina y supervisó con escrúpulo la preparación del café. Un muerto —pensó— no puede saborear los manjares del reino de los vivientes. El aroma hilarante de su infusión confirmó su vitalidad. Retomó:

El buen gusto lo confirma: en el primero la obra es despersonalizada: el autor acaso la reconocería si lo pusieran a buscarla entre otras semejantes. Su estructura interna se refiere a un universo contrahecho que cobra importancia al entrar en conflicto con el protagonista. Así, el autor se sirve de su obra. En consecuencia, es común encontrar argumentos amañados y volubles sujetos a leyes de oferta-demanda, digeribles en la pantalla y que no ofrecen ninguna construcción de personaje. Un ejemplo son las telenovelas, donde se agregan personajes o se suprimen según la audiencia que se agregue o se retire.

Sin que hasta ese momento pudiera explicárselo, por años su carrera como escritor se estancó. Muerto el Ideal, no hay más remedio que velar en su tumba y llorar la añoranza. Había perdido el motivo de su inspiración tras discusiones tétricas de eruditos. No hay nada tan nocivo para las artes que las escuelas de arte. Más que presidir una, la había fundado. Ese hombre cenizo, entrado en años y recuerdos, fue el escritor más venerado por los lectores, aclamado por la crítica y celebrado por las editoriales que enriqueció. Sus escritos llevaron a las lágrimas a una generación durmiente que se interesó por las letras en un avivamiento literario sin precedentes hasta ese momento. Y al querer aleccionarlos, vino la Escuela y, con ella, su ocaso. Las lágrimas de un pasado colmado de gloria asomaron a sus ojos fatigados y sintió por última vez el desconcierto del paraíso perdido. A la tenue luz de las velas continuó:

Por el contrario, la obra de un escritor es un espejo oscuro por medio del cual el autor nos deja entrever su interior, inexorable y extraño, del cual lo externo se origina. El autor es su obra, en el sentido pleno de ese verbo; es una extensión de su ser individual, un legado, un registro vital de su tránsito por la existencia, cuanto menos un drama donde los personajes son diversas facetas de su personalidad, un hombre múltiple donde escenifica en otras voces sus conflictos vitales. El autor es testamentario de su obra. Por esta razón las piezas literarias son escasas y en su elaboración el tiempo no es importante. Puede tomar días, meses, años o toda una vida. Se trata, primero, de la exploración sin brújula en un universo individuado y, después, de su elucidación por medio de palabras y frases familiares a la estructura mítica del humano colectivo. Y esa elaboración es dispendiosa. Los escribidores trabajan, lo hacen si quieren; el escritor oficia, lo hace si debe. Prueba de tal contraste son las librerías abarrotadas de ejemplares de poco o nulo interés y cuyo tratado bien se puede exponer en contados renglones.

Su vuelo angélico por los recuerdos duró poco. Pensó con desconcierto en el advenimiento de una revolución literaria. El mundo —discutía consigo mismo mientras terminaba la taza de café— está cansado de las revoluciones y sus utopías. Él mismo fue artífice de la última, y hasta esa noche advirtió cuánto le abochornaba sus consecuencias. Concluyó con agria nostalgia que era viejo, que el tiempo de las cruzadas había pasado hace mucho y, a las puertas del sepulcro, lo único que le restaba por hacer sería custodiar su Ideal logrado con celosía para salvaguardar una cultura desarrollada por él hasta que la muerte se apiadara de su alma y le librara de su genio. Saltó las hojas para terminar de un soplo el tratado. Llegó al final y las palabras le indignaron:

Toda revolución literaria es baladí. En ella se derrochan energías y voluntades que, a la postre, no saben qué hacer. Es inútil ser el faro de su tiempo si se lideran borregos que se aferran a una causa cuyo fin quizá sea ilusorio y el resultado determinado en gran parte por el azar y una circunstancia feliz. De igual manera, es arriesgado predecir si será nuestra la ocasión o si la fortuna nos será propicia. En literatura, la pretensión apenas hace sonreír: basta con una obra aparecida de la nada, de cuyo autor poco o nada se sepa y acaso cause curiosidad para que su genialidad conmueva los fundamentos y origine el caos irreparable en la Escuela. Al ser prisionero el arte, se sirve de tales tretas para escapar de la lámpara maravillosa. Oí decir alguna vez a Darien Leblanc que las artes —y entre ellas la literatura— se desarrollan en los límites de los centros de atención, alejadas de las conversaciones pedestres y de los convencionalismos académicos.

Y vos, que me sigues, ¿qué harás?

En las desdichas de mi relato, el inquisidor gramatical echó al fuego cuento y libro porque adivinó que ambas piezas eran de un mismo autor y su destino consistía en justificarlo, claro está, por el fuego. Se decidió a buscar al sujeto. Su perspicacia de detective le indicó que el título del cuento tenía alguna pista: “VS79-9257”. Desechó las consonantes por considerarlas distractores y se centró en los números. Indagó en los archivos de la biblioteca sin encontrar nada. Deambuló en centros de registro, en oficinas de patentes, pero fue inútil. Al agotar las probabilidades, entendió que la cifra correspondía a un número de identificación, y fue a las notarías. En cierta forma —pensó con malicia— el autor desea ser encontrado. No tardó en juntar semejanzas. Sus pesquisas lo condujeron a un suburbio olvidado del sur. Llegó a una casa maltrecha y encontró, para su sorpresa, la puerta abierta. Debía bajar por una escalera que terminaba en un foso oscuro. Se aventuró ciego al descenso, pero con la valentía propia del que no tiene nada que perder. Llegó al final del socavón, donde todavía tuvo que caminar por una especie de caverna primitiva. El techo era de piedra sin pulimento, el piso de tierra polvorienta, pero las paredes estaban forradas por un anaquel de madera que contenía una infinidad de carpetas legajadas. En el fondo, iluminado por una lámpara de aceite, un hombre hincado sobre una mesa parecía escribir incesante. Miró la vasta biblioteca de carpetas legajadas. Pensó con pavor que tal vez cuento y libro no eran más que un ínfimo sustrato de un conglomerado de escritos que esperaban el momento de hacer su aparición en el medio literario y destruir la Escuela. Entendió que acaso no fuera sólo un autor, sino una orden oculta la que se preparaba a salir de aquellas cavernas, dispersas por el orbe, y renovar las doctrinas literarias que tantos años y esfuerzos le habían costado.

— ¿Eres Darien Leblanc?

El hombrecillo, vestido con una túnica con capucha que no le dejaba el rostro, le respondía mientras se levantaba.

— Aún no. Piensa que soy un amanuense de su arte. Y los que guardamos su nombre somos Legión.

El énfasis de ultratumba que imprimió a las palabras finales crispó los ánimos del anciano, pero estaba lejos de acobardarse con la aparición.

— Ahora escribo estas líneas —señaló la mesa con un dedo huesudo— y tú esperas el verso que desencadenará tu ira apocalíptica; el mismo que inició todo y lo sigue iniciando en un ciclo interminable:

En la noche creo dragonesEn el día hago mamuts

Sin mayores dilaciones el anciano tomó los papeles de la mesa y los rasgó ante la presencia arcánica del escritor de sombras. Airado en su soberbia feudal, tomó la lámpara de aceite y la estrelló contra la biblioteca de carpetas que tapizaba los muros. En su delirio, recordó el desastre de Alejandría y una sonrisa agria le marchitó el rostro. No habrá una revolución literaria —le declaró impasible a la sombra, que pese al desastre continuaba inmóvil— estoy cansado de las revoluciones. Estamos cansados y abrumados de las revoluciones. La conflagración se extendió por el lugar y las últimas palabras que el anciano escuchó en su huida, las había leído de una pieza de Borges sobre laberintos de fuego.

La Escuela de Artes del porvenir deliberó por semanas para emitir el fallo. Como se esperaba, el título lo mereció un escritor reconocido que tenía, por casualidad, un jugoso contrato editorial que sólo esperaba el fallo para iniciar la publicación. La lectura del acta debía hacerla el fundador, para acreditar dicho fallo. La defensa que presentó de la decisión y la elegante exposición, argumentada y contundente, que hizo acerca del escrito, convenció a la opinión pública que la clase lectora estaba a salvo de mercachifles escriturales. Oficialmente se anunció su retiro de la academia, pero las habladurías por mucho tiempo incomodaron la labor de la Escuela. De él poco se sabe y mucho se especula: algunos dicen que se encerró en su biblioteca reconstruyendo las cenizas de un papel que se chamuscó entre sus dedos; otros afirman haberlo visto en las librerías y calles del orbe por los bazares buscando algún libro de portada roja con letras negras medievales; otros —los más prudentes en sus versiones— aseguran que lo han escuchado en sus noches plutónicas alegando en sueños sobre dragones y mamuts y que su alma no tiene sosiego al pronunciar un nombre oculto.

FIN


  • Autor: Gabriel Alfonso Rodríguez Páez

  • Título: VS79 – 9257

  • Publicado en: Que te hizo apagar la luz y quedarte adentro y otros cuentos (2022)

 
 
 

Actualizado: 24 may



El padre-cosa

Philip K. Dick


—La cena está preparada —dijo la señora Walton—. Ve a buscar a tu padre y dile que se lave las manos. Aplícate el mismo cuento, jovencito. —Trasladó una cacerola humeante a la mesa—. Le encontrarás en el garaje.

Charles vaciló. Sólo tenía ocho años y el problema que le atormentaba habría confundido a Hillel.

—Yo… —empezó, titubeando.

—¿Qué pasa?

June Walton percibió el tono inquieto de la voz de su hijo y su busto maternal se agitó de alarma.

—¿No está Ted en el garaje? Por el amor de Dios, estaba afilando las tijeras de podar hace unos minutos. No habrá ido a casa de los Anderson, ¿verdad? Le dije que la cena ya estaba en la mesa.

—Está en el garaje —contestó Charles—, pero está…, está hablando consigo mismo.

—¡Hablando consigo mismo! —La señora Walton se quitó el delantal de plástico y lo colgó en el pomo de la puerta—. ¿Ted? Nunca habla solo. Ve a decirle que ya puede venir. —Vertió café humeante en las tazas de porcelana azul y blanca, y procedió a servir el maíz cubierto de crema—. ¿Qué mosca te ha picado? ¡Ve a avisarle!

—No sé a cuál de ellos decírselo —farfulló Charles, desesperado—. Los dos son iguales.

June Walton estuvo a punto de soltar la cacerola de aluminio; por un momento, el maíz cubierto de crema se tambaleó peligrosamente.

—Jovencito —empezó, en tono de irritación, pero Ted Walton entró en la cocina.

Aspiró el aroma de la cena y se frotó las manos.

—¡Ajá! —exclamó—. Estofado de cordero.

—Estofado de buey —murmuró June—. Ted, ¿qué estabas haciendo ahí fuera?

Ted ocupó su puesto y desdobló la servilleta.

—He afilado las tijeras de podar como una hoja de afeitar. Engrasadas y afiladas. Será mejor que no las toques, o podrías quedarte sin mano.

Era un hombre atractivo, de treinta y pocos años, abundante cabello rubio, brazos fuertes, manos grandes, rostro cuadrado y brillantes ojos castaños.

—Caramba, qué buen aspecto tiene este estofado. Menudo día he tenido en la oficina. Como todos los viernes, ya sabes. El trabajo se amontona y las cuentas deben estar terminadas a las cinco. Al McKinley afirma que el departamento podría encargarse de un veinte por ciento más de trabajo si organizáramos la hora de comer, haciendo turnos para que siempre se quedara alguien. —Se dirigió a Charles—. Siéntate y empecemos.

La señora Walton sirvió los guisantes congelados.

—Ted —dijo, mientras se sentaba—, ¿tienes algo en mente?

—¿En mente? —Parpadeó—. No, nada fuera de lo normal. ¿Por qué?

June Walton miró a su hijo, inquieta. Charles estaba sentado muy tieso, inexpresivo, blanco como la tiza. No se había movido ni desdoblado la servilleta; ni siquiera había tocado su leche. La tensión se palpaba en el aire. Charles había apartado la silla de la que ocupaba su padre; se había encogido en un menudo bulto, lo más lejos posible de su padre. Movió los labios, pero la mujer no pudo leer lo que estaba diciendo.

—¿Qué dices? —preguntó, inclinándose hacia él.

—El otro —murmuró Charles—. Es el otro quien ha entrado.

—¿A qué te refieres, cariño? —preguntó June Walton en voz alta—. ¿Qué otro?

Ted dio una brusca sacudida. Una extraña expresión cruzó su cara. Desapareció al instante, pero fue suficiente para que el rostro de Ted Walton perdiera toda familiaridad. Algo frío y extraño asomó, una masa retorcida y serpenteante. Los ojos se empañaron y encogieron, proyectaron un brillo arcaico. El aspecto normal de un marido cansado había desaparecido.

Y en seguida reapareció, o casi. Ted sonrió y comenzó a devorar el estofado, los guisantes congelados y el maíz cubierto de crema. Rio, revolvió su café, bromeó y comió. Pero algo iba terriblemente mal.

—El otro —murmuró Charles, pálido, y sus manos empezaron a temblar. De pronto, se levantó de un salto y se apartó de la mesa—. ¡Vete! —gritó—. ¡Largo de aquí!

—Oye, ¿qué demonios te pasa? —rugió Ted, en tono amenazador. Indicó con severidad la silla—. Siéntate y acaba tu cena, jovencito. Tu madre no la ha preparado porque sí.

Charles salió corriendo de la cocina y subió la escalera. June Walton lanzó una exclamación ahogada y se removió en la silla, afligida.

—¿Qué le… ?

Ted siguió comiendo, con expresión ominosa y ojos sombríos.

—Ese chico necesita una lección —dijo con voz ronca—. Quizá tengamos que hablar en privado, de hombre a hombre.

Charles se acuclilló y escuchó.

El padre-cosa subía la escalera, se acercaba cada vez más.

—¡Charles! —gritó, encolerizado—. ¿Estás ahí?

No contestó. Caminó de puntillas hacia su habitación y cerró la puerta sin hacer ruido. Su corazón latía locamente. El padre-cosa había llegado al rellano; dentro de un momento estaría en su cuarto.

Se precipitó hacia la ventana. Estaba aterrorizado. El impostor ya buscaba a tientas el pomo en el pasillo a oscuras. Levantó la ventana y salió al tejado. Saltó al jardín situado frente a la puerta principal, se tambaleó y cayó, se puso en pie y huyó de la luz que surgía a chorros por la ventana, un parche amarillo en la negrura de la noche.

Distinguió el garaje, un cuadrado negro que se recortaba contra el horizonte. Buscó en su bolsillo la linterna, abrió la puerta con cautela y entró.

El garaje estaba vacío. El coche estaba estacionado frente a la casa. A la izquierda tenía el banco de trabajo de su padre. Martillos y sierras en las paredes de madera. En la parte trasera guardaba el cortacésped, el rastrillo, la pala y el azadón. Un bidón de queroseno. Matrículas clavadas por todas partes. El sucio suelo era de hormigón. Una gran mancha de aceite destacaba en el centro; el haz de la linterna reveló manojos de hierba grasienta y ennegrecida.

Nada más cruzar la puerta había un gran barril de basura. Sobre el barril se amontonaban periódicos y revistas antiguos, cubiertos de moho y humedad. Un intenso olor a podrido se desprendió de ellos cuando Charles los apartó. Cayeron arañas al cemento y se escurrieron; el niño las aplastó con el pie y siguió explorando.

La visión le arrancó un grito. Soltó la linterna y retrocedió de un salto. El garaje se sumió al instante en una oscuridad total. Se puso de rodillas con un gran esfuerzo de voluntad y tanteó el suelo en busca de la linterna, entre las arañas y la hierba grasienta. Por fin, la encontró. Apuntó el haz al interior del barril, al hueco que había hecho al apartar los montones de revistas.

El padre-cosa lo había ocultado en el fondo del barril, entre hojas caducas, cartones rotos, los restos podridos de revistas y cortinas, toda la basura del desván que su madre había amontonado en el barril con la intención de quemarla algún día. Él lo había encontrado, y al verlo se le revolvió el estómago. Se inclinó sobre el barril y cerró los ojos hasta que fue capaz de volver a mirar. En el barril se hallaban los restos de su padre, su auténtico padre. Pedazos que el padre-cosa no necesitaba. Pedazos que había descartado.

Tomó el rastrillo y agitó los restos. Estaban secos. Crujieron y se quebraron en cuanto el rastrillo los tocó. Eran como una piel de serpiente desechada, escamosa y crujiente al tacto. Una piel vacía. Lo que contenía, lo realmente importante, había desaparecido. Esto era todo cuanto quedaba, la piel frágil y crujiente, tirada en el fondo del barril de basura. Esto era todo cuanto había dejado el padre-cosa; había devorado el resto. Se había apoderado de lo que contenía, usurpando el lugar de su padre.

Un ruido.

Tiró el rastrillo y corrió hacia la puerta. El padre-cosa se acercaba por el sendero, en dirección al garaje. Sus zapatos aplastaban la gravilla. Avanzaba con cierta vacilación.

—¡Charles! ¿Estás ahí? ¡Ya verás cuando te ponga la mano encima, jovencito!

La forma llena y nerviosa de su madre se recortó en la puerta de la casa.

—Ted, no le hagas daño, por favor. Está preocupado por algo.

—No voy a hacerle daño —graznó el padre-cosa. Se detuvo para encender una cerilla—. Sólo voy a charlar un momento con él. Necesita aprender mejores modales. Dejar la mesa así y salir corriendo en plena noche, bajando por el tejado…

Charles salió del garaje. El resplandor de la cerilla iluminó su forma. El padre-cosa lanzó un berrido y corrió tras él.

—¡Ven aquí!

Charles corrió. Conocía el terreno mejor que el replicante de su padre; éste también sabía muchas cosas, obtenidas del padre verdadero, pero nadie conocía el terreno mejor que Charles. Alcanzó la valla, trepó, saltó al patio de los Anderson, dejó atrás la ropa tendida, bajó por el sendero que rodeaba la casa y desembocó en la calle Maple.

Escuchó, agachado y sin respirar. El replicante no le había seguido. Había regresado. O tal vez se acercaba por la acera.

Respiró hondo. Tenía que marcharse. Tarde o temprano le encontraría. Miró a izquierda y derecha, no vio a nadie, y se alejó a toda la velocidad que le permitían sus piernas.

—¿Qué quieres? —preguntó Tony Peretti, en tono beligerante.

Tony tenía catorce años. Estaba sentado a la mesa del comedor, chapado en roble, rodeado de libros y lápices, con medio bocadillo de jamón con manteca de cacahuete y una Coca-Cola a su lado.

—Eres Walton, ¿verdad?

Tony Peretti desembalaba cocinas y neveras después del colegio en la tienda de Johnson, en el centro de la ciudad. Era grandote y de cara ruda. Cabello negro, piel olivácea, dientes blancos. Le había dado palizas un par de veces a Charles; se las había dado a todos los chicos del vecindario.

Charles se encogió.

—Oye, Peretti, ¿puedes hacerme un favor?

—¿Qué quieres? —se irritó Peretti—. ¿Un moretón?

Charles, con la cabeza gacha y los puños apretados, explicó lo ocurrido con breves y entrecortadas palabras.

Cuando terminó, Peretti silbó por lo bajo.

—No me estarás tomando el pelo…

—Es verdad —se apresuró a insistir—. Te lo enseñaré. Acompáñame y te lo enseñaré.

Peretti se puso en pie con parsimonia.

—Sí, enséñamelo. Quiero verlo.

Fue a buscar su pistola de bajo calibre a la habitación, y los dos avanzaron en silencio por la oscura calle, en dirección a la casa de Charles. Ninguno habló mucho. Peretti estaba absorto en sus pensamientos, con expresión seria y solemne. Charles continuaba aturdido; su mente estaba en blanco por completo.

Entraron en el camino particular de los Anderson, atajaron por el patio posterior, saltaron la valla y se deslizaron con cautela hacia el patio trasero de Charles. No se movía nada. El silencio reinaba en el patio. La puerta principal de la casa estaba cerrada.

Miraron por la ventana de la sala de estar. Habían bajado las persianas, pero quedaba una estrecha rendija de luz amarillenta. La señora Walton, sentada en el sofá, cosía una camiseta de algodón. Su rostro expresaba tristeza y preocupación. Frente a ella estaba el replicante. Reclinado en la butaca de su padre, sin zapatos, leía la prensa vespertina. El televisor estaba encendido, pero nadie le hacía caso. Una lata de cerveza descansaba sobre el brazo de la butaca. El replicante se sentaba exactamente como su padre. Había aprendido mucho.

—Se parece a él —susurró Peretti, suspicaz—. ¿Estás seguro que no me tomas el pelo?

Charles le condujo al garaje y le enseñó el barril de basura. Peretti hundió en el interior sus largos brazos bronceados y sacó con mucho cuidado los restos secos y quebradizos. Los desdoblaron hasta que se dibujó la silueta de su padre. Peretti depositó los restos en el suelo y colocó en su sitio las partes rotas. Los restos carecían de color. Eran casi transparentes. Un amarillo ámbar, fino como el papel. Seco y sin vida.

—Eso es todo —dijo Charles. Las lágrimas anegaron sus ojos—. Eso es todo lo que queda de mi padre. La cosa se ha quedado con el contenido.

Peretti había palidecido. Tiró de nuevo los restos en el barril, tembloroso.

—Esto es muy fuerte —murmuró—. ¿Dices que viste a los dos juntos?

—Estaban hablando. Eran exactos. Me metí dentro. —Charles secó sus lágrimas y lloró sin control; no podía continuar callándolo—. Le devoró mientras yo estaba dentro. Luego, entró en casa. Fingió que era él, pero no. Le mató y devoró su contenido.

Peretti guardó silencio un instante.

—Voy a decirte algo. He oído hablar de cosas parecidas. Es un asunto feo. Debes utilizar la cabeza y no asustarte. No estarás asustado, ¿verdad?

—No —consiguió murmurar Charles.

—Lo primero que hay que hacer es pensar en una forma de matarlo. —Agitó la pistola—. No sé si todavía funciona. Será difícil capturar a tu padre. Era un hombre muy grande. —Peretti reflexionó unos momentos—. Larguémonos de aquí. Podría volver. Es lo que suelen hacer los asesinos, según dicen.

Salieron del garaje. Peretti volvió a mirar por la ventana. La señora Walton se había levantado. Hablaba con nerviosismo. Se oían vagos sonidos. El replicante cerró el periódico. Estaban discutiendo.

—¡Por el amor de Dios! —gritó el padre-cosa—. No cometas una estupidez semejante.

—Algo ha ocurrido —gimió la señora Walton—. Algo terrible. Deja que llame al hospital y pregunte.

—No llames a nadie. Se encuentra bien. Jugando en la calle, probablemente.

—Nunca sale a estas horas. Nunca desobedece. Estaba terriblemente preocupado… ¡Te tenía miedo! No le culpo. —Su voz se quebró de aflicción—. ¿Qué te ha pasado? Estás muy raro. —Salió al vestíbulo—. Voy a llamar a los vecinos.

El replicante la fulminó con la mirada hasta que desapareció. Entonces, sucedió algo horrible. Charles lanzó una exclamación ahogada; incluso Peretti gruñó para sí.

—Mira —murmuró Charles—. ¿Qué…?

—Demonios —masculló Peretti, los ojos abiertos como platos.

En cuanto la señora Walton salió de la sala, el replicante se hundió en la butaca, como si todos sus músculos hubieran perdido la tensión. Su boca se abrió. Sus ojos tenían una mirada vaga. Su cabeza cayó hacia adelante, como una muñeca de trapo desechada.

Peretti se apartó de la ventana.

—Eso es —susurró—. Ésa es la explicación.

—¿Cuál? —preguntó Charles. Estaba perplejo, asustado—. Ha sido como si alguien le hubiera cortado la energía.

—Exactamente —asintió Peretti, sombrío y estremecido—. Lo controlan desde fuera.

El horror sobrecogió a Charles.

—¿Desde fuera de nuestro planeta, quieres decir?

Peretti sacudió la cabeza.

—¡Desde fuera de la casa! Desde el patio. ¿Sabes rastrear?

—No mucho. —Charles se devanó los sesos—. Conozco a alguien que es muy bueno. —Logró recordar el nombre—. Bobby Daniels.

—¿Ese negrito? ¿Es un buen rastreador?

—El mejor.

—Muy bien. Vamos a buscarle. Debemos encontrar lo que acecha fuera. Lo que puso esa cosa ahí, y todavía continúa…

—Es cerca del garaje —dijo Peretti al menudo negro acuclillado a su lado en la oscuridad—. Cuando le mató, estaba en el garaje. Mira por ahí.

—¿En el garaje? —preguntó Daniels.

—Alrededor del garaje. Walton ya está dentro. Explora los alrededores. Las cercanías.

Un pequeño macizo de flores crecía junto al garaje, y entre éste y la parte posterior de la casa había una gran confusión de bambúes y restos desechados. La luna había salido; una luz brumosa y fría lo bañaba todo.

—Si no lo encontramos pronto —dijo Daniels—, tendré que volver a casa. No puedo estar levantado hasta muy tarde.

Apenas era un poco mayor que Charles. Tenía nueve años.

—Muy bien —contestó Peretti—. Empieza a rastrear.

Los tres se desplegaron y exploraron el suelo con cuidado. Daniels trabajaba a una velocidad increíble; su cuerpo menudo se movía como una exhalación entre las flores. Miró debajo de las rocas, bajo la casa, separó tallos de plantas, recorrió las hojas y las hierbas con mano experta. No pasó nada por alto.

Peretti se detuvo al poco rato.

—Yo vigilaré. Podría ser peligroso. Podría aparecer el padre-cosa y tratar de detenernos.

Se rezagó con la pistola preparada, mientras Charles y Bobby Daniels investigaban. Charles procedía con lentitud. Estaba cansado y tenía el cuerpo entumecido y aterido de frío.

Todo se le antojaba imposible, el padre replicante y lo sucedido con su padre, el auténtico. Sin embargo, el terror le espoleaba. ¿Y si pasaba igual con su madre, o con él? ¿O con todo el mundo? Quizá el mundo entero.

—¡Lo he encontrado! —gritó Daniels con voz aguda—. ¡Vengan, de prisa!

Peretti levantó la pistola y se incorporó con cautela. Charles dirigió el haz de su linterna hacia Daniels.

El negro había levantado una placa de hormigón. Un cuerpo metálico brillaba en el suelo húmedo. Algo articulado y delgado, de innumerables patas torcidas, que cavaba frenéticamente. Satinado como una hormiga, un bicho pardo rojizo que desapareció de repente ante sus propias narices. Sus filas de patas excavaban y arañaban. La tierra cedió en seguida. Su cola de aspecto mortífero se agitó con furia mientras se abría paso por el túnel que excavaba.

Peretti volvió corriendo al garaje y tomó el rastrillo. Atrapó la cola del bicho con la herramienta.

—¡De prisa! ¡Dispárale con la pistola!

Daniels se apoderó del arma y apuntó. El primer disparo arrancó la cola del bicho. Se retorció frenéticamente; la cola se arrastró en vano y algunas patas se rompieron. Medía unos treinta centímetros de largo, como un gran ciempiés. Se esforzó con desesperación en escapar por su agujero.

—Dispara otra vez —ordenó Peretti.

Daniels volvió a utilizar la pistola. El bicho se escurrió y siseó. Su cabeza se agitaba de un lado a otro. Mordió el rastrillo. Sus perversos ojos diminutos brillaban de odio. Atacó unos momentos al rastrillo, sin conseguir nada. Luego, de repente, se revolvió en una convulsión frenética que aterrorizó a los muchachos.

Algo zumbó en el cerebro de Charles, un sonido áspero y metálico, como un millón de alambres metálicos que vibraran a la vez. La fuerza le tiró al suelo; el estruendo metálico le aturdió y ensordeció. Se puso en pie, tambaleante, y retrocedió. Los demás le imitaron, pálidos y temblorosos.

—Si no podemos matarlo con la pistola —dijo Daniels—, podemos ahogarlo, quemarlo o hundirle un alfiler en el cráneo.

Se esforzó en mantener inmóvil al bicho con el rastrillo.

—Tengo un frasco con formaldehído —murmuró Daniels. Sus dedos juguetearon con la pistola—. ¿Cómo funciona esto? Creo que no me…

Charles le arrebató la pistola.

—Yo lo mataré.

Se agachó, apuntó y cerró el dedo sobre el gatillo. El bicho se debatió. El campo de fuerza martilleaba en sus oídos, pero no soltó la pistola. Su dedo se fue cerrando…

—Muy bien, Charles —dijo el padre-cosa.

Unos dedos poderosos paralizaron sus muñecas. El arma cayó al suelo, mientras luchaba en vano. El replicante se precipitó sobre Peretti. El muchacho saltó y el bicho, liberado del rastrillo, desapareció por el túnel.

—Te espera una buena zurra, Charles —tronó el padre-cosa—. ¿Qué mosca te ha picado? Tu pobre madre está loca de preocupación.

*

Estaba al acecho, oculto entre las sombras. Agazapado en la oscuridad, vigilándoles. Su voz serena y desprovista de emoción, una parodia espantosa de la de su padre, retumbó en sus oídos mientras le arrastraba hacia el garaje. Su frío aliento, de olor dulzón, como tierra putrefacta, bañó su rostro. Su fuerza era inmensa; no podía hacer nada.

—No opongas resistencia —dijo el ser con calma—. Entra en el garaje. Es por tu bien. Lo sé mejor que tú, Charles.

—¿Le has encontrado? —preguntó su madre con voz nerviosa, mientras abría la puerta trasera.

—Sí, le he encontrado.

—¿Qué vas a hacer?

—Darle una pequeña azotaina. —El replicante abrió la puerta del garaje—. En el garaje. —Una leve sonrisa, desprovista de humor y emoción, dilató sus labios en la semipenumbra—. Vuelve a la sala de estar, June. Yo me ocuparé de este asunto. Soy el más adecuado. A ti nunca te gustó castigarle.

La puerta se cerró de mala gana. Cuando la luz se apagó, Peretti se agachó y tomó la pistola. El replicante se quedó inmóvil al instante.

—Vuelvan a casa, chicos —dijo con voz rasposa.

Peretti no parecía muy decidido.

—Lárguense —repitió el replicante—. Tira ese juguete y lárgate.

Avanzó poco a poco hacia Peretti, aferrando a Charles con una mano y extendiendo la otra hacia Peretti.

—En esta ciudad están prohibidas las pistolas de bajo calibre, hijo. ¿Tu padre sabe que la tienes? Lo dice una ordenanza municipal. Será mejor que me la des antes que…

Peretti le disparó en el ojo.

El replicante gimió y se llevó la mano a su ojo destrozado. De repente, se abalanzó sobre Peretti. Éste se alejó hacia el camino particular, mientras intentaba amartillar la pistola. El replicante saltó. Sus fuertes dedos se apoderaron de la pistola. En silencio, la rompió contra la pared de la casa.

Charles salió del trance y huyó. ¿Dónde podía ocultarse? El padre-cosa se interponía entre él y la casa. Ya corría hacia él, una forma negra que avanzaba con cautela, escudriñaba la oscuridad, intentaba localizarle. Charles retrocedió. Si tuviera algún sitio donde esconderse…

Los bambúes.

Se deslizó en silencio entre los bambúes. Los tallos eran gruesos, viejos. Se cerraron tras él con un leve crujido. El replicante buscó algo en el bolsillo. Encendió una cerilla, y después ardió toda la caja.

—Charles —dijo—. Sé que estás por aquí. Es inútil que te escondas. Lo único que lograrás será crearte más dificultades.

Charles se acuclilló entre los bambúes. Su corazón latía con violencia. Era como un vertedero, rebosante de malas hierbas, basura, papeles, cajas, ropa vieja, tablas, latas, botellas. Arañas y salamandras se arrastraban a su alrededor. El viento nocturno movía los bambúes. Insectos y podredumbre.

Y algo más.

Una forma, una forma silenciosa e inmóvil que se alzaba entre los desperdicios como un champiñón nocturno. Una columna blanca, una masa pulposa que brillaba a la luz de la luna. Estaba cubierta de telarañas, como un capullo mohoso. Poseía vagos brazos y piernas. Una cabeza a medio formar. Las facciones aún no se distinguían. Pero sabía lo que era.

Una madre-cosa. Crecía en el terreno húmedo y podrido, entre el garaje y la casa. Detrás de los altos bambúes.

Casi estaba terminada. En unos cuantos días alcanzaría la madurez. Aún era una larva, blanca, blanda y pulposa. Pero el sol la secaría y calentaría. Endurecería su concha. Le proporcionaría fuerza y un tono más oscuro. Surgiría del capullo y un día, cuando su madre pasara junto al garaje… Detrás de la madre-cosa había otra larva blanca y pulposa, expulsada por el bicho hacía poco. Pequeña. Acababa de nacer. Comprendió de dónde había surgido el padre-cosa, dónde había crecido. Había madurado aquí. Y su padre se había topado con él en el garaje.

Charles se alejó poco a poco de las tablas podridas, de los desperdicios, de la larva en forma de champiñón. Extendió la mano para agarrarse a la valla…, y retrocedió.

Otra. Otra larva. No la había visto. No era blanca. Ya era de color oscuro. La telaraña, la blandura pulposa, la humedad, habían desaparecido. Estaba preparada. Se movió un poco, agitó los brazos débilmente.

El replicante de Charles.

Los tallos de bambú se separaron y el padre-cosa agarró con fuerza la muñeca del niño.

—Quédate aquí. Es el lugar perfecto. No te muevas. —Con la otra mano arrancó los restos del capullo que rodeaba al replicante de Charles—. Le echaré una mano. Aún está un poco débil.

Cayó la última brizna grisácea y el replicante de Charles salió; tambaleante. Avanzó con torpeza, mientras el padre-cosa despejaba de obstáculos el camino que le conducía a Charles.

—Por aquí —gruñó—. Yo lo sujetaré. Cuando hayas comido, serás más fuerte.

El replicante de Charles abrió y cerró la boca. Extendió los brazos hacia Charles. El chico se debatió, pero la inmensa mano del padre-cosa le inmovilizó.

—Basta ya, jovencito —ordenó—. Te resultará mucho más fácil si…

Chilló y se retorció. Soltó a Charles y retrocedió. Su cuerpo se agitó con violencia. Se golpeó contra el garaje. Todos sus miembros temblaban. Rodó y sufrió convulsiones durante un rato, presa del dolor. Lloriqueó, gimió, intentó alejarse. Poco a poco, sus movimientos se aplacaron, hasta convertirse en un bulto silencioso. Quedó tendido entre los bambúes y los restos podridos, el cuerpo fláccido, la cara desprovista de la menor expresión.

Por fin, el padre-cosa cesó de moverse. Sólo se oía el leve susurro de las cañas, mecidas por el viento.

Charles se puso en pie con movimientos torpes. Salió al camino particular. Peretti y Daniels se acercaron con cautela, los ojos abiertos como platos.

—No te acerques —ordenó Daniels—. Aún no está muerto. Tardan un poco.

—¿Cómo lo hiciste? —murmuró Charles.

Daniels depositó el bidón de queroseno en el suelo con un gruñido de alivio.

—Lo encontré en el garaje. En Virginia, los Daniels siempre utilizábamos queroseno para matar los mosquitos.

—Daniels vertió queroseno en el túnel del bicho —explicó Peretti todavía aturdido—. Fue idea suya.

Daniels propinó una patada al cuerpo retorcido del padre-cosa.

—Ya ha muerto. Murió al mismo tiempo que el bicho.

—Imagino que los demás también morirán —dijo Peretti.

Apartó las cañas para examinar las larvas que crecían entre los desperdicios. Cuando Peretti hundió el extremo de un palo en el pecho del replicante de Charles, éste no se movió.

—Está muerto.

—Será mejor que nos aseguremos —dijo Daniels, ceñudo.

Tomó el pesado bidón de queroseno y lo arrastró hacia el borde del cañaveral.

—Dejó caer unas cerillas en el camino particular. Ve a recogerlas, Peretti.

Intercambiaron una mirada.

—Claro —dijo Peretti en voz baja.

—Sugiero que cerremos la tapa para evitar que se derrame —dijo Charles.

—Démonos prisa —replicó Peretti, impaciente.

Se puso a andar sin esperarles. Charles le siguió a toda prisa y empezó a buscar las cerillas bajo la luz de la luna.

FIN


  • Autor: Philip K. Dick

  • Título: El padre-cosa

  • Título Original: The Father-Thing

  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, diciembre de 1954

  • Traducción: Eduardo García Murillo

 
 
 
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